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Editorial Los cuentos del humor

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l humor es uno de los ingredientes que no debería faltar en una buena narración. Aunque, claro, no todos los relatos son para reír o para gastarse una broma, una ironía, un sentido laxo de la realidad (“ante el obstinado embate del pájaro / contra el cielo falso de la vidriera // no cabe / ironía”, dice en un poema José Manuel Arango).

Aunque toda tragedia, qué se hace, guarde algo de cómico (“Qué risa, todos lloraban”, dice también Cortázar). También es cierto que el buen humor es algo digno de verse... por escaso. Y en literatura más, si se quiere. Hay cuentos que, queriendo ser humorísticos, no pasan de ser un chascarri2017 | Diciembre


llo. ¿O cuántas veces quiere pasar por ser un relato literario la anécdota que, en cuatro páginas, por ejemplo, no es más que la disculpa para “echar un chiste”? ¿O para hacer un juego de palabras, un calambur, un final predecible o, simplemente, una sorpresa fácil disfrazada de humor?

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Más vale, entonces, echar mano de autores como Miguel de Cervantes, Mark Twain, Augusto Monterroso, G. Ch. Lichtenberg, Óscar Wilde, Ambrose Bierce, Juan José Arreola, Francisco de Quevedo, Tomás Carrasquilla o Luis Tejada, por ejemplo, que en cuentos, novelas, crónicas y aforismos nos hacen reír de verdad. A veces a carcajadas, a veces con la silenciosa sonrisa que provocan la ironía y el humor fino (filudo, será mejor decir). Como este aforismo de Twain: “A mi edad, cuando me presentan a alguien, no me importa si es blanco, negro, católico, musulmán, judío, capitalista, comunista... me basta y me sobra con que sea un ser humano. Peor cosa no podría ser”. Puro sarcasmo que no se detiene en responsabilidades morales, ni nada que se le parezca. En la presente Agenda Cultural van unos cuentos humorísticos en los cuales —no creemos equivocarnos— prevalece ese sentido vital para la vida (la risa), sin el cual es imposible sobrellevar la penosa existencia, la sucia realidad. Al fin y al cabo esta es la edición de diciembre cuando, por alguna extraña razón, hay que estar alegres. Es lo que manda la tradición. O por lo menos la nuestra. Aunque el humor no significa, necesariamente, alegría explosiva y jolgorio, y sí (como en la cita de Twain) el lado inverso del lado acostumbrado de las cosas, la paradoja, el contrasentido. El humor es el costado más inteligente de la vida, que es, al mismo tiempo, el costado más oculto.

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Los que el lector tiene ante sus ojos son siete relatos cortos pertenecientes a siete magníficos autores que nos hacen reír sin ponernos ninguna trampa. O sí, pero son trampas de verdad (otra vez: las verdades de las mentiras). Porque sus historias y los personajes mismos son graciosos, están en situaciones de verdad humorísticas y son personajes de carne y hueso, creíbles. Nos reímos con ellos no tanto porque la risa, en estos relatos, sea un dictado, sino porque cualquiera de estos personajes puede ser uno de nosotros. O sea que el lector termina riéndose de sí mismo, como debe ser. Como es de verdad el humor. Arkady Avérchenko, Max Aub, Mark Twain, Edgar Allan Poe, Antonio García Ángel, Saki (quien en realidad se llamaba Hector Hugh Munro) y Dorothy Parker son los siete autores cuyo factor común es solo el de escribir bien y hacerlo en el sentido distorsionado de la realidad, con las ganas comunes de no darle la razón al derecho de las cosas, a la aburrida lógica de lo común y corriente. Como lo hace Lewis Carroll en la maravillosa Alicia en el país de las maravillas, uno de los mejores paradigmas del absurdo mundo vuelto del revés. Por eso encantó tanto a las niñas amigas de Carroll a quienes él contó la historia originalmente. Son ellos, los niños, quienes de verdad saben dónde está el orden aburrido y bondadoso de las cosas, y dónde el enigmático y apasionante desorden de los sentimientos y del mundo vuelto patas arriba. Tal como ocurre en varios de estos relatos. Con este puñado de cuentos humorísticos, la Agenda Cultural quiere darles las gracias a sus lectores que han hecho de esta una entrañable publicación universitaria, y desearles, naturalmente, una feliz navidad y un próspero año 2018. Luis Germán Sierra J.


Un problema Arkady Avérchenko

El profesor de matemática les dictó a los exa-

minados un problema: consultó su reloj, y dijo que daba veinte minutos para resolverlo. Uno de los examinados, Simen Pantalikin, se limpió en el pelo los dedos manchados de tinta y murmuró: —¡Estoy perdido!

A Simen Pantalikin, fantaseador por temperamento, le gustaba dramatizar los sucesos más triviales. Si algún muchacho, un poco más fuerte que él, le enseñaba los puños, Simen Pantalikin palidecía intensamente y, como si la muerte se cerniera ya sobre su cabeza, murmuraba, trémulos los labios: —¡Estoy perdido! Si el profesor le ponía una mala nota por no saberse la lección, murmuraba, la muerte en el alma: —¡Estoy perdido! En todos esos momentos trágicos de su vida infantil, el mayor peligro que le amenazaba se reducía a un par de bofetadas. Pero a él le placía imaginarse situaciones terribles, y la frase “¡Estoy perdido!” sonaba bien en sus oídos como una exclamación heroica. La frase la había leído en una novela de Mayne Reid, cuyo protagonista la pronunciaba en circunstancias verdaderamente poco envidiables: habiéndose subido a un árbol para salvarse de la inundación y de un ataque de los pieles rojas, veía, de pronto, en el mismo árbol, un tigre dispuesto a acometerle; y por si esto no era bastante, rodeaban el tronco innumerables cocodrilos y

un rayo que incendiaba las ramas. En tal estado de cosas, tenía cierta justificación que el protagonista gritase “¡Estoy perdido!”. Simen Pantalikin necesitaba resolver uno de los más difíciles problemas que se le han propuesto a un ser humano. Y solo disponía, para resolverlo, de algunos minutos. La situación, en verdad, era desesperada. He aquí el problema: “Dos campesinos han salido de la localidad A en dirección a la localidad B. El primero anda 4 kilómetros por hora, y el segundo, 5. El primero ha salido un cuarto de hora después que el segundo. La distancia entre la localidad A y la localidad B es igual al número de rublos que se ganarían vendiendo, a razón de 250 rublos, 10 toneles de vino, que han costado tantos rublos como días suman los siete primeros meses del año 1888. El primer campesino ha salido a las cinco y cuarenta y siete minutos de la mañana. ¿A qué hora llegará a la localidad B y cuánto tiempo después que el segundo?”.

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Releído el problema, Simen Pantalikin murmuró: —¡Estoy perdido! ¡Un problema así en veinte minutos! Invirtió tres en sacarle punta al lápiz y dos en doblar la hoja de papel donde debían brillar sus facultades matemáticas. Luego adoptó la actitud grave de un sabio alemán entregado a una investigación científica. El problema era demasiado abstracto para él, que gustaba de imágenes concretas. Empezó

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por preguntarse: “¿Qué es esto de los campesinos primero y segundo?”. Esta nomenclatura seca no le decía nada a su corazón ni a su fantasía. ¿No se podía haberles dado nombres humanos? Llamarles, verbigracia, Juan y Basilio acaso fuera demasiado prosaico; pero ¿por qué no bautizarles con nombres novelescos, como Guillermo y Rodolfo?

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En cuanto el escolar les puso nombres a los dos campesinos, ambos se convirtieron, para él, en seres reales, de carne y hueso. Se imaginó la faz de Guillermo curtida por el sol, su sombrero de paja de ala ancha y caída, su aculatada pipa. Rodolfo era un hombre muy robusto, de anchos hombros de cíclope, de rostro enérgico, y llevaba un chaquetón de piel de nutria. Uno y otro marchaban camino adelante, bajo los ardientes rayos del astro rey. Pantalikin se dijo: “¿Se conocen esos dos bravos caminantes? Deben conocerse, puesto que figuran en el mismo problema. Pero, si se conocen, ¿por qué no viajan juntos? Eso sería mucho más interesante. El que Rodolfo ande por hora un kilómetro más que Guillermo no es razón para que viajen separados, siendo buenos amigos: Rodolfo podía acortar un poco el paso y Guillermo alargarlo. Con buena voluntad puede arreglarse todo. Viajando juntos se defenderían mejor, en caso de un ataque brusco de los bandidos o las fieras”. Segunda duda: ¿llevarían escopetas? Tras una corta vacilación, Pantalikin contestó a esta pregunta de un modo afirmativo. ¡Claro que llevarían escopetas! No se emprende un viaje así sin armas. Siempre es de temer, en los caminos, una agresión de los bandoleros o de las tribus salvajes. Hasta en la localidad B serían numerosos los peligros. En esas ciudades pululan aventureros de toda calaña. ¡La localidad B! ¡La localidad A!... También esta nomenclatura le pareció absurda al escolar. Todo lugar donde viven, luchan y sufren los humanos tiene su nombre, y nunca se le

