Con trenes y otros 50 relatos y microrrelatos de viaje
VI Concurso de Relatos de Viaje Moleskin 2011
VI Concurso de Relatos de Viaje Moleskin 2011 © 2011 Alberto Bejarano, Andrés Fornells, Ángeles López Rodríguez, Asier Suescun, Blanca Laffitte, Carina Amelia Silva, Ernesto Borgia, Esperanza Tejera Viera, Fran Rubio, Heidi Pohl V, Hildita Zúñiga, Iván de Santiago González, Iván Marcos Peláez, Javier Ramos, José Fernández del Vallado, Jose Manuel Díez García, Josefina Lazo, Juan Stuttgart, Lauren Mendinueta, Lourdes Aso Torralba, Lucía Dobarro Delgado Mª José Domínguez García, Mari Carmen, María del Mar Saldaña, Marian Rosique Labarta, Mónica Suárez, Néstor Quadri, Nora Quintanilla Simón, Ofelia Luengas Lasso, Pablo Valle, Patricia Suarez, Pedro Pujante Hernández, Raúl Castañón, Ricardo Martínez-Conde, Ricardo Ramírez Requena, Roberto Bennett, Rudy Hedemann, Salvador Robles Miras, Teresa Hernández, Vicente Gómez Quiles, Xavier Flotats Tomasa © De esta edición, agosto 2011. Vagadamia. www.vagadamia.org Todos los relatos y microrrelatos participantes en el concurso en la edición 2011, 232, en el concurso en la edición 2010, 155, y en la edición 2009, 162, están disponibles para su lectura gratuita en www.moleskin.es, y los de ediciones anteriores, están disponibles en www.vagamundos.net, años 2006 a 2008 inclusive. El Concurso de relatos de viaje Moleskin está patrocinado por la editorial Ediciones del Viento de A Coruña, España y por Grammata, el fabricante español líder en la venta de lectores de libros electrónicos Papyre. Fotografía de portada y contraportada: © Carlos Olmo Bosco, tomada en la estación de trenes de A Coruña. Diseño de portada y contraportada: © Raquel Gorrochategui Santos Printed in Spain/Impreso en España Edición digital
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro óptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
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ÍNDICE Introducción ................................................................. 5 Los ganadores. Biografías............................................... 6
Relatos Con trenes. Alberto Bejarano........................................... 7 Bogotá. Josefina Lazo................................................... 11 Rincones para perderse por el nordeste de Brasil. Xavier Flotats Tomasa............................................................ 21 Estambul. Ricardo Martínez-Conde ................................. 29 Cruzando el Cocibolca. Roberto Bennett.......................... 35 Un tren de largo recorrido. Salvador Robles Miras............ 51 Padre coraje . Néstor Quadri........................................... 57 Chabeli. Patricia Suárez................................................. 63 Josep Brodski, todavía no mármol. Lauren Mendinueta .... 71 De la muerte en vida, a la vida y muerte. Carina Amelia Silva........................................................................... 77 Malta. Ricardo Martínez-Conde ...................................... 85 Iquitos, Amazonas. Sigo Adelante. José Fernández del Vallado.................................................................. 91 El peso del humo. Raúl Castañón................................. 103 Viaje por tierras salvajes (segunda parte). Rudy Hedemann................................................................. 109 Manaos y más allá . Roberto Bennett ............................ 119 Sirdania. José Manuel Díez García ............................... 129 El no-lugar de dos ciudades. Ricardo Ramírez Requena... 139 El Viaje. Mª José Domínguez García ............................. 145 Viajar es divertido. Andrés Fornells.............................. 151 Dos caras distintas. Iván Marcos Peláez ................ ...... 165 Venezia. Ricardo Ramírez Requena...........................,.. 169 Escuchando voces en el desierto Peruano. Heidi Pohl V...173 Cuchillo grande. Lourdes Aso Torralba........................... 181 El señorito inglés. Lourdes Aso Torralba........................ 189 Un invierno en Mallorca. Mónica Suárez........................ 193 Las desventuras e infortunios de un viajero que recobró el rumbo. Vicente Gómez Quiles................................... 195 Trencuentros. Lucía Dobarro Delgado............................ 203 La soledad del océano. Pedro Pujante Hernández............ 205 La flor de Clarisa. Salvador Robles Miras....................... 211 Desde la cima veo el mar. Ofelia Luengas Lasso............ 215
