Herman Melville: Bartleby, el escribiente

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Herman Melville

BARTLEBY, EL ESCRIBIENTE

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BARTLEBY, EL ESCRIBIENTE seguido de BARTLEBY O LA FÓRMULA por Gilles Deleuze

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Herman Melville Bartleby, el escribiente seguido de Bartleby o la fórmula, por Gilles Deleuze Selección de textos y diseño: tsunun La portada es un detalle de La Décalcomanie, de René Magritte. Primera edición, 2019. León, Guanajuato. México.

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Ă­ndice Bartleby, el escribiente Herman Melville 8 Bartleby o la fĂłrmula Gilles Deleuze 38

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Soy un hombre de cierta edad. En los últimos treinta años, mis acti-

vidades me han puesto en íntimo contacto con un gremio interesante y hasta singular, del cual, entiendo, nada se ha escrito hasta ahora: el de los amanuenses o copistas judiciales. He conocido a muchos, profesional y particularmente, y podría referir diversas historias que harían sonreír a los señores benévolos y llorar a las almas sentimentales. Pero a las biografías de todos los amanuenses prefiero algunos episodios de la vida de Bartleby, que era uno de ellos, el más extraño que yo he visto o de quien tenga noticia. De otros copistas yo podría escribir biografías completas; nada semejante puede hacerse con Bartleby. No hay material suficiente para una plena y satisfactoria biografía de este hombre. Es una pérdida irreparable para la literatura. Bartleby era uno de esos seres de quienes nada es indagable, salvo en las fuentes originales: en este caso, exiguas. De Bartleby no sé otra cosa que la que vieron mis asombrados ojos, salvo un nebuloso rumor que figurará en el epílogo. Antes de presentar al amanuense, tal como lo vi por primera vez, conviene que registre algunos datos míos, de mis empleados, de mis asuntos, de mi oficina y de mi ambiente general. Esa descripción es indispensable para una inteligencia adecuada del protagonista de mi relato. Soy, en primer lugar, un hombre que desde la juventud ha sentido profundamente que la vida más fácil es la mejor. Por eso, aunque pertenezco a una profesión proverbialmente enérgica y a veces nerviosa hasta la turbulencia, jamás he tolerado que esas inquietudes conturben mi paz. Soy uno de esos abogados sin ambición que nunca se dirigen a un jurado o solicitan de algún modo el aplauso público. En la serena tranquilidad de un cómodo retiro realizo cómodos asuntos entre las hipotecas de personas adineradas, títulos de renta y acciones. Cuantos me conocen, considéranme un hombre eminentemente seguro. El finado Juan Jacobo Astor, personaje muy poco dado a poéticos entusiasmos, no titubeaba en declarar que mi primera virtud era la prudencia: la segunda, el método. No lo digo por vanidad, pero registro el hecho de que mis servicios profesionales no eran desdeñados por el finado Juan Jacobo Astor; nombre que, reconozco, me gusta repetir porque tiene un sonido orbicular y

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tintinea como el oro acuñado. Espontáneamente agregaré que yo no era insensible a la buena opinión del finado Juan Jacobo Astor. Poco antes de la historia que narraré, mis actividades habían aumentado en forma considerable. Había sido nombrado para el cargo, ahora suprimido en el Estado de Nueva York, de agregado a la Suprema Corte. No era un empleo difícil, pero sí muy agradablemente remunerativo. Raras veces me encojo; raras veces me permito una indignación peligrosa ante las injusticias y los abusos; pero ahora me permitiré ser temerario, y declarar que considero la súbita y violenta supresión del cargo de agregado, por la Nueva Constitución, como un acto prematuro, pues yo tenía por descontado hacer de sus gajes una renta vitalicia, y sólo percibí los de algunos años. Pero esto es al margen. Mis oficinas ocupaban un piso alto en el n° 10 de Wall Street. Por un lado daban a la pared blanqueada de un espacioso tubo de aire, cubierto por una claraboya y que abarcaba todos los pisos. Este espectáculo era más bien manso, pues le faltaba lo que los paisajistas llaman animación. Aunque así fuera, la vista del otro lado ofrecía, por lo menos, un contraste. En esa dirección, las ventanas dominaban sin el menor obstáculo una alta pared de ladrillo, ennegrecida por los años y por la sombra; las ocultas bellezas de esta pared no exigían un telescopio, pues estaban a pocas varas de mis ventanas para beneficio de espectadores miopes. Mis oficinas ocupaban el segundo piso; a causa de la gran elevación de los edificios vecinos, el espacio entre esta pared y la mía se parecía no poco a un enorme tanque cuadrado. En el período anterior al advenimiento de Bartleby, yo tenía dos escribientes bajo mis órdenes, y un muchacho muy vivo para los mandados. El primero, Turkey; el segundo, Nippers; el tercero, Ginger. Estos son nombres que no es fácil encontrar en las guías. Eran en realidad sobrenombres, mutuamente conferidos por mis empleados, y que expresaban sus respectivas personas o caracteres. Turkey era un inglés bajo, obeso, de mi edad más o menos, esto es, no lejos de los sesenta. De mañana, podríamos decir, su rostro era rosado, pero después de las doce -su hora de almuerzo- resplandecía como una hornalla de carbones de Navidad, y seguía resplandeciendo (pero con un descenso gradual) hasta las seis de la tarde; después yo no veía más al propietario de ese rostro, quien coincidiendo en su cenit con el sol, parecía ponerse con él, para levantarse, culminar y declinar al día siguiente, con la misma regularidad y la misma gloria. En el decurso de mi vida he observado singulares coincidencias, de las cuales no es la menor el hecho de que el preciso momento en que Turkey, con roja y radiante faz, emitía sus más vívidos rayos, indicaba el principio del período durante el cual su capacidad de trabajo quedaba seriamente 10


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afectada para el resto del día. No digo que se volviera absolutamente haragán u hostil al trabajo. Por el contrario, se volvía demasiado enérgico. Había entonces en él una exacerbada, frenética, temeraria y disparatada actividad. Se descuidaba al mojar la pluma en el tintero. Todas las manchas que figuran en mis documentos fueron ejecutadas por él después de las doce del día. En las tardes, no sólo propendía a echar manchas: a veces iba más lejos, y se ponía barullento. En tales ocasiones, su rostro ardía con más vívida heráldica, como si se arrojara carbón de piedra en antracita. Hacía con la silla un ruido desagradable, desparramaba la arena; al cortar las plumas, las rajaba impacientemente, y las tiraba al suelo en súbitos arranques de ira; se paraba, se echaba sobre la mesa, desparramando sus papeles de la manera más indecorosa; triste espectáculo en un hombre ya entrado en años. Sin embargo, como era por muchas razones mi mejor empleado y siempre antes de las doce el ser más juicioso y diligente, y capaz de despachar numerosas tareas de un modo incomparable, me resignaba a pasar por alto sus excentricidades, aunque, ocasionalmente, me veía obligado a reprenderlo. Sin embargo lo hacía con suavidad, pues aunque Turkey era de mañana el más cortés, más dócil y más reverencial de los hombres, estaba predispuesto por las tardes, a la menor provocación, a ser áspero de lengua, es decir, insolente. Por eso, valorando sus servicios matinales, como yo lo hacía, y resuelto a no perderlos -pero al mismo tiempo, incómodo por sus provocadoras maneras después del mediodía- y corno hombre pacífico, poco deseoso de que mis amonestaciones provocaran respuestas impropias, resolví, un sábado a mediodía (siempre estaba peor los sábados), sugerirle, muy bondadosamente, que, tal vez, ahora que empezaba a envejecer, sería prudente abreviar sus tareas; en una palabra, no necesitaba venir a la oficina más que de mañana; después del almuerzo era mejor que se fuera a descansar a su casa hasta la hora del té. Pero no, insistió en cumplir sus deberes vespertinos. Su rostro se puso intolerablemente fogoso, y gesticulando con una larga regla, en el extremo de la habitación, me aseguró enfáticamente que si sus servicios eran útiles de mañana, ¿cuánto más indispensables no serían de tarde? - Con toda deferencia, señor -dijo Turkey entonces-, me considero su mano derecha. De mañana, ordeno y despliego mis columnas, pero de tarde me pongo a la cabeza, y bizarramente arremeto contra el enemigo, así -e hizo una violenta embestida con la regla. - ¿Y los borrones? -insinué yo. - Es verdad, pero con todo respeto, señor, ¡contemple estos cabellos! Estoy envejeciendo. Seguramente, señor, un borrón o dos en una tarde calurosa no pueden reprocharse con severidad a mis canas. La vejez, aunque borronea una página, es honorable. Con permiso, señor, los dos estamos envejeciendo. 11


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Este llamado a mis sentimientos personales resultó irresistible. Comprendí que estaba resuelto a no irse. Hice mi composición de lugar, resolviendo que por las tardes le confiaría sólo documentos de menor importancia. Nippers, el segundo de mi lista, era un muchacho de unos veinticinco años, cetrino, melenudo, algo pirático. Siempre lo consideré una víctima de dos poderes malignos: la ambición y la indigestión. Evidencia de la primera era cierta impaciencia en sus deberes de mero copista y una injustificada usurpación de asuntos estrictamente profesionales, tales como la redacción original de documentos legales. La indigestión se manifestaba en rachas de sarcástico mal humor, con notorio rechinamiento de dientes, cuando cometía errores de copia; innecesarias maldiciones, silbadas más que habladas, en lo mejor de sus ocupaciones, y especialmente por un continuo disgusto con el nivel de la mesa en que trabajaba. A pesar de su ingeniosa aptitud mecánica, nunca pudo Nippers arreglar esa mesa a su gusto. Le ponía astillas debajo, cubos de distinta clase, pedazos de cartón y llegó hasta ensayar un prolijo ajuste con tiras de papel secante doblado. Pero todo era en vano. Si para comodidad de su espalda, levantaba la cubierta de su mesa en un ángulo agudo hacia el mentón, y escribía como si un hombre usara el empinado techo de una casa holandesa como escritorio, la sangre circulaba mal en sus brazos. Si bajaba la mesa al nivel de su cintura, y se agachaba sobre ella para escribir, le dolían las espaldas. La verdad es que Nippers no sabía lo que quería. O, si algo quería, era verse libre para siempre de una mesa de copista. Entre las manifestaciones de su ambición enfermiza, tenía la pasión de recibir a ciertos tipos de apariencia ambigua y trajes rotosos a los que llamaba sus clientes. Comprendí que no sólo le interesaba la política parroquial: a veces hacía sus negocitos en los juzgados, y no era desconocido en las antesalas de la cárcel. Tengo buenas razones para creer, sin embargo, que un individuo que lo visitaba en mis oficinas, y a quien pomposamente insistía en llamar mi cliente, era sólo un acreedor, y la escritura, una cuenta. Pero con todas sus fallas y todas las molestias que me causaba, Nippers (como su compatriota Turkey) me era muy útil, escribía con rapidez y letra clara; y cuando quería no le faltaban modales distinguidos. Además, siempre estaba vestido como un caballero; y con esto daba tono a mi oficina. En lo que respecta a Turkey, me daba mucho trabajo evitar el descrédito que reflejaba sobre mí. Sus trajes parecían grasientos y olían a comida. En verano usaba pantalones grandes y bolsudos. Sus sacos eran execrables; el sombrero no se podía tocar. Pero mientras sus sombreros me eran indiferentes, ya que su natural cortesía y deferencia, como inglés subalterno, lo llevaban a sacárselo apenas entraba en el cuarto, su saco ya era otra cosa. Hablé 12


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con él respecto a su ropa, sin ningún resultado. La verdad era, supongo, que un hombre con renta tan exigua no podía ostentar al mismo tiempo una cara brillante y una ropa brillante. Como observó Nippers una vez, Turkey gastaba casi todo su dinero en tinta roja. Un día de invierno le regalé a Turkey un sobretodo mío de muy decorosa apariencia: un sobretodo gris, acolchado, de gran abrigo, abotonado desde el cuello hasta las rodillas. Pensé que Turkey apreciaría el regalo, y moderaría sus estrépitos e imprudencias. Pero no; creo que el hecho de enfundarse en un sobretodo tan suave y tan acolchado, ejercía un pernicioso efecto sobre él -según el principio de que un exceso de avena es perjudicial para los caballos-. De igual manera que un caballo impaciente muestra la avena que ha comido, así Turkey mostraba su sobretodo. Le daba insolencia. Era un hombre a quien perjudicaba la prosperidad. Aunque en lo referente a la continencia de Turkey yo tenía mis presunciones, en lo referente a Nippers estaba persuadido de que, cualesquiera fueran sus faltas en otros aspectos, era por lo menos un joven sobrio. Pero la propia naturaleza era su tabernero, y desde su nacimiento le había suministrado un carácter tan irritable y tan alcohólico que toda bebida subsiguiente le era superflua. Cuando pienso que en la calma de mi oficina Nippers se ponía de pie, se inclinaba sobre la mesa, estiraba los brazos, levantaba todo el escritorio y lo movía, y lo sacudía marcando el piso, como si la mesa fuera un perverso ser voluntarioso dedicado a vejarlo y a frustrarlo, claramente comprendo que para Nippers el aguardiente era superfluo. Era una suerte para mí que, debido a su causa primordial -la mala digestión-, la irritabilidad y la consiguiente nerviosidad de Nippers eran más notables de mañana, y que de tarde estaba relativamente tranquilo. Y como los paroxismos de Turkey sólo se manifestaban después de mediodía, nunca debí sufrir a la vez las excentricidades de los dos. Los ataques se relevaban como guardias. Cuando el de Nippers estaba de turno, el de Turkey estaba franco, y viceversa. Dadas las circunstancias era éste un buen arreglo. Ginger Nut, el tercero en mi lista, era un muchacho de unos doce años. Su padre era carrero, ambicioso de ver a su hijo, antes de morir, en los tribunales y no en el pescante. Por eso lo colocó en mi oficina como estudiante de derecho, mandadero, barredor y limpiador, a razón de un dólar por semana. Tenía un escritorio particular, pero no lo usaba mucho. Pasé revista a su cajón una vez: contenía un conjunto de cáscaras de muchas clases de nueces. Para este perspicaz estudiante, toda la noble ciencia del derecho cabía en una cáscara de nuez. Entre sus muchas tareas, la que desempeñaba con mayor presteza consistía en proveer de manzanas y de pasteles a Turkey y a Nippers. 13


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Ya que la copia de expedientes es tarea proverbialmente seca, mis dos amanuenses solían humedecer sus gargantas con helados, de los que pueden adquirirse en los puestos cerca del Correo y de la Aduana. También solían encargar a Ginger Nut ese bizcocho especial -pequeño, chato, redondo y sazonado con especias- cuyo nombre se le daba. En las mañanas frías, cuando había poco trabajo, Turkey los engullía a docenas como si fueran obleas -lo cierto es que por un penique venden seis u ocho-, y el rasguido de la pluma se combinaba con el ruido que hacía al triturar las abizcochadas partículas. Entre las confusiones vespertinas y los fogosos atolondramientos de Turkey, recuerdo que una vez humedeció con la lengua un bizcocho de jengibre y lo estampó como sello en un título hipotecario. Estuve entonces en un tris de despedirlo, pero me desarmó con una reverencia oriental, diciéndome: - Con permiso, señor, creo que he estado generoso suministrándole un sello a mis expensas. Mis primitivas tareas de escribano de transferencias y buscador de títulos, y redactor de documentos recónditos de toda clase aumentaron considerablemente con el nombramiento de agregado a la Suprema Corte. Ahora había mucho trabajo, para el que no bastaban mis escribientes: requerí un nuevo empleado. En contestación a mi aviso, un joven inmóvil apareció una mañana en mi oficina; la puerta estaba abierta, pues era verano. Reveo esa figura: ¡pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada! Era Bartleby. Después de algunas palabras sobre su idoneidad, lo tomé, feliz de contar entre mis copistas a un hombre de tan morigerada apariencia, que podría influir de modo benéfico en el arrebatado carácter de Turkey, y en el fogoso de Nippers. Yo hubiera debido decir que una puerta vidriera dividía en dos partes mis escritorios, una ocupada por mis amanuenses, la otra por mí. Según mi humor, las puertas estaban abiertas o cerradas. Resolví colocar a Bartleby en un rincón junto a la portada, pero de mi lado, para tener a mano a este hombre tranquilo, en caso de cualquier tarea insignificante. Coloqué su escritorio junto a una ventanita, en ese costado del cuarto que originariamente daba a algunos patios traseros y muros de ladrillos, pero que ahora, debido a posteriores construcciones, aunque daba alguna luz no tenía vista alguna. A tres pies de los vidrios había una pared, y la luz bajaba de muy arriba, entre dos altos edificios, como desde una pequeña abertura en una cúpula. Para que el arreglo fuera satisfactorio, conseguí un alto biombo verde que enteramente aislara a Bartleby de mi vista, dejándolo, sin embargo, al alcance de mi voz. Así, en cierto modo, se aunaban sociedad y retiro. 14


