Editorial Francia ayer, hoy y siempre
Jean-Gabriel Thénot. Testigos silenciosos. 2,40 x 6,00 m. Tinta china/madera. 2012-17
Francia ocupa un lugar especial en la imagi-
nación y en el corazón de muchas personas en el mundo. Para muchos, a menudo se reduce a las imágenes de una París turística y bohemia idealizada en el cine, en las voces de cantantes de diversos géneros o en la literatura que pasó por sus vidas, por obligación escolar o por placer. También hay otros, aunque muchos menos, que han tenido contacto directo con el territorio del tricolor azul, blanco y rojo que grita libertad, igualdad y fraternidad; hay desde viajeros asiduos a su capital y a los paisajes que confinan Lille, Quimper, Perpignan, Niza y Estrasburgo; lectores que recitan poemas de Rimbaud o Baudelaire, que se deleitan con las traducciones de Bonnefoy o que filosofan con claridades cartesianas o elaboraciones lacanianas; estudiantes que en un arduo camino pasaron del pequeño Bescherelle rojo a escribir fluidamente haciendo ciencia, periodismo o literatura en institutos de investigación, en salas de redacción o en academias. Sea cual fuere el contacto con Francia, ese país definitivamente nos toca el cuerpo y el alma.
1 Francia ha ocupado un lugar especial en mi vida. Desde niña me cautivó en las notas de aquel “L’amour est enfant de bohème / Il n’a jamais, jamais connu de loi” que mi padre escuchaba muchas veces, siempre embelesado, aunque no entendiera ni una palabra. Me capturó en su magia cuando leí Veinte mil leguas de viaje submarino, El conde de Montecristo y Los tres mosqueteros, gracias a la biblioteca de mi colegio y a las geniales profesoras de español que hablaban de Francia y de sus autores como si hubieran sido parte de sus familias. Me obligó a enfrentar con esfuerzo y paciencia la gramática y la pronunciación francesas para ser profesora de dicha lengua y poder escribir una tesis con el nivel académico que se requería. Me subyugó cuando tuve la fortuna de conocer la nieve una tarde en que regresaba de mis clases de la Université de Nancy II y descubrí el placer de un pain au chocolat con un té de bergamota, al experimentar el frío más frío de mi vida. Me intrigó cuando vi personas que esperaban la noche para recoger en las sombras las baguettes que no se habían 2017 | Septiembre
vendido en el día. Me conmovió cuando conocí en un foyer en París a un hombre que había sido asesor de salud pública en Burkina Fasso y luchaba por comprar una nevera para enviarla a su familia en Ouagadougou; cuando compartí una clase con una mujer que se debatía entre poder fumar (y no tener que usar chador en la calle) y ayunar en el Ramadán; o cuando conversé con un anciano judío que había sido parte de la Resistencia y me mostraba con orgullo su foto con uniforme militar y fusil, en un libro de historia. Me desesperó cuando tuve que decir muchas veces que en Medellín no todos somos traficantes de drogas; que los colombianos somos blancos, negros, mestizos e indígenas; que tenemos agua potable, electricidad y televisión, aunque no en todo el país; que Colombia y Bolivia son diferentes; y que la música de La colegiala de la publicidad de Nescafé frappé la conocimos en Colombia antes que ellos.
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La Francia de la segunda década de este siglo está menos presente en mi vida, pero no quiero que me abandone. Aún me cautiva con la voz de jazz de Zaz o de Vanessa Paradis; aún me captura en la magia de las historias que cuenta Agnès Desarthe; ahora me obliga a repasar la gramática y usar el Bescherelle para no perder la capacidad de usar la lengua francesa con la corrección idiomática que debería haber mantenido; me atrae con más fuerza con el foie gras, una tarte flambée o una terrine, aunque los excesos gastronómicos se hacen más visibles en la balanza; me sigue intrigando cuando, en mi último viaje vi bacteriólogos senegaleses vendiendo llaveros cerca de la Place de la Concorde y contando su hazaña de una inhumana travesía por mar; cuando vi moda prêt-à-porter hecha y vendida por chinos; cuando experimenté un enero con temperaturas que no me obligaban a usar abrigo; cuando sentí terror de estar en un lugar concurrido donde no veía la salida y cuando llegué a mirar con temor a un hombre de turbante y barba poblada. Pero ya no me desespera tanto, porque ya muchos franceses saben de Gabriel García Márquez, Fernando Botero, Radamel Falcao, Nairo Quintana,
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un proceso de paz, Cartagena de Indias, la Casa de la Memoria de Medellín y, en una conversación con profesores, me mencionaron al menos cinco estudiantes universitarios colombianos de inteligencia sobresaliente. En el 2017 Francia llega como invitado de honor a De País en País. Me asiste el honor de compartir este espacio con las voces diversas que hacen esta revista y que a todos nos inspiran alegría, nostalgia, asombro, admiración o curiosidad científica. Desde la Dirección de Relaciones Internacionales y las unidades académicas hemos construido un programa en el que Francia trasciende la Tour Eiffel, el camembert, Edith Piaff, Coco Chanel, el Louvre o el passé composé. Francia se nos muestra como un país diverso, contradictorio, que se puede mover entre la poesía, la política internacional, la tradición humanista, el transporte de vanguardia y la energía nuclear. Un país de muchas músicas,
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acentos, tradiciones culinarias, colores de piel, formas de arte, culturas urbanas y tradiciones regionales. Un país con muchas lecciones que enseñar y muchos retos que enfrentar. Que Francia permanezca en nuestra imaginación, en nuestro corazón y en nuestro quehacer universitario con todo lo interesante que queramos explorar y recordar. Que crezca su presencia en nuestra Alma Máter y nos abra posibilidades intelectuales, culturales y lingüísticas para que podamos ampliar nuestros repertorios de formación. Que nos permita ampliar el camino de la cooperación académica reconociendo nuestro trabajo para que también aprenda lecciones y supere retos, entendiendo nuestro pasado, nuestro presente y, sobre todo, nuestro futuro. Que se quede Francia con todos y todo: el gallo galo, Marianne, La Bastille, Antoine de Saint-Exupéry, Jean Paul Sartre, Juana de Arco, Michel Foucault, Albert Camus, Marguerite
Yourcenar, Simone de Beauvoir, Charles Aznavour, Francis Cabrel, François Truffaut, Gérard Depardieu, Brigitte Bardot, Marion Cotillard, Juliette Binoche, Roland Barthes, Pierre Bourdieu, Claude Lévi-Strauss, Manu Chao, Maurice Ravel, Pierre-Auguste Renoir, Paul Cézanne, el Airbus, el TGV, las llantas Michelin, Louis Pasteur, David Guetta, Michel Hazanavicious, Indila, Lyon, Marsella, el ratatouille, las crêpes Suzette, TV5, Pierre y Marie Curie, Jean Pierre Kahane y Henri Cartan, Émile Benveniste y Emmanuel Macron, el Quartier Latin y el cementerio de Père-Lachaise con personajes ilustres como Abelardo y Eloísa, Oscar Wilde, María Callas, Isadora Duncan y Marcel Proust. Todos son bienvenidos a nuestra Alma Máter. Los de ayer, los de hoy y los de siempre, y que traigan muchos más. Adriana González Moncada, Directora de Relaciones Internacionales de la Universidad de Antioquia. 2017 | Septiembre
Francia y los franceses Cinco (y más) rasgos franceses Juan Fernando Pérez
Un país es siempre algo más que sus gentes,
pero ante todo es lo que son estas. Teniendo en cuenta la diversidad de gentes que configuran lo que es Francia (diversidad tan amplia como la de todos los países muy poblados), destaco aquí algunos rasgos de los franceses que reconozco como propios de muchos de ellos y que por tanto considero que, entre otros, caracterizan a la Francia de este tiempo.
Uno En medio de la diversidad, su dúctil relación con la palabra 4
En efecto, una parte importante de los franceses son ágiles y diestros con la palabra. Hombres y mujeres, los niños y también los mayores, sean de París o de Marsella, habitantes de barriadas, profesores de La Sorbona o pastores de ovejas o de cabras, descendientes de inmigrantes del Magreb, señoritos de una gran ciudad o enfermeros de un hospital cualquiera; también lo son los oriundos de ultramar, aunque algunos de estos portan lo propio de otras culturas, de Oceanía, del Caribe o del África. Sean católicos, judíos, musulmanes o fieles a otras creencias, sean “de izquierda”, “de centro” o “de derecha”. Y todos ellos hacen parte de lo que se designa como “franceses” y conforman su diversidad. Ya de niños —digamos de siete años—, muchos hablan y aun discuten con seriedad y destreza sobre temas diversos. Sucede, en tanto son educados en general para eso. Una parte significativa de padres y educadores toman la palabra del niño muy en serio desde un comienzo (nunca vi a un francés que se riera en forma necia de un niño por lo que este dijera y,
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menos aun, por la forma en que lo hiciera) y a través de estrategias diversas moldean la palabra para que esta diga algo y haga parte esencial de la inserción del niño en la cultura. De esta forma la enriquecen. Lo hacen, a menudo de manera consistente, en la mesa familiar, en el aula, en la intimidad, en los programas de sus instituciones educativas, en el trabajo y en la plaza pública, en las exigencias que se le hacen al otro en la vida cotidiana cuando esto es falseado. Una tal relación con la palabra es reclamada por ellos, aun para mentir.