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Microrrelatos Vacaciones alternativas. María del Mar Saldaña.............. 225 Viaje imaginario. Javier Ramos..................................... 225 Buscavidas. Asier Suescun........................................... 226 Camino de Nombradía. Raúl Castañón........................... 226 Tubinga. Pablo Valle.................................................... 227 El viaje de su vida. Teresa Hernández........................... 228 La Eterna Brecha del Estrecho. José Fernández del Vallado................................................................ 228 En el corazón de Groningen. Nora Quintanilla Simón........ 229 Ahmed. Ernesto Borgia................................................ 229 La pintura. Mónica Suárez............................................ 230 Transitar. Ricardo Ramírez Requena.............................. 231 Paso a paso. Esperanza Tejera Viera............................. 231 Aguas mansas. Blanca Laffitte...................................... 232 La Peregrina. Mari Carmen........................................... 233 Desde la oscuridad. Ángeles López Rodríguez................. 234 Acaso un último beso. Iván de Santiago González .......... 234 Aeropuerto Narita, nuestra primera vez. Hildita Zúñiga.... 235 Provenza. Impresiones de otoño. Mónica Suárez............. 236 Nostalgia. Saudade. Morriña. Mónica Suárez.................. 236 Con la piel. Marian Rosique Labarta............................... 237 Inmenso mar. Fran Rubio........................................... 238
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INTRODUCCIÓN La sexta edición del Concurso de relatos de viaje Moleskin, patrocinado por Ediciones del Viento, ha supuesto un gran salto cualitativo y cuantitativo con respecto a las cinco anteriores gracias a la incorporación de una nueva categoría de microrrelatos. Un total de 232 relatos y microrrelatos de 140 autores provenientes de 14 países diferentes, casi todos latinoamericanos, pero con aportaciones desde países tan distantes como USA, Australia o Francia. El objetivo principal de esta edición es poner en manos de los autores seleccionados para el libro los resultados del concurso en un formato, ya sea digital o en papel, que los lectores de Moleskin siguen prefiriendo: el libro Es una edición que utiliza las últimas tecnologías, como la impresión personalizada y bajo demanda, que permiten a mucho autores noveles y no tan noveles saltar la barrera de las editoriales tradicionales, que, salvo excepción, apuestan sobre seguro. En Vagadamia, asociación cultural sin ánimo de lucro, hemos asumido este proyecto con gran entusiasmo, pero los méritos del conjunto de relatos de viaje incluidos en el libro, algunos reales, otros imaginarios, y otros con ese estilo tan latinoamericano que es el realismo mágico, son de sus autores, a quienes agradecemos su aportación. Comienza pues una ruta fascinante que nos llevará en tren por escenarios cinematográficos, veremos Bogotá bajo los ojos de una visitante extranjera, nos perderemos por el nordeste de Brasil, visitaremos Estambul, cruzaremos el Cocibolca en Nicaragua, seguiremos el dramático viaje de un padre en busca de la salvación de su hija y, en suma, deambularemos por el apasionante viaje que es la vida.
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LOS GANADORES Biografías Primer Premio. Alberto Bejarano reside en Francia, donde cursa estudios de Doctorado en Filosofía en la Université Vincennes-Saint-Denis (Paris VIII), en el área de estética y filosofía política, con una Tesis sobre "Bolaño y los lenguajes del mal". Según confiesa él mismo, es un escritor de atmósferas poseído por el Mal de Desmond. Segundo Premio. Josefina Lazo estudió Comunicaciones y ha tenido siempre trabajos relacionados con la escritura. Cuando viajó a Europa por primera vez, empezó a escribir lo que veía y sentía en un rollo de papel higiénico, para no olvidarse de nada y poder leerlo a sus amigos y familiares cuando regresara a casa. Desde 2002 vive en Europa, primero en Suiza y luego en España, y ha encontrado en la escritura el mejor modo de mantenerse en contacto con su gente. Tercer Premio. Xavier Flotats Tomasa es profesor universitario y un apasionado de los viajes, que plasma literariamente como colaborador de la revista digital Dviajes de Viamedius.