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Al principio, Bartleby escribió extraordinariamente. Como si hubiera padecido un ayuno de algo que copiar, parecía hartarse con mis documentos. No se detenía para la digestión. Trabajaba día y noche, copiando, a la luz del día y a la luz de las velas. Yo, encantado con su aplicación, me hubiera encantado aún más si él hubiera sido un trabajador alegre. Pero escribía silenciosa, pálida, mecánicamente. Una de las indispensables tareas del escribiente es verificar la fidelidad de la copia, palabra por palabra. Cuando hay dos o más amanuenses en una oficina, se ayudan mutuamente en este examen, uno leyendo la copia, el otro siguiendo el original. Es un asunto cansador, insípido y letárgico. Comprendo que para temperamentos sanguíneos, resultaría intolerable. Por ejemplo, no me imagino al ardoroso Byron, sentado junto a Bartleby, resignado a cotejar un expediente de quinientas páginas, escritas con letra apretada. Yo ayudaba en persona a confrontar algún documento breve, llamando a Turkey o a Nippers con este propósito. Uno de mis fines al colocar a Bartleby tan a mano, detrás del biombo, era aprovechar sus servicios en estas ocasiones triviales. Al tercer día de su estada, y antes de que fuera necesario examinar lo escrito por él, la prisa por completar un trabajito que tenía entre manos, me hizo llamar súbitamente a Bartleby. En el apuro y en la justificada expectativa de una obediencia inmediata, yo estaba en el escritorio con la cabeza inclinada sobre el original y con la copia en la mano derecha algo nerviosamente extendida, de modo que, al surgir de su retiro, Bartleby pudiera tomarla y seguir el trabajo sin dilaciones. En esta actitud estaba cuando le dije lo que debía hacer, esto es, examinar un breve escrito conmigo. Imaginen mi sorpresa, mi consternación, cuando sin moverse de su ángulo, Bartleby, con una voz singularmente suave y firme, replicó: - Preferiría no hacerlo. Me quedé un rato en silencio perfecto, ordenando mis atónitas facultades. Primero, se me ocurrió que mis oídos me engañaban o que Bartleby no había entendido mis palabras. Repetí la orden con la mayor claridad posible; pero con claridad se repitió la respuesta: - Preferiría no hacerlo. - Preferiría no hacerlo -repetí como un eco, poniéndome de pie, excitadísimo y cruzando el cuarto a grandes pasos-. ¿Qué quiere decir con eso? Está loco. Necesito que me ayude a confrontar esta página: tómela -y se la alcancé. - Preferiría no hacerlo -dijo. Lo miré con atención. Su rostro estaba tranquilo; sus ojos grises, vagamente serenos. Ni un rasgo denotaba agitación. Si hubiera habido en su 15


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actitud la menor incomodidad, enojo, impaciencia o impertinencia, en otras palabras si hubiera habido en él cualquier manifestación normalmente humana, yo lo hubiera despedido en forma violenta. Pero, dadas las circunstancias, hubiera sido como poner en la calle a mi pálido busto en yeso de Cicerón. Me quedé mirándolo un rato largo mientras él seguía escribiendo y luego volví a mi escritorio. Esto es rarísimo, pensé. ¿Qué hacer? Mis asuntos eran urgentes. Resolví olvidar aquello, reservándolo para algún momento libre en el futuro. Llamé del otro cuarto a Nippers y pronto examinamos el escrito. Pocos días después, Bartleby concluyó cuatro documentos extensos, copias cuadruplicadas de testimonios, dados ante mí durante una semana en la cancillería de la Corte. Era necesario examinarlos. El pleito era importante y una gran precisión era indispensable. Teniendo todo listo llamé a Turkey, Nippers y Ginger Nut, que estaban en el otro cuarto, pensando poner en manos de mis cuatro amanuenses las cuatro copias mientras yo leyera el original. Turkey, Nippers y Ginger Nut estaban sentados en fila, cada uno con su documento en la mano, cuando le dije a Bartleby que se uniera al interesante grupo. - ¡Bartleby!, pronto, estoy esperando. Oí el arrastre de su silla sobre el piso desnudo, y el hombre no tardó en aparecer a la entrada de su ermita. - ¿En qué puedo ser útil? -dijo apaciblemente. - Las copias, las copias -dije con apuro-. Vamos a examinarlas. Tome -y le alargué la cuarta copia. - Preferiría no hacerlo -dijo, y dócilmente desapareció detrás de su biombo. Por algunos momentos me convertí en una estatua de sal, a la cabeza de mi columna de amanuenses sentados. Vuelto en mí, avancé hacia el biombo a indagar el motivo de esa extraordinaria conducta. - ¿Por qué rehúsa? - Preferiría no hacerlo. Con cualquier otro hombre, me hubiera precipitado en un arranque de ira, desdeñando explicaciones, y lo hubiera arrojado ignominiosamente de mi vista. Pero había algo en Bartleby que no sólo me desarmaba singularmente, sino que de manera maravillosa me conmovía y desconcertaba. Me puse a razonar con él. - Son sus propias copias las que estamos por confrontar. Esto le ahorrará trabajo, pues un examen bastará para sus cuatro copias. Es la costumbre. Todos los copistas están obligados a examinar su copia. ¿No es así? ¿No quiere hablar? ¡Conteste! 16


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- Prefiero no hacerlo -replicó melodiosamente. Me pareció que mientras me dirigía a él, consideraba con cuidado cada aserto mío; que comprendía por entero el significado; que no podía contradecir la irresistible conclusión; pero que al mismo tiempo alguna suprema consideración lo inducía a contestar de ese modo. - ¿Está resuelto, entonces, a no acceder a mi solicitud, solicitud hecha de acuerdo con la costumbre y el sentido común? Brevemente me dio a entender que en ese punto mi juicio era exacto. Sí: su decisión era irrevocable. No es raro que el hombre a quien contradicen de una manera insólita e irrazonable, bruscamente descrea de su convicción más elemental. Empieza a vislumbrar vagamente que, por extraordinario que parezca, toda la justicia y toda la razón están del otro lado; si hay testigos imparciales, se vuelve a ellos para que de algún modo lo refuercen. - Turkey -dije-, ¿qué piensa de esto? ¿Tengo razón? - Con todo respeto, señor -dijo Turkey en su tono más suave-, creo que la tiene. - Nippers. ¿Qué piensa de esto? - Yo lo echaría a puntapiés de la oficina. El sagaz lector habrá percibido que siendo mañana, la contestación de Turkey estaba concebida en términos tranquilos y corteses y la de Nippers era malhumorada. O para repetir una frase anterior, diremos que el malhumor de Nippers estaba de guardia y el de Turkey estaba franco. - Ginger Nut -dije, ávido de obtener en mi favor el sufragio más mínimo-, ¿qué piensas de esto? - Creo, señor, que está un poco chiflado -replicó Ginger Nut con una mueca burlona. - Está oyendo lo que opinan -le dije, volviéndome al biombo-. Salga y cumpla con su deber. No condescendió a contestar. Tuve un momento de molesta perplejidad. Pero las tareas urgían. Y otra vez decidí postergar el estudio de este problema a futuros ocios. Con un poco de incomodidad llegamos a examinar los papeles sin Bartleby, aunque a cada página, Turkey, deferentemente, daba su opinión de que este procedimiento no era correcto; mientras Nippers, retorciéndose en su silla con una nerviosidad dispéptica, trituraba entre sus dientes apretados, intermitentes maldiciones silbadas contra el idiota testarudo de detrás del biombo. En cuanto a él (Nippers), ésta era la primera y última vez que haría sin remuneración el trabajo de otro. Mientras tanto, Bartleby seguía en su ermita, ajeno a todo lo que no fuera su propia tarea. 17


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Pasaron algunos días, en los que el amanuense tuvo que hacer otro largo trabajo. Su conducta extraordinaria me hizo vigilarlo estrechamente. Observé que jamás iba a almorzar; en realidad, que jamás iba a ninguna parte. Jamás, que yo supiera, había estado ausente de la oficina. Era un centinela perpetuo en su rincón. Noté que a las once de la mañana, Ginger Nut solía avanzar hasta la apertura del biombo, como atraído por una señal silenciosa, invisible para mí. Luego salía de la oficina, haciendo sonar unas monedas, y reaparecía con un puñado de bizcochos de jengibre, que entregaba en la ermita, recibiendo dos de ellos como jornal. Vive de bizcochos de jengibre, pensé; no toma nunca lo que se llama un almuerzo; debe ser vegetariano; pero no, pues no toma ni legumbres, no come más que bizcochos de jengibre. Medité sobre los probables efectos de un exclusivo régimen de bizcochos de jengibre. Se llaman así, porque el jengibre es uno de sus principales componentes, y su principal sabor. Ahora bien, ¿qué es el jengibre? Una cosa cálida y picante. ¿Era Bartleby cálido y picante? Nada de eso; el jengibre, entonces, no ejercía efecto alguno sobre Bartleby. Probablemente, él prefería que no lo ejerciera. Nada exaspera más a una persona seria que una resistencia pasiva. Si el individuo resistido no es inhumano, y el individuo resistente es inofensivo en su pasividad, el primero, en sus mejores momentos, caritativamente procurará que su imaginación interprete lo que su entendimiento no puede resolver. Así me aconteció con Bartleby y sus manejos. ¡Pobre hombre! pensé yo, no lo hace por maldad; es evidente que no procede por insolencia; su aspecto es suficiente prueba de lo involuntario de sus rarezas. Me es útil. Puedo llevarme bien con él. Si lo despido, caerá con un patrón menos indulgente, será maltratado y tal vez llegará miserablemente a morirse de hambre. Sí, puedo adquirir a muy bajo precio la deleitosa sensación de amparar a Bartleby; puedo adaptarme a su extraña terquedad; ello me costará poquísimo o nada y, mientras, atesoraré en el fondo de mi alma lo que finalmente será un dulce bocado para mi conciencia. Pero no siempre consideré así las cosas. La pasividad de Bartleby solía exasperarme. Me sentía aguijoneado extrañamente a chocar con él en un nuevo encuentro, a despertar en él una colérica chispa correspondiente a la mía. Pero hubiera sido lo mismo tratar de encender fuego golpeando con los nudillos de mi mano en un pedazo de jabón Windsor. Una tarde, el impulso maligno me dominó y tuvo lugar la siguiente escena: - Bartleby -le dije-, cuando haya copiado todos esos documentos, los voy a revisar con usted. - Preferiría no hacerlo. 18


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- ¿Cómo? ¿Se propone persistir en ese capricho de mula? Silencio. Abrí la puerta vidriera, y dirigiéndome a Turkey y a Nippers exclamé: - Bartleby dice por segunda vez que no examinará sus documentos. ¿Qué piensa de eso, Turkey? Hay que recordar que era de tarde. Turkey resplandecía como una marmita de bronce; tenía empapada la calva; tamborileaba con las manos sobre sus papeles borroneados. - ¿Qué pienso? -rugió Turkey-. ¡Pienso que voy a meterme en el biombo y le voy a poner un ojo negro! Con estas palabras se puso de pie y estiró los brazos en una postura pugilística. Se disponía a hacer efectiva su promesa cuando lo detuve, arrepentido de haber despertado la belicosidad de Turkey después de almorzar. - Siéntese, Turkey -le dije-, y oiga lo que Nippers va a decir. ¿Qué piensa, Nippers? ¿No estaría plenamente justificado despedir de inmediato a Bartleby? - Discúlpeme, esto tiene que decidirlo usted mismo. Creo que su conducta es insólita, y ciertamente injusta hacia Turkey y hacia mí. Pero puede tratarse de un capricho pasajero. - ¡Ah! -exclamé-, es raro ese cambio de opinión. Usted habla de él, ahora, con demasiada indulgencia. - Es la cerveza -gritó Turkey-, esa indulgencia es efecto de la cerveza. Nippers y yo almorzamos juntos. Ya ve qué indulgente estoy yo, señor. ¿ Le pongo un ojo negro? - Supongo que se refiere a Bartleby. No, hoy no. Turkey -repliqué-, por favor, baje esos puños. Cerré las puertas y volví a dirigirme a Bartleby. Tenía un nuevo incentivo para tentar mi suerte. Estaba deseando que volviera a rebelarse. Recordé que Bartleby no abandonaba nunca la oficina. - Bartleby -le dije-. Ginger. Nut ha salido; cruce al Correo, ¿quiere? -era a tres minutos de distancia- y vea si hay algo para mí. -Preferiría no hacerlo. - ¿No quiere ir? - Lo preferiría así. Pude llegar a mi escritorio, y me sumí en profundas reflexiones. Volvió mi ciego impulso. ¿Habría alguna cosa capaz de procurarme otra ignominiosa repulsa de este necio tipo sin un cobre, mi dependiente asalariado? - ¡Bartleby! Silencio. - ¡Bartleby! -más fuerte. Silencio. 19


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- ¡Bartleby! -vociferé. Como un verdadero fantasma, cediendo a las leyes de una invocación mágica, apareció al tercer llamado. - Vaya al otro cuarto, y dígale a Nippers que venga. - Preferiría no hacerlo -dijo con respetuosa lentitud, y desapareció mansamente. - Muy bien, Bartleby -dije con voz tranquila, aplomada y serenamente severa, insinuando el inalterable propósito de alguna terrible y pronta represalia. En ese momento proyectaba algo por el estilo. Pero pensándolo bien, y como se acercaba la hora de almorzar, me pareció mejor ponerme el sombrero y caminar hasta casa, sufriendo con mi perplejidad y mi preocupación. ¿Lo confesaré? Como resultado final quedó establecido en mi oficina que un pálido joven llamado Bartleby tenía ahí un escritorio, que copiaba al precio corriente de cuatro céntimos la hoja (cien palabras), pero que estaba exento, permanentemente, de examinar su trabajo y que ese deber era transferido a Turkey y a Nippers, sin duda en gracia de su mayor agudeza; ítem, el susodicho Bartleby no sería llamado a evacuar el más trivial encargo; y si se le pedía que lo hiciera, se entendería que preferiría no hacerlo, en otras palabras, que rehusaría de modo terminante. Con el tiempo, me sentí considerablemente reconciliado con Bartleby. Su aplicación, su falta de vicios, su laboriosidad incesante (salvo cuando se perdía en un sueño detrás del biombo), su gran calma, su ecuánime conducta en todo momento, hacían de él una valiosa adquisición. En primer lugar siempre estaba ahí, el primero por la mañana, durante todo el día, y el último por la noche. Yo tenía singular confianza en su honestidad. Sentía que mis documentos más importantes estaban perfectamente seguros en sus manos. A veces, muy a pesar mío, no podía evitar el caer en espasmódicas cóleras contra él. Pues era muy difícil no olvidar nunca esas raras peculiaridades, privilegios y excepciones inauditas, que formaban las tácitas condiciones bajo las cuales Bartleby seguía en la oficina. A veces, en la ansiedad de despachar asuntos urgentes, distraídamente pedía a Bartleby, en breve y rápido tono, poner el dedo, digamos, en el nudo incipiente de un cordón colorado con el que estaba atando unos papeles. Detrás del biombo resonaba la consabida respuesta: preferiría no hacerlo; y entonces ¿cómo era posible que un ser humano dotado de las fallas comunes de nuestra naturaleza dejara de contestar con amargura a una perversidad semejante, a semejante sinrazón? Sin embargo, cada nueva repulsa de esta clase tendía a disminuir las probabilidades de que yo repitiera la distracción. Debo decir que, según la costumbre de muchos hombres de ley con oficinas en edificios densamente habitados, la puerta tenía varias llaves. 20


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Una la guardaba una mujer que vivía en la buhardilla, que hacía una limpieza a fondo una vez por semana y diariamente barría y sacudía el departamento. Turkey tenía otra, la tercera yo solía llevarla en mi bolsillo, y la cuarta no sé quién la tenía. Ahora bien, un domingo de mañana se me ocurrió ir a la iglesia de la Trinidad a oír a un famoso predicador, y como era un poco temprano pensé pasar un momento a mi oficina. Felizmente llevaba mi llave, pero al meterla en la cerradura, encontré resistencia por la parte interior. Llamé; consternado, vi girar una llave por dentro y, exhibiendo su pálido rostro por la puerta entreabierta, entreví a Bartleby en mangas de camisa, y en un raro y andrajoso deshabillé. Se excusó, mansamente: dijo que estaba muy ocupado y que prefería no recibirme por el momento. Añadió que sería mejor que yo fuera a dar dos o tres vueltas por la manzana, y que entonces habría terminado sus tareas. La inesperada aparición de Bartleby, ocupando mi oficina un domingo, con su cadavérica indiferencia caballeresca, pero tan firme y tan seguro de sí, tuvo tan extraño efecto, que de inmediato me retiré de mi puerta y cumplí sus deseos. Pero no sin variados pujos de inútil rebelión contra la mansa desfachatez de este inexplicable amanuense. Su maravillosa mansedumbre no sólo me desarmaba, me acobardaba. Porque considero que es una especie de cobarde el que tranquilamente permite a su dependiente asalariado que le dé órdenes y que lo expulse de sus dominios. Además, yo estaba lleno de dudas sobre lo que Bartleby podría estar haciendo en mi oficina, en mangas de camisa y todo deshecho, un domingo de mañana. ¿Pasaría algo impropio? No, eso quedaba descartado. No podía pensar ni por un momento que Bartleby fuera una persona inmoral. Pero, ¿qué podía estar haciendo allí? ¿Copias? No, por excéntrico que fuera Bartleby, era notoriamente decente. Era la última persona para sentarse en su escritorio en un estado vecino a la desnudez. Además, era domingo, y había algo en Bartleby que prohibía suponer que violaría la santidad de ese día con tareas profanas. Con todo, mi espíritu no estaba tranquilo; y lleno de inquieta curiosidad, volví, por fin, a mi puerta. Sin obstáculo introduje la llave, abrí y entré. Bartleby no se veía, miré ansiosamente por todo, eché una ojeada detrás del biombo; pero era claro que se había ido. Después de un prolijo examen, comprendí que por un tiempo indefinido Bartleby debía haber comido y dormido y haberse vestido en mi oficina, y eso sin vajilla, cama o espejo. El tapizado asiento de un viejo sofá desvencijado mostraba en un rincón la huella visible de una flaca forma reclinada. Enrollada bajo el escritorio encontré una frazada; en el hogar vacío una caja de pasta y un cepillo; en una silla una palangana de lata, jabón y una toalla rotosa; en 21