Dos De la fuerza de su producción intelectual, de antes y de hoy Francia se conoce ampliamente por su significativa contribución en múltiples órdenes de la vida intelectual, con especial fuerza a partir del siglo xii (sí, sus espléndidas catedrales góticas). Muchas de sus mejores producciones son referentes esenciales para la humanidad. Pero no pocos piensan que Francia sólo ha producido arte, literatura, filosofía, política y humanidades. Quienes así piensan, suponen que su contribución a la ciencia y a la técnica ha sido escasa. Se trata de un prejuicio. Es claro que hay grandes nombres franceses en la ciencia, en las matemáticas y en la técnica; que allí figuran el matemático René Descartes y el inventor Blaise Pascal; que también están Pierre de Fermat, Augustin Louis Cauchy, Henri Poincaré, René Thom o, actualmente, el joven diputado Cédric Villani entre sus grandes matemáticos; que, en parte, su importante industria es producto de las innovaciones francesas en la técnica que son, sin duda, significativas y muy diversas. Piénsese en
Toulouse y en la historia de la aviación, ciertamente pintada de poesía; o en Saint Nazaire (allí se construyen hoy los mayores navíos del mundo); o en el Centro Espacial de Guyana; o en su contribución a las técnicas de la fotografía y del cine, y en muchos otros campos. Y cabe aquí recordar que Colombia, por ejemplo, tiene que lamentar de la técnica francesa que su importancia en la construcción de grandes canales dio el primer aliento firme en el siglo xix al proyecto del Canal de Panamá, el cual terminó, como es sabido, con la amputación de la actual Panamá del territorio colombiano, abanderada sin duda por los Estados Unidos, pero alentada y auxiliada por diplomáticos y políticos franceses. También es notable la contribución de Francia a la biología y a la medicina. Baste pensar en sus grandes botanistas del siglo xviii, en Louis Pasteur —que no era ni biólogo ni médico, y sin embargo...—, o en el inmenso aporte francés a la medicina desde el siglo xvi hasta hoy, o a la química (fue Antoine Lavoisier, un francés, quien finalmente derrotó la alquimia), o piénsese que la Escuela Normal Superior de París es la institución que ha producido más premios Nobel (varios en el campo de la ciencia), que cualquier otra institución educativa del mundo. Y, desde luego, está su lugar en la literatura. ¿Quién podría desconocer el valor de sus escritores y poetas, de ayer y de hoy? Nombrar sólo algunos, dando por descontados a Moliere, Stendhal, Flaubert, Baudelaire o Proust, sería una enorme injusticia con Balzac y con la brillante pléyade que resta. Otro tanto ocurre en las ciencias humanas y la filosofía; allí están de nuevo Descartes y Pascal, aun cuando antes están Michel de Montaigne y otros; pero, igualmente, está el Siglo de las Luces y su corte de grandes pensadores que forjaron en el siglo xviii en Francia un esplendor intelectual difícil de igualar, en una época en que están, en otros lares, por ejemplo, Hume o
Kant y otros grandes del pensamiento universal. También es posible señalar, en este campo, ese estremecimiento que vivimos las personas de mi generación en muchas partes del mundo en la segunda mitad del siglo xx con la producción intelectual de Francia de ese período; es decir, con Jean-Paul Sartre, Fernand Braudel, Georges Canguilhem, Jacques Lacan, Claude Lévi-Strauss, Michel Foucault, Georges Dumezil y otros más, o aun con aquellos que los continúan en el siglo xxi, donde brillan nombres como los de Marc Fumaroli, Michel Serres, François Dagognet, Elisabeth Badinter y su esposo Robert Badinter, Jean-Claude Milner, Jacques-Alain Miller, Blandine Kriegel, Patrick Boucheron, para solo citar algunos de los más notables.
Tres Su sensibilidad estética y su porfía contra el mal gusto Es posible reconocer el empeño histórico de los franceses en cultivar una sensibilidad estética para la vida, por “educar los cinco sentidos” más allá de lo trivial y lo vulgar. Y, ciertamente, no pocos entre ellos lo han conseguido a través de medios diversos, sin que ello implique pertenecer a alguna élite. Y allí ocupa un lugar importante lo que sucede en la vida cotidiana. Así, por ejemplo, he visto en mesas familiares francesas, o de amigos, en gentes de clase media, discutir con argumentos e interrogando los juicios de autoridad, los regionalismos facilistas que presumen estéticas o gustos obvios, o cuestionar con amabilidad a un niño por la valoración que hace de un pintor simplemente porque es conocido. A veces, lo hacen con erudiciones pedantes, y no siempre pertinentes, pero, aun así, ello puede ser más productivo que la imposibilidad de todo juicio razonado.
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Que lo bello haga parte en mucho de sus vidas, en el detalle o en lo mayor, es un rasgo francés comparable con la sensibilidad estética 2017 | Septiembre
de los italianos, por ejemplo. En ese sentido, la crítica sin piedad al mal gusto es frecuente en Francia, lo cual conlleva importantes consecuencias, más allá de lo inmediato. Pero, aunque muchos parecerían saber plenamente que el mal gusto degrada la vida, puede no ser raro ver a un conductor francés hurgándose gozosa y despreocupadamente la nariz en un semáforo, o siendo descortés, gratuitamente y con torpe arrogancia.
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Su amplio juicio crítico en materia estética les ha permitido a los franceses producir belleza excelsa en muchos órdenes de la vida; por ejemplo, en la morfología de gran parte de sus ciudades, grandes o pequeñas, en sus poblados y en sus zonas rurales. Se la encuentra en los campos de lavanda al sur de Francia, en Versalles, o en los pequeños pueblos de Alsacia. En muchas de las calles, museos, puentes y jardines de París o en su industria del lujo. También en el encanto, muchas veces discreto y tantas veces perturbador, de sus mujeres; o en su inmensa contribución al arte en todos los planos en que este se produzca. En la hermosa distribución de sus jardines “a la francesa”, o en el trabajo de sus artesanos, bien sea de aquellos del vestir, del comer, de la decoración y del diseño; en las vitrinas de sus almacenes o pastelerías. En lo elemental, en lo común, o en lo más singular. Se conoce su gastronomía, que no solo es variada hasta el asombro y tantas veces exquisita, sino por el cultivo que hacen del buen comer de todos los pueblos para hacerlo suyo. También su música, culta o popular, la cual revela igualmente esa amplia sensibilidad a la que me refiero. Y allí habría que hablar de la Salle Pleyel de París o de la Ciudad de la Música de La Villette; también en París, de los francoitalianos Jean-Baptiste Lully o Ives Montand, de Hector Berlioz o de Edith Piaf, de Olivier Messiaen o de Charles Aznavour y de Zaz, o del cancán, y así, casi indefinidamente.
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Cuatro De su vida ciudadana Un rápido recuento, como este, no debería ignorar algo de lo que es la vida ciudadana hoy en Francia. Quizás un griego de antes de Cristo, o incluso uno de Constantinopla, sentiría en estos tiempos que sus esfuerzos por hacer de la polis un propósito nodular para el vínculo social no fueron del todo vanos, si acaso pudiese reconocer algunos logros que en Francia existen en su vida ciudadana. Esto, a pesar de la inequidad que existe en las barriadas de muchas de las grandes ciudades, del sexismo que todavía prevalece y de otras lacras sociales que también les definen. Y no sólo es que haya un fuerte empeño colectivo, en especial a partir de La Bastilla, por la defensa de lo fundamental, por la prevalencia de los derechos humanos, por la libertad de expresión, por hacer de Francia “una tierra de asilo”, o porque se trabaje en favor de la defensa del planeta y de los animales. Es por la existencia, ya casi asimilada la vergüenza por lo abyecto de su insistente colonialismo hasta el siglo xx, del respeto por el otro en general, sea este quien sea. Desde luego, aún existe una fuerte inclinación racista y el régimen de Vichy todavía se percibe en diversos ámbitos. Marine Le Pen no es un extraño aerolito caído desde otra parte entre los franceses. Pero, hasta ahora, gana el empeño por hacer, de tales absurdos, algo que se combate por muchos, con convicción sincera y con decisión. Añado un hecho ejemplar al respecto: a un colombiano corriente le asombrará que exista una práctica ampliamente generalizada allí de devolver en forma anónima los objetos perdidos, pues en Colombia casi solo se concibe la idea de objeto encontrado. En Francia, como en otros países europeos y en algunos de otras partes del mundo, se practica espontáneamente y por muchos, la devolución anónima de lo encontrado. Es porque allí se reconoce que el otro, sea quien fuere, merece apoyo en su
Jean-Gabriel Thénot. Testigos silenciosos. 1.40 x 3.00 m. Tinta china/Papel Propalcote/madera. 1995-96. Col. Museo de Antioquia –Medellín
infortunio sin que ello implique deuda o reconocimiento alguno.
Cinco Algunos hechos más que también configuran lo francés Señalo a continuación, de manera sumaria, tres hechos adicionales que también dibujan algo de lo que es Francia. A menudo resulta sorprendente, al extranjero que visita a Francia, establecer que, en casi cualquier calle de una ciudad, o aun de sus pueblos, haya un café y una panadería, lujosa o modesta, al alcance de la mano. Difícilmente un francés concibe lo cotidiano sin que haya un café en su vecindario y sin una baguette en su mesa, para acompañar un buen queso y un buen vino. Es un estilo de vida, una manera de concebir la amistad y la vecindad. Los franceses son orgullosos de su historia, hasta la arrogancia; muchos se consideran amigos personales de Montesquieu o de Francisco I. Por ello conservan y cuidan su pasado y han hecho de este una fuente importante
de sus riquezas, de la transmisión viva de su identidad. Esto se expresa, por ejemplo, en la arquitectura de sus ciudades. Algunos describen a París como una ciudad monumento por cuanto en ella el culto a lo mejor de su historia es gran parte de lo que la define. Pero esto es visible igualmente en los castillos del valle del Loira, en la grandiosa reconstrucción que hicieron de su pasado medieval en Carcassonne, o en la juiciosa preservación de las cavernas de Lascaux, entre muchos otros hechos.
