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Jorge Alonso Zapata. Otra requisa. AcrĂ­lico sobre papel. 35 x 27 cm. 2011

Editorial El centro de todos y de nadie

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Cada vez que mi madre salía muy bien ves-

tida y de bolso en mano decía: “bajo al centro a hacer unas vueltas y les traigo cositas”. La imaginaba caminar en círculo alrededor de un señor de algodón gigante, habitante de un país lejano que prohibía el ingreso a niños. Solo vine a entender de quién o de qué hablaba mi mamá cuando me llevaba con ella a esporádicos recorridos camino a las citas médicas y odontológicas. Con ojos infantiles entendí que existía un lugar diferente a la calle del barrio, a las fachadas de las casas, a la tienda de la esquina.

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Los edificios, las avenidas, los semáforos, el afán de la gente, las voces, los sonidos y la diferencia de intereses y de rostros convierten al centro en un lugar de desconocidos que se miran en medio de una geografía inaprensible que los atrae y, a la vez, los expulsa. Algo en él, entre la ambigüedad de lo moderno y los rastros de una época que se deja ver en los dinteles de una casa vieja, o en los muros con mensajes del nacimiento e inicio de algo, en cierta medida, devuelve esa noción de colectivo, de pertenencia a un grupo social. El espacio público en el centro no tiene nombre de un centro comercial que se encargó del tiempo libre de la gente y de paso de su consumo; es, a secas, “el centro”, un lugar donde los diferentes se encuentran y, sin saberlo, hacen parte de una identidad —así sea nominal—. Los ciudadanos se reúnen para compartir esa historia común y los hilos de una memoria que parece estar llena de fantasmas, un territorio de todos y de nadie. Como todo organismo vivo, el centro tuvo una juventud. Algunos recuerdan sus grandes cafés, cines, teatros, edificios patrimoniales relucientes, librerías, casas habitadas por familias que luego salieron huyendo, pasajes como el de Junín o el Astoria, que eran desfiles de coquetería y de encuentro de clases sociales. Ese centro tuvo el toque de ciudad origen, de corazón fortalecido con sus grandes señales de Julio | 2017

urbe en expansión. Las empresas más importantes tenían allí su sede principal, la función pública, el gobierno local estaba presente. La cultura atestaba sus butacas como el emblemático Teatro Junín, donde se dieron cita las más grandes óperas del mundo, obras de teatro de talla mundial. Lo anecdótico también cuenta. Recuerdo que ciertos señores de corbata se ubicaban en las calles céntricas o en las zonas más concurridas como la avenida Primero de Mayo y la Plazuela Nutibara. Allí les tomaban fotos a transeúntes desprevenidos. Estos, recibo en mano, podían reclamar su foto días después. La imagen, en blanco y negro, les era entregada dentro de un telescopio del tamaño de un dedo índice, con una lupa de alta resolución. Allí, con los gestos naturales, los pasos a plena marcha eran eternizados y registrados en un primer plano, para entregar un segundo entorno de fachadas comerciales en ese universo llamado centro de Medellín. Pero cada tiempo tiene su cantar y el centro también tuvo su propio coro de horror. Llegaron los miedos y las aves de rapiña con su hambre. Lentamente los espacios se fueron transformando y la Medellín de las décadas de los años 80 y 90 se llenó de muertos. Generaciones de jóvenes sucumbieron sin terminar de configurar un sueño, la violencia se ensañó en cada rincón y tomó mando de las calles de la ciudad y del centro. Estallaron bombas y con ellas centenares de vidas, sin contar las balas o los “dados de baja” por arma blanca a plena luz del día. El centro de Medellín estaba cercado por el miedo y el parque de San Antonio fue uno de los sitios que, al despuntar de una vieja (pero vigente) noche, recibió cuerpos desmembrados y el llanto se tomó el aire. El artista Fernando Botero no permitió, luego de esa tragedia, que se quitara del parque su escultura reventada, allí donde pusieron la bomba. Hizo un pájaro idéntico en bronce y lo donó de nuevo, al lado de la atrocidad de


la violencia. Para recordar, de una vez y para siempre, que hechos así son la expresión de la imbecilidad y de la profunda oscuridad de las cuales somos capaces.

y echar a andar un plan de intervención que busca recuperar el espacio público, la movilidad, enfrentando complejidades mayores en el territorio.

A raíz de eso y de otros acontecimientos conjugados, el centro de Medellín a determinadas horas se volvió el lugar más fantasmal y uno de los más temidos: era impensable cruzarlo en carro y mucho menos caminarlo. El narcotráfico alardeaba de su poder y lo hacía demostrando su capacidad de control, al punto de llevarse por delante lo que se cruzara en su camino y de ser el fenómeno más invasivo en nuestra sociedad, sin distingo de clase o raza, del que se tenga memoria.

En medio de ese fragor, la cultura actúa como resistencia, como una bella opción donde la vida encuentra sosiego. Colectivos de artistas viven de sus ansias, casas de teatro con novedosas estéticas sacan sus carteleras “a puño limpio” al lado de ofertas de “todo a mil”. Entidades, fundaciones e instituciones, como la Universidad de Antioquia hacen presencia y se la juegan con creatividad por hacer que pasen cosas diferentes. Jóvenes gestores persistentes de la causa, aliados por la cultura intentan entregar otra realidad, ante ese espejo doloroso e inocultable que es el centro de Medellín. La pregunta es cómo hacer para que la gente vuelva al centro y no se quede confinada en los centros comerciales y en sus pasillos relucientes de lámparas de galpón las veinticuatro horas.

El centro sigue su curso y da gusto saber que una publicación tan universitaria como la Agenda Cultural le dedica uno de sus números, trayendo de relieve la obra del pintor Jorge Zapata, tan real y callejera como el centro, al que el calificativo de “impúdico” le resultaría limitado, pues haría perder el encanto de cada secuencia donde adultos parecen niños jugando a la guerra de la supervivencia, de odios y uniformes policiales, de persecuciones y de robos, de cuerpos semidesnudos a la entrada de un bar o de un atraco en una esquina cualquiera en riña con el beso cómplice de los amantes. Textos, palabras, percepciones y formas de ver y sentir el centro están reunidas aquí para reconocer un lugar que lo reúne todo y a todos, para bien y para mal. Cabe recordar que aun a sabiendas de que ese centro se lo disputan hoy economías voraces, el tráfico de estupefacientes, particulares de chequera en mano comprando predios por metro cuadrado —entre uno y veinte millones—, y los llamados habitantes de calle en el rebusque con los habitantes de la periferia y otro tanto de miles de desplazados de pueblos, ciudades y hasta países, en el centro muchos salvan el día mientas la retórica oficial intenta poner orden

Cómo hacer para que el centro de Medellín devuelva esa noción de ciudadanía ya perdida, y el derecho de habitar un territorio con vocaciones naturales para la poesía, la música, el teatro, la palabra, el debate, el café, la gastronomía, la plaza, el parque, la calle. Cómo entender sencillamente que en ese lugar donde la cultura está, muchas veces batallando en soledad, las puertas de muchos lugares con vocación por lo público están abiertas para ese millón y medio de corazones que lo visita diariamente y ese montón de gente que se quedó a vivir. Cómo entender que el centro, con sus diecisiete barrios, es patrimonio de una ciudad de merecimientos y reciprocidades.

Gisela Posada Mejía Líder Cultura Centro Universidad de Antioquia

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El centro de Medellín: vivencias de tiempos idos Marta Alicia Pérez Gómez

Muy pequeña llegué a vivir a Villanueva, un

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barrio de la zona céntrica de Medellín, vecino del barrio Prado (hoy Prado Centro), a una casa cuyo piso era de baldosas amarillas y verdes, que en sus habitaciones pasaba a ser de cemento pintado de rojo oscuro. Quedaba en una esquina de la carrera Palacé, desde donde veía florecer cada cierto tiempo un árbol, un fascinante árbol de flores amarillas que brillaban con el sol. Luego supe que ese árbol que yo miraba extasiada se llamaba guayacán y que a veces, en otras calles, tenía flores moradas, un color sobrio y triste, no por eso menos bello, pero tan diferente del resplandeciente y ardoroso que contemplaba desde la ventana de la sala de mi casa. En las tardes la ventana permanecía abierta porque ahí, en un sillón de la sala, se sentaba mi abuelo para conversar con la gente que pasaba y quizás para distraer el tiempo y alejar de su mente la idea de la muerte porque amaba la vida y la charla. Cuando empezaba a narrar sus historias pedía un tinto para “humedecer la palabra”. Su tema preferido era la Guerra de los Mil Días, en la que decía haber participado; y al ser interrogado por sus medallas o por las cicatrices de sus heridas, respondía muy ufano: “Mi campaña fue corta, pero gloriosa”. Como vivíamos al frente del Seminario Mayor (o Conciliar), hoy convertido en centro comercial, recuerdo que una vez el abuelo, ebrio y perdido, le dio varias vueltas a la manzana del Seminario, y al abordarlo, extrañados por su conducta, nos dijo que ¡estaba buscando la casa! Un recuerdo de esos que se adhieren a la memoria, como otro, cuando a mi mamá Julio | 2017

la persiguió un novillo (ella decía que era un toro) por la avenida Echeverry, y de no ser por los vecinos, que acudieron en su ayuda, la alcanza. ¡Una escena inaudita! Pero era otra Medellín, la de los años cincuenta, casi una aldea, en la que las puertas de las casas que tenían contraportón podían permanecer abiertas, también las ventanas; y los animales andaban a sus anchas o se les escapaban a quienes los traían para la Feria de Ganado. No puedo negar que había ladrones que, en un descuido de los dueños de casa o de la empleada del servicio mientras barría la calle, entraban por las puertas abiertas, se robaban los vestidos de los señores, a pesar de estar guardados en los escaparates que abrían en un increíble, eficaz y rápido gesto de osadía, y hasta los televisores de la sala, pues ya Rojas Pinilla había traído la televisión al país en 1954, y era una novedad que congregaba a quienes no la tenían, en las casas de los vecinos pudientes. A riesgo de hacer la pintura de una ciudad idílica, que no lo es ni lo fue nunca, puedo afirmar, sin embargo, que Prado y Villanueva eran barrios tranquilos donde los niños y adolescentes andaban en patines y montaban en bicicleta sin peligro de ser atropellados y conversaban en las puertas de las casas hasta el anochecer. Hablo de estos barrios porque por su cercanía con el centro estaban integrados a él y desde ellos se iba a pie a sus lugares más representativos como la carrera Junín, la avenida La Playa, el Parque Bolívar y su catedral, famosa por su construcción en ladrillo; a la Plazuela


