Roger Chartier
El libro, el texto y la lectura
Roger Chartier. El libro, el texto y la lectura La autoría, traducción y procedencia de los textos está indicada en la sección final del libro. La atribución de derechos se debe solamente al diseño y al trabajo editorial. Esperamos la libre distribución de la edición. Esta obra tiene una licencia Creative Commons Atribución-NoComercial 2.5 México License. Para ver una copia de dicha licencia visita http://creativecommons.org/licenses/ by-nc/2.5/mx/ o envia una carta a Creative Commons, 444 Castro Street, Suite 900, Mountain View, California, 94041, USA.
Selección de textos, formación y diseño: tsunun Primera edición, abril de 2012. Segunda edición, junio de 2019.
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¿Muerte o transfiguración del lector? 22 El gran optimista 40 El significado de la Enciclopedia 48 La utopía de la biblioteca universal es posible 54 Origen de los textos 59
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“El libro ya no ejerce el poder que ha sido suyo, ya no es el amo de nuestros razonamientos o de nuestros sentimientos frente a los nuevos medios de información y comunicación de que a partir de ahora disponemos”: esta observación de Henri Jean Martin constituirá el punto de partida de mi reflexión. En ella quisiera señalar y nombrar los efectos de una revolución temida por unos y aplaudida por otros, dada como ineluctable o simplemente designada como posible: a saber, la transformación radical de las modalidades de producción, de transmisión y
de recepción de lo escrito. Disociados de los soportes en los que tenemos la costumbre de encontrarnos (el libro, el periódico), los textos estarían de ahora en adelante consagrados a una existencia electrónica: compuestos en el ordenador o digitalizados, escoltados por procedimientos telemáticos, llegan a un lector que los aprehende en una pantalla. Para abordar ese futuro (tal vez es un presente) en el que los textos serán separados de la forma del libro que se impuso en Occidente hace dieciséis siglos, mi punto de vista será doble. Será el de un historiador de la cultura escrita, particularmente atento al unir en una misma historia el estudio de los textos (canónicos u ordinarios, literarios o sin calidad), el de los
soportes de su transmisión y diseminación, el de sus lecturas, sus usos, sus interpretaciones. Será, igualmente, el resultado de una participación (en un nivel modesto) en el proyecto de la Biblioteca nacional de Francia. Uno de los ejes esenciales de este proyecto es, efectivamente, la constitución de un importante fondo de textos electrónicos que la biblioteca podrá trasmitir a distancia y que podrán ser objeto de un nuevo tipo de lectura, posibilitado por el correo de lectura computarizado. Mi primera pregunta será esta: ¿cómo situar en la historia larga del libro, de la lectura y de las relaciones con lo escrito la revolución anunciada, de hecho ya empezada, que nos hace pasar del libro (o del objeto escrito) tal como nosotros lo
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conocemos, con sus cuadernos, sus hojas, sus páginas, al texto electrónico y a la lectura sobre la pantalla? Para responder a esta pregunta hay que distinguir muy bien tres registros de mutación cuyas relaciones quedan aún por establecer. La primera revolución es técnica: ella transformó a mediados del siglo XV los modos de reproducción de los textos y de la producción del libro. Con los caracteres móviles y la prensa para imprimir, la copia manuscrita dejó de ser el único recurso disponible para asegurar la multiplicación y la circulación de textos. De ahí la importancia otorgada a ese momento esencial de la historia de Occidente, considerado como el que marca la Aparición del libro (ese es el título del libro pionero de Lucien Febvre y Henri-Jean
Martin publicado en 19568). O caracterizado como una Printing revolution (así se llama la obra de Elizabeth Eisentein aparecida en 1983). Hoy en día, la atención se ha desplazado un poco, insistiendo en los límites de esta primera revolución. En principio queda claro que, en sus estructuras esenciales, el libro no se modificó por la invención de Gutenberg. Por otra parte, por lo menos hasta cerca de 1500, el libro impreso sigue dependiendo en gran medida del manuscrito: imita de él su compaginación, su escritura, su apariencia y, sobre todo, se considera algo que debe terminarse a mano: la mano del iluminador que pinta iniciales adornadas o historiadas y miniaturas, la mano del corrector, o enmendador, que añade signos de puntuación, rúbricas
y títulos; la mano del lector que inscribe sobre la página notas e indicaciones marginales. Por otra parte, y de modo más fundamental, tanto antes como después de Gutenberg el libro es un objeto compuesto de hojas dobladas y reunidas en cuadernos que se amarran unos con otros. En ese sentido, la revolución de la imprenta no es en absoluto una “aparición del libro”. En efecto, doce o trece siglos antes de la aparición de la nueva técnica, el libro occidental encontró la forma que seguiría siendo la suya en la cultura de lo impreso. Mirar hacia el Oriente, del lado de China, de Corea, de Japón, nos proporciona una segunda razón para evaluar la revolución de la imprenta. Efectivamente, ésta nos muestra que
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la utilización de la técnica propia de Occidente no es una condición necesaria para que exista, no solamente una cultura escrita, sino todavía más, una cultura impresa de profundos cimientos. Ciertamente, en Oriente son conocidos los caracteres móviles: ahí fueron incluso inventados y utilizados antes de Gutenberg: en el siglo XI son utilizados caracteres de tierra cocida en China y en el siglo XIII se imprimieron textos con caracteres metálicos en Corea. Pero, a diferencia de Occidente después de Gutenberg, el recurso de los caracteres móviles en Oriente permanece limitado, discontinuado, confiscado por el emperador o por los monasterios. Eso no significa la ausencia de una cultura de lo impreso de gran envergadura, hecha posible
gracias a otra técnica: la xilografía, es decir, el grabado en planchas de madera de textos impresos mediante frotamiento. Con presencia desde mediados del siglo VIII en Corea, y a finales de siglo IX en China, la xilografía lleva en la China de los Ming y de los Quing, así como en el Japón de los Tukogawa, a una muy amplia circulación de lo escrito impreso, con empresas de edición comerciales independientes de los poderes, una densa red de librerías y de gabinetes de lectura, y géneros populares ampliamente difundidos. No hay entonces que medir la cultura impresa de las civilizaciones orientales con el único rasero de la técnica occidental, como si aquélla fuera imperfecta o inferior. La xilografía tiene
sus propias ventajas: se adapta mejor que los caracteres móviles a las lenguas que se caracterizan por tener un gran número de caracteres o, como en el Japón, por la pluralidad de escrituras; mantiene notablemente vinculadas a la escritura manuscrita y a la impresión, ya que las planchas se graban a partir de modelos caligrafiados; permite, gracias a la resistencia de las maderas que se conservan mucho tiempo, el ajuste del tiraje a la demanda. Esta constatación debe conducir a una apreciación: La revolución actual es mayor que la de Gutenberg. No sólo modifica a la técnica de reproducción del texto, sino también las estructuras y las formas mismas del soporte que transmite a sus lectores
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Más justa del invento de Gutenberg. Ciertamente éste es fundamental, pero no es la única técnica capaz de asegurar una muy amplia diseminación del libro impreso. La revolución de nuestro presente es, evidentemente, mayor que la de Gutenberg. No sólo modifica la técnica de reproducción del texto, sino también las estructuras y las formas mismas del soporte que transmite a sus lectores. EL libro impreso, hasta nuestros días, ha sido el heredero directo del manuscrito por la organización en cuadernos, por la jerarquía de los formatos —del folio al libellus—, por las ayudas a la lectura: concordancias, índice, cuadros, etc. Con la pantalla como sustituto del códice, la revolución es mucho más radical, ya que son los
modos de organización, estructuración, consulta de lo escrito los que se hallan modificados. Una revolución así requiere entonces de otros términos de comparación. La larga historia de la lectura nos proporciona los esenciales. Su cronología se organiza a partir del señalamiento de las dos mutaciones fundamentales. La primera pone el acento en una transformación de la modalidad física, corporal, del acto de la lectura, e insiste en la importancia decisiva del paso de una lectura necesariamente oralizada, indispensable al lector para la comprensión del sentido, a una lectura posiblemente silenciosa y visual. Esta revolución atañe a una larga edad media, ya que la lectura silenciosa, al principio restringida a los sriptoria monásticos
entre los siglos VII y XI, ganaría el mundo de las escuelas y de las universidades en el XII, después el de los aristócratas laicos dos siglos más tarde. Su condición de posibilidad es la introducción de la separación entre las palabras por parte de los escribas irlandeses y anglosajones de la alta edad media, y sus efectos son totalmente considerables al abrir la posibilidad de leer más rápidamente y por tanto de leer más textos, y textos más complejos. Una perspectiva así sugiere dos señalamientos. En principio el hecho de que el Occidente medieval haya debido conquistar la habilidad de la lectura en silencio con los ojos no debe hacernos concluir su inexistencia en la antigüedad griega y romana. En las civilizaciones antiguas,
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en poblaciones para las cuales le lengua escrita es la misma que la lengua vernácula, la ausencia de separación entre las palabras no impide de ninguna manera la lectura silenciosa. La práctica común en la antigüedad de la lectura en voz alta, para los otros o para sí, no debe atribuirse a la ausencia de dominio de la lectura sólo con los ojos (ésta fue sin duda practicada en el mundo griego desde el siglo VI a.C.). Más bien hay que atribuirla a una convención cultural que asocia vigorosamente el texto y la voz, la lectura, la declamación y la escucha. Este rasgo subsiste además en la época moderna, entre los siglos XVI y XVIII, cuando leer en silencio se convirtió en una práctica ordinaria de los lectores letrados. La lectura en voz alta siguió siendo entonces
la base fundamental de las diversas formas de sociabilidad, familiares, cultas, mundanas o públicas, y el lector que busca muchos géneros literarios es un lector que lee par los otros o un “lector” que escucha leer. En la Castilla del Siglo de Oro, leer y oír, ver y escuchar son así casi sinónimos, y la lectura en voz alta es la lectura implícita de géneros muy diversos: todos los géneros poéticos, la comedia humanista (pensemos en La Celestina), la novela en todas sus formas, hasta el Quijote, la historia en sí. Segunda observación en forma de pregunta: ¿no habrá que otorgar mayor importancia a las funciones de lo escrito que a su modo de lectura? Si tal es el caso, hay que colocar una cesura esencial en el siglo XII, cuando lo escrito no está
ya sólo investido de una función de conservación y de memorización, sino que se compone y copia con fines de lectura, entendida como un trabajo intelectual. A un modelo monástico de la escritura sucede, en las escuelas y universidades, el modelo escolástico de la lectura. En el monasterio, el libro no se copia para ser leído, compendia el saber como un bien patrimonial de la comunidad y comporta usos ante todo religiosos: la ruminatio del texto, verdaderamente incorporada por el fiel, la meditación, el rezo. Con las escuelas urbanas todo cambia: el lugar de la producción del libro, que pasa del scriptorium a la tienda del librero estacionario; las formas del libro, con la multiplicación de abreviaturas, señales, glosas y comentarios, y el
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método mismo de lectura, ya que no es la participación en el misterio de la palabra sagrada, sino un desciframiento regulado y jerarquizado por la letra (littera), del sentido (sensus) y de la doctrina (sententia). Las conquistas de la lectura silenciosa no pueden pues separase de la mutación principal que transforma la función misma de la escritura. Otra “revolución de la lectura” se refiere, por su parte, al estilo de lectura. En la segunda mitad del siglo XVIII, a la lectura “intensiva” sucedería otra, calificada como “extensiva” . El lector “intensivo” es confrontado con un corpus limitado y cerrado de textos, leídos y releídos, memorizados y recitados, escuchados y conocidos de memoria, transmitidos de generación en generación. Los
textos religiosos, y en primer lugar la Biblia en los países de la reforma, con los alimentos privilegiados de esta lectura notablemente marcada por la sacralidad y la autoridad. El lector “extensivo”, el de la Leseanet, de la rabia por leer que surge en Alemania en tiempos de Goethe, es un lector totalmente diferente: consume impresos numerosos y diversos, los lee con rapidez y avidez, ejerce a su respecto una actividad crítica que ya no sustrae ningún dominio a la duda metódica. Un diagnóstico parecido ha podido ser discutido. En efecto, son numerosos los lectores “extensivos” en la época de la lectura “intensiva”: pensemos en los letrados humanistas que acumulan lecturas para componer sus cuadernos de lugares comunes. Y el caso contrario es aún
más cierto: es efectivamente en el momento mismo de la “revolución de la lectura” cuando, con Rousseau, Goethe o Richardson se despliega la más “intensiva” de las lecturas, por medio de la cual la novela se apodera de su lector, lo ata y gobierna como antes hizo el texto religioso. Además, para los lectores más numerosos y más humildes —los de los chapbooks, de la Biblioteca azul, o de la literatura de cordel—, la lectura conserva durante mucho tiempo los rasgos de una rara, difícil práctica que supone memorizar y recitar textos que se vuelven familiares porque son pocos y, de hecho, son reconocidos más que descubiertos. Estas precauciones necesarias que conducen a abandonar una oposición demasiado contrastante
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entre los dos estilos de lectura, no invalida sin embargo la constatación que sitúa en la segunda mitad del siglo XVIII una “revolución de la lectura”. Sus bases están bien señaladas en Inglaterra, en Alemania y en Francia: el crecimiento de la producción del libro, la multiplicación y la transformación de los periódicos, el éxito de los formatos pequeños, el descenso del precio del libro gracias a las ediciones piratas, la multiplicación de las sociedades de lectura (Book-clubs, Lesegesellschaften, cámaras de lectura). Descrito como un peligro para el orden público, como un narcótico (según palabras de Fichte), o como un desarreglo de la imaginación y de los sentidos, este “furor por leer” golpea a los observadores contemporáneos. Jugó indudablemente un
papel esencial en desprendimientos críticos que, por toda Europa y particularmente en Francia, alejaron a los súbditos de su príncipe y a los cristianos de sus iglesias. La revolución del texto electrónico es y será también una revolución de la lectura. Leer sobre una pantalla no es leer en un códice. La representación electrónica de los textos modifica totalmente su condición: sustituye la materialidad del libro con la inmaterialidad de textos sin lugar propio; opone a las relaciones de contigüidad, establecidas en el objeto impreso, la libre composición de fragmentos manipulables indefinidamente; a la aprehensión inmediata de la totalidad de la obra, hecha visible por el objeto que la contiene, hace que le suceda la
navegación en el largo curso de archipiélagos textuales en ríos movientes. Estas mutaciones ordenan, inevitablemente, imperativamente, nuevas maneras de leer, nuevas relaciones con lo escrito, nuevas técnicas intelectuales. Sin las revoluciones precedentes de la lectura sobrevinieron cuando no cambiaban las estructuras fundamentales del libro, no sucede lo mismo en nuestro mundo contemporáneo. La revolución iniciada es, ante todo, una revolución de los soportes y las formas que transmiten lo escrito. En esto el mundo occidental no tiene más que un solo precedente: la sustitución del volumen por el códice, por el libro compuesto de cuadernos reunidos en lugar del libro en forma de rollo, ocurrida en los primeros siglos de la era cristiana.
