Ponencia Oscar Rebollo UIMP_HUESCA_2011

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1 UIMP – HUESCA – 14 al 16 DE Septiembre de 2011 ENCUENTRO: PARTICIPACIÓN CIUDADANA DE CALIDAD PARA UNA ADMINISTRACIÓN DELIBERATIVA.

PRINCIPIOS METODOLÓGICOS EN LA CONSTRUCCIÓN DE BUENAS PRÁCTICAS PARTICIPATIVAS. Oscar Rebollo. IGOP - UAB La participación de la gente, de la ciudadanía, unas veces con un sentido más político, y otras como consumidores, internautas, trabajadores, clientes, etcétera, se viene mostrando en los últimos años como una práctica en incuestionable expansión y altamente diversa. Las razones que explican este estallido de prácticas participativas son múltiples y, sólo en algunos casos, tienen que ver con la voluntad política, sea de instituciones, gobiernos o asociaciones, de construir una democracia de más calidad basada en una ciudadanía más activa, fortalecida con más recursos políticos, y con más capacidad de incidencia sobre el espacio público: sobre los contenidos y los desarrollos de las políticas públicas, sobre el propio proceso de gobierno, o sobre las formas de articulación de poderes y contrapoderes en la sociedad civil. Las casi dos décadas que llevamos de expansión de estas prácticas participativas se han traducido en un alto grado de institucionalización de procesos y de estructuras, en el mejoramiento de ciertos métodos y técnicas, o en la incorporación de nuevos temas y nuevos ámbitos sustantivos de las políticas públicas; junto a la nada desdeñable evidencia de que se ha producido una notable extensión territorial desde las propuestas iniciales, básicamente urbanas, hasta la situación actual en que pequeños municipios o zonas costeras y de montaña se han convertido también en terreno abonado para la innovación política. Pero, independientemente de que todos estos años puedan ser valorados de un modo u otro en relación con los avances que se hayan podido producir, llama la atención que ciertos debates, o dilemas, se han mantenido vivos


2 entre muchos de los protagonistas y estudiosos de estos procesos. Concretamente, destacaría las cuestiones siguientes, que son las que me propongo discutir en este texto: 1. El papel de la toma de decisiones en los procesos de participación. 2. Cómo hacer para que la gente participe. 3. La diversidad de significados de la participación. 4. El papel de las asociaciones. 5. Los temas que se someten a participación. 6. La relación entre participación y economía. 7. El papel de las técnicas para la participación.

1. Sobre la toma de decisiones. Debo empezar por una idea que no han dejado de discutir en todo este tiempo representantes políticos e institucionales, técnicos y académicos, y líderes sociales y representantes de entidades y asociaciones: si participar es o no es decidir. En este debate se contraponen las posiciones de los que sostienen, como es el caso de muchos promotores de experiencias de presupuesto participativos, que las personas que participan en una experiencia de participación ciudadana deben acabar tomando una decisión que sea vinculante para el gobierno, pues este sería el modo de autentificar la participación ciudadana diferenciándola de la información o la consulta, y de promover además que la ciudadanía se anime a desarrollar este tipo de prácticas y las posiciones de los que asocian la calidad de la participación a la calidad de la deliberación. Una deliberación que debe servir para construir colectivamente diagnósticos, problemas y alternativas, pero sin que “la decisión” pueda ni deba salir de los ámbitos de la representación política, institucionalmente legitimados para tal fin. Debemos señalar los peligros y limitaciones que puede suponer, tanto una visión reduccionista asociada a la idea de “tomar la decisión final”, como la visión, quizás en exceso ilustrada, de una participación que supone en lo esencial un recurso más para el buen gobierno, que así puede “escuchar”


3 mejor antes de decidir, pero que no acarrea ninguna consecuencia directa para el ejercicio del poder gubernamental. Dos estrategias apuntan propuestas para intentar superar este dilema: Exigir criterios de representatividad universal, sobre el censo total de la ciudadanía, a las prácticas que apuesten decididamente por un cierre decisional vinculante; y la idea del fortalecimiento político (Montero, 2003; Rebollo, 2011). En el primer caso se trata de no aceptar más decisiones que la que tome el pueblo directamente por sufragio universal o sus representantes escogidos del mismo modo. En el segundo caso se trata de que la gente gane autonomía y capacidad de tomar decisiones, pero empezando por las decisiones que les corresponde tomar si quieren ser sujetos activos del proceso político; y que tienen que ver con hacer cosas, con organizarse, con movilizarse, con construir proyectos colectivos propios, etc. Para que este fortalecimiento sea posible, los procesos participativos deben ser vistos como procesos educativos (Rebollo, 2003) en los que se produzca una deliberación de calidad; y “decidir” debe ser visto como algo mucho más continuo y cotidiano, y menos puntual y solemne, de lo que ahora sucede. Avanzar en esta dirección pasa por identificar los elementos que mejor pueden propiciar procesos de fortalecimiento político, como el estilo de liderazgo, las formas de gestionar el conflicto, la importancia de la cotidianidad en los procesos o el papel que juegan los aspectos emocionales en la dinamización y en la construcción de vínculos comunitarios; pero se trata todavía de un campo poco explorado en las nuevas prácticas participativas. Mi hipótesis es que el dilema decisión – consulta trae consigo como consecuencia la poca atención prestada al fortalecimiento político, individual y colectivo, de los sujetos que participan. Conocemos experiencias participativas que, incorporando momentos de “toma de decisión”, son en verdad poco fortalecedoras de la ciudadanía, mientras otras que no disponen de esos momentos, lo pueden ser mucho más. El caso de (algunos de) los presupuestos participativos en comparación con (algunos) procesos comunitarios puede ser un buen ejemplo de esto.


