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LA ERA DEL POPULISMO PEDANTE QUE VENDE GOMINOLAS COMO SI FUESE CAVIAR ARTICULO DE “EL MUNDO” HECTOR GARCIA BARNES UDD 24 SORIANO FALL TERM 2022-2023 P6-7-8 + MHAB 5 TEXTO 2166 POST-CARBONTIMELINES MA-BATRANSVERSAL WORKSHOP ETSAM-UPM + ILOILO SATU

La cultura popular presume de haberse sacudido todos sus complejos al mismo tiempo que exhibe más sus complejos que nunca. La última muestra, el nuevo disco de Rosalía: “La experimentación no deviene una pretensión relegada a la anécdota en ‘MOTOMAMI’, sino que se ancla férreamente a su núcleo”.

“Ha hecho zoom-Kawasaki al siglo XXI, recordándonos que tiene 28 años en 2022, una prolífica habitante de TikTok cuyo interés en tropos familiares (coches rápidos, presumir, ‘sa mierda’) no es su interés en el flamenco, ni se separa de él”. “Un esfuerzo singular incluso dentro de su brillante producción, es un disco tremendo, una explosión de energía y un destello pan-género que combina una pasmosa curación con una figura central magnética”.

Esos son tres extractos de tres críticas diferentes de ‘Motomami’, el último disco de Rosalía. Las dos últimas, de dos medios extranjeros, Pitchfork y Clash Music (aviso por lo que se haya podido perder en la traducción). La primera proviene de un hilo de Twitter que en este momento ronda los 1.900 retuits y más de 10.000 favoritos, quizá el más popular sobre el disco. Este es, sin embargo, el que creo que es el verso clave del último disco de la cantante: “Pa’ ti na’ ki, Chicken Teriyaki”. Esta retórica inflada busca por todos los medios dar prestigio al ‘mainstream’.

Para entender el rol que la cultura juega hoy en nuestras vidas resultan más interesantes las críticas de ‘MOTOMAMI’ que ‘MOTOMAMI’. Como ocurre con la mayor parte de los productos culturales de masas que consumimos hoy para no quedarnos fuera de juego, desde las películas de la macrofactoría Disney hasta el pop urbano global pasando por la ficción televisiva, los discursos que se construyen alrededor de ellos nos dicen en qué momento nos encontramos culturalmente: cómo hemos derribado a

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unos dioses para colocar otros.

Me gusta denominarlo populismo pedante. Poco a poco, somos cada vez más los que tenemos la sensación de que la cultura popular presume de haberse sacudido todos sus complejos al mismo tiempo que exhibe más sus complejos que nunca. Planteaba esta semana algo parecido Miquel Otero en un fantástico artículo en ‘El Periódico’ y lo intenté contar en su día cuando recordaba que hace no tanto la crítica no necesitaba defender el reguetón porque a los fans del reguetón les daba igual lo que la crítica dijese. Hoy, el reguetón es hegemónico, pero se queja de que la crítica (¿qué crítica? Si ya no existe) lo desprecie.

No estoy libre de culpa: hoy, todo el que se enfrente a la crítica cultural incurrirá tarde o temprano en el populismo pedante, porque es el marco en el que vivimos. Una retórica inflada y hueca que sirve de coartada para que los productos culturales más populares, esos que están en todas partes, no solo se lo lleven todo, sino que además, disfruten de un prestigio meritocrático que justifique su hegemonía. Si es conocido, es bueno. Si no, algo habrá hecho.

¿Qué es el populismo pedante? Quizá podríamos describirlo como defender lo popular sin el pueblo. El populismo pedante parte de dos ideas en aparente contradicción que en realidad son complementarias. Por un lado, la de que todos los productos culturales son igual de válidos. Por otro, que estas obras “populares” tienen tal profundidad que solo unas pocas personas poseen las herramientas intelectuales necesarias para acceder a su verdadera esencia y que ellos, los sofistas de nuestra era, nos enseñarán su significado.

El populismo pedante te recuerda que no hay cultura buena o mala. Lo importante es que te guste a ti, porque lo que convierte en relevante a un producto cultural es que te puedas identificar con él. Por lo tanto, no hay mala cultura porque no hay malas personas. El populismo pedante no cree en la crítica, pero se dedica a la crítica.