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RELATOS DE VIAJE Con trenes Alberto Bejarano Durante un mes Charlota y Boris vieron todas las películas rusas que pudieron. En todas había trenes. Trenes de carga, trenes de carbón, trenes de prisioneros, trenes de turistas, trenes blindados, trenes de vapor, trenes eléctricos, trenes franceses, trenes japoneses, trenes de paso, trenes de juguete, trenes de madera, trenes de acero, trenes rojos, trenes negros, trenes decimonónicos, trenes futuristas, trenes quemados, trenes varados, trenes robados, trenes desolados. También vieron uno que otro tren de pasajeros. Vieron cintas de Meskhiev (Bajo el agua sombría), Kontchalovski (El círculo de intimidad), Guerman Jr (Soldado de papel). Tampoco dejaron de ver Nostalgia de Tarkosvki, que a primera vista pareciera no tener trenes. Vieron otras películas semi-rusas, como Chantrapas de Iosseliani y La mujer de los 5 elefantes de Jendreyko. Vieron también otras películas, extra-rusas: Double take (inspirada en un cuento de Borges, con Hitchcock como “actor-en-off”), En présence d’un clown de Bergman, Biutiful de Iñarritu, y You will meet a tall dark stranger de Woody Allen. Charlota decía que una película rusa sin trenes era como una comida invernal sin litchis o sin sopa de pistacho. Que diría Tolstoi, el gran León que siempre aborreció los trenes y vino a morir en una improvisada estación de tren. Un Tolstoi que inmortalizó las estaciones de tren con el final de Anna Karenina. Un Tolstoi que se enamoró del cine en sus últimos meses y quiso dedicarse a ser documentalista. El caso es que Charlota no podía concebir una película rusa sin trenes. También fueron a ver obras de Chéjov y bailaron un par de milongas apresuradas, un par de forros acompasados, un par de fados acurrucados, un par de bachatas retocadas, un par de boleros olvidados. Vivieron en una escenografía technicolor: tempestades, pianos estáticos, perfumes de
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jazmín y comida tibetana. Pero igual siempre volvían a los cines del quartier latin. Charlota guardaba los tiquetes, que en los cines de “arte y ensayo” traían siempre impresa una portada en miniatura de alguna película clásica: Metrópolis, Los pájaros, Pierrot el loco, Cantando bajo la lluvia, y Denise Grey. Boris escribía apuradas reseñas de todas las películas que veía. De allí salían para los bares del canal Saint Martin y tomaban unas veces jerez y otras veces ron. Y de allí se iban para la casa de ella. Se disfrazaban de extraños y bailaban desnudos frente al espejo del placard. Boris había dejado de fumar y Charlota de tomar pastillas para dormir. Se habían conocido en el vernissage de una exposición de fotografía rusa contemporánea en el Museo del Louvre. Charlota vestía de negro, con un vestido ceñido que tatuaba su cuerpo sutilmente. Medía 1 70. Era una belleza de “otra parte” para Boris (era una expresión sacada de un poema de Raúl Gómez Jattin), tan mediterránea como el sol de Cezanne. Su perfume era de jazmín. Boris vestía más informal, con un blue jean ajado y una chaqueta de cuero negra con muchos bolsillos (una copia-conforme de una foto de Roberto Bolaño). Charlota trabajaba en una asociación que ayudaba a mujeres cabezas de familia a buscar un empleo. Boris era locutor en una radio local en un programa bilingüe de madrugada dirigido a inmigrantes suramericanos como él que trabajaban a esa hora en oficios varios, como la mensajería y la celaduría. Esa noche hablaron de sus trabajos y Charlota rompió el hielo cuando se puso a recordar sus tiempos de modelo en las academias de arte de Lyon. Boris también evocó sus años de bailarín y profesor de salsa en Valparaiso. Hablaron de Estonia y de Argentina. Hablaron de Dostoievski, Maupassant y Borges. Quedaron de verse en una semana en el festival de cine ruso del cine Arlequin de la rue de Rennes. De hecho, se vieron al otro día, pero no en el vernissage dedicado a la pintura rusa del siglo XIX en el Museo de arte moderno de Paris (porque Boris llegó tarde y Charlota se fue temprano). Igual, tan rayuelados como estaban se encontraron por azar caminando por el canal Saint Martin unas horas más tarde. Desde esa noche, su vida empezó a rodar a 24 imágenes por segundo. Se regalaron