Nutibara y al Parque Berrío, estos últimos, ejes de los bancos, de los negocios, y sedes de las oficinas del Gobierno. Ahora me voy a referir a esos lugares, y a otros considerados el corazón de Medellín, con el relato de algunos episodios que aún conservo en mi memoria: Yo iba con frecuencia al Banco de Londres, una preciosa edificación de estilo republicano, que ostentaba una monumental fachada de cuya parte superior pendían dos imponentes águilas en actitud de vuelo. Cuando iba a visitar a mi papá, que trabajaba allí, no podía dejar de mirarlas, porque, aunque las sentía amenazantes, eran muy hermosas. Con la demolición del edificio me dañaron el recuerdo. En su reemplazo, construyeron otro, sin gracia, y, además, con el paso del metro, ese sector de la carrera Bolívar adquirió un aire de callejón oscuro. Las colegialas salían en las tardes, aún con su uniforme, a pasear por Junín —lo que llamábamos “juniniar”—, y regresaban a sus casas entre ruborizadas y felices, después de escuchar los piropos de los jóvenes y también de los hombres mayores. Las señoras iban de compras (en ese entonces se decía que iban al comercio) a Parisina, el almacén de telas de don Jesús Posada, en la carrera Junín, y a los establecimientos del Parque Berrío, y las más rebuscadoras, a Guayaquil. Una costumbre muy particular era salir a ver vitrinas; una muy famosa era la del Edificio Fabricato, en la que se exhibía lo último en moda. El edificio luego se hizo tristemente célebre por un crimen que se cometió allí. Las familias de Prado, Villanueva y otros barrios en los alrededores del centro iban a misa a la Catedral Basílica Metropolitana (y luego se quedaban en la retreta en el Parque Bolívar), a la Basílica Menor de Nuestra Señora de la Candelaria, asimismo a la iglesia de la

Veracruz y a la de San José. El centro de la ciudad era en ese entonces el escenario de la religiosidad de los habitantes de Medellín, que vio desfilar por sus calles las procesiones de Semana Santa y la del Sagrado Corazón, que hábilmente dirigía un pintoresco personaje de la burguesía, de nombre Francisco Javier Ospina Ospina, a quien llamaban “el Mono Procesión”. Según afirma Sergio Esteban Vélez, columnista del periódico El Mundo: “Su apodo alude a su pelo rojo y a que, durante muchos años, fue él quien se encargó del orden y la logística de las famosas procesiones del Sagrado Corazón de Jesús, que eran el gran evento anual de la pequeña y pueblerina Medellín”.1 Están muy presentes en mis recuerdos la procesión del Domingo de Ramos y la del Viacrucis, llamada “Procesión de once” que, en su recorrido matutino, salían de la iglesia de la Candelaria. En esas ocasiones mi mamá me llevaba de la mano, porque los desfiles eran multitudinarios, y yo sufría indeciblemente, pues por ser aún pequeña, en el apretuje quedaba a la altura del trasero de las señoras, que usaban calurosos vestidos de paño del tradicional estilo sastre, de color negro o azul oscuro, lo que aumentaba el sofoco, y cuyas faldas olían a naftalina, quizás porque apenas las desempolvaban cada año para lucir en esta ceremonia y presumir de su elegancia ante el Señor. También recuerdo la del Santo Sepulcro, que se realizaba por la noche y pasaba por la carrera Junín, escoltada por los llamados “Caballeros del Santo Sepulcro”, de quienes hace mofa Gonzalo Arango en su escrito: “Medellín, a solas contigo”.2 Ya había estallado el movimiento nadaísta (1958), y en todo el centro de Medellín, en el Paraninfo de la Universidad de Antioquia, los nadaístas sabotearon el Congreso de Escritores Católicos y más tarde cometieron un sacrilegio en la Catedral Metropolitana (1961): “al clausurarse la Gran Misión Católica que por aquellos años había recorrido el país, comulgaron y guardaron las hostias en un li2017 | Julio

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bro, lo cual suscitó el furor de los fieles, quienes estuvieron a punto de lincharlos”.3 Dicen que uno de ellos tiró la hostia al suelo y la pisó.

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El centro evoluciona, y con este episodio mi visión infantil queda atrás. Empiezo a buscar respuestas en los amigos, pero sobre todo en los libros y en el cine. Libros que se conseguían en las librerías del centro, y películas que se proyectaban en los teatros del centro, cuyos horarios se expresaban con estos vocablos: matinal, matiné, vespertina y noche. Mis recuerdos también evolucionan, pero vuelven a uno muy antiguo, a la primera película que vi (me llevó mi papá): era mejicana, creo que se llamaba El águila negra y la proyectaban en un teatro hoy desaparecido, como casi todos los del centro de Medellín, el Caracas, que luego se llamó Aladino y que junto con Cine al Día y Cinelandia eran de cine continuo. Y me llevó al teatro María Victoria, que fue semidestruido por un incendio en la década de los 50 y restaurado poco más tarde. Quedaba en la carrera Junín; hoy funciona allí un pasaje comercial. Otros grandes teatros a los que acudía ya en los años 60 y 70 hacían del centro de Medellín un espacio cultural rico y diverso. Estos eran: • El Metro Avenida, en la avenida Primero de Mayo, en el que se proyectaban los musicales de la Metro Goldwyn Mayer; allí mi generación se extasió ante los bailes de Gene Kelly y Fred Astaire, con sus parejas Cyd Charisse, Ginger Rogers y Eleanor Powell, y disfrutó con las arias de ópera cantadas por Mario Lanza. Ahora una entidad financiera ocupa su lugar. • El Ópera, en la calle Maracaibo, al frente de la Librería Aguirre, sala donde se veía el mejor cine europeo. Allí se proyectaron las películas de los directores más prominentes del momento, como Federico Fellini y Michelangelo Antonioni, y el cine de la nueva ola francesa. Hoy es un pasaje destinado a la venta de celulares. Julio | 2017

• “El Cid, en la calle Caracas con Palacé, un espacioso teatro de cine con capacidad para 1.200 espectadores que, de forma inexplicable, dejó de existir cuando apenas comenzaba su ciclo de vida”.4 • Aún existe el Lido, situado en el Parque Bolívar, en la esquina de Ecuador con Caracas; fue creado en 1945 y para mí era el más hermoso y elegante de los teatros. En un principio, gracias a su acústica perfecta y a la organización Promúsica, fue un magnífico escenario para la realización de conciertos, a los que jóvenes y adultos asistíamos sin falta. Luego lo compró Cine Colombia y cambió su destino musical y de variedades por el de escenario para cine. Gracias a ello, la generación de la época pudo ver casi todas las películas del gran director sueco Ingmar Bergman, y apreciar el magnífico cine de suspenso de Alfred Hitchcock; y un público más popular pudo gustar de la actuación de Cantinflas y las canciones de Sarita Montiel. En las décadas del 50 y del 60, el Lido vivió su época de esplendor, pero en los años 80 empezó su decadencia, quizás por los mismos motivos que han llevado al cierre de los demás teatros. Hoy el Municipio se ha encargado de su recuperación y de la restauración de su hermosa arquitectura. • Mención aparte merece el antiguo y grandioso Teatro Junín, edificación contigua al Hotel Europa, con un aforo de 4.000 espectadores, en el que además de cine se presentaban óperas y zarzuelas. Recuerdo haber visto allí una de las primeras películas colombianas: Semáforo en rojo (1964), con Lyda Zamora, y películas mexicanas con actrices inolvidables como María Félix y Libertad Lamarque y actores como Jorge Negrete y Pedro Infante, de gran aceptación popular. Inaugurado en 1924, fue demolido en 1967 para dar paso al Edificio Coltejer, que albergó dos salas de cine con el mismo nombre de Junín, que luego desaparecieron. • Hubo, además, dos salas de cine entrañables: el Libia y Cine Centro, dignos sustitu-


Jorge Alonso Zapata. Requisa 3. AcrĂ­lico sobre papel. 25 x 34,5 cm. 2014


tos del Cineclub de Medellín (creación de Alberto Aguirre, que funcionaba en el Teatro Colombia, unas cuadras arriba del centro), y de la cinemateca El Subterráneo, que no operó en el centro sino en El Poblado y luego en Suramericana. Digo sustitutos porque, al igual que en estos cineclubes, su objetivo no era el lucro sino el arte, y su propósito, ofrecer a los espectadores un cine de calidad. Allí se pudieron ver las películas de Ingmar Bergman, Luis Buñuel, Luchino Visconti y esas maravillas del neorrealismo italiano: Ladrón de bicicletas y Humberto D., de Vittorio De Sica.

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Esta enumeración de las salas de cine me ha dejado un sabor entre dulce y amargo. Dulce, porque en mi adolescencia y juventud pude disfrutarlas, y amargo, porque ya no están y, aunque ahora hay otras en la periferia, su cartelera es muy pobre y se repite en casi todas. Sin embargo, en pleno centro, en El Palo con Maracaibo, hay una afortunada excepción: la cinemateca del Colombo Americano, dedicada al cine arte. Olvidaba mencionar el cine porno, género de antiguo disfrute y de taquilla siempre colmada. En el centro de Medellín lo proyectan dos teatros de vieja data: el Sinfonía, en la carrera Sucre, y Villanueva (antiguo Guadalupe), en la carrera Bolívar, que curiosamente en la Semana Santa cambia sus películas triple X por el cine religioso de la vida de Jesús. ¡Oh, mi querido centro, pasan los años y aún te cobijas en la moralidad paisa! Esto me hace recordar una graciosa anécdota de tres señoras madres de familia que yo conocí, ya entradas en años, muy decentes y católicas ellas. Al consultar la cartelera de cine, un título les llamó la atención: Cuando las colegialas crecen, y se fueron a un teatro del centro, creo que era el Metro Avenida de principios de los años 70, a ver la película porque, según su creencia, debía tratarse de cuando las niñas Julio | 2017