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A propósito de esta primera revolución, que inventa el libro que es aún el nuestro, deben ser planteadas tres preguntas. En principio, la de su fecha. Los hechos arqueológicos disponibles proporcionados por las excavaciones llevadas a cabo en Egipto permiten sacar varias conclusiones. Por una parte, es en las comunidades cristianas donde el códice reemplaza con mayor precocidad y más masivamente al rollo: desde el siglo II, todos los manuscritos hallados de la Biblia que datan del siglo II son de códices escritos en papiro, y, entre los siglos II y IV, 90% de los textos bíblicos y 70% de los textos litúrgicos y hagiográficos que nos han llegado están en forma de códice. Por otra parte, es con un notable desfase que los textos griegos,
literarios o científicos adoptan la nueva forma del libro: es solamente en los siglos III y IV cuando el número de códices iguala al siglo III, permanece notable el número de códices iguales al de rollos. Incluso si el cálculo de la fecha de los textos bíblicos en papiro ha podido ser discutido, y a veces retrasado, hasta el siglo III, permanece notable el vínculo entre la preferencia otorgada al códice y los cenáculos cristianos. Una segunda pregunta se refiere a las razones de la adopción de esta nueva forma de libro. Los motivos clásicamente esgrimidos conservan su pertinencia, incluso si hay que matizarlos un poco. La utilización de los dos lados del soporte reduce sin duda el costo de fabricación del libro, pero este uso no ha venido acompañado de otras
economías posibles: disminución del módulo de escritura, retraimiento de los márgenes, etc. Por lo demás, el códice permite sin duda reunir una gran cantidad de texto en un volumen mínimo, aunque esta ventaja fue poco explotada de manera inmediata: en los primeros siglos de su existencia, los códices siguieron siendo de talla modesta y contenían menos de ciento cincuenta pliegos (es decir, trescientas páginas). Es a partir del siglo IV, incluso del V, cuando engrosan los códices y absorben el contenido de varios rollos. Finalmente, es innegable que el códice permite una marcación más fácil y un manejo más sencillo del texto: hace posible la paginación, el establecimiento del índice y de las concordancias, la comparación de un pasaje
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con otro, o incluso el hecho de que el lector, al hojearlo, recorra todo el libro. De ahí la adaptación de la forma nueva del libro a las necesidades textuales propias del cristianismo, a saber: la confrontación de los Evangelios y la movilidad, con fines de predicación, del culto o del rezo, de las citas de la palabra sagrada. Pero fuera de los medios cristianos, el dominio y utilización de las posibilidades ofrecidas por el códice se imponen sólo lentamente. Su adopción parece hecha por lectores que no pertenecen a la elite letrada —ésta permanece por mucho tiempo fiel a los modelos griegos, y por tanto al volumen—, y en principio abarca textos que se encuentran situados fuera del canon literario: textos escolares, obras técnicas, relatos, etc.
Entre los efectos del paso del rollo al códice, dos de ellos merecen una atención particular. Por una parte, si el códice imponen su materialidad, no borra las designaciones o representaciones antiguas del libro. En la ciudad de Dios de San Agustín, por ejemplo, si el término “códice” nombra al libro en cuanto objeto físico, la palabra liber se emplea para marcar las divisiones de la obra, y esto guardando memoria de la forma antigua, ya que el “libro”, devenido aquí unidad del discurso (La ciudad de Dios abarca 22), corresponde a la cantidad de texto que podía contener un rollo. De igual manera, las representaciones del libro en las monedas y en los monumentos, en la pintura y en la escultura, permanecen por mucho tiempo ligadas
al volumen, símbolo de saber y de autoridad, aun cuando el códice ha impuesto ya su nueva materialidad y obligado a nuevas prácticas de lectura. Por otra parte, para ser leído, y por tanto desenrollado, un rollo debe ser sostenido con las dos manos: de ahí, como nos lo muestran los frescos y los bajorrelieves, la imposibilidad para el lector de escribir al mismo tiempo que lee y, de golpe, la importancia del dictado en voz alta. Con el códice el lector conquista la libertad colocando sobre una mesa o un pupitre, el libro en cuadernos ya no exige un movimiento del cuerpo similar. En relación con él, el lector puede tomar sus distancias, leer y escribir al mismo tiempo, ir de una página a otra, a su gusto, o de un libro a otro. Con el códice, igualmente, se
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inventa la tipología formal que asocia formatos y géneros, así como tipos de libros y categorías de discurso, y se establece por tanto el sistema de clasificación y de marcación de textos que la imprenta heredará y que es todavía el nuestro. ¿Por qué estas miradas hacia atrás, por qué, en particular, llevar la atención hacia el nacimiento del códice? Sin duda, porque la comprensión y el dominio de la revolución electrónica del mañana (o del hoy) dependen en gran medida de su correcta inscripción en una historia de larga duración. Ello permite tomar plena medida de las posibilidades inéditas abiertas por la digitalización de los textos, su transmisión electrónica y su recepción en ordenador. En el mundo de los textos, dos limitaciones,
consideradas hasta ahora como imperativas, pueden señalarse. Primera limitación: la que reduce estrechamente las posibles intervenciones del lector en el libro impreso. Desde el siglo XVI, es decir, desde la época en que el impresor tomó a su cargo los signos, las marcas y los títulos, títulos de capítulos o títulos corrientes que, en tiempo de los incunables, se añadían a mano sobre la página impresa por el corrector o el poseedor del libro, el lector no puede insinuar su escritura sino en los espacios vírgenes del libro. El objeto impreso le impone su forma, su estructura, sus disposiciones, y no supone de ninguna manera su participación. Si el lector pretende, de todos modos, inscribir su presencia en el objeto, sólo puede hacerlo ocupando
subrepticia, clandestinamente, los lugares del libro que deja la escritura impresa: interiores de la encuadernación, folios dejados en blanco, márgenes del texto, etcétera. Con el texto electrónico ya no pasa lo mismo. El lector no sólo puede someter los textos a múltiples operaciones (puede hacer su índice, anotarlo, copiarlo, desmembrarlo, recomponerlo, moverlo, etc.), sino, más aún, puede convertirse en su coautor. La distinción, muy visible en el libro impreso, entre la escritura y la lectura, entre el autor del texto y el lector del libro, se borra en provecho de una realidad distinta: el lector se convierte en uno de los actores de una escritura a varias manos o, al menos, se halla en posición de constituir un texto nuevo
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a partir de fragmentos libremente recortados y ensamblados. Como el lector del manuscrito que podía reunir en un solo libro, por su sola voluntad, obras de naturalezas muy diversas, unirlas en un mismo compendio, en un mimo libro-Zbaldone, el lector de la era electrónica puede construir a su placer conjuntos textuales originales cuya existencia, organización e incluso apariencia sólo dependen de él. Pero, además, puede en todo momento intervenir en los textos, modificarlos, reescribirlos, hacerlos suyos. A partir de esta circunstancia se comprende que tal posibilidad pone en tela de juicio y en peligro nuestras categorías para describir las obras, referidas desde el siglo XVIII a un acto creador individual, singular y original, y que fundan el
derecho en materia de propiedad de un autor sobre una obra original, producida por su genio creador (la primera vez que se usó el término fue en 1701) se ajusta muy mal al mundo de los textos electrónicos. Así, el Tribunal Supremo de Estados Unidos le ha negado toda pertinencia a esta noción en el caso de la publicación de la guía telefónica. Por otra parte, el texto electrónico permite, por primera vez, remontar una contradicción que ha obsesionado a los occidentales: la que opone, de un lado, el sueño de una biblioteca universal que reúne todos los libros jamás publicados, todos los textos jamás escritos, incluso, como escribió Borges, todos los libros que es posible escribir agotando todas las combinaciones de las letras
del alfabeto y, del otro, la realidad, forzosamente decepcionante, de las colecciones que, cualquiera que sea su tamaño, no pueden proporcionar más que una imagen parcial, con lagunas, mutilada, del saber universal. Occidente ha otorgado una figura ejemplar y mítica a esta nostalgia de la exhaustiva perdida: la biblioteca de Alejandría. La comunicación de textos a distancia que anula la distinción, hasta ahora irremediable, entre el lugar del texto y el lugar del lector, vuelve concebible, accesible, este antiguo sueño. Desprendido de su materialidad y de sus antiguas localizaciones, el texto y su representación electrónica pueden ya alcanzar a cualquier lector dotado del material necesario para recibirlo. Suponiendo que todos los textos existentes, manuscritos o impresos, sean
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digitalizados o, dicho de otra manera, hayan sido convertidos en textos electrónicos, la universal disponibilidad del patrimonio escrito se vuelve posible. Todo lector, allí donde se encuentre, con la condición de que esté conectado frente a un puesto de lectura con la red informática que asegura la distribución de los documentos, podrá consultar, leer o estudiar cualquier texto, cualesquiera que hayan sido su forma y su localización originales. “Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad”: esta felicidad “extravagante” de la que habla Borges no es prometida por las bibliotecas sin muros, e incluso carentes de lugar, que serán sin duda las del futuro.