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libros de filosofía antigua y de cine posmoderno. Se fueron deslizando por esos días fríos de una París otoñal y la intemperie los forzó a filmarse-en-interiores. Sus cuerpos se devoraron con furor. Dos lenguas se metamorfosearon en un dialecto provenzal, en donde se confundían las expresiones francesas y españolas. Incluso cuando callaban y sólo se acariciaban la espalda y se besaban el cuello, una fragancia de lavanda y de eucalipto los envolvía. La verdad es que terminaron por inventar y conjugar nuevos verbos que sólo ellos comprendían. Se fotografiaron en blanco y negro. Escucharon música de Noir désir (“le vent nous portera”!) y de Spinetta (“yo quiero ver un tren”!). Compraron varias veces billetes de lotería pero nunca se la ganaron y eso que siempre apostaban al mismo número. Charlota y Boris planearon un viaje a Yalta, al extremo oriente de sus sueños. A la península de Crimea. Era un viaje que tomaría 48 horas sin escalas. Era un trayecto que se desviaba de la famosa ruta del Orient Express. Planearon una vida juntos, lejos de sus pasados. Lejos de los deberes y de los aguaceros de abril. Los dos serían traductores y cambiarían sus nombres. Se llamarían Laura y Santiago. Empezarían una vida-de-cero. Escribirían cuentos y novelas a cuatro manos sobre fantasmas propios y prestados. En Yalta crearían un cine club dedicado al cine suramericano. Verían muchas películas argentinas. Su nombre sería: “cine del otro mundo”. A sus dos hijos los bautizarían en la fe ortodoxa (aunque los dos fueran ateos, o tal vez por eso) como Anton y Anna. De viejos volverían al Mediterráneo y morirían allí, en la vieja casona señorial de Charlota. Pero al final del mes, Charlota recibió una oferta de trabajo en otro país y Boris tuvo que regresar a su continente a ocuparse de asuntos familiares. En principio, se separarían solo por un tiempo y luego todo volvería a ser como antes. Se escribirían todos los días y se contarían en detalle todas las películas que verían. Sin embargo, ni en Granada ni en Santiago pasaban películas rusas. A pesar de eso, Boris y Charlota se siguieron escribiendo y hablaban de las películas que habían visto juntos y poco a poco las historias y las
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imágenes se les fueron embolatando y todo empezó a hacer parte de una única película que los dos decidieron llamar: “trenes a Yalta”. En la distancia, comenzaron a escribir una novela a cuatro-manos. La historia estaba situada en la Yalta de la guerra de Crimea en 1853. Un día se dejaron de escribir. Se volverían a ver en uno de esos viejos cines del Quartier Latin un lunes al atardecer. No dijeron el año ni el director. Seguramente sería una película rusa con muchos trenes. La película con más trenes de la historia.
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Bogotá Josefina Lazo “¡Sí quiero!” fue la respuesta que di después de pensarlo medio segundo, cuando Germán me preguntó “.. Y… ¿quieres ir a la boda de tu primo en Colombia?”. Y después de 10 horas de vuelo sin dormir, desembarqué en el aeropuerto “El Dorado” de Bogotá. Apenas salí del avión, empecé a escuchar el “Sí Señora” que caía tan musical en mis oídos acostumbrados a la rudeza de los españoles. Llegando a la recepción del hotel, un chico muy amable me preguntó: “¿Quiere un tinto o un aromático?”, “Pues… un tinto…” dije yo, dudando que fuera un vinito de cortesía. Y no, claro, un “tinto” es un café (y un “aromático” es una infusión). Llegando a la habitación y después de soltar 10 mil pesos colombianos de generosa propina (me enteré más adelante que la mitad hubiera sido suficiente), me comuniqué con Liliana, mi futura prima. “Pasamos por ti a las 9, porque hay una cena en casa de mi tío”. Y ahí empezamos la pachanga. Cenamos en un espacioso departamento al norte de la ciudad pero ya para las 11 de la noche yo hacía bizcos. Me había levantado a las 4.30 de la madrugada, hora de España, y ya eran las 11 y pico de la noche, hora colombiana. No sé cómo hablaba, pero si tenía voz de ebria, no era por el vino. Al día siguiente pasarían por nosotros a las 9.00 am. Bueno, después me daría cuenta de cómo es la puntualidad bogotana: dicen una hora y llegan tres cuartos de hora después disculpándose por el tráfico (¡y es verdad! La ciudad de Bogotá tiene un tráfico caótico). Nuestra primera parada fue en el barrio de la Candelaria (el centro histórico de Bogotá), en el Museo Botero. Me encanta este señor. Creo que en las redondeces de sus personajes se