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Francia no sólo es Europa. Sus departamentos de ultramar se encuentran, en Suramérica, con la Guyana Francesa; en el Caribe, con Martinica y Guadalupe, y también con otros departamentos americanos franceses más pequeños; en Oceanía, están la Nueva Caledonia y la Polinesia francesa; y en el océano Índico africano, está la bella isla de La Reunión, que también es un departamento francés. Juan Fernando Pérez es profesor jubilado de la Universidad de Antioquia y psicoanalista. Escribió este texto para la Agenda Cultural Alma Máter.
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“Las emociones juegan un papel esencial en la relación entre ciencia y sociedad” Entrevista a Christian Plantin
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Jean-Gabriel Thénot. Testigos silenciosos. Políptico 1.50 x 2.50 x 0.03 m. Tinta china/Papel Propalcote/madera. 1992
¿Están el mundo de la ciencia y el de las emociones condenados a una relación imposible? A pesar de lo que pueda parecer, cuando del discurso se trata, la respuesta es negativa. Esta es la tesis en la que lleva años trabajando el lingüista y teórico de la argumentación Christian Plantin, profesor emérito de la Universidad de Lyon 2 y exdirector de investigación del CNRS (Centre National de la Recherche Scientifique). Y la defiende, cómo no, tanto con argumentos científicos como con dosis de emoción que fluyen tanto por medio de las palabras que tanto ha estudiado y de su entonación, como del lenguaje textual, y también con ejemplos que ilustran con claridad la importancia de esta relación, sobre todo cuando se trata de vencer las reticencias sociales a aceptar ciertas demostraciones científicas.
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El investigador, autor de Les bonnes raisons des émotions (Las buenas razones de las emociones), participó el pasado 22 de junio en la Jornada del Consejo de la Cultura Gallega Las ciencias enseñan a pensar: razonamiento científico y pensamiento crítico, coordinadas por Marilar Aleixandre, catedrática de didáctica de las ciencias y miembro de la sección de Ciencia, Naturaleza y Sociedad. Aprovechamos la ocasión para conversar con él en esta entrevista, sólo unos días antes de que más de un centenar de premios Nobel le pidieran a Greenpeace que cesara en su oposición a los transgénicos en una carta que bien podría sumarse a la lista de ejemplos de cómo comunicar la ciencia a la sociedad y un ejercicio que reúne razón y emoción.
Usted es un pionero en el estudio de las interacciones entre las emociones y la razón en el discurso argumentativo. Tendemos a pensar que en un buen discurso argumentativo no hay cabida para las emociones. ¿Es eso cierto? Efectivamente, hay una visión extendida de que el discurso de la razón, que sería el discurso argumentativo válido, y el discurso emocional se contraponen, de tal suerte que la emoción siempre intervendría como una perturbación en un razonamiento científico. En general, está muy asentada la idea de que las emociones perturban los intercambios racionales. Y, para mí, esa idea es un punto de partida, pero no un fin. Mi propuesta de investigación intenta refutarla. ¿Cómo? Hay varias líneas de enfoque. Ninguna de ellas es totalmente concluyente, pero indican una dirección. Una se refiere a la alexitimia, un trastorno psicológico que impide identificar las emociones propias y, por ende, expresarlas verbalmente. Si el discurso alexitímico se considera una perturbación del discurso normal, me parece muy difícil poner como ejemplo de un buen discurso argumentativo aquel que excluya las emociones. Tan simple como eso. Existe también un tipo diferente de trastorno del discurso, resultado de un accidente, que lleva igualmente a un discurso que excluye las emociones: el discurso del traumatizado, que tampoco se puede tomar como ideal. Para reforzar su tesis, usted también se refiere a un estudio de unos colegas franceses que trabajaron con estudiantes de siete años con dificultades de expresión lingüística y matemáticas. Sí. Lo que hicieron fue mostrar a los niños una tira cómica en la que la emoción juega un papel fundamental. Notaron que los estudiantes con estos problemas no son capaces de interpretar los signos de emoción, un rostro de horror, de miedo y esa incapacidad para identificar la emoción los lleva a no entender nada
de lo que sucede en la tira. No son capaces de establecer la relación entre el estado emocional y la situación que origina esa emoción, una buena razón para la emoción, y eso los lleva a producir informes que son un simple conjunto de descripciones parciales de cosas que no tienen sentido, que carecen de coherencia narrativa. Pero en el caso de un discurso científico o de divulgación científica, ¿qué pueden añadir las emociones? Esa es una pregunta un poco difícil. Trabajo en lingüística y me interesan especialmente las manifestaciones ordinarias de la emoción, tal como se expresan en las palabras, en la conversación, en el lenguaje corporal, en las que todo el cuerpo se vuelve significante. Cuando nos centramos en intercambios discursivos comunes estamos frente al gran poder del lenguaje natural, marcado por las subjetividades. Cuando se pasa a las ciencias, hay que distinguir varias situaciones; una de ellas es la que se refiere al aprendizaje a lo largo del sistema educativo. En cuyo caso, el profesorado y el alumnado hablan la misma lengua natural, en la que se integra el hablante como sujeto de emoción. No quiero decir emocionante ni emocionado, porque son tipos diferentes, pero se produce un posicionamiento que tiene algo que ver con la emoción. Una tesis más general que defiendo es a propósito de la inseparabilidad de la razón y de la emoción […]. Veo el lenguaje natural un poco como el padre o la madre de los lenguajes especializados, como el de la ciencia, por lo menos en el nivel del aprendizaje. Evidentemente, después estos lenguajes especializados funcionan en algún momento de forma totalmente autómata y no funcionan para la expresión de la emoción, porque no tienen en su origen una situación de interacción, no tienen un “nosotros, aquí, ahora”. Esto se ve más claramente en el lenguaje matemático que sigue sus propias leyes.
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Otra cosa es cuando se trata de comunicar la ciencia a la sociedad. En ese caso, ¿no tiene que volver la ciencia al lenguaje natural, a las emociones, para transmitir su mensaje con éxito?
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Por supuesto. Es interesante ver cómo la argumentación emocional reaparece en las polémicas científicas. En ellas los científicos deben emplear un lenguaje común y reaparecen las declaraciones de emoción y de atribución de emoción más fuertes. Esto se da con mucha fuerza, por ejemplo, en las discusiones en las que se refuta la teoría de la evolución. Otro caso que ilustra bien esto y que me gusta emplear es la de un café científico en la ciudad brasilera de Belo Horizonte en el que un experto en salud pública pretendía concientizar a la gente sobre cómo protegerse del dengue. De entre el público una mujer replicó que lo que quería era arruinarla haciéndola comprar cosas cuando podía protegerse con sus propias infusiones. Es un ejemplo de confrontación muy dura y requiere que el científico acepte dejar su lenguaje especializado y volverse una persona común. Se requiere también afrontar ese tipo de situación. Es un ejemplo especialmente duro por las consecuencias que puede llegar a tener el dengue, pero en cualquier sociedad hay cientos de creencias incompatibles con el conocimiento científico asentado. Así es. En una ocasión acudí a un café científico en Chambéry (Francia) con astrónomos. Fue fantástico; reunió en un gran bar a unas ciento cincuenta personas. Es importante llevar este tipo de encuentros fuera de la universidad, porque los cafés son lugares como el mundo. Todas las personas tienen derecho a su sitio, a su palabra, a la discusión. Pues bien, a medida que avanzaba la noche, entre el público se expresaron creencias bastante raras. ¿Y qué puede, qué debe decir un especialista ante la gente normal que se resiste a aceptar la demostración científica? Para mí, estas situaciones representan uno de los dos mayores
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desafíos del contacto entre ciencia y sociedad, y en ellas las emociones juegan un papel esencial. Tengo verdadera admiración por los investigadores que intentan explicar bien lo que hacen y sus resultados. Actúan como ciudadanos responsables informando a la sociedad los resultados que la ciencia tiene sobre ella. Como en tantas cosas, el éxito dependerá de que seamos capaces de generar empatía, ¿no? Y a veces los discursos desde el escepticismo científico parecen provocar una emoción contraria en las personas que tienen fe en las pseudociencias. La empatía es la base porque de lo que se trata es de conseguir reconstruir el discurso de esas personas que, por ejemplo, creen cosas que les afectan su salud. Pero, ¿qué pasa cuando se toca con la prueba científica algo que define sus identidades? No tengo una solución, pero pienso que es más importante llevar la ciencia a lugares comunes como los cafés, explorar experiencias como las que mencioné. Espacios como las universidades o el Consejo de la Cultura Gallega son lugares “de verdad” en los que sistemáticamente hay una preferencia por los científicos. En contextos como estos, son los opositores o los “pseudocientíficos” los que soportan la carga de la demostración, mientras que en un café esta recae sobre los especialistas que tienen que recurrir al lenguaje común para probar lo que quieren decir. Usted habla de las buenas razones de las emociones, pero vivimos en un tiempo de discursos con demasiadas emociones y pocas razones. Lo vemos con mayor frecuencia en los medios de comunicación, en las campañas electorales. ¿Cada vez es más complicado el equilibrio? Muchas emociones están vinculadas a una representación del mundo. ¿Qué podemos hacer ante aquellas que nos parezcan erradas o falsas? Para improvisar una estrategia, yo diría que hay que rectificar la representación
Jean-Gabriel Thénot. Testigos silenciosos. 1.60 x 1.60 m. Tinta china/madera. 2012
subyacente. Voy a emplear otro ejemplo. Pensemos en la afirmación: “odio a los inmigrantes porque son todos unos criminales”. A quien diga eso de nada le vale que le respondas: “no debes odiar”; lo que hay que intentar hacer es rectificar la representación de los inmigrantes que soporta esa afirmación, ir a la descripción, no enfrentar emoción con emoción. Me parece que es una estrategia posible. Otro asunto fundamental es aprender el control de las emociones; pienso que es una tarea pendiente de la educación. ¿Y puede ayudar el lenguaje en el control de las emociones asignándoles palabras? Sí, es una dimensión más importante, como comenté en el caso de los niños que tenían que resumir la tira de comic. En mi opinión, el teatro también puede ser una buena herramienta
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para la educación de las emociones, tanto para desarrollar las capacidades para expresarlas, como para comprenderlas. Christian Plantin. Profesor emérito de la Universidad de Lyon 2 y exdirector de investigación del CNRS (Centre National de la Recherche Scientifique). Su investigación se centra en temas como las interacciones, el discurso y la pragmática (sobre todo el argumento), el lenguaje y el discurso y la expresión del lenguaje de las emociones. Algunas de sus obras publicadas en español son: La argumentación; La argumentación. Historia, teorías, perspectivas y Las buenas razones de las emociones. La entrevista aquí incluida fue publicada en Culturagalega el 01 de agosto de 2016, disponible en línea: http://www.cultura galega.org/noticia.php?id=26531.