empiezan a conseguir novio, pero la sorpresa que se llevaron fue mayúscula: ¡Era un porno famoso en la época! El lío fue que no se atrevían a salir del teatro porque en esa Medellín de entonces, tan pequeña y provinciana, las podría ver alguien conocido. Entonces, hasta que se decidieron a abandonar la sala, optaron por cerrar los ojos. Ya en la fila para entrar habían notado que estaba compuesta solo por hombres que las miraban raro, pero como ignoraban lo que iban a ver, no les importó mucho; sin embargo, la salida por la tarde, en pleno centro de Medellín, era otra cosa. Un teatro del que no lamento su desaparición, fue el Odeón, en la calle Caracas, porque, aunque presentaba buenas películas, al final —poco antes de su extinción—, el desaseo y el deterioro hacían imposible la asistencia. Las ratas y las cucarachas se paseaban por entre las piernas de los espectadores. ¿Una premonición o un adelanto de lo que le esperaba al centro de la ciudad? Y sigo con el trágico inventario: ya no existen las surtidas librerías que tenían sus locales en el centro, como la Aguirre, situada primero en la calle Maracaibo, y luego en Sucre, de propiedad de Alberto Aguirre y manejada por la inolvidable Aura López; la Continental, de propiedad de don Rafael Vega, que funcionó primero en la esquina de Junín con La Playa, regentada entonces por su hijo Juan Guillermo Vega, que había hecho estudios de Librería en España y lamentablemente falleció muy joven, y luego por sus hijos Fernando y Gonzalo, cuando se trasladó a la esquina de Palacé con la avenida Primero de Mayo; la América, de propiedad de don Jaime Navarro, administrada por sus hijos Fernando e Inés Elvira, que encontrábamos en el Pasaje Boyacá, al lado de la Librería Científica. Hoy, milagrosamente, la América subsiste en el mismo lugar y Fernando no piensa irse de allí. Su vecina, la Cientí-


fica, cambió de zona y habitó durante varios años en un centro comercial en el occidente de la ciudad, pero ahora, tristemente, se encuentra en liquidación. Tampoco está la Librería Nueva, “fundada en 1926 por don Luis Eduardo Marín. Inicialmente ubicada en Boyacá con Carabobo, más adelante se mudó al que era considerado centro cultural de la ciudad: la carrera Junín. La familia Marín tuvo que vender la librería a mediados de los años 70. Les fue imposible sostenerla y fue comprada por Hernando Donado, quien además había fundado la Científica y venía de trabajar en la Librería Técnica, propiedad de su padre”.5 Una vez más se enfrentó al cierre, así como otro librero, el de Mundo Libro, en La Playa con Girardot, a quien conocí cuando era casi un niño, en la Continental, y al que familiarmente llamábamos “Pacho”. ¿Y cómo olvidar la Librería Abi Lerner? Ubicada en el pasaje Veracruz, muy cerca de la parroquia del mismo nombre, se especializaba en la venta de libros de marxismo que hacían furor en los años 60 y 70. El manifiesto del partido comunista, de Carlos Marx y Federico Engels; El derecho a la pereza, de Paul Lafargue, yerno de Marx; y autores como Marta Harnecker, con su famoso libro Los conceptos elementales del materialismo histórico; Louis Althusser, con Para leer el capital y La revolución teórica de Marx; y Lenin, Trotsky y Mao Tse-Tung eran lectura obligada de los estudiantes de la época. Pero con el ocaso del socialismo, y, sobre todo, del centro de Medellín, fue otra de las librerías que cerró sus puertas. En diciembre del 2015, la Librería Palinuro, “de libros leídos”, no aguantó más, abandonó el centro y se instaló en el sector del Estadio. En su partida, Luis Alberto Arango, su amable y sabio librero dijo: “El centro ha perdido seguridad, a la gente le da susto venir porque de pronto le roban; está feo, ha perdido la belleza; y súmele que hay arreglos de alcantarillado por

todos lados, por lo que venir es todo un lío”.6 Ya también se había ido Juan, el de Los libros de Juan; y en cierto modo, la Anticuaria, —la primera librería “de viejo” o de libros leídos que se abrió espacio en la Medellín de 1960—, que yo conocí en Palacé, entre Perú y Caracas, y aunque subsiste en la Plazuela San Ignacio, con la muerte de Don Amadeo Pérez, el librero español que la fundó, ha perdido protagonismo. Fue así como comenzaron a desaparecer del centro de Medellín los teatros y las librerías, asimismo los lugares de reunión y los restaurantes. El punto donde departía la elite y se fraguaban los negocios, y en el que los jóvenes de la clase media y alta se divertían en las “empanadas bailables” amenizadas por los Teenagers, el “loco” Quintero y por grandes orquestas como la de Lucho Bermúdez y la de Pacho Galán, el Club Unión, se convirtió en los años 90 en un centro comercial y su sede se trasladó para El Poblado. De los restaurantes y reposterías de aquellos años, solo quedan: Versalles, con sus tradicionales empanadas argentinas y el jugo de mandarina exprimido al natural —no de pulpa—, y el Astor, que en los años sesenta quedaba al lado del Club Unión y luego se pasó para la acera del frente, siempre en Junín. Allí, en el Astor, las señoras que en esa época aún no tenían miedo de engordar, se reunían con sus amigas a tomar el té, acompañado por los famosos “moros” y remataban con una gran copa de helado. Había quien prefería los pequeños sándwiches de huevo o de jamón, que venían cubiertos de gelatina sin sabor, y de postre un esquimo de vainilla con chocolate. Un regalo para llevar a una invitación era su exquisito bizcocho de chocolate, diseñado en forma rectangular. No hay duda de que estas delicias para el paladar todavía existen allí (¡No todo está perdido!), pero las traigo a colación como recuerdo de las costumbres de quienes frecuentábamos el centro en los dichosos años 60. 2017 | Julio

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Hace mucho, pero mucho tiempo, no está La Suiza, que quedaba en Caracas entre Junín y Palacé y vendía unas delicias de roscas con crema inglesa que aún ahora, al evocarlas, se me hace agua la boca y pienso en las “magdalenas” de Proust. No existe ya la heladería Santa Clara, propiedad del “loco” Jaramillo que, si mi memoria no está alterada, quedaba al lado de Versalles; ni la heladería San Francisco, en el Parque Bolívar. Tampoco está Donald, al pie del hotel Europa (demolido), donde se reunían los intelectuales a discutir sus teorías, ni el Metropol, en Junín con Caracas, en el que mandaban la parada las carambolas del billar, ni tampoco un local aledaño —en la esquina— que se quemó.

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Olvidaba que tampoco existe en el centro El Colmado, que vendía unos apetitosos perros calientes. Al venir caminando desde la Plazuela de San Ignacio, donde quedaba la Universidad de Antioquia, o más arriba, desde Estudios Generales, o desde la Bolivariana, los estudiantes nos deteníamos allí para calmar el hambre y luego pasábamos a mirar libros en la librería vecina, la Continental de Junín con La Playa. Creía que aún existía el Club Maracaibo, lugar de reunión de los ajedrecistas, por el que pasaron maestros como Carlos Cuartas, Oscar Castro, y Boris de Greiff, pero no pudo sostenerse y se fue del centro. ¿Nostalgia? ¿Parece que se cumpliera el tan manido dicho de que “todo tiempo pasado fue mejor”? Sin embargo, nada más lejos de mí que hacer apología del pasado, pero es preciso reconocer que, como lo leí en El Tiempo a propósito del cierre de la Librería Nueva: “Con el paso de los años, la ciudad continuó con su transformación. El centro cambió de público, comenzaron a desaparecer librerías y teatros, así como importantes edificios y lugares representativos y esa transformación no solo se llevó los edificios, también se llevó la cultura que había en la ciudad”.7 Julio | 2017

¿Qué sucedió en tan pocos años? ¡Que llegó el “progreso” y mandó a parar!, como diría la canción cubana: “Se acabó la diversión, llegó el Comandante y mando a parar”. ¡Ese progreso de los paisas, que desde tiempos inmemoriales destruye lo antiguo y valioso en aras de lo nuevo! A finales de los años 60, casi a comienzos de los 70, fui testigo de la construcción de la avenida Oriental, que partió la ciudad en dos. Por esa razón los habitantes del viejo Prado, al verse alejados del centro, de sus lugares habituales y presenciar su deterioro, se empezaron a ir a otros sitios. Lo mismo sucedió con las oficinas de gobierno y con la oferta de vivienda, que dejó de ser atractiva. Con la Oriental tumbaron la casa de mi infancia, la de Palacé, además muchas casas vecinas, y varias de la avenida La Playa, pero el mayor crimen “de lesa arquitectura” fue la demolición del Palacio Arzobispal (antes residencia de José María Amador) situado en la carrera Unión con La Playa. Y cosa curiosa: la carrera Unión también desapareció. La debacle que significó la Oriental nos obligó a buscar una nueva casa, y como no queríamos alejarnos del lugar en el que habíamos construido nuestra vida, mis papás encontraron una casa en Prado, nuestro barrio vecino. Una casa vieja, sencilla, muy distante de las mansiones tradicionales de su parte alta, pero muy bonita, de piezas en galería y con papel de colgadura en sus paredes, baño de inmersión y patios. Pero el barrio cambió, el centro se trasformó, los vecinos eran otros y entonces, a comienzos de este siglo, hicimos lo mismo que las otras familias, lo dejamos. Esa casa aún existe, pero le sucedió lo que a muchas de Prado, que a pesar de ser declaradas patrimonio, se volvieron inquilinatos. Una muestra de lo que se veía venir para Medellín sucedió en la parroquia Los Doce Apósto-


les, en la celebración de la misa de entierro de un sicario, al que sus amigos, en un patético gesto, sacaron del ataúd, sentaron su cadáver en una banca de la iglesia, y obligaron al sacerdote a darle la comunión. Era la misma parroquia que a mediados de los años 60, en un pequeño auditorio, programaba cine foro para los vecinos. Recuerdo haber visto allí de joven, Esplendor en la hierba y West Side Story, ambas con Natalie Wood; la misma donde se celebraban los famosos rosarios de la aurora durante la Gran Misión, en 1960, esa que fue objeto de ataque por los nadaístas. Era un hecho que en la ciudad todo había cambiado. El centro lo tomaron otras instancias, otros oficios, y Medellín, por su fama de innovadora y de caritativa, se llenó de gente, tanta y con tantos problemas de subsistencia, que busca solución en el empleo informal, en las ventas ambulantes y piratas, en la limosna, e incluso en la ilegalidad y en el robo. Ahora no es posible, como antes, tener las ventanas abiertas y conversar con los que pasan, como lo hacía mi abuelo (en ellas y en las puertas tenemos rejas). Y se llenó de carros y motos, tan numerosos y apabullantes, que hoy sería muy difícil, casi que imposible, que un novillo persiguiera a alguien por la calle. Esas calles en las que florecían guayacanes ya no existen, están atestadas de carros, de gente, de mucha gente, el aire ya no es limpio y reinan el despojo y la desmesura.

