UNIVERSIDAD POLITÉCNICA DE MADRID ESCUELA TÉCNICA SUPERIOR DE ARQUITECTURA
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Guerra y violencia
federico soriano Textos 2019-2020
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Michel Serres. Le contrat naturel. Éditions François Bourin. París,
1990.
En lo sucesivo llamaré guerras subjetivas a aquellas nucleares o clásicas, a las que se entregan las naciones o los Estados, con vistas a un dominio temporal -para nosotros dudoso desde el momento en que constatamos que los vencidos de la última, y por esta razón desarmados, dominan en la actualidad el universo-, y violencia objetiva a aquella que opone todos los enemigos, inconscientemente asociados, a ese mundo objetivo que una asombrosa metáfora denomina el teatro de las hostilidades: escena que reduce lo real a una representación en la que el debate destaca sobre un fondo de cartón piedra que, a voluntad, se puede presentar o desmontar. Para las guerras subjetivas, las cosas en sí mismas no existen. Y como usualmente se dice de esos enfrentamientos que son el motor de la historia, conviene recordar de nuevo que a la cultura le horroriza el mundo. Pues bien, si la guerra, o el conflicto armado, consciente, voluntaria y formalmente declarada, sigue siendo una relación de derecho, la violencia objetiva entra en vías de hecho sin contrato previo. De ahí el nuevo cuadrado, cuyo esquema continúa aquel que trazó la precedente situación de diálogo: en dos vértices opuestos se sitúan los rivales del momento, librando su batalla a lo largo de una diagonal. Nosotros sólo los vemos a ellos: desde el alba de la historia, crean todos los espectáculos, ruido, furor, argumentos apasionantes y trágicas desapariciones, garantizan todas las representaciones y sostienen los diálogos. He aquí el teatro de la dialéctica, lógica de 1
las apariencias, que tiene el rigor de la primera y la visibilidad de las segundas. Pero, invisible, tácito, reducido al decorado, en un tercer vértice del mismo cuadrado, está el mundo mundial, enemigo objetivo común de la alianza de derecho de los rivales de hecho. Juntos y a lo largo de la otra diagonal, transversa con relación a la primera, pesan con todo su peso sobre los objetos, que soportan los efectos de sus acciones. Toda batalla o guerra acaba por luchar contra las cosas o más bien por violentarlas. Y, como era de esperar, el nuevo adversario puede ganar o perder. En los tiempos de la Ilíada y de Goya, el mundo no se consideraba frágil: al contrario, amenazante, triunfaba fácilmente sobre los hombres, sobre los que ganan las batallas y sobre las guerras mismas. La arena movediza absorbe al mismo tiempo a los dos combatientes; el río amenaza con engullir a Aquiles - ¿vencedor? - después de haber arrastrado los cadáveres de los vencidos. El cambio global que se vislumbra en la actualidad no sólo introduce la historia en el mundo, sino que transforma también el poder de este último en precariedad, en una infinita fragilidad. Victoriosa antaño, ahora la Tierra es víctima. ¿Qué pintor representará los desiertos vitrificados por nuestros juegos de estrategia? ¿Qué lúcido poeta se lamentará de la innoble aurora de ensangrentados dedos? Pero se muere de hambre en los desiertos como de asfixia en las viscosas arenas movedizas o ahogado por los ríos desbordados. Vencido, el mundo acaba venciéndonos. Su debilidad fuerza a la fuerza a extenuarse, por lo tanto, fuerza a la nuestra a suavizarse. El acuerdo de los enemigos para iniciar la guerra sin previo acuerdo, violenta a las cosas mismas que, como contrapartida, pueden violentar su acuerdo. El nuevo cuadrado que permite ver los dos rivales en vértices opuestos restituye la presencia, en las otras dos esquinas, de actores invisibles y terribles: el mundo mundial de las cosas, la Tierra, el mundo mundial de nuestros contratos, el derecho. El ardor y la disputa de nuestras espectaculares contiendas los ocultan. Mejor aún: consideremos más bien la diagonal de las guerras subjetivas como la huella, en el plano del cuadrado, de un círculo que gira. Tan innumerables como las olas del mar, diversas como monótonas, inevitables como ellas, estas guerras constituían, se decía, el motor de la historia, de hecho su eterno retorno: nada nuevo bajo el sol que Josué detuvo para que la batalla se ensañe. Idénticas en su estructura y su dinámica siempre cambiantes, crecen en extensión, amplitud, medios, resultados. El movimiento se acelera, pero en un ciclo infinito. El cuadrado gira, de pie sobre uno de sus vértices: movimiento de rotación tan rápido que la diagonal de los rivales, espectacularmente visible, parece inmovilizarse, horizontal, invariante a las variaciones de la historia. La otra diagonal, en cruz con relación a la primera, deviene el eje de rotación del giroscopio así concebido, tanto más inmóvil cuanto más rápido gira el conjunto: única violencia objetiva, orientada de forma cada vez más estable, en la dirección del mundo; el 2
eje se apoya y pesa sobre él. Cuanto más ganan en medios los combates de la primera especie, más se unifica y se estabiliza el furor de la segunda. Se trata claramente de un límite: cierta historia acaba cuando la eficiencia, trágica en un nuevo sentido e involuntaria, de la violencia objetiva sustituye a la inútil vanidad de las guerras subjetivas, incrementando sus armas y multiplicando sus estragos por una decisión, querida y buscada, de victoria, que hay que reanudar a intervalos cada vez más cortos, hasta tal punto la duración de los imperios disminuye. La dialéctica se reduce al retorno eterno y el eterno retorno de las guerras nos conduce al mundo. Lo que desde hace varios siglos llamamos historia alcanza ese punto de acumulación, esa frontera, ese cambio global.
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