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Proust y proustianismo Eduardo Peláez Vallejo
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stas palabras se inscriben en la idolatría por el fantasma del escritor francés Marcel Proust (1871-1922), cuando ha transcurrido casi un siglo desde su muerte, el 18 de noviembre de 1922, en París. Y son un homenaje a su prosa y a sus lectores, especialmente a los silenciosos solitarios que honran sus vidas tratando de descifrar los sentidos y los sabores de A la recherche du temps perdue (En busca del tiempo perdido), embelesados por la inmensidad y la gracia de sus frases.
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Hacia mediados de 1983, la novela La muerte de Álec, del poeta Darío Jaramillo Agudelo, su primera novela, fue finalista (segunda) del Tercer concurso de Novela Colombiana, de la editorial Plaza & Janés. La novela ganadora, quién lo creyera, fue Pero sigo siendo el rey, de David Sánchez Juliao, alumno de los años 60 del colegio de los jesuitas en Medellín, como Darío Jaramillo. Poco después, Pero sigo siendo el rey se convirtió en una telenovela exitosa. A Sánchez Juliao lo recuerdo como un costeño del internado del colegio de San Ignacio, de bluyín Lee y gafas de marco de carey, patinando en reversa por los corredores de baldosas lisas, blancas y negras, que enmarcaban las canchas de basquetbol, como si fuera para adelante. Por lo demás, después apareció en su cara (solamente en su cara) un cierto parecido con el mismísimo Gabriel García Márquez. La muerte de Álec comienza con esta frase su primer capítulo: “La vida no tiene argumento”. Y el último, el 18, termina así: “… viste que yacía el cuerpo de un pájaro muerto”. Antes de la versión final, la frase era esta: “… viste que yacía el cadáver de un pájaro muerto”. Darío alcanzó a ver la tautología y se ho-
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rrorizó, y decidió compartir conmigo la última revisión de la novela, antes de su publicación. Yo recibí esa invitación como un homenaje. Yo vivía en mi casita, en una montaña del Retiro, solo y feliz, leyendo libros, criando caballos de paso fino colombiano y montándolos por los caminos sin carros ni gente que iban desde Los Salados hasta El Tablazo, en un mundo que recuerdo y ya no es imaginable. Allá llegó por señas Darío en el escarabajo verde claro, viejo e inmortal, un sábado a mediodía, con las pruebas de su libro, sin rostro de amargura por no haber ganado el concurso. En la mesa del comedor, que parecía un miniburro de carpintería y yo utilizaba para dejar temporalmente cosas que no sabía dónde ubicar definitivamente, Darío vio, apenas entró a la casa por primera y única vez, los siete tomos de En busca del tiempo perdido, en la edición de Alianza Editorial, con traducciones de Pedro Salinas, José María Quiroga Pla y Consuelo Berges, que yo había comprado el viernes con grandes esperanzas y me proponía leer inmediatamente, de una sola sentada, porque para eso, para leer, había dejado mi mundo anterior, que estaba bueno y fácil de vivir. Y me dijo una de sus sentencias: “Si vas a leer a Proust, hablamos dentro de diez años. Ese es el virus del aislamiento”. Y yo había criado para mi uso personal mi propio virus del aislamiento, que ya deambulaba libremente por mis neurosis. Antes de ponernos a trabajar en La muerte de Álec, leí en voz alta el comienzo del primer tomo de Proust, “Por el camino de Swann” (“Du coté de chez Swann”):
Jean-Gabriel Thénot. Testigos silenciosos. 0.80 x 0.80 m. Tinta china/madera. 2014
Mucho tiempo he estado acostándome temprano. A veces, apenas había apagado la bujía, cerrábanse mis ojos tan presto, que ni tiempo tenía de decirme: “ya me duermo”. Y media hora después despertábame la idea de que ya era hora de ir a buscar el sueño; quería dejar el libro, que se me figuraba tener aún entre las manos, y apagar de un soplo la luz; durante mi sueño no había cesado de reflexionar sobre lo recién leído, pero era muy particular el tono que tomaban esas reflexiones, porque me parecía que yo pasaba a convertirme en el tema de la obra, en una iglesia, en un cuarteto, en la rivalidad de Francisco I y Carlos V. Esta figuración me duraba aún unos segundos después de haberme despertado: no repugnaba a mi razón, pero gravitaba como unas escamas sobre mis ojos sin dejarlos darse cuenta de que la vela ya no estaba encendida […].
En junio de 1983 se publicó La muerte de Álec, una hermosa novela con vetas de poesía, digna
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de su autor. Darío me la dedicó así: “Eduardo: Con lo que hiciste, vos me la deberías dedicar a mí. Con mi amistad”. Fino, el poeta. Pero mi mejor aporte a la corrección de la novela fue la lectura de las primeras frases de Proust, que afinaron los sentidos.
Ese lunes de junio, ya recuperada mi soledad, al final de la mañana verde y azul empecé a leer En busca del tiempo perdido, por el primer tomo, “Por el camino de Swann”, desde la dedicatoria (“A Monsieur Gaston Calmette como testimonio de profunda gratitud, Marcel Proust”) y la “Primera parte: Combray”, con la esperanza de llegar al final del séptimo tomo, “El tiempo recobrado” (“Le temps retrouvé”), una tarde de arreboles, allí, en el escritorio de tapa inclinada del abuelo, con vista 2017 | Septiembre
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a la montaña de picos sin nombre que bajaba desde el Alto de Las Palmas hasta el valle del Retiro, apenas salpicada de casas de campo tradicionales, señaladas por las arboledas que las asombraban, guardaban e incorporaban al paisaje del bosque nativo, en la tierra de ondulaciones profundas. Desde las primeras palabras me sentí habitante de la literatura más fina, la equivalencia francesa de las comedias y las tragedias inglesas de Shakespeare y el alma española del Quijote liberada por Cervantes. El título bien podría ser “El espíritu de Francia”. Y descubrí la clave de mi emoción: la prosa de Proust se me asimiló con el rigor de la sensibilidad, más exigente y certera que la mera racionalidad, quizás porque la sensibilidad proviene de la libertad y produce libertad, dos instancias de la experiencia literaria. Septiembre | 2017
La vida se me fue alargando y ampliando en la lectura, por ámbitos y extensiones del hombre que sin ella no habría podido ni siquiera imaginar. Leí lentamente, palabra por palabra, perdido en la concentración, por semanas, meses, años… y, en 1986, al final de una tarde inmensa de sol, después de más de tres mil páginas de encantamiento, me sorprendió la última frase, que va a continuación de un punto seguido: Si me diese siquiera el tiempo suficiente para realizar mi obra, lo primero que haría sería describir en ella a los hombres ocupando un lugar sumamente grande (aunque para ello hubieran de parecer seres monstruosos), comparado con el muy restringido que se les asigna en el espacio, un lugar, por el contrario, prolongado sin límites en el tiempo, puesto que, como gigantes sumergidos en los años, lindan simultáneamen-
te con épocas tan distantes, entre las cuales vinieron a situarse tantos días.
En ese momento, ya no era posible para mí desprenderme de los siete tomos, guardarlos en la biblioteca en su espacio de veinte centímetros de largo, por diez de fondo y dieciocho de alto, porque desde la primera frase: “Mucho tiempo he estado acostándome temprano”, se me convirtieron en el aire de mi aliento literario. Entonces, los tuve siempre a la mano, encima del escritorio, en forma de dos torres que me aislaban más del paisaje que yacía al otro lado de ellas. Después, leí la “definitiva biografía” de Marcel Proust, del inglés George D. Painter, una investigación meticulosa que partió de su embelesamiento con la obra del francés, y lo llevó a visitar el pueblo de Illiers (el modelo del Combray de la novela) y a estudiar en detalle
una enorme documentación relativa a la vida y la obra de Proust. La lectura de la biografía en dos tomos fue realmente una relectura de En busca del tiempo perdido, porque va ceñida paso a paso al texto y lo ilustra con invocaciones de la realidad y con datos que favorecen la sensación de su lectura.