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un diario, unas migas de bizcocho de jengibre y un bocado de queso. Sí, pensé, es bastante claro que Bartleby ha estado viviendo aquí . Entonces, me cruzó el pensamiento: ¡Qué miserables orfandades, miserias, soledades, quedan reveladas aquí! Su pobreza es grande; pero, su soledad ¡qué terrible! Los domingos, Wall Street es un desierto como la Arabia Pétrea; y cada noche de cada día es una desolación. Este edificio, también, que en los días de semana bulle de animación y de vida, por la noche retumba de puro vacío, y el domingo está desolado. ¡Y es aquí donde Bartleby hace su hogar, único espectador de una soledad que ha visto poblada, una especie de inocente y transformado Mario, meditando entre las ruinas de Cartago! Por primera vez en mi vida una impresión de abrumadora y punzante melancolía se apoderó de mí. Antes, nunca había experimentado más que ligeras tristezas, no desagradables. Ahora el lazo de una común humanidad me arrastraba al abatimiento. ¡Una melancolía fraternal! Los dos, yo y Bartleby, éramos hijos de Adán. Recordé las sedas brillantes y los rostros dichosos que había visto ese día, bogando como cisnes por el Misisipí de Broadway, y los comparé al pálido copista, reflexionando: ah, la felicidad busca la luz, por eso juzgamos que el mundo es alegre; pero el dolor se esconde en la soledad, por eso juzgamos que el dolor no existe. Estas imaginaciones -quimeras, indudablemente, de un cerebro tonto y enfermo- me llevaron a pensamientos más directos sobre las rarezas de Bartleby. Presentimientos de extrañas novedades me visitaron. Creí ver la pálida forma del amanuense, entre desconocidos, indiferentes, extendida en su estremecida mortaja. De pronto, me atrajo el escritorio cerrado de Bartleby, con su llave visible en la cerradura. No me llevaba, pensé, ninguna intención aviesa, ni el apetito de una desalmada curiosidad, además, el escritorio es mío y también su contenido; bien puedo animarme a revisarlo. Todo estaba metódicamente arreglado, los papeles en orden. Los casilleros eran profundos; removiendo los legajos archivados, examiné el fondo. De pronto sentí algo y lo saqué. Era un viejo pañuelo de algodón, pesado y anudado. Lo abrí y encontré que era una caja de ahorros. Entonces recordé todos los tranquilos misterios que había notado en el hombre. Recordé que sólo hablaba para contestar; que aunque a intervalos tenía tiempo de sobra, nunca lo había visto leer -no, ni siquiera un diario-; que por largo rato se quedaba mirando, por su pálida ventana detrás del biombo, al ciego muro de ladrillos; yo estaba seguro que nunca visitaba una fonda o un restaurante; mientras su pálido rostro indicaba que nunca bebía cerveza como Nippers, ni siquiera té o café como los otros hombres, 22


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que nunca salía a ninguna parte; que nunca iba a dar un paseo, salvo, tal vez ahora; que había rehusado decir quién era, o de dónde venía, o si tenía algún pariente en el mundo; que, aunque tan pálido y tan delgado, nunca se quejaba de mala salud. Y más aún, recordé cierto aire de inconsciente, de descolorida -¿cómo diré?- de descolorida altivez, digamos, o austera reserva, que me había infundido una mansa condescendencia con sus rarezas, cuando se trataba de pedirle el más ligero favor, aunque su larga inmovilidad me indicara que estaba detrás de su biombo, entregado a uno de sus sueños frente al muro. Meditando en esas cosas, y ligándolas al reciente descubrimiento de que había convertido mi oficina en su residencia, y sin olvidar sus mórbidas cavilaciones, meditando en estas cosas, repito, un sentimiento de prudencia nació en mi espíritu. Mis primeras reacciones habían sido de pura melancolía y lástima sincera, pero a medida que la desolación de Bartleby se agrandaba en mi imaginación, esa melancolía se convirtió en miedo, esa lástima en repulsión. Tan cierto es, y a la vez tan terrible, que hasta cierto punto el pensamiento o el espectáculo de la pena atrae nuestros mejores sentimientos, pero algunos casos especiales no van más allá. Se equivocan quienes afirman que esto se debe al natural egoísmo del corazón humano. Más bien proviene de cierta desesperanza de remediar un mal orgánico y excesivo. Y cuando se percibe que esa piedad no lleva a un socorro efectivo, el sentido común ordena al alma librarse de ella. Lo que vi esa mañana me convenció de que el amanuense era la víctima de un mal innato e incurable. Yo podía dar una limosna a su cuerpo; pero su cuerpo no le dolía; tenía el alma enferma, y yo no podía llegar a su alma. No cumplí, esa mañana, mi propósito de ir a la Trinidad. Las cosas que había visto me incapacitaban, por el momento, para ir a la iglesia. Al dirigirme a mi casa, iba pensando en lo que haría con Bartleby. Al fin me resolví: lo interrogaría con calma, la mañana siguiente, acerca de su vida, etc., y si rehusaba contestarme francamente y sin reticencias (y suponía que él preferiría no hacerlo), le daría un billete de veinte dólares, además de lo que le debía, diciéndole que ya no necesitaba sus servicios; pero que en cualquier otra forma en que necesitara mi ayuda, se la prestaría gustoso, especialmente le pagaría los gastos para trasladarse al lugar de su nacimiento dondequiera que fuera. Además, si al llegar a su destino necesitaba ayuda, una carta haciéndomelo saber no quedaría sin respuesta. La mañana siguiente llegó. - Bartleby -dije, llamándolo comedidamente. Silencio. 23


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- Bartleby -dije en tono aún más suave- venga, no le voy a pedir que haga nada que usted preferiría no hacer. Sólo quiero conversar con usted. Con esto, se me acercó silenciosamente. - ¿Quiere decirme, Bartleby, dónde ha nacido? - Preferiría no hacerlo. - ¿Quiere contarme algo de usted? - Preferiría no hacerlo. - Pero ¿qué objeción razonable puede tener para no hablar conmigo? Yo quisiera ser un amigo. Mientras yo hablaba, no me miró. Tenía los ojos fijos en el busto de Cicerón, que estaba justo detrás de mí, a unas seis pulgadas sobre mi cabeza. - ¿Cuál es su respuesta, Bartleby? -le pregunté, después de esperar un buen rato, durante el cual su actitud era estática, notándose apenas un levísimo temblor en sus labios descoloridos. - Por ahora prefiero no contestar -dijo, y se retiró a su ermita. Tal vez fui débil, lo confieso, pero su actitud en esta ocasión me irritó. No sólo parecía acechar en ella cierto desdén tranquilo; su terquedad resultaba desagradecida si se considera el indiscutible buen trato y la indulgencia que había recibido de mi parte. De nuevo me quedé pensando qué haría. Aunque me irritaba su proceder, aunque al entrar en la oficina yo estaba resuelto a despedirlo, un sentimiento supersticioso golpeó en mi corazón y me prohibió cumplir mi propósito, y me dijo que yo sería un canalla si me atrevía a murmurar una palabra dura contra el más triste de los hombres. Al fin, colocando familiarmente mi silla detrás de su biombo, me senté y le dije: - Dejemos de lado su historia, Bartleby; pero permítame suplicarle amistosamente que observe en lo posible las costumbres de esta oficina. Prométame que mañana o pasado ayudará a examinar documentos; prométame que dentro de un par de días se volverá un poco razonable, ¿verdad, Bartleby? - Por ahora prefiero no ser un poco razonable -fue su mansa y cadavérica respuesta. En ese momento se abrió la puerta vidriera y Nippers se acercó. Parecía víctima, contra la costumbre, de una mala noche, producida por una indigestión más severa que las de costumbre. Oyó las últimas palabras de Bartleby. - «¿Prefiere no ser razonable?» -gritó Nippers-. Yo le daría preferencias, si fuera usted, señor. ¿Qué es, señor, lo que ahora prefiere no hacer? -Bartleby no movió ni un dedo. - Señor Nippers -le dije-, prefiero que, por el momento, usted se retire. No sé cómo, últimamente, yo había contraído la costumbre de usar la palabra preferir. Temblé pensando que mi relación con el amanuense 24


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ya hubiera afectado seriamente mi estado mental. ¿Qué otra y quizá más honda aberración podría traerme? Este recelo había influido en mi determinación de emplear medidas sumarias. Mientras Nippers, agrio y malhumorado, desaparecía, Turkey apareció, obsequioso y deferente. - Con todo respeto, señor -dijo-, ayer estuve meditando sobre Bartleby, y pienso que si él prefiriera tomar a diario un cuarto de buena cerveza, le haría mucho bien, y lo habilitaría a prestar ayuda en el examen de documentos. - Parece que usted también ha adoptado la palabra -dije, ligeramente excitado. - Con todo respeto. ¿Qué palabra, señor? -preguntó Turkey, apretándose respetuosamente en el estrecho espacio detrás del biombo y obligándome, al hacerlo, a empujar al amanuense. - ¿Qué palabra, señor? - Preferiría quedarme aquí solo -dijo Bartleby, como si lo ofendiera el verse atropellado en su retiro. - Esa es la palabra, Turkey, ésa es. - ¡Ah!, ¿preferir?, ah, sí, curiosa palabra. Yo nunca la uso. Pero señor, como iba diciendo, si prefiriera... - Turkey -interrumpí-, retírese, por favor. - Ciertamente, señor, si usted lo prefiere. Al abrir la puerta vidriera para retirarse, Nippers desde su escritorio me echó una mirada y me preguntó si yo prefería papel blanco o papel azul para copiar cierto documento. No acentuó maliciosamente la palabra preferir. Se veía que había sido dicha involuntariamente. Reflexioné que era mi deber deshacerme de un demente, que ya, en cierto modo, había influido en mi lengua y quizá en mi cabeza y en las de mis dependientes. Pero juzgué prudente no hacerlo de inmediato. Al día siguiente noté que Bartleby no hacía más que mirar por la ventana, en su sueño frente a la pared. Cuando le pregunté por qué no escribía, me dijo que había resuelto no escribir más. - ¿Por qué no? ¿Qué se propone? -exclamé-. ¿No escribir más? - Nunca más. - ¿Y por qué razón? - ¿No la ve usted mismo? -replicó con indiferencia. Lo miré fijamente y me pareció que sus ojos estaban apagados y vidriosos. Enseguida se me ocurrió que su ejemplar diligencia junto a esa pálida ventana, durante las primeras semanas, había dañado su vista. Me sentí conmovido y pronuncié algunas palabras de simpatía. Sugerí que, por supuesto, era prudente de su parte el abstenerse de escribir por 25


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un tiempo; y lo animé a tomar esta oportunidad para hacer ejercicios al aire libre. Pero no lo hizo. Días después, estando ausentes mis otros empleados, y teniendo mucha prisa por despachar ciertas cartas, pensé que no teniendo nada que hacer, Bartleby seria menos inflexible que de costumbre y querría llevármelas al Correo. Se negó rotundamente y aunque me resultaba molesto, tuve que llevarlas yo mismo. Pasaba el tiempo. Ignoro si los ojos de Bartleby se mejoraron o no. Me parece que sí, según todas las apariencias. Pero cuando se lo pregunté no me concedió una respuesta. De todos modos, no quería seguir copiando. Al fin, acosado por mis preguntas, me informó que había resuelto abandonar las copias. - ¡Cómo! -exclamé-. ¿Si sus ojos se curaran, si viera mejor que antes, copiaría entonces? - He renunciado a copiar -contestó y se hizo a un lado. Se quedó como siempre, enclavado en mi oficina. ¡Qué! -si eso fuera posible- se reafirmó más aún que antes. ¿Qué hacer? Si no hacia nada en la oficina: ¿por qué se iba a quedar? De hecho, era una carga, no sólo inútil, sino gravosa. Sin embargo, le tenía lástima. No digo sino la pura verdad cuando afirmo que me causaba inquietud. Si hubiese nombrado a algún pariente o amigo, yo le hubiera escrito, instándolo a llevar al pobre hombre a un retiro adecuado. Pero parecía solo, absolutamente solo en el universo. Algo como un despojo en mitad del océano Atlántico. A la larga, necesidades relacionadas con mis asuntos prevalecieron sobre toda consideración. Lo más bondadosamente posible, le dije a Bartleby que en seis días debía dejar la oficina. Le aconsejé tomar medidas en ese intervalo para procurarse una nueva morada. Le ofrecí ayudarlo en este empeño, si él personalmente daba el primer paso para la mudanza. - Y cuando usted se vaya del todo, Bartleby -añadí-, velaré para que no salga completamente desamparado. Recuerde, dentro de seis días. Al expirar el plazo, espié detrás del biombo: ahí estaba Bartleby. Me abotoné el abrigo, me paré firme; avancé lentamente hasta tocarle el hombro y le dije: - El momento ha llegado; debe abandonar este lugar; lo siento por usted; aquí tiene dinero, debe irse. - Preferiría no hacerlo -replicó-, siempre dándome la espalda. - Pero usted debe irse. Silencio. Yo tenía una ilimitada confianza en su honradez. Con frecuencia me había devuelto peniques y chelines que yo había dejado caer en el suelo, porque soy muy descuidado con esas pequeñeces. Las providencias que adopté no se considerarán, pues, extraordinarias. 26


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- Bartleby -le dije-, le debo doce dólares, aquí tiene treinta y dos; esos veinte son suyos ¿quiere tomarlos? -y le alcancé los billetes. Pero ni se movió. - Los dejaré aquí, entonces -y los puse sobre la mesa bajo un pisapapeles. Tomando mi sombrero y mi bastón me dirigí a la puerta, y volviéndome tranquilamente añadí: - Cuando haya sacado sus cosas de la oficina, Bartleby, usted por supuesto cerrará con llave la puerta, ya que todos se han ido, y por favor deje la llave bajo el felpudo, para que yo la encuentre mañana. No nos veremos más. Adiós. Si más adelante, en su nuevo domicilio puedo serle útil, no deje de escribirme. Adiós Bartleby y que le vaya bien. No contestó ni una palabra, como la última columna de un templo en ruinas, quedó mudo y solitario en medio del cuarto desierto. Mientras me encaminaba a mi casa, pensativo, mi vanidad se sobrepuso a mi lástima. No podía menos de jactarme del modo magistral con que había llevado mi liberación de Bartleby. Magistral, lo llamaba, y así debía opinar cualquier pensador desapasionado. La belleza de mi procedimiento consistía en su perfecta serenidad. Nada de vulgares intimidaciones, ni de bravatas, ni de coléricas amenazas, ni de paseos arriba y abajo por el departamento, con espasmódicas órdenes vehementes a Bartleby de desaparecer con sus miserables bártulos. Nada de eso. Sin mandatos gritones a Bartleby -como hubiera hecho un genio inferior- yo había postulado que se iba, y sobre esa promesa había construido todo mi discurso. Cuanto más pensaba en mi actitud, más me complací en ella. Con todo, al despertarme la mañana siguiente, tuve mis dudas: mis humos de vanidad se habían desvanecido. Una de las horas más lúcidas y serenas en la vida del hombre es la del despertar. Mi procedimiento seguía pareciéndome tan sagaz como antes, pero sólo en teoría. Cómo resultaría en la práctica era lo que estaba por verse. Era una bella idea, dar por sentada la partida de Bartleby; pero, después de todo, esta presunción era sólo mía, y no de Bartleby. Lo importante era no que yo hubiera establecido que debía irse, sino que él prefiriera hacerlo. Era hombre de preferencias, no de presunciones. Después del almuerzo, me fui al centro, discutiendo las probabilidades pro y contra. A ratos pensaba que sería un fracaso y que encontraría a Bartleby en mi oficina como de costumbre; y enseguida tenía la seguridad de encontrar su silla vacía. Y así seguí titubeando. En la esquina de Broadway y la calle del Canal, vi a un grupo de gente muy excitada, conversando seriamente. - Apuesto a que... -oí decir al pasar. - ¿A que no se va? ¡Ya está! -dije-, ponga su dinero.