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designa por frías e incoloras letras. ¡Eso solo podía ocurrírsele a un monstruo como el profesor de matemáticas, en cuyo cerebro diríase que había aserrín en lugar de sesos! ¿Por qué no bautizar aquellas ciudades con los nombres de Melbourne y Bombela? En cuanto la localidad A recibió el nombre de Melbourne y la localidad B fue elevada a la categoría de capital de Australia, se trocaron, para el escolar, en dos ciudades reales, efectivas, visibles. Sobre todo la localidad B, que se llenó de casas de una arquitectura exótica, de chimeneas humeantes, de gente que iba y venía presurosa por calles y plazas, de vaqueros y mexicanos agricultores, jinetes en sendos trotones. Tal era la ciudad adonde se dirigían Guillermo y Rodolfo. Pero, ¿cuál era el objeto del viaje? El problema no lo decía. No se emprende un viaje tan fatigoso, en un día calurosísimo, exponiéndose a numerosos peligros, sin un motivo serio. Guillermo y Rodolfo eran demasiado prudentes para arrostrar los ataques probables de los pieles rojas, los bandoleros y las fieras por mero capricho. Y no se va tampoco por mero capricho a una ciudad como Dakota, nido de bandidos, aventureros, jugadores, borrachos y asesinos. Otra cosa extraña, inexplicable, era que Guillermo y Rodolfo fueran a pie, teniendo uno y otro en sus cuadras magníficos caballos, que se pagarían en Europa a peso de oro. En aquel viaje se encerraba un misterio. ¿Querían encontrar las huellas de una banda de bandidos que había atacado días antes a unos pacíficos vaqueros? Quizá los bandidos les hubieran cortado las patas a los caballos para que Guillermo y Rodolfo no pudieran alcanzarles. Por otra parte, el que Rodolfo se hubiera puesto en camino un cuarto de hora antes que Guillermo era muy significativo. Acaso el honrado colono desconfiase de Guillermo. El honrado colono poseía la llave de la caja donde



estaban guardados los célebres diamantes de Rinoceronte Rojo, y Guillermo era muy capaz de haber proyectado robársela... Los minutos iban pasando, y Simen Pantalikin soñaba, soñaba tratando de desentrañar el sentido oculto del problema, apoyaba la cabeza, llena de fantasías exóticas, en la manecita manchada de tinta. Y he aquí en lo que se convirtió, a la postre, el problema seco, sin alma, que les había dictado a los examinados aquel pobre profesor de matemáticas, completamente desprovisto de imaginación:

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El sol no doraba aún las copas de gigantescos baobabs, los pájaros de las regiones tropicales dormían aun en sus nidos, los cisnes negros no habían salido todavía de entre enormes bambúes australianos, cuando Guillermo Bloker, el célebre bandido, terror de toda la comarca, se puso en camino. De cuando en cuando se detenía breves instantes y hundía en las sombras de la espesura su mirada escrutadora. Solo podía andar cuatro kilómetros por hora, porque, la noche antes, un enemigo misterioso, oculto tras el tronco de una enorme magnolia, le había atravesado una pierna de un balazo. —¡Vive Dios! —Balbuceó el bandido—. ¡Juro por la piel del elefante sagrado de nuestros bosques que si encuentro al canalla que le ha cortado las patas a mi caballo...! Sus dientes rechinaron y su diestra apretó, furiosa, el mango del puñal. Rodolfo Couters, que se había dormido acechando, entre los árboles, su paso, se despertó de pronto, cuando ya el bandido se hallaba a un kilómetro de distancia, y vio en la arena del camino las huellas de sus pisadas. Clavando en ellas una mirada severa, murmuró: —Te alcanzaré, infame, te alcanzaré. Yo no estoy cojo; mis cinco kilómetros por hora no hay quien me los quite. Y echó a andar, encogido como una fiera que va a saltar sobre su víctima, en pos del bandolero.

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Bloker, al oír pasos a su espalda, se subió, rápido como un cuadrúmano, a lo alto de un eucalipto gigantesco y oteó, apercibida la escopeta. El honrado colono, que no le había visto, siguió avanzando. Sonó un tiro. Rodolfo cayó boca arriba, mortalmente herido en el cráneo. Guillermo lanzó una carcajada diabólica. —Bueno; los veinte minutos han pasado.

Estas palabras del profesor de matemática retumbaron como un trueno en los oídos de Simen Pantalikin. —¿Han acabado ustedes, señores? —añadió el profesor—. Simen Pantalikin, ¿a qué hora llegó cada uno de los campesinos a la localidad B? El pobre escolar sintió vehemente un deseo de decir que solo había llegado uno, porque el otro se había quedado en el camino, durmiendo el sueño eterno, a la sombra de un eucalipto; pero no lo dijo. El profesor hubiera pensado que se había vuelto loco, y los demás examinados se hubieran reído de él. —No he resuelto el problema... No he tenido tiempo —balbuceó el discípulo de Mayne Reid. —Con que no ha tenido usted tiempo, ¿eh?... ¡Muy bien caballerito! Repetirá usted el curso de aritmética y álgebra. —¡Estoy perdido! —murmuró Simen Pantalikin—. Mi padre me dará una tunda en vez de la escopeta que me ha prometido. ¡Malditas matemáticas! Arkady Timofeevich Avérchenko (Sebastopol, 1881 – Praga, 1925). Escritor y editor ampliamente reconocido por sus relatos humorísticos y por sus sátiras. Algunos de sus libros más conocidos son: Memorias de un simple y los niños, El abogado, El profesional, Experto en el corazón de una mujer y la antología Cuentos.


Hablaba y hablaba Max Aub

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ablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba. Y venga hablar. Yo soy una mujer de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y hablar. Estuviera yo donde estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba. ¿Despedirla por eso? Hubiera tenido que pagarle sus tres meses. Además, hubiese sido muy capaz de echarme mal de ojo. Hasta en el baño: que si esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para que se callara. No murió de eso, sino de no hablar: se le reventaron las palabras por dentro. Max Aub. (París, 1903 – Ciudad de México, 1972). Prolífico narrador, ensayista y crítico. Autor, entre otras obras de relatos, ensayos, correspondencia y autobiografías, de la serie de novelas sobre la Guerra Civil Española titulada El laberinto mágico y conformada por Campo cerrado, Campo de sangre, Campo abierto, Campo del moro, Campo francés y Campo de los almendros.

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El cuento del niño malo Mark Twain

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abía una vez un niño malo cuyo nombre era Jim. Si uno es observador advertirá que en los libros de cuentos ejemplares que se leen en clase de religión los niños malos casi siempre se llaman James. Era extraño que este se llamara Jim, pero qué le vamos a hacer si así era. Otra cosa peculiar era que su madre no estuviese enferma, que no tuviese una madre piadosa y tísica que habría preferido yacer en su tumba y descansar por fin, de no ser por el gran amor que le profesaba a su hijo, y por el temor de que, una vez se hubiese marchado, el mundo sería duro y frío con él.

La mayor parte de los niños malos de los libros de religión se llaman James, y tienen la mamá enferma, y les enseñan a rezar antes de acostarse, y los arrullan con su voz dulce y lastimera para que se duerman; luego les dan el beso de las buenas noches y se arrodillan al pie de la cabecera a sollozar. Pero en el caso de este muchacho, las cosas eran diferentes: se llamaba Jim y su mamá no estaba enferma ni tenía tuberculosis ni nada por el estilo. Al contrario, la mujer era fuerte y muy poco religiosa; es más, no se preocupaba por Jim. Decía que si se partía la nuca no se perdería 2017 | Diciembre


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gran cosa. Solo conseguía acostarlo a punta de bofetadas y jamás le daba el beso de las buenas noches; antes bien, al salir de su alcoba le halaba las orejas.

cortos, y de mujeres con vestidos que tienen la cintura debajo de los brazos y que no se ponen aros en el miriñaque. Nada parecido a lo que sucede en los libros de las clases de religión.

Este niño malo se robó una vez las llaves de la despensa, se metió a hurtadillas en ella, se comió la mermelada y llenó el frasco de brea para que su madre no se diera cuenta de lo que había hecho; pero, acto seguido... no se sintió mal ni oyó una vocecilla susurrarle al oído: “¿Te parece bien hacerle eso a tu madre? ¿No es acaso pecado? ¿Adónde van los niños malos que se engullen la mermelada de su santa madre?”, ni tampoco, ahí solito, se hincó de rodillas y prometió no volver a hacer fechorías, ni se levantó, con el corazón liviano, pletórico de dicha, ni fue a contarle a su madre cuanto había hecho y a pedirle perdón, ni recibió su bendición acompañada de lágrimas de orgullo y de gratitud en los ojos. No; este tipo de cosas les suceden a los niños malos de los libros, pero a Jim le pasó algo muy diferente: se devoró la mermelada, y dijo, con su modo de expresarse, tan pérfido y vulgar, que estaba “deliciosa”; metió la brea, y dijo que esta también estaría deliciosa, y muerto de la risa pensó que cuando la vieja se levantara y descubriera su artimaña, iba a llorar de la rabia. Y cuando, en efecto, la descubrió, aunque se hizo el que nada sabía, ella le pegó tremendos correazos, y fue él quien lloró.