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asoma una sutil ternura y un excelente sentido del humor. Además, una sale con un alta autoestima, cuando se compara con el exceso de carnes de las mujeres de los cuadros o esculturas. Una de mis favoritas, es la enorme mano que hay en la entrada del museo, como dando la bienvenida. Hay una igualita en el Paseo de la Castellana de Madrid. También me encantó el “gato”, que de tan gordo y tan liso se antoja acariciarlo; o la increíblemente erótica “Leda y el cisne” que uno siente como si interrumpiera un verdadero momento de intimidad cuando la mira (cuenta la mitología que Leda, después de ese encuentro con el cisne -que era Zeus disfrazado- dio a luz dos huevos. Claro, ¡no era para menos!). De sus pinturas me llamaron mucho la atención “Terremoto en Popayán” (que sucedió en esta entidad colombiana, en 1983, en el que se destruyó gran parte de sus edificios históricos) que parece un pastel desmoronándose; o su genial Mona Lisa, como un homenaje a aquélla del museo de Louvre. Después de disfrutar el gordo humor de Botero, caminamos al Museo de la Moneda, que está justo al lado. Nos teníamos que apresurar, porque amenazaba lluvia y queríamos ir a la Plaza de Bolívar; así que salimos del museo para caminar un par de cuadras y llegar a esta monumental plaza rodeada por la Catedral, el palacio de Justicia, el Capitolio y el Palacio Liévano, sede de la alcaldía de Bogotá. En la época de la colonia, como muchas otras plazas, era utilizada como mercado. Poco después de su independencia, la plaza se llamó “de la Constitución” y luego, en 1846, se convirtió en la Plaza de Bolívar, en honor a este libertador de origen venezolano. Después de comprarnos unos crujientes platanitos fritos y salados, entramos a la Catedral, que está dedicada a la Inmaculada Concepción. Ya afuera, se me antojó una congelada de “lulo” (que es una fruta acidita y muy sabrosa que es muy popular en Colombia). Se la iba a comprar a la chica que estaba en las
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escaleras de la catedral, pero de repente llegó una señora con un carrito similar y se le adelantó a la chica ofreciéndome la misma congelada, pero más cara. Yo le dije que “no gracias”. Entonces la señora se enfureció y le empezó a gritar a la chica “¿por qué las das a 400? ¿qué le quieres perder?”, a lo que la chica le contestó que la dejara en paz. En eso, viene un señor que estaba en un puesto cercano a la chica y le preguntó que qué estaba pasando. “Pues ésta, que ya viene otra vez a molestar” le dice la chica. Y de repente, el señor enfurecido, se dirigió a la señora y de un manotazo le tumbó la gorra que llevaba, y la empezó a empujar insultándola. La señora manoteaba y vociferaba, pero nadie parecía dispuesto a ayudarla. Yo tenía una cara de estupefacción, por lo que la chica me dijo “es que siempre viene a molestar, no le importa que a mí me den ataques”. “¡Orale!” pensé yo, “¿¿ataques de quéee??”, pero no lo dije en voz alta, así que agarré el objeto causante del conflicto (mi congelada de lulo) y me alejé del barullo, ¡no fuera a ser que me echaran la culpa de haberlo iniciado! (Que en parte, tendrían razón. Ya me veía yo detrás de las rejas colombianas…). Apenas subí los escalones que me separaban de mi impaciente familia, me interceptó un indigente, sucio y harapiento -como todo mendigo-, pero con una mirada verde acuosa y simpática. Me dijo algunos datos de la Catedral, de la cual, según me aseguró, se sabía toda la historia. Además, sacó de su mugriento suéter, un viejo recorte de periódico, pegado en una cartulina y protegido con un plástico. Era un artículo que le habían hecho especialmente a él, que al parecer era todo un personaje del centro de Bogotá. Le llaman el “Popeye”, porque tiene la mandíbula prominente y la voz ronca como este peculiar personaje. “Pídale que le hable en inglés” me dijo un señor que pasaba por ahí. En efecto, el Popeye sabe varios idiomas y puede resultar un excelente guía de turistas. Seguimos caminando por La Candelaria, tomando fotos de sus callejuelas, y deteniéndonos en algunas tiendas de souvenirs. Después de caminar unas calles más, Liliana se detuvo en una panadería, y pidió unos almojábanes