En el otoño de 1986 viajé a París con dos hermanos y un amigo. Los hermanos iban a ver cómo estaban las telas y el vestuario; el amigo a continuar su errancia; y yo, a proustianear. Un día de octubre me acompañó uno de los hermanos a Illiers, el pueblo de la familia del padre de Proust, el doctor Adrien Proust, al suroeste de París. El doctor fue el primero de su linaje que dejó la tierra madre para irse a París. Allá estudió medicina y se transformó 2017 | Septiembre
Jean-Gabriel Thénot. Testigos silenciosos. Paisaje Urbano fragmentado. 2.50 x 12.00 x 0.04 m (56 piezas de 1.22 x 0.30 m). Tinta china/Papel Propalcote/madera. Col. Museo de Antioquia. 1997
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en un burgués, brilló y fue condecorado con la Orden de la Legión de Honor por su aporte a la salud pública en la lucha contra el cólera, con la implementación del cinturón sanitario. En su novela, Marcel Proust representa e idealiza el pueblo, con el nombre de Combray.
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Como a media mañana partía el tren, tal vez de la estación de Austerlitz, por la ruta de Chartres. Antes de llegar a la estación, a pie, vimos en la vitrina de una charcutería un derrame de pistachos rosados irresistibles, que en vez de resecarnos la boca nos hicieron salivar, como si hubiéramos visto sudar a un limón partido en dos mitades. Sin probarlos, compramos un kilogramo de pistachos color payaso, empacados en un saco enorme que escasamente cupo por la puerta del tren. Y también compramos una botella de cognac, y nos regalaron dos vasos pequeños de plástico. Dudamos en comprar embutidos y quesos, que nos miraban desde sus ganchos y puestos en los estantes y las neveras, pero desistimos porque ya la carga era muy grande y nos restaba movilidad, que en últimas es una exigencia de la libertad. Por un momento nos preguntamos si no sería preferible prescindir de los pistachos de color rosa y llevar los quesos, los embutidos, una barra de pan francés y dos botellas de vino, más bien que la de cognac, pero la actividad del ancestro campesino y una cascada de comodidad nos decidieron por los pistachos y el licor de 40% de volumen de alcohol. Abordamos un tren viejo, lento, hermoso, cuyos vagoncitos parecían de madera pintada. Yo tenía la ilusión en reversa de que fuera de los mismos en que viajaba la familia Proust en pascua, para activar en mí la nostalgia de recuerdos ajenos, que ya no me sería posible reproducir fielmente con hechos, porque entre la niñez del escritor y mis treinta y siete años había un abismo de un siglo y una profunda grieta cultural cualitativa y cuantitativa, insuperables a fuerza de pura lectura:
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Reconocíase la torre del campanario de San Hilario desde muy lejos, inscribiendo su fisonomía inolvidable en un horizonte donde todavía no asomaba Combray; cuando, en la semana de resurrección, la veía mi padre, desde el tren que nos llevaba de París, corriendo por todos los surcos del cielo y haciendo girar en todas direcciones su veleta, que era un gallo de hierro, nos decía: “Vamos, coged las mantas, que ya hemos llegado”. Y en uno de los grandes paseos que nos dábamos estando en Combray, había un sitio en que el estrecho camino iba a desembocar en una gran meseta cuyo horizonte cerrábalo la dentada línea de unos bosques, y por encima de ellos asomaba únicamente la fina punta de la torre de San Hilario, tan sutil, tan rosada, que parecía una raya hecha en el cielo con una uña, con la intención de dar a aquel paisaje, todo de naturaleza, una leve señal de arte, una única indicación humana.
Había pocas personas en el tren. Eran campesinos mayores, con sus atuendos en función de utilidad, sin vanidad, con la piel tocada a fondo por el sol, silenciosos en la sencillez de sus alegrías y sus tristezas, hombres y mujeres que habitaban su tierra al impulso de la historia. En el tren disonamos mi hermano y yo, pero los nativos tenían en su rutina la visión de seres de otros mundos que lucían ridículos en el transporte de los pobres y hablaban en palabras incomprensibles: las romerías de proustianos que gastan vidas y dinero tratando de descifrar las frases sin sentido del escritor descendiente de unos hilarianos comunes y corrientes, tal vez un poco más arrogantes que sus vecinos. Después de pasar por Versalles, todavía muy cerca de París y con el desayuno en el procesador estomacal, decidimos comenzar a comernos los pistachos. Pensamos que era mejor hacerlo en el tren, porque en Illiers estaríamos caminando y no sería lo más cómodo ir abriendo las conchas con las uñas y guardándolas en los bolsillos o en lo profundo del saco que los contenía, para no dejar en las calles del pueblo
el rastro rosado de nuestra visita. Pero bastó con probarlos para saber que nos habían engañado: los pistachos verdes estaban pálidos, viejos y blandos, incomibles, y seguramente eran una artistada en la vitrina de la charcutería. Interpretamos mal la tintura rosa, pero el comerciante entendió perfectamente la ignorancia y la ingenuidad de los suramericanos y decidió aprovecharla, distorsionando el principio que recitó alguna vez Martin Heidegger: “Para qué ser poeta en tiempos de penuria”. Pero nos quedaba la botella del cognac Courvoisieur, ese sí bueno, perfectamente resguardado por el conjunto de tapa y sellos, aromático desde la primera expiración del caldo tras el descorche, poderoso, revitalizador, embriagante. Y al fondo de la llanura, las torres impares de Notre Dame de Chartres hacían gótico el paisaje del siglo xii y confirmaban la permanencia de En busca del tiempo perdido en la sensación literaria que es mi vida. Después de Chartres, con el vagón sin más viajeros que los dos hermanos, el tren artesanal agotó la llanura de La Beauce, donde ya se habían cosechado las espigas amarillas de las que manaba el aceite vegetal. Y apareció ante mis ojos, a la izquierda, fijo en un tubo vertical sobre el muelle frente a una estación casi imperceptible, por pequeña y discreta, un letrero para recordar: “Illiers-Combray”. El pueblo de Illiers (de Hilario, Saint Hilaire, el patrono), agradecido, orgulloso y feliz, expresó su dignidad en el centenario del nacimiento de Marcel Proust, en 1971, manteniendo el nombre original de su pueblo y adicionándolo con el Combray de la novela de su escritor, con lo cual completó su dignidad literaria. El pueblo era pequeño, y me alegró caminar por sus calles, ver la pulcritud y la corrección de sus construcciones, la sencillez y la autenticidad de los habitantes (casi todos mayores,
viejos, en general), tomar el vino de la casa en la cantina al otro lado de la placita de la iglesia (Saint Jacques, llamada Saint Hilaire en la novela), visitar el museo en la casa de la tía abuela del escritor (tante Leonie), comprar un libro de ensayos sobre Proust y su obra, editado por y para el museo, hacerme miembro de la Sociedad de los Amigos de Marcel Proust y de Illiers-Combray, visitar la iglesia con el libro en la mano para conocerla con la guía del autor, fotografiarme en el parteluz del pórtico, seguir en el mapa, en la novela y en la biografía la ruta proustiana, dormir en el Hotel des Guermantes (“El mundo de Guermantes” es el título del tercer tomo de la novela), no sentir durante el sueño ninguno de los fantasmas que invoqué en la ensoñación previa al silencio de muerte de una larga noche. Y comprendí que Marcel Proust, el autor de En busca del tiempo perdido, no estaba en IlliersCombray, y que la obra solamente la encuentro en su lectura lenta a través de los años, tantos años cuantos yo viva desde ese día de junio de 1983, presente en mi “memoria involuntaria” e incorporada a mi aliento literario. Este aliento se me presenta, sin llamarlo ni buscarlo, en cualquier momento de mi lectura y mi escritura, porque es un fantasma de mi propia sangre, mi imagen reproducida en cada frase que leo o escribo, porque esa literatura alberga mi identidad.
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José Manuel Arango, ganador del Premio Nacional de Poesía de la Universidad de Antioquia en 1988, me dedicó con estas palabras su libro de Poemas escogidos: “Que Proust nos libre de todo sentimentalismo. Y, sin embargo, con un abrazo. José Manuel. Copacabana, oct. 29 de 1988”. Eduardo Peláez Vallejo es escritor. Ha publicado los libros: Retratos, Desarraigo, Este caballero a caballo y Aves de paso. Escribió este texto para la Agenda Cultural Alma Máter.
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De Cuaderno de París Pablo Montoya
Fragancia
París era una muchacha insulsa y bella. Due-
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ña de una fragancia mezcla de encanto y horror ineludibles. Yo la había olido mucho más que palpado. Y cuando la recordaba me asía a su tez Rodin, al cuello Modigliani, a los vientres de bañistas de un Sena irrecuperable. Pero era el olor del arenque lo que flotaba en el ámbito. El de conejos suspendidos como trofeos de una muerta naturaleza. El de pulpos tripas tirados en las aceras. Mis ojos eran mi nariz entonces. Y no había deleite más íntimo que intuir, entre el olor de las lechugas podridas, un rasgo que me hablaba del centeno. París me extendía sus brazos de iluminaciones góticas. O a veces permitía que dejara ir mis dedos por entre sus tetas revolucionarias. Y si contaba con suerte, podía desvestirla del todo, con el afán torpe de los que han atravesado mares y se han desacostumbrado del amor. Y en un hotelucho de la calle de Vaugirard hacerla gemir. A ella tan indolente a pesar de su conciencia y su sabiduría. Por segundos me recostaba en sus nalgas blancas y creía oír en el aire el eco de una gavota. Cuando en verdad lo que subía de las calles eran gritos. Prolongados gritos que familias de Malí hacían para pedir entrada a las fortalezas francas. Yo deseaba hundirme de nuevo en la delicia y el olvido. Pero un olor a menstruaciones inagotables, a vómitos arrojados en los callejones, me empujaba a la otra orilla del sueño. Y sin saber cómo, terminaba deambulando por los mercados. Junto a quesos rancios y toneles de vino, comerciantes de la usura, viajeros provenientes de las Antillas, tinterillos, coroneles locos y una Madame Bovary por fin dada abiertamente a las licencias, meaban chorros ebrios e interminables.