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Instintivamente metí la mano en el bolsillo, para vaciar el mío, cuando me acordé que era día de elecciones. Las palabras que había oído no tenían nada que ver con Bartleby, sino con el éxito o fracaso de algún candidato para intendente. En mi obsesión, ya había imaginado que todo Broadway compartía mi excitación y discutía el mismo problema. Seguí, agradecido al bullicio de la calle, que protegía mi distracción. Como era mi propósito, llegué más temprano que de costumbre a la puerta de mi oficina. Me paré a escuchar. No había ruido. Debía de haberse ido. Probé el llamador. La puerta estaba cerrada con llave. Mi procedimiento había obrado como magia; el hombre había desaparecido. Sin embargo, cierta melancolía se mezclaba a esta idea: el éxito brillante casi me pesaba. Estaba buscando bajo el felpudo la llave que Bartleby debía haberme dejado cuando, por casualidad, pegué en la puerta con la rodilla, produciendo un ruido como de llamada, y en respuesta llegó hasta mí una voz que decía desde adentro: - Todavía no; estoy ocupado. Era Bartleby. Quedé fulminado. Por un momento quedé como aquel hombre que, con su pipa en la boca, fue muerto por un rayo, hace ya tiempo, en una tarde serena de Virginia; fue muerto asomado a la ventana y quedó recostado en ella en la tarde soñadora, hasta que alguien lo tocó y cayó. - ¡No se ha ido! -murmuré por fin. Pero una vez más, obedeciendo al ascendiente que el inescrutable amanuense tenía sobre mí, y del cual me era imposible escapar, bajé lentamente a la calle; al dar vuelta a la manzana, consideré qué podía hacer en esta inaudita perplejidad. Imposible expulsarlo a empujones; inútil sacarlo a fuerza de insultos; llamar a la policía era una idea desagradable; y, sin embargo, permitirle gozar de su cadavérico triunfo sobre mí, eso también era inadmisible. ¿Qué hacer? o, si no había nada que hacer, ¿qué dar por sentado? Yo había dado por sentado que Bartleby se iría; ahora podía yo retrospectivamente asumir que se había ido. En la legítima realización de esta premisa, podía entrar muy apurado en mi oficina, y fingiendo no ver a Bartleby, llevarlo por delante como si fuera el aire. Tal procedimiento tendría en grado singular todas las apariencias de una indirecta. Era bastante difícil que Bartleby pudiera resistir a esa aplicación de la doctrina de las suposiciones. Pero repensándolo bien, el éxito de este plan me pareció dudoso. Resolví discutir de nuevo el asunto. - Bartleby -le dije, con severa y tranquila expresión, entrando a la oficina-, estoy disgustado muy seriamente. Estoy apenado, Bartleby. No esperaba esto de usted. Yo me lo había imaginado de caballeresco carácter, yo había pensado que en cualquier dilema bastaría la más ligera 28


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insinuación -en una palabra- suposición. Pero parece que estoy engañado. ¡Cómo! -agregué, naturalmente asombrado-, ¿ni siquiera ha tocado ese dinero? -Estaba en el preciso lugar donde yo lo había dejado la víspera. No contestó. - ¿Quiere usted dejarnos, sí o no? -pregunté en un arranque, avanzando hasta acercarme a él. - Preferiría no dejarlos -replicó suavemente, acentuando el no. - ¿Y qué derecho tiene para quedarse? ¿Paga alquiler? ¿Paga mis impuestos? ¿Es suya la oficina? No contestó. - ¿Está dispuesto a escribir ahora? ¿Se ha mejorado de la vista? ¿Podría escribir algo para mi esta mañana, o ayudarme a examinar unas líneas, o ir al Correo? En una palabra, ¿quiere hacer algo que justifique su negativa de irse? Silenciosamente se retiró a su ermita. Yo estaba en tal estado de resentimiento nervioso que me pareció prudente abstenerme de otros reproches. Bartleby y yo estábamos solos. Recordé la tragedia del infortunado Adams y del aún más infortunado Colt en la solitaria oficina de éste; y cómo el pobre Colt, exasperado por Adams, y dejándose llevar imprudentemente por la ira, fue precipitado al acto fatal, acto que ningún hombre puede deplorar más que el actor. A menudo he pensado que si este altercado hubiera tenido lugar en la calle o en una casa particular, otro hubiera sido su desenlace. La circunstancia de estar solos en una oficina desierta, en lo alto de un edificio enteramente desprovisto de domésticas asociaciones humanas -una oficina sin alfombras, de apariencia, sin duda alguna, polvorienta y desolada- debe haber contribuido a acrecentar la desesperación del desventurado Colt. Pero cuando el resentimiento del viejo Adams se apoderó de mí y me tentó en lo concerniente a Bartleby, luché con él y lo vencí. ¿Cómo? Recordando sencillamente el divino precepto: Un nuevo mandamiento les doy: ámense los unos a los otros. Sí, esto fue lo que me salvó. Aparte de más altas consideraciones, la caridad obra como un principio sabio y prudente, como una poderosa salvaguardia para su poseedor. Los hombres han asesinado por celos, y por rabia, y por odio, y por egoísmo y por orgullo espiritual; pero no hay hombre, que yo sepa, que haya cometido un asesinato por caridad. La prudencia, entonces, si no puede aducirse motivo mejor, basta para impulsar a todos los seres hacia la filantropía y la caridad. En todo caso, en esta ocasión me esforcé en ahogar mi irritación con el amanuense, interpretando benévolamente su conducta. ¡Pobre hombre, pobre hombre!, pensé, no sabe lo que hace; y, además, ha pasado días muy duros y merece indulgencia. 29


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Procuré también ocuparme en algo; y al mismo tiempo consolar mi desaliento. Traté de imaginar que en el curso de la mañana, en un momento que le viniera bien, Bartleby, por su propia y libre voluntad, saldría de su ermita, decidido a encaminarse a la puerta. Pero, no, llegaron las doce y media, la cara de Turkey se encendió, volcó el tintero y empezó su turbulencia; Nippers declinó hacia la calma y la cortesía; Ginger Nut mascó su manzana del mediodía; y Bartleby siguió de pie en la ventana en uno de sus profundos sueños frente al muro. ¿Me creerán? ¿Me atreveré a confesarlo? Esa tarde abandoné la oficina, sin decirle ni una palabra más. Pasaron varios días durante los cuales, en momentos de ocio, revisé Sobre testamentos de Edwards y Sobre la necesidad de Priestley. Estos libros, dadas las circunstancias, me produjeron un sentimiento saludable. Gradualmente llegué a persuadirme de que mis disgustos acerca del amanuense estaban decretados desde la eternidad, y Bartleby me estaba destinado por algún misterioso propósito de la Divina Providencia, que un simple mortal como yo no podía penetrar. Sí, Bartleby, quédate ahí, detrás del biombo, pensé; no te perseguiré más; eres inofensivo y silencioso como una de esas viejas sillas; en una palabra, nunca me he sentido en mayor intimidad que sabiendo que estabas ahí. Al fin lo veo, lo siento; penetro el propósito predestinado de mi vida. Estoy satisfecho. Otros tendrán papeles más elevados, mi misión en este mundo, Bartleby, es proveerte de una oficina por el período que quieras. Creo que este sabio orden de ideas hubiera continuado, a no mediar observaciones gratuitas y maliciosas que me infligieron profesionales amigos, al visitar las oficinas. Como acontece a menudo, el constante roce con mentes mezquinas acaba con las buenas resoluciones de los más generosos. Pensándolo bien, no me asombra que a las personas que entraban a mi oficina les impresionara el peculiar aspecto del inexplicable Bartleby y se vieran tentadas de formular alguna siniestra observación. A veces un procurador visitaba la oficina y, encontrando solo al amanuense, trataba de obtener de él algún dato preciso sobre mi paradero; sin prestarle atención, Bartleby seguía inconmovible en medio del cuarto. El procurador, después de contemplarlo un rato, se despedía tan ignorante como había venido. También, cuando alguna audiencia tenía lugar, y el cuarto estaba lleno de abogados y testigos, y se sucedían los asuntos, algún letrado muy ocupado, viendo a Bartleby enteramente ocioso le pedía que fuera a buscar en su oficina (la del letrado) algún documento. Bartleby, en el acto, rehusaba tranquilamente y se quedaba tan ocioso como antes. Entonces el abogado se quedaba mirándolo asombrado, le clavaba los ojos y luego me miraba a mí. Y yo ¿qué podía decir? Por fin, me di cuenta de que en 30


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todo el círculo de mis relaciones corría un murmullo de asombro acerca del extraño ser que cobijaba en mi oficina. Esto me molestaba ya muchísimo. Se me ocurrió que podía ser longevo y que seguiría ocupando mi departamento, y desconociendo mi autoridad y asombrando a mis visitantes; y haciendo escandalosa mi reputación profesional; y arrojando una sombra general sobre el establecimiento y manteniéndose con sus ahorros (porque indudablemente no gastaba sino medio real por día), y que tal vez llegara a sobrevivirme y a quedarse en mi oficina reclamando derechos de posesión, fundados en la ocupación perpetua. A medida que esas oscuras anticipaciones me abrumaban, y que mis amigos menudeaban sus implacables observaciones sobre esa aparición en mi oficina, un gran cambio se operó en mí. Resolví hacer un esfuerzo enérgico y librarme para siempre de esta pesadilla intolerable. Antes de urdir un complicado proyecto, sugerí simplemente a Bartleby la conveniencia de su partida. En un tono serio y tranquilo, entregué la idea a su cuidadosa y madura consideración. Al cabo de tres días de meditación, me comunicó que sostenía su criterio original; en una palabra, que prefería permanecer conmigo. ¿Qué hacer?, dije para mi, abotonando mi abrigo hasta el último botón. ¿Qué hacer? ¿Qué debo hacer? ¿Qué dice mi conciencia que debería hacer con este hombre, o más bien, con este fantasma? Tengo que librarme de él; se irá, pero ¿cómo? ¿Echarás a ese pobre, pálido, pasivo mortal, arrojarás esa criatura indefensa? ¿Te deshonrarás con semejante crueldad? No, no quiero, no puedo hacerlo. Más bien lo dejaría vivir y morir aquí y luego emparedaría sus restos en el muro. ¿Qué harás entonces? Con todos tus ruegos, no se mueve. Deja los sobornos bajo tu propio pisapapeles, es bien claro que prefiere quedarse contigo. Entonces hay que hacer algo severo, algo fuera de lo común. ¿Cómo, lo harás arrestar por un gendarme y entregarás su inocente palidez a la cárcel? ¿Qué motivos podrías aducir? ¿Es acaso un vagabundo? ¡Cómo!, ¿él, un vagabundo, un ser errante, él, que rehúsa moverse? Entonces, ¿porque no quiere ser un vagabundo, vas a clasificarlo como tal? Esto es un absurdo. ¿Carece de medios visibles de vida?, bueno, ahí lo tengo. Otra equivocación, indudablemente vive y ésta es la única prueba incontestable de que tiene medios de vida. No hay nada que hacer entonces. Ya que él no quiere dejarme, yo tendré que dejarlo. Mudaré mi oficina; me mudaré a otra parte, y le notificaré que si lo encuentro en mi nuevo domicilio procederé contra él como contra un vulgar intruso. Al día siguiente le dije: - Estas oficinas están demasiado lejos de la Municipalidad, el aire es malsano. En una palabra: tengo el proyecto de mudarme la semana 31


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próxima, y ya no requeriré sus servicios. Se lo comunico ahora, para que pueda buscar otro empleo. No contestó y no se dijo nada más. En el día señalado contraté carros y hombres, me dirigí a mis oficinas, y teniendo pocos muebles, todo fue llevado en pocas horas. Durante la mudanza el amanuense quedó atrás del biombo, que ordené fuera lo último en sacarse. Lo retiraron, lo doblaron como un enorme pliego; Bartleby quedó inmóvil en el cuarto desnudo. Me detuve en la entrada, observándolo un momento, mientras algo dentro de mí, me reconvenla. Volví a entrar, con la mano en el bolsillo y mi corazón en la boca. - Adiós, Bartleby, me voy, adiós y que Dios lo bendiga de algún modo, y tome esto -deslicé algo en su mano. Pero él lo dejó caer al suelo y entonces, raro es decirlo, me arranqué dolorosamente de quien tanto había deseado librarme. Establecido en mis oficinas, por uno o dos días mantuve la puerta con llave, sobresaltándome cada pisada en los corredores. Cuando volvía, después de cualquier salida, me detenía en el umbral un instante, y escuchaba atentamente al introducir la llave. Pero mis temores eran vanos. Bartleby nunca volvió. Pensé que todo iba bien, cuando un señor muy preocupado me visitó, averiguando si yo era el último inquilino de las oficinas en el n.º X de Wall Street. Lleno de aprensiones, contesté que sí. - Entonces, señor -dijo el desconocido, que resultó ser un abogado-, usted es responsable por el hombre que ha dejado allí. Se niega a hacer copias; se niega a hacer todo; dice que prefiere no hacerlo; y se niega a abandonar el establecimiento. - Lo siento mucho, señor -le dije con aparente tranquilidad, pero con un temblor interior-, pero el hombre al que usted alude no es nada mío, no es un pariente o un meritorio, para que usted quiera hacerme responsable. - En nombre de Dios, ¿quién es? - Con toda sinceridad no puedo informarlo. Yo no sé nada de él. Anteriormente lo tomé como copista; pero hace bastante tiempo que no trabaja para mí. - Entonces, lo arreglaré. Buenos días, señor. Pasaron varios días y no supe nada más; y aunque a menudo sentía un caritativo impulso de visitar el lugar y ver al pobre Bartleby, un cierto escrúpulo, de no sé qué, me detenía. Ya he concluido con él, pensaba, al fin, cuando pasó otra semana sin más noticias. Pero al llegar a mi oficina, al día siguiente, encontré varias personas esperando en mi puerta, en un estado de gran excitación. 32


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- Este es el hombre, ahí viene -gritó el que estaba delante, y que no era otro que el abogado que me había visitado. - Usted tiene que sacarlo, señor, en el acto -gritó un hombre corpulento adelantándose y en el que reconocí al propietario del n.º X de Wall Street-. Estos caballeros, mis inquilinos, no pueden soportarlo más; El señor B. -señalando al abogado- lo ha echado de su oficina, y ahora persiste en ocupar todo el edificio, sentándose de día en los pasamanos de la escalera y durmiendo a la entrada, de noche. Todos están inquietos; los clientes abandonan las oficinas; hay temores de un tumulto, usted tiene que hacer algo, inmediatamente. Horrorizado ante este torrente, retrocedí y hubiera querido encerrarme con llave en mi nuevo domicilio. En vano protesté que nada tenía que ver con Bartleby. En vano: yo era la última persona relacionada con él y nadie quería olvidar esa circunstancia. Temeroso de que me denunciaran en los diarios (como alguien insinuó oscuramente) consideré el asunto y dije que si el abogado me concedía una entrevista privada con el amanuense en su propia oficina (la del abogado), haría lo posible para librarlos del estorbo. Subiendo a mi antigua morada, encontré a Bartleby silencioso, sentado sobre la baranda en el descanso. - ¿Qué está haciendo ahí, Bartleby? -le dije. - Sentado en la baranda -respondió humildemente. Lo hice entrar a la oficina del abogado, que nos dejó solos. - Bartleby -dije-, ¿se da cuenta de que está ocasionándome un gran disgusto, con su persistencia en ocupar la entrada después de haber sido despedido de la oficina? Silencio. - Tiene que elegir. O usted hace algo, o algo se hace con usted. Ahora bien, ¿qué clase de trabajo quisiera hacer? ¿Le gustaría volver a emplearse como copista? - No, preferiría no hacer ningún cambio. - ¿Le gustaría ser vendedor en una tienda de géneros? - Es demasiado encierro. No, no me gustaría ser vendedor; pero no soy exigente. - ¡Demasiado encierro -grité-, pero si usted está encerrado todo el día! - Preferiría no ser vendedor -respondió como para cerrar la discusión. - ¿Qué le parece un empleo en un bar? Eso no fatiga la vista. - No me gustaría, pero, como he dicho antes, no soy exigente. Su locuacidad me animó. Volví a la carga. - Bueno, ¿entonces quisiera viajar por el país como cobrador de comerciantes? Sería bueno para su salud. 33


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- No, preferiría hacer otra cosa. - ¿No iría usted a Europa, para acompañar a algún joven y distraerlo con su conversación? ¿No le agradaría eso? - De ninguna manera. No me parece que haya en eso nada preciso. Me gusta estar fijo en un sitio. Pero no soy exigente. - Entonces, quédese fijo -grité, perdiendo la paciencia. Por primera vez, en mi desesperante relación con él, me puse furioso- . ¡Si usted no se va de aquí antes del anochecer; me veré obligado, en verdad, estoy obligado, a irme yo mismo! -dije, un poco absurdamente, sin saber con qué amenaza atemorizarlo para trocar en obediencia su inmovilidad. Desesperado de cualquier esfuerzo ulterior; precipitadamente me iba, cuando se me ocurrió un último pensamiento -uno ya vislumbrado por mí. - Bartleby -dije, en el tono más bondadoso que pude adoptar; dadas las circunstancias- ¿usted no iría a casa conmigo? No a mi oficina, sino a mi casa, ¿a quedarse allí hasta encontrar un arreglo conveniente? Vámonos ahora mismo. - No, por el momento preferiría no hacer ningún cambio. No contesté; pero eludiendo a todos por lo súbito y rápido de mi fuga, huí del edificio, corrí por Wall Street hacia Broadway y saltando en el primer ómnibus me vi libre de toda persecución. Apenas vuelto a mi tranquilidad, comprendí que yo había hecho todo lo humanamente posible, tanto respecto a los pedidos del propietario y sus inquilinos, como respecto a mis deseos y mi sentido del deber; para beneficiar a Bartleby, y protegerlo de una ruda persecución. Procuré estar tranquilo y libre de cuidados; mi conciencia justificaba mi intento, aunque a decir verdad, no logré el éxito que esperaba. Tal era mi temor de ser acosado por el colérico propietario y sus exasperados inquilinos, que entregando por unos días mis asuntos a Nippers, me dirigí a la parte alta de la ciudad, a través de los suburbios, en mi coche; crucé de Jersey City a Hoboken, e hice fugitivas visitas a Manhattanville y Astoria. De hecho, casi estuve domiciliado en mi coche durante ese tiempo. Cuando regresé a la oficina, encontré sobre mi escritorio una nota del propietario. La abrí con temblorosas manos. Me informaba que su autor había llamado a la policía, y que Bartleby había sido conducido a la cárcel como vagabundo. Además, como yo lo conocía más que nadie, me pedía que concurriera y que hiciera una declaración conveniente de los hechos. Estas nuevas tuvieron sobre mi un efecto contradictorio. Primero, me indignaron, luego casi merecieron mi aprobación. El carácter enérgico y expeditivo del propietario le había hecho adoptar un temperamento que yo no hubiera elegido; y, sin embargo, como último recurso, dadas las circunstancias especiales, parecía el único camino. 34