Felicidad extravagante, pero tal vez no sin riesgo. En efecto, cada forma, cada soporte, cada estructura de la transmisión y de la recepción de lo escrito afecta profundamente sus posibles usos e interpretaciones. En estos últimos años, la historia del libro se ha interesado en señalar, en diversos niveles, estos efectos de sentido de las formas. Son numerosos los ejemplos que muestran transformaciones propiamente “tipográficas” (en un sentido amplio del término) que modifican profundamente los usos, las circulaciones, las comprensiones de un “mismo” texto. Así sucedió con las variaciones en las partes del texto bíblico, en particular a partir de las ediciones de Robert Estienne y sus versículos numerados. Así ocurrió con la
imposición de dispositivos propios del libro impreso (título y página del título, separación en capítulos, grabados en madera) a obras cuya forma original, unida a una circulación únicamente manuscrita, les era totalmente extraña: ahí está, por ejemplo la suerte del Lazarillo de Tormes, letra apócrifa, sin título, sin capítulos, sin ilustración destinado a un público letrado y transformado por sus primeros editores en un libro cercano, por su presentación, a las vidas de santos o a los occasionneis, en ese entonces los géneros de mayor circulación en la España del Siglo de Oro. Así, en Inglaterra, para las obras teatrales, el paso de las ediciones isabelinas, rudimentarias y compactas, alas ediciones que a comienzos del siglo XVIII, adoptando las
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convenciones clásicas francesas, vuelve visible el corte en actos y en escenas y restituye, mediante la indicación de los juegos de escena, algo de la acción teatral en el texto impreso. De manera que, más todavía, las formas nuevas que se aplican a todo un conjunto de textos ya publicados, más generalmente de origen culto, es con el fin de que puedan alcanzar a los lectores “populares” y constituir así el repertorio de las librerías ambulantes en Castilla, Inglaterra o Francia. Cada vez es idéntica la constatación: el significado, o más bien los significados, histórica y socialmente diferenciados de un texto, cualquiera que éste sea, no pueden separarse de las modalidades materiales en que se dan a leer a sus lectores.
De ahí viene, para nuestro presente, una gran lección: la posible transferencia del patrimonio escrito de un soporte a otro, del códice a la pantalla, abre posibilidades inmensas pero también representará una violencia ejercida en los textos al separarlos de las formas que han contribuido a construir sus significaciones históricas,. Suponiendo que, en un futuro más o menos cercano, las obras de nuestra tradición no se transmitan ni se descifren ya sino en una representación electrónica, sería grande el riesgo al ver perdida la inteligibilidad de una cultura textual en la que se llevó a cabo una unión antigua, esencial, entre el concepto mismo de texto y una forma particular del libro: el códice. Nada muestra mejor la fuerza de esta unión que las
metáforas que, en la tradición occidental, hacen del libro una figura posible del destino, del cosmos o del cuerpo humano. El libro que ellas manejan, de Dante a Shakespeare, de Ramón Llull a Galileo, no es cualquier libro: está compuesto de cuadernos, formado en folios y páginas, protegido por una encuadernación. La metáfora del libro del mundo, del libro de la naturaleza, tan poderosa en la edad moderna se encuentra como dispuesta en las representaciones inmediatas y arraigadas que asocian naturalmente el texto escrito al códice. El universo de los textos electrónicos significará entonces necesariamente un alejamiento de las representaciones mentales y las operaciones intelectuales que están específicamente ligadas a las formas que ha tenido
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el libro den Occidente desde hace diecisiete o dieciocho siglos. Ningún orden de los discursos es, en efecto, separable del orden de los libros que le es contemporáneo. Me parece entonces necesario, hoy en día, mantener juntas dos exigencia. Por un lado, necesitamos acompañar de una reflexión histórica, jurídica, filosófica, la mutación considerable que está revolucionando los modos de comunicación y de recepción de lo escrito. Una revolución técnica no se decreta. Tampoco se suprime. El códice la llevó a cabo y suplantó al rollo, incluso si éste, con otra forma y para otros usos (en particular archivísticos) atravesó toda la edad media. Y la imprenta sustituyó al manuscrito como forma masiva de reproducción
y de difusión de los textos —incluso si los escritos copiados a mano conservaron su papel en la era de la imprenta para la circulación de numerosos tipos de textos surgidos de la escritura del fuero privado, de las prácticas literarias aristocráticas dirigidas por la figura del gentleman writer, o de las necesidades de comunidades particulares consideradas heréticas, unidas por el secreto de los gremios de la francmasonería, o simplemente cimentadas en el intercambio de los textos manuscritos. Se puede entonces pensar que en el siglo XXV, en el año 2440 que Louis Sebastien Mercier ha imaginado en su utopía publicada en 1771, la Biblioteca del Rey (o de Francia) no será ese “pequeño gabinete” que sólo contiene pequeños
libros en duodécimos que concentran únicamente el saber útil, sino un punto en una red, extendida a todo el planeta, que asegure la disponibilidad universal de su patrimonio textual accesible en todas partes gracias a su forma electrónica. Ha llegado el momento de observar mejor y de comprender mejor los efectos de esa mutación y, considerando que los textos no son necesariamente libros, ni siquiera periódicos o revistas (derivados ellos también del códice), de redefinir todas las nociones jurídicas (propiedad literaria, derechos de autor, copyright) y reglamentarias (depósito legal, biblioteca nacional) y biblioteconómicas (catalogación, clasificación, descripción bibliográfica, etc) que han sido pensadas y construidas en relación con otra
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colectivos nacionales, los primeros pasos hacia las bibliografías nacionales retrospectivas), los objetos escritos del pasado y, así, hacer accesible el orden de los libros que todavía es el nuestro y que fue el de los hombres y las mujeres que leyeron desde los primeros libros de nuestra era cristiana. Solamente si es preservada la inteligencia de la cultura del códice podrá existir, sin matices, la “extravagante felicidad” que promete la pantalla.
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modalidad de la producción, la conservación y la comunicación de lo escrito. Pero existe para nosotros una segunda exigencia, indisociable de la precedente. La biblioteca del futuro debe ser también el lugar en que se pueda mantener el conocimiento y la comprensión de la cultura escrita en las formas que han sido y son todavía mayoritariamente las suyas hoy en día. La representación electrónica de todos los textos cuya existencia no comienza con la informática no debe significar de ninguna manera la relegación, el olvido, o peor, la destrucción de los objetos que los han portado. Más que nunca, tal vez, una de las tareas esenciales de las grandes bibliotecas es recolectar, proteger, censar (por ejemplo bajo la forma de catálogos
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«Se habla de la desaparición del libro: yo creo que es imposible». Jorge Luis Borges, «El libro», 1978.
En 1968, en un célebre ensayo, Roland Barthes asociaba el todo-poder del lector a la muerte del autor. Destronado por la lengua y sobre todo, por «las escrituras múltiples, punto de encuentro de numerosas culturas que entran las unas con las otras en diálogo, en contestación», el autor cedía su preeminencia al lector, entendido como «cualquiera que ha reunido en un mismo campo todas las líneas en las que se ha constituido lo escrito». La posición de
la lectura, era así comprendida como el lugar donde el sentido plural, móvil, inestable, queda reunido, donde el texto, cualquiera sea, adquiere su significación1. A esta constante del nacimiento del lector, le han sucedido los diagnósticos que le han adjuntado su acta de muerte. Tomaremos en cuenta tres formas principales. La primera, reenvía a las transformaciones de las prácticas de la lectura. De una parte, la comparación estadística en función de las encuestas sobre las prácticas culturales de los franceses, convenció sino del retroceso del porcentaje global de los lectores, al menos de la disminución de la proporción de «fuertes lectores» en cada clase de edad, y muy especialmente en la franja de los 19-25 años2. De
otra parte, las investigaciones realizadas sobre las lecturas de los estudiantes, han permitido realizar numerosas constataciones, como por ejemplo el aumento considerable en la utilización de las bibliotecas universitarias, que ha aumentado considerablemente en más del 70% entre 1984 y 1990. Por otro lado, los estudiantes recurren masivamente a la fotocopia, tanto para lo que utilizan en el curso, como para los trabajos dirigidos, por la circulación de apuntes y por la lectura diferida (y parcial) de las obras que se encuentran en las bibliotecas o en la casa de los amigos. Solamente aquellos que han hecho el cursus literario, o que tienen padres diplomados en enseñanza superior, poseen un número importante de libros. Asimismo, en el seno de esta
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población de los más «fuertes lectores», el interés por la constitución de bibliotecas personales no es universalmente compartido -lo que asegura el hecho del mercado de ocasión de los libros de saber3. Finalmente, las encuestas sociológicas consagradas a la franja de edad precedente, entre 15-19 años, registran el retroceso de la lectura, y sobre todo del estatuto del libro4. Las constataciones, hechas a partir de las políticas editoriales, han reforzado la certeza en la «crisis» de la lectura5. De ambos lados del Atlántico, los efectos son comparables, aunque las causas primeras no son exactamente las mismas. En los Estados Unidos, lo esencial lo constituye la reducción drástica en la adquisición de las monographs por bibliotecas universitarias,
reemplazadas por los abonos a periódicos que, por otra parte tienen un precio considerable -entre 10.000 y 15.000 dólares por un año-. De otro lado, las reticencias de las casas de edición universitaria ante la publicación de obras juzgadas como muy especializadas: tesis doctorales, estudios monográficos, libros de erudición, etc.6 En Francia, y sin duda más largamente en Europa, se verifica una prudencia semejante, que limita el número de títulos publicados y sus tiradas. En el sector de las ciencias humanas y sociales, las encuestas estadísticas -por ejemplo la del Sindicato nacional de la edición- verifican el retroceso en los 90: sobre el número global de volúmenes vendidos, 18.2 millones en 1988; 15.4 millones en 1996; y sobre el número de
ejemplares vendidos por título publicado (2200 ejemplares en 1980, y 800 en 1997). Estas fuertes bajas se acompañan de un crecimiento del número de títulos publicados (1942, en 1988; 3193, en 1996) que aumentan la oferta para paliar las dificultades. Esto se ha traducido en una explosión de invendibles que han pesado sobre los balances financieros de las empresas. Por otra parte, los editores han realizado, en estos últimos años, una reducción en el número de títulos publicados, una contracción de las tiradas medias, han tenido una extrema prudencia frente a las obras juzgadas como muy especializadas y frente a las traducciones, y han manifestado una preferencia hacia los manuales, los diccionarios y las enciclopedias.
