UNIVERSIDAD POLITÉCNICA DE MADRID ESCUELA TÉCNICA SUPERIOR DE ARQUITECTURA
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federico soriano Textos 2019-2020
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Aromas y sensibilidad
Brian Eno. Breathable. Editorial ESAYA, Universidad Europea de Ma-
drid. 2009.
Comencé a pensar en el olor sobre el año 1965. En la escuela de Arte, un amigo y yo hicimos una pequeña colección de aromas evocativos envasados en cerca de cincuenta botellitas. Había goma, naftalina, mezcla de motocicleta, cuir de russe (se usa para hacer que el cuero huela a cuero y no a animal muerto), gasolina, amoniaco, enebro... En 1978, en una parte descuidada e inverosímil de Londres, descubrí una vieja farmacia abarrotada con aceites y nuevos productos Sus maravillosos nombres —styrax, patchouli, franipani, ámbar, mirra, geraniol, opoponax, heliotropo- y sus aromas familiares/extraños atrajeron mi curiosidad, así que compré cerca de un centenar de botellas. Pronto me ví coleccionando las materias primas de la perfumería —en Madrid encontré un local destartalado de un boticario que tenía docenas de frascos misteriosamente etiquetados; en San Francisco descubrí el extraño mundo de Chinatown a través de cinco especias, el jazmín y el gingseng; conocí a una mujer en Ibiza que me dio una diminuta botella que contenía en su interior una única gota de un material absolutamente divino llamado nardo (más tarde llegué a la conclusión de que probablemente se trataba de aceite de nardo extraído de un arbusto que crece entre los 2.000 y los 2.500 metros de altitud en el Himalaya y que lo utilizan las damas Indias pudientes como preludio al acto sexual). Comencé a mezclado todo. Estaba fascinado por la sinergia de las combinaciones, cómo dos olores bastante familiares cuidadosamente combinados podían crear una sensación nueva e irreconocible. El mundo de la perfumería tiene mucho que ver con este proceso de cortejo para con los límites de lo irrecono1
cible, de evocar sensaciones que no tienen nombre, o de mezclar sensaciones que no se corresponden. Algunos materiales son en sí mismos esquizofrénicos (¿o es oximórico?) en tanto en cuanto poseen dos naturalezas bastante contradictorias. El carbonato de metil-octano, por ejemplo, evoca el olor de las violetas y las motocicletas; la colonia Fahrenheit de Dior lo utiliza bastante. La mantequilla Orris, un complejo derivado de las raíces del lirio, es vágamente floral en pequeñas cantidades pero casi obscenamente carnal (como el olor debajo del pecho o entre las nalgas) en cantidades mayores. Civet, de la glándula anal de la civeta africana, es intensamente desagradable en cuanto se reconoce pero increíblemente sexy en dosis subliminales (aparece en el perfume de Guerlain Jicky, probablemente el perfume existente más antiguo, y cuyo mercado ha cambiado a lo largo de sus cerca de cien años de existencia —ahora tiene entre sus seguidores a los gays. Courmarin, el principal ingrediente de Lou Lou de Cacharel, posee el olor característico del verano tardío, de cuyas hierbas y flores se deriva, al mismo tiempo que presenta extraños matices de polvorete, vestidores, habitaciones... No hace falta interesarse mucho por el tema para darse cuenta de que el mundo de los olores no tiene ningún mapa fidedigno, ningún lenguaje único, no posee una estructura metafórica comprensible desde la cual podamos entender y navegar a nuestro antojo. Parece compararse pobremente, por ejemplo, al mundo de la vista. Si queremos pensar en colores, podemos usar palabras como matiz, brillo y saturación. Podemos visualizar un leve verde lechoso en concreto, imaginar por dónde cae en el espectro cromático, ver sus vecinos y los complementarios, y finalmente decir que es “agua de Nilo” o “turquesa pálido” o “jade”. Esto es relativamente preciso numéricamente, en angstroms, por ejemplo, o (si quieres pintar tu casa con ese color) diciendo “ color número esto o aquel del estándar Británico”. De igual modo con la forma: Utilizamos medidas, geometría y, por supuesto, dibujos, para comunicar ese tipo