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calientitos. Son unos panecillos alargados y suaves, que tienen dentro un poco de queso. ¡Deliciosos! En especial a esas horas, que ya empezábamos a tener hambre. Llegamos al sitio donde nos habría de recoger Don Mario (a quien tuvimos que esperar como media hora, puntualidad bogotana) para llevarnos al Club Colombia, un restaurante de comida típica. Llegamos ladrando de hambre al mencionado sitio, que resultó ser un lugar de lo más agradable. Pedimos varios platillos al centro para probar de todo. Empezando por unas deliciosas arepas (una especie de gordita de maíz) con queso y crema, siguiendo con carne deshebrada encima de “patacones” (una especie de tostada hecha con plátano macho machacado y frito), sobrebarriga de res (una carne suavecita y deliciosa), tamales de cerdo (envueltos en hoja de plátano, pero a diferencia de los mexicanos que están hechos con masa de maíz, estos están hechos de arroz compacto). La verdad es que ya no le llegué a los postres, pero había unos helados con el famoso arequipe (dulce de leche) buenísimos y por supuesto el famoso aguardiente anisado, que es como el tequila colombiano. Después de la opípara comilona, nos fuimos a caminar por la “Zona T”, que es una calle peatonal llena de restaurantes y bares, con mucho ambiente de noche. Para terminar el día, y por si no nos habíamos cansado lo suficiente (yo todavía traía jetlag), fuimos a un bar, “El Salto del Ángel”. Aquí fue donde aprendí una expresión colombiana que me causó mucha confusión: Le digo al mesero “nos trae la cuenta, por favor”. El mesero muy amable, me pregunta “qué es lo que quiere cancelar?”. Yo extrañada le contesto, “yo no quiero cancelar nada”. Y me insiste “pero es que se debe cancelar…” y yo le digo ya enojada “pero es que ya nos lo bebimos, ¿cómo lo vamos a cancelar?”, el mesero medio indignado, me replica “por eso mismo, ¡lo deben cancelar!”, “PERO YO LO QUE QUIERO ES PAGAR, NO CANCELAR”. El mesero entonces me mira con cara de obviedad: “pues eso, cancelar, pagar, como le quiera
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llamar”. ¡Aaaaaah! Y bueno, “cancelamos”, es decir, pagamos la cuenta y nos fuimos. Al día siguiente, nos citaron a las 10, (pero ya sabíamos que sería casi a las 11) para llevarnos a ZIPAQUIRÁ, un pueblecito muy cerca de Bogotá, famoso por sus minas de sal y más aún por La Catedral de Sal. Antes de la llegada de los españoles, la sal era ya un importantísimo recurso de los pueblos indígenas, tanto, que se usaba como moneda de cambio. Es decir, a un jornalero le pagaban un día de trabajo con una piedra de sal. Actualmente, Colombia es un gran exportador de sal, la cual se utiliza en gran parte de la industria que conocemos (perfumería, productos de limpieza, medicamentos, textiles, etc.). Todos sabemos que el oficio de minero es muy peligroso. Los mineros colombianos (como mucha gente de Latinoamérica) son en su mayoría católicos y además muy devotos, por lo que colocaban altares dentro de las minas, para sentir la protección divina que les ayudaría a regresar a sus casa con bien. En el caso de los mineros de Zipaquirá, esta protección se las daba la Virgen del Rosario de Guasá, patrona de los mineros. Tal era su devoción que construyeron una primera catedral dentro de la mina, aprovechando algunas cámaras que ya estaban formadas. Esta iglesia subterránea, funcionó de 1952 a 1992 y la tuvieron que cerrar por las filtraciones de agua que disolvían la sal y ponía en grave peligro a la catedral y a sus devotos; había que hacer una nueva. La nueva catedral tardó tres años en construirse, y se inauguró en 1995. No hay nada en ella que no sea sal. Iniciamos el descenso de mano de una encantadora y sonriente guía, que nos iba contando la historia y además nos recomendaba que respiráramos profundamente, puesto que el aire dentro de la catedral es muy beneficioso para la salud y acto seguido nos dijo que hay servicio médico en caso de que alguien sienta que le falta el aire. Creo que hay que revisar el orden de su discurso… El recorrido es sumamente