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Frente a las dificultades de la coyuntura, particularmente atestiguadas por la edición en ciencias humanas y sociales, las respuestas de los editores reproducen en un nuevo contexto, las estrategias de los discursos y de la acción, ya presentes en el siglo XVIII, cuando en Inglaterra y después en Francia, el poder político intentó limitar los privilegios tradicionales de los miembros de la Stationers’Company o de la comunidad de libreros e impresores de Paris. En los dos casos, tres cuestiones caracterizan las posiciones tomadas por los editores: ante todo, una actitud ambivalente en relación con el poder político, acusado de ser el principal responsable de las dificultades de una actividad comercial privada, y por ello, interpelado
como incapaz de tomar medidas apropiadas; de otra parte, la invocación de principios generales destinados a justificar las reivindicaciones particulares (por ejemplo, reconocer que hoy el acceso a la cultura escrita debe tener el mismo precio que otras prácticas culturales), finalmente, el avance de la figura y de los derechos de autores para fundar las reivindicaciones de los editores. Tal constatación no niega las dificultades reales de la edición en el sector de las humanidades y de las ciencias sociales, sino que inscribe en una perspectiva de más larga duración, las estrategias empleadas por la profesión para hacerle frente al saber, la invención o la movilización de los autores propietarios de sus obras, la afirmación de los principios dotados
de universalidad y la apelación a la idea o a la reglamentación estatal. En una tercera perspectiva, la muerte del lector y la desaparición del lector son pensadas como la consecuencia ineluctable de la civilización de la pantalla, del triunfo de las imágenes y de la comunicación electrónica. Este último diagnóstico es el que deseo discutir aquí. Las pantallas de nuestro siglo son, en efecto, de un nuevo género. A diferencia de las del cine o la televisión, ellas llevan textos -no solamente textos ciertamente, pero también textos-. A la antigua oposición entre, de un lado el libro, el escrito, la lectura, y de otro la pantalla y la imagen, nos encontramos ante una situación que propone un nuevo soporte a la cultura escrita y una nueva
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forma de libro. Por un lado, la unión paradoxal establecida entre la tercera revolución del libro, que transforma las modalidades de inscripción y de transmisión de los textos, como lo hicieron la invención del codex y después de la imprenta, y la temática de la «muerte del lector». Esta contradicción supone una mirada hacia atrás y medir los efectos de las revoluciones precedentes que afectaron los soportes de la cultura escrita. En el siglo IV de la era cristiana, una forma nueva de libro se impuso definitivamente en contra de aquella que era familiar a los lectores griegos y romanos. El codex, es decir, un libro compuesto por pliegos unidos, suplanta de manera progresiva pero ineluctable, los roles que hasta ese momento había cumplido la cultura
escrita. Con la nueva materialidad el libro, los gestos imposibles se convierten en comunes: así, escribiendo y leyendo se podía reparar en un pasaje particular. Los dispositivos propios del codex transformaron profundamente los usos de los textos. La invención de la página, las repaginaciones aseguradas por la foliación y la indexación, la nueva relación establecida entre la obra y el objeto, que es el soporte de la transmisión, hicieron posible una relación inédita entre el lector y sus libros. ¿Debemos pensar que estamos en presencia de una mutación semejante y que el libro electrónico reemplazará o ya está por reemplazar al codex impreso, tal como lo conocemos en sus diversas formas: libro, revista, periódico? Puede
ser. Pero lo más probable, para los años que están por venir, es la coexistencia, que no será pacífica, entre las dos formas del libro y los tres modos de inscripción y de comunicación de los textos: la escritura manuscrita, la publicación impresa, la textualidad electrónica. Esta hipótesis es sin duda más razonable que las lamentaciones sobre la irremediable pérdida de la cultura escrita, o los entusiasmos sin prudencia que anuncian la entrada inmediata un una nueva era de la comunicación. Esta probable coexistencia nos invita a reflexionar sobre la nueva forma de construcción de los discursos de saber y las modalidades específicas de su lectura, que permitan el libro electrónico. Este no puede constituírse en una
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simple sustitución de un soporte a otro para las obras que permanecerán concebidas y escritas en la lógica del antiguo codex. Si las «formas tienen un efecto sobre el sentido», como lo escribía D. F. McKenzie7, los libros electrónicos organizan de manera nueva la relación entre la demostración y los hechos, la organización y la argumentación, y los criterios de la prueba. Escribir o leer esta nueva especie de libro supone desprenderse de las actitudes habituales y transformar las técnicas de acreditación del discurso sabio, lo cual han emprendido recientemente los historiadores, al hacer la historia y evaluar los efectos: me refiero a la cita, la nota al pie de página8 o lo que Michel de Certeau llamaba, «la lengua de los cálculos»9. Cada una de estas
maneras de probar la validez de un análisis, se encuentra profundamente modificada desde que el autor puede desarrollar su argumentación según una lógica que no es necesariamente lineal o deductiva, sino abierta y relacional10, donde el lector puede consultar por sí mismo los documentos (archivos, imágenes, palabras, música) que son los objetos o los instrumentos de la investigación11. En este sentido, la revolución de las modalidades de producción y de transmisión de textos es también una mutación epistemológica fundamental12. Una vez establecida la dominación del codex, los autores integrarán la lógica de su materialidad en la construcción misma de las obras. De manera semejante, las posibilidades del libro
electrónico invitan a organizar de otra manera, diferente a la del libro distribuido necesariamente de manera lineal y secuencial. El hipertexto y la hiperlectura, transforman las relaciones posibles entre las imágenes, los textos asociados de manera no lineal por las conexiones electrónicas, así como las uniones realizables entre los textos fluidos en sus contextos y en número virtualmente ilimitado13. En este modo textual sin fronteras, la noción esencial es la de lazo -unión, relación-, pensado como la operación que relaciona las unidades textuales desocupadas por la lectura. De hecho, es fundamentalmente la noción misma de «libro» la que cuestiona la textualidad electrónica. En la cultura impresa, una
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percepción inmediata asocia un tipo de objeto, una clase de textos y de usos particulares. El orden de los discursos se establece así, a partir de la materialidad propia de sus soportes: la carta, el periódico, la revista, el libro, el archivo, etc. No es lo mismo en el mundo numérico donde todos los textos, cualesquiera sean, se dan para leer en un mismo soporte (la pantalla del ordenador) y en las mismas formas (generalmente las decididas por el lector). Así, se crea un continuum que no diferencia más los distintos géneros o repertorios textuales, que se convierten en semejantes en su apariencia y equivalentes en su autoridad. Así, la inquietud de nuestro tiempo confronta con la desaparición de los antiguos criterios que permitían distinguir,
clasificar y jerarquizar los discursos. El efecto no está sobre la definición misma de «libro» tal como lo entendemos nosotros, a la vez como un objeto específico, diferente de otros soportes de lo escrito, y como una obra done la coherencia resulta de una intención intelectual o estética. La técnica numérica bascula ese modo de identificación del libro desde que ellos se convierten en textos móviles, maleables, abiertos y de formas casi idénticas a todas las producciones escritas: correo electrónico, sitios de Internet, libros, etc. Así, la reflexión abierta sobre las categorías intelectuales y los dispositivos técnicos permitirán percibir y delinear ciertos textos electrónicos como los «libros», es decir como unidades textuales dotadas de una identidad propia. Esta
reorganización del mundo de lo escrito en su forma numérica es importante para que pueda ser organizado el acceso pago en línea y protegido el derecho moral y económico del autor14. Tal reconocimiento, fundado en la alianza siempre necesaria y siempre conflictiva entre editores y autores, conducirá sin duda a una transformación profunda del mundo electrónico tal como lo conocemos. Las «securities» destinadas a proteger ciertas obras (libros singulares o bases de datos) y otras más eficaces como el e-book, sin duda van a multiplicarse y así, fijar y cerrar los textos publicados electrónicamente15. Hay una evolución previsible que definirá el «libro» y otros textos numéricos por oposición con la comunicación electrónica, libre y espontánea,
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que autoriza a cada uno a poner en circulación en la Web, sus reflexiones o sus creaciones. La división así establecida conlleva el riesgo de una hegemonía económica y cultural impuesta por las más poderosas empresas multimedias y los maestros del mercado de ordenadores. Pero ella podría conducirse, a condición de ser «matrizada» a la reconstitución, a la textualidad electrónica de un orden de los discursos que permita distinguirlos según la modalidad de su «publicación», la identidad perceptible de su género y su grado de autoridad. Otro hecho puede conmocionar el mundo de lo numérico. Gracias al procedimiento puesto a punto por los investigadores del M.I.T., no importa qué objeto (y esto comprende al libro, tal como lo
conocemos, además con sus páginas) sea susceptible de devenir en el soporte de un libro o de una biblioteca electrónica, a condición que estemos unidos de un microprocesador (o que sea telecargable por Internet) y que sus páginas reciban la clave electrónica que permita hacer aparecer sucesivamente sobre una misma página textos diferentes16. Por primera vez, el texto electrónico podría así emanciparse de lo que le es propio a las pantallas que nos son familiares, lo que rompería el lazo establecido entre el comercio de máquinas electrónicas y la edición en línea. Pero una cuestión queda pendiente: la de la capacidad de ese libro nuevo de encontrar o producir sus lectores. De una parte, la larga
historia de la lectura, muestra con fuerza que las mutaciones en el orden de las prácticas son más lentas que las revoluciones de las técnicas, sobre todo en relación con ellas mismas. Las nuevas maneras de leer no se desarrollaron inmediatamente con la invención de la imprenta. De la misma manera, las categorías intelectuales que nosotros asociamos con el mundo de los textos perduraron frente a las nuevas formas del libro. Recordemos que luego de la invención del codex y la desaparición del libro, el «libro», entendido como una simple división de discursos, correspondía a la materia textual que contenía un antiguo rollo. Por otra parte, la revolución electrónica, que parece universal, puede profundizar y no
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reducir, las desigualdades. El reto de un nuevo «iletrismo» es grande, definido no tanto por la incapacidad de leer o escribir, sino por la imposibilidad de acceder a las nuevas formas de la transmisión de lo escrito -que no son sin costo, lejos de ello-. La correspondencia electrónica entre el autor y sus lectores, coautores de un libro jamás cerrado sino continuado por sus comentarios y sus intervenciones, da una fórmula nueva a una relación deseada por antiguos autores, pero difícil para la edición impresa. Esta promesa de una relación más inmediata entre la obra y su lectura es seductora, pero no debe hacer olvidar que los lectores (y coautores) potenciales de los libros electrónicos son aún minoritarios. Las distancias son grandes entre la
obsesiva presencia de la revolución electrónica en los discursos y la realidad de las prácticas de lectura, que permanecen masivamente atadas a los objetos impresos y que no explotan más que parcialmente las posibilidades ofertadas por lo numérico. Es necesario estar lúcidos para no tomar lo virtual como un real déjà là. La originalidad -y puede ser lo inquietantede nuestro presente tiende a que las diferentes revoluciones de la cultura escrita, que en el pasado habían estado disociadas, se desarrollen simultáneamente. La revolución del texto electrónico es, en efecto, a la vez una revolución de la técnica de producción y reproducción de los textos, una revolución del soporte de lo escrito, y una revolución de las prácticas de lectura. Tres
hechos fundamentales la caracterizan, y transforman nuestra relación con la cultura escrita. En primer lugar, la representación electrónica de lo escrito modifica radicalmente la noción de contexto y de cuerpo, el procedimiento mismo de la construcción del sentido. Sustituye a la contigüidad psíquica que aproxima los diferentes textos copiados o impresos en un mismo libro, su distribución móvil en las arquitecturas lógicas que comandan las bases de datos y las colecciones numeradas. Por otra parte, redefine la materialidad de las obras, porque desata la unión inmediatamente visible que une el texto y el objeto que lo contiene, y que da al lector, y no más al autor o al editor, la maestría sobre la composición, y la apariencia misma de las
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unidades textuales que quiere leer. Así, es todo el sistema de percepción el que se revoluciona. Finalmente, leyendo sobre la pantalla, el lector contemporáneo encuentra algo de la postura del lector de la Antigüedad, pero -y la diferencia no es menor- él lee un rollo que se desarrolla en general verticalmente y que se encuentra dotado de todo lo propio a la forma del libro desde los primeros siglos de la era cristiana: paginación, índices, tablas, etc. El cruce de dos lógicas que reglaron los usos de los soportes precedentes de lo escrito (el volumen y luego el codex) define, en efecto, una relación con el texto muy original. Apoyado en estas mutaciones, el texto electrónico puede dar realidad a las intenciones, siempre inacabadas, de totalización del saber
