Faciolince

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PRESENTACIÓN DE HÉCTOR ABAD FACILINCE Biblioteca Pública de Palencia, 8 de noviembre de 2016

Buenas tardes. Mi nombre es Roberto. Como trabajador de esta biblioteca coordino los talleres de lectura Le@ con la Biblioteca, por ello, no quiero dejar de mencionar que, con motivo de la visita de Héctor Abad Faciolince a esta casa, se está desarrollando uno de esos talleres en torno a su novela Basura. Expresar desde aquí mi agradecimiento a todos cuantos lo hacen posible y que, a la postre, son los que ahora, me han convertido, con satisfacción, en telonero de este gran escritor. “Mis planes son ya los mismos de siempre: leer, escribir, comentar el presente, encontrar las palabras para contar bien las cosas y tratar de no volverme un fanático en ningún sentido”. Estas palabras sueltas de Héctor Abad Faciolince bien podrían tomarse como un autorretrato. Por un lado, traductor, periodista, librero de viejo, director de biblioteca y, por encima de todo, escritor; una vida ligada a la precaria balsa de la literatura. Por otro, un inconformista, un perplejo, un escéptico, alguien que no acepta ni un lado ni otro de las cosas, alguien que mira y busca, si no lo mejor, al menos lo menos malo, esquivando todo dogmatismo y aceptando con vena cervantina lo paradójico de la vida y de la condición humana. Colombiano de Medellín confeso hasta la más oculta médula, como lo demuestra su vida y su obra, no por ello renuncia a la sabia del cosmopolitismo, haya sido éste impuesto o voluntario. Del Sur al Norte de América, del Occidente al Oriente -que empieza en El Cairo-, del primer al tercer mundo, los quilómetros huidos o recorridos le han servido para nutrirse, pero también para enfrentarse y escapar de esos venenos que circulan paralelos por las venas humanas: la xenofobia y el fanatismo. “Lo único sensato, siempre”,- nos dice en su libro Traiciones de la memoria-, “es superar la enfermedad mental de los nacionalismos y el terrible prejuicio de juzgar a la gente según ese ridículo criterio geográfico que reparte la 1


bondad o la maldad, la aprobación o el rechazo, por el indiferente sitio de la tierra en donde uno dio el primer grito.” No deja de resultar curioso, como cuenta en el libro mencionado, que para sortear en Europa uno de esos venenos hubiese de recurrir a la literatura, esa mezcla de realidad y ficción: “Incluso, por seguridad, me inventé una biografía. Como sabía que el primer Abad llegado a Colombia, allá por 1780, había sido un pastor de cabras nacido en Palencia, me pareció bien inventar que yo había nacido en Palencia, Castilla la Vieja”. Aquel pastor abandonó estas tierras, sus raíces y sus cabras en busca de un futuro mejor. ¿Acaso no es ese el principal anhelo humano? Sin embargo, la estirpe de los Abad terminó chocando con el fanatismo inmovilista de los dones y con el fanatismo utópico de los revolucionarios, espinas del mismo rosal fundamentalista donde las ideas ensartan a las personas hasta teñir de sangre los pétalos de su flor, y es que los sueños de la ideología producen monstruos. Los Abad, como los Faciolince, como muchos otros en el pasado, en el presente -y lamentablemente en el futuro-, han sido víctimas de esa inquisición ideológica que con el látigo, la pobreza, las balas o las bombas, sacraliza las ideas sin reparar en sacrificios humanos. Pero pese al exilio, pese al racismo, pese a las tragedias familiares, Faciolince no ha dejado de nadar contracorriente en un esfuerzo titánico por no dejarse arrastrar por las angostas aguas que lo empujaban con brutalidad contra los riscos del odio, de la venganza, del fanatismo ideológico de cualquier clase. Amarrado a la balsa, precaria balsa de la literatura, ha logrado navegar las fuertes corrientes, sortear las rocas, los rápidos y los troncos arrastrados salvaguardando la rama verde de la esperanza al imponer su voz a la tiránica llamada del Salto de los Desesperados. Es cierto que somos nosotros y nuestra circunstancia, y que, como advierte en su Tratado culinario para mujeres tristes, “nadie puede indicarnos la infalible ruta de nuestra felicidad, que esa nos la fabricamos solos y no depende, sin embargo, ni siquiera de nosotros, sino de una mezcla casual y siempre diferente de azar y voluntad.” Pero cabe preguntarse si alguien que, como Davanzati, uno de sus personajes, escribe como quien orina, ni por gusto ni a pesar suyo, sino porque es lo más natural, algo con lo que nació, algo que debe hacer diariamente para no morirse y aunque esté muriendo, le quedaba otra alternativa. Faciolince no es un escritor feliz. Su relación tormentosa y atormentada con lo que escribe, a veces le molesta tanto, que le tienta cambiar por completo de oficio; difícil alternativa para quien escribe libros como los arquitectos diseñan casas con la diferencia de que los arquitectos lo hacen para vivir, pero él escribiría aunque nadie le pagara por ello; dolorosa paradoja para un escritor que escribe con muchas dudas y no publica todo lo que sale de sus manos, que no sabe nunca bien si lo que escribe vale la pena o no, pero que sí sabe que no sirve para otra cosa. Malos pensamientos que ni siquiera el reconocimiento de crítica y lectores ha conseguido disipar, quizá porque su obra, en el fondo, no sea sino una “carta a un desconocido”, ya que el destinatario último de su escritura ya no está, se lo arrebataron los fanáticos: “Cuando me doy cuenta de lo limitado que es mi talento para escribir (casi nunca consigo que las palabras suenen tan nítidas como están las ideas en el pensamiento), recuerdo la confianza que mi papá tenía en mí. Creo que el único motivo por el que he sido capaz de seguir escribiendo todos estos años, y de entregar mis escritos a la imprenta, es porque sé que mi papá hubiera gozado más que nadie al leer todas estas páginas mías que no alcanzó a leer. Que no leerá nunca. Es una de las paradojas más tristes de mi vida: casi todo lo que he escrito lo he escrito para alguien que no puede leerme”. 2