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Las experiencias de presupuestos participativos acostumbran a referirse, en España y en muchas otras partes de Europa, a procedimientos mediante los cuales la ciudadanía participante puede seleccionar a qué se dedica una parte del presupuesto público, normalmente de la partida de inversiones. Se trata de prácticas que solo tienen sentido si aquello que ha sido priorizado por los participantes es finalmente incorporado de algún modo a la acción de gobierno, a sus inversiones. No debemos despreciar la importancia de este tipo de prácticas, que pueden tener un enorme valor desde muchos puntos de vista, pero la casuística española y europea no apunta en la dirección de que tenga su principal potencial en la capacidad para redefinir o recomponer las relaciones de poder en la ciudad. En muchos casos se acercan más al paradigma de la participación ciudadana como estrategia de calidad urbana, de adecuación de oferta y demanda, o de reproducción y mantenimiento o alimentación de las microestructuras locales de poder vecinal. Otras veces son señaladas las virtudes pedagógicas que van implícitas en el hecho de acercar a la gente al conocimiento de la gestión presupuestaria, con las complejidades (y las hipotecas y los límites) que conlleva. La gente que participa aprovecha el espacio que les es ofrecido y acotado, para priorizar una parte de las inversiones del gobierno. No puede frenar otras ni escoger a las constructoras o a los promotores de las obras, ni hace un seguimiento de su calidad o de su presupuesto de ejecución. Convendría ahondar más en cuales están siendo y cuales pueden llegar a ser, potencialmente, los resultados de estas experiencias en términos de fortalecimiento político. Por su parte, las experiencias comunitarias no incorporan de entrada un momento decisional. Lo que la acción comunitaria, el trabajo comunitario propone, son procesos de organización comunitaria en los que se puedan trabajar colectivamente intereses colectivos1.

1 Ver informe sobre los debates del libro verde de la calidad democrática en http://blocs.gencat.cat/blocs/AppPHP/qualitatdemocratica/files/2010/07/comunit ari_qd.pdf


5 La experiencia nos demuestra que muchas veces la acción comunitaria tampoco tiene trascendencia política fortalecedora: cuando se queda en la actividad por la actividad, en disfrutar de tu participación en el taller de cocina, en el grupo de senderismo, en la asociación de bailes regionales o en las fiestas del barrio sin ir más allá. Tampoco aquí debemos despreciar estas actividades, que pueden ser altamente gratificantes para las personas, compensar otros aspectos de su vida diaria, ayudarla a enriquecerse con relaciones sociales fuera del ámbito familiar, etc., pero es dudoso que escapen del asistencialismo o incluso de la pura satisfacción instrumental de necesidades que también se podrían cubrir a través del mercado de servicios de ocio, cultural o deportivo. Pero está en la propia naturaleza del trabajo comunitario el objetivo de contribuir al fortalecimiento de las personas y los grupos. O, dicho de otro modo, se hace difícil pensar en una estrategia de acción comunitaria cuando ese no es el objetivo.

2. ¿Cómo hacer para que la gente participe? Esta es otra pregunta que nos acompaña desde la puesta en marcha de las primeras experiencias participativa a mediados de la década de 1990. La respuesta que venimos proponiendo apunta hacia procesos basados en el reconocimiento de la diversidad y específicamente de las minorías 2 (Rosanvallon, 2007 y 2010); procesos que vayan a buscar a la gente allí donde la gente está 3, cuidando los elementos relacionales de la cotidianidad, abriendo espacios efectivos para que la participación genere vínculos, aún reconociendo las enormes dificultades que esto implica y, por encima de todo, invitando a la gente a participar en algo que tenga un sentido, una finalidad vinculada con sus vidas cotidianas.

2 Contra la idea a veces expresada de que la participación solo puede tener legitimidad democrática si es capaz de recoger la expresión y las propuestas de “la mayoría”, puede recordarse que el pluralismo político es uno de los valores superiores de nuestro ordenamiento jurídico, artículo 1.1. de la Constitución. 3 Lo que en tiempos del tardofranquismo algunos partidos de izquierdas llamaban trabajo de masas y, que ahora, en el lenguaje de la animación sociocultural, se llama dinamizar.


6 Para promover que la gente participe en algo, es importante darse cuenta de que es cada proyecto de transformación social el que debe dar sentido a un tipo de participación; y no, como a veces se piensa, que será la participación la que de sentido a cualquiera que sea el proyecto en el que ésta se inscriba. Para avanzar en propuestas prácticas, me parece interesante explorar, con más profundidad, el planteamiento que se hace desde la concepción del desarrollo a escala humana (Elizalde, 2004), que ve en la participación una necesidad. Aceptar este planteamiento acarrea dejar de preguntarse

¿por

qué la gente no participa?, pues sería tanto como preguntarse por qué la gente no come; algo imposible. Si participar es una necesidad como lo pueda ser comer, entonces, lo pertinente sería preguntarse en qué participa la gente, cómo cubre esa necesidad o, en términos de la propia teoría, cual o cuales serían los satisfactores que ofrece la sociedad actual a la necesidad humana universal de participar, cual es el fundamento que les hace triunfar como satisfactores de la necesidad de participación, y si estos, los satisfactores, son diversos según clases u otros grupos sociales: la participación como público, la participación en comunidades virtuales, la participación en el consumo… ¿dónde está la clave? Nada hay más resistente que una rutina. El ser humano construye su personalidad y su vida social sobre la base de procesos de rutinización (Berger y Luckmann, 1968). Es más, en la rutinización, naturaleza y cultura no compiten entre sí, sino que se retroalimentan. La investigación en neurociencia así lo confirma: “la diferencia entre los dos hemisferios cerebrales gira alrededor de la diferencia entre novedad cognitiva y rutina cognitiva” (Goldberg, 2008:73). Así funciona el cerebro de cualquier criatura apta para el aprendizaje, que consiste, precisamente, en cambiar de algún modo las rutinas preestablecidas (Thagard, 2008). Por eso se dice que aprender es cambiar. Pues bien, los procesos de cambio no son en absoluto fáciles ni inmediatos, exigen enfrentarse a formas de hacer asentadas, familiares o rutinizadas que cuesta romper; así que conseguir que la gente participe, exigirá cierto cambio en sus rutinas participativas actuales. ¿Cómo