que lo ha precedido. Como la biblioteca de Alejandría, promete la universal disponibilidad de todos los textos jamás escritos, de todos los libros jamás publicados17. Como la práctica de lugares comunes en el Renacimiento18, apela a la colaboración del lector que puede él mismo escribir en el libro, partiendo de la biblioteca sin muros del escrito electrónico. Como el proyecto de Las Luces, delinea un espacio público ideal donde, como lo pensaba Kant, puede y debe desarrollarse libremente, sin restricciones ni exclusiones, el uso público de la razón, «es lo que hacemos en tanto que sabios para la unión del público lector», es lo que autoriza cada uno de los ciudadanos «en su calidad de sabios, a hacer públicamente, es decir por escrito, sus
puntualizaciones sobre los defectos de la antigua institución»19. Como en la época de la imprenta, pero de una manera más fuerte, el tiempo del texto electrónico está atravesado por tensiones mayores entre diferentes futuros: la multiplicación de las comunidades separadas, cimentadas por sus usos específicos de las nuevas técnicas, el control de las más poderosas empresas de multimedia sobre la constitución de las bases de datos numéricas y la producción o la circulación de la información, o la constitución de un público universal, definido por la posible participación de cada uno de sus miembros en el examen crítico de los discursos20. La comunicación a distancia, libre e inmediata, que autorizan las
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redes, pueden llevar las unas y las otras sus virtualidades. Puede conducir a la pérdida de toda referencia común, a la exacerbación de los particularismos. Puede, a la inversa, imponer la hegemonía de un modelo cultural único, y la destrucción, siempre mutilante, de las diversidades. Pero puede también, comportar una nueva modalidad de constitución y de comunicación de los conocimientos, que no será únicamente el registro de las ciencias ya establecidas, sino igualmente, a la manera de las correspondencias o de los periódicos de la antigua República de las Letras21, una construcción colectiva del conocimiento por el intercambio de saberes. La nueva navegación enciclopédica, si embarca a cada uno en sus naves, podría dotar de plena realidad a la
universalidad que siempre debe acompañar los esfuerzos hechos por reunir la multitud de cosas y modos en el orden de los discursos. Pero el libro electrónico debe definirse en reacción contra las prácticas actuales, que a menudo se contentan con poner en la Web los textos brutos, que no han sido pensados en relación con la forma nueva de su transmisión, ni sometidos a ningún trabajo de corrección o de edición. Luchar por la utilización de nuevas técnicas, puestas al servicio de la publicación de los saberes, implica ponerse a resguardo contra las facilidades de la electrónica, e incitar a dar formas lo más rigurosamente controladas de los discursos del conocimiento y de los intercambios entre individuos. Las incertidumbres
y conflictos, a propósito de la civilidad (o de la incivilidad) epistolar de las convenciones del lenguaje, y de las relaciones entre lo público y lo privado, tales como las redefinen los usos del correo electrónico, ilustran esta exigencia22. Estas cuestiones demandan de manera urgente una reflexión conjunta, histórica y filosófica, sociológica y jurídica, capaz de dar cuenta de lo que hoy se manifiesta entre el repertorio de las nociones conocidas, para describir u organizar la cultura escrita en las formas que están, desde la invención del codex hasta los primeros siglos de nuestra era, y las nuevas maneras de escribir, de publicar y de leer, que implica la modalidad electrónica de producción, diseminación y apropiación de los textos23. El momento requiere
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redefinir las categorías jurídicas (propiedad literaria, copyright, derechos de autor)24, estéticas (originalidad, singularidad, creación), administrativas (depósito legal, biblioteca nacional) o biblioteconómicas (catalogación, clasificación o descripción bibliográfica)25 que han sido pensadas y construidas en relación con una cultura escrita donde los objetos eran muy diferentes de los textos electrónicos. El nuevo soporte de lo escrito no significa el fin del libro o la muerte del lector. Puede ser todo lo contrario. Pero esto impone una redistribución de los roles en la «economía de la escritura», la concurrencia (o la complementariedad) entre los diversos soportes de los discursos, y una nueva relación, tanto física como intelectual y
estética, con el mundo de los textos. El texto electrónico, en todas sus formas, ¿podrá construir lo que no pudo ni el alfabeto, a pesar de la virtud democrática que le atribuía Vico26, ni la imprenta, en relación con la universalidad que le reconocía Condorcet27, es decir construir, a partir del intercambio de lo escrito, un espacio público en el cual cada uno participe? ¿Cómo situar el rol de la biblioteca en esas profundas mutaciones de la escritura? Apoyado sobre las posibilidades ofrecidas por las nuevas técnicas, nuestro siglo pretende esperar remontar la contradicción que ha marcado la relación de Occidente con el libro. El revés de la biblioteca universal ha impuesto el deseo exasperado de capturar, por una acumulación
sin lagunas, todos los textos jamás escritos, todos los saberes constituidos. Pero la decepción siempre acompañó este intento de universalidad, porque todas las colecciones, por más ricas que ellas fueran, no podían dar más que una imagen parcial, mutilada, de la exhaustividad necesaria. Esta tensión debe ser inscrita en la muy larga duración de las actitudes sobre lo escrito. La primera está fundada sobre la creencia en la pérdida, o de la falta. Es ella la que ha encabezado todas las gestas tendentes a salvaguardar el patrimonio escrito de la humanidad: la copia de los libros más preciosos, la impresión de los manuscritos, la edificación de grandes bibliotecas, la compilación de esas «bibliotecas sin muros», que son las colecciones de textos,
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los catálogos o las enciclopedias28. Contra las desapariciones, siempre posibles, se trata de recoger, fijar y preservar. Pero este trabajo, jamás acabado, está amenazado por otro peligro: el exceso. La multiplicación de la producción manuscrita, luego impresa, fue perseguida como un terrible peligro. La proliferación puede devenir en caos, y la abundancia, en obstáculo para el conocimiento. Por ello se necesitan instrumentos capaces de clasificar y jerarquizar. Estas puestas en orden tienen muchos actores: los autores mismos, los poderes que censuran y subvencionan, los editores que publican (o se rehúsan a publicar), las instituciones que consagran y excluyen, y las bibliotecas que conservan o ignoran.
Frente a esta doble cuestión, entre pérdida y exceso, la biblioteca de mañana -o de hoypuede jugar un rol decisivo. Ciertamente, la revolución electrónica podría significar su fin. La comunicación a distancia de los textos electrónicos hace pensable, y posible, la universal disponibilidad del patrimonio escrito, al mismo tiempo que no impone más la biblioteca como el lugar de conservación y de comunicación de ese patrimonio. Todo lector, cualquiera sea el sitio de su lectura, podría recibir, no importa qué textos constitutivos de esta biblioteca sin muros, y mismo sin localización, donde estarán idealmente presentes, en una forma numérica, todos los libros de la humanidad.
Esto no puede más que seducir. Antes que nada, es necesario recordar que la conversión electrónica de todos los textos no comienza con la informática ni debe significar la relegación, el olvido, la destrucción del manuscrito o de las imprentas que hasta ahora los han llevado. Más que nunca, puede ser una de las tareas esenciales de las bibliotecas el recolectar, proteger, y hacer asequibles los objetos escritos del pasado. Si las obras que nos ha transmitido ese pasado no fueron comunicadas, si no han sido conservadas, más que en una forma electrónica, el riesgo será grande al ver perdida la inteligibilidad de una cultura textual identificada con los objetos que ha transmitido. La biblioteca del futuro entonces, debe consituírse en ese lugar, en donde serán
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mantenidos el conocimiento y la frecuentación de la cultura escrita en las formas en que han sido y son además hoy mayoritariamente las suyas. Las bibliotecas deberán ser igualmente un instrumento donde los nuevos lectores podrán encontrar su vía en el mundo numérico que borre las diferencias entre los géneros y los usos de los textos, y que establezca una equivalencia generalizada entre su autoridad. A la escucha de los deseos de los lectores, la biblioteca, debe asimismo jugar un rol esencial en el aprendizaje de instrumentos y de técnicas, capaces de asegurar a los menos expertos de los lectores, las nuevas formas de lo escrito. Para nada la presencia de Internet en las escuelas hace desaparecer las dificultades cognitivas del procedimiento de entrada
en lo escrito29, la comunicación electrónica de los textos no transmite por ella misma el saber necesario para su comprehensión y utilización. Al contrario, el lector-navegador de lo numérico, corre el riesgo de perderse. La biblioteca puede ser lo uno y lo otro30. Finalmente, una tercera ambición para las bibliotecas del mañana puede ser el reconstruir alrededor del libro las sociabilidades que hemos perdido. La historia larga de la lectura enseña que ella se convirtió, al hilo de los siglos, en una práctica silenciosa y solitaria, rompiendo con lo que conllevaba lo escrito, que ha cimentado durablemente las existencias familiares, las sociabilidades amigables, las reuniones de sabios. En un mundo donde la lectura se identifica con
una relación personal, íntima, privada con el libro, las bibliotecas (paradojalmente puede ser porque ellas han sido las primeras, en la época medieval, en exigir el silencio de los lectores...) deben multiplicar las ocasiones y las formas de tomar la palabra alrededor del patrimonio de lo escrito y de la creación intelectual y estética. En esto, ellas pueden contribuir a construir un espacio público entendido a la escala de la humanidad. Como lo indicaba Walter Benjamin, las técnicas de reproducción de los textos o de las imágenes no son ellas mismas ni buenas ni perversas31. De un lado, por el diagnóstico ambivalente que conlleva sobre los efectos de la «reproducción mecanizada», de otro, porque asegura a una
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escala desconocida «la estetización de la política práctica»: «Con el progreso de los aparatos, se permite hacer entender a un número indefinido de auditores el discurso del orador en el momento en que habla, y difundir su imagen delante de un número indefinido de espectadores, lo esencial deviene en la presentación del hombre político delante del aparato mismo». De un lado, desaparece la distinción entre el creador y el público («La competencia literaria no reposa más sobre una formación especializada, sino sobre una multiplicidad de técnicas, y deviene en una suerte de bien común»), la ruina de los conceptos tradicionales movilizados para designar las obras, y finalmente, la compatibilidad entre el ejercicio crítico y el placer del divertimiento, son
elementos que por otra parte, abren una posible alternativa. A «la estetización de la política», se puede oponer una «politización de la estética», portadora de la emancipación de los pueblos. Cualquiera sea su pertenencia histórica, sin duda discutible, esta constante subraya con certeza, la pluralidad de usos que pueden emparentarse con una misma técnica. No hay determinismo técnico que inscriba en los aparatos una significación obligada y única: «A la violencia que se ejerce sobre las masas cuando se le impone el culto a un jefe, corresponde la violencia que subit un appareillage, cuando uno mismo lo pone al servicio de esta religión». Esta puntualización no es de poca importancia en los debates, a propósito de los efectos de la
diseminación electrónica de los discursos, y lo será más aún en el futuro, sobre la definición conceptual y la realidad social del espacio público donde se intercambian las informaciones y donde se construyen los saberes32. En un futuro, que es ya nuestro presente, esos efectos serán los que colectivamente sentiremos, para lo mejor y para lo peor. Tal es hoy, nuestra común responsabilidad.
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Notas 1. Roland Barthes, «La mort de l´auteur», (1968), en Roland Barthes, Le Bruissement de la langue. Essais critiques IV, Paris, Editions du Seuil, 1984, pp. 63-69. 2. Cf. Olivier Donnat et Denis Cogneau, Pratiques culturelles des Français, 1973-1989, Ministère de la Culture et de la Communication, Paris, Editions de La Découverte; y La Documentation française, 1990; Olivier Donnat, «Les Français et la lecture: un bilan en demi-teinte», Cahiers de l’économie du livre, n° 3, mars 1990, pp. 57-70; François Dumontier, François de Singly et Claude Thélot, «La lecture moins attractive qu’il y a vingt ans», Economie et statistique, n° 233, juin 1990, pp. 63-75; y François de Singly, Les jeunes et la lecture, Ministère de l’Education Nationale et de la Culture, Direction de l’évaluation et de la prospective, Les dossiers Education et Formations, n°
24, janvier 1993. 3. Sobre las prácticas de lectura (o no lectura) de los estudiantes, cf. Françoise Kletz, «La lecture des étudiants en sciences humaines et sociales», Cahiers de l’économie du livre, n° 7, 1992, pp. 5-57; Les Etudiants et la lecture, bajo la dirección de Emmanuel Fraisse, Paris, Presses Universitaires de France, 1993; y Bernard Lahire, con la colaboración de Mathias Millet et Everest Pardell, Les manières d’étudier. Enquête 1994, Paris, La Documentation Française, 1997, pp. 101-151. 4. Christian Baudelot, Marie Cartier et Chritine Détrez, Et pourtant ils lisent..., Paris, Editions du Seuil, 1999. 5. Christian Baudelot, Marie Cartier et Chritine Détrez, Et pourtant ils lisent..., Paris, Editions du Seuil, 1999. 6. Robert Darnton, «The New Age of the Book», The New York Review of Books, 18 Mars 1999, pp. 5-7. 7. D.F. McKenzie, Bibliography and the sociology of texts, The Panizzi Lectures 1985, Londres, The British Library, 1986, p. 4 (tr. fr. La bibliographie et la sociologie des textes, Paris, Editions du Cercle de la Librairie, 1991, p. 30). 8. Athony Grafton, Les origines tragiques de l’érudition. Une histoire de la note en bas de page, Paris, Editions du Seuil, 1998.