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Jean-Gabriel Thénot. Testigos silenciosos. 0.80 x 0.80 m. Tinta china/madera. 2014
Cuántas campanas sonaban en esos instantes. Cuántos Te Deums se escuchaban en los coros de los templos. Y parecía no haber otra verdad más irrefutable que el derroche. Que la trata de esclavos y el hurto de reliquias asiáticas. Que el olor de la uretra y la hez acompañando las tonadas del amor y el ciclo de los nacimientos y las muertes. Pero ahora, cuando estoy aturdido de tanta diáspora y coordenada, y creo vano procurarme un centro, surge el cardamomo. Como una revelación. Impúdico. Rabiosamente adolescente. Y es la imagen de mi amigo Jorge Antonio la que llega. Mirándome, recostado en la hierba, por encima de los años. Las casas del Carmen de La Venta a sus pies como un rebaño de grillos dormidos. Luego lo veo mirar los guayabos del modo en que se mira a los amigos. Lenta y desganada-
mente. Y por fin, en un momento, mi memoria se hunde en la placidez. Los dedos mansos de Jorge Antonio me dan la semilla para que la aspire. Y es esa fragancia la que ahora busco entre mis uñas. En mis ropas. En algún poema que leí hace siglos. En las palabras descifradas por mi lengua. Y nada encuentro. Sólo un eco, inabarcable, que nombra la ausencia.
Trenes Este es un tren rodeado de olvido. Y están los que salen de la estación de l’Est rumbo a Verdún. Atascados de soldados e insignias con sabor a pasta de yeso. Trenes de mercancías, eso afirman, cuando en realidad transportan los cíclicos condenados al infierno. Este tren está hecho de distancias. Semejante a los trenes sin color preciso. Como las aguas de don Jorge Manrique. Etéreos y al mismo tiempo longevos. Con un vaivén de vals triste que no acaba nunca. ¿Y ese único vagón de innumerables ventanillas que entra a la estación Bérault? Desde cada una de ellas mi padre, asesinado en Bello, mira con ojos de espectro. Pero no me dice quién ha sido su verdugo. Este tren que saldrá dentro de poco es ilusorio. Parecido a la luz. Luz que en los viajes es lo único real. Luz color de castañas maduras. Luz de limón que cae en el ojo. Luz rugosa de papel. Hecha de astillas azules o incierta como un versículo. Este tren que me espera ahora parece inexistente. Tiene algo de aquellos que cruzan los territorios de Arreola. Pero en él hay una verdad que no tiene ningún otro. Tu inevitable partida.
Notre-Dame ¿Sí la ves? Muda como corresponde a la piedra. Dueña de todos los gritos y las oraciones. Más allá de sus agujas, el cielo. Que es donde fluctúa Dios en su silencio rotundo. Acá, nosotros sentados en el atrio. A las dos de la madrugada. Pruebas escuetas del tiempo. Un poco inclinadas a lo errático. Porque a Hugo,
en este instante, le da por decir que es un privilegiado. ¿Sí la ves?, murmura de nuevo. Y convoca, frente a la fachada de la catedral, a sus ancestros que también son los míos. Conquistadores trapaceros. Soldados de guerras bobas. Campesinos ensimismados. Carceleros. Recaudadores de impuestos. Sepultureros. Mujeres rezanderas en el breve amor de las noches de Antioquia. Los infaltables mercaderes de las pócimas. Los enloquecidos por el oro. Los contrabandistas del aguardiente y el tabaco. Ese profesor de dibujo. Aquel cirujano alcohólico. Y los tocadores de trombones. Los tipleros. Los clarinetistas. Diciéndoles me dice que ellos nos han conducido hasta aquí. Hugo, hay que confesarlo, habla a veces como un poeta. Pero nunca ha escrito un verso. Y agrega, mirando las bestias y los santos del tímpano, que somos un par de perdidos. Embolatados en la hermosa y horrenda ciudad en la que nadie somos. Nada. Solo plenitud anónima. Y aunque nos atraigan los barrancos detestamos las guerras. Los militares. Los paramilitares. Los guerrilleros. Los narcotraficantes. Hugo, también es cierto, sin ser historiador es memorable. Lo que habla es digno de recordar. Pero después, minutos, horas, días después, por circunstancias varias, eso nos parece desechable. La misma basura que consiste en decir que somos parte de un engaño. Que el único camino es la locura, la serenidad o la alegría. Hugo, luego de haber merodeado las otras, ha optado por la última de tales sendas. Ah, me dice, qué alegría tan hijueputa estar frente a Notre-Dame. Qué alegría flotar en esta noche única. Y ver a nuestros pies un reflejo del infinito. Qué alegría sentir el transcurrir del río al lado y llenarse de su respiración de suicidios y confesiones de amor. Enseguida me toma la mano. Me lleva ante el rey. Cerrá los ojos y olé, aconseja. Siempre lo he reconocido. Hugo, de algún modo, es sabio. ¿Qué otra cosa se puede hacer frente a Carlomagno si no cerrar los ojos y oler? Olfateo entonces
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la estatua. Oigo el resuello del amigo. Contame a qué te huele, dice. Y yo, que estoy tramado de noche, respondo. Huele a líquenes. A barro. A boñiga en invierno. Huele a zumos de sexo. A axilas sin lavar. Huele a vino regado sobre cabelleras y vientres. A sangre y fuego incendiando pueblos. Huele a llanto de muchachas. A orines de niños. A gangrenas de viejos. Huele a gritos en el alba. A tropel de caballos sudorosos. Huele a cuernos de ciervo sonando en valles y campiñas. Pero en este momento Hugo sonríe. No seás exagerado, dice, que la música es inolora, insabora e incolora. Yo le devuelvo la sonrisa. Pienso que con este personaje uno no sabe a qué atenerse. Cuántas veces me ha dicho que la música de Perotín le huele a cilantro. Que la de Berlioz le huele a cocaína en las lomas de Robledo. Que la de Ravel es el olor de un pubis querido. Hugo vuelve a tomarme de la mano. Bordeamos la gran mole de infamia y fe. Miramos las gárgolas desvanecidas en el aire. Tocamos los muros. Largamos los ojos por entre tanto animal y hombre azorados. Y Hugo comenta que, si hay frío en el paso de los siglos, él es nuestro y jamás de las piedras. Luego prende su chicharra frente a un diablo mohíno. Me pasa la mano por la espalda. ¿Hacia dónde caminamos ahora?, pregunta. Por ahí, respondo. Que cualquier sitio ahora es cálido en su desamparo.
Museo Objetos. Ellos hablan de mis días en París. Patrimonio de lo sublime y lo grotesco. Un preservativo. Una malla uterina. Jeringas con sangre seca en las agujas. Revistas pornográficas. Un periódico igual a todos los periódicos. La pantalla. El teclado. Un teléfono móvil pero mudo. Una destripada lata de comida. Dentífricos. Desodorantes. Perfumes. Cremas. Pastillas para dormir. Pastillas para enflaquecer. Pastillas de sodio. Fetos en recipientes que recuerdan la letrina. Una camisa de fuerza. Un
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delantal de enfermero. Los barrotes de una cárcel. Un tarro con un líquido fosforescente que todo lo traspasa. También hay un arma. Tiene el tamaño de mi uña. Su voz es la máscara del silencio. El mecanismo, simple. Con solo accionarlo el museo se esfumaría. Y sólo quedaría el olvido.
Nerval Busco la calle. El árbol que guardó tu último sueño. Pero no hay cuerda. Tampoco algún resplandor. Termino, sin embargo, encontrando otros fantasmas. El aire se llena de hojas frías porque es enero. Y un dulce olor a hachís llena las vías del Forum des Halles. Pregunto a los jóvenes que escuchan himnos rastafaris si te han visto. Me dicen que sí. Que todavía estás balanceándote sobre alguna canción de organillero. Pobre de ti, Nerval. Tus andanzas de clínicas a hospitales. Llenos tus bolsillos raídos de alucinadas notas. Siguiendo el eco de una tonada de Valois. Reducido a fotografías en bibliotecas y a esa frase que cubre de bruma esta calle de París que atravieso ahora: “El sueño es una segunda vida”.
Pablo Montoya (Barrancabermeja, 1963). Doctor en Estudios Hispánicos y Latinoamericanos en la Universidad de la Nueva Sorbona-París 3, es ensayista, narrador y poeta. En 2015 obtuvo el Premio Rómulo Gallegos con su novela Tríptico de la infamia. Ha publicado, entre otros, los libros: Música de pájaros; Novela histórica en Colombia, 1988-2008 entre la pompa y el fracaso; Viajeros; Cuaderno de París; Adiós a los próceres; Un Robinson cercano; Trazos; La sed del ojo; Lejos de Roma; Los derrotados y Tríptico de la infamia. Las prosas aquí publicadas, con su autorización, son extraídas de Cuaderno de París (Bogotá, Ediciones B, 2016).