Una vez le robó el cortaplumas al profesor, y temiendo ser descubierto y castigado, se lo metió en la gorra a George Wilson... el pobre hijo de la viuda Wilson, el niño sanote, el niñito bueno del pueblo, el que siempre obedecía a su madre, el que jamás decía una mentira, al que le encantaba estudiar y le fascinaban las clases de religión de los domingos. Y cuando se le cayó la navaja de la gorra, y el pobre George agachó la cabeza y se sonrojó, como sintiéndose culpable, y el maestro ofendido lo acusó del robo, y ya iba a dejar caer la vara de castigo sobre sus hombros temblorosos, no apareció de pronto un juez de paz de peluca blanca, para pasmo de todos, que dijera indignado:

Una vez se encaramó a un árbol de manzana del granjero Acorn para robar manzanas, y la rama no se quebró, ni se cayó él, ni se quebró el brazo, ni el enorme perro del granjero le destrozó la ropa, ni languideció en su lecho de enfermo durante varias semanas, ni se arrepintió, ni se volvió bueno. Oh, no; robó todas las manzanas que quiso y descendió sano y salvo; se quedó esperando al cachorro, y cuando este lo atacó, le pegó un ladrillazo. Qué raro... nada así acontece en esos libros sentimentales, de lomos jaspeados e ilustraciones de hombres en levitas, sombrero de copa y pantalones muy Diciembre | 2017

—No castigue usted a este noble muchacho... ¡Aquel es el solapado culpable! Pasaba yo junto a la puerta del colegio en el recreo, y aunque nadie me vio, yo sí fui testigo del robo. Y, así, a Jim no lo reprendieron, ni el venerable juez les leyó un sermón a los compungidos colegiales, ni se llevó a George de la mano y dijo que tal muchacho merecía un premio, ni le pidió después que se fuera a vivir con él para que le barriera el despacho, le encendiera el fuego, hiciera sus recados, picara leña, estudiara leyes, le ayudara a su esposa con las labores hogareñas, empleara el resto del tiempo jugando, se ganara cuarenta centavos mensuales y fuera feliz. No; en los libros habría sucedido así, pero eso no le pasó a Jim. Ningún entrometido vejete de juez pasó ni armó un lío, de manera que George, el niño modelo, recibió su buena zurra y Jim se regocijó porque, como bien lo saben ustedes, detestaba a los muchachos sanos, y decía que este era un imbécil. Tal era el grosero lenguaje de este muchacho malo y negligente.


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Pero lo más extraño que le sucediera jamás a Jim fue que un domingo salió en un bote y no se ahogó; y otra vez, atrapado en una tormenta cuando pescaba, también en domingo, no le cayó un rayo. Vaya, vaya; podría uno ponerse a buscar en todos los libros de moral, desde este momento hasta las próximas Navidades, y jamás hallaría algo así. Oh, no; descubriría que indefectiblemente cuanto muchacho malo sale a pasear en bote un domingo se ahoga, y a cuantos los atrapa una tempestad cuando pescan los domingos infaliblemente les cae un rayo. Los botes que llevan muchachos malos siempre se vuelcan en domingo, y siempre hay tormentas cuando los muchachos malos salen a pescar en sábado. No logro comprender cómo diablos se escapó este Jim. ¿Será que estaba hechizado? Sí..., esa debe ser la razón.

La vida de Jim era encantadora, así de sencillo. Nada le hacía daño. Llegó al extremo de darle un taco de tabaco al elefante del zoológico y este no le tumbó la cabeza con la trompa. En la despensa buscó esencia de hierbabuena, y no se equivocó ni se tomó el ácido muriático. Robó el arma de su padre y salió a cazar el sábado, y no se voló tres o cuatro dedos. Se enojó y le pegó un puñetazo a su hermanita en la sien, y ella no quedó enferma, ni sufriendo durante muchos y muy largos días de verano, ni murió con tiernas palabras de perdón en los labios, que redoblaran la angustia del corazón roto del niño. Oh, no; la niña recuperó su salud. Al cabo del tiempo, Jim escapó y se hizo a la mar, y al volver no se encontró solo y triste en 2017 | Diciembre


este mundo porque todos sus seres amados reposaran ya en el cementerio, y el hogar de su juventud estuviera en decadencia, cubierto de hiedra y todo destartalado. Oh, no; volvió a casa borracho como una cuba y lo primero que le tocó hacer fue presentarse a la comisaría. Con el paso del tiempo se hizo mayor y se casó, tuvo una familia numerosa; una noche los mató a todos con un hacha, y se volvió rico a punta de estafas y fraudes. Hoy en día es el canalla más pérfido de su pueblo natal, es universalmente respetado y es miembro del Con-

cejo Municipal. Fácil es ver que en los libros de religión jamás hubo un James malo con tan buena estrella como la de este pecador de Jim con su vida encantadora. Mark Twain —seudónimo de Samuel Langhorne Clemens— (Florida, 1835 - Redding, 1910). Reconocido escritor, orador y humorista estadounidense. Sus obras más conocidas son: El príncipe y el mendigo, Un yanqui en la corte del Rey Arturo, Las aventuras de Tom Sawyer y Las aventuras de Huckleberry Finn.

Los leones Edgar Allan Poe ... Y las gentes se fueron pisando sobre sus diez dedos, llenas de asombro

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(Sátiras del obispo Hall)

Hoy —vale decir fui— un gran hombre; no

soy, sin embargo, ni el autor de junius ni el hombre de la máscara de hierro. Puede creérseme que mi nombre es Robert Jones y que nací en alguna parte de la ciudad de Fum-Fudge. La primera acción de mi vida consistió en tomarme la nariz con ambas manos. Mi madre vio esto y me llamó genio; mi padre lloró de alegría, regalándome luego un tratado de Nasología. Me lo aprendí antes de usar los primeros pantalones. Comencé a abrirme camino en esta ciencia y no tardé en comprender que si un hombre disponía de una nariz lo suficientemente conspicua le bastaría andar detrás de ella para llegar a convertirse en un “león” social. Pero no me limitaba a atender solamente a la

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teoría. Todas las mañanas aplicaba a mi proboscis un par de tirones y me enviaba al coleto media docena de tragos. Cuando llegué a la mayoría de edad, mi padre me invitó cierto día a entrar en su despacho. —Hijo mío —manifestó cuando nos hubimos sentado—. ¿Cuál es la finalidad esencial de tu existencia? —Padre —contesté—, es el estudio de la Nasología. —¿Y qué es la Nasología, Robert? —La ciencia de las narices, señor —contesté, amostazado. —¿Y puedes decirme cuál es el significado de una nariz? —Una nariz, padre mío —dije, grandemente aplacado—, ha sido diversamente definida


por unos mil autores diferentes. (Aquí saqué el reloj y lo consulté). Es casi mediodía, es decir, que tendremos tiempo de mencionarlos a todos antes de medianoche. Comencemos, pues: La nariz, según Bartolinus, es esa protuberancia, esa saliente, esa excrecencia, esa... —Ya basta, Robert —me interrumpió aquel excelente caballero—. Me quedo estupefacto ante la extensión de tus conocimientos. Me pasmas, palabra de honor. (Aquí cerró los ojos y se llevó la mano al corazón). ¡Acércate! (Aquí me tomó del brazo). Tu educación puede considerarse como terminada... y es tiempo de que te arregles por tu cuenta. Nada mejor podrías hacer que limitarte a seguir a tu nariz... así... así... y así... (Aquí me echó a puntapiés escaleras abajo). ¡Vete de mi casa, pues, y que Dios te bendiga! Como sentía dentro de mí el divino afflatus, consideré este accidente más afortunado que otra cosa. Resolví guiarme por el consejo paterno. Decidí seguir a mi nariz. Le di uno o dos tirones y escribí al punto un folleto sobre Nasología.

—¿Quién podrá ser? —dijo la primera señorita Marisabidilla. —¿Quién podrá ser? —dijo la segunda señorita Marisabidilla. Pero yo no prestaba atención a esas gentes. Todo lo que hice fue entrar en el estudio de un artista. La duquesa Fulana posaba para su retrato. El marqués Mengano se ocupaba del perrito de la duquesa. El conde de Zutano jugaba con sus Frasquitos de sales. Su Alteza Real Perengano inclinábase sobre la silla de la duquesa. Acerqueme al artista y levantó la nariz. —¡Oh, cuan hermosa! —suspiró su Gracia. —¡Oh, rayos! —susurró el marqués. —¡Oh, qué repugnante! —gruñó el conde. —¡Oh, qué abominable! —bramó su Alteza Real.

Toda Fum-Fudge entró en conmoción.

—¿Cuánto quiere usted? —preguntó el artista.

—¡Genio maravilloso! —dijo el Quarterly.

—¡Por su nariz! —gritó su Gracia.

—¡Fisiólogo soberbio! —dijo el Westminster.

—Mil libras —dije, tomando asiento.

—¡Un hombre inteligente! —dijo el Foreign.

—¿Mil libras? —repitió el artista, pensativo.

—¡Magnífico escritor! —dijo Edinburgh.

—Mil libras —dije.

—¡Pensador profundo! —dijo el Dublin.

—¡Hermosa! —murmuró él, extático.

—¡Grande hombre! —dijo el Bentley.

—Mil libras —dije.

—¡Alma divina! —dijo el Fraser.

—¿La garantiza usted? —preguntó, colocándola de modo que le diera la luz.

—¡Uno de los nuestros! —dijo el Blackwood. —¿Quién podrá ser? —dijo la señora Marisabidilla.

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—La garantizo —contesté, soplando con fuerza por ella.

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—¿Es completamente original? —inquirió, tocándola con reverencia. —¡Hum! —dije, retorciéndola. —¿No se han sacado copias de ella? —interrogó, examinándola con un microscopio. —Ninguna —dije, alzándola. —¡Admirable! —pronunció, tomado completamente de sorpresa ante la belleza de la maniobra. —Mil libras —dije. —¿Mil libras? —dijo él. —Precisamente —dije. —¿Mil libras? —dijo él.