9. Michel de Certeau, Histoire et psychanalyse entre science et fiction, Paris, Gallimard, 1987, p. 79. 10. Para las nuevas posiblidades argumentativas ofrecidas por el texto electrónico, cf. David Kolb, «Socrates in the Labyrinth», en Hyper/Text/Theory, Edited by George P. Landow, Baltimore et Londres, The Johns Hopkins University Press, 1994, pp. 323-344; y Jane Yellowlees Douglas, «Will the Most Reflexive Relativist Please Stand Up: Hypertext, Argument and Relativism», en Page to Screen: Taking Literacy into Electronic Era, Edited by Ilana Snyder, Londres et New York, Routledge, 1988, pp. 144-161. 11. Para un ejemplo de los lazos posibles entre demostración histórica y documentos, cf. las dos formas, impresas y electrónica, del artículo de Robert Darnton, «Presidential Address. An Early Information Society: News and the Media in Eighteenth-Century Paris», The American Historical Review, Volume 105, Number 1, February 2000, pp. 1-35 y AHR web page, www.indiana.edu/~ahr/. 12. Cf., a título de ejemplo para la física teórica, Josette F. de la Vega, La Communication scientifique à l’épreuve de l’Internet, Villeurbanne, Presses de l’Ecole Nationale
38 | Roger Chartier Supérieures des Sciences de l’Information et des Bibliothèques, 2000, en particular pp. 181-231; para la filología, José Manuel Blecua, Gloria Clavería, Carlos Sanchez et Joan Torruella, eds., Filología e Informática. Nuevas tecnologías en los estudios filológicos, Bellaterra, Editorial Milenio y Universitat Autonoma de Barcelona, 1999; y L’Imparfait. Philologie électronique et assistance à l’interprétation des textes, Actes des Journées scientifiques 1999 du CIRLEP, publiés par Jean-Emmanuel Tyvaert, Reims, Presses Universitaires de Reims, 2000. 13. Para las definiciones de hipertexto y de hiperlectura, cf. J. D. Bolter, Writing Space: The Computer, Hypertext, and the History of Writing, Hillsdale, New Jersey, Lawrence Erlbaum Associates, 1991; George P. Landow, Hypertext: The Convergence of Contemporary Critical Theory and Technology, Baltimore et Londres, The Johns Hopkins University Press, 1992, réédition Hypertext 2.0 Being a Revised, Amplified Edition of Hypertext: the Convergence of Contemporary Critical Theory and Technology, Baltimore et Londres, The Johns Hopkins University Press, 1997; Ilana Snyder, Hypertext: The Electronic Labyrinth, Melbourne y New York, Melbourne University Press, 1996; Nicholas C. Burbules, «Rhetorics of the
Web: Hyperreading and Critical Literacy», en Page to Screen, op. cit., pp. 102-122; y Antonio R. de las Heras, Navegar por la información, Madrid, Los Libros de Fundesco, 1991, pp. 81-164. 14. Antoine Compagnon, «Un monde sans auteurs ?», en Où va le livre? bajo la dirección de Jean-Yves Mollier, Paris, La Dipute, 2000, pp. 229-246. 15. Jean Clément, «Le e-book est-il le futur du livre ?», en Les Savoirs déroutés. Experts, documents, supports, règles, valeurs et réseaux numériques, Lyon, Presses de l’ ENSSIB et Association Doc-Forum, 2000, pp. 129-141. 16. Pierre LeLoarer, «Les substituts du livre: livres et encres électroniques», en Les Savoirs déroutés, op. cit., pp. 111-128. 17. Luciano Canfora, La Biblioteca scomparsa, Palerme, Sellerio editore, 1986 (tr. fr. La véritable histoire de la bibliothèque d’Alexandrie, Paris, Desjonquères, 1988); y Christian Jacob, «Lire pour écrire: navigations alexandrines», en Le Pouvoir des bibliothèques. La mémoire des livres en Occident, bajo la dirección de Marc Baratin et Christian Jacob, Paris, Albin Michel, 1996, pp. 47-83. 18. Sobre la técnica de los lugares comunes en el Renacimiento, cf. Las obras de Francis Goyet, Le «sublime»
du lieu commun. L’invention rhétorique à la Renaissance, Paris, Honoré Champion, 1996, de Ann Blair, The Theater of Nature: Jean Bodin and Renaissance Science, Princeton, Princeton University Press, 1997; y de Ann Moss, Printed CommonplaceBooks and the Structuring of Renaissance Thought, Oxford, Clarendon Press, 1996. 19. Immanuel Kant, «Beantwortung der Frage: Was ist Aufklärung ? / Responde a la pregunta: Qu’est-ce que les Lumières?», en Qu’est-ce que les Lumières?, Choix de textes, traduction, préface et note de Jean Mondot, Saint-Etienne, Publications de l’Université de Saint-Etienne, 1991, pp. 71-86. 20. Estas posibles difrencias son discutidas en Richard. A. Lanham, The Electronic World: Democracy, Technology and the Arts, Chigago, University of Chigago Press, 1993; Donald Tapscott, The Digital Economy, New York, McGraw-Hill, 1996; y Juan Luis Cebrían, La red. Cómo cambiarán nuestras vidas los nuevos medios de comunicación, Madrid, Taurus, 1998. 21. Ann Goldgar, Impolite Learning: Conduct and Community in the Republic of Letters, 1680-1750, , New Haven y Londres, Yale University Press, 1995. 22. Sobre el correo electrónico, cf. Josiane Bru, «Messages
¿Muerte o transfiguración del lector? | 39 note di Paolo Rossi, Milan, Biblioteca Universale Rizzoli, 1994 (tr. fr. La Science nouvelle (1725), Paris, Gallimard, Paris, Gallimard, 1993). 27. Condorcet, Esquisse d’un tableau historique des progrès de l’esprit humain, Paris, Flammarion, 1988. 28. Luciano Canfora, La Biblioteca scomparsa, Palerme, Sellerio editore, 1986 [tr. fr. La véritable histoire de la bibliothèque d’Alexandrie, Paris, Desjonquères, 1988]; Christian Jacob, «Lire pour écrire: navigations alexandrines», en Le Pouvoir des bibliothèques, op. cit., pp. 47-83, y Roger Chartier, «Bibliothèques sans murs», en Roger Chartier, Culture écrite et société. L’ordre des livres (XIVe-XVIIIe siècle), Paris, Albin Michel, 1997, pp. 107-131. 29. Emilia Ferreiro, «Leer y escribir en un mundo cambiante», 26° Congreso de la Unión Internacional de Editores (Buenos Aires, 1 al 4 de mayo, 2000), Buenos Aires, 2000, pp. 95-109. 30. Robert C. Berring, «Future Librarians», en Future Libraries, R. Howard Bloch y Carla Hesse (eds), Berkeley, Los Angeles et Londres, University of California Press, 1995, pp.94-115. 31. Walter Benjamin, «L’oeuvre d’art à l’ère de sa
reproductivité technique», (1936), en Walter Benjamin, L’homme, le langage et la culture. Essais, Paris, Denoel / Gonthier, 1971, pp. 137-181). 32. Geoffrey Nunberg, «The Places of Books in the Age of Electronic Reproduction», Representations, 42, 1993, Artículo tomado de: Revista Quimera #150, Septiembre de 1996.
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éphémères», en Ecritures ordinaires, bajo la dirección de Daniel Fabre, Paris, P.O.L., 1993, pp. 315-34; Charles Moran et Gail E. Hawisher, «The Rhetorics and Languages of Electronic Mail», en Page to Screen, op. cit., pp. 80-101, y Benoît Melançon, Sevigne@Internet. Remarques sur le courrier électronique et la lettre, Montréal, Editions Fides, 1996. 23. Cf, entre otros, James J. O’Donnell, Avatars of the Words: From Papyrus to Cyberspace, Cambridge, Mass., y London, England, Harvard University Press, 1998. 24. Cf. Peter Jaszi, «On the Author Effect: Contemporary Copyright and Collective Creativity», en The Construction of Autorship: Textual Appropriation in Law and Literature, Martha Woodmansee y Peter Jaszi, Editors, Durham y Londres, Duke University Press, 1994, pp. 29-56; Jane C. Ginsburg, «Copyright without Walls ? Speculations on Literary Property in the Library of the Future», Representations, 42, 1993, pp. 53-73; R. Grusin, «What is an Electronic Author? Theory and the Technological Fallacy», Configurations, 3, 1994, pp. 469-483. 24. Roger Laufer, «Nouveaux outils, nouveaux problèmes», en Le Pouvoir des bibliothèques, op. cit., pp. 174-185. 26. Giambattista Vico, La Scienza Nuova, Introduzione e
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Entre el 7 y el 10 de septiembre de 2009, el Fondo de Cultura Económica organizó el Congreso Internacional del Mundo del Libro, en la sede en Ciudad de México. Por allí pasaron voces y pensamientos contrastantes, todos reunidos en torno a los cambios que la lectura y la escritura experimentarán en un futuro que ya es nuestro presente. Libros, bibliotecas, edición, políticas públicas fueron temas desplegados por Robert Darnton, Antonio Rodríguez de las Heras, Laura Emilio Pacheco, Roger Bartra, Román Gubern, Fernando Savater y muchos
otros destacados pensadores de México y del mundo. El compartido apasionamiento por las materias fue matizado con unas perspectivas optimistas y otras pesimistas, acerca de la revolución que se constata en el universo del libro. La transformación de una cultura del papel en una cultura digital es, para algunos, promesa de democratización del saber, y para otros, una falacia que sólo deja paso a una ignorancia más profunda y en aumento sobre millones de habitantes del planeta. Parte del primer grupo es el investigador francés Roger Chartier, conocido internacionalmente por sus trabajos en el ámbito de la historia de las ideas, y más específicamente, sobre la historia
del libro. Su punto de vista, indiscutiblemente apoyado en búsquedas rigurosas, además impone una tendencia en intelectuales, formados y en formación, para quienes la palabra de Chartier suele resonar como profética. En esta entrevista, Chartier se integra a las irrefrenables olas de transformación, un proceso global que avanza sobre dificultades y contradicciones. A ambas consigna, pero las envuelve dentro de un porvenir auspicioso, incluso para realidades mayormente desfavorecidas, como las que experimentan la cultura y la educación en América Latina. Congresos, publicaciones, debates, juicios… proliferan en todo el mundo, alrededor de los procesos
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de cambio en el libro y sus formatos digitales. ¿Por qué cree que se genera tanta ansiedad reflexiva al respecto? Porque la mayoría de la gente piensa –y tal vez estoy dentro de esta mayoría, a diferencia de mi colega Antonio Rodríguez de las Heras– que no hay continuidad entre el manuscrito, el libro impreso y lo digital, y que la cultura digital impone dos mutaciones fundamentales. Por una parte, modifica la relación que establecimos tradicionalmente entre los dos sentidos de la palabra libro: el libro como un objeto material particular dentro del marco de la cultura escrita, y el libro como obra, que tiene su identidad, coherencia, lógica. La tecnología
digital está imponiendo que un solo aparato sea la superficie o vehículo sobre la cual se transmitan todos los tipos de géneros textuales que en la cultura escrita, en cambio, están diseminados entre diversos tipos de objetos. Todo esto crea una forma de inquietud, de confusión, de intolerancia. Por otra parte, del lado de la lectura, y no del lado de la textualidad, faltan hasta el momento estudios rigurosos de sociología o de antropología de la lectura frente a la pantalla. Por ahora podemos percibir que se trata de una lectura discontinuada, segmentada, fragmentada y, en este sentido, no se puede decir nada nuevo: la característica de la lectura en el libro tal como lo conocemos, el códex, fue justamente permitir
una lectura fragmentada, segmentada, que destaca los fragmentos más que la totalidad del libro, a diferencia del rollo de la Antigüedad que no permitía este tipo de lectura. Pero ahora se nos presenta una diferencia fundamental: en la cultura impresa, cada fragmento de un libro o un artículo de un periódico o un artículo de una revista –inclusive si el lector solamente lee fragmentos– está necesariamente, físicamente, remitido a la totalidad a la cual pertenece; la propia materialidad del libro impone la percepción de la totalidad y de la coherencia de la obra. La materialidad del periódico, de la revista, determina la percepción de la coexistencia, dentro del mismo número, de diversos tipos de artículos o, en
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el caso de los periódicos, de diversos géneros textuales. En el mundo electrónico, el fragmento se desprende de esta totalidad, y el lector no necesita, o ni siquiera desea, remitir una información de un web site a la totalidad del web site. Si se aplica esta misma consideración a revistas y periódicos, advertimos que aquí hay un desafío en relación con la concepción más tradicional de lo que es una obra, es decir, una totalidad de la cual se pueden leer fragmentos pero que siempre es percibida en su totalidad. De ahí, entonces, hay dos caminos. El primero es considerar que estamos frente a una pérdida y que este mundo de fragmentos descontextualizados y desprendidos de la totalidad de la obra
representa una mutilación del criterio clásico de lo que es para nosotros la definición de una obra. El segundo es, en cambio, pensar que tal vez ahora se abre un nuevo mundo textual en el cual el fragmento perdería el sentido, porque sería un mundo de iguales, de unidades breves, yuxtapuestas, entrecruzadas, desprendidas. Pero, para lectores que vienen de la cultura impresa, evidentemente prima la discrepancia –a menudo, más fuerte de lo que sospechamos– apoyada en las categorías que utilizamos para describir el mundo de la cultura escrita, para definir lo que es una obra. A partir del siglo XVIII, una obra implicaba creación, singularidad de la escritura, propiedad literaria; hoy la tecnología digital promete un
libro-mundo, infinito, sin límites. Ahora bien, si pensamos en un libro-mundo, no hay más libros; si pensamos en un libro-palimpsesto, el libro existe para ser permanentemente reescrito, un libro abierto. Esto se vuelve muy conflictivo, porque evidentemente contradice de manera radical a los criterios que definen la propiedad intelectual, la cual constituye la posibilidad de reconocer la obra, cualquiera sea su forma, y remite a un propietario, que es el autor. Entonces, sin duda, hay razones –en mi opinión– para la proliferación de discusiones, de inquietud, de confusión, de discursos sobre esta mutación que todavía es muy difícil de identificar en todas sus dimensiones.