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Supe después que cuando le dijeron al amanuense que sería conducido a la cárcel, éste no ofreció la menor resistencia. Con su pálido modo inalterable, silenciosamente asintió. Algunos curiosos o apiadados espectadores se unieron al grupo; encabezada por uno de los gendarmes, del brazo de Bartleby, la silenciosa procesión siguió su camino entre todo el ruido, y el calor, y la felicidad de las aturdidas calles al mediodía. El mismo día que recibí la nota, fui a la cárcel. Buscando al empleado, declaré el propósito de mi visita, y fui informado que el individuo que yo buscaba estaba, en efecto, ahí dentro. Aseguré al funcionario que Bartleby era de una cabal honradez y que merecía nuestra lástima, por inexplicablemente excéntrico que fuera. Le referí todo lo que sabía, y le sugerí que lo dejaran en un benigno encierro hasta que algo menos duro pudiera hacerse -aunque no sé muy bien en qué pensaba. De todos modos, si nada se decidía, el asilo debía recibirlo. Luego solicité una entrevista. Como no había contra él ningún cargo serio, y era inofensivo y tranquilo, le permitían andar en libertad por la prisión y particularmente por los patios cercados de césped. Ahí lo encontré, solitario en el más quieto de los patios, con el rostro vuelto a un alto muro, mientras alrededor; me pareció ver los ojos de asesinos y de ladrones, atisbando por las estrechas rendijas de las ventanas. - ¡Bartleby! - Lo conozco -dijo sin darse vuelta- y no tengo nada que decirle. - Yo no soy el que le trajo aquí, Bartleby -dije profundamente dolido por su sospecha-. Para usted, este lugar no debe ser tan vil. Nada reprochable lo ha traído aquí. Vea, no es un lugar tan triste, como podría suponerse. Mire, ahí está el cielo, y aquí el césped. - Sé dónde estoy -replicó, pero no quiso decir nada más, y entonces lo dejé. Al entrar de nuevo en el corredor; un hombre ancho y carnoso, de delantal, se me acercó, y señalando con el pulgar sobre el hombro, dijo: - ¿Ése es su amigo? - Sí. - ¿Quiere morirse de hambre? En tal caso, que observe el régimen de la prisión y saldrá con su gusto. - ¿Quién es usted? -le pregunté, no acertando a explicarme una charla tan poco oficial en ese lugar. - Soy el despensero. Los caballeros que tienen amigos aquí me pagan para que los provea de buenos platos. - ¿Es cierto? -le pregunté al guardián. Me contestó que sí. - Bien, entonces -dije, deslizando unas monedas de plata en la mano del despensero-, quiero que mi amigo esté particularmente atendido. Dele la mejor comida que encuentre. Y sea con él lo más atento posible. 35


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- Presénteme, ¿quiere? -dijo el despensero, con una expresión que parecía indicar la impaciencia de ensayar inmediatamente su urbanidad. Pensando que podía redundar en beneficio del amanuense, accedí, y preguntándole su nombre, me fui a buscar a Bartleby. - Bartleby, éste es un amigo, usted lo encontrará muy útil. - Servidor; señor -dijo el despensero, haciendo un lento saludo, detrás del delantal-. Espero que esto le resulte agradable, señor; lindo césped, departamentos frescos, espero que pase un tiempo con nosotros, trataremos de hacérselo agradable. ¿Qué quiere cenar hoy? - Prefiero no cenar hoy -dijo Bartleby, dándose vuelta-. Me haría mal; no estoy acostumbrado a cenar -con estas palabras se movió hacia el otro lado del cercado, y se quedó mirando la pared. - ¿Cómo es esto? -dijo el hombre, dirigiéndose a mí con una mirada de asombro-. Es medio raro, ¿verdad? - Creo que está un poco desequilibrado -dije con tristeza. - ¿Desequilibrado? ¿ Está desequilibrado? Bueno, palabra de honor que pensé que su amigo era un caballero falsificador; los falsificadores son siempre pálidos y distinguidos. No puedo menos que compadecerlos; me es imposible, señor. ¿No conoció a Monroe Edwards? -agregó patéticamente y se detuvo. Luego, apoyando compasivamente la mano en mi hombro, suspiró-: murió tuberculoso en Sing-Sing. Entonces, ¿usted no conocía a Monroe? - No, nunca he tenido relaciones sociales con ningún falsificador. Pero no puedo demorarme. Cuide a mi amigo. Le prometo que no le pesará. Ya nos veremos. Pocos días después, conseguí otro permiso para visitar la cárcel y anduve por los corredores en busca de Bartleby, pero sin dar con él. - Lo he visto salir de su celda no hace mucho -dijo un guardián-. Habrá salido a pasear al patio. Tomó esa dirección. - ¿Está buscando al hombre callado? -dijo otro guardián, cruzándose conmigo-. Ahí está, durmiendo en el patio. No hace veinte minutos que lo vi acostado. El patio estaba completamente tranquilo. A los presos comunes les estaba vedado el acceso. Los muros que lo rodeaban, de asombroso espesor; excluían todo ruido. El carácter egipcio de la arquitectura me abrumó con su tristeza. Pero a mis pies crecía un suave césped cautivo. Era como si en el corazón de las eternas pirámides, por una extraña magia, hubiese brotado de las grietas una semilla arrojada por los pájaros. Extrañamente acurrucado al pie del muro, con las rodillas levantadas, de lado, con la cabeza tocando las frías piedras, vi al consumido Bartleby. Pero no se movió. Me detuve, luego me acerqué; me incliné, y vi que 36


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sus vagos ojos estaban abiertos; por lo demás, parecía profundamente dormido. Algo me impulsó a tocarlo. Al sentir su mano, un escalofrío me corrió por el brazo y por la medula hasta los pies. La redonda cara del despensero me interrogó: - Su comida está pronta. ¿No querrá comer hoy tampoco? ¿O vive sin comer? - Vive sin comer -dije yo y le cerré los ojos. - ¿Eh?, está dormido, ¿verdad? - Con reyes y consejeros -dije yo. Creo que no hay necesidad de proseguir esta historia. La imaginación puede suplir fácilmente el pobre relato del entierro de Bartleby. Pero antes de despedirme del lector; quiero advertirle que si esta narración ha logrado interesarle lo bastante para despertar su curiosidad sobre quién era Bartleby, y qué vida llevaba antes de que el narrador trabara conocimiento con él, sólo puedo decirle que comparto esa curiosidad, pero que no puedo satisfacerla. No sé si debo divulgar un pequeño rumor que llegó a mis oídos, meses después del fallecimiento del amanuense. No puedo afirmar su fundamento; ni puedo decir qué verdad tenía. Pero, como este vago rumor no ha carecido de interés para mí, aunque es triste, puede también interesar a otros. El rumor es éste: que Bartleby había sido un empleado subalterno en la Oficina de Cartas Muertas de Wáshington, del que fue bruscamente despedido por un cambio en la administración. Cuando pienso en este rumor; apenas puedo expresar la emoción que me embargó. ¡Cartas muertas!, ¿no se parece a hombres muertos? Conciban un hombre por naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza. ¿Qué ejercicio puede aumentar esa desesperanza como el de manejar continuamente esas cartas muertas y clasificarlas para las llamas? Pues a carradas las queman todos los años. A veces, el pálido funcionario saca de los dobleces del papel un anillo -el dedo al que iba destinado, tal vez ya se corrompe en la tumba-; un billete de Banco remitido en urgente caridad a quien ya no come, ni puede ya sentir hambre; perdón para quienes murieron desesperados; esperanza para los que murieron sin esperanza, buenas noticias para quienes murieron sofocados por insoportables calamidades. Con mensajes de vida, estas cartas se apresuran hacia la muerte. ¡Oh, Bartleby! ¡Oh, humanidad!

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Bartleby o la fรณrmula Gilles Deleuze

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Bartleby no es una metáfora del escritor, ni el símbolo de nada. Se trata

de un texto de una violenta comicidad, y lo cómico siempre es literal. Se asemeja a las narraciones de Kleist, de Dostoievski, de Kafka o de Beckett, con las cuales forma una subterránea y brillante secuencia. No quiere decir más de lo que literalmente dice. Y lo que dice y repite es preferiría no hacerlo, «I would prefer not to».1 Es la fórmula de su glotia, y todos sus lectores fascinados la repiten. Un hombre delgado y pálido ha pronunciado esta fórmula que inquieta a todo el mundo. ¿En qué consiste la literalidad de la fórmula? Se notará ante todo un cierto manierismo, una cierta solemnidad: el uso de prefer en este sentido es raro, y ni el jefe de Bartleby, el abogado, ni los empleados lo utilizan habitualmente (“ah, sí, curiosa palabra. Yo nunca la uso.…”). La fórmula más corriente sería I had rather not. Pero, por encima de todo, la extravagancia de la fórmula supera las propias palabras: aun siendo gramatical y sintácticamente correcta, su abrupta terminación not to, al dejar en lo indeterminado aquello que rechaza, le confiere un carácter radical, una especie de función-límite. Y su repetición, su insistencia, la hacen aún más insólita en su totalidad. Susurrada con una voz suave, paciente, átona, se convierte en algo imperdonable, en un aliento único e inarticulado. En este sentido, está dotada de la misma fuerza –y desempeña el mismo papel- que si se tratase de una fórmula agramatical. Los lingüistas han analizado lo que en rigor cabe denominar “agramaticalidad”. Encontramos ejemplos múltiples y de gran intensidad en el poeta americano Cummings: así, He danced his did, como si dijéramos “él bailó su ejecución”, en lugar de “él ejecutó su baile”. Según Nicolas Ruwet, podríamos suponer una serie de variables gramaticales usuales, con respecto a las cuales la fórmula agramatical se comportaría como un límite: he danced his did sería el límite de expresiones normales como he did his dance, he danced his dance, he danced what he did…2 No se trataría de una “palabra-baúl”, una contrucción-hálito, un límite, un tensor. Quizá pudiéramos echar mano de un ejemplo en francés, en un contexto práctico: alguien que tiene en la mano unos cuantos clavos para fijar algo en una pared y exclama j´en ai un de pas assez. Sería una fórmula agramatical que actuaría como límite de una serie de frases correctas: “J´en ai un de 39


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trop [Tengo uno de más], Je n´en ai pas assez [No tengo bastantes], Il m´en manque un [Me falta uno]”. ¿No sería de esta clase la fórmula de Bartleby, al mismo tiempo un estereotipo del propio Bartleby y una gran expresión poética de Melville, límite de una serie como “preferiría esto, preferiría no hacer aquello, no es eso lo que yo preferiría…”? Pese a ser una construcción normal, suena como una anomalía. Preferiría no hacerlo. La fórmula tiene variantes. A veces abandona el condicional y se vuelve más seca, I prefer not to. Otras veces, especialmente en sus últimas apariciones, parece perder su misterio al unirse a tal o cual infinitivo que la completa, y que se añade al to: “preferiría no decir nada”, “preferiría no ser un poco razonable”, “preferiría no aceptar un empleo”, “preferiría hacer otra cosa”… Pero, incluso en estos casos, podemos sentir la presencia sorda de la insólita fórmula, que sigue atormentando el lenguaje de Bartleby. Él mismo añade: “No soy particular”, I am not particular, como indicando que cualquier otra cosa que pudiera proponérsele no sería más que otra particularidad que caería bajo el peso de la gran fórmula indeterminada, prefiero no, que resurge completa en cada ocasión. La fórmula aparece en diez momentos principales, en cada uno de los cuales lo hace reiteradamente, repetida o con variaciones. Bartleby trabaja como copista en la oficina del abogado: no deja de copiar “silenciosa, pálida y mecánicamente”. La primera aparición de la fórmula tiene lugar cuando el abogado le pide que coteje sus copias, releyendo las de los otros dos empleados: preferiría no hacerlo. La segunda vez, cuando el abogado le llama para que relea sus propias copias. La tercera, cuando le invita a leer con él, cara a cara. La cuarta, cuando el abogado quiere enviarle a hacer un recado. La quinta, cuando el abogado quiere entrar en su oficina un domingo por la mañana y se da cuenta de que Bartleby duerme allí. La séptima, cuando el abogado se limita a hacerlo preguntas. La octava, cuando Bartleby ya no copia, cuando ha renunciado tajantemente a copiar, y el abogado le despide. La novena, cuando su jefe intenta de nuevo despedirle. La décima, cuando Bartleby ha sido expulsado del despacho, se ha sentado en la barandilla de la escalera y el abogado, desconcertado, le propone otras ocupaciones inusitadas (llevar las cuentas de una tienda, ser camarero, archivar facturas, ser acompañante de un joven de buena familia…). La fórmula prolifera y se ramifica. En cada una de sus apariciones, alrededor de Bartleby se instala el estupor, como si se hubiese oído lo Indecible o lo Imprevisible; y el silencio de Bartleby opera como si lo hubiese dicho todo, como si se hubiese agotado todo el lenguaje de una sola vez. En cada una de estas ocasiones, tenemos la impresión de que aumenta el enloquecimiento: no el de Bartleby “en particular”, sino 40


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el de quienes le rodean, especialmente del abogado, que se lanza a hacer extrañas proposiciones y deriva hacia conductas aún más raras. No cabe duda de que la fórmula es desoladora, devastadora, de que no deja nada en pie a su paso. Nótese, para empezar, su carácter contagioso: Bartleby “cambia la lengua” de los demás. Las insólitas palabras, I would prefer, se insinúan en el lenguaje de los empleados y en el del mismo abogado (“Parece que usted también ha adoptado la palabra”). Pero lo esencial no es esta contaminación, sino su efecto sobre Bartleby. Desde que dice preferiría no hacerlo (cotejar las copias), ya no puede seguir copiando. Sin embargo, jamás dirá que prefiere no copiar sino, más simplemente, que ha superado (give up) ese estadio. Desde luego, no ocurre inmediatamente, puesto que sigue copiando hasta después de la séptima reiteración de la frase. Pero, cuando se percata de ello, se trata de una suerte de evidencia, como el resultado diferido de aquello que ya estaba implicado en la primera enunciación de la fórmula. El efecto de la fórmula-bloque no se limita a rechazar aquello que Bartleby prefiere o no prefiere, sino que llega a hacer imposible lo que hasta entonces hacía, lo que hasta entonces se suponía que prefería hacer. También se ha observado que la fórmula, I prefer not to, no es una afirmación ni una negación. Bartleby “no rechaza, pero tampoco acepta, avanza y se retira en su mismo avance, se expone apenas en una ligera retirada de la palabra”.3 Sería un alivio para el abogado si Bartleby no se niega, solamente niega algo no preferido (la relectura, los recados…). Y, por otra parte, Bartleby tampoco acepta o afirma algo preferible, que consistiría en seguir copiando; plantea únicamente una imposibilidad. En suma, la fórmula que rechaza sucesivamente todo acto ha englobado ya el acto de copiar, que no tiene por ello necesidad de rechazar explícitamente. Lo desolador de la fórmula consiste en que elimina tan despiadadamente lo preferible como cualquier no-preferencia particular. Anula el término al que afecta, y que rechaza, y que se torna imposible. De hecho, convierte a ambos términos en indistintos: erige una zona de indiscernibilidad, de indeterminación, incesantemente creciente, entre las actividades no preferidas y la actividad preferible. Toda particularidad y toda referencia quedan abolidas. La fórmula anula incluso el ser o no ser preferido. Preferiría nada y no más bien algo: no una voluntad de nada, sino la emergencia de una nada de voluntad. Bartleby se ha ganado el derecho a sobrevivir, esto es, a permanecer quieto y en pie frente a un muro ciego, pura pasividad paciente, como diría Blanchot. Ser en cuanto ser, y nada más. Se le presiona para que diga que sí o no. Pero si dijese que no (que no coteja las copias, que no hace recados…), o si dijese que sí (copia), sería inmediatamente vencido, considerado inútil, y no sobreviviría. No puede 41


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sobrevivir más que envolviéndose en esa suspensión que mantiene a todo el mundo a distancia. Su modo de supervivencia consiste en preferir no cotejar las copias y, al mismo tiempo en no preferir copiar. Le es preciso rechazar lo primero para hacer imposible lo segundo. La fórmula tiene dos tiempos, y no deja de realimentarse a sí misma, volviendo a pasar por las mismas fases. Por esa razón el abogado tiene la vertiginosa impresión de que todo comienza desde cero en cada ocasión. A primera vista, podría parecer que la fórmula es una mala traducción de un idioma extranjero. Pero, a decir verdad, su propio esplendor desmiente tal hipótesis. Sucede más bien como si fuera la fórmula la que socavase la lengua con una especie de idioma extranjero. Se ha propuesto considerar las agramaticalidades de Cummings como si dependiesen de un dialecto distinto del inglés normalizado, cuyas reglas de creación podrían ser descubiertas. Sucede algo similar en el caso de Bartleby, y la regla sería esa lógica de la preferencia negativa: un negativismo que sobrepasa toda negación. Pero, aún siendo cierto que las obras maestras de la literatura constituyen una suerte de lengua extranjera en el interior del idioma en que están escritas, ¿qué impulso de locura, qué inspiración psicológica ocupa el lenguaje en tales ocasiones? Es propio de la psicosis utilizar un procedimiento que consiste en obligar a la lengua ordinaria, la lengua normalizada, a “dar cuenta” de otra lengua original, desconocida, que sería acaso una proyección de la lengua de Dios, y que implicaría al lenguaje en su totalidad. En Francia, encontramos procedimientos de esta clase en Rousel y en Brisset; en América, en Wolfson. Pero, ¿no es esta vocación esquizofrénica la más específica de la literatura norteamericana, distorsionar el idioma inglés a fuerza de derivaciones, de desviaciones, de supresiones y de añadidos (a diferencia de la sintaxis normalizada), introducir algo de psicosis en la neurosis inglesa, inventar una nueva universalidad? Por fuerza, este inglés invoca las demás lenguas, para hacer que resuene en él aquella lengua divina de rayos y centellas. Melville inventó una lengua extranjera subyacente al inglés, que se apodera de él: el outlandish o el Desterritorializado, la lengua de la Ballena. De ahí el interés de las investigaciones sobre Moby Dick, que se basan en los Números y en las Letras, en su sentido críptico, para extraer al menos un esquema de esa lengua originaria, inhumana o sobrehumana.4 Es como si se sucedieran aquí tres operaciones: un cierto “tratamiento” de la lengua; el resultado de ese tratamiento, que tiende a constituir en la lengua un idioma original; y en su efecto, que consiste en contaminar al lenguaje en su totalidad, haciéndole huir, empujándole hacia su propio límite para descubrir su Afuera, silencio o música. Un gran libro es siempre el reverso de otro libro que sólo se escribe en el alma, con silencio y con sangre. No 42