Notas 1 Vélez. S. E. (2011). “El Mono Procesión”, en: Periódico El Mundo, 27 de abril, Medellín, disponible en línea: elmundo.com/portal/opinion/columnistas/ el_mono_procesion.php

Jorge Alonso Zapata. Venta callejera. Acrílico sobre papel. 25 x 35 cm. 2011

2 Arango, G. (2016). Obra negra, Medellín, Fondo Editorial Universidad Eafit, pp. 158-167. 3 Cobo Borda, J. G. (1995). “El nadaísmo”, en: Historia portátil de la poesía colombiana: 1880-1995, Bogotá, Tercer Mundo Editores, digitalizado por la BLAA (2005), disponible en línea: www.banrepcultural.org/node/23932 4 El Cid fue una “gran sala, con la silletería dispuesta en forma semicircular y ascendente de adelante hacia atrás, en un, para ese entonces, novedoso concepto que permitía a todos los espectadores poder ver con comodidad la pantalla, sin que nadie les “tapara” la visibilidad. Considerada una de las mayores salas de cine existentes en Medellín”, en: Recuerdos: Antioquia al día, recuperado de: https://es-la.facebook.com/ permalink.php?story_fbid=286408348065289&id. 5 “El adiós a una vieja librería: la Nueva”, recuperado de: www.eltiempo.com/archivo/documento/CMS16176477 6 “Librería Palinuro se va del centro de Medellín”, recuperado de www.semana.com/cultura/articulo/ libreria-palinuro-se-va-del-centro.../453080-3Ibíd. 7 “El adiós a una vieja librería: la Nueva”, op. cit.

Marta Alicia Pérez Gómez es profesora jubilada de la Escuela Interamericana de Bibliotecología de la Universidad de Antioquia. Miembro del comité editorial de la revista Agenda Cultural, escribió este artículo para esta edición.

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El centro es… Luis Fernando Arbeláez S.

[…] junto con el patrimonio natural, hay un patrimonio histórico, artístico y cultural, igualmente amenazado. Es parte de la identidad común de un lugar y una base para construir una ciudad habitable. No se trata de destruir y de crear nuevas ciudades supuestamente más ecológicas, donde no siempre se vuelve deseable vivir. Hace falta incorporar la historia, la cultura y la arquitectura de un lugar, manteniendo su identidad original. Por eso, la ecología también supone el cuidado de las riquezas culturales de la humanidad en su sentido más amplio. Papa Francisco1

Reflexionar y deliberar sobre los centros ur12

banos adquiere cada vez mayor relevancia cuando se habla de intervenciones que buscan su regeneración. Estos espacios hablan de la historia de la ciudad, de su identidad, de sus transformaciones, y son fundamentalmente la expresión cultural de la ciudad vivida, que hacen referencia no solo a los escenarios y arquitecturas que lo conforman, sino al ciudadano que lo habita. Centro es lugar de encuentro, de controversias, de manifestaciones cívicas y religiosas, de desacuerdos, de celebraciones, de protesta ciudadana. Es un espacio que contiene una herencia histórica y su lectura expresa su carácter, habla de su pasado y de los hitos que han guiado su desarrollo. El patrimonio arquitectónico de Medellín, una ciudad joven que tardó bastante tiempo en comprender el valor del mismo, reside en su trazado urbano y en unas espacialidades públicas cuyos nombres hablan de su historia. Las iglesias se constituyen en un referente esencial de esta centralidad y, ya desde el

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Primer plano conocido de Medellín, 1770, colección privada.

plano de 1770, aparecen como marcas fundamentales que, con sus plazas y arquitecturas, señalan rutas procesionales que aún hoy reconocemos. De San Ignacio (antes San Francisco) a la Candelaria pasando por San José y continuando hacia la Veracruz y San Benito marcan un camino que habla de la ciudad fundacional, de sus calles y sus plazas. Los edificios públicos, por supuesto, con notables arquitecturas presentan una ciudad que se proyecta hacia el futuro con claridad y con un simbolismo que aún hoy es objeto de admiración. El monumento público hace parte integral de un lenguaje de ciudad.


Por su parte, los edificios patrimoniales con su localización acusan calles de prestigio y de usos que fueron el soporte de las actividades económicas de la ciudad durante las primeras décadas del siglo xx. Así, la banca, la industria y el comercio, con edificios emblemáticos, ocupan espacios preferenciales y presentan arquitecturas que denotan una racionalidad y un acertado uso de estructuras en concreto con un marcado respeto por la calle y por el espacio público. Es necesario re-significar los edificios patrimoniales, señalar su historia, resaltar su presencia a partir del diseño de lo público y de una iluminación que lo incorpore a la noche. Así, podemos hablar de edificaciones propias de la banca, de la industria, del comercio, de los seguros, y de oficinas del sector privado que demuestran el auge de lo que fue la ciudad industrial de Colombia. Pero, si algo caracteriza nuestra centralidad, son aquellas calles emblemáticas, que a más de atravesar el centro marcaban relaciones con la periferia y establecían claros vínculos con ella. Hablar de la avenida La Playa es hablar de la quebrada La Santa Elena, que reclama recuperar su presencia visual en la ciudad como expresión del sistema natural central. La avenida Juan del Corral, que como conectora con el Hospital San Vicente y el Jardín Botánico aún no hemos sabido comprender. Ayacucho y Carabobo los grandes ejes de la ciudad fundacional. Junín-Palacé hacen referencia al gran eje cívico, y la calle Colombia deja entrever el lenguaje de la gran empresa y de las actividades bancarias. Como lo afirman Vegara y De Las Rivas: “la ciudad del pasado sigue teniendo una función en el presente”;2 es decir, nuestro centro hoy, era la ciudad de ayer.

El centro y el urbanita Pero hablar del centro supone, ante todo, hablar del urbanita, del peatón, del hombre que lo ha-

bita y que con su quehacer cotidiano le da vida al espacio público y crea actividades, tribus urbanas y, las más de las veces, representaciones nunca previstas en la concepción de ciudad. Y acá no hablamos solo de un patrimonio intangible representado por actividades religiosas, cívicas y otro tipo de celebraciones, sino de personas que encuentran su nicho para expresarse en distintos sitios de la ciudad; así, el trueque en la Plazuela Nutibara; los músicos populares en el Parque de Berrío; cerca de los anteriores, los jubilados en los bajos del Metro; la numismática en la avenida Primero de Mayo, continuidad de la avenida La Playa; los afrodescendientes en el Parque de San Antonio; los habitantes de la calle en la avenida la República y, claro, los estudiantes en el entorno inmediato de cada una de sus instituciones. Además, cada semáforo tiene su clientela. Por su parte, “Junín estrecho” y sus pasajes nos dan una oportunidad de ser peatones con una continuidad que permea lo privado. Carabobo, la gran calle de Medellín, construyó El Hueco con sus innumerables pasajes donde, como bien se dice, “lo que usted no encuentra en El Hueco no existe”. Así, calles y plazas se llenan de vida y actividades que le dan al centro su verdadera identidad, que conversan con las actividades privadas y establecen con ellas un sistema urbano que, finalmente, es la marca de la centralidad. En este panorama aparece el café tradicional, establecimiento abierto al público que se ha convertido en un referente y en punto de encuentro de la ciudadanía: numerosas tertulias, negocios de envergadura y discusiones políticas se llevan a cabo en cafés con ambientes específicos, acompañados, claro, de los tradicionales juegos de billar. Darle una nueva vida al café parece ser una prioridad para crear puntos de encuentro democráticos en nuestro centro tradicional. 2017 | Julio

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El centro es, en síntesis, la expresión cultural de la ciudad metropolitana, con sus inequidades y posibilidades, con problemas que exigen complejas soluciones: habitantes de la calle, gamines y, claro, la informalidad que reclama un espacio para subsistir, aunque muchas veces aparece como violatoria de los derechos del peatón.

El centro y su recuperación

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Pero el centro tradicional e histórico de Medellín también obedece a un sistema mayor que hace referencia a lo que Richard Rogers denomina una ciudad que favorezca el contacto, compacta, policéntrica y diversa, que sea factor de integración y que promueva una comunidad humana vital y dinámica, para lo cual el sistema de centralidades barriales se torna en un elemento fundamental con el fin de hacer de la ciudad, de sus barrios y sus centralidades un sistema en equilibrio que fomente nuevas áreas de desarrollo y que, en el caso de Medellín, nos permite hablar de El Poblado, La Milagrosa, Belén, Boston, Manrique, Villa Hermosa, Aranjuez, La América, Robledo, Fátima y otros tantos barrios con un pasado reconocible y ligado muchas veces a parroquias de gran tradición. Hasta bien entrados los años 70 del siglo pasado, el centro fue un lugar de vivienda de prestigio para altos estratos, pero también un lugar que se caracterizaba por acoger una variada mezcla social, además de oficios, comercios y servicios que satisfacían las necesidades de una amplia gama de la población. Hoy, el centro tiene una densidad habitacional baja, si bien la densidad humana: vivienda + empleo presenta cifras significativas. Volver al centro e incentivar la construcción de vivienda es una prioridad inmediata. Que el centro sea, además, un barrio. Recuperar viejas estructuras en desuso, facilitar sus transformaciones con normas flexibles, Julio | 2017

promover una arquitectura de primer piso, transparente, pero, y fundamentalmente, darle al peatón el espacio necesario para que el caminar no se interprete como circular, sino como deambular e incluso vagar. La circulación es una condicionante de la tecnología; el hombre, felizmente, no circula, solo camina. Las últimas intervenciones sobre el centro, pero muy especialmente la donación del maestro Fernando Botero que reúne 27 esculturas de gran formato, es tal vez el mayor orgullo que se les puede presentar a nativos y visitantes. Nuestro centro posee todos los elementos y actividades culturales para hacer de él lo que denominaríamos “el alma de la ciudad”, y para ello es necesario involucrar a la población, a las instituciones y al sector privado en un proceso de regeneración que le permita recuperar su identidad.

Una propuesta: el centro y la Univerciudad La presencia de instituciones educativas de distintos niveles y naturalezas, al igual que entidades culturales de diversa índole, que encuentran en el centro un espacio con las mejores posibilidades de transporte público (Metro, Metroplús, metroclable, tranvía, bus) atraen una población con una permanencia continua que se prolonga inclusive hasta horas de la noche, población que tiene en el centro la oportunidad de acceder a los servicios que requiere, por lo que me refiero a la propuesta de “Univerciudad”. Las numerosas instituciones académicas localizadas en el área central generan en su entorno diversos usos y actividades que satisfacen necesidades básicas de las personas a ellas vinculadas; sin embargo, los espacios públicos aledaños, los andenes y, en general, el mobiliario urbano, poco responden a las necesidades de esta población.