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—En efecto —dije. —Las tendrá usted —declaró el artista—. ¡Qué pieza tan perfecta! Me entregó un cheque de inmediato y se puso a dibujar mi nariz. Alquilé un departamento en la calle Jermyn y envié a Su Majestad la nonagesimonovena edición de mi Nasología, con un retrato de la proboscis. Aquel pobre insignificante libertino, el Príncipe de Gales, me invitó a cenar. Todos éramos «leones» y recherchés. Había un platónico moderno. Citó a Porfirio, a Yámblico, a Plotino, a Proclo, a Hierocles, a Máximo Tirio y a Siriano. Había un defensor de la perfectibilidad humana. Citó a Turgot, a Price, a Priestley, a Condorcet, a De Staël y al «Estudiante Ambicioso de Mala Salud».

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Estaba Sir Paradoja Positiva. Hizo notar que todos los locos eran filósofos, y que todos los filósofos eran locos. Estaba Ético Estético. Habló del fuego, la unidad y los átomos; del alma bipartita y preexistente; de la afinidad y la discordia; de la inteligencia primitiva y las homeomerías. Estaba Teología Teólogo. Habló de Eusebio y de Arrio; de la herejía y el concilio de Nicea, del puseyismo y el consustancialismo, del homousios y del homouioisios. Estaba Fricassée del Rocher de Cancale. Mencionó el muritón de lengua roja, las coliflores con salsa velouté, la ternera à la St. Menehoult, la marinada à la St. Florentin y las jaleas de naranjas en mosaïques. Estaba Bíbulo O’Barril. Se refirió al Latour y al Markbrünnen, al Mousseux y al Chambertin, al Richbourg y al St. George, al Haubrion, Leonville y Medoc, al Barac y al Preignac, al Grâve y al Sauternes, al Lafitte, al St. Peray. Meneó la cabeza ante el Clos de Vougeot, y, cerrando los ojos, nos dijo la diferencia que hay entre el jerez y el amontillado. Estaba el Signor Tintontintino, de Florencia. Disertó sobre Cimabue, Arpino, Carpacio y Argostino, de la melancolía de Caravaggio, de la amenidad de Albano, de los colores de Tiziano, de las damas de Rubens y de las bufonadas de Jan Steen. Estaba el Presidente de la Universidad de Fum-Fudge. Manifestó la opinión de que la luna se llama Bendis en Tracia, Bubastis en Egipto, Diana en Roma y Artemisa en Grecia. Había un Gran Turco procedente de Estambul. No podía impedirse pensar que los ángeles eran caballos, gallos y otros; que alguien en el sexto cielo tenía setenta mil cabezas, y que la tierra estaba sostenida por una vaca color celeste, con incalculable cantidad de cuernos verdes.


Estaba Poligloto Delfino. Nos dijo lo que les había ocurrido a las ochenta y tres tragedias perdidas de Esquilo, a las cincuenta y cuatro oraciones de Iseo, a los trescientos noventa y un discursos de Lisias, a los ciento ochenta tratados de Teofrasto, al octavo libro del tratado de las secciones cónicas de Apolonio, a los himnos y ditirambos de Píndaro y a las cuarenta y cinco tragedias de Homero (hijo). Estaban Ferdinando Fitz Feldespato Fósilus. Nos informó de todo lo concerniente a los fuegos internos y las formaciones terciarias; sobre aeriformes, fluidiformes y solidiformes; sobre cuarzo y marga, esquisto y turmalina; sobre yeso y roca trapeana, talco y cal, blenda y hornablenda; sobre la mica y la piedra pómez, la cianita y la lepidolita; sobre la hematita y la tremolita, el antimonio y la calcedonia; sobre el manganeso, y todo lo que usted quiera.

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Estaba yo. Hablé de mí. De mí, de mí, de mí. De la Nasología, de mi folleto y de mí. Levanté la nariz y hablé de mí.

—Por mi honor... iré —dije.

—¡Qué maravillosa inteligencia! —dijo el príncipe.

—Como que estoy vivo —dije.

—¡Soberbia! —dijeron sus huéspedes. Y a la mañana siguiente recibí la visita de su Gracia la duquesa Fulana. —¿Irá usted al Salón de Almack, encantadora criatura? —me dijo, dándome unos golpecitos en el mentón.

—¿Con nariz y todo? —preguntó.

—Pues bien, vida mía, aquí tiene mi tarjeta. ¿Puedo decir que estará usted presente? —Querida duquesa, de todo corazón. —¡Bah, no me interesa el corazón! Diga, más bien: “De toda nariz”. 2017 | Diciembre


—Cada trocito de ella, amor mío —dije; y luego de retorcerme una o dos veces la nariz, me encontré en el Salón de Almack.

—Bête! —dijo el primero.

Las diversas estancias hallábanse colmadas hasta la sofocación.

—¡Mastuerzo! —dijo el tercero.

—¡Ahí viene! —dijo alguien en la escalera. —¡Ahí viene! —dijo otro algo más arriba. —¡Ahí viene! —dijo un tercero, aún más lejos. —¡Ha llegado! —exclamó la duquesa—. ¡Ha llegado el encantador amorcillo!

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—¡Tonto! —dijo el segundo.

—¡Asno! —dijo el cuarto. —¡Badulaque! —dijo el quinto. —¡Mentecato! —dijo el sexto. —¡Fuera de aquí! —dijo el séptimo. Todo esto me mortificó, y fui a visitar a mi padre.

Y, tomando mis manos con fuerza, me besó tres veces en la nariz.

—Padre —pregunté—. ¿Cuál es la finalidad esencial de mi existencia?

Siguió a esto una gran conmoción entre los presentes.

—Hijo mío —me contestó—, sigue siendo el estudio de la Nasología; pero, al herir al elector en la nariz, te has excedido lamentablemente. Tienes una hermosa nariz, es verdad; pero ahora Bluddennuff no tiene ninguna. Estás condenado, y él se ha convertido en el héroe del día. Doy fe de que en Fum-Fudge la grandeza de un “león” se halla proporcionada con el tamaño de su proboscis. Pero, ¡santo cielo!, no se puede competir con un león que no tiene absolutamente ninguna proboscis.

—Diavolo! —gritó el conde Capricornutti. —¡Dios guarde! —murmuró Don Estilete. —Mille tonnerres! —exclamó el príncipe de Grenouille. —Tousand Teufel! —gruñó el elector de Bluddennuff. Esto ya era intolerable. Me encolericé. Enfrenté a Bluddennuff. —¡Caballero —le dije—, es usted un mandril! —Caballero —repuso él, luego de una pausa—, Donner und Blitzen! Con esto bastaba. Cambiamos tarjetas. A la mañana siguiente, en Chalk-Farm, le hice volar la nariz de un pistoletazo y luego me fui a visitar a mis amigos.

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Edgar Allan Poe (Boston, 1809-Baltimore, 1849). Poeta, cuentista, ensayista y periodista estadounidense reconocido por sus narraciones extraordinarias y por su teoría estética de la ficción literaria. Algunas de sus narraciones y textos más conocidos son: “Manuscrito hallado en una botella”, “Berenice”, “Ligeia”, “La caída de la Casa Usher”, “Los crímenes de la calle Morgue”, “El pozo y el péndulo”, “La carta robada”, La narración de Arthur Gordon Pym y Filosofía de la composición. El cuento aquí reproducido fue originalmente publicado con el título de “Lionizing: A Tale”, en Southern Literary Messenger (mayo 1835).


Jabalíes Antonio García Ángel

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Para Laura

Me hiere el sol, me duele la cabeza, siento la

cara entumecida y un diente flojo. El taxista pregunta si estoy bien. Le digo que no y después me pregunta algo más pero no le respondo. Me muevo el diente flojo con la lengua, me miro la camiseta ensangrentada y pienso que eso acaso puede apiadar a Cristina. O hasta la emputa más, quién sabe. Ella de todas formas venía cocinando la rabia desde temprano. Ha-

bía hecho mala cara cuando le dije que me iba a ver el partido en la casa de Jaimito. Me dijo: ¿seguro vas a venir después del partido? porque a las ocho y media quedamos en estar donde Mónica. Una prima de ella, que es una vieja boba, y el marido, Fercho, que es severo pendejazo, hicieron una comida porque estaban cumpliendo cuatro años de casados. Le prometí, le juré y rejuré que llegaría a las siete y media, pero no había acabado el primer tiempo y ya estábamos eufóricos porque íbamos ganándole a Nacio2017 | Diciembre


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nal dos a uno, con goles de Uribe y Agudelo, que estaban enchufados. Habíamos prendido un porro y estábamos tomando un roncito que sacó Jaime. A las siete y cuarto llamó Cris a preguntarme si ya estaba en camino y le dije que estaba por salir. Se puso toda rancia y dijo que me estaba esperando, que a ella no le gustaba llegar tarde. Le dije que no jodiera, que tampoco íbamos a llegar de primeros, que en Bogotá todo el mundo llega tarde. Al ratico ya nos estábamos oliendo la primera raya, y Jaimito empezó a dar lora con no se la deje montar que a uno las hembras siempre quieren mandarlo. El güevón de Jaimito siempre me trabaja la moral. El segundo tiempo fue aburrido pero mantuvimos el marcador. A las ocho y diez me llamó Cristina y no le quise contestar. Qué intensidad, si ya habíamos quedado que estaba por salir. Pero pues sí era tardecito, entonces le chatié diciéndole que llegara adonde Mónica y que yo caía allá. Se puso bien brava, dijo que no debí llevarme el carro, que para qué era tan cómodo y a ella la ponía a andar en taxi .Yo le dije que todo bien, le mandé caritas de sorry hasta que más o menos se contentó y me dijo que saliera ya para donde Mónica, que ella ya iba a pedir el taxi. Le contesté que allá nos veíamos, pero seguimos bebiendo y echando mierda. Jaimito hablándome de su romance putero. El caso es que cuando miré el celular eran las diez y media. Llamé de una, contestó y yo procuré hablar poco porque creo que se me notaba la pea. Me dijo o vienes ya o no vengas, y colgó. Le dije a Jaimito que me iba ya mismo para la casa de Mónica, le conté lo que me había dicho Cristina. Él me respondió que entonces era mejor que me fuera para mi casa y allá esperara a Cris, porque ¿cómo va a llegar en ese estado allá? Dígale que no se sintió bien, que comimos unas empanadas acá y le sentaron mal... Como si Cristina fuera güevona. Pero me pareció buena idea más bien llegar a la casa y llamarla, no llegar allá a estar todo tenso enfrente de otra gente. Pero no me fui de una porque si ella se iba a demorar un ratico