Los de la banda dibujada Álvaro Vélez (truchafrita)
Hablar sobre la historieta francesa es aden-
trarse en un vasto mundo casi sin fronteras. El cómic francés hace parte de una de las tres grandes tradiciones de las narraciones dibujadas en el mundo, junto con la historieta estadounidense y la japonesa. Así que no es fácil abarcar la totalidad de las obras y autores, a lo largo de más de un siglo —en lo que se podría considerar la historieta moderna—, en la tradición francesa. Por ese motivo es mejor apelar a lo que se puede considerar lo más representativo de la historieta francesa, de sus estilos, de sus obras y sus autores. Habría que hacer una primera consideración: la industria y producción de historietas en Francia está íntimamente ligada a Bélgica. Ambos países comparten una tradición común, en la que autores y obras se comunican con un público binacional. Esta característica se comprueba plenamente en una de las primeras obras representativas del cómic francobelga: Tintín. Francia posee, como en el caso de Inglaterra, una amplia tradición de dibujos y grabados que fueron apareciendo en la prensa del siglo xviii. Algunos de los autores de estos dibujos, respaldados por la prensa de la época, fueron convirtiendo sus obras en armas en contra del poder político, en dibujos con opinión, con cargas críticas frente al orden establecido, transformándose en lo que llamamos ahora caricatura. Esas caricaturas, sumadas a una tradición aun más antigua de narración con imágenes, como en el caso del famoso Tapiz de Bayeux (que data del siglo xi), dieron como origen las his-
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torietas francesas (que aparecen tímidamente en el siglo xix). Si en Estados Unidos, a finales del siglo xix y principios del siglo xx, a las historietas que aparecían en prensa se les llamó tiras cómicas (comic strips) por la forma en que estaban hechas, a la manera de cintas o de filas de viñetas dibujadas y de un contenido en su mayoría risible, las historietas franco-belgas tomaron el nombre de bande dessinée (banda dibujada), también apelando a su forma. Los primeros años del siglo xx dan las bases de la historieta franco-belga hasta la llegada del ya mencionado primer gran referente: Tintín. Las aventuras del periodista y detective aparecen por primera vez en el suplemento juvenil Le Petit Vingtième, y se trata de Tintín en el país de los soviets (1929), su autor es el belga George Remi (más conocido por su seudónimo Hergé). 2017 | Septiembre
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A partir de ahí Tintín será protagonista de varias aventuras, algunas de las cuales lo llevarán a África, al lejano Oriente, América del Sur e, incluso, a la Luna (una aventura en dos álbumes: Objetivo: la Luna, de 1953, y Aterrizaje en la Luna, de 1954), en una variedad de publicaciones que van hasta mediados de 1970. El estilo de dibujo de Hergé, en Tintín, se convierte en toda una escuela para la historieta francobelga: el estilo línea clara (o “escuela de Bruselas”), en la cual los contornos de los dibujos constituyen la mayor parte de los trazos y en donde los tramados, para crear sensaciones de luz u oscuridad, son casi inexistentes, en una suerte de sensación de dibujo limpio que se completa con escalas de grises o colores.
rieta franco-belga y a generar su llamada época de oro: las revistas belgas Le Journal de Spirou (o Spirou) y Tintín, que se suman a las francesas de la editorial Fleurus y la revista Vaillant. Ahí van a publicar los grandes nombres de la historieta franco-belga de la época. La revista Tintín agrupará autores como Hergé, autor de Las aventuras de Tintín; Jacobs, creador de Blake y Mortimer; Jacques Martin, autor de Alix y Lefranc; Bob de Moor, Paul Cuvelier, Jacques Laudy, todo con el estilo de la línea clara. A su vez, Spirou tendrá a Jijé, Franquin, Morris, Peyo, y a los guionistas Charlier y Goscinny, creando series de humor ya famosas como Lucky Luke (1946), Gaston Lagaffe (1957) o Los pitufos (1958).
Varias críticas le han caído a Hergé y su obra, tildándola de colonialista, de anticomunista, e incluso, de racista. Esas críticas encuentran asidero, en especial, en Tintín en el Congo (1931), pero se podría aducir que se trata de una obra inmersa en su época, sobre todo por lo que se sabe acerca de cómo fue el tratamiento de Bélgica sobre el ahora territorio congolés cuando ejercía su poder colonial durante el siglo xix.
Apartado especial merece la creación del guionista René Goscinny y el dibujante Albert Uderzo: Astérix el Galo. Ahora, para muchos, es inconfundible el comienzo de esta legendaria historieta:
Pero, hablando de otro colonialismo. o, mejor, de una aculturación que es común a varias sociedades, durante el siglo xx, la historieta franco-belga también sufre la invasión del cómic norteamericano. Esto sucede a partir de la segunda mitad de la década de 1930 y se prolongará hasta los primeros años de la postguerra de la Segunda Guerra Mundial. Pero no es del todo negativo, la invasión de cómics norteamericanos —al igual que sucedería en Japón durante la ocupación—, en cierta forma crea y renueva gustos entre un público lector y, al generar interés, impulsa la producción, tanto de material estadounidense como, en este caso, franco-belga. De esa forma aparece, después de la Segunda Guerra Mundial, una serie de publicaciones que van a robustecer el panorama de la histoSeptiembre | 2017
“Estamos en el año 50 antes de Jesucristo. Toda la Galia está ocupada por los romanos… ¿Toda? ¡No! Una aldea poblada por irreductibles galos resiste todavía y siempre al invasor”.
Ásterix se sitúa en la Galia, justo durante la invasión romana. Según la historieta de Goscinny y Uderzo sólo una aldea gala resiste al ejército de Roma y todo gracias a una poción mágica, inventada por el jefe druida de la aldea, que les da una fuerza increíble y los hace invencibles. Las aventuras de Ásterix, el héroe de la historieta, de baja estatura y de temperamento irritable, acompañado por el fortachón, tierno e inocente Obelix (quien no necesita de la poción mágica, pues posee una fuerza sobrehumana, desde que se cayó en el caldero de la poción cuando era bebé) y del fiel compañero perruno Ideafix, se desarrollan dentro de todo el mundo romano, y un poco también fuera de sus marcas. Lo que hace de la historieta una obra aun más interesante es su comicidad, llena de gags físicos, de chistes inocentes y de referencias
históricas. Se trata de la obra maestra del guionista René Goscinny, quien ya había probado suerte con Lucky Luke, ambientada en la etapa de la conquista del oeste norteamericano. Ásterix incluso ha llegado a convertirse en un símbolo del orgullo galo, en la personificación de los valores nacionales franceses. Tanto Ásterix, como otras grandes obras de la historieta franco-belga de finales de la década de 1950 y de 1960, surgen de la revista Pilote, fundada por Goscinny y Charlier, y finalmente adquirida por la editorial Dargaud. De Pilote surgen series que alcanzan gran popularidad, como la mencionada Astérix el Galo (1959), el Teniente Blueberry (de Jean Giraud, creada en 1963), Aquiles Talón (1963), Philémon (1965), Valerián y Laureline (1967). El dibujante Jean Giraud, quien despega en su labor con los realistas, meticulosos y muy logrados episodios del Teniente Bluebery, prontamente se convertirá en uno de los grandes referentes del cómic franco-belga. Se le conoce mejor por su seudónimo: Moebius, y es uno de los más grandes de la historieta mundial. La trayectoria de Jean Giraud Moebius parte de la década de los sesenta con la ya mencionada Teniente Blueberry, pero su carrera como dibujante alcanzará cuotas mayores a partir de la década de 1970. En 1974 forma el grupo de los Humanoides Asociados con otros autores como Philippe Druillet, Jean-Pierre Dionnet y Bernard Farkas. Juntos crean la revista de ciencia ficción y fantasía Metal Hurtlant (publicación que inspira la creación de la famosa revista norteamericana Heavy Metal, y otras revistas de ciencia ficción como la española Cimoc), en sus páginas, Moebius crea historias y personajes que aún permanecen en la retina de muchos, como Arzach, The long tomorrow o El garaje hermético (esta última inspirada en la lectura de las obras de Carlos Castaneda). A finales de la década de 1970, Moebius colabora en el intento de la realización cinema-
Jean-Gabriel Thénot. Testigos silenciosos. 0.80 x 0.80 m. Tinta china/madera. 2016
tográfica de Dune, ahí conoce al chileno Alejandro Jodorowsky y, juntos, emprenden una época de colaboraciones cuya obra más representativa es la saga de El Incal (Las aventuras de John Difool), desde 1981 hasta el 2001. Jean Giraud participó en los diseños de varias películas, entre las que se destacan: Alien (1979), Tron (1982), Masters of the Universe (1986), Willow (1987) o Abyss (1989). Incluso dibujó dos tomos de Silver Surfer, con guiones de su mismo creador Stan Lee, en 1984.
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La sombra de Metal Hurtlant, y en especial de Moebius, está aún presente en la historieta franco-belga, pero su renovación siempre es constante. Los títulos fluyen a una cantidad descomunal, el músculo financiero permite una constante actividad editorial y los lectores, además de ser numerosos, reclaman siempre obras disímiles en cuanto a géneros, estilos de dibujo, narración. Eso porque el consumo y lectura de historietas en el panorama francobelga involucra a toda la población, sin distinción de edad, género o estrato socioeconómico. Por eso mismo, la renovación, después de la imponente presencia de un autor como 2017 | Septiembre
Moebius es natural y, quizás, poco traumática en Francia: en la década de 1990 aparece un grupo de jóvenes autores que también destacan en el amplio panorama de la historieta franco-belga.