7 conseguir romper con la rutina actual para hacer que la gente encuentre en otras propuestas participativas un satisfactor a su necesidad de participar? Considero este un reto estratégico, educativo y metodológico de primer orden. El martillo más eficaz contra el muro de la rutina tiene una composición en la que predominan las emociones sobre las razones. Dicho de otro modo, que conseguir que la gente participe tiene una fuerte dimensión emocional, especialmente en los planos del reconocimiento, de la aceptación, de la construcción de vínculos afectivos, etc. La inteligencia social, nos dice Morgado, es “la capacidad de un individuo de relacionarse satisfactoriamente con los demás generando apego y cooperación, evitando conflictos. No es la que se ocupa de las relaciones sociales, es la que surge de ellas. Es una inteligencia conversacional (Morgado 2007, 146-147)”.

3. Sobre la diversidad de significados de la participación. La cuestión anterior, referida a las motivaciones ante la participación, nos acerca a un tercer aspecto: el de la diversidad de significados sociales y políticos de la participación, asociados a unas prácticas de participación ciudadana también muy diversas. Tal y como acabo de señalar, mi idea es que se necesita un proyecto político de transformación social que dé sentido a una experiencia concreta de participación, si no, podemos caer en la trampa del “participar por participar”, en políticas participativas que buscan que mucha gente participe, da igual en qué, con el riego que eso conlleva de sobrevaloración de lo cuantitativo sobre lo cualitativo. En todo caso, se trata de hacer frente a un tratamiento uniformador de la participación, en el que pueda parecer que las diferencias metodológicos de unas experiencias a otras no exige cambios en el discursos político; como si todas las prácticas de participación ciudadana tuviesen amparo bajo un mismo discurso político, cuando no de un simple eslogan; ahora el de la calidad democrática.


8 Propuestas como las de Barnes, Newman y Sullivan, (2007), que identifican discursos diversos y a veces confrontados sobre la participación ciudadana, nos dan pistas respecto a la necesidad de avanzar en la reconstrucción y el reconocimiento de los significados sociales y políticos de la participación. Esto parece básico para analizar la diversidad de participaciones, más allá de la inmediatez de los rasgos descriptivos de las experiencias (método utilizado, tipo de participantes, tipo de promotor, etc.…), y adentrarse en la construcción de tipologías de experiencias según los discursos políticos que representan y los significados sociales (valores) que reproducen. 4. Sobre el papel de las asociaciones. El papel de las asociaciones en los procesos participativos, frente a una participación más individualizada, también plantea un dilema. Ambas participaciones, la asociativa y la individual, no se deben contraponer de un modo mutuamente excluyente, como no se autoexcluyen de una medalla el anverso y su reverso: ambos están siempre en su constitución. Pero asociaciones y entidades de la sociedad civil no permanecen por lo general a salvo de la ola de deslegitimación o desafección que tiene un carácter más global, y ante la evidencia de su cada vez más diezmada representatividad, o de que no tienen capacidad de movilización en positivo4, se plantea la opción de dirigirse directamente a los ciudadanos como una necesidad para poder avanzar. Parece ficticia la idea de que, en sociedades tan pobladas y complejas como las nuestras, el gobierno se pueda relacionar directamente con la ciudadanía. Lo hace a través de medios e instrumentos que lo posibilitan. Ya hemos visto el papel crucial que desempeñan hoy los medios de conformación de masas en este terreno, su enorme capacidad de construcción de significados e interpretaciones políticas al servicio de los intereses más antidemocráticos que podamos imaginar; o el papel que puede jugar La Internet, seguramente más abierto y neutral que en el caso de las empresas de medios de comunicación. Pero me parece innegable que el fortalecimiento político de 4 Otra forma de decirlo sería “si tienes a las asociaciones en contra no puedes hace casi nada, y si las tienes a favor no te aportan casi nada” o también “ni contigo, ni sin ti, tienen mis males remedio...”


9 una sociedad democrática pasa por la fortaleza de su tejido asociativo. Así que no deberían contraponerse, sino articularse, la participación individual o directa y la asociativa o indirecta; aunque hablamos, eso sí, de una fortaleza asociativa autónoma y conquistada; no heterónoma, dependiente u otorgada por

contrapartes

institucionales

que,

necesitadas

como

están

de

interlocutores con los que escenificar consensos sociales, se apresuran a reconocer capacidades de representación de las que es lícito dudar.