de información. Pero lo mejor que parece que somos capaces de hacer con los olores es evocar comparaciones. Podemos decir que karanal es “como el roce de una piedra de mechero”, que el aldehído C14 es “como látex”. Hasta donde sé ni siquiera existe el comienzo de un sistema útil para distinguir unos de otros. ¿Dónde se encuentra el karanal en relación a la tuberosa? ¿O el sándalo respecto a la salvia?. No me preguntéis. Al igual que otros que jugaron con perfumes, lo encontré de alguna manera insatisfactorio. Quería un sistema, un mapa. Pensé brevemente que sería capaz de hacer uno yo mismo, pero el plan se derrumbó mientras apuntaba las semejanzas entre las fresas y la yema de huevo, entre las fábricas de cerveza y ciertos tipos de ropa de cama hecha con pelo de caballo. Acababa de saber que no tenía suficiente energía para recoger, no ya compaginar, todas esas sensaciones. También me di cuenta de que las sustancias “cilantro” y “vetiver” nunca son lo mismo. El vetiver que compré en Walworth Road en Londres era notablemente distinto del que conseguí en los laboratorios de Quest Internacional, en París, y el cilantro francés que encontré en 1988 era diferente del 2
cilantro francés que compré un año después. Incluso resultó que los nombres no describían algo estable. Así que, todavía perdido, abandoné el proyecto de clasificación (¡qué liberación!) y decidí continuar tropezando placenteramente en el anochecer, frotando trozos de thei o cualquier otra cosa en cualquiera que me prestase una parte de su piel, oliendo para probar los efectos (resultó ser una espléndida manera de conocer gente.. .) Me llevó mucho tiempo darme cuenta de que esta era la manera en que las cosas iban a continuar. Tal y como con cualquier otra cosa, nunca se iba a dar el momento en el que “supiera lo que estaba haciendo” cuando tenía en mente algún tipo de imagen lógica y final del mundo de los olores. El Linnaeus de los olores ni está, ni en lo que a mi respecta, estará. Resulta extraño cómo llegan las ideas, como los pensamientos se consolidan desde los inicios más dispares y diferentes, y cómo a menudo esos comienzos son entendimiento desde la experiencia de que algo no es posible (o de otra manera, es posible pero no interesante). Esta historia tiene mucho de rodeo. Durante mi época de interés en los perfumes, también mantuve interés en otras cosas, incluyendo la música. Cuando hablaba de sonido, acentuaba lo inadecuado de los lenguajes clásicos que los compositores habían usado para describirlo. Decía que la evolución de los instrumentos electrónicos y de los procesos de grabación crearon una situación en la cual todo lo relativo al timbre —la cualidad física del sonido- se abrió hasta convertirse en el principal objetivo de la atención compositiva. Los compositores y productores modernos que trabajaban en estudios de grabación estaban experimentando con el sonido en si mismo y estaban bastante satisfechos de poder utilizar como base para sus experimentos formas asumidas ampliamente como tradicionales (como el “blues”). Me impresionaba que este hecho fuese pasado por alto por los musicólogos clásicos, que insistían en buscar la innovación dónde no la había. Esperaban que cualquier música que mereciese el calificativo de “nuevo” diese un gran paso adelante en armonía, melodía, estructura compositiva; pero se enfrentaban a una música que, en esos términos, apenas había cambiado de siglo. Pasaron por alto, o al menos no le dieron importancia, a que su lenguaje, el lenguaje de la escritura de composición clásica, simplemente no tenía ningún término para describir los sonidos de la guitarra de Jimi Hendrix en “Voodoo Chile” o la producción de Phil Spector en “Da Doo Ron Ron” —que podrían señalarse como las características más interesantes de esos trabajos. La música Rock, seguía diciendo, era una música de timbre y textura, de la experiencia física del sonido, en un modo en el que ninguna otra música lo ha sido o nunca lo será. Negociaba con una paleta sónica potencial infinita, una paleta cuyas graduaciones y combinaciones nunca podrían ser adecuadamente descritas, y cuyos intentos de descripción deberán parapetarse tras las infinitas permutaciones. Así que mientras estaba feliz aceptando y explotando esta condición fluida en la música, me preocupaba encontrarme en el mismo lugar en un ‘vis-á-vis’ con 3