El populismo pedante te recuerda que lo importante de la cultura es lo que te haga sentir. No hay que preguntarse por sus cualidades intrínsecas, por el esfuerzo o la maestría de sus creadores, por lo que hayan querido decir, sino por lo que tú pienses o sientas sobre ella. Desprecia los análisis técnicos o eruditos, pero adora la ver-

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borrea. Añade, además, que no deberías dejar que nadie te diga que lo que escuchas o lees es bueno o malo. Para eso ya está el populismo pedante, para que cualquier basura parezca oro.

El populismo pedante utiliza como criterio los valores morales que promueve una obra.

El populismo pedante recuerda que todo criterio estético es subjetivo, y como tal, arbitrario. Como se desconfía de los análisis formales, salvo para calzar el término “experimental” a todo aquello que se salga del canon más obvio, el populismo pedante utiliza como criterio los valores morales que promueve un disco, película o narración. Si encajan con la visión consensuada de lo que es bueno, será bello. Si presenta a un personaje imitando a un oriental, como ha ocurrido con ‘Licorice Pizza’, será mala (perdón: problemática), aunque en realidad Paul Thomas Anderson ridiculice a dicho personaje.

El populismo pedante entiende que toda obra cultural es una expresión literal de las opiniones y emociones su autor, y como tal, ha de observar rigurosos principios morales. No hay división entre lo que se cuenta y quien lo cuenta. Por eso, Rosalía no puede cantar “puta” en una canción, porque es una traición a todos los principios del feminismo. Pero creo que en realidad Johnny Cash no mató a un hombre en Reno para verle morir.

El populismo pedante defiende que no hay jerarquías entre la buena cultura y la mala cultura, que ya es hora que se reivindiquen los placeres culpables y se olvide el concepto de música o cine “bueno”. Sin embargo, el populismo pedante desconfía de lo desconocido y utiliza la popularidad de un producto cultural como argumento para demostrar su importancia.

El populismo pedante cuenta todo lo anterior con palabras muy elevadas para la cultura popular y términos banales como “rayada” o “frikada” para la cultura minoritaria.

El populismo pedante no intenta acercar la cultura al pueblo (intentando que las clases bajas que quizá no tenían acceso a determinadas propuestas pudiesen conocerlas, entenderlas, apreciarlas y disfrutarlas), sino todo lo contrario: utiliza la cultura popular para distinguirse del resto y considera que si bien las clases altas pueden disfrutar de toda la cultura, las bajas están obligadas a escuchar solo lo que les corresponde por su clase social.

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El populismo pedante sugiere que todas las opiniones valen lo mismo, pero en realidad no es así. El populismo pedante parte de la idea de que toda obra cultural encierra un significado oculto que tan solo unos pocos son capaces de entender y expresar a sus seguidores: el populista pedante es el encargado de guiarnos a través de la oscuridad, de la densa red de significados, referencias y matices que se ocultan en el disco o película de moda. Youtube está lleno de vídeos donde se explica el significado de tal o cual película, que desvelan los mensajes ocultos, “lo que no has visto”. Quítate tú que ya te lo explico yo.

El populismo pedante es elitista, porque en un momento en el cualquiera (todos) podemos meternos en una red social y decir qué nos ha parecido el disco de Rosalía, entiende que su única manera de diferenciarse del ruido es a través de la retórica y la longitud. Ganará quien escriba el texto más largo y el que la diga más gorda.

El populismo pedante describe, no analiza. Hace ya dos décadas que el crítico Diego Manrique dijo de las entonces nuevas generaciones, las de la Rockdelux, que se limitaban a reflejar lo que determinado disco les había hecho sentir, pero no eran capaces de proporcionar contexto histórico o poner en perspectiva el valor de una obra. El populismo pedante hace lo mismo, limitándose a verbalizar lo que resulta evidente. El populismo pedante es el cura en la misa de doce interpretando los Evangelios como mejor le viene.

El populismo pedante es una evolución del lenguaje del marketing, ahora disfrazado de comentario cultural. La hipérbole es su principal figura de estilo y su objetivo, olvidadas ya las viejas pretensiones de introducir alguna clase de perspectiva en ese maremágnum que es la cultura, es realzar sus virtudes con un lenguaje pseudopoético en el que no hay sitio para la disensión. Los autores, editoriales y discográficas, a su vez, se aprovechan de ello introduciendo mensajes y guiños que saben que serán apreciados por los críticos y que anticipan cualquier crítica posible. Está obsesionado por la autenticidad y el prestigio, aunque no lo reconozca.