5. Sobre los temas que se someten a participación. Qué asuntos someter a consideración de la ciudadanía, es otra de las cuestiones estrella en los debates sobre participación ciudadana. Por ejemplo, se considera un avance que los temas urbanísimos hayan ganado peso frente a otros que pueden parecer menos trascendentales en la actuación municipal (Font y Galais, 2009). También se han vertido críticas a las experiencias participativas que no salen del ensimismamiento en la propia participación: prácticas de participación ciudadana para ver cómo tiene que ser la participación ciudadana, para definir el reglamento de participación, el funcionamiento de tal o cual órgano o redactar el plan estratégico o el plan director de participación ciudadana. Pero hay una cosa que por lo general no se discute: el universo de contenidos de las experiencias de participación ciudadana se agota en las políticas públicas. La aspiración debe ser “mejorar la calidad de los mecanismos para incorporar las preferencias ciudadanas en las políticas públicas” (Navarro, Cuesta, Font, 2009: 7). Frente a este planteamiento, nos parece clave la concepción que aporta Fernando Pindado (2008): una participación ciudadana que mira más allá de la actuación de los gobiernos, para incorporar a la ciudadanía en la actuación y en el control del conjunto de los poderes del Estado: ejecutivo, legislativo y judicial, en todos sus niveles territoriales: local, autonómico y estatal. Asociar participación ciudadana a incidencia solamente en las políticas públicas, supone una visión restrictiva del alcance de la participación, pues


10 nada justifica, pensamos, que se abandone de entrada la idea de control del poder representativo y del poder judicial, al menos, no mediante argumentos o motivos que no puedan también ponerse encima de la mesa cuando se trate del poder ejecutivo. Nuestras vidas cotidianas se ven afectadas por la actuación del conjunto de los poderes del estado (ejecutivo, legislativo y judicial) y no solo por las actuaciones de los gobiernos a través de sus políticas. Una concepción no restrictiva de las potencialidades de la participación ciudadana debería contemplar más funciones o atribuciones para los ciudadanos y ciudadanas que tengan que ver con el quehacer de esos poderes públicos, y con el control de su quehacer. Ya conocemos, y nos resulta cada vez menos extraña, la iniciativa legislativa popular. ¿Por qué no una estrategia de participación de la ciudadanía en el parlamento, en la función legislativa, y en el control de esa función? ¿Por qué no un consejo general del poder judicial directamente escogido por los ciudadanos? De hecho, tal y como apunta Pindado, la ciudadanía ya participa activamente en la administración de justicia a través de la institución del Jurado Popular, cuya ley reguladora, en su Exposición de motivos,

reconoce la capacidad

ciudadana para intervenir en los asuntos públicos 5. 6. Sobre la relación entre participación y economía. Es necesario un discurso que subraye los efectos sobre el trabajo y sobre la economía, sobre las condiciones materiales de vida de la gente, de una democracia de más calidad. Se hace por tanto necesario construir un argumento sólido, sobre el papel que debe jugar la ciudadanía en la definición de las estrategias y modelos de desarrollo económico; dado que no es pensable ningún tipo de fortalecimiento ciudadano que no pase por un acceso suficiente a los recursos materiales que garantizan la subsistencia. Cuando esos recursos faltan o están amenazados nada se puede anteponer a su búsqueda; y el deterioro de las 5

Ley Orgánica 5/1995 del Tribunal de Jurado: La ciudadanía, en las condiciones que habilitan para el pleno ejercicio de los derechos cívicos, constituye el índice de capacidad presunta no necesitado de otras exclusiones o acreditaciones de capacidad probada, salvo aquellas que, notoriamente, impedirían el ejercicio de la función de enjuiciamiento (…) Se ha considerado que si se admitiese en esta Ley un criterio de exclusión diverso del antes indicado, so pretexto de alcanzar un plus de capacidad sobre la presunta derivada de la inclusión en el censo se estaría distorsionando el concepto mismo de pueblo.


11 condiciones de vida en que se traduce su ausencia, hace difícil pensar en otra cosa que en resolver a diario la supervivencia. En la sociedades capitalistas como la nuestra, el acceso a los recursos lo proporciona, para la inmensa mayoría de la gente, el trabajo asalariado; al que accedemos a través de instrumentos y procesos sociopolíticos e institucionales y de mercado; que son los que conforman los mercados de trabajo concretos… y los que no son capaces de regular los mercados financieros. Esa esfera sociopolítica no puede ser ajena a la acción de la ciudadanía, y es precisamente la que la globalización neoliberal más fuertemente nos ha sustraído. Si la ciudadanía civil representa la idea del acceso a las libertades individuales; la política a los derechos políticos; y la social a las políticas sociales (Marshall, 1998); la ciudadanía económica debe representar el acceso, por parte de los ciudadanos trabajadores, a las políticas económicas y a oportunidades de gestión directa de los procesos productivos y de distribución: estamos hablando de un campo que puede cubrir desde estrategias de desarrollo local, por ejemplo, hasta la consolidación de un sector de economía social y solidaria. Hoy, debido a la globalización neoliberal, las condiciones para una ciudadanía económica están sumidas en un proceso agónico. Las últimas décadas han supuesto un fuerte deterioro del empleo, tanto en términos de paro como de fortísima precarización y han acabado por producir una auténtica tormenta del desierto económico-financiero. La devastación económica que explota en 2007 nos amenaza con una senda de empobrecimiento global para los próximos años y con la exclusión social de amplias capas de la población. Todo ello con la evidencia, ya no negada ni casi disimulada por nadie, de que mandan los mercados. Enfrentarse a esta situación, y a sus consecuencias en la vida cotidiana de la gente, es una tarea sociopolítica que, como todas en democracia, debe estar abierta al protagonismo ciudadano. No se trata de que cualquier hijo de vecino esté en condiciones, mañana mismo, de dirigir el Banco de España o la Comisión Nacional del Mercado de Valores, pero sí de proponer y promover procesos y estrategias de desarrollo económico local,