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¿Cómo podría describir comparativamente la experiencia de leer un libro impreso en papel y la de leer un libro en un e-book? Para responder a esto, es preciso volver a señalar que un e-book no es un libro: un e-book puede ser una agenda, una biblioteca portátil, etc. En cambio, en la cultura tradicional (manuscrita o impresa), un libro como obra corresponde a un objeto singular, particular. Un e-book forma parte de los diversos vehículos capaces de recibir lectura, escritura, múltiples géneros textuales. Se diferencia totalmente de la familiaridad que implica el objeto en que fue descubierta o leída cierta obra. No llego al extremo de decir que la gente vaya a enamorarse de un e-book, pero
gastados quedan ya todos estos discursos sobre la relación íntima con el objeto libro, como aquella declaración de Borges en que recuerda su lectura de Don Quijote, que es la lectura de una edición específica: Garnier, con erratas, láminas, etcétera. Con el objeto electrónico, la relación es diferente, no es la relación con un objeto particular, sino con momentos, circunstancias en las que tal libro fue cargado en el e-book y fue leído. No creo que haya que argumentar, reivindicar, como lo hacen algunos defensores del libro, la sensibilidad, el olor de las páginas y la sensación de tocar el libro, versus lo supuestamente frío del objeto electrónico. ¡No! La gente puede proyectar formas sensibles sobre cualquier objeto.
Lo que es importante es lo que dice Donald F. MacKenzie: las formas afectan el sentido. Es decir, el tipo de forma material en la cual un libro/texto/discurso es leído constriñe conscientemente o inconscientemente, abre ciertos espacios de la lectura. La sensibilidad sucede cuando hay una proyección consciente de afecto sobre un libro/texto/discurso leído sobre cierta forma material, pero también hay una dimensión más intelectual, no necesariamente percibida por el lector, que hace que el texto cambie cuando su forma de inscripción cambia. Al respecto, hay que prevenir una ilusión detestable –en mi opinión– cuando se pretende equivocadamente que trasladar un libro de un soporte a otro es simplemente cambiar la
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materialidad del objeto. ¡No! Esa operación implica cambiar el sentido del texto. Cuando los libros de los antiguos fueron trasladados de los rollos con su lógica de lectura, con su diseminación de la misma obra en una serie de objetos, a los códices medievales, que daban vida a la obra en un solo objeto, esto determinó y permitió nuevas prácticas de lectura, o sea, ojear, establecer divisiones, buscar un fragmento rápidamente, escribir leyendo. El sentido del texto cambió; no sólo es que se haya pasado de una forma material a otra. Entonces, las experiencias sensibles en relación con lo escrito también se modifican con la transformación del objeto soporte de los textos.
¿Es posible identificar qué fuerzas, poderes, instituciones impulsan esta modificación en los libros hacia nuevos soportes de lectura? Esta cuestión se vincula con una distinción que hace Armando Petrucci entre el poder sobre la escritura y el poder de la escritura. Cada tecnología dibuja esta tensión de maneras diferentes. En el caso de la imprenta, la tensión es máxima, porque los que tienen el poder de publicar libros de forma impresa son la minoría de editores y libreros, y no la mayoría de los ciudadanos. En el caso de la escritura manuscrita, por el contrario, la distancia es mínima, porque cada persona puede leer textos oficiales, documentos, informaciones circulantes y todo el que sabe escribir
puede comunicar, producir, publicar. El caso de la tecnología digital se ubica en el medio de estas dos tecnologías anteriores: por un lado, es una tendencia que demuestra que la posibilidad de leer y escribir frente a una pantalla puede democratizarse; por otro, evidentemente, es una forma de imposición, una obligación inclusive para los que no tienen computadora o que no saben manejar la tecnología digital porque están sometidos a un mundo ya digitalizado a través de formularios, pedidos, documentos institucionales. Esto ha originado el concepto de un posible nuevo analfabetismo y conlleva una división dentro de las sociedades y entre las sociedades. Pero las estadísticas que se hacen sobre la presencia de las computadoras, sobre el uso de
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la tecnología digital, sobre la conexión a Internet muestran que hay un movimiento de democratización fuerte. Hace diez años, cincuenta por ciento de las direcciones electrónicas eran de países de habla inglesa. Ahora las cifras son claramente muy diferentes, con la presencia de Asia, África… Por lo tanto, me parece que esta situación intermedia es un poderoso instrumento de imposición, para obligar a la gente a reformarse frente a los dispositivos de texto electrónico para usos privados y públicos. Al mismo tiempo, se abre a lo que soñaba Kant: la posibilidad de que cada ciudadano intervenga en el espacio público no solamente como lector sino escribiendo opiniones, críticas, creaciones… En fin, en la distinción entre poder sobre la escritura
y poder de la escritura, nos encontramos en una situación intermedia entre el mundo de la imprenta, controlado exclusivamente por los que tienen acceso a la reproducción mecánica de los textos –como diría Benjamin en su famoso ensayo–, y el mundo de la cultura manuscrita distribuida universalmente, que permite a todos y a cada uno escribir. En México, sólo un cuarto de la población es usuaria de Internet. En grandes sectores de América Latina, Asia y África, muchas personas no conocen qué es ni cómo funciona una computadora. ¿Cómo considera usted los cambios del libro en formato digital dentro de estas realidades sociales y económicas dispares?
Es una pregunta compleja. En primer lugar, evidentemente, se puede pensar que el mundo digital ofrece posibilidades inmensas, particularmente para las comunidades sin bibliotecas, como una forma inmediata de entrar a la cultura escrita, e inclusive, como una vía para la enseñanza. De ahí, la idea de introducir las computadoras en las escuelas. Aun si ahora hay una inmensa parte de la población que está fuera de esta cultura digital, la tendencia va hacia la diseminación de esta cultura, porque los aparatos se vuelven más y más baratos, las instituciones acogen computadoras… Es la perspectiva del futuro, como lo fue la alfabetización más clásica: en el siglo XVII, había niveles de analfabetismo que se han suprimido, casi reducido a
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cultura digital a partir de la cultura impresa y manuscrita, van a acceder a la cultura digital a partir de su familiaridad con la cultura impresa y manuscrita. No tengo un juicio de entusiasmo profético ni de lamentación desesperada: hay una ambigüedad, una ambivalencia, una multiplicidad de sentidos. No hay una evidencia concluyente sobre la tecnología: sólo depende de que los ciudadanos, las instituciones, los autores acepten esta situación.
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cero. De todos modos –como lo subraya Emilia Ferreiro–, no por introducir una computadora en una escuela, se debe pensar que los maestros son inútiles. Es decir, hay un fetichismo, una inmediatez, una evidencia de la tecnología, que no siempre supone su uso. En segundo lugar –también lo dice Emilia Ferreiro–, inclusive para esta parte de la población que está fuera de la tecnología, para niños que no tienen medios bien acomodados, hay una gran familiaridad con la computadora, con la cultura digital. Lo paradójico es que, algunas veces, los alumnos que han nacido en la era digital saben más del aparato, de la técnica, que los maestros. Aquí hay otra cuestión, que son las generaciones. Los que han llegado a la
El significado de la Enciclopedia ยง
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¿Ha leído la “Enciclopedia”?
El periódico francés Le Monde y la editorial Flammarion, asociados en una de esas habituales campañas, lanzaron el pasado octubre una colección titulada “Les livres qui ont changé le monde”. Casi a punto de concluir, le ha correspondido el turno a la “Encyclopédie”, de Diderot y D’Alembert. El diario aprovecha la fecha de entrega correspondiente para insistir sobre el valor del volumen, y en esta ocasión el escogido para glosar esta obra magna no es otro que Roger Chartier, que es entrevistado a tal efecto.
¿Quién se la ha leído toda? Tal vez dos personas: Diderot y editor Le Breton, que comandaron el proyecto. La pregunta es interesante, porque afecta a la propia estructura del libro, es decir, al sistema de remisión de un artículo a otro utilizado por Diderot para las ideas más osadas. Como el artículo “antropofagia”, que remite a “Eucaristía”. Cuando tienes delante 17 volúmenes de texto con otros 11 volúmenes de ilustraciones, publicados entre 1751 y 1772, este uso de las referencias es problemático. Paradójicamente, la versión electrónica de la primera edición de la Enciclopedia, puesta en línea por la Universidad de Chicago, es la que
con un simple clic hace que sea eficaz ese dispositivo diseñado por Diderot como uno más de esos recursos filosóficos, es decir, subversivos, que existían. ¿En qué sentido era subversivo ese sistema de referencias? La Enciclopedia se publica en una era de censura, y la sufre por partida doble. En 1752, tras la publicación de los dos primeros volúmenes, por decisión del Consejo de Estado, que la veía como un fermento de error, de corrupción de la moral y de irreligión. Luego, en 1759, a petición del Parlamento, que lideró la búsqueda de libros “filosóficos” y los quemó. En ambas ocasiones es
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Malesherbes, director de la Librería, quien salva la empresa. En tal contexto, donde el privilegio que autoriza la publicación está en constante peligro de cancelación, el juego de remisiones permite eludir la censura. Muchos artículos cuyo título podría sugerir que están entre los más corrosivos, como el mismo artículo dedicado a la “censura”, tienen en realidad un tono muy moderado, con un contenido puramente histórico, mientras otros, aparentemente más benignos, contienen las intenciones más filosóficas y las críticas más aceradas a la autoridad. La “Enciclopedia” de Diderot y D’Alembert no fue la primera. ¿Dónde está su singularidad?