De ahí que la propuesta incluya una cobertura completa de zonas wifi gratuitas en los espacios públicos, posibilidades de acceso a equipos de alta tecnología, campañas de fomento del uso de las redes sociales que favorezcan la integración de la comunidad educativa, donde la información se intercambie tanto de manera personal como informáticamente, todo en un ambiente donde la “calle urbana” y sus paramentos generen espacios creativos, permeables, de arquitectura variada y abiertos al público. Por eso, la Univerciudad, propuesta formulada por el Grupo UR en 2006 pretende revalorar las instituciones educativas de distintos niveles localizadas en el centro de la ciudad, aprovechando las sinergias que se pueden crear entre ellas y las relaciones que los distintos estamentos universitarios y educativos formales y no formales establecen con el sector privado, creando un sistema propio de la ciudad compacta, que permite re-crear nuestra centralidad y fomentar una dinámica ocupación del centro tradicional, acorde con su historia y su tradición, en forma tal que sea la cultura la protagonista fundamental de un espacio en el cual se deposita la memoria de la ciudad.3

Jorge Alonso Zapata. Requisa 4. Acrílico sobre papel. 25 x 35 cm. 2012

Arbeláez Sierra, L. F. y Peláez, Bedoya, P. P. (2016). Medellín: el alma del centro, Medellín, Ediciones Unaula. Rogers, R. (2000). Ciudades para un pequeño planeta, Barcelona, Editorial Gustavo Gili.

Referencias 1 Papa Francisco (2015). Carta Encíclica sobre el cambio climático y la desigualdad. Laudato Si’. Sobre el cuidado de la casa común, Brooklyn, Melville House, p. 112, disponible en línea: http://w2.vatican.va/content/ francesco/es/encyclicals/documents/papa-francesco_20150524_enciclica-laudato-si.html. 2 Vegara, A. y De Las Rivas, J. L. (2004). Territorios inteligentes: nuevos horizontes del urbanismo, Madrid, Fundación Metrópoli. 3 Arbeláez Sierra L. F. y Peláez Bedoya P. P. (2006). “La Univerciudad”, en: UNoticias. Periódico de la Universidad Nacional de Colombia —Sede Medellín—, Medellín.

Bibliografía sugerida Arbeláez Sierra, L. F. (2012). Recorridos urbanos, Medellín, Lito Medellín.

Luis Fernando Arbeláez Sierra es arquitecto de la Universidad Pontificia Bolivariana, especialista en planeación regional en el IRFED (París). Ha sido docente universitario (Universidad Nacional y Universidad Santo Tomás), director de Planeación Municipal y Concejal de Medellín en los periodos 19841992; actualmente hace parte del Grupo UR (Grupo de Estudios Urbano Regionales). Entre otros, ha publicado los libros: Medellín de la aldea a la urbe, La región metropolitana: una nueva dimensión, Recorridos urbanos y, en coautoría, Medellín: el alma del centro. Escribió este texto para la Agenda Cultural Alma Máter.

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¿El Centro?: Sí, gracias Luis Germán Sierra J.

Tengo muchos años, no digamos cuántos, que

no tiene importancia; lo que sí la tiene, al menos para mí, es que muchos de esos años los he vivido en el centro de la ciudad, o mejor será decir que los he vivido queriendo el centro de la ciudad, queriendo lo que he vivido en ese centro. Inconscientemente, aprendí que esa parte de la ciudad era fundamental en mi vida, que era fundamental en la vida de todo el mundo, por lo menos del mundo que yo más conocía y en el cual me gustaba moverme — hoy sé claramente que una ciudad sin centro es una especie de contrasentido, de cosa ridícula, como un cuerpo sin cabeza y sin alma—.

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Los cines a los que iba con los amigos varios días en la semana; los cafés en los que nos sentábamos a echar carreta mientras bebíamos un café o unas cervezas o, solitarios, a leer; los auditorios en los que conocíamos gente y escritores y actores y pintores; las salas de exposiciones en las que fuimos explorando el arte hasta pensar ingenuamente que ya entendíamos mucho; las librerías en las que fuimos haciendo nuestros pinos de bibliófilos y a las que entrábamos a gastarnos, sobre todo, el tiempo más moroso del mundo, y hasta comprábamos uno que otro libro; los restaurantes a los que íbamos a almorzar (o a desayunar después de pasar la noche por allí cerca, en algún hotel de media petaca, pero limpio, en alguna compañía) con los amigos y, después, hasta con los hijos, que allí, en ese centro, también se fueron criando, bajo ese paisaje de multitudes y de cosas para ver y oír y tocar y comer y leer y aprender y comprar. Pero del centro se fue todo el mundo y al centro llegó todo el mundo. Poco a poco se fueJulio | 2017

ron cerrando los cines y las librerías y los cafés y las salas de exposiciones y los restaurantes —aunque quedan en pie algunos emblemáticos y resistentes—. Se fueron cerrando hasta las aceras para caminar. A las nueve de la noche el centro de Medellín es un buque fantasmagórico y más sucio que nunca. Tal vez esta ciudad nunca ha sido lo que los gobernantes nos han querido convencer que es: una tacita de plata. Lo que ellos han hecho, sobre todo, ha sido taponar los graves problemas que subyacen y que laten con cifras escalofriantes en muchos sentidos. Y también esos gobernantes se fueron del centro. “Ahí les dejamos”, parecieron decir. Y al centro llegó el griterío y el hacinamiento y la más absoluta informalidad y el delito multiplicado por mil y el parche (el de mugre es muy grande) y las carnicerías y las aceras atiborradas y los serenateros y… Duele oír que nadie quiere ir al centro (aunque vive lleno, hacinado, sonámbulo), que los encuentros se citan para los centros comerciales —encerrados, vigilados, súper iluminados— y que los hijos hoy, sin excepción, se crían allí. Pero está claro que una ciudad sin centro, como es hoy Medellín, es un contrasentido, una cosa ridícula, como un cuerpo sin cabeza, sin alma.

Luis Germán Sierra Jaramillo es coordinador cultural de la Biblioteca Carlos Gaviria de la Universidad de Antioquia e integrante del comité editorial de la Agenda Cultural Alma Máter. Publicó recientemente el libro de poemas Coda de silencio.


Jorge Alonso Zapata. Juegos callejeros. AcrĂ­lico sobre papel. 35 x 25 cm. 2011


Medellín, su centro en el cielo con diamantes y óxidos Víctor Bustamante

En diversas calles, entradas para el centro, han

dispuesto vallas de fondo granate y letras blancas que señalan: Centro Histórico. Nada más ominoso: ¿Centro Histórico? No sé con qué actitud publicitaria lo hacen, porque estas vallas son pura ficción; una manera de ocultar lo que se ha perdido o de indicar que Medellín aun lo conserva. O, a lo mejor, podría tratarse de una redefinición y acomodo de este concepto.

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Y lo afirmo como una provocación, ya que el centro ha sido borrado del corazón de las diversas administraciones y de la pasividad de sus habitués. Ha sido tan golpeado, ha sido tan vehemente dejado a la deriva, que un diágnostico lo ubicaría en cuidados intensivos, pero estos solo se quedan en estudios de factibilidad que no se aplican, en proyectos que se archivan, porque la destrucción continúa y no hay manera de que se le dé una solución, ni a corto ni a largo plazo. Es más, la mala fama que ha adquirido, ha llevado a que muchas personas nunca “bajen” al centro, ya que es sinónimo de calles peligrosas, sucias y ruidosas; de atracos; de prostitución; de venta de drogas; de poca movilidad; de hacinamiento; de exceso de buses, taxis, motos y autos particulares sin control. Además, con otro fenómeno colateral como el largo proceso de “lumpenización” de muchos de los llamados habitantes de la calle. Como colofón, debido al descuido, muchas empresas y almacenes de importancia se han ido de allí. Incluso, hay taxistas que no les gusta ir al centro para evitar los sucesivos atascamientos. Antes, un poco de historia. Cuando se va la Administración Municipal del Centro hacia una nueva sede, destruye la Estación del FeJulio | 2017

rrocarril de Antioquia y la Plaza de Cisneros (corazón del barrio Guayaquil) de una manera sistemática: querían un sector limpio y notorio. De ahí que, al trasladar la plaza de mercado, olvidaron lo más importante, el ambiente que la circundaba: bares, cafés, prostitución, pensiones, vendedores ambulantes, tahúres, malandrines; todo quedó a la deriva. Estos oficios y lugares, con los días, se esparcieron por la ciudad, envileciéndola, y emergió un fenómeno lento, inexorable, que los magos de Planeación, desde los altos pisos de La Alpujarra nunca vieron: el centro se “guayaquilizó”. El proceso de reacomodo ha sido implacable, letal, mortífero. Además, fue construida la avenida Oriental para solucionar el proceso de movilidad y que motivó a decir a José Luis Sert, el arquitecto catalán, que Medellín era la única ciudad en el mundo que construía una autopista destruyendo el Centro Histórico. Luego, y de eso hace menos años, al cambiar los planos iniciales del recorrido del metro que bordeaba la orilla del río, le dieron un golpe brutal al Parque de Berrío, nada menos que el parque fundacional de la ciudad. Y si destruyeron el parque principal, qué podríamos decir de los diversos edificios emblemáticos. Amén de que algo es cierto: la movilidad en el centro no la solucionaron ni la Oriental ni el metro. Cada día, al hacinamiento, a las calles perdidas o ruidosas, se les agrega un malestar generalizado. La destrucción del Teatro Junín, el edificio más representativo de la ciudad, dio pie a este desprecio continuo por las generaciones que la construyeron, por los arquitectos que la idearon. De ahí que lo patrimonial sea un chiste en


el llamado Centro Histórico, pura ficción: ampliaron calles que de nada sirvieron; eso sí, se destruyeron edificios en la calle Colombia, en San Juan, en la Avenida del Ferrocarril, y un largo etcétera, con la idea letal del “progreso” a lo paisa, sin respetar a los arquitectos que le han dado identidad. Una muestra, el Parque de Berrío ha sido destruido y reconstruido unas cinco veces, perdiéndose ese tesoro arquitectónico que solo se conserva en fotografías. Con ese desmantelamiento, los referentes culturales del centro se fueron perdiendo. Uno de ellos, que lo hacía atractivo, sus teatros: unos veinte desaparecieron; esos teatros oxigenaban, le daban su dinámica, su color. Sólo han quedado tres salas de cine. Podría achacarse este fenómeno a las nuevas tecnologías y a la piratería de los DVD; en parte puede ser cierto, pero no puede olvidarse otro fenómeno, el inmobiliario, con la irrupción de los centros comerciales que poseen en la actualidad, esparcidos por la ciudad, las salas de cine, en una dinámica que parece repetir lo que en su momento hizo el propio centro cuando concentró los teatros y acabó con lo existentes en los barrios. Los centros comerciales, con su atmosfera limpia, su vigilancia, sus almacenes decorados con neones previos y avisos cautivadores y sin mendigos, sin vendedores ambulantes, sin buses, ni ruido ni basura, y sus teatros, se llevaron el público, las personas que “bajaban” al centro. El halo del consumismo pasivo, el que se hacía en el centro se fue para esos lugares. En El Tesoro, en Los Molinos, en Unicentro, muchas personas del resto de la ciudad pasean, se encuentran, se asoman a ver vitrinas de lujo, así como a mirarse de reojo en las zonas masivas de comida. También, en ese desmantelamiento, los cafés de la calle Bolívar, de Ayacucho, de Palacé, de Calibío y de Guayaquil, poco a poco se fueron cerrando y, así, la vida social nocturna fue per-

