ENCUENTROS EN VERINES 1993 Casona de Verines. Pendueles (Asturias)
LA DIFICULTAD DE LA POESÍA
Felipe Benítez Reyes Si un urbanista concibiera una ciudad de calles onduladas, señales de tráfico con jeroglíficos engañosos, cuestas mortales y fosos con dragones, posiblemente sería tomado por un insensato, porque cualquier ciudadano lo que menos necesita en este mundo son obstáculos caprichosos. Si un poeta afirmara que la verdadera poesía ha de entrañar alevosas dificultades para el lector, no estaría del todo claro, sin embargo, que se le juzgase tan implacable y expeditivamente como al urbanista majadero. ¿Por qué razón? En principio, naturalmente, por la repercusión social que suscita el urbanismo frente al desairado papel social que cumple la poesía, pero también porque mucha gente que escribe considera un mérito artístico el hacerse pasar por brujo misterioso y porque mucha que lee se resigna a sospechar que el escritor sea propietario de un extraño cerebro, cuya actividad se refleje en productos literarios de intrincada oscuridad y no menos oscura accesibilidad. (Curiosamente, un buen parte del gremio docente se encarga de perpetuar esta pintoresca superstición.) Hay quien defiende la necesaria condición hermética del poema para asegurar su eficacia estética, como hay quien defiende la autoflagelación como método para alcanzar el goce. Lo que parece claro, en cualquier caso, es que un poema no debe ser hermético por voluntad sino como mucho por inherencia. Si se concibe el poema como un mecanismo de significaciones herméticamente cerrado a la comprensión del lector, en principio habría que meditar un poco –y calibrar no menos- si tales significaciones merecen un recipiente de características tan extremas y compactas, porque elaborar envoltorios endiablados para camuflar obviedades podría acabar siendo algo muy parecido a asignar a Pero Grullo el papel de esfinge o a construir basílicas para usarlas luego como perreras municipales.
Por otra parte, si lo que procura es un acercamiento expresivo a lo inefable, el resultado que cabe esperar no es otro que el de que lo inefable deje de serlo gracias precisamente a la efectividad expresiva del poema. “Expresar lo inefable” a través de un discurso incomprensible tiene más o menos el mismo mérito y la misma utilidad que responder en latín la pregunta de un esquimal. Un poema –un buen poema- puede ser expresivamente complejo –incluso más de lo prudente-, pero no puede resultar incomprensible para los servicios de espionaje de la emoción o de la inteligencia del resto de los humanos, ya que cualquier cosa que merece ser entendida acaba siendo entendida. En caso contrario, podemos comenzar a sospechar que nos hallamos ante un mero galimatías, cuyo equivalente en lenguaje jurídico sería estafa. Habría que recordar, con todo, el muy citado verso de Archibald McLeish: “A poem should not mean but be.” Es mérito y privilegio de la poesía, afectivamente, el no tener que atenerse a una secuencia intelectual o emocional lógica: lo imprevisto, lo inconexo, lo inextricable o incluso lo insensato puede jugar a su favor por vía de la extrañeza, ya que el poema, obstinadamente, por un camino o por otro, va a lo suyo: a convertirse en una unidad de lenguaje, de tono y de sentido, con el único fin de conmover de algún modo al lector. Un poema puede expresar “emociones sin nombre” gracias a una armónica, caprichosa y afortunada reunión de elementos verbales (pienso, por ejemplo, en Wallace Stevens y en Emily Dickinson y prefiero no acordarme, por ejemplo, de Salvatore Quasimodo o de José Lezama Lima), porque realmente no se puede quitar mérito a la capacidad sugestiva del lenguaje por el lenguaje: la poesía esencialmente verbal no es una vaga posibilidad teórica, afortunadamente para la variedad del género poético y para los discípulos de María Zambrano. Ahora bien, si un poema aspira a basar su efectividad en el poder de la palabra – elevada a algo así como a un rango mágico-, hay que tener en cuenta algunas cosas. En principio, si bien las secuencias verbales aspiran –ten desgraciadamente en ocasiones- a la creación de un estilo –ese punto de partida que a veces se confunde con la meta-, el estilo, por su parte, no deriva necesariamente en verdadera poesía, porque un poema se hace con palabras, pero, por mucha vocación de estilo que tengan y demuestren, las palabras no son poesía, por la misma razón por la que un caballo es indudablemente un caballo, pero no es la equitación.