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se trata únicamente de Moby Dick, sino también de Pierre, en donde Isabel añade al lenguaje un murmullo incompresible, como un bajo continuo que acopla la lengua a los acordes y sonidos de su guitarra. Y también de Billy Budd, naturaleza angelical o adánica, que padece un tartamudeo que desnaturaliza la lengua al mismo tiempo que pone de manifiesto el Más Allá musical y celestial de todo lenguaje. Ocurre como en Kafka, “un doloroso piulido” que enmaraña en la resonancia de las palabras mientras su hermana prepara el violín para replicar a Gregorio. También Bartleby es una naturaleza angelical, adánica, pero su caso parece distinto, porque no dispone de un Procedimiento general, como el tartamudeo, para tratar la lengua. Se conforma con su breve Fórmula, aparentemente correcta, un mero tic local que aparece en determinadas circunstancias. No obstante, el resultado y el efecto son los mismos: socavar la lengua con una especie de idioma extranjero, y enfrentar el lenguaje en su totalidad al silencio, hacerle inclinarse hacia el silencio. Bartleby anuncia el largo silencio en el que va a entrar Melville, únicamente interrumpido por la música de sus poemas, y del que ya no sadrá más que para Billy Budd.5 El propio Bartleby no tenía otra salida que callarse, y retirarse tras su biombo, cada vez que pronunciaba la fórmula, hasta su silencio definitivo en la cárcel. Después de la fórmula ya no hay nada más que decir: vale por un procedimiento, supera su apariencia incidental. El propio abogado tiene su teoría acerca de las razones por las cuales la fórmula de Bartleby resulta devastadora para el lenguaje. Todo lenguaje -sugiere- tiene sus referencias, sus presupuestos (assumptions). No es exactamente aquello que el lenguaje designa, sino lo que le permite designar. Una palabra presupone siempre otras palabras que podrían sustituirla, completarla o constituir alternativas frente a ella: en estas condiciones, el lenguaje se distribuye para designar cosas, estados de cosas y acciones, de acuerdo con un conjunto de convenciones, implícitas o subjetivas, otro tipo de referencias o de presupuestos. Cuando hablamos, no indicamos únicamente cosas o acciones, sino que ejecutamos actos que nos garantizan ciertos vínculos con nuestros interlocutores, según nuestras relaciones mutuas: ordenamos, preguntamos, prometemos, rogamos, emitimos “actos de habla” (speech acts). Los actos de habla son autoreferenciales (yo doy efectivamente una orden al decir “te ordeno…”), mientras que las proposiciones descriptivas se refieren a otras cosas o a otras palabras. Este doble sistema de referencia es el que Bartleby destruye. La fórmula I prefer not to excluye toda alternativa, sepulta todo aquello que pretende conservar al mismo tiempo que descarta cualquier otra cosa; implica que Bartleby deja de copiar, es decir, de reproducir palabras; 43


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inaugura una zona de indeterminación en la cual las palabras ya no se distinguen, abre un vacío en el lenguaje. Pero, al mismo tiempo, desactiva aquellos actos de habla mediante los cuales un jefe puede dar órdenes, un amigo bienintencionado puede hacer preguntas o un hombre de fe puede prometer. Si Bartleby se negase a algo, aún podría ser reconocido como un rebelde o un contestatario, y recibir en condición de tal un estatuto social. Pero la fórmula desactiva todo acto de habla al mismo tiempo que convierte a Bartleby en un mero excluido a quien no cabe ya atribuir situación social alguna. De esto es de lo que el abogado se percata con pavor: todas sus esperanzas de rescatar a Bartleby para la razón se desvanecen, porque se apoyan en esa lógica de los presupuestos de acuerdo con la cual un jefe “espera” ser obedecido y un amigo bienintencionado ser escuchado, mientras que Bartleby ha inventado una nueva lógica, la lógica de la preferencia, que se basta para minar los presupuestos del lenguaje. Tal como lo ha subrayado Mathieu Lindon, la fórmula “desconecta” las palabras de las cosas, pero también los actos de las palabras: priva al lenguaje de toda referencia, en consonancia con la vocación absoluta de Bartleby de ser un hombre sin preferencias, que aparece y desaparece, sin referencia a sí mismo ni a ninguna otra cosa.6 Por ello, y pese a su apariencia correcta, la fórmula funciona como una expresión auténticamente agramatical. Bartleby es el Solterón, aquel de quien Kafka decía: “No tiene más suelo que el que precisan sus dos pies, ni más punto de apoyo que el que ocupan sus dos manos”, el que se tiende en la nieve en pleno invierno para morir de frío como un niño, el que no tiene otra cosa que hacer más que pasear, pero que puede hacerlo en cualquier lugar, sin moverse.7 Bartleby es el hombre sin preferencias, sin posesiones, sin propiedades, sin cualidades, sin particularidades: demasiado llano como para que se le pueda adherir alguna particularidad. Sin pasado ni futuro: es instantáneo. I prefer not to es la fórmula química o alquímica de Bartleby que también podemos leer en su reverso: I am not particular, no soy particular, como su complemento indispensable. La búsqueda de este hombre anónimo, regicida y parricida, Ulises de la modernidad (“Mi nombre es Nadie”) atraviesa todo el siglo XIX: el hombre anonadado y mecanizado de las grandes metrópolis, pero de quien se espera que surja, quizás, el Hombre del porvenir o de un mundo nuevo. El Proletario y el Americano son las dos caras de un mismo mesianismo. La novela de Musil persigue también esta figura, e inventa una nueva lógica de la cual El hombre sin atributos, es al mismo tiempo el pensador y el producto.8 La derivación de Melville hacia Musil nos parece acertada, si bien no hay que buscarla en Bartleby, sino, por el contrario, la abolición de la diferencia sexual en cuanto particularidad, en beneficio de una relación andrógina en la que tanto Pierre como Ulrich 44


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son o se vuelven mujeres. ¿Sería, en el caso de Bartleby, su relación con el abogado una de esas relaciones misteriosas que indican la posibilidad de una transformación, de un hombre nuevo? ¿Llegará Bartleby a conquistar el lugar de sus paseos? Puede que Bartleby sea el loco, el demente, el psicótico (“una disfunción innata e incurable” del alma). Pero, ¿cómo estar seguros, teniendo en cuenta las anormalidades del abogado, que no deja de comportarse de un modo tan extraño? El abogado acaba de alcanzar una importante promoción profesional. Recordemos también que el presidente Schreber se abandona a su delirio tras un ascenso, como si eso le confiriera el coraje de arriesgarse. Pero, ¿a qué se arriesgaría el abogado? Ya tiene dos escribientes que, de un modo similar a los botones de Kafka, son dobles invertidos: el uno está sobrio por la mañana y borracho por la tarde, el otro sufre una indigestión casi permanente por las mañanas, pero su estado es casi normal por las tardes. Cuando necesita otro escribiente, contrata a Bartleby sin ninguna referencia, tras una breve conversación, porque su palidez le parece el signo de una constancia capaz de compensar la irregularidad de los otros dos. Pero, desde el primer día, llega con Bartleby a un extraño acuerdo (arrangement): el escribiente se sentará en el mismo despacho que el abogado, cerca de las puertas que le separan de la oficina de sus empleados, entre una ventana que da a una pared próxima y un panel de color verde-hierba, como si se tratase de que Bartleby pudiera oír sin ser visto. Nunca sabremos si fue una ocurrencia del abogado o un acuerdo alcanzado en la conversación, pero el hecho es que, en esta disposición, un Bartleby invisible lleva a cabo una considerable cantidad de trabajo “mecánico”. Mas en cuanto el abogado pretende que abandone su biombo, Bartleby pronuncia su fórmula. Tanto esta primera vez como las siguientes, el abogado se siente desarmado, desamparado, estupefacto, fulminado, sin respuesta ni salida. Bartleby deja de copiar pero se queda impávido en las referencias. Sabemos a qué extremos tiene que recurrir el abogado para deshacerse de Bartleby, volver a su casa, cambiar de despacho profesional, desaparecer durante varios días para huir de las quejas del nuevo arrendatario de su antigua oficina. Una extraña fuga durante la cual el abogado, errante, vive en su coche de caballos. Todo, desde el arreglo inicial hasta esta fuga irresistible y cainita, es muy extraño, el abogado se comporta como si estuviese loco. Las declaraciones de amor y los deseos de asesinato con respecto a Bartleby se alternan en su alma. ¿Qué ha sucedido? ¿Es un caso de locura contagiosa, un caso de duplicidad, una relación homosexual casi confesada (“Sí, Bartleby… nunca me he sentido en mayor intimidad que sabiendo que estabas ahí… penetro el propósito predestinado de mi vida…”)? 45


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Podemos suponer que la contratación de Bartleby fue una especie de pacto, como si el abogado, tras su ascenso, hubiese decidido convertir a este personaje, sin referencias objetivas, en su hombre de confianza, que le debería todo a él. Quiere convertirle en su hombre. El pacto consistía en lo siguiente: no verle, como un ave nocturna que no soporta la mirada. Entonces, sin duda, cuando el abogado (sin hacerlo siquiera explícito) quiere sacar a Bartleby de su biombo para corregir las copias con los otros escribientes, viola el pacto. Por ello, Bartleby, al mismo tiempo que “prefiere no” corregir las copias, tampoco puede seguir copiando. Entonces, Bartleby se deja ver, incluso aunque no se le haya llamado, permanece de pie en mitad de la oficina, pero ya no copia. Presa de un oscuro presagio, el abogado supone que Bartleby ha dejado de copiar a causa de problemas oculares. Y, en efecto, al estar expuesto a las miradas, Bartleby ya no puede seguir viendo, y deja de mirar. Ha contraído la enfermedad legendaria que, en cierto modo, le es innata, es un tullido porque es un autóctono, alguien que ha nacido del lugar y que permanece en él, mientras que el abogado desempeña necesariamente la función del traidor condenado a huir. Las protestas del abogado están transidas de una sombría culpabilidad, por mucho que invoque la filantropía, la amistad o la caridad. El caso es que el abogado ha quebrantado el acuerdo que él mismo había dispuesto; y Bartleby recoge de sus ruinas un rasgo de expresión: preferiría no hacerlo, que proliferará por sí solo, que infectará a los demás, que pondrá en fuga al abogado y al propio lenguaje, y que cultivará una zona de indiscernibilidad tal que las palabras no podrán ya distinguirse, ni tampoco los personajes, el abogado huyendo y Bartleby inmóvil, petrificado. El abogado se lanza a vagabundear mientras Bartleby se queda quieto, y precisamente por eso, por quedarse quieto y no moverse, Bartleby será tratado como un vagabundo. ¿Hay una relación de identificación entre el abogado y Bartleby? Pero, ¿qué es una relación de identificación, y en qué sentido progresa? Lo más habitual es que una identificación comporte tres elementos, que pueden además intercambiarse, permutarse: una forma, imagen o representación, retrato o modelo; un sujeto, al menos virtual; y el esfuerzo del sujeto para adquirir la forma, para apropiarse de la imagen, para adaptarse a ella y adaptarla a él. Se trata de una compleja operación que atraviesa todas las aventuras de la semejanza, y que está siempre a un paso de caer en la neurosis o de convertirse en narcisismo. Es lo que se llama “rivalidad mimética”. Moviliza una función paterna general: la imagen por excelencia es una imagen de padre, y el sujeto es un hijo, incluso aunque se intercambien las determinaciones. La novela de formación, que también podría llamarse novela de referencia, suministra numerosos ejemplos de identificación. 46


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Es cierto que muchas novelas de Melville comienzan con imágenes o retratos, y parece como si contasen la historia de una formación sometida a la función paterna: es el caso de Redburn. Pierre o las ambigüedades comienza con la imagen del padre, estatua y cuadro. Incluso Moby Dick reúne al comienzo las informaciones que confieren figura a la ballena y dibujan su imagen, hasta el tenebroso cuadro del albergue. Bartleby también cumple esta regla, pues los dos escribientes son como imágenes de papel, inversas y simétricas, y el abogado desempeña una función paternal poco creíble en Nueva York. Todo empieza como si se tratase de una novela inglesa, de Londres y de Dickens. Pero siempre hay algo extraño que enturbia la imagen y la dota de una incertidumbre esencial, que impide que la forma se “consolide” y que destruye también al sujeto, lanzándolo a la deriva y aboliendo toda función paterna. Y este es el punto en que las cosas empiezan a ponerse interesantes. La estatua del padre deja paso a un retrato mucho más ambiguo, y luego a un tercero en que ya es el de cualquiera o el de nadie. Se pierden las referencias, y la formación del hombre deja paso a un nuevo elemento, desconocido, al misterio de una vida no humana, informe, un Squid. Todo empieza a la inglesa, pero continúa a la americana, siguiendo una irresistible línea de fuga. Achab tiene todo el derecho a decir que huye de todas partes. La función paterna desaparece en beneficio de fuerzas más ambiguas y oscuras. El sujeto pierde su textura a favor de un patchwork que prolifera infinitamente: el patchwork americano se convierte en ley de la obra de Melville, privada de un centro, de un anverso y de un reverso. Sucede como si los rasgos de expresión escapasen de la forma, como líneas abstractas de una escritura ignota, como los pliegues que se retuercen en la frente de Achab y en la de la Ballena, como los cabos que atraviesan las jarcias fijas con “horribles contorsiones”, con el peligro constante de arrojar al mar a un marinero, de arrastrar a un hombre a la muerte.9 En Pierre o las ambigüedades, la sonrisa inquietante del joven desconocido, en el cuadro que tanto se parece al de su padre, funciona como un rasgo expresivo que se emancipa, y hasta para deshacer toda semejanza, así como para hacer vacilar al sujeto. Preferiría no hacerlo es también un rasgo de expresión que todo lo contamina, que escapa de la forma lingüística, desposeyendo al padre de su palabra ejemplar así como al hijo de su posibilidad de reproducirla o de copiarla. Incluso tratándose de un proceso de identificación, es un proceso que se ha vuelto psicótico en lugar de seguir las aventuras de la neurosis. Una pizca de esquizofrenia se escapa de la neurosis del viejo mundo. Podemos, a este respecto, señalar tres características distintivas. En primer lugar, el rasgo expresivo informal se contrapone a la imagen o forma expresada. 47


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En segundo lugar, no hay un sujeto que intenta elevarse hasta la imagen, sea que su intento triunfe o que fracase. Más bien habría que decir que se produce una zona de indistinción, de indicernibilidad, de ambigüedad entre dos términos, como si estuvieran en el instante inmediatamente anterior a su diferenciación mutua: no es similitud, sino una extrema cercanía, un deslizamiento, una contigüidad absoluta; no es una filiación natural, sino una alianza antinatural. Una zona “hiperbórea”, “ártica”. No es cuestión de mímesis sino de transformación: Achab no imita a la Ballena, se trasforma en Moby Dick, alcanza la zona de inmediatez en la cual ya no puede distinguirse de Moby Dick, y se ataca a sí mismo cuando la ataca. Moby Dick es la “muralla inminente” con la que se confunde. Redburn renuncia a la imagen del padre para alcanzar los ambiguos rasgos del hermano misterioso. Pierre no imita a su padre, llega a la zona de extrema vecindad en la que ya no puede distinguirse de su hermanastra Isabel y se torna mujer. Mientras que la neurosis se debate en las redes de un incesto con la madre, la psicosis se entrega a un incesto con la hermana como mutación, a una libre identificación del hombre y la mujer: también Kleist emite rasgos expresivos atípicos, casi animales, tartamudeos, chirridos, rictus que alimentan su conversación pasional con su hermana. Y es que, en tercer lugar, la psicosis persigue un sueño, establecer una función universal de fraternidad independiente del padre, construida sobre las ruinas de la función paterna y que presupone la disolución de toda imagen del padre, conforme a una línea autónoma de alianza o de proximidad que hace de la mujer una hermana y de los demás varones hermanos, como la terrible “cuerda de los monos” que une a Ismael y a Queequeg como si fueren un matrimonio. Son las tres características del sueño americano, que componen una nueva identificación, el nuevo mundo: el Rasgo, la Zona y la Función. Pero estamos mezclando personajes tan diferentes como Achab y Bartleby. ¿No es más cierto que todo en ellos les contrapone? La psiquiatría melvilliana indica constantemente dos polaridades: los monomaniacos y los hipocondriacos, los demonios y los ángeles, los verdugos y las víctimas, los Rápidos y los Lentos, los Fulminantes y los Petrificados, los Impenitentes (porque rebasan el mayor castigo) y los Irresponsables (porque no alcanzan la menor responsabilidad). ¿Qué acto comete Achab cuando lanza sus flechas de fuego y de locura? Ha quebrantado un pacto. Ha traicionado la ley de balleneros, que consiste en capturar toda ballena sana con la que se encuentren, sin elegir. Él, sin embargo, elige, continuando así su identificación con Moby Dick, arrastrando hasta volverse indiscernible de ella, poniendo a toda su tripulación en peligro de muerte. El teniente Starbuck le reprocha amargamente esta monstruosa 48