12 economía social y solidaria, empresas cooperativas, cláusulas sociales, etc., dentro de una estrategia global de fortalecimiento económico de sectores de población que, o bien son especialmente vulnerables, o bien no quieren contribuir con su actividad a promover más economía de mercado. Y se trata de que estos procesos sean vistos como consecuencia de una democracia de más calidad, capaz de incorporar los elementos de propuesta, control y autonomía. Esta reflexión apunta a una tarea sociopolítica que tiene que ver con vigilar las relaciones entre el estado y el mercado; con participar en la propuesta de nuevos modelos de desarrollo económico a experimentar y, sobretodo, de nuevas prioridades a considerar; tiene que ver con participar directamente en los

procesos

económicos

a

través

de

fórmulas

mas

solidarias

y

autosustentables; como las que se proponen desde la economía social; y tiene que ver, finalmente, con construir alternativas culturales a unos estilos de vida y a unas concepciones del bienestar, dominantes hoy en día, difícilmente compatibles con formas más equilibradas de desarrollo. Ciertamente, existe ya un campo fructífero de prácticas y de reflexión vinculado a ciertas concepciones del desarrollo local y de la economía social y solidaria (Coraggio, 1994 y 2004; Rofman, 2006; García, Via y Xirinacs, 2001; Comín y Gervasoni, 2009), así como críticas rigurosas a la falta de legitimidad democrática de las instituciones que gobiernan la globalización económica, pero todavía pesa mucho la escisión que a veces se plantea entre lo que podríamos llamar la preocupación por la democracia y la preocupación por el empleo; hasta el punto, que parece justificable para mucha gente, que el objetivo del empleo pueda llegar a doblegar la aspiración a una sociedad democrática. Me parece, ésta, una cuestión crucial en nuestros días, dadas las trampas ideológicas que puede llegar a encerrar. Así que mi propuesta es integrar en la reflexión sobre ciudadanía y política los elementos que conforman la columna vertebral de la inclusión social: los económicos.


13 7. Sobre el papel de la técnicas para la participación. Muchas de las experiencias de participación ciudadana que hoy conocemos tienen en sus procedimientos técnico-metodológicas los elementos más innovadores; tanto por lo que tiene que ver con el planteamiento metodológico general de los procesos participativos, como en relación con la dinamización de momentos concretos de participación; tarea ésta en la que es creciente el uso de técnicas de dinamización grupal que se apartan radicalmente de las formas más asentadas de conducir reuniones. Es por tanto necesario disponer de algunos criterios claros sobre el papel que desempeñan los métodos y las técnicas en las prácticas de participación ciudadana, pues se trata, también en este caso, de un campo no exento de polémicas y debates. En mi opinión, no debería ser leído de forma maniquea, en términos de defensores contra detractores del uso de estas nuevas maneras de organizar las reuniones y los momentos relacionales de las prácticas participativas, sino como una reflexión crítica sobre el uso de la técnicas que permita aprovechar todo su potencial, a la vez que se gana conciencia de sus límites, que también deben considerarse. En todo caso, no deberíamos perder de vista en este debate, para qué queremos los métodos y las técnicas que se utilizan en las experiencias de participación ¿Cuál es su finalidad? ¿Para qué nos sirven o nos deberían servir, y para qué no? Pues esta es la cuestión central. Hemos podido identificar cinco tipos principales de críticas, a veces de carácter puntual y otras más generales, al uso de técnicas para la participación. Como quiera que muchas de estas técnicas recurren al uso de elementos lúdicos, técnicas aprendidas del teatro, de la educación popular, y del mundo de la creatividad en un sentido amplio, se las considera, por parte de algunos, como una suerte de ejercicios de infantilización de la reuniones y de la propia participación: “en vez de hacer una reunión seria, nos hemos dedicado a dar saltos, a abrazarnos, a jugar con una pelotita y a un montón de chorradas y juegos infantiles”, vendrían a decir los que se apuntan a esta crítica.


14 También se hace una lectura crítica cuando las técnicas proponen un uso acotado de los tiempos y se trabaja formas de comunicación no oral, como las vivenciales, las escritas o las visuales (cartones, fichas, sellos, gomets, dibujos, mapas o cualesquiera otra formas de presentar y representar ideas); o cuando las técnicas proponen dinámicas en las que el trabajo se desarrolla a través de pequeños grupos que luego ponen en común sus conclusiones. En este caso, las críticas apuntan hacia la limitación de tiempo, o de audiencia, para poder expresar “todo lo que tenía que decir, delante de todo el mundo”. Un tercer elemento de crítica hacia el uso de técnicas de dinamización grupal pone el foco en las posibilidades de manipulación que éstas permiten: control sobre las agendas de debate,

los tiempos y las formas de proceder;

impidiendo a los ciudadanos salirse del guión preestablecido. “Aquí solo se habla de lo que quiere el ayuntamiento” o “yo no he venido ha hablar de esto, sino de esto otro” El cuarto elemento de crítica apunta en una dirección algo distinta, pues más que negar la validez de las técnicas, lo que denuncia es la profesionalización que envuelve hoy en día a muchas de las prácticas de participación ciudadana; ya que si no hay un profesional cualificado en el uso de estas tecnologías, que además, por ser profesional, cobra por hacer su trabajo, parece que no es posible llevar adelante experiencias de participación: “No podemos pensar en un impulso de la participación ciudadana que pase por incrementar permanentemente la plantilla de los profesionales dedicados a estos

temas:

debe

ser

posible

una

participación

totalmente

desprofesionalizada”. Finalmente, el quinto elemento de crítica expresa una resistencia a considerar a las técnicas y los métodos para la participación como un valor en sí mismo, cuando lo que en verdad debería tener valor es la dimensión política del hecho participativo. Tampoco desde estas posiciones se cuestiona necesariamente la bondad o la eficacia del uso de técnicas de dinamización grupal, sino cierto ensimismamiento hacia un uso de las mismas que puede