Intentar desentrañar un poema innecesariamente críptico –una verbalista pirueta de estilo, por ejemplo-viene a ser como seguir una fórmula matemática con todos los elementos equivocados: un quebradero de cabeza que puede conducir a una aberración aún mayor –generalmente en forma de glosa. Puede ocurrir también que si llegásemos a desentrañar los caprichosos laberintos de un poema artificialmente críptico, nos hallásemos ante una bagatela vestida de seda. Como norma general, que afecta menos al sentido literario que al sentido común, el mérito de un poema no es hacer difícil lo fácil –dicho así, de cualquier manera-, sino más bien todo lo contrario: poner en claro un algo que incluso pudiera ser en principio endiabladamente enrevesado a niveles conceptuales o emocionales. Lo contrario es como construir un laberinto para acceder a un cuarto de baño. Por lo demás, la complejidad técnica en que puede basarse un poema perfectamente inteligible en una primera lectura no tiene por qué ser menor –ni mucho menos- que la que evidencie un poema que en una primera lectura nos parezca escrito en la lengua del demonio. Según nos ilustra con obstinada frecuencia la historia de la poesía, un poema no consiste tanto en una impresionante exhibición de palabras como en una sucesión de palabras invisibles, como invisible suele ser el estilo: un artefacto transparente en que no se advierte la manufactura ni el ruido de su mecanismo. Porque los buenos poemas, como los buenos relojes, parecen carecer de tictac... a menos que nos los acerquemos al oído. A menos, en fin, que analicemos concienzudamente su funcionamiento, destripando un reloj o desmenuzando unos versos, tanto da. De ese modo aparecerá al desnudo al entramado técnico: el lado de artificio, de truco, de habilidad. Pero la verdadera poesía que puede contener un poema no respeta necesariamente una proporción directa con la mayor o menor complicidad de su entramado técnico, sino con la capacidad de funcionamiento de ese entrado técnico. (Lo cual implica, entre otras cosas, que tan complejo y emocionante pueda ser el más gongorino de los poemas de Góngora como una traducción de cuarta mano de un poemilla de Li Po.) Hablando en general, podría afirmarse que la poesía lleva mal los disfraces estilísticos. Claro que todo buen poeta es fatalmente dueño de un estilo, pero en los buenos poemas no se suele evidenciar la esforzada voluntariedad de un estilo, sino la ineludible marca de una personalidad estilística. No es un auténtico estilista el poeta que hace alarde de estilo, sino el poeta que sabe valerse de un estilo para conseguir un fin que no es desde luego el estilo en sí.
El estilo, en todo caso, debe ser el gesto natural de un carácter, no la forzada expresión de una mueca. Adoptar un estilo voluntariamente complicado resulta tan razonable como inventar un sombrero al que hubiera que dar cuerda antes de ponérselo: una molestia inútil –y un seguro motivo de risa para todo el vecindario posiblemente. La complejidad o dificultad de un poema, en definitiva, no debería constituir en principio un dato de valoración para el lector, ya que un buen poema es, al margen de todo lo demás, precisamente eso: un buen poema, sea cual sea su grado de complejidad o de diafanidad. Con todo, no es un prejuicio desdeñable el que nos hace desconfiar de todo aquel poema contemporáneo expresado de alambicada manera, con un lenguaje de naturalidad violentada. Y no está mal el cultivar ese prejuicio siquiera sea para contrarrestar ese otro extraño prejuicio actual según el cual la gran poesía debe consistir en una galimatías negador de la sintaxis, de la sensatez y, si me apuran, de la inteligencia que cabe suponer a los lectores. Por querer hablar con la voz de los dioses, muchos poetas actuales han acabado por expresarse en una especie de jerigonza comanche. Por querer impostar la voz del oráculo, han acabado convirtiéndose en fabricantes de adivinanzas irresolubles. Por querer ser paladines de la modernidad, en fin, han acabado por formar una secta de fanáticos, agarrados a un crucifijo diseñado por Octavio Paz –o por su sucedáneo hispánico, José Ángel Valente. Lo que le parece estar más o menos claro es que la conciencia estética de la modernidad va vestida de paisano, porque se sentiría ridícula con disfraces solemnes. La del poeta iluminado, con ojos rasputinescos, es ya una imagen afortunadamente anacrónica, por más que sea hoy muy cultivada y presentada como la representación más radical de lo moderno, Que algunos aficionados a la poesía consideren a algún que otro autor como un brujo clarividente, pase. A fin de cuentas, hay también gente que tiene por héroes nacionales a los deportistas y por seres sobrenaturales a los oteros. Pero que un poeta se considere a sí mismo un depositario y transmisor de conocimientos nunca vistos ni oídos, de fuegos sagrados y de abracadabras líricos es ya cosa de tomar a broma. Como a broma tomaríamos a un guardia municipal que se atribuyese el papel histórico de Napoleón.