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preferencia, y acaricia incluso la idea de matar al capitán traidor. Este es el pecado prometeico por excelencia: escoger.10 Era ya el caso de la Pentesilea de Kleist, una suerte de Achab-mujer que había elegido a su enemigo como su doble indiscernible, Aquiles, desafiando la ley de las Amazonas que prohíbe preferir a un enemigo. La sacerdotisa y las Amazonas ven en ello una traición que la locura castiga con una identificación caníbal. Melville nos presenta otro demonio monomaniaco, el maestro armero Claggart de su última novela, Billy Budd. No debe despistarnos la función subalterna de Claggart: como el capitán Achab, no es un caso de malignidad psicológica sino de perversión metafísica, perversión que consiste en escoger su presa, en una especie de amorosa preferencia por una víctima particular, en lugar de someterse a la ley de los marineros, que ordena aplicar a todos la misma disciplina. El propio narrador lo sugiere, al traer a colación a una antigua y misteriosa teoría cuya exposición se encuentra ya en Sade: la ley, las leyes, gobiernan sobre una naturaleza sensible secundaria, pero hay seres innatamente depravados que participan de una Naturaleza primaria y suprasensible, originaria, oceánica, que persigue a través de las leyes de su propia e irracional finalidad –la Nada, la Nada-, y que no conoce ley alguna.11 Achab perforará el muro aunque no haya nada al otro lado, y hará de la nada el objeto de su voluntad. “Para mí, esa ballena blanca es la muralla que tengo enfrente. A veces pienso que no hay nada al otro lado, pero me da lo mismo”. De estos seres, oscuros como los peces que habitan los abismos, dice Melville que sólo un ojo de profeta, y no de psicólogo, puede detectarlos y diagnosticarlos, aunque no pueda prevenirles contra su enloquecida pretensión, “misterio de iniquidad”… Esto nos permite clasificar los grandes personajes de Melville. En un extremo, los monomaniacos o demonios, que detentan una preferencia monstruosa, movidos por una voluntad de nada: Achab, Claggart, Babo… En el otro extremo, los ángeles o hipocondriaco, casi estúpidos, criaturas de pureza e inocencia, afectados por una debilidad constitutiva, pero también por una extraña belleza, petrificados por naturaleza, y que prefieren… ninguna voluntad en absoluto, nada de voluntad mejor que voluntad de nada (el “negativismo” hipocondriaco). No pueden sobrevivir más que petrificándose, nagando la voluntad, y esa suspensión les santifica.12 Tal es el caso de Cereno, de Billy Budd y, por encima de todos, de Bartleby. Y, aunque las dos clases de personajes se contraponen punto por punto –unos son traidores innatos y los otros traicionados por su propia esencia, unos son unos padres monstruosos que devoran a sus hijos y los otros hijos abandonados y sin padre-, frecuentan el mismo mundo y configuran sus alternancias, del mismo modo que, en la escritura de Melville y también 49


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en la de Kleist, se alternan los procesos estacionarios y coagulados con otros procedimientos de velocidad extrema: el estilo, con su oscilación entre catatonias y precipitaciones… Pero los unos y los otros, los dos tipos de personajes, Achab y Bartleby, pertenecen a esa Naturaleza primaria, la habitan y la componen. Todo les enfrenta, pero sin embargo se trata quizás de una misma criatura, primigenia, original, obstinada, vista desde sus dos lados, afectada por un signo “más” o por un signo “menos”: Achab y Bartleby, como, en el caso de Kleist, la terrible Pentesilea y la dulce y pequeña Catalina, el más allá y el más acá de la consciencia, la que elige y la que no elige, la que aúlla como una loba y la que preferiría no hablar.13 En Melville hay además un tercer tipo de personajes, que están del lado de la ley, guardianes de las leyes divinas o humanas de la naturaleza secundaria: son los profetas. En su caso particular, el capitán Delano carece de ese ojo de profeta, pero Ismael en Moby Dick, el capitán Vere en Billy Budd o el abogado de Bartleby poseen el poder de “Ver”: son capaces de detectar y de comprender hasta donde ello es posible, a esos seres de la Naturaleza primaria, los grandes demonios monomaniacos o los santos inocentes, y a veces a ambos. Ellos tampoco están exentos de ambigüedad. Aun habiendo descubierto la Naturaleza primaria que les fascina, no por ello dejan de ser representantes de la naturaleza secundaria y de sus leyes. Son portadores de la imagen paterna: parecen buenos padres, padres benévolos (o al menos hermanos mayores protectores, como Ismael con respecto a Queequeg). Pero no pueden nada contra los demonios, porque éstos son demasiado rápidos para la ley, demasiado sorprendentes. Y tampoco alcanzan a salvar a los inocentes irresponsables: los inmolan en nombre de la ley, hacen con ellos el sacrificio de Abraham. Ocultan bajo su máscara paternal una doble identificación: con el inocente, por quien experimentan un amor verdadero, pero también con el demonio, pues a su modo rompen el pacto con el inocente a quien aman. Son, por tanto, traidores, pero de un modo diferente que Achab o Claggart: éstos violan la ley, mientras que Vere o el abogado, en nombre de la ley, quebrantan un acuerdo implícito y casi inconfesable (incluso Ismael parece separarse de su hermano salvaje Queequeg). No dejan de adorar al inocente a quien han condenado: el capitán Vere morirá susurrando el nombre Billy Budd, y las últimas palabras del abogado, al concluir su relato, son “¡Oh, Bartleby! ¡Oh, humanidad!”, indicando no tanto una conexión como una alternativa, de la cual ha tenido que elegir, contra Bartleby, la ley demasiado humana. Desgarrados por las contradicciones entre las dos Naturalezas, estos personajes tienen gran importancia, aunque no alcanzan la estatura de los otros dos tipos. Son más bien los Testigos, los narradores, los intérpretes. A este tipo de 50


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personaje se le escapa un problema, un problema más elevado, que se debate entra los otros dos. The Confidence-man (en el mismo sentido en que se dice Medicine-man, el hombre-confianza, el hombre de confianza) está lleno de reflexiones de Melville acerca de la novela. La primera de ellas es la reclamación de los derechos de un irracionalismo superior (Cap. 14). ¿Por qué tendría que verse obligado el novelista a explicar el comportamiento de sus personajes, y a exhibir sus razones, cuando la propia vida jamás da explicaciones y mantiene tantas zonas oscuras, indiscernibles, indeterminadas en sus criaturas, zonas que desafían toda aclaración? La vida justifica, no tiene necesidad de ser justificada. La novela inglesa, y aún más la francesa, tienen necesidad de racionalizar, aunque sea en las últimas páginas y la psicología es ciertamente la forma postrera del racionalismo: el lector occidental espera de ella la última palabra. En este aspecto, el psicoanálisis ha renovado las aspiraciones de la razón. Pero, aunque el psicoanálisis nunca se ha privado de recurrir a las grandes novelas, ningún gran novelista de su tiempo ha llegado a sentir demasiado interés por el psicoanálisis. El acto fundacional de la novela americana, como el de la novela rusa, consistió en liberar a la novela de la vía de las razones, dando nacimiento a personajes que se sostienen en la nada y que sólo sobreviven en el vacío, que conservan su misterio hasta el final, desafiando tanto a la lógica como a la psicología. Incluso sus almas, según Melville, son “un vacío inmenso y terrorífico”, y el cuerpo de Achab es una “concha vacía”. Aunque tengan su fórmula, no se trata de una fórmula explicativa, pues el preferiría no hacerlo conserva su carácter cabalístico, como sucede con el Hombre de Subsuelo, que no puede evitar que 2 más 2 sumen 4, pero que no se resigna a ello (preferiría que 2 más 2 no sumasen 4). Lo importante para el gran novelista, ya sea Melville, Dostoievski, Kafka o Musil, es que todo conserve su carácter enigmático sin ser, empero, arbitrario: en suma, una nueva lógica, una lógica plena, pero que no nos remite a la razón, que expresa la intimidad de vida y la muerte. El novelista tiene ojo de profeta, no de psicólogo. En el caso de Melville, sus tres grandes categorías de personajes pertenecen a esta nueva lógica en la misma medida en que esa lógica les pertenece. Igual que la vida, la novela tampoco necesita justificación si alcanza la Zona buscada, la zona hiperbórea alejada de las regiones templadas.14 No hay, en realidad, razón alguna, la razón no existe más que fragmentariamente. En Billy Budd, Melville define los monomaniacos como los Maestros de la razón, motivo por el cual es tan difícil sorprenderles; pero ello sucede porque su delirio es activo, se sirven de la razón, la ponen al servicio de sus fines últimos, que nada tienen en verdad de racionales. Los hipocondríacos, en cambio, son los Excluidos de la razón, sin que 51


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podamos adivinar si acaso no son ellos mismos los que se excluyen para obtener algo que ella no puede darles, lo indiscernible, lo innombrable con lo cual se confunden. Finalmente, incluso los profetas no son otra cosa que Náufragos de la razón: Vere, Ismael o el abogado se aferran con tanto empeño a las ruinas de la razón, cuya integridad intentan en vano restituir, porque han visto demasiado, y lo que han visto les ha afectado irreversiblemente. Pero una segunda observación de Melville (Cap. 44) introduce una distinción esencial entre los personajes de novela. Dice Melville que hay que procurar ante todo no confundir a los auténticos Originales con los personajes simplemente relevantes o singulares, particulares. Pues estos últimos, de los cuales una novela puede incluir un gran número, poseen caracteres que determinan su forma y propiedades que componen su imagen; se influencian unos a otros y reciben la influencia de su medio; aunque conservan en todo momento su valor particular, sus acciones y reacciones obedecen a leyes generales. Asimismo, las frases que pronuncian son características de ellos, aunque sigan las leyes generales de la lengua. Del original, en cambio -dejando aparte al Dios primordial-, no se sabe siquiera si existe realmente, y constituye ya una maravilla suficiente el hecho de encontrar a uno de ellos. No parece que una novela pueda admitir más de un original, declara Melville. Cada original es una poderosa y solitaria Figura que desborda toda forma explicable: emite resplandecientes trazos expresivos que señalan la obstinación de un pensamiento sin imágenes, de una pregunta sin respuesta, de una lógica extrema y sin racionalidad.. figuras de vida y de saber, conocen algo inexpresable, experimentan algo insondable. No tienen nada de general, pero tampoco son particulares: escapan al conocimiento, desafían a la psicología. Hasta las palabras que pronuncian escapan de las leyes generales de la lengua (los “presupuestos”) tanto como a las particularidades del habla, son como vestigios o residuos de la lengua única original y primaria, y arrastran al lenguaje en su totalidad hacia el límite del silencio o de la música. Bartleby no tiene nada de particular, pero tampoco de general, es un Original. Los originales son los entes de la Naturaleza primaria, aunque no se les pueda separar del mundo o Naturaleza secundaria sobre la cual producen sus efectos: revelan su vacío, ponen de manifiesto la imperfección de las leyes, la mediocridad de las criaturas particulares, muestran el mundo como mascarada (lo que Musil, por su parte, denominará “acción paralela”). La función de los profetas, es decir, de aquellos que justamente no son originales, consiste en detentar la exclusiva del reconocimiento de las huellas de éstos en el mundo y las indecibles perturbaciones que provocan. El original, según Melville, no padece la influencia de su medio sino que, 52


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al contrario, expande a su alrededor una luz blanca y pálida, parecida a la que “acompaña el inicio de todas las cosas en el Génesis”. A veces, los originales son la fuente inmóvil de esta luz, como el vigía del palo mayor, como Billy Budd colgando maniatado, pero “elevándose” con el resplandor del alba, como Bartleby inmóvil en la oficina del abogado; otras veces, son el trayecto fulgurante de esa luz, su movimiento demasiado rápido para el ojo normal, el rayo de Achab o Claggart. Tales son las dos grandes Figuras originales que encontramos siempre en Melville. Panorámica y travelling, proceso estacionario y velocidad infinita. ¿No es ésta contradicción lo que separa a los originales de ambos tipos? ¿No es el hecho de que el ritmo comporta estos dos elementos, de que las estaciones ritman el movimiento y la calma estalla en relámpagos? ¿Qué quiere decir JeanLuc Godard cuando, en nombre del cine, afirma que hay un “problema moral” en la elección entre una panorámica y un travelling? Puede que sea esta diferencia la responsable de que, según parece, una novela no pueda incluir más que un original. Las novelas mediocres no han conseguido jamás crear personaje original alguno, pero, ¿podría la mejor de las novelas crear más de uno al mismo tiempo? Achab o Bartleby. Sucede como con las grandes Figuras del pintor Bacon, que confiesa no haber encontrado la manera de reunir dos de ellas en un mismo cuadro.15 Sin embargo, Melville encontrará la manera. Sale de su silencio para escribir finalmente Billy Budd porque, en esta última novela, bajo la penetrante mirada del capitán Vere, consigue reunir a los dos originales, el demoníaco y el petrificado: el problema no consistía en vincularlos mediante una trama, asunto sencillo e irrelevante para el cual basta que uno de ellos se convierta en víctima del otro, sino en conseguir que se sostenganjuntos en el cuadro (lo había intentado ya en Benito Cereno, pero con un resultado imperfecto, bajo la mirada miope y turbia de Delano). ¿Cuál es, pues, el problema más grave que atormenta a Melville en toda su obra? ¿Alcanzar la identidad presentida entre ambos personajes? Se trata sin duda alguna de reconciliar a los dos originales, pero para ello es preciso también reconciliar al original con la humanidad secundaria, lo inhumano con lo humano. Lo que el capitán Vere o el abogado prueban es que no hay padre bueno. Sólo hay padres monstruosos y devoradores e hijos sin padre, petrificados. Si hay salvación para la humanidad o reconciliación entre los originales, sólo puede tener lugar en la disolución, en la descomposición de la función paterna. De ahí la gran escena en la cual Achab, invocando los fuegos de San Telmo, descubre que el propio padre es un hijo abandonado, un huérfano, en tanto que el hijo no es tal hijo o es un hijo de cualquiera, es un hermano.16 Como diría Joyce, la paternidad no existe, no es más que un vacío, una nada o, más bien, una zona de 53


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incertidumbre compartida por los hermanos, por el hermano y la hermana. Para que la Naturaleza primaria se pacifique hay que desenmascarar al padre caritativo, para que se reconozcan Achab y Bartleby, Claggart y Billy Budd, para que la violencia de los unos y el estupor de los otros puedan rendir su fruto: la pura y simple relación fraternal. Melville no cesa de desarrollar la radical oposición de la fraternidad con relación a la “caridad” cristiana o a la “filantropía” paternal. Liberar al hombre de la función de padre, engendrar al hombre nuevo, al hombre sin particularidades, reunir la humanidad y la originalidad constituyendo una sociedad de hermanos a modo de una nueva universalidad. Pues en la sociedad de los hermanos la filiación es sustituida por la alianza y la consanguineidad por el pacto de sangre. Cada varón es, efectivamente, hermano de sangre de cada varón, así como cada mujer es su hermana de sangre: es lo que Melville califica como la comunidad de los solteros, que arrastra a sus miembros a una mutación ilimitada. Un hermano, una hermana, tanto más auténticos por no ser sus propios hermanos o hermanas, por carecer de toda “propiedad”. Pasión ardiente, más profunda que el amor, que excluye toda substancia y todo atributo, y que dibuja una zona de indiscernibilidad en la cual recorre todas las intensidades en todos los sentidos, desde la relación homosexual entre hermanos hasta la relación incestuosa del hermano con la hermana. Misteriosa donde las haya, la relación que mantienen Pierre e Isabel, la que liga a “Roc” y a Catalina en Cumbres Borrascosas, la que vincula a Achab con Moby Dick: “Sea cual sea la materia de la que están hechas nuestras almas, la suya y la mía son gemelas… Mi amor por él se parece a las eternas rocas subterráneas, necesarias aunque no proporcionen ningún goce aparente… ¡Soy Heathcliff! Siempre le tengo presente: no como un placer, sino como mi propio ser…”. ¿Cómo podría realizarse esta comunidad? ¿Cómo podría resolverse el problema más grave? ¿O acaso ya está resuelto y realizado, en la medida en que no es un problema personal sino histórico, geográfico y político? No se trata de un asunto individual ni particular, sino colectivo, se trata del pueblo, o mejor, de todos los pueblos. No es una fantasía edípica, es un problema político. El desparejado de Melville, Bartleby, no menos que el de Kafka, han de encontrar “el lugar de sus paseos”, América. El Americano se ha liberado de la función paternal de Inglaterra, es hijo de un padre disperso, de todas las naciones. Ya antes de la independencia, los americanos comienzan a pensar en una combinación de Estados, en la forma de Estado compatible con su vocación; y su vocación es no reconstruir un “viejo secreto de Estado”, una nación, una familia, una herencia, un padre, sino más bien constituir un universo, una sociedad fraternal, una federación de hombres y de bienes, una comunidad de individuos 54