15 parecer que se justifica por sí mismo. Lo que estas voces críticas acostumbran a reclamar son visiones más estratégicas de la participación, más atención a los impactos que a los medios o abrir el menú más allá de las técnicas grupales hacia el uso de instrumentos de democracia directa, tipo consultas o referéndums, etc. Tal y como decíamos, en determinados momentos, se confrontan las nuevas técnicas de dinamización grupal utilizadas en las reuniones de ciudadanos, con las formas de siempre de hacer reuniones o asambleas. Ante esta confrontación, me parece importante subrayar la importancia de momentos que sean de diálogo abierto y de debates a través de la palabra y nada más que la palabra, sin más limitaciones que las que pueda marcar el respeto entre las personas y, llegado el caso, la necesidad de moderación en el uso de los turnos de intervención. Del mismo modo, suscribo la aspiración a que puedan darse procesos y momentos participativos no profesionalizados: Cuantas veces hemos oído que se necesita mucho tiempo dedicado a hablar, a reunirse, a discutir, etc., para poder construir proyectos colectivos. Pero la experiencia de trabajo en prácticas y procesos participativos concretos ha puesto de manifiesto otros elementos que también es necesario considerar, y que apuntan en la dirección de valorar la eficacia que el uso de las “nuevas” técnicas puede comportar. La experiencia nos demuestra que cuando se sale del núcleo duro de los participantes frecuentes y experimentados, “los de siempre”, los que están al frente de asociaciones, son cargos representativos o ciudadanos activos desde hace tiempo, nos encontramos con una ciudadanía con muy poca experiencia participativa y, por este motivo, con menos recursos, menos seguridad y confianza a la hora de lanzarse a intervenir. En este caso, las técnicas, bien utilizadas, tienen la posibilidad de equilibrar estos desequilibrios que se producen entre los que más recursos para la participación atesoran y los que menos tienen: dan tiempo a todo el mundo por igual, incorporando dispositivos para que nadie se quede sin decir nada, y para que nadie se quede con el “micrófono”. Permiten incluso poder participar activamente sin


16 tener que hablar delante de un grupo numeroso, haciéndolo solamente con la persona que tienes lado. Claro, las técnicas que consiguen esto, lo hacen a costa de impedir que unos pocos acaparen la reunión e impongan sus temas y reflexiones; y lo que ocurre muchas veces es que son precisamente esas personas acostumbradas a ser siempre protagonistas, a no “soltar el micrófono”, las que más critican las técnicas o las tachan de frenos, manipulación o infantilismo. Por contra, el grueso de la gente que ha tenido oportunidad de decir cosas cuando no estaba acostumbrada a hacerlo, y ha visto además que sus opiniones quedaban recogidas en plano de igualdad con las de los demás participantes, salen altamente satisfechas de la experiencia y valoran, además de los resultados conseguidos, el método utilizado y la “experiencia vivida”. Además, este tipo de técnicas llevan ya mucho tiempo demostrando su eficacia en ámbitos como la educación popular, la pedagogía del oprimido, el teatro social, la animación sociocultural y, en el mundo de la empresa, en campos como el marketing, la publicidad, la innovación, la calidad, etc. De hecho, detrás de muchas resistencias al uso de estos nuevos lenguajes y formas relacionales por parte de los más veteranos, no se esconde otra cosa que miedo a perder posiciones o a quedar desubicado ante las posibilidades que se le abren a la gente que nunca decía nada y ahora sí. Pero lo que más nos viene demostrando la experiencia cotidiana, es la falta absoluta de efectividad y de sentido, que tienen muchos momentos relacionales entre la ciudadanía, conducidos al viejo estilo: reuniones que se eternizan y que aburren a cualquiera que acuda por primera vez, por eso al final solo quedan cuatro; reuniones en las que siempre se discute lo mismo, pues nunca se llega a acuerdo alguno; reuniones en las que no se sabe de que se va a discutir, pues todo se improvisa; reuniones en las que determinados temas siempre quedan pendientes, pues manda la agenda de la urgencia o de los intereses de unos pocos; reuniones en las que mucha gente se va sin decir nada, pues nada ni nadie la invita a hablar; reuniones indisimuladamente


17 manipuladas por los cuatro que llevan la voz cantante, que son los que copan el uso de la palabra. También vemos cada día el peso enorme que tienen las “resistencias emocionales” a la hora de aceptar el uso de técnicas creativas de dinamización grupal, pues se trata muchas veces de técnicas que necesitan movilizar nuestros resortes emocionales como vía de estímulo hacia la creatividad y el trabajo colaborativo. Con todo, conviene no perder de vista que los momentos de trabajo grupal no cubren ni deben cubrir todo el tiempo/proceso participativo, por lo que quedan siempre abiertas ventanas de oportunidad para otro tipo de espacios y relaciones, si los actores protagonistas tienen interés en construirlos. Quiere decirse que, ningún taller participativo realizado en un municipio, por poner un ejemplo, tiene la función de sustituir las relaciones cotidianas que se den entre gobierno y entidades, ni tampoco la función de sustituir el conflicto que puedan protagonizar los actores sociales locales. Su único objetivo es facilitar el equilibrio entre desiguales y la eficacia de un “momento” en el que unas cuantas personas nuevas, además de los siempre, se disponen a deliberar. Los métodos y las técnicas no pueden ser una finalidad en sí misma, sino un medio para alcanzar fines. Estos fines son siempre, cuando las técnicas se utilizan bien, facilitar y acelerar la producción colectiva entre personas que, o no se conocen de antemano, o no están acostumbradas a trabajar juntas en un proyecto común, o llevan tiempo trabajando juntas sin llegar a resultados. Todo grupo de personas, que quiera llevar una tarea adelante, consolidando un espacio grupal de trabajo, debe avanzar en objetivos relacionales (conocimiento mutuo, cohesión grupal, gestión del conflicto, animación y liderazgo,…), además de en los objetivos sustantivos que se haya impuesto (evaluar, planificar, organizar, tomar decisiones,…). Las técnicas deben operan a ese doble nivel si quieren ser eficaces.