Inicialmente, es una simple traducción de la Cyclopaedia de Ephraïm Chambers, publicada en 1728 en Inglaterra (donde ya se remite a la Eucaristía en el artículo sobre los antropófagos). Sin embargo, el proyecto bascula de inmediato. La Enciclopedia francesa se convierte en el producto colectivo de una sociedad de hombres de letras, cuya ambición era expresar la filosofía de la Ilustración y abarcar todos los campos del conocimiento. Aunque el libro seguía un orden alfabético, el “Discurso preliminar” de D’Alembert organiza el conocimiento por temas en torno a tres principales facultades de la mente humana: la memoria, la razón y la imaginación. Así es como aparecen conexiones inesperadas, como entre “religión” y “superstición”, “teología” y “adivinación”, como
parte de una misma familia temática. Este enfoque rompe también con un orden jerárquico en el que la teología era siempre lo primero. ¿En qué medida este manifiesto de las luces rompe los valores del Antiguo Régimen? Muchos artículos, más allá del que está dedicado a “la tolerancia”, giran en torno a la noción de la tolerancia: no se debe perseguir a las personas por sus creencias. Por ejemplo, la represión contra los protestantes se condena. Ésta es una idea muy significativa en una Francia donde sólo hay una religión, el catolicismo, y una autoridad, la Facultad de Teología. Otro desafío a la doxa dominante: la crítica de la violencia y
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de la sumisión impuestas a los pueblos de África o de América. No estamos ante las condenas radicales del siglo XX, pero, de todos modos, sí que vemos cuestionarse la conquista y la colonización. En cuanto a la política, la obra es más cautelosa. Sin embargo, leemos que “el fin de la soberanía es la felicidad de la gente”, que no es exactamente el lenguaje del absolutismo. ¿Cuál fue la influencia de la “Enciclopedia”? ¿Podemos ver en ella las premisas de la Revolución Francesa? Diríamos que hizo posible la ruptura, sobre todo la hizo pensable. No hay nada de revolucionario ni incluso de prerevolucionario en
la Enciclopedia que esté muy lejos de la virulencia de los libelos, los panfletos y las sátiras que aparecieron en la misma época y que eran claramente sediciosos. Pero ayudó a inspirar, distribuir y difundir una forma de pensar que se distancia de las autoridades, políticas y sobre todo religiosas. A Tocqueville le llamó la atención cómo la monarquía se derrumbó en unas pocas semanas. Faltaba adhesión al proceso revolucionario, o al menos aceptación. Los lectores de la Enciclopedia no eran seguramente el pueblo: como ha mostrado Robert Darnton, pertenecían a la aristocracia ilustrada, a las profesiones liberales, al mundo de los negocios y, en definitiva, a los sectores más tradicionales del Antiguo Régimen. En ese entorno, y junto a
otros escritos, impuso ideas y representaciones colectivas que, si bien no causaron, permitieron 1789. ¿No se quebró el sueño enciclopédico con la fragmentación del conocimiento? El punto de inflexión tuvo lugar a finales del siglo XVIII, con la Encyclopédie méthodique del librero-editor Panckoucke, que refunde la de Diderot y D’Alembert, adoptando una disposición por áreas de conocimiento. Por tanto, la vivacidad de provocación intelectual de la obra original se ha perdido: partía de una organización “razonada” que desechaba las clasificaciones antiguas. Había desaparecido, pues, el magnífico
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esfuerzo de Diderot y D’Alembert por producir un libro de libros, una suma de conocimientos por donde un hombre honrado pudiera viajar sin compartimentos. La fragmentación del conocimiento es probablemente el precio que se paga por profundizar. Gana la erudición. Pero conduce a la antinomia de las culturas, por una parte la científica, por otra la literaria, que atraviesa los debates actuales sobre los programas escolares.
seguramente no habría aceptado la mera yuxtaposición de artículos, sin árbol de conocimientos ni orden razonado, elementos que caracterizan a la Enciclopedia. Se trata de una empresa democrática, abierta y al mismo tiempo muy vulnerable, muy expuesta al error o a la manipulación indebida. En ese sentido, es visible la tensión entre el deseo de construir un saber colectivo y la profesionalización de los conocimientos.
La enciclopedia en línea Wikipedia, ¿es el final del proyecto de Diderot y D’Alembert?
En retrospectiva, ¿la “Enciclopedia” cambió el mundo?
En cierto sentido sí, porque se basa en múltiples contribuciones de una especie de sociedad de gentes de letras invisibles. Pero Diderot
¿Un libro puede cambiar la faz del mundo? A los autores les gusta pensarlo. Yo diría que un libro puede, en un lugar y tiempo determinados,
por su trayectoria en otros lugares y otros tiempos, cambiar las representaciones y las relaciones con los dogmas, con las autoridades. La Enciclopedia ha desempeñado esta función, más allá de las fronteras del reino de Francia. Pero lo que hace que un libro pueda tener un determinado impacto son las apropiaciones, múltiples y a veces contradictorias, de que es objeto. La Enciclopedia pudo ser uno de los gérmenes de la ruptura revolucionaria, pero al mismo tiempo fue odiada por los revolucionarios más radicales. Cincuenta años después de la publicación de los primeros volúmenes, Robespierre mostró su odio hacia la “la secta de los enciclopedistas”, muy bien asentados en la sociedad del Antiguo Régimen. Esto significa
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que la fuerza de un libro no estรก en la letra que contiene, sino en el discurso que produce, una fuerza que lo trasciende y que, transforma las maneras de pensar y de creer
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La utopĂa de la biblioteca universal es posible §
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EnCuando se proclamó que la Biblioteca podría abarcar a todos los libros -escribe Borges en la “Biblioteca de Babel”- la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto.” En este fragmento el escritor da cuenta de un sueño universal: el poder crear una biblioteca donde estén todos los libros existentes. A pesar de que hubo varios intentos, el sueño devino en fracaso.
Hoy muchos teóricos sostienen que con el advenimiento de la era digital este sueño es posible. Y dentro de esta era, junto con el cambio en algunas de las concepciones de libro o biblioteca, aparece un nuevo tipo de lector. De estos temas Clarín dialogó con el historiador francés Roger Chartier. El hombre ha soñado con la idea de hacer una biblioteca universal, que tenga todos los libros y manuscritos que existen ¿Con la era electrónica es posible pensar en esta utopía? Hay dos problemáticas. Por un lado el tema de la biblioteca universal, donde el hombre ha tenido la angustia, quizás desde la Edad
Media, de la pérdida, esa idea que si faltasen algunos textos o libros, sería una herida para el progreso del conocimiento. De ahí se explica por qué se han buscado los manuscritos antiguos, por qué se han multiplicado los libros impresos, por qué se han creado clases de libros, catálogos, que tienen contenidos de las bibliotecas, nombres de títulos y autores. También se explica la construcción de bibliotecas que intentaban ser universales, portadoras de todo el conocimiento mundial. Ahora podemos pensar que esa angustia se ha trasladado a nuestros días y se piensa en la biblioteca electrónica, en la digitalización de libros y documentos, ante el temor de perderlos. Que haya una biblioteca universal de este
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tipo es una realidad posible, porque si se piensa que todos los libros que fueron publicados en forma impresa o todos los textos que existen en forma manuscrita pueden convertirse en textos electrónicos, no hay razón para pensar que puede haber límites. ¿Junto a este deseo de compilar todo, convive el miedo al exceso? Es inquietante el tener en exceso, pero también es útil. Pienso en la obra de Borges Funes el memorioso donde la memoria aparece como paradisíaca para el pensamiento y a su vez un obstáculo para el saber. El gran desafío de la biblioteca universal digital es cumplir el deseo
de la universalidad y a su vez convivir con la angustia del exceso. Hace algunos años escribió un artículo que generó algunas polémicas: “La muerte o transfiguración del lector”. Usted plantea una nueva concepción del lector a partir de la aparición del libro electrónico. ¿Qué es lo más importante de esta concepción? Es una problemática que comienza en el libro famoso de Marshall McLuhan La galaxia de Gutemberg donde decía que las imágenes iban a matar al texto impreso. También este tema lo encontramos en la sociología de la lectura, con el descenso de las prácticas de lectura, en especial dentro de los lectores más jóvenes.
También es un problema tradicional planteado por los editores de libros que se quejan de la dificultad cada vez más grande para asegurar la difusión de los libros que publican. Ante esta nueva visión ¿qué cambios aparecen en el lector? Se puede empezar tomando esta idea según la cual las pantallas del presente no son pantallas de imágenes contra los textos, sino que son pantallas que conllevan la multiplicidad de ellos en una forma diferente, que no es más la del libro impreso y que pone al lector ante una nueva situación. Tal vez la más importante radica en la discontinuidad de la lectura frente a la pantalla
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y también la construcción sobre el monitor de la computadora de conjuntos textuales que son siempre personales, porque es el lector quien decide cómo se verá el texto, con qué tipografías y tamaño lo leerá. Además esto es muy efímero porque van a desaparecer una vez que el lector cambia su página o documento o lo cierra. Usted ha dicho que de alguna manera el libro todavía le lleva ventaja a la cultura cibernética. ¿Por qué?
Usted es un especialista en la historia del libro y los lectores. ¿Le parece curioso cuando es entrevistado por teléfono o por e-mail?
Por un lado es claro que hoy en día hay muchas formas de comunicación, que no utilizan más la escritura, como por ejemplo una entrevista telefónica. Por otro la do también hay una nueva forma de inscripción de la escritura que no es más sobre papel, en la forma de libro, revista o diario, sino en una inscripción electrónica sobre una pantalla. Tenemos que pensar el papel de la escritura en un mundo diferente, en que la comunicación oral se desarrolla a través del teléfono, de la radio, la televisión y el cine. Hemos encontrado esta coexistencia entre las formas de comunicación y conocimiento fundadas ahora en las transmisiones orales y escritas.
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Lo que define a un libro es una producción intelectual, estética, práctica. Es un objeto particular que está inmediatamente diferenciado de otros objetos de la cultura escrita, como
cartas, revistas o diarios. Lo que definió al libro fue esta unidad entre un sentido material y el sentido estético o intelectual. La lectura frente a la pantalla es fragmentada, segmentada y fragmentaria ya que todos los textos electrónicos, cualquiera sea su género, se vuelven como bancos de datos donde se extrae fragmentos sin remitir este fragmento a la totalidad de la cual está extraído. A partir de este momento se ve en el funcionamiento de los bancos de datos que la gente extrae información sin preocuparse de esta totalidad de donde vienen.
Origen de los textos ยง
Origen de los textos | 59 1. Del códice a la pantalla: trayectorias de lo escrito Revista Quimera #150, Septiembre de 1996. Tomado de: http://www.javeriana.edu.co/Facultades/C_ Sociales/Facultad/sociales_virtual/publicaciones/ relatodigital/r_digital/bibliografia/virtual/chartiercompleto.html 2. ¿Muerte o transfiguración del lector? Ponencia presentada en el 26° Congreso de la Unión Internacional de Editores (Buenos Aires, 1 al 4 de mayo de 2000). Traducción del francés al español, realizada por Claudia Möller. Tomado de: http://bib.cervantesvirtual.com/historia/CarlosV/ recurso1.shtml
3. El gran optimista Revista Justa, lectura y conversación. Tomado de: http://www.justa.com.mx/?p=29513 4. La utopía de la biblioteca universal es posible Diario El Clarín, 12 de abril de 2008. Tomado de: http://edant.clarin.com/diario/2008/04/12/ sociedad/s-05801.htm
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5. El significado de la Enciclopedia Le Monde, 14 de enero de 2010. Tomado de: http://clionauta.wordpress.com/2010/01/22/ roger-chartier-el-significado-de-la-enciclopedia/
§ Este libro se terminó de editar el viernes 14 de junio de 2019, en la ciudad de León, Guanajuato. México.