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en volver, podíamos echar un par de peleas en Mortal Kombat Inferno. El hijueputa de Jaime me estaba dando una zunda brava con Nightwoolf, que se le sabe todos los trucos. Yo perdí con varios hasta que me fue bien con Baraka y se puso más reñido. Nos pasamos a las hembritas y él me estaba levantando feo con Kitana. Yo jugaba con Sonya y con Milena o no sé cómo se llama, él se pasó a Jade y con esa también me estaba dando en la jeta. Claro, ahí ya estábamos fumando otro porro, y como cuando a uno le ganan queda todo rabón, con ganas de revancha, yo le decía marica, bueno, el último, pero jugábamos otro y otro, hasta que miramos qué hora era y tun, la una. Ahí me asusté, me pareció la puta cagada con Cris. Seguro que ya había llegado a la casa. Le marqué dos veces y no me contestó. En wasap estaba la progresión completa desde te estoy esperando, ¿en cuánto llegas? hasta no puedo más, no puedo más con esta mierda, con todo tipo de emoticones, un jabalí que ella pone cuando está iracunda. Jaimito me dijo que como yo salía para mi casa, de camino lo podía dejar en el chochal. Y pues sí, de una. En el carro me quejé de la gallina que me iban a dar, y craso error: Jaimito se explayó en el discurso sobre la voluntad de dominación femenina. Es entendible porque él estuvo casado seis años con Marta, que era una profesora de yoga flaquita, lánguida, con cara de virgen, y sin exagerar es la mujer más brava, más severa, más controladora, más agresiva que he conocido en la vida. Jaime al principio decía, cuando no le conocía el puto genio, es que Marta me da paz. No lo culpo: uno la veía meditando en un parque en ese magazín mañanero que daban en Canal 13, la veía inhalar y exhalar con busetas de fondo y no podía imaginarse las rabias tan hijueputas que le daban, los niveles de jodencia que alcanzaba. Quería que Jaimito hiciera todo así o asá, cuando no lo estaba regañando le hablaba con impaciencia, lo celaba como loca, hasta que por fin Jaimito se mamó de ella y se separó, se entregó al poliamor, lue-


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go se cuadró con una chica, se tragó, le puso los cachos, se volvió a tragar de otra, lo echaron, se volvió a cuadrar y se tragó, le puso los cachos y lo echaron, y así sucesivamente, pero entretanto se había hecho habitual de un burdel en Chapinero, abajito del Carulla, y ahora anda enamorado de una puta. Se gasta como un millón de pesos mensuales allá, y ella se lo da gratis como una de cada cuatro veces. Fui a llevarlo antes de seguir para la casa, donde me esperaba la conversación compleja con Cristina. Pero yo tenía ganas de ver cuál era el chiste con el sitio, que según Jaime era una chimba y había las rehembras, tenía curiosidad de la puta que según él era el amor de su vida. Decidí tomarme una última cerveza antes de

llegar. Igual, una cerveza de más no iba a hacer la diferencia: la pelea iba a ser la misma. Entonces periquito en las ñatas y pa’l chuzo, que resultó todo cuco, pura estética setentera, con bola de espejos, sillones blancos con rojo, muy estudio cincuenta y cuatro, o pues lo que uno se imagina que fue estudio cincuenta y cuatro. La puta de Jaimito estaba entreteniendo a unos manes en un reservado que tenía cortinas, pero se alcanzaba a ver un poco hacia dentro. Jaime quedó todo despechado, pidió ron Abuelo y lo sirvió con la mirada perdida en las cortinas. Pero le duró poquito porque llegaron Sol y Amparo. Ambas estaban bien buenas. Amparito, la que se parchó conmigo, en serio se iba a podrir. Tenía unas tetotas, una 2017 | Diciembre


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cinturita una cara que aguantaba. Me puse a coquetearle por joder, pues pensaba tomarme ese trago de ron y arrancar en diez minutos, pero sonó un merengue todo guapachoso y salimos a bailar, y se movía rico la Amparo, echábamos buen paso, y seguimos bailando. Jaimito estaba en consultorio sentimental con Sol cuando volvimos a la mesa, miré el reloj y no sé cómo había corrido así el tiempo: eran las tres pasadas. Tenía seis llamadas perdidas y un mensaje de voz que no quise oír. En wasap me decía que estaba preocupada por mí, preguntaba si estaba bien, pedía que diera señales de vida, me decía que le había marcado a Jaime y tampoco había contestado. Sol ya se había ido, él estaba ahí con la mirada perdida. Claro, el marica en ese estado qué iba a contestar. Amparo había empezado a decirme papito, yo me lo como bien comidito. Yo me hice el güevón y serví el último antes de irme a la casa. Jaimito resplandeció cuando se fueron los del reservado y llegó su puta a la mesa. Dijo que se llamaba Andrea, aunque él me había contado que su verdadero nombre era Francy. Era bonita, culona, hembra, pero no para ser el amor de la vida de nadie. Salí a bailar otra vez con Amparo y ella me mordió la oreja, me dijo que subiéramos, que ella se iba a portar bien conmigo. No sé en qué momento terminé en un cuarto diciéndome esto que estoy haciendo está muy mal, esto agrava todo, ¿por qué no me fui antes?, mientras me comía a Amparo. Pero llegó el punto en que reflexioné, me dije si ya estoy en estas pues no me lo voy a tomar a mal, ya qué hijueputas. Alcancé hasta a foquiarme un ratico. A la salida estaba culposo, paranoico de que Cristina me sintiera el olor, entonces me eché ron como si fuera perfume. Me bañé en ron, mejor dicho, mientras Jaimito y las putas se reían. Jaimito se puso a partir perico en la mesa y nadie dijo nada. Las putas, felices. Entonces me eché un par de aspiradas, y Jaime estaba pidiendo más ron, y el parche estaba bueno, y mi celular seguía vibrando

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con todo tipo de reclamos, emoticones, caritas, jabalíes. A las cuatro y pico ya me quedaba un átomo de pila, le escribí lo siento y nada más porque se me apagó el teléfono. No supe a qué hora salí del chochal pero estaba clarito. Jaime se quedó allá, rumbiando con Francy. Agarré la séptima hacia el norte, bajé hacia el barrio y todo se puso negro hasta que pum, me despertó el guarapazo. Ahí se me pasmó la borrachera. Me había subido a un andén altísimo, me había reventado la jeta. Intenté retroceder, el carro no se movió y traqueó horrible. Cuando me bajé a mirarlo estaba hecho una mierda, las llantas como atravesadas, la rejilla de adelante zafada, pedazos de metal tirados por ahí, además de humo. Tuve que llamar a la grúa. Me arrancaron como doscientos mil, más los doscientos y pico que me gasté allá en el chochal, más lo que va a costar el arreglo del carro, que tiene dizque la tijera, el eje, el radiador, la suspensión y no sé qué más mierdas putiadas. El man del taller calculó que bajito cuatro palos y medio. Estuve de buenas que no llegó la policía, porque ahí sí me parten, se llevan el carro de Cristina para los patios, lo deshuesan de una o me hubiera tocado también darles plata. Súmele lo del odontólogo, porque este puto diente se me va a caer y voy a quedar mueco. Ponerse un diente cuesta como cinco palos. No quiero llegar a la casa. Me hiere el sol, me duele la cabeza siento la cara entumecida. Ante mi silencio el taxista calla y prende la radio. Miro por la ventanilla el azul del cielo y la gente trotando en la ciclovía.

Antonio García Ángel ha publicado los libros Su casa es mi casa, Recursos humanos, Animales domésticos y Jumma de Maqroll el Gaviero. Una lectura etílica. “Jabalíes” hace parte de una antología colombiana de veintidós cuentos titulada Puñalada trapera (Bogotá, Rey Naranjo, 2017).


El cuentista Saki

Era una tarde calurosa y el vagón del tren

también estaba caliente; la siguiente parada, Templecombe, estaba casi a una hora de distancia. Los ocupantes del vagón eran una niña pequeña, otra niña aún más pequeña y un niño también pequeño. Una tía, que pertenecía a los niños, ocupaba un asiento de la esquina; el otro asiento de la esquina, del lado opuesto, estaba ocupado por un hombre soltero que era un extraño ante aquella fiesta, pero las niñas pequeñas y el niño pequeño ocupaban, enfáticamente, el compartimiento. Tanto la tía como los niños conversaban de manera limitada pero persistente, recordando las atenciones de una mosca que se niega a ser rechazada. La mayoría de los comentarios de la tía empezaban por “No”, y casi todos los de los niños por “¿Por qué?”. El hombre soltero no decía nada en voz alta. —No, Cyril, no —exclamó la tía cuando el niño empezó a golpear los cojines del asiento, provocando una nube de polvo con cada golpe—. Ven a mirar por la ventanilla —añadió. El niño se desplazó hacia la ventanilla con desgana. —¿Por qué sacan a esas ovejas fuera de ese campo? —preguntó. —Supongo que las llevan a otro campo en el que hay más hierba —respondió la tía débilmente. —Pero en ese campo hay montones de hierba —protestó el niño—; no hay otra cosa que no sea hierba. Tía, en ese campo hay montones de hierba. —Quizá la hierba de otro campo es mejor —sugirió la tía neciamente.