diendo su dinámica, dejando a sus habitués a la deriva. Otro golpe funesto es el asestado al sector de las librerías: casi todas se han ido del centro o han concluido su vida útil. Y en un claro proceso de pauperización del libro, no es raro ver la esquina de Junín con la Playa, la calle Boyacá y la calle Sucre pobladas de vendedores de segunda que, por su diversidad, dan la impresión de que en realidad la gente aún lee, sí, pero libros baratos y, si son piratas, son aun más baratos. El gran protagonista de esta nueva dinámica del centro es el comercio que, bajo múltiples formas, ha ocupado y reemplazado la ética del trabajo y la creación de industria, ya que al Medellín perder esta capacidad, aparecieron el espíritu preso y el aventurerismo económico, bien descritos en el cuento “Que pase el aserrador” de Jesús del Corral. Nada menos se hace evidente cuando se abre una venta de comida rápida y de buñuelos donde hasta hace poco estaba situada la Librería Científica. Pero ya me referí de una manera sucinta a la parte histórica. Hablemos del centro hoy, como producto de ese devenir citadino. Un fenómeno lo define: la irrupción de los sanandrecitos que, de comercio ilegal, de contrabando, culminaron en la zona del Hueco y le dieron un carácter diferente a Guayaquil, cambiando sustancialmente en ese lugar. Con esa mentalidad del comercio de aprovechar la vida personal y colectiva y asumirla como una mercancía se debate el centro de Medellín. Solo superviven las actividades más rentables; de ahí que muchos teatros, librerías, hoteles, cafés, heladerías y bares hayan desaparecido o cambiado, y muchos de los almacenes elegantes hayan sido reemplazados por baratillos de mercancías chinas. Esa concepción imperante del comercio ha impuesto ese carácter de ligereza y volatilidad; lo efímero 2017 | Julio

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ha asumido su rol y se ha hecho visible en diversas actividades traspasadas de Guayaquil: los tahúres, los jugadores de cartas y los timadores hallan su santuario en los casinos. Esa mentalidad del juego, del azar, prohibido a finales de 1800, encuentra su mayor expresión en el chance como el nuevo oficio.

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Otra cosa son las pensiones que se extendieron por la ciudad convertidas en hoteles y moteles, dando la impresión de que los medellinenses se aman con fruición. Los borrachitos y tangueros, con su aureola de liviandad, han llegado al corazón mismo del Parque de Bolívar adonde se trasladó La Payanca desde el viejo Guayaquil. También desde allí los culebreros, brujos y adivinos liaron sus bártulos, sus pomadas y sus talismanes para instalarse, quién iba a creer, en el edificio La Ceiba, ya modernizados con tarjetas de invitación que entregan en las calles. También las chicas de los bares, con su aureola de malditismo y de amabilidad, salieron de esos cafés y de las esquinas, frente a las pensiones, y ya merodean por la iglesia de la Veracruz y por el Parque de Bolívar, por la calle Perú, por Barbacoas y, en las noches arduas, por Cundinamarca, cerca de la Plazuela de Rojas Pinilla y, además, no es raro que dentro de ese proceso de rentabilidad del cuerpo, se repartan tarjetas de visita para buscarlas ya en sitios cerrados: en salas de masajes, en Caracas, en Sucre, en Maracaibo o en la Oriental. Además, los cafés que no desaparecieron se adecuaron a salones de estriptis: el elemento erótico establece sus dominios y la vecindad de esos lugares trajeron el otro elemento, los jíbaros, con sus caramelos tóxicos, la droga, como expresión de otra actividad de ganancia, de placer y aproximación social. Drogas y sexo en casas cerradas que aún perviven; una expresión popular de ello, El Raudal. De tal manera, el centro se ha reafirmado como lugar de comercio, de volatilidad, de lo efímero, de lo anónimo sin tradición, donde no importa el valor histórico de sus lugares. Menciono unos pocos abandonos, entre muJulio | 2017

chísimos: la casa de Zea, aun cerrada; el edificio Víctor, convertido en un centro comercial que acaba con su interior; el edificio Martínez, pintado de afán y dañada su fachada; el Palacio Nacional, transformado en una expresión del Hueco; el edificio Uribe Navarro, tapado por vidrieras, y el Teatro Ópera, intervenido, y reconocido por ser sede de la venta de celulares robados. Dentro de ese desmantelamiento, letal e inequívoco, prosiguen con su golpe destructivo los parqueaderos. Motos y autos en su carácter de ligereza, de lo momentáneo, copan y prosiguen buscando su espacio. Como ya es casi imposible parquear en las aceras, se han apoderado de lugares bajo la concepción de que los autos, las motos, mandan, dan lustre, en la vida cotidiana. Esa apropiación se manifiesta en las aceras cercanas en lo que fue la esquina del Teatro Olimpia, ahora un sector inmanejable; en una de las casas diseñadas por el arquitecto Carlos Arturo Longas en el Parque de Bolívar; lo que fue la sede de la Librería Continental la ocupa otro parqueadero; otro más donde quedaba el café Pilsen, en la que fue la casa de Mariano Ospina; e igual pasa con lo que fue el Café 20 de julio. Parqueaderos con todo lo que traen: instaurar una zona muerta y agresiva debido al ruido, al olor a gasolina y al afán. Es el auri sacra fames: “maldito deseo del oro”, tomado de un verso de Virgilio por Max Weber y adaptado a una suerte de ética y máxima ideología del paisa. Solo hay un lugar que convoca: el Parque del Periodista, donde se resume la ciudad, con todas sus contradicciones y aciertos. Es un punto de identificación, de encuentro, una parte del centro, así como los sectores aledaños, ya desde Junín con La Playa hasta el teatro Pablo Tobón, donde Medellín posee un carácter social. Allí es posible, sobre las 9 de la noche, encontrar a los amigos que aman la literatura, la música y el cine, porque de esa hora en adelante, aún temprano, los parques referentes, el de Bolívar y el de Berrío, incluso el de la Ve-


racruz se hallan casi desérticos, ya que el comercio y su puñado de adláteres se han ido. Y otro tanto señalan las fachadas de los almacenes de la calle Maracaibo, entre Palacé y Junín, cuyas infaltables rejas de hierro son sinónimo de la ordinariez y falta de vigilancia. Hay un caso desudado: detrás de la Metropolitana, a los dos parquecitos, el Manuel José Cayzedo y el Mon y Velarde, les quitaron las bancas para evitar el encuentro de los peatones; los travestis, los drogadictos, los vagos y las putas, los dueños del centro, y la nueva serie, los llamados habitantes de calle, sufren ese desalojo preventivo. En ese proceso, si miramos lo que fue su nobleza, una calle como la avenida Juan del Corral nunca había visto tal abandono, tanta decadencia en un espacio atiborrado de vendedores de cachivaches, no de segunda, ni un mercado de las pulgas, sino la máxima exhibición de la miseria y del rebusque. A ese estado ha llegado este sector de la ciudad donde conviven, en un extremo de la calle las mercaderías de contrabando y en el otro las mercancías, no de segunda, sino de pura basura. Este es el ambiente heredado, el centro, casi en ruinas, envilecido, despojado de su aura, fragmentado. Aun así, poseemos nuestros lugares, esas calles, camino de pasos que aun persiguen la ciudad, su interior, como una grafía. De todas maneras, no ha perdido esa curiosidad que le da al transeúnte para perderse en sus calles, para respirarlo, recorrerlo en sus rincones más secretos y en esa tensión de auscultar personas, momentos insólitos, como los místicos del Parque de Bolívar buscando el cielo hace treinta años, los alcohólicos sin saber dónde conseguirán un peso para el próximo trago, las putillas como la morena que he visto desde su esplendor y madurez hasta envejecer en

21 Jorge Alonso Zapata. La requisa 2. Acrílico sobre papel. 35 x 27 cm. 2014

la misma esquina de Perú con Venezuela, La Barca de los Locos con sus diatribas, dándole ese color que necesita el parque como tribuna, o los cantantes mustios con sus guitarras destempladas del Parque de Berrío. En la calle fluye la vida de Medellín: en las putillas que a caminan su carrera por los lados de la Veracruz junto a su chulo local que las protege; en los travestis con tacones torcidos y gastados por La Paz cerca de la Metropolitana o por Perú; en el parque de San Antonio, donde la colonia chocoana se ha establecido; en la Plazuela de San Ignacio con los jubilados que van de parque en parque; en las callecitas de Boston, cubiertas de una alfombra de hojas secas en verano; en la soledad de las iglesias al mediodía, donde algunos creyentes invocan milagros; en los vendedores ciegos de lotería ofreciendo la 2017 | Julio


imposibilidad de que el premio gordo llegue a nuestras manos. Ahí está la ciudad inicial, ahora el centro, como la han buscado y definido Gabriel Latorre, Luis Tejada, León de Greiff, como la ha escudriñado Carrasquilla, como la ha analizado y la ha sentido en sus entrañas Darío Ruiz, así como los Nadaístas que le dieron otra definición al alargar la noche y aún es posible buscar sus pasos en sus lugares emblemáticos.