Más proustiano que joyceano, su voz, destilada en el alambique de la memoria, ha logrado sublimarse en más de una decena de obras de género tan dispar que revientan las costuras de las clasificaciones tradicionales: ensayo, crónica de viajes y periodística, poesía, novela, memorias, una hibridación que no se limita a cada obra en particular, sino que alcanza las mismas entrañas de muchas de ellas; asuntos de un escritor disoluto que lo ha logrado sin renunciar a las lecciones de dos ilustres escritores judíos de Turín, sobrevivientes de la guerra, a quienes nunca conoció, Primo Levi y Natalia Ginzburg, que le enseñaron a dar testimonio de lo vivido y a escribir en una lengua sencilla. Comparto que lo que a Faciolince le interesa es una literatura auténtica en la que los iniciados puedan descubrir cosas que otros lectores no, pero que esos otros lectores pueden entender muy bien y puedan meterse en la historia sin un exceso de juegos y de artificios. Pero no comparto tanto que los artificios estén más para complacer a una audiencia especializada, que para contar algo que tenga importancia o merezca la pena ser contado. Su obra no deja de ser una inmersión en el pasado y en la tradición para rescatar aquello aún rescatable separando la veta de la ganga y devolvérnoslo a la realidad del presente con las galas hábilmente acicaladas del lenguaje de la postmodernidad: hibridación, metaliteratura, intertextualidad, autoficción, word in progress..., exigencias de una novela que renueva el pacto con el lector y que avanza pese a la muerte profetizada por algunos. Faciolince, como sus admirados Borges y García Márquez, aunque de una forma diferente, ha sabido hilar un universo propio, original, tejido con hebras recicladas del pasado, personal y colectivo, y las agujas de tricotar de la realidad y el presente. Sus artificios no son sólo guiños al crítico especializado, son, además, puntadas con hilo que entretejen una tela de araña que conecta sus distintas obras conformando una especie de mitología personal con sus hitos fundamentales: el conocimiento del primer muerto y el asesinato del padre; Medellín, Jericó, La Oculta y la familia; la memoria y el olvido; la escritura y la vida; los amores furtivos hechos de amaneceres y pereza, pespuntes que por una parte advierten que lo que leemos es una simulación, un artificio, porque la realidad es inaprensible, pero que, por otra, nos demuestran que lo que late por debajo de las palabras hilvanadas también existe, aunque se trate sólo del reflejo de la naturaleza humana de quien pergeña esas páginas, el testamento involuntario, vital y creativo, del artista que transmuta su carne en palabras y las ofrece como una comunión al lector aun sabiendo las limitaciones del lenguaje, incapaz de abarcar la compleja realidad del mundo. Termino, y como estamos en una biblioteca, santuario de la lectura, lo hago con palabras de este autor que nos visita, que en cierto modo ha vuelto a casa, y que sabe por propia experiencia lo que la literatura supone para el bibliotecario, para el lector y para el escritor: “Yo ya he sido librero, y editor, y traductor, y hasta escritor, pero ser bibliotecario es otra cosa: aquí se ofrecen libros gratis, lectura para el que quiera, aquí compramos los libros que no tenemos, aquí las puertas están abiertas. Es más emocionante ser bibliotecario que librero, porque no es un comercio, sino un regalo. La utilidad de la literatura para mí, es que paso horas leyendo, y esas horas me han hecho muy feliz. Si consigo lo mismo con algún lector, alguna vez, habré cumplido con mi tarea.” Muchas gracias por su atención. R. R. R.

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