—¿Por qué es mejor? —fue la inevitable y rápida pregunta. —¡Oh, mira esas vacas! —exclamó la tía. Casi todos los campos por los que pasaba la línea de tren tenían vacas o toros, pero ella lo dijo como si estuviera llamando la atención ante una novedad. —¿Por qué es mejor la hierba del otro campo? —persistió Cyril. El ceño fruncido del soltero se iba acentuando hasta estar ceñudo. La tía decidió, mentalmente, que era un hombre duro y hostil. Ella era incapaz por completo de tomar una decisión satisfactoria sobre la hierba del otro campo.

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La niña más pequeña creó una forma de distracción al empezar a recitar “De camino hacia Mandalay”. Sólo sabía la primera línea, pero utilizó al máximo su limitado conocimiento. Repetía la línea una y otra vez con una voz soñadora, pero decidida y muy audible; al soltero le pareció como si alguien hubiera hecho una apuesta con ella a que no era capaz de repetir la línea en voz alta dos mil veces seguidas y sin detenerse. Quienquiera que fuera que hubiera hecho la apuesta, probablemente la perdería. —Acérquense aquí y escuchen mi historia —dijo la tía cuando el soltero la había mirado dos veces a ella y una al timbre de alarma. Los niños se desplazaron apáticamente hacia el final del compartimiento donde estaba la tía. Evidentemente, su reputación como contadora de historias no ocupaba una alta posición, según la estimación de los niños. 2017 | Diciembre


Con voz baja y confidencial, interrumpida a intervalos frecuentes por preguntas malhumoradas y en voz alta de los oyentes, comenzó una historia poco animada y con una deplorable carencia de interés sobre una niña que era buena, que se hacía amiga de todos a causa de su bondad y que, al final, fue salvada de un toro enloquecido por numerosos rescatadores que admiraban su carácter moral. —¿No la habrían salvado si no hubiera sido buena? —preguntó la mayor de las niñas. Esa era exactamente la pregunta que había querido hacer el soltero. —Bueno, sí —admitió la tía sin convicción—. Pero no creo que la hubieran socorrido muy deprisa si ella no les hubiera gustado mucho.

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—Cuéntenos un cuento —pidió la mayor de las niñas. —Érase una vez —comenzó el soltero— una niña pequeña llamada Berta que era extremadamente buena. El interés suscitado en los niños momentáneamente comenzó a vacilar en seguida; todas las historias se parecían terriblemente, no importaba quién las explicara. —Hacía todo lo que le mandaban, siempre decía la verdad, mantenía la ropa limpia, comía budín de leche como si fuera tarta de mermelada, aprendía sus lecciones perfectamente y tenía buenos modales. —¿Era bonita? —preguntó la mayor de las niñas.

—Es la historia más tonta que he oído nunca —dijo la mayor de las niñas con una inmensa convicción.

—No tanto como cualquiera de ustedes —respondió el soltero—, pero era terriblemente buena.

—Después de la segunda parte no he escuchado, era demasiado tonta —dijo Cyril.

Se produjo una ola de reacción en favor de la historia; la palabra terrible unida a bondad fue una novedad que la favorecía. Parecía introducir un círculo de verdad que faltaba en los cuentos sobre la vida infantil que narraba la tía.

La niña más pequeña no hizo ningún comentario, pero hacía rato que había vuelto a comenzar a murmurar la repetición de su verso favorito.

—Es muy difícil contar historias que los niños puedan entender y apreciar —dijo fríamente.

—Era tan buena —continuó el soltero— que ganó varias medallas por su bondad, que siempre llevaba puestas en su vestido. Tenía una medalla por obediencia, otra por puntualidad y una tercera por buen comportamiento. Eran medallas grandes de metal y chocaban las unas con las otras cuando caminaba. Ningún otro niño de la ciudad en la que vivía tenía esas tres medallas, así que todos sabían que debía de ser una niña extraordinariamente buena.

—No estoy de acuerdo con usted —dijo el soltero.

—Terriblemente buena —citó Cyril.

—Quizá le gustaría a usted explicarles una historia —contestó la tía.

—Todos hablaban de su bondad y el príncipe de aquel país se enteró de aquello y dijo que, ya

—No parece que tenga éxito como contadora de historias —dijo de repente el soltero desde su esquina. La tía se ofendió como defensa instantánea ante aquel ataque inesperado.

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que era tan buena, debería tener permiso para pasear, una vez a la semana, por su parque, que estaba justo afuera de la ciudad. Era un parque muy bonito y nunca se había permitido la entrada a niños, por eso fue un gran honor para Berta tener permiso para poder entrar. —¿Había alguna oveja en el parque? —preguntó Cyril. —No —dijo el soltero—, no había ovejas. —¿Por qué no había ovejas? —llegó la inevitable pregunta que surgió de la respuesta anterior. La tía se permitió una sonrisa que casi podría haber sido descrita como una mueca. —En el parque no había ovejas —dijo el soltero— porque, una vez, la madre del príncipe tuvo un sueño en el que su hijo era asesinado tanto por una oveja como por un reloj de pared que le caía encima. Por esa razón, el príncipe no tenía ovejas en el parque ni relojes de pared en su palacio.

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La tía contuvo un grito de admiración. —¿El príncipe fue asesinado por una oveja o por un reloj? —preguntó Cyril. —Todavía está vivo, así que no podemos decir si el sueño se hará realidad —dijo el soltero despreocupadamente—. De todos modos, aunque no había ovejas en el parque, sí había muchos cerditos corriendo por todas partes. —¿De qué color eran? —Negros con la cara blanca, blancos con manchas negras, totalmente negros, grises con manchas blancas y algunos eran totalmente blancos. El contador de historias se detuvo para que los niños crearan en su imaginación una idea completa de los tesoros del parque; después prosiguió:

—Berta sintió mucho que no hubiera flores en el parque. Había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que no arrancaría ninguna de las flores del príncipe y tenía intención de mantener su promesa por lo que, naturalmente, se sintió tonta al ver que no había flores para coger. —¿Por qué no había flores? —Porque los cerdos se las habían comido todas —contestó el soltero rápidamente—. Los jardineros le habían dicho al príncipe que no podía tener cerdos y flores, así que decidió tener cerdos y no tener flores. Hubo un murmullo de aprobación por la excelente decisión del príncipe; mucha gente habría decidido lo contrario. 2017 | Diciembre


—En el parque había muchas otras cosas deliciosas. Había estanques con peces dorados, azules y verdes, y árboles con hermosos loros que decían cosas inteligentes sin previo aviso, y colibríes que cantaban todas las melodías populares del día. Berta caminó arriba y abajo, disfrutando inmensamente, y pensó: “Si no fuera tan extraordinariamente buena no me habrían permitido venir a este maravilloso parque y disfrutar de todo lo que hay en él para ver”, y sus tres medallas chocaban unas contra las otras al caminar y la ayudaban a recordar lo buenísima que era realmente. Justo en aquel momento, iba merodeando por allí un enorme lobo para ver si podía atrapar algún cerdito gordo para su cena. —¿De qué color era? —preguntaron los niños, con un inmediato aumento de interés.

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—Era completamente del color del barro, con una lengua negra y unos ojos de un gris pálido que brillaban con inexplicable ferocidad. Lo primero que vio en el parque fue a Berta; su delantal estaba tan inmaculadamente blanco y limpio que podía ser visto desde una gran distancia. Berta vio al lobo, vio que se dirigía hacia ella y empezó a desear que nunca le hubieran permitido entrar en el parque. Corrió todo lo que pudo y el lobo la siguió dando enormes saltos y brincos. Ella consiguió llegar a unos matorrales de mirto y se escondió en uno de los arbustos más espesos. El lobo se acercó olfateando entre las ramas, su negra lengua le colgaba de la boca y sus ojos gris pálido brillaban de rabia. Berta estaba terriblemente asustada y pensó: “Si no hubiera sido tan extraordinariamente buena ahora estaría segura en la ciudad”. Sin embargo, el olor del mirto era tan fuerte que el lobo no pudo olfatear dónde estaba escondida Berta, y los arbustos eran tan espesos que podría haber estado buscándola entre ellos durante mucho rato, sin verla, así que pensó que era mejor salir de allí y cazar un cerdito. Berta temblaba tanto al tener al lobo merodeando y olfateando tan cerca de ella que la medalla de obediencia

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chocaba contra las de buena conducta y puntualidad. El lobo acababa de irse cuando oyó el sonido que producían las medallas y se detuvo para escuchar; volvieron a sonar en un arbusto que estaba cerca de él. Se lanzó dentro de él, con los ojos gris pálido brillando de ferocidad y triunfo, sacó a Berta de allí y la devoró hasta el último bocado. Todo lo que quedó de ella fueron sus zapatos, algunos pedazos de ropa y las tres medallas de la bondad. —¿Mató a alguno de los cerditos? —No, todos escaparon. —La historia empezó mal —dijo la más pequeña de las niñas—, pero ha tenido un final bonito. —Es la historia más bonita que he escuchado nunca —dijo la mayor de las niñas, muy decidida. —Es la única historia bonita que he oído nunca —dijo Cyril. La tía expresó su desacuerdo. —¡Una historia de lo menos apropiada para explicar a niños pequeños! Ha socavado el efecto de años de cuidadosa enseñanza. —De todos modos —dijo el soltero cogiendo sus pertenencias y dispuesto a abandonar el tren—, los he mantenido tranquilos durante diez minutos, mucho más de lo que usted pudo. “¡Infeliz! —Se dijo mientras bajaba al andén de la estación de Templecombe—. ¡Durante los próximos seis meses esos niños la asaltarán en público pidiéndole una historia impropia!”. Saki, seudónimo de Hector Hugh Munro (Birmania, 1870 – Francia, 1916), fue un escritor, novelista y dramaturgo británico. Algunas de las ediciones de sus libros en español son: El cuentacuentos, El insoportable Bassington, El contador de cuentos, Cuentos de humor y de horror y Animales y más que animales.