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Se les conocerá como L›Association y se agrupan es una pequeña editorial fundada (en mayo de 1990) por Jean-Christophe Menu, Lewis Trondheim, David B., Mattt Konture, Patrice Killoffer, Stanislas y Mokeït. Estos jóvenes, en parte, renuevan y dan nuevos aires a la historieta. Se trata, en muchos casos, de obras que rayan ahora con asuntos cotidianos, con historias mínimas, también con experimentaciones gráficas y narrativas (un colectivo muy parecido al que años antes se agrupó, en Norteamérica, alrededor de la revista RAW y que dio inicio al llamado comic independiente norteamericano). Mención especial merecen las obras de Lewis Trondheim y David B., este último con una obra entrañable, y difícil de olvidar, acerca de la vida de su hermano aquejado por una enfermedad mental: La ascensión del gran mal (en el francés original, L’Ascension du haut mal, 1996). L’Association también ha recibido autores de historieta de dentro y fuera del país, como el caso del talentoso Joann Sfar o, quizás más conocida, la dibujante iraní Marjane Satrapi creadora de obra Persépolis (2000), acerca de su infancia y adolescencia en Irán y en las épocas convulsionadas de la caída del Sha y el ascenso del Ayatola Ruhollah Jomeini (Persépolis fue llevada también al cine, en 2007, en una exitosa adaptación en dibujos animados). Pero esta particularidad, el hecho de que el cómic francés o belga acoja a dibujantes y guionistas extranjeros no es tal. Hay muchos ejemplos, pero mencionemos sólo algunos: el caso del ya comentado del guionista, escritor y cineasta chileno Alejandro Jodorowsky; del argentino Juan Giménez López, autor de la serie La casta de los Metabarones (junto al mismo Jodorowsky) o del yugoslavo Enki Bilal
Septiembre | 2017
Jean-Gabriel Thénot. Testigos silenciosos. 0.80 x 0.80 m. Tinta china/madera. 2016
autor, entre muchas otras obras, de la Trilogía de Nikopol. La inmensa producción e industria del cómic franco-belga tienen una vitrina excepcional: El Festival Internacional del Cómic de Angulema, que se celebra, cada dos años en la pequeña población de Angulema (Francia), desde 1974 y que, en la actualidad, es quizás el festival de historietas más importante del mundo por su contenido, por su variedad de títulos, de autores y de público. Es menester tratar de finalizar este pequeño repaso, por la historieta franco-belga, un poco como se comenzó: aclarando el gran universo que contienen dicho tema y que lo que se ha expuesto aquí es únicamente un abrebocas, una serie de obras de lo que se podrían pensar son importantes referentes. Como entremés puede funcionar bien, sobre todo porque lo que realmente es importante en la historieta franco-belga, como en el resto del cómic mundial, son sus obras: abrir los libros y revistas de historietas y disfrutar de todo un universo, uno casi sin límites (y Francia sí que ofrece mucho de eso).
Paisajes viajeros Oscar Roldán-Alzate
Jean-Gabriel Thénot. In Situ XIII MAMM Medellín. Serie: Testigos Silenciosos. 3.80 x 30.00 m. 2013
V
iajar es “necesario” cuando se buscan condiciones propicias para asentar la vida y echar raíces; todas las demás razones para emprender un periplo tienen que ver con satisfacer un “deseo”. Viaja quien es inconforme con su destino, quien busca fortuna, quien hizo una promesa a alguien o a algo, quien es por naturaleza explorador, pero, también, viaja aquel que después de haber caminado muy lejos quiere regresar a su casa, a su origen. Los viajeros son seres extraordinarios; sus vidas están llenas de anécdotas que han colmado la literatura y las artes. Paisajes viajeros es una conversación entre dos exploradores que usan la pintura para documentar su trasegar. Portadores de la gran tradición gala de quienes desde el siglo xix estuvieron recorriendo las tierras americanas, Olivier Debré y JeanGabriel Thénot son los dos pintores que conversan con sus notas de viaje en esta muestra que se puede visitar, valga la redundancia, en nuestro edificio patrimonial de San Ignacio. El resultado es una reflexión constante sobre el territorio, la geografía y el paisaje.
En el año 1997, Olivier Debré (París 1920-1999), considerado uno de los representantes más notables de la abstracción lírica francesa de post-guerra, visitó Colombia. El motivo de su viaje, que estuvo relacionado con una exposición de gran calado organizada por la Galería Nationale du Jeu de Paume y el Museo de Arte Moderno de Medellín, tenía que ver más bien con la idea de entender el color y la atmósfera de este paraje tropical andino de América del sur. Al viajar, el pintor se proponía capturar la esencia de sus destinos en lienzos, si bien no pequeños, de tamaños ciertamente manejables. Un metro cuadrado le bastaba para consignar las sensaciones que despertaban en su psique creativa el viento, la vegetación, la gente, incluso los olores y sabores de su destino.
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En noviembre de 1984, Jean-Gabriel Thénot, artista bretón, arribó a Colombia y, a diferencia de Debré, que estuvo de paso, su desplazamiento fue definitivo. Dos mujeres fueron (siguen siéndolo), en parte, el motivo de su destino y su compañía: Natalia Tejada su esposa (paisa) y su pequeña Sara, entonces de 2017 | Septiembre
tan solo un año de nacida. Thénot, quien había sido alumno de Debré en la École Nationale Supérieure des Beaux-Arts de París, rápidamente comenzó a entender su nuevo contexto vital desde una prospectiva poética. El barrio Los Conquistadores de Medellín ha sido el lugar donde sus raíces se profundizaron, y desde allí comenzó paulatinamente a advertir la complejidad de un nuevo territorio en el que la ausencia de estaciones, propias del hemisferio boreal, además del extrañamiento que le produjo, le hizo tomar una conciencia extremadamente especial de cada cambio en su entorno. La vegetación tropical de este valle se convirtió, así, en testimonio silente de su trasegar pictórico y gráfico.
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Como un presagio, su atención se centró rápidamente en la vegetación y en su cambiante naturaleza, la que es traducida en dibujos y pinturas de gran formato, siempre con alto contraste tonal, y en los que la mirada del explorador emerge, con tal fuerza, que resulta evidente un llamado agónico desde las cañadas y afluentes de una geografía vívida que rehúsa ser dominada. Hoy, después de más de tres décadas de permanencia ininterrumpida en Colombia, es obvia una declaración de principios en su trabajo, traducidos en una obra que ha señalado copiosamente la importancia de despertar una conciencia ecológica cuyo sentido de otredad incorpora una flora, tan exótica como fascinante, que sólo el viajero explorador tiene la capacidad de advertir. La realidad actual, como pocas veces antes ha ocurrido, nos ha comenzado a formular cuestionamientos fuertes sobre la manera como nos estamos relacionando con el medio ambiente, los recursos naturales y los espacios que habitamos. En este sentido, el arte ha captado nuestra atención por medio de sus incisivas preguntas, señalamientos o simples alegorías sobre lo que es o no natural y sobre
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todo aquello que, por sus condiciones de ser, al rodearnos hacen de la vida un viaje fantástico y extraordinario. Jean-Gabriel Thénot trabaja con premisas que se enfocan en lo anterior de manera rotunda y con la absoluta consciencia de que su obra es testimonio de cambio permanente. Su mirada se ha centrado en los paisajes localizados dentro de la urbe. Canalones, cañadas, culatas y quebradas son fuente y recurso para una investigación que se ha consolidado tras la búsqueda del silencio cálido de la naturaleza tropical de nuestras ciudades colombianas. Thénot denomina usualmente su trabajo “Testigos silenciosos” para referir a la naturaleza propia y casi íntima, aquella que se posa tan cerca de nosotros, que quizá, por eso mismo, evadimos entender. Su trabajo está construido en clave reflexiva sobre el entorno, lo natural, la permanencia del paisaje. Lo interesante de todo esto es la forma como su trabajo se incorpora en nuestra vivencia de la experiencia estética, convirtiendo al espectador en actor, al mismo tiempo, de una suerte de acción performativa que valida su existencia. Así, como testigos silenciosos que cantan al cambio, las presencias naturales hacen su aparición en la escena: plantas, montañas y espacios son alfabeto gramatical de su quehacer artístico, el mismo que acompasa con una ejecución casi dancística en la elaboración de sus enormes dibujos-pinturas con los que trasforma los lugares que interviene. Entre el dibujo y la pintura su trabajo evoca el movimiento (un azaroso equilibrio) y las formas orgánicas, siempre naturales, que a través de un manejo prodigioso de la luz alcanzan a conmover a quien se presente ante ellos. El trabajo de Jean-Gabriel, este bretón de espíritu paisa, es hoy necesario a la hora de mirarnos para entender cómo podemos y somos capaces sistemáticamente de cambiar nuestro
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Jean-Gabriel Thénot. Testigos silenciosos. 0.80 x 0.80 m. Tinta china/madera. 2016
entorno según las necesidades, o simplemente los afanes de poder, como lo que hoy por hoy pasa con la ciudad de Medellín, donde nuevamente resuena el hacha, justo en el centro de nuestra urbe. Este año, nuestra Alma Máter celebra la vida cultural, científica y democrática de la República Francesa. De País en País, nuestro programa insigne de relacionamiento internacional nos ha traído a la Francia de los viajeros, y con ellos ha llegado una conversación de dos pintores que se conocen en su astucia: mirar, otear con extremo cuidado lo que nos hace frágiles. Pai-
sajes viajeros es un diálogo, posible gracias a las bondades del arte entre un maestro y su discípulo, dos franceses que nos dan cátedra con su particular manera de ver y vivir su entorno para disfrutar el nuestro, y, tal vez, si acertamos a mirar un poco más allá de lo evidente, logremos adoptar unas posturas que nos hicieran un poco más livianos para esta tierra, unas que nos hicieran viajeros sin estela. Oscar Roldán-Alzate es artista visual y politólogo, dirige el Departamento de Extensión Cultural de la Universidad de Antioquia. Escribió este texto para la Agenda Cultural Alma Máter.
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