los perfumes. La inconsistencia de estas posturas acabó filtrándose durante una charla con un grupo de hombres de negocios en Bruselas. Mi ponencia se llamaba “El Futuro de la Cultura en Europa”, y en ella intentaba esbozar el derrumbe de la visión clásica de la Cultura y de la historia del arte en favor de una visión más contemporánea. Hasta hace poco, decía, la Cultura ha sido vista como un campo de artefactos y comportamientos humanos que pueden organizarse de alguna manera ideal, asumiendo que, si tan solo nos sentásemos a hablar el tiempo necesario, todos estaríamos de acuerdo en que, digamos, Dante, Shakespeare, Beethoven, Goethe, Wagner y otros pocos grandes nombres serían los auténticos personajes clave de la Cultura, y esos, digamos, diseñadores de cajas de bombones, trovadores populares, tallistas de cincel nervioso, peluqueros, diseñadores de ropa y Little Richard serían personajes relativamente marginales. La historia de la historia del arte es realmente la historia de gente intentando reivindicar una forma de ortodoxia sobre otra, declarando que la línea que trazan en el campo de sucesos al que nos referimos como Cultura tiene una especial validez y la proximidad a esa línea es una medida de originalidad, profundidad, longevidad: resumiendo, de valor. Por numerosas razones esta idea de un valor dado intrínseco se vuelve cada vez menos defendible. Ahora no se escriben libros llamados “La Historia de la Pintura” (como si sólo hubiera una), y solo una menguante banda de fundamentalistas (cerca de 5.900 millones en el último recuento) cree todavía en “la Verdadera Naturaleza” de lo que sea. Nos acomodamos cada vez más con la idea de que hay todo tipo de posibles maneras de describir y organizar los fenómenos, que existen lenguajes descriptivos que no son traducibles, que no hay una base absoluta sobre la que decidir entre un lenguaje u otro, y de que en cualquier caso, “el mismo conjunto de fenómenos” es un campo cambiante de energías al que elegimos darle un mismo nombre hasta que se vuelve lo suficientemente confuso como para tener que encontrar otro. Así que, como debemos aceptar que “cilantro” es un nombre para un espacio confuso y no muy claramente definido dentro del todo de nuestra experiencia olfativa, empezamos a pensar del mismo modo en otras palabras: Las Grandes Ideas (Libertad, Verdad, Belleza, Amor, Realidad, Arte, Dios, América, Socialismo) comienzan a perder su letra mayúscula, cesan en su estado de valor absoluto y confiable, y se convierten en nombres para espacios en nuestras psiques. Nos encontraremos a nosotros mismos volviéndolos a examinar frecuentemente o incluso reconstruyéndolos por completo. Somos, resumiendo, crecientemente descentrados, desarraigados, perdidos, viviendo el día a día, ocupados en un continuo intento por cohesionar un conjunto de valores creíble, o al menos trabajable, y dispuestos a despojarnos de él y desarrollar otro en cuanto la situación lo demande. Y me encanta: me encanta vernos convertidos en diletantes mezcladores de perfumes, apuntando con dedos inquisitivos a través de una enorme biblioteca de ingredientes y viendo qué combinaciones tienen sentido, adquiriendo experiencia —la posibilidad de mejores suposiciones- sin certeza. 4
Quizá nuestra sensación ante esto, la sensación de pertenecer a un mundo sustentado por redes efímeras de confianza (tales como las filosofías o la bolsa) en vez de certidumbres permanentes, nos predispone a abrazar los placeres de nuestros sentidos más primitivos y alingüísticos. Permanecer perplejos no nos asusta como solía hacerlo. Y el punto para mí no está en esperar que la perfumería tome su lugar en algún orden del mundo agradable, confiable y racional, sino en esperar que todo se vuelva como los perfumes.
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