El populismo pedante va de petardo pero está tan obsesionado por la autenticidad y el prestigio como los viejos rockeros. Recordará ante el primer conato de duda que Rigoberta Bandini se lo curró desde pequeña, o que Chloé Zhao o Taika Waititi hicieron películas “independientes” antes de subirse al carro Marvel. Pero olvida que la industria, especialmente la cinematográfica, está tan bien armada que ya no necesita fabricar sus productos desde cero, sino captar el talento para utilizarlo a su

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gusto y, de paso, poder pegar el sello “de autor” a sus producciones.

Al populismo pedante le encanta lo elevado. Va de popular pero desprecia los géneros: hace unos años se puso de moda la etiqueta “terror elevado” para diferenciarlo de lo que, en teoría, era simplemente “terror” (puaj), como si hubiese que trazar una línea entre lo bueno y lo malo, lo que tiene pretensiones artísticas y lo que no. Los populistas pedantes nunca escucharían un disco de salsa, garage, folk o rumba de género, de igual manera que no leerían una novela policiaca (simplemente policiaca) o verían una película de miedo sin distancia irónica.

El populismo pedante es tautológico: una obra es buena porque es como es. ‘MOTOMAMI’ es maravilloso porque es un testimonio de lo que supone ser una mujer española de 28 años que ha conocido la fama en el siglo XXI. Es bueno porque no podría ser de otra manera. Es decir, ‘MOTOMAMI’ es bueno porque es ‘MOTOMAMI’.

El populismo pedante intenta negar por todos los medios la idea de que ya no se hace música como la de antes defendiendo que nunca se ha hecho tan buena música como ahora, sin darse cuenta de que ambas cosas son las dos caras de la misma moneda y que la pasión desbocada por los ídolos de hoy es la nostalgia de mañana.

El populismo pedante desconfía del pasado y de la tradición pero adora el ‘namedropping’, la enumeración gratuita de nombres. El interés de una obra radica en la cantidad y variedad de referencias que evoca. El eclecticismo es el mayor valor de una obra, aunque este no tenga ninguna función expresiva. Por eso tantas películas o discos son una acumulación de guiños, citas y ‘samples’ estratégicamente colocados: porque es algo que nos encanta a los creadores de contenidos, que así podemos escribir “10 películas que debes ponerte antes de ver ‘Los bingueros’”.

En definitiva, el populismo pedante no cuestiona el estado de las cosas, no se plantea por qué son así, sino que se limita a exponer cómo son. Su objetivo último es vampirizar la cultura para utilizarla como un simbiosis mutua. En realidad la cultura no importa, importa el yo.

El populismo pedante es complaciente. Le gusta todo y se gusta a sí mismo.

El populismo pedante se sirve a sí mismo para servir los intereses de la gran industria, no de los pequeños artistas. En última instancia, el populismo pedante refuerza la ima-

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gen del crítico o el oyente, como el Rolex en la muñeca de su propietario. El populista pedante opina de aquello que le permita obtener caché, situarle en la conversación. Por eso nunca hablará de músicas, libros o películas que nadie conoce, porque no puede arriesgarse a pasar desapercibido. Desprecia a los viejos rockeros adoptando su misma actitud.

El populismo pedante, en realidad, sí cree en las jerarquías, en el gusto, en la buena y la mala cultura, en la autenticidad y en el prestigio. El populismo pedante ha recuperado la puntuación de discos (¡un 86 tiene el de Rosalía en Pitchfork, nada menos!) y se guía por las cifras de Rotten Tomatoes. Cree en todo aquello que rechaza porque en realidad nunca ha creído en sí mismo. El populismo pedante pretende ser el califa en lugar del califa, cambiar una jerarquía por otra, despreciar a los viejos rockeros adoptando una actitud igual o más acrítica hacia las nuevas figuras del pop. El populismo pedante es dar una vuelta de 360 grados para quedarse en el mismo lugar.