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Por esa razón, cada uno posee sus lugares secretos que visita cuando sale al centro a respirar sus horas claras y serenas, o a perderse en sus recovecos, a encontrarse de repente con algún amigo como si esa cita hubiera estado programada al azar. O a mirar a las chicas de verano soleadas por los colores que les sientan bien con sus cabellos sueltos, siempre de afán, como aquellas inscritas en ese poema “A una mujer que pasa” de Baudelaire. ¿Dónde está el centro? ¿Dónde está Medellín, con su historia sepultada a la vista de todos, como una pregunta, un deber que nos arredra? Al caminarlo, no regalando las pistas que van surgiendo al desgaire, con la fidelidad del miniaturista que escruta donde residen los colores, los tedios, los licores, los olores, los bares, los sabores, las fascinaciones de conversar sin tiempo en los cafés o de irse a las terrazas de los edificios, o de subir a los balcones a mirar desde otra perspectiva, merodear en los comercios, pero también en las historias fascinantes, como la del cantante de vallenatos en silla de ruedas y en el retrato del comerciante de DVD que te habla de Angelopoulos y Bela Tarr. En la vida, casi de fantasía, del Muñeco colombiano; historias que sobreviven, lejos de los grandes onomásticos. Del centro con sus historias, con el ahínco de lo popular tan vivo, sin cortapisas, sólo puede hablar alguien que lo ha vivido, que le haya dedicado mucho tiempo para perderse en sus entrañas. Se necesita la experiencia de toda una vida y la preJulio | 2017

cisión del cartógrafo para elaborar su propia ruta, lejos de los turistas estólidos, en manada, llevados de la mano de su guía. Ese Medellín, su centro, perdura en alguna fachada que aún no han destruido de Horacio Marino o de Nel Rodríguez, de Agustín Goovaerts, de Félix Mejía, de Horacio Longas o de Charles Carré. En rastrear los pasos de Francisco Antonio Cano, en su tercer piso, donde pintó El Cristo del perdón. En las esquinas donde los Nadaístas esperaron que cayera la anoche para seguir la fiesta. Vibra y duele en el eco perdido de los indígenas, casi indigentes, cantando y bailando su música ante la indiferencia generalizada. Lo noto en los pasos y en las hojas perdidas de las revistas del Negro Cano. Asoma en las caminadas de Luis Tejada por la calle San Juan cuando iba a divisar la caída de la tarde desde el morro el Salvador. Nos enternece en las noches oscuras de Carlos Sánchez. Respira en un poema de Omar Castillo. Nos aflige en la casa de Carrasquilla, donde escribió una de sus obras más poderosas, Hace tiempos, convertida en motel. Nos acusa en los pasos perdidos de Tartarín en La Playa con Junín. Se libera con Gustavo Quintero cantando a todo pulmón en pleno Junín, promocionando sus primeros discos, antes de ser el cantante representativo que sería. El Centro perdura en la memoria de los serenateros y merenderos del Crillón esperando un contrato y empeñando sus guitarras para seguir bebiendo. Pervive en la vendedora de diarios y revistas desde hace treinta años en la esquina de Boyacá con Bolívar. Y ahora, en esta tarde de junio, se eterniza en Versalles mismo. Víctor Bustamante es economista de la Universidad de Medellín, docente, escritor y editor. Director de la revista Babel, ha publicado, entre otros, los libros: Amábamos tanto la revolución, El Papa de Barbosa, El último fusilado de Medellín: Luis Tejada: una crónica para el cronista; Cine & Cenizas e Historia del estadio. Escribió esta crónica para la Agenda Cultural Alma Máter.


Crónica Centro Oscar Roldán-Alzate

Pleno de mérito, mas, poéticamente, habita El Hombre la tierra. Hölderlin

Sin excepción, aunque con ciertos bemoles,

las definiciones que buscan poner en común el sentido de la palabra ciudad incorporan el hecho de que los habitantes de ese espacio limitado, populoso y con estructuras administrativas complejas, dedican su tiempo a actividades “no agrícolas”. Paulatinamente desaparece la idea de campo cuando emerge la de ciudad. Y, mientras más nos acercamos a su vorágine, mayor fuerza reclaman el asfalto y las múltiples redes creadas para conectar un sinnúmero de cosas que de otra manera no sabrían las unas de las otras. Aparecen también ritmos polifónicos, aun dentro del caos, producidos por quienes cruzan de un lado a otro con afanes propios o ajenos y, claro está, siempre que evocamos la ciudad lo hacemos desde su sino: la idea de un cuerpo azarosamente organizado, vivo, con un corazón que bombea emociones por doquier a todas sus células: a nosotros, quienes finalmente somos la vida misma de este artificio colosal que comenzó con los primeros cultivos, como muchas historias de la humanidad, con el nacimiento de lo que solemos llamar cultura, algo con lo que trabajan los poetas que lograron sortear el exilio de Platón. y que, para este caso, llamaremos Jorge Zapata. Toda ciudad es definida por su vorágine, que no es otra cosa que la suma de los avatares de sus ciudadanos enmarañados con sus tapias, bloques y caminos. Algunas villas incluso alcanzan a provocar dos o más de estos impe-

tuosos remolinos, algo que ciertamente ocurre cuando los asentamientos crecen y se juntan con otros, y estos a su vez con algunos más, hasta llegar a ser ese nombre cargado de sentidos que proviene de la civitas romana. La vorágine-ciudad es su centro, donde el poeta oculto trabaja copiosamente para no dejar pasar detalle, en una labor inexplicable y a la vez necesaria. Paradójicamente, los centros de la ciudad son los lugares más apartados del campo, de los cultivos que fueron su génesis. Como la Olinda de Calvino —que integra sus poéticas ciudades invisibles―, las urbes crecen como lo hacen sus árboles, describen círculos concéntricos que se expanden con los años hasta llegar a tocar otros, y otros, guardando siempre dentro de esa yuxtaposición de capas el germen primigenio. No hay suburbio sin vorágine, como tampoco ciudad sin centro. El diccionario de la Real Academia de la Lengua define así Ciudad: “Población grande que se dedica principalmente a actividades no agrícolas”. Por su parte, The Oxford Dictionary en la entrada relativa a la palabra City reza así, en la acepción británica: “A town created a city by charter and usually containing a catedral”, lo que puede traducirse como “Un pueblo hecho ciudad por un estatuto y que usualmente tiene una iglesia”. Los territorios, como pasa con el idioma, dan forma a las ideas y concepciones del mundo. Estas dos definiciones no solo evidencian enfoques diversos, también permiten inferir que naturaleza es consustancial a los credos, prácticas, hábitos y vicios de los habitantes que la hacen ciudad. Y es así como cada concentración humana de 2017 | Julio

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esta magnitud se presenta al mundo como una entidad que encierra una personalidad, un género, una identidad particular que carga con su historia y mapa. Sin duda, una construcción mediada por la creación poética. ¿Qué sería de Praga sin Kafka, de Lisboa sin Pessoa, de Barcelona sin Gaudí o de Madrid sin Sabina?

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Martin Heidegger, en una preciosa disquisición sobre la obra de Hölderlin va a su producción poética para lograr cuestionamientos profundos sobre la manera como habitamos y donde lo hacemos. Su conferencia del 6 de octubre de 1951 en la Bühlerhöhe, deja claramente sobre la mesa que habitar y poetizar son acciones humanas concomitantes; a ello se podría agregar que, en contraposición a esta lógica, cuando moramos lo hacemos de manera contingente, de tal modo que la poesía no es construida por el sujeto, sino que, al contrario, es la poesía la que envuelve su devenir. Esto pasa con la ciudad y, claramente, debe ser “el otro Poeta”, quien regrese sobre sus pliegues para recoger los vestigios del agobiado ejercicio del morar y de la fascinante acción sublime del habitar. Arte y poesía, dos caras de la misma acción, se mezclan en este morador cuando desde los visillos otea la realidad: la ciudad, su ciudad. El artista, o poeta, es cronista de su tiempo y para este caso que nos ocupa sobre la ciudad, sobre esta ciudad, hablamos del artista/ poeta Jorge Zapata (San Vicente Ferrer, Antioquia, 1965). Y así, el retrato es un intento por ver lo escurridizo, lo no evidente a simple vista para convertirlo en verso o trazo, y el retratista (artista o poeta, no importa) ejerce su noble tarea aun desde su condición inalienable de ciudadano. El retratista, antes de ser un gran dibujante, es un inquisidor que advierte hasta el más íntimo detalle de aquello que contempla de la realidad con juicio vehemente. Su capacidad supera la mirada: se ubica entre el atisbo y la auscultación de un rostro, una situación o un evento que debe tratar como algo ajeno a él para emitir su imparcial y firme versión; Julio | 2017

aún más, si lo que pretende es un retrato de un cuerpo mayor, el de la ciudad que a veces mora y otras más habita, y su actuación es noble, es decir, sin grandes pretensiones, el resultado es simplemente magnánimo. Ahora bien, si este retratista es uno que además logra recoger en su esbozo indicios del pasado y del futuro inmediato de esa presencia que le inquieta, estamos frente a un cronista, un reportero que carga una suerte de llave mágica de una temporalidad expandida y que eventualmente podría fungir de adivinador de cosas inciertas, cosas que claramente están por pasar y que los demás no podemos vislumbrar, al menos con la claridad con que él lo hace. Este sujeto-célula, que oscila entre el morador y el habitante ve “al otro” que es ciudad, y en un ejercicio terco de aprendizaje para sí mismo, termina por explicarnos a los otros caminantes, sus conciudadanos y paisanos, el inmanente conjuro que encierra ese cuerpo frenético pero fascinante que ya le pertenece, la ciudad. Un morador de esos que he tratado de dibujar con letras para decir ciudad, como quien procura una sinécdoque, es Jorge Zapata, un cronista y además retratista y poeta nato. Con una formación poco ortodoxa en lo que a la representación gráfica se refiere, este artista equilibra su impericia técnica con una intuición propia de quien ha vivido tras una huella en la misma esquina esperando el mejor momento para acertar en su emboscada. El resultado, un retrato sin tiempo colmado de coordenadas que narra a sus congéneres la angustia de una Medellín que creen conocer bien, pero que nunca había visto reír, soñar, suplicar o incluso reclamar atención de la manera como sus pinturas lo permiten descubrir. Los actores de sus poemas dibujados son él mismo que muta de policía a mendigo, luego a puta para llegar a niño y malevo después, y vuelve como travesti y drogadicto en un sinfín de roles, como quien salta matojos. Todos sus personajes son Él, porque así lo quiere, lo necesita, porque son su espejo y porque Zapa-


ta es ciudad que no discrimina, que ama a todos sin distingo, con una fe que recuerda al nazareno. El ojo se extravía tan de repente al mirar sus cartas dibujadas, que cuesta saber dónde comienza la alegoría y prosigue la realidad; con un agravante: nada de lo que aquí está escrito con colores y formas es ficción, aunque todo lo visto sea inventado. ¡Vaya paradoja… aquí es justamente donde vive el arte, la poesía! Zapata deja ver en su poética construcción la cotidianidad de una vorágine-ciudad narrada con sus faenas más vividas y oscuras, aunque lo logra con un color diáfano y cuidado que no repele, no juzga ni recrimina, más bien convida y despierta la curiosidad. Deliberada posición que busca recordar el principio de un pueblo que se volvió ciudad a pesar de sí mismo, que no puede dejar de ser campo al mismo tiempo, pues sus habitantes y moradores, al sentarse sobre el hormigón frío de sus plazas no distinguen entre el pedregal y la huerta, con la esperanza de no ser arrollados por el progreso y, últimamente, por la indescifrable innovación. En el trabajo de Jorge Zapata se evidencia que la salud de una ciudad (que en este caso es Medellín) se puede auscultar, sin mayor divergencia, en su centro urbano —que por lo general coincide con el cultural y comercial―. Para advertir su pulsión es necesario ver al común denominador, a su célula, que no es otro distinto al caminante de a pie que llega al centro para vivir la ciudad en su versión más completa, pletórica. Para conocer la personalidad de una ciudad no basta con estudiar su planimetría urbana, su arquitectura, su demografía y su comercio; se debe, antes que nada, entender cómo respira, come, habla, festeja, intercambia las cosas, y su vida misma, ese sujeto que la camina, la ama y sufre. Quienes ven y son vistos en sus calles y parques son la

25 Jorge Alonso Zapata. La requisa. Acrílico sobre papel. 34,5 x 25 cm. 2012

ciudad y eso lo deja claro cada cartón dibujado y coloreado por Zapata. Queda claro, al ver este trabajo, que una ciudad aliviada es un cuerpo enamorado que irradia su soplo vital desde su vorágine. Si su corazón se marchita, nada de ella permanecerá en el tiempo; a lo sumo, sus círculos concéntricos buscarán a toda costa alejarse de su centro, sin sospechar si quiera que se estaría provocando una pandemia. Ahora solo queda saber qué es estar enfermo entonces. Oscar Roldán-Alzate es artista visual y politólogo, dirige el Departamento de Extensión Cultural de la Universidad de Antioquia. Escribió este texto para la Agenda Cultural Alma Máter.