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interesante, en especial cuando uno sabe que, aunque todo parecía de mármol, es realmente sal (cualquiera puede ponerse a lamer las paredes para comprobarlo, pero yo decidí creerle a la guía). La Catedral es enorme, hay incluso una cafetería, tienda de souvenirs, un auditorio donde vimos una película en 3D; además de lo que es la catedral en sí, donde hay una misa a las 12 del día de cada domingo, o si uno quiere, puede tener una original boda subterránea. Luego, hicimos “el recorrido del minero”, para el cual nos pusimos el clásico casco amarillo con linternita. La primera parte consistía en una “prueba de claustrofobia”, donde teníamos que apagar la linterna y pasar por un estrecho pasadizo de menos de un metro de ancho. Yo fui la primera, y entonces todos tenían que seguir mi voz. Fue algo emocionante, el no poder ver absolutamente nada e ir palpando las paredes para saber si puedes seguir de frente o no. El pasadizo no tenía más de 30 metros, así que no hace falta demasiada valentía. El guía nos informó que, en caso de temblor, no nos preocupáramos, ya que no se sentiría dentro de la mina (¿de verdad tienen que mencionarlo? ¡El sólo pensarlo ya dan nervios!). En otro punto nos prestó un pico, para que pudiéramos sacarnos la foto en pose minera. Salimos de la catedral y regresamos al sitio donde nos esperaba Don Mario, ya listo para llevarnos al famoso restaurante “Andrés carne de res”, donde cenaríamos con la familia de la novia y un montón de amigos. La verdad es que vale la pena el lugar, porque además de que comimos delicioso, el sitio es digno de verse. Está tapizado con miles de ocurrencias de una mente juguetona y creativa. Por ejemplo, hay una pared tapizada con tapas de ollas aplanadas, y sobre ellas, un pequeño altar con el niño Jesús; o los nombres propios de cada mesa (“el cielo”, “el infierno”, “el teatro”, etc.), o mensajes con neones como “Cojines para los Nalgui-flojos”. ¡Ah! Y no hay que olvidar el ambiente! Hay música salsera y tropical y una pista de baile que se llena apenas empieza el ritmo de cumbia. No les tengo que decir que ese día también terminé rendida.
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La boda fue hermosa, como son todas las bodas en las que dos personas que se aman unen alegremente sus vidas. Y más si es una colombiana con un mexicano, la mezcla de las ganas de fiesta hizo que la celebración durara más que lo que mis pies pueden aguantar con tacones. Todo salió genial y pude ser parte de una fiesta llena de cariño y alegría. Al día siguiente, visitamos el “Museo del Oro”, que es uno de los mejores museos que tienen en el país. Ahí se exponen todos los tesoros que no se llevaron los españoles de los indios que habitaban la región, principalmente muiscas. Hay una parte de la exposición, que consiste en pasar a una sala oscura de forma circular donde hay unas paredes que muestran una colección de pequeños objetos de oro y un hoyo en el centro cubierto por piso transparente. De repente empieza un juego de música, cantos indígenas y luces que iluminan diferentes piezas de oro en las paredes o en el suelo. Los cantos me hicieron transportarme a alguna celebración donde el oro es signo de poder, de bienestar, de sol que refleja y celebra la vida. También había otra exposición muy interesante acerca de la diversidad étnica que tiene Colombia y que conocemos bien en nuestros países latinoamericanos: una mezcla de indígenas, mestizos, blancos y negros. De ahí fuimos al “pasaje de artesanías” junto al museo, donde uno quisiera llevar mucho dinero y gastarlo en joyería, dulces con arequipe, artículos de piel o ropa pintada a mano; pero yo sólo compré unos dulces y una bolsa de piel con un trabajo que se llama “mola”, que consiste en hacer un adorno con telas de colores vivos sobrepuestas una sobre otra. Lo hacen los indios “cuna”, que son parte de la población indígena colombiana. Fuimos a comer a “Casa Vieja”, que es precisamente una casa antigua convertida en restaurante, lo cual le da un ambiente sumamente acogedor. Ahí seguí probando cosas típicas colombianas, como el “plato campesino” que es un