‘Make pop great again’

Cuento todo esto ante mi sorpresa de que ‘MOTOMAMI’ haya producido tantas reacciones exacerbadas, tantas expresiones mayestáticas y tan pocos debates con sustancia (uno que me gustó, el de Alberto Torres Blandina en ‘Valenciaplaza’). Se ha abierto una guerra en la que solo caben las exégesis que podrían encajar en el populismo pedante o desprecios: reírse con desprecio de las rimas tontorronas, despachar a Rosalía con cajas destempladas como un producto de marketing y recordar, una vez más, que no hay música como la de antes. Ambos son los dos lados de la misma moneda de la cultura autoafirmativa. Populistas pedantes contra viejos melancólicos, un nuevo capítulo en la guerra entre popistas y rockistas, con la diferencia de que ahora los primeros están arrasando.

Me entristece porque me parece un disco fantástico que plantea grandes preguntas. Un trabajo ideal para reivindicar el lado más hedonista, disfrutón y, sí, popular del pop, valga la redundancia, ese que ya no le gusta ni a los popistas. Como decía, ha tenido que llegar Otero para señalar lo obvio: que ‘te quiero ride como a mi bike’ es como el ‘Tutti Frutti’ de Little Richard con su ‘awopbopaloobopalopbombom’, una mezcla de juegos de palabras infantiles con sobreentendidos sexuales. Sin embargo, si uno lee las reseñas sin escuchar el disco, diría que hoy Rosalía suena como Stockhausen.

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El disco de Rosalía es una gominola, pero los populistas pedantes han pretendido que sea caviar. Lo que han olvidado es que necesitamos más gominolas y que, de hecho, nos sobran los sucedáneos del caviar. Hay un estúpido prejuicio que identifica la inteligencia con lo literario, lo genial con lo pretencioso, lo estimulante con lo importante, que ignora que es más difícil hacer una buena golosina que el enésimo producto de pop “elevado”.

Sin embargo, ha dado igual. Algunos han despreciado el disco por rimar “maki” con “teriyaki”, olvidando que el rock and roll, el rhythm and blues de los 50 y gran parte de la discografía de Bob Dylan (‘Wiggle, wiggle, wiggle like satin and silk / Wiggle, wiggle, wiggle like a pail of milk’) es así: escúchenme a Chuck Berry, anda. La gente ha abrazado tanto el populismo pedante que se siente traicionado si una letra no tiene pretensiones literarias. Una observación: vale más una rima tonta que veinte ripios pretenciosos imitando a Cohen. Los jóvenes comentaristas adoptan cada vez más los peores vicios de la vieja crítica.

Echo de menos la vieja escuela de Nik Cohn y Bob Stanley (o tal vez Kiko Amat en nuestro país), pioneros de una manera desprejuiciada de ver la música que entendía el pop como el lenguaje de losdioses, lejos de la necesidad de jerarquía, de significado y de ambiciones poéticas del así llamado rockismo. Conocedores exquisitos que rechazaban la artificiosidad de la retórica del canon tradicional. A Cohn le daba igual que las canciones de Dion (DiMucci, no Céline) no tuviesen valor artístico mientras nos regalasen “magia sucia”. Los populistas pedantes están obsesionados por meternos por la garganta las elevadas pretensiones intelectuales de los productos de masas.

Hoy esa vieja escuela, que se anteponía a los plastas rockeros que defendían que Queen, Dire Straits o Coldplay sí que eran buena música, ha sido fagocitada por un nuevo elitismo que se parece mucho más a la vieja crítica de lo que querría reconocer. Lo paradójico es que los jóvenes comentaristas culturales adoptan cada vez más los peores viejos de la vieja crítica, hasta el punto de que una y otra resultan indistinguibles, quizá como muestra de que todos terminamos en el mismo sitio: en el hoyo.

Quizá la clave se encuentre en que la cultura ya solo nos importa para reforzar nuestra identidad, para vendernos frente a los demás, para estar presentes, para que se nos escuche, para que nada cambie. Como un Rolex, como un cochazo, pero más asequible. Un árbol que se derrumba en mitad de un bosque no hace ruido porque

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no hay nadie para oírlo y una opinión que nadie escucha porque no se expresa en voz alta tampoco existe. Pero como decía mi amigo y compañero de ‘Ruta 66’ Manolo Borrero, fallecido la semana pasada a los 59 años, “nada más recomendable que la sana costumbre de cuestionarlo todo”.

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