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Prográmate CON BIENESTAR UNIVERSITARIO Lugar: salvo que se suministre información diferente, las actividades se llevan a cabo en el bloque 22, aula 302 y el requisito de participación, excepto que se indique algo distinto, es presentar la TIP y diligenciar la ficha de caracterización así: 1. Ingresar a www.udea.edu.co con usuario y contraseña de Mares. 2. Clic en Bienestar 3. Clic en Caracterización. 4. Diligenciar el formulario Mayor información: teléfonos: 219 54 30, 219 54 40. Organiza: Bienestar Universitario

Lunes 17 Taller. Conozca sus deberes y derechos en el sistema de seguridad social en salud

Actividad de apoyo social. Recambio de anticonceptivos

Coordina: María José Sandstede Hora: 2:00 a 3:00 p. m.

Coordina: Adriana Mazo Chavarría Lugar: bloque 22, piso 1, consultorio médicodeportivo Prosa. Hora: 1:00 a 4:00 p. m.

Asesoría grupal. Ansiedad en pruebas académicas

Viernes 21

Coordina: María José Sandstede. Hora: 3 a 5:00 p. m.

Martes 18 Asesoría Grupal. Acompañamiento en hábitos y técnicas de estudio Coordina: María José Sandstede. Hora: 8:00 a 10:00 a. m.

Actividad de apoyo social. Recambio de anticonceptivos Coordina: Adriana Mazo Chavarría. Lugar: Facultad de Enfermería, primer piso. Hora: 10:00 a 12:00 m.

Asesoría grupal. Orientación vocacional Coordina: Julia Beatriz López Hora: 10:00 a. m.-12:00 m.

Asesoría. Manejo de la ansiedad Coordina: Alexander González Hora: 4:00 a 6:00 p. m.

Miércoles 19 Taller. Conozca sus deberes y derechos en el sistema de seguridad social en salud Coordina: Carlos Mario Cano Hora: 8:00 a 10:00 a. m.

Actividad formativa. Amor es… entender qué es la citología y el tamizaje de testículo Coordina: Adriana Mazo Hora: 10:00 a. m. a 12:00 m.

Taller salud oral. Conoce tu boca Coordina: Carlos Mario Cano Restrepo Lugar: bloque 22, aula 310 Hora: 8:00 a 9:00 a. m.

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Asesoría en cuidado del sueño y manejo del insomnio Coordina: Alexander González Hora: 8:00 a 10:00 a. m.

Asesoría grupal. Acompañamiento en hábitos y técnicas de estudio Coordinan: Alexander González y Liana Mejía Hora: 2:00 a 4:00 p. m.

Lunes 24 Asesoría grupal. Ansiedad en pruebas académicas Coordina: María José Sandstede Hora: 3:00 a 5:00 p. m.

Taller. Conozca sus deberes y derechos en el sistema de seguridad social en salud Coordina: María José Sandstede Hora: 2:00 a 3:00 p. m.

Martes 25 Taller. Conozca sus deberes y derechos en el sistema de seguridad social en salud Coordina: Carlos Mario Cano Hora: 8:00 a 10:00 a. m. 2017 | Julio


Actividad de apoyo social. Recambio de anticonceptivos

Viernes 28

Coordina: Adriana Mazo Chavarría Lugar: Escuela de Nutrición, Sede Robledo Hora: 10:00 a 12:00 m.

Coordina: Carlos Mario Cano Restrepo Lugar: bloque 22, aula 310 Hora: 8:00 a 9:00 a. m.

Taller salud oral. Besos que queman

Asesoría grupal. Orientación vocacional

Actividad formativa. Conversación sobre duelos amorosos

Coordina: Julia Beatriz López Hora: 10:00 a. m.-12:00 m.

Coordina: Carla Flórez Hora: 10:00 a 12:00 m.

Miércoles 26 Taller. Conozca sus deberes y derechos en el sistema de seguridad social en salud

Asesoría grupal. Acompañamiento en hábitos y técnicas de estudio

Coordina: Carlos Mario Cano Hora: 8:00 a 10:00 a. m.

Coordinan: Alexander González y Liana Mejía Hora: 2:00 a 4:00 p. m.

Actividad formativa. Ciclo de cine Diversidades sexuales

Lunes 31

Lirios de agua, Celine Sciamma, Francia, 2007, 85’ Coordina: Carla Flórez. Hora: 10:00 a. m. a 12:00 m.

Coordina: María José Sandstede Hora: 3 a 5:00 p. m.

Jueves 27 30

Asesoría grupal. Ansiedad en pruebas académicas

Asesoría. Hablemos de adicciones

Taller. Conozca sus deberes y derechos en el sistema de seguridad social en salud

Coordina: Jaime Mejía Hora: 2:00 a 3:00 p. m.

Coordina: María José Sandstede Hora: 2:00 a 3:00 p. m.

Prográmate CON EL SISTEMA DE BIBLIOTECAS Ciclo de documentales Días, hora y sitio: jueves, 10 a. m., auditorio de la planta baja de la Biblioteca Carlos Gaviria Díaz • 6 de julio: Alejandría, la ciudad de los muertos • 13 de julio: Alejandría la séptima maravilla del mundo • 27 de julio: Los secretos de la gran pirámide

El cine y sus relatos. Ciclo de aproximación al lenguaje audiovisual. Películas del archivo de Luis Alberto Álvarez. Coordina: Óscar Mario Estrada Vásquez. Lugar: sala de Proyecciones de la planta baja de la Biblioteca Carlos Gaviria Díaz. Hora: 10:00 a. m. Días: lunes Ciclo: “Última función”

Exposición “El cómic entre nosotros”. Los libros sobre la novela gráfica de la Biblioteca Carlos Gaviria Díaz. Exposición bibliográfica y conferencias Lugar: Sala de Exposiciones de la Biblioteca Carlos Gaviria Díaz Julio | 2017


Prográmate CON EL MUSEO UNIVERSITARIO Visita el Museo Universidad de Antioquia ¡Vive el Museo! Nuestro horario: Lunes a jueves: 8:00 a. m. a 5:45 p. m. Viernes: 8:00 a. m. a 3:45 p. m. Sábado: 9:00 a. m. a 12:45 p. m. #ViveelMuseo #MuseoUdeA #Museos # QuieroALosMuseosDeMedellín Si no tienes vínculos con la Universidad de Antioquia y deseas visitar el MUUA, puedes solicitar el permiso de ingreso con 24 horas de anticipación marcando al número de teléfono: 2198186 http://museo.udea.edu.co. Mayor información: proyectoseducacionmuseo@udea.edu.co / 2195185

Servicios permanentes: Visitas guiadas, Cursos y talleres y Maletas viajeras

Inicio de clases: sábado 12 de agosto de 2017. Lugar de realización: Museo Universidad de Antioquia

Información sobre condiciones, requisitos y costos comunicarse con: educacionmuseo@udea.edu.co / 2198186

Tallernautas

Exposiciones permanentes • Exposición larga duración Colección de Antropología: constituida en 1943, conserva alrededor de 35.000 objetos del patrimonio cultural de Colombia. Fotos: https://flic.kr/s/aHskBosHy2 • Exposición larga duración Colección de Ciencias: compuesta por una serie de montajes permanentes, temporales y murales enfatiza en especies nativas de animales colombianos Fotos: https://flic.kr/s/aHskchuiFD

Exposiciones temporales • El modelo • Reptiles ancestrales: caimán y babilla • Alonso Ríos • Correos de Colombia frente a la Extensión • Barniz de pasto Mopa Mopa

Cursos de extensión en el MUUA Marroquinería artesanal, encuadernación artística, fotografía digital básica, fotografía digital avanzada y maquillaje artístico y elaboración de tocados. Valor inversión cada curso: $300.000 (no incluye materiales ni equipos). Descuento: estudiantes activos, docentes y empleados de la Universidad de Antioquia: 10%. Inscripciones: hasta el 28 de julio de 2017. Mayores informes: 2198185. 2198186, 2195185 / coordinacioneducacionmuseo@udea.edu.co

Ciclo: Niñez: entre el conflicto y la esperanza Días: sábados. Hora: 10:20 a. m. Lugar: hall entrada al MUUA. Costo: $ 4.000 • 15 de julio: Tamborcitos de esperanza • 22 de julio: Perinola al aire libre • 29 de julio: El héroe que llevamos dentro

Títeres en escena Dirigido a: grupos familiares con niños y niñas entre los 0 a 12 años. Días: sábados. Hora: 11:30 a. m. Lugar: auditorio principal MUUA. Entrada libre • 15 de julio: Títeres en recreo • 22 de julio: Colorín colorado ¿quién te ha creado? • 29 de julio: Títeres en recreo

Café en el Museo Café en el Museo, es un espacio de encuentro informal con los visitantes del MUUA para de una manera espontánea recorrer los espacios del Museo y dialogar sobre las exposiciones. Se realiza todos los miércoles a la 1:00 p. m. Mayores informes: artesmuseo@udea.edu.co / 2198184

Programa radial Punto de Encuentro Emisora Cultural Universidad de Antioquia Día: lunes. Hora: 8:30 p. m. Sintonícelo en: Valle de Aburra 1.410 AM Urabá: 102.3 FM. Bajo Cauca: 96.3 FM Oriente 101.3 FM. Suroeste: 100.9 FM Occidente 93.9. Magdalena Medio 94.3 2017 | Julio

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