18 Epílogo Hemos visto que con la etiqueta de “participativas” aparecen multitud de prácticas diversas, y es precisamente esa diversidad de prácticas, y las contradicciones que podemos descubrir entre ellas, las que hacen que sea necesario situarlas en los contextos sociales e institucionales de los que surgen para poder interpretarlas. Por eso nos preguntamos “Quién, Por qué y Para qué, Dónde, Con quién y Cómo” se promueve la participación. Y dependiendo de las respuestas que vamos encontrando, las prácticas concretas adquieren uno u otro significado social y político. Mi posición en el análisis de la diversidad viene privilegiando un enfoque basado en los impactos (Por qué y Para qué), frente a otros enfoques posibles más centrados en los métodos utilizados, en el volumen y el perfil de los y las participantes, o en los temas tratados, por ejemplo. Aspectos que están presentes en la literatura reciente y que también tienen interés, por supuesto. La participación ciudadana que más me ha interesado es la que he llamado fortalecedora. Se trata de una participación que debe tener impactos en términos de transformación social igualitaria e inclusiva, pero a través del protagonismo político de los participantes, de su capacidad para ser sujetos activos y suficientemente autónomos en los procesos políticos que les afectan.

Así

que

estos

“impactos

transformadores”

han

de

tener

necesariamente una dimensión política. Lo que se busca desde esa dimensión política, tanto para las personas como para los grupos y las organizaciones de la sociedad civil, en especial de aquellas personas y grupos que ocupan y representan las posiciones más débiles de la estructura social, es que aumenten el saldo de sus capacidades políticas: información, concienciación, capacidad deliberativa, propositiva y de organización colectiva, etc. Para conseguirlo, debe tratarse de prácticas y formas de hacer basadas en lo que he llamado el principio de autonomía, en la construcción de consensos basados en la aceptación del conflicto, y en liderazgos facilitadores.


19 He de confesar, resumiendo el conjunto de mis contradicciones, que cada día más, la participación ciudadana me parece un objeto de estudio sospechoso. ¿Cómo puede ser que gobiernos de signo político contrario, unos de derechas y otros de izquierda, promuevan el mismo tipo de prácticas de participación? Quizás es que han desaparecido las derechas y las izquierdas de los gobiernos, o quizás la participación ciudadana es políticamente neutral desde el punto de vista partidista ¿De verdad los gobiernos que impulsan experiencias de participación ciudadana están dispuestos a contribuir a que en la sociedad se organicen contrapoderes que les puedan dictar actuaciones, controlar y poner freno? ¿Hasta qué punto no estará la participación ciudadana contribuyendo a legitimar las estructuras de un poder político posdemocrático? ¿No será que mucha de la participación ciudadana promovida institucionalmente se piensa como una respuesta a la amenaza que pueden suponer las formas de participación más abiertas y menos controladas y controlables que provengan directamente de la ciudadanía? Por otra parte, también me pregunto hasta qué punto sirve la participación ciudadana para promover cambios que mejoren las estructuras de representación de la ciudadanía ¿Por qué, si participación tiene directamente que ver con democracia, no se pone ningún freno a la capacidad de representación de aquellas entidades que se proclaman representantes de intereses ciudadanos, pero que muestran tener un funcionamiento interno mucho menos democrático que el de las propias instituciones representativas del Estado? Junto a todas estas preguntas, también está el convencimiento de que nos enfrentamos a un mundo cambiante y complejo, que no somos capaces de entender, y en el que no parece fácil que unos pocos, por lo demás bastante iguales entre sí, tengan respuesta para todo y para todos. Lo que me hace pensar la participación ciudadana como una práctica virtuosa que permitirá que otras voces, otros puntos de vista, otras experiencias y otros intereses puedan expresarse, y sumarse a la búsqueda de las nuevas respuestas que reclama la complejidad en casi todos los órdenes de la vida social. Del mismo modo, reconocer la centralidad del conflicto no me hace rechazar la capacidad transformadora del consenso, objetivo principal de las prácticas


20 participativas promovidas por las administraciones, especialmente cuando éste responde a la voluntad de partes diversas, desiguales tal vez e incluso enfrentadas, de hacer frente común ante determinados retos sociales. Así que, también veo clara la apuesta por construir espacios de participación ciudadana en los que el consenso sea posible. Y que las administraciones jueguen un papel proactivo en ello, por supuesto. De momento, tres argumentos me sirven para intentar salir de este laberinto, enfrentándome a estas contradicciones y dilemas que vengo planteando. Se verá como en todos ellos la idea de “participación ciudadana” va quedando subsumida en otras que considero de mayor alcance. El primer argumento confronta la idea de participación ciudadana con la de calidad democrática. Quizás debamos empezar a relegar a un segundo plano más instrumental la idea de “participación ciudadana”, e ir sustituyéndola, en el debate político, por el concepto más amplio y más estratégico de “calidad de la democracia”. Entiendo que hablar de calidad democrática es hablar de participación de la ciudadanía, por supuesto, pero junto a otros dispositivos que pudiesen ser garantía de una mayor transparencia para la ciudadanía de lo que hacen los poderes públicos, o de una mayor capacidad de ésta para poder revocarlos si fuese el caso, o garantía también de la posibilidad de una ciudadanía

activa

en

el

ámbito

parlamentario

y

en

otros

ámbitos

institucionales, como la administración de justicia, por ejemplo. La idea que subyace a este argumento es que se debería fijar la atención en las relaciones entre la ciudadanía y [todos los poderes de] el Estado; y no sólo para poder hacer propuestas, también para controlar lo que se hace desde esas instancias de poder, para elegir a representantes en todos los poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) o para revocarlos si se apartan de forma flagrante de los compromisos adquiridos en el proceso de elección.