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anarquistas, inspirada en Jefferson, en Thoreau, en Melville. De ahí la declaración de Moby Dick (Cap. 26): “Si el hombre es hermano del hombre, si es digno de ‘confianza’, no lo es por pertenecer a una nación, ni como propietario o accionista, sino únicamente en cuanto hombre, cuando ha perdido aquellos caracteres que constituyen su ‘violencia’, su ‘idiocia’, su ‘ruindad’, cuando su única conciencia de sí es la ‘dignidad democrática’ que considera toda particularidad como una lacra ignominiosa generadora de angustia o de piedad. América es el potencial del hombre sin particularidades, del Hombre original”. Ya en Redburn (cap. 33) se decía: “No es posible verter una sola gota de sangre americana sin derramar la sangre del mundo entero. Cuando los ingleses, alemanes, daneses o escoceses, cuando los europeos desprecian a un americano, injurian a su propio hermano, y hacen que sus almas peligren el día del Juicio. No somos una raza determinada, ni una tribu nacionalista y beata de hebreos de sangre degenerada por la obsesión de una excesiva pureza, de una descendencia directa mediante matrimonios consanguíneos… No somos tanto una nación como un mundo, pues, a no ser que, como Melquesedec, considerásemos al mundo entero como nuestro padre, no tenemos padre ni madre… Somos los herederos de todos los siglos, de todos los tiempos, y compartimos nuestra herencia con todas las demás naciones…”. El retrato del proletario del siglo XIX se presenta como el advenimiento del hombre comunista o de la sociedad de los camaradas, el futuro Soviet; al no tener familia ni propiedad, carece de toda otra determinación que no consista en ser hombre, Homo tantum. Y es también así como aparece el americano, aunque con otros medios, y los rasgos de ambos se entremezclan y superponen con frecuencia. América pensaba hacer una revolución con la fuerza de la inmigración universal, con los emigrados de todos los países, mientras que la Rusia bolchevique pensaba hacer una revolución cuya fuerza sería la proletarización universal, “Proletarios de todos los países…”: dos formas de la lucha de clases. El mesianismo del siglo XIX tiene dos rostros, y se expresa tanto en el pragmatismo norteamericano como en el socialismo que ha terminado siendo ruso. Comprendemos mal el pragmatismo cuando queremos ver en él una mera teoría filosófica elaborada por los americanos. Sólo captamos la novedad del pensamiento americano si vemos el pragmatismo como una tentativa de transformación del mundo, como un intento de pensar un nuevo mundo y un hombre nuevo a medida que se hacen. La filosofía occidental aparece como el cráneo o el Espíritu del padre, que se realiza en el mundo como totalidad y en un sujeto congnoscente y propietario. El insulto de Melville “crápula metafísica”, ¿se dirige a la filosofía occidental? Contemporáneo del trascendentalismo americano (Emerson, Thoreau), 55


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Melville esboza ya los rasgos que el pragmatismo americano desarrollará después. Se trata, ante todo, de la afirmación de un mundo en proceso, en archipiélago. No un rompecabezas cuyas piezas se adaptan mutuamente para reconstruir una totalidad, sino más bien un muro hecho de piedras independientes y sin cimentar, en el cual cada elemento cuenta por sí mismo tanto como por su relación con los demás: piezas sueltas con relaciones variables, islotes entre los cuales hay puntos móviles y líneas sinuosas, pues los “contornos” de la Verdad están siempre “desdibujados”. Más que cráneo, es una columna vertebral, una médula espinal; más que un ropaje uniforme, es un traje de Arlequín, aunque esté confeccionado sólo en blanco, un patchwork infinitamente continuo, con muchas costuras, como la chaqueta de Redburn, White Jacket o el Gran Cosmopolita: éste es el invento americano por excelencia, podemos decir que los americanos son lo inventores del patchwork, en el mismo sentido en que decimos que los suizos son los inventores del reloj cucú. Pero todo ello requiere que el sujeto del conocimiento, el individuo propietario, deje su lugar a una comunidad de exploradores, los mismísimos hermanos del archipiélago, que sustituyen el conocimiento por la creencia o, mejor dicho, por la “confianza”: en lugar de creer en el otro mundo, confiar en este y en el hombre tanto como en Dios (“voy a intentar la ascensión de Ofo con esperanza, no con fe… seguiré mi camino”). El pragmatismo obedece a este doble principio: principio de archipiélago y principio de esperanza.17 ¿Cómo debe ser la comunidad humana para que la verdad sea posible? Thruth y Trust, verdad y confianza. Como el propio Melville, el pragmatismo nunca dejará de combatir simultáneamente en dos frentes: por una parte, contra las particularidades que contraponen a los hombres entre sí, y que generan una irremediable desconfianza; y, por otra parte, contra lo Universal o contra el Todo, contra la fusión de las almas en nombre del amor o de la caridad. ¿Qué les queda entonces a las almas cuando se han desprendido de toda particularidad? ¿Qué impide que se fundan en un rodo? Les queda, justamente, un ritornelo cantado en los límites del lenguaje que sólo se entona cuando el alma se pone en camino (o se hace a la mar) con su cuerpo, cuando vive su vida sin buscar salvación alguna, cuando emprende su viaje encarnándose sin ninguna meta en particular, y cuando se encuentra con otro viajero al que reconoce de oído. En esto consiste, al decir de Lawrence, el nuevo mesianismo y la contribución democrática de la literatura americana: contra la moral europea de salvación y caridad, una moral vital en la cual el alma sólo se realiza embarcándose, sin más finalidad, exponiéndose a todos los contactos, sin pretender jamás salvar a otras almas, separándose de quienes emiten tonos demasiado autoritarios o demasiado lastimeros, 56


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y constituyendo con sus iguales ciertos acordes, aunque sean efímeros e inconclusos, sin otra satisfacción que la libertad, dispuesta siempre a liberarse para obtener esa satisfacción.18 La fraternidad, según Melville y Lawrence, se produce entre almas originales, acaso sólo comienza tras la muerte del padre o tras la muerte de Dios, pero no deriva de estas figuras, es algo completamente distinto: “Todas las sutiles simpatías del alma innumerable, del odio más amargo al más apasionado amor”. Se precisa una perspectiva nueva, una perspectiva en archipiélago que conjuge la panorámica y el travelling, como en las Islas Encantadas. Hace falta una aguda percepción, buena vista y buen oído, como vemos en Benito Cereno, un “percepto”, es decir, una percepción mutante en lugar de un concepto. Se precisa una nueva comunidad cuyos miembros sean dignos de “confianza”, creyentes en sí mismos, en el mundo y en la transformación. El solterón Bartleby tiene que emprender su viaje, tiene que encontrar a la hermana con quien compartir su bizcocho de jengibre como una nueva hostia. Aunque a Bartleby no le importa vivir enclaustrado en la oficina, sin salir nunca, le disgustan los nuevos empleos que el abogado le propone: “Demasiado encierro…”. Si no se le permite hacer su viaje, entonces su lugar no puede ser otro que la cárcel en la que encuentra la muerte, la “desobediencia civil” de la que hablaba Thoreau, “el único lugar del mundo en donde un hombre libre puede residir sin deshonra”. William y Henry James eran hermanos, y Daysi Miller, la nueva joven americana, no pide más que un poco de confianza, y se deja morir porque no consigue ni siquiera ese mínimo que solicitaba. ¿Qué pide Bartleby si no es un poco de confianza, mientras que el abogado le ofrece únicamente caridad y filantropía, todas las máscaras de la función paterna? La única excusa del abogado es que retrocede ante la mutación que Bartleby ha puesto en marcha con su mera existencia y que amenaza con arrastrarle: corren rumores… El héroe del pragmatismo no es ya el empresario fracasado sino Bartleby y Daysi Miller, Pierre e Isabel, el hermano y la hermana. Muchas veces se ha alertado sobre los riesgos de una sociedad sin padres, pero no hay mayor riesgo que el retorno al padre.19 En este sentido, el fracaso de las revoluciones americana y soviética, de la prágmatica y de la dialéctica, es un único fenómeno. La emigración universal no tuvo más éxito que la proletarización universal. Sus acordes fúnebres sonaron ya en la guerra de secesión americana y en la liquidación de los soviets en Rusia. El nacimiento de una Nación, la restauración del Estado-Nación: los padres monstruosos regresan a toda prisa mientras los hijos sin padre continúan muriendo. El americano y el proletario se han convertido en tigres de papel. Pero, del mismo modo que muchos bolcheviques ya presentían en 1917 las diabólicas potencias que se avecinaban, los pragmatistas y el 57


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propio Melville también presagiaron la mascarada en que podría convertirse la sociedad de los hermanos. Mucho antes que Lawrence, Melville y Thoreau diagnosticaron la enfermedad americana: el nuevo cemento que restablece el muro, la autoridad paterna y la inmunda caridad. Bartleby se deja morir en la cárcel. Ya Banjamín Franklin, el hipócrita Vendedor de Pararrayos, establece la cárcel magnética a la americana. La ciudadbarco restituye la más opresiva de las leyes, en donde la fraternidad sólo subsiste entre los gravieros, mientras están inmóviles en lo alto del mástil (Chaqueta Blanca). La gran comunidad de los solteros no es más que una asociación de vividores que no impide en absoluto que los solteros ricos exploten a las pobres trabajadoras empalidecidas, reconstruyendo las dos figuras no reconciliadas del padre monstruoso y de las hijas huérfanas (El paraíso de los solteros y el Tártaro de las muchachas). En Melville aparece siempre el estafador americano. ¿Qué potencia maligna ha convertido el Trust en una agrupación tan cruel como la abominable “nación universal” fundada por el hombre de los perros de las Islas Encantadas? The Confidence-man, con el que culmina la crítica melvilliana de la caridad y de la filantropía esboza una serie de personajes tortuosos que parecen emanados de un “Gran Cosmopolita” ataviado con un patchwork y que sólo piden… un poco de confianza humana para perpetrar una estafa múltiple y opípara. ¿Se trata de falsos hermanos enviados por un padre diabólico para restaurar su poder sobre los americanos demasiado crédulos? La novela es tan compleja que también podría sostenerse lo contrario: esta enorme teoría de los timadores sería como la versión cómica de los hermanos auténticos, tal y como son vistos por los americanos demasiado desconfiados, si es que éstos no se han vuelto ya incapaces de verlos. Esta cohorte de personajes, hasta el misterioso niño del final, podría ser la sociedad de los Filántropos que disimulan su proyecto demoníaco, pero también la comunidad fraternal que los Misántropos ya no pueden reconocer a primera vista. Pues, dentro de su propio fracaso, la revolución americana continúa generando sus fragmentos, haciendo que algo escape siempre por la línea del horizonte, marchándose incluso hasta la Luna, intentando perforar el muro, reemprender la experimentación, avistar una fraternidad en esta tarea, encontrar a una hermana en este tránsito, descubrir una música en el tartamudeo de la lengua, hallar un sonido puro de acordes desconocidos en todo lenguaje. Lo que Kafka dirá a propósito de las “naciones pequeñas” lo dice ya Melville de la gran nación americana, pues ella debe ser precisamente un patchwork de todas las naciones menores. Lo que Kafka dirá de las literaturas menores lo dice ya Melville de la literatura americana de su tiempo: dado que en América hay pocos autores, y que 58


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el pueblo es indiferente a ellos, el escritor no puede ser reconocido como un maestro, pero, incluso en su fracaso y quizás gracias a él, sigue siendo portador de una enunciación colectiva que rebasa la historia literaria y preserva los derechos de un pueblo futuro, de una mutación humana.20 De vocación esquizofrénica, y hasta catatónica y anoréxica, Bartleby no es un enfermo, sino el médico de una gran América enferma, el Medicine-man, el nuevo Cristo o el hermano de todos nosotros.

Referencias 1 La formula se ha traducido al francés de diferentes formas, todas las cuales tienen sus justificaciones; cfr. las observaciones de Michèle Causse en la edición de Flammarion, p. 20. Seguiremos las sugerencias de Maurice Blanchot en La escritura del desastre, Ed. Gallimard, p. 33. 2 Nicolas Ruwet, “Parallélismes et deviations en poésie”, en Langue, discourse, societé, Ed. Du Seuil, pp. 334-344 (acerca de las «constructions-valises»). 3 Philippe Jaworski, Melville, le désert et l´empire, Presses de l´Ecole normale, p. 19. 4 Cfr. Viola Sachs, Le contre-Bible de Melville, Mouton. 5 Sobre Bartleby y el silencio de Melville, cfr. Armand Farrachi, La part du silence, Barrault, pp. 40-45. 6 Mathieu Lindon, “Bartleby”, Delta, n.6, Mayo de 1978, p. 22. 7 Este gran texto de Kafka (Diario, Grasset, pp. 8-14) es una suerte de versión de Bartleby. 8 Blanchot ha puesto de manifiesto que el personaje de Musil no carece únicamente de atributos, sino también de “particularidades”, puesto que la substancia le falta tanto como las cualidades. (Le libre á venir, Gallimard, p. 203). La temprana aparición, en el siglo XIX, de este Hombre sin cualidades o Ulises de la modernidad, puede constatarse en Francia en el extraño libro de Ballanche, amigo de Chateaubriand, Essais de palingénesie sociale, especialmente en “La ville des expediations” (1827). 9 Regis Durand ha mostrado el papel que desempeñan estas líneas desligadas, en el barco ballenero, por oposición a los cordajes formalizados: Melville, signos y metáforas, L´Age d´homme, pp. 103-107. El libro de Durand (1980) y el de Jaworski (1986) se encuentran entre los análisis más profundos de Melville que han aparecido recientemente.

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10 George Dumézil (en su prefacio a Charachidzé, Prometeo o el Cáucaso, Flammarion) escribe: “El mito griego de Prometeo ha permanecido, a través de los tiempos, como objeto de reflexión y de referencia. Un dios que no participa en la lucha dinástica de sus hermanos contra su primo Zeus… Este anarquista mueve nuestras fibras más oscuras y sensibles”. 11 Acerca de esta concepción de las dos naturalezas en Sade (la teoría del Papa de la Nueva Justine), cfr. Klossowski, Sade, mon prochain, Seuil, pp. 137 ss. 12 Cfr. La concepción de la santidad según Schopenhauer, como el acto por el cual la Voluntad se niega en la supresión de toda particularidad. Pierre Leyris, en su segundo prefacio a Billy Budd (Gallimard) recuerda el profundo interés que Melville sentía por Schopenhauer. Nietzsche vio en Parsifal al santo típicamente schopenhaueriano, una especie de Barleby. Pero, según Nietzsche, el hombre prefiere incluso ser un demonio que un santo: “El hombre prefiere incluso tener una voluntad de nada antes que no querer en absoluto…” (Genealogía de la moral, III, 28). 13 Cfr. Kleist, carta a H. J. von Collin, Diciembre de 1808 (Correspondencia, Gallimard, p. 363). Catalina de Heilbronn tiene su propia Fórmula, no muy diferente de la de Bartleby: “Yo no lo sé”, o más abreviadamente, “no sé”. 14 La comparación entre Musil y Melville comportaría los cuatro puntos siguientes: la crítica de la razón (el “principio de razón insuficiente”); la denuncia de la psicología (“ese gran vacío llamado alma”); la nueva lógica (el “otro estado”) y la Zona Hiperbórea (lo “Posible”). 15 Francis Bacon, L´art de l´impossible, Skira, I, p. 123. Melville decía: “Por la misma razón que no existe más que un planeta en una determinada órbita, no puede haber más que un personaje original en cada obra de la imaginación: dos personajes entrarían en una contradicción caótica”. 16 Regis Durand, p. 153. Jean-Jacques Mayoux decía: “En el terreno personal, el problema del padre queda por lo pronto aplazado, si no resuelto… Pero no es de su incumbencia exclusiva. Todos somos huérfanos. Ha llegado la hora de la fraternidad.” (Melville por sí mismo, Seuil, p. 109). 17 Jaworski ha analizado pormenorizadamente este mundo en archipiélago o experiencia del parchwork. Son temas constantes del pragmatismo, especialmente presentes en las mejores páginas de William James: el mundo como un “disparo a quemarropa”. Y este rasgo es inseparable de la búsqueda de un nuevo tipo de comunidad humana. En Pierre o las ambigüedades, el misterioso opúsculo de Plotinus Plinlimmon puede entenderse como el manifiesto premonitorio de un pragmatismo absoluto. En lo referente a la historia del pragmatismo en general, tanto en su vertiente filosófica como en la política, nos remitimos a Gerard Deledalle, La philosophie américaine, L´Age d´homme: es especialmente importante Royce, por su “Pragmatismo absoluto”, y por su “gran comunidad de Interpretación” que agrupa a los individuos. Encontramos en él muchos ecos melvillianos. La extraña 60


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tríada de Royce -el Aventurero, el Beneficiario y el Asegurador- parece en cierto modo derivada de la tríada de Melville -el Monomaníaco, el Hipocondríaco, y el Profeta-, como si se refiriese a los personajes de The Confidence-man, en donde ya se prefiguraban sus dimensiones cómicas. 18 Lawrence, Etudes sur la littérature classique américaine, Seuil, “Whitman”. Este libro incluye además dos célebre ensayos sobre Melville. Aunque Lawrence reprocha a Melville y a Whitman el haber caído precisamente en los vicios que denunciaban, afirma que la literatura americana encontró su camino gracias a ellos. 19 Cfr. el libro de Alexander Mitscherlich, Vers la societé sans péres (Gallimard), escrito desde una perspectiva psicoanalítica completamente insensible a los movimientos históricos, que reclama las virtudes de la figura paternal. 20 Cfr. el texto de Melville sobre la literatura americana en “Hawthorne et ses mousses” (D´où viens-tu, Hawthorne? pp. 237-240). compárese con el texto del Diario de Kafka, pp. 179-182.

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La reproducciĂłn prohibida (Retrato de Edward James, 1937) RenĂŠ Magritte

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Herman Melville Bartleby, el escribiente seguido de Bartleby o la fórmula, por Gilles Deleuze se terminó de editar el 25 de junio de 2019 (a noventa y un años del nacimiento del Che y noventa y cinco de la muerte de Kafka), en León, Guanajuato, México. Para su composición se utilizaron fuentes de las familias Linux Libertine O y Alte Haas Groteske

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