Estuviste perfectamente bien Dorothy Parker

E

l joven pálido se acomodó cuidadosamente en la silla y movió la cabeza a un lado para que el tapiz fresco le aliviara la sien y la mejilla. —Ay, mi amor —dijo—. Ay, ay, ay, mi amor. Ay. La muchacha de ojos claros, sentada en el sofá, erguida y tranquila, le sonrió vivamente. —¿Ya no te sientes tan bien como ayer? —dijo ella. —Qué va, estoy muy bien —dijo él—. Estoy flotando. ¿Sabes a qué hora me levanté? A las cuatro de la tarde en punto. Traté de levantarme, pero cada vez que quitaba la cabeza de la almohada se me iba rodando abajo de la cama. La cabeza que traigo puesta no es la mía. Creo que esta era de Walt Whitman. Ay, mi amor. Ay, ay, mi amor. —¿Tú crees que con un trago te sentirías mejor? —dijo ella. —¿Un poco de lo que me noqueó anoche? —dijo él—. No, gracias. Por favor ya nunca vuelvas a mencionarme eso. Estoy muerto. Estoy muerto, completamente muerto. Mira mi mano: tan quieta como un colibrí. ¿Y me vi muy mal anoche? —Ay, no inventes —dijo ella—, todos estaban iguales. Estuviste muy bien. —Claro —dijo él—. Estuve de maravillas. Todos deben estar enojados conmigo. —Por favor, claro que no —dijo ella—. Todos se divirtieron con lo que hacías. Claro que Jim Pierson se enojó un poco a la hora de la cena.

Pero la gente lo regresó a su silla y lo calmaron. En las otras mesas ni se dieron cuenta. Nadie se dio cuenta. —¿Me iba a pegar? —dijo él—. Ay, Dios mío. ¿Qué hice? —Nada, no hiciste nada —dijo ella—. Estuviste perfectamente bien. Pero ya sabes cómo se pone Jim a veces, cuando se le ocurre que alguien se está metiendo con Elinor. —¿Coqueteé con Elinor? —dijo él—. ¿Eso hice? —Claro que no —dijo ella—. Solo estuviste haciéndole chistes, eso fue todo. Le pareciste simpatiquísimo. Ella estaba muy divertida. Solo una vez se desconcertó un poco: cuando le echaste por la espalda el caldo de almejas.

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—No, no me digas —dijo él—. Caldo de almejas por la espalda. Cada vértebra como concha. Ay, Dios mío. ¿Qué voy a hacer? —No te preocupes, ella no te va a decir nada —dijo ella—. Solo mándale unas flores, o algo así. Por eso no te preocupes. No es nada. —No, si no me preocupo —dijo él—, ni tengo nada de qué apurarme. Estoy muy bien. Ay, mi amor, ay. ¿Y qué otro numerito hice en la cena? —Ninguno. Estuviste muy bien —dijo ella—. No te pongas así por eso. Todo el mundo estaba fascinado contigo. El maître d’hôtel se apuró un poco porque no parabas de cantar, pero en realidad no le importó. Solo dijo que tenía miedo de que con tanto ruido le volvieran a 2017 | Diciembre


cerrar el lugar. Pero ni a él le importó. Bueno, estuviste cantando como una hora. Pero después de todo, no fue tanto ruido. —Entonces me puse a cantar —dijo él—. Un éxito sin duda. Me puse a cantar. —¿Ya no te acuerdas? —dijo ella—. Estuviste cantando una tras otra. Todo el mundo te estaba oyendo. Les encantó. Lo único fue que insistías en cantar una canción sobre no sé qué fusileros o qué cosa, y todo el mundo empezó a callarte, pero tú empezabas de nuevo. Estuviste maravilloso. Hubo un rato en que todos tratamos que dejaras de cantar, y que comieras algo, pero no querías saber nada de eso. En serio que estuviste divertido. —¿Qué, no probé la cena? —dijo él.

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—No, nada —dijo ella—. Cada vez que venía el mesero a ofrecerte algo se lo devolvías porque decías que él era tu hermano perdido, que una gitana lo había cambiado por otro en la cuna, y que todo lo tuyo era de él. El mesero estaba doblado de la risa. —Seguro —dijo él—. Seguro que estuve cómico. Seguro que fui el Payasito de la Sociedad. ¿Y luego qué pasó, después de mi éxito arrollador con el mesero? —Pues nada, no mucho —dijo ella—. Te entró una especie de tirria contra un viejo canoso que estaba sentado al otro lado del salón, porque no te gustó su corbata de moño y querías decírselo. Pero te sacamos antes de que el otro se enojara. —Ah, conque salimos —dijo él—. ¿Pude caminar? —¡Caminar! Claro que caminaste —dijo ella—. Estabas absolutamente bien. Bueno, la acera tenía una capa de hielo y resbalaste. Caíste sentado con un fuerte golpe. Pero por favor, eso puede pasarle a cualquiera.

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—Sí, claro —dijo él—. A la señora Hoover o cualquiera. Así que me caí en la acera. Por eso me duele el... Sí. Ya entendí. ¿Y luego qué? Digo, si te importa. —¡Vamos, Peter! —dijo ella—. No puedes quedarte sentado ahí y decir que no te acuerdas de lo que pasó después de eso. Creo que solo te viste un poco mal en la mesa; pero en todo lo demás estuviste perfectamente bien, yo sabía que te estabas sintiendo muy bien. Pero desde que te caíste te pusiste muy serio, yo no sabía que tú fueras así, ¿No te acuerdas de cuando me dijiste que yo nunca antes había visto tu verdadero yo? No puedo permitirte, no podría soportar que hayas olvidado ese hermoso paseo en taxi. De eso sí te acuerdas, ¿verdad? Por favor, me muero si no te acuerdas. —Ah, sí —dijo él—. El paseo en taxi. Ah, sí, de eso sí. Fue un paseo muy largo, ¿no? —Vueltas y vueltas y vueltas por el parque —dijo ella—. Los árboles se veían tan hermosos a la luz de la luna. Y dijiste que nunca antes te habías dado cuenta de que de veras tenías alma. —Sí —dijo él—. Yo dije eso. Yo fui. —Dijiste cosas tan pero tan bonitas —dijo ella—. Nunca me había dado cuenta de todo lo que sientes por mí y no me había atrevido a mostrarte lo que yo siento por ti. Pero lo de anoche, Peter; creo que la vuelta en taxi es lo más importante que nos ha pasado en nuestras vidas. —Sí —dijo él—. Creo que sí. —Y vamos a ser tan felices —dijo ella—. Quisiera contárselo a todo el mundo. Pero no sé. Creo que sería más dulce si lo guardamos como un secreto entre nosotros. —Yo creo que sí —dijo él. —¿No es muy hermoso? —dijo ella.


—Sí —dijo él—. Fabuloso. —¡Encantador! —dijo ella. —Oye —dijo él—, ¿no te importaría que me tomara un trago? O sea, médicamente, ya sabes. Estoy muerto; ayúdame, por favor. Creo que me va a dar un colapso. —Sí, un trago te va a caer bien —dijo ella—. Pobrecito, qué pena que te sientas tan mal. Voy a prepararte un trago. —Yo, la verdad —dijo él—, todavía no me explico cómo me sigues dirigiendo la palabra después del ridículo que hice anoche. Yo creo que mi única salida es meterme a un monasterio en el Tíbet. —¡Estás loco! —dijo ella—. No te voy a dejar ir ahora. Ya deja de pensar en eso. Estuviste perfectamente bien.

De un salto ella se paró del sofá, lo besó con rapidez en la frente y salió corriendo de la habitación. El joven pálido la vio alejarse, movió la cabeza lentamente y luego la dejó caer sobre sus manos húmedas y temblorosas. —Ay, mi amor —dijo—. Ay, ay, ay, Dios mío.

Dorothy Parker (Long Branch, Nueva Jersey, 1893 – Nueva York, 1967). Crítica, cuentista, poeta y dramaturga estadounidense, fue una figura central en el famoso círculo de intelectuales del Algonquin en Nueva York y en la planta de fundadores de la revista New Yorker. Algunos de sus libros en español son: La soledad de las parejas, Narrativa completa, Una rubia imponente y Los poemas perdidos.