Hablar de calidad

democrática no es dejar de hablar de participación ciudadana, insisto, pero supone hacerlo en el marco más amplio de unos procesos que lo que buscan es construir un sistema político democrático. Procesos en los que se refuerce el


21 principio de soberanía popular frente al de eficacia ejecutiva, que tanto se usa para legitimar la deriva posdemocrática. El segundo argumento se mueve en el terreno de las políticas públicas, y confronta la idea de una política pública de participación ciudadana con la idea de más participación ciudadana en el conjunto de las políticas públicas. Hemos visto como en los últimos años, especialmente en el nivel local, se ha dado un gran proceso institucionalizador de la participación ciudadana a base de crear departamentos específicos, contratar técnicos con ese perfil profesional y designar a cargos electos para esa responsabilidad (Ramió y Salvador, 2007)). Está por ver que pasará con todo este aparataje institucional en los próximos años, pero lo que parece evidente es que la realidad de la participación, incluso desde el punto de vista de la política pública, va cada vez más por otro lado. Abandonar la dicotomía, recurrente en estos últimos años, entre políticas públicas sustantivas por un lado y políticas de participación ciudadana por otro, no supondría otra cosa que reconocer lo que ya está pasando en muchos ámbitos de actuación que, como el urbanismo, la remodelación de barrios, la inclusión social, la integración de inmigrantes, etc., llevan ya años incorporando metodologías participativas en sus despliegues operativos en el territorio. Así que, esa especificidad de la participación ciudadana como contenido sustantivo de la política pública, si algún día tuvo algún sentido, ahora ya no lo tiene. Ahora se trata de que las distintas políticas públicas encuentren las metodologías participativas que les permitan hacer frente a su misión. Aceptando, claro está, que en muchas de esas políticas, la participación de personas y colectivos será clave. Se trataría de que los planteamientos para la práctica participativa emanasen de la lógica de la política sustantiva (de los retos a los que se enfrenta, de la población a la que afecta, de los dispositivos que se proponen, de los tiempos con los que se trabaja, etc.) y dejar de forzar la presencia de ciertos procedimientos e instancias, y de ciertos representantes, que parece que siempre deben estar presentes. Con este nuevo enfoque, lo que gana sentido como contenido de la


22 política pública es la calidad democrática: una política pública de calidad democrática que defina mecanismos que permitan a la ciudadanía elegir, controlar y revocar a sus representantes en todos los poderes del estado, y acceder a los contenidos de los que se dirime en los gobiernos, los parlamentos y los tribunales. Finalmente, también me parece más oportuno, en determinados casos, hablar de “fortalecimiento de la sociedad civil” y no de “participación ciudadana”. Una de las demandas recurrentes en estos últimos años de muchos movimientos ciudadanos (asociaciones, plataformas, grupos de presión diversos, etc.) ha consistido precisamente en reclamar a los gobiernos, sobretodo locales, más participación ciudadana, “pero de verdad” o “auténtica” y, la verdad, a mi no me acaba de quedar claro, en muchos casos, que significa ese reclamo de autenticidad. Algunas veces, por mayor y más auténtica participación ciudadana, se quiere señalar un tipo de participación que no se limite a informar y que permita incorporar opiniones y propuestas de la ciudadanía activa. En otras ocasiones, lo que se reclama es que sean escuchados también sectores críticos, y no sólo la ciudadanía acolita o más dócil. Pero en muchas ocasiones, lo que se entiende por una participación verdadera o auténtica es que los miembros de esas plataformas, los líderes de las asociaciones o los asistentes a un taller, por lo general un número pequeño de personas, sean los que tomen las decisiones y que éstas sean vinculantes para los poderes públicos sin ninguna reserva. Se hace necesario, a mi entender, separar el grano de la paja en todos estos argumentos, pues no podemos dar por buena, sin más, la idea de que el 1% de la ciudadanía altamente activa, organizada y movilizada, representa mejor la voluntad democrática que el 60% de esa misma ciudadanía, votando cada cuatro años. Ni deberíamos aceptar, sin más, que 4, 40 o 400 ciudadanos que forman parte de una asociación de vecinos, y que se manifiestan activamente contra una decisión del gobierno municipal que afecta a su barrio, son de verdad los representantes de los vecinos, siempre tienen la razón y son los que deben tomar la decisión sobre lo que se hace en el barrio para que la participación ciudadana sea auténtica. ¿Qué pasa entonces cuando medio


23 millón de personas salen a la calle detrás de los obispos de la jerarquía eclesiástica en contra de las leyes que regulan el aborto, a favor de la familia cristiana o de la escuela confesional? ¿Son también en este caso los obispos los que deben tomar las decisiones? No parece que la simpatía que nos puedan generar unos u otros sea un principio suficiente para regir una democracia de calidad. En cambio, tiene todo el sentido, en una sociedad democrática, poner ante el espejo de la calidad democrática los funcionamientos de la sociedad civil, se trate de líderes vecinales o espirituales. Hablar de fortalecimiento de la sociedad civil nos remite a las capacidades propositivas y organizativas, a su capacidad de movilización, y también nos debería remitir a sus funcionamientos internos, más o menos democráticos. No parece que una sociedad civil fuerte se pueda componer, en una sociedad democrática, de organizaciones que funcionan internamente de un modo no democrático. En definitiva, (1) la calidad de la democracia, (2) las políticas públicas que incorporan participación ciudadana y (3) el fortalecimiento de la sociedad civil, abren, en mi opinión, nuevas perspectivas de análisis y de promoción del “hecho participativo”. No quiero decir con ello que estos tres temas no hayan sido abordados por la investigación y la literatura académica; por supuesto que sí. Lo que planeo es más bien que el análisis de las prácticas de participación ciudadana debería encuadrarse en esa triple perspectiva.


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