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Carlos Castro: cuentos de nación Toda nación habita en la sombra de su na-

rración. Intentar un país es posible cuando se cuentan historias, se siembran mitos, se recrean anécdotas inverosímiles de gestas libradas por gentes más grandes que los que vivimos el presente bajo su abrazo. Inventar un pueblo es cosa del pueblo, cuando existe pueblo, algo que no necesariamente ocurre donde se encuentren personas viviendo cerca; un pueblo es mucho más que eso. Valga señalar que, necesariamente, se requieren mártires. No hay opción. Desde el comienzo de su carrera, Carlos Castro (Bogotá, 1976) ha estado narrando pueblo, con la conciencia de que él mismo lo es. Lo logra

sin dominar con su discurso, y mucho menos sin someter a otros narradores. Desde donde se sitúa, Castro hace posible una imagen eficaz de un pueblo que apenas si se alcanza a ver, a descubrir por su propia cuenta. La efectividad de su propuesta radica en la sensatez y delicadeza con las que revisa y construye nuevos mitos, necesarias para comprender el hoy, siempre de una manera especialmente sarcástica y con el humor propio de la comedia, edificada con los escombros de la tragedia. El trabajo de este artista colombiano que acompaña este último número del año de nuestra Agenda Cultural Alma Máter, dedicada a la narración de humor, es un “cuento” 2017 | Diciembre


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largo que ausculta en el devenir cultural de países como Colombia; es una suma prolija de gestos, imágenes y objetos que tienen la virtud de develar, tras la apariencia de las cosas. Sus planteamientos formales nos permiten contemplar el revés de lo que consideramos real, advierte sobre la estructura interna, el armazón que da soporte a la fachada siempre aparente y deslumbrante del edificio que representa a las naciones-estados latinos. El resultado: una consistente y enfática declaración de principios, hecha con sentido crítico y enfrentada al statu quo de la imagen convencional, esa hipnotizadora vista unívoca que ha soportado, desde tiempos de la Colonia, la idea que tenemos los latinoamericanos sobre nosotros mismos, en una operación que no deja muy bien librada nuestra autoestima

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y, mucho menos, la identidad que decimos llevar. Carlos Castro estudió algunos semestres de Diseño Industrial en el Instituto Metropolitano de Quito, Ecuador, en 1997; en 2002 obtiene su título como Maestro en Bellas Artes, de la Universidad Jorge Tadeo Lozano de Bogotá. Esta formación, que cobija dos pueblos, dos geografías distintas, aunque cercanas, evidencia un diálogo disciplinar que oscila entre los lenguajes metafóricos propios del arte y el funcionalismo del diseño en sus sentidos utilitario, de comunicación y de serialidad. Quito y Bogotá han sido dos cantones de producción de identidad cultural que se mezclan en el crisol creativo de Castro. Oscar Roldán-Alzate


académica

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D I C I E M B R E / 2017 c amin á p al c e n t ro viernes

1

8:00 a. m. // Exposición itinerante Universidad de Antioquia a través de los instantes Lugar: Casa del Bachillerato Nocturno Invita: Museo Universitario Universidad de Antioquia 10:00 a.m. - 11:00 a.m. // Obra de títeres de Navidad Los secretos del Quijote Lugar: Antigua Escuela de Derecho Invita: Museo Universitario Universidad de Antioquia MUUA 10:00 a.m. - 12:00 m. // Taller de plastilina “Del paisaje a la abstracción” Lugar: Sala de exhibiciones Edificio San Ignacio Invita: Departamento de Extensión Cultural 10:00 a.m. - 12:00 m. // Bautizo Botánico Avenida La Playa Lugar: Avenida La Playa Invita: Programa Cultura Centro / Gerencia del Centro 10:00 a.m. - 6:00 pm // Exhibición temporal “Paisajes viajeros”, Olivier Debré - Jean-Gabriel Thénot. Conversación en pintura Lugar: Sala de exhibiciones Edificio San Ignacio Invita: Departamento de Extensión Cultural 10:00 a.m. – 12:00 m. // Taller de clown El Centro el barrio de todos Lugar: Edificio San Ignacio. Aula Múltiple Universidad de Antioquia Invita: Departamento de Extensión Cultural 11:00 a.m. // Taller de farolitos Ilumina el centro Lugar: Casa del Bachillerato Nocturno Invita: Museo Universitario Universidad de Antioquia MUUA

12:00 p.m. - 12:10 m. // Desde el balcón Cantos desde el Centro Lugar: Balcones de la fachada principal y de la Calle Ayacucho del Paraninfo de la Universidad de Antioquia Invita: Facultad de Artes 14:00 p.m. – 5:10 p.m. // Centronizados Lugar: Plazuela de San Ignacio Invita: Programa Cultura Centro / Gerencia del Centro 2:00 p.m. a 4:00 p.m. // Clowns para alegrar el Centro Lugar: Plazuela de las Torres de Bomboná Invita: Departamento de Extensión Cultural 2:00 p.m. a 4:00 p.m. // Proyección de cortometrajes nominados a los Premios Nacionales de Cultura Lugar: Sala de Cine del Edificio Invita: Departamento de Extensión Cultural 2:00 p.m. – 5:00 p.m. // Me tomo la palabra Lugar: Plazuela de San Ignacio Invita: Facultad de Medicina 5:00 p.m. – 6:00 p.m. // El Centro y los libros Lugar: Biblioteca del Paraninfo de la Universidad de Antioquia Invita: Biblioteca del Paraninfo de la Universidad de Antioquia

sábado

2

10:00 am - 12:00 pm // Arepa: el pan nuestro Lugar: Primer patio del Edificio San Ignacio Invita: Programa Cultura Centro / Gerencia del Centro 10:00 am - 11:30 am // Yoga en el Paraninfo Lugar: Edificio San Ignacio Invita: Departamento de Extensión Cultural 10:00 am - 16:00 pm // Exhibición temporal “Paisajes viajeros”, Olivier Debré

- Jean-Gabriel Thénot. Conversación en pintura Lugar: Sala de exhibiciones Edificio San Ignacio Invita: Departamento de Extensión Cultural 3:00 p.m. – 5:00 p.m. // Encuentro de ilustradores: Urban Sketchers Medellín Lugar: Plazuela San Ignacio Invita: Departamento de Extensión Cultural

académica viernes

1

4:00 p.m. // Cátedra Abierta Comunicación Científica Lugar: Auditorio 1, piso 2, Edificio de Extensión Invita: Departamento de Extensión Cultural 12: 00 m. // Univercitas: Citas con el Universo Con: Jorge Iván Zuluaga Callejas Auditorio Luis Javier García Isaza – MUUA Organiza: Museo Universitario

lunes

4

8:00 a. m. // Primer Foro Regional de Ciudades y Territorios Inteligentes Lugar: Paraninfo de la Universidad de Antioquia Invita: Dirección Nacional de Planeación, Universidad Nacional de Colombia, Universidad de Antioquia, Masbio, Cartif

miércoles

6

5:00 p. m. // Noche en Vela - Caminá el Patrimonio Velorio a Santa Bárbara bendita (Música y Contexto) Lugar: Paraninfo - Edificio de San Ignacio, Universidad de Antioquia. Carrera 44 #48-72 - Medellín Invita: Alcaldía de Medellín, Departamento de Extensión Cultural - Programa Cultura Centro

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PROGRAMACIÓN


7:00 p. m. // Temporada de Música La noche milagrosa Teatro Universitario Camilo Torres Restrepo Invita: Departamento de Extensión Cultural

viernes

15

7:00 p. m. // Concierto en la Plazuela de San Ignacio Concierto Milagros en Navidad para el Centro. Invita: Comfama, Departamento de Extensión Cultural, Facultad de Medicina y Programa Cultura Centro

ex po sicion es exposiciones

del 1 al 14 de diciembre 1:00 a 4:00 p. m. // Exposición itinerante Universidad de Antioquia a través de los instantes. Lugar: Casa del Bachillerato Nocturno. Invita: Museo Universitario Universidad de Antioquia Exposición larga duración Colección de Antropología Constituida en 1943, conserva alrededor de 35.000 objetos del patrimonio cultural de Colombia. Segundo piso MUUA Organiza: Museo Universitario – MUUA Exposición larga duración Colección de Ciencias Compuesta por una serie de montajes permanentes, temporales y murales

hasta el 28 de febrero/2018 Exhibición temporal. Paisajes Viajeros. Oliver Debré – Jean- Gabriel Thénot. Conversación en pintura Sala de Exhibiciones. Edificio San Ignacio (Paraninfo U de A)

música música

7:00 p. m. // Concierto Orquesta Sinfónica U de A, cuarta temporada de conciertos 2017, director invitado Eduardo Carrizosa Navarro, solista Teresita Gómez al piano. Lugar: Parroquia Jesús Nazareno (Carrera 52 (Carabobo) Nro. 61 - 30 Invita: Facultad de Medicina, Facultad de Artes - Programa Cultura Centro

• Exhibición temporal Reordenamientos. Taller de proyectación Juan Raúl Hoyos Hall del Teatro Universitario Camilo Torres Organiza: Departamento de Extensión Cultural • Exposiciones temporales en el MUUA Hibrido, cruzado y discontinuo. Arte antioqueño del 70 y del 80. Primer piso del MUUA • Exposición cuarta Convocatoria Creación Auxiliares Administrativos Museo Universitario Tercer y cuarto piso MUUA Olga Hurtado. Segundo piso Edificio de Extensión

música

música

Recorrido Centro Norte de Medellín, Un regalo para la ciudad 5:00 p. m. // Concierto Banda Sinfónica Facultad de Medicina en la Plazuela de San Ignacio

Exposición de Larga Duración Colección de Historia Memorias de Una Colección Con esta exhibición se pretende abrir un escenario de diálogo alrededor de los objetos allí expuestos y de todas las situaciones que los rodean. Tercer piso MUUA Organiza: Museo Universitario – MUUA

exposiciones

5

hasta mayo 2018

exposiciones

martes

Organiza: Departamento de Extensión Cultural

exposiciones

música

enfatiza en especies nativas de animales colombianos. Tercer piso MUUA Organiza: Museo Universitario – MUUA




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