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guisado de carne, papas, salchichas, tomate, el cual se sirve en una olla de barro con un cucharón de madera. Para la digestión pedí un “aromático” que me trajeron en una taza de cerámica pintada a mano, y traía trocitos de frutas y hojas de menta. Mi primo dijo que aquello parecía una “ensalada con agua caliente”, pero a mí me supo delicioso y a mi pancita le cayó fenomenal. El día siguiente era mi último día en Bogotá. Ya se había ido toda la familia, así que tenía que aprovechar el día yo sola. Me gusta mucho la compañía de personas a las que quiero, pero también disfruto mucho mis ratos de soledad; me caigo bien, vamos. Decidí visitar “Monserrate”, el cerro más conocido de Bogotá puesto que en la cima se puede apreciar una de las mejores vistas de la ciudad. Tomé el funicular para subir. Siempre me han gustado los funiculares, siento que subo como en un túnel hacia otra dimensión, hacia un lugar lejos del bullicio urbano, donde uno de da cuenta de la prisa que tenemos en nuestra propia vida, y donde tenemos la oportunidad de hacer una pausa y reflexionar… Llegué a la cima. El aire era fresco, húmedo y una enorme nube gris amenazaba en el horizonte. No importaba, yo estaba ahí, a más de 3 mil metros de altitud, admirando la ciudad y sin nada más que hacer que disfrutarlo. En uno de los puestos de artesanías me bebí un té de coca. El sabor es algo amargo y terroso, parecido al té rojo. No sé qué efectos tenga, pero yo lo sentí bastante reconfortante. Entré también a la iglesia de “Nuestro Señor de Monserrate” y lo que más me llamó la atención fueron las placas que ponen los fieles como agradecimiento a los favores recibidos. Los había desde agradeciendo un buen resultado en una operación hasta el que agradecía por los papeles de residencia en Estados Unidos o el lugar para el niño en el
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colegio. Ver estas cosas siempre me causa algo de ternura, hay entre todas esas palabras, algo de inocencia que no vemos en cualquier parte. El tramo de bajada lo hice en el teleférico (el funicular es como un tren que va subiendo por unas vías, y el teleférico es la cabina que va colgada del cable), y luego me dirigí a la Quinta de Bolívar, que es una Casa-Museo donde vivió el libertador después de conseguir la independencia de Colombia (y varios países más). Tengo que destacar la música que escuchaba el chofer del taxi en el que regresé al hotel. Era música cristianaguapachosa, que me provocaba entre sorpresa y risa. Nunca había escuchado “la palabra de Dios” al ritmo de cumbia. Si tienen curiosidad, pueden buscar en YouTube a “Los Hijos del Rey”, que es uno de los grupos más famosos de ese tipo de música. Así acabó mi visita a Bogotá, que la verdad es que me dejó muy buen sabor de boca (a arequipe y patacones, específicamente). Me quedo con la sonrisa de su gente, con el musical “sí señora” y con la idea de la frase que ahora tienen para promocionar el turismo en Colombia: “EN COLOMBIA, EL RIESGO ES… QUE TE QUIERAS QUEDAR”.
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Rincones para perderse por el nordeste de Brasil Xavier Flotats Tomasa
En el año 2000 comienza mi idilio particular con Sudamérica y, en concreto, con Brasil. Aún así, y aprovechando que me encontraba viajando por Argentina en el 2007, no fue hasta este año cuando visité su joya natural más preciada como son las célebres Cataratas de Iguazú, en el Estado de Paraná, que minimizan sin dudarlo a las Cataratas del Niágara en Canadá. Describir el embrujo y la fascinación de Brasil es difícil pues si sus contrastes naturales son camaleónicos sus gentes aún lo son mucho más pues aunque la influencia portuguesa se deja notar muchísimo, también absorbe influencias de raíz indígena, africana, europea y asiática. O sea, multiculturalismo en pleno siglo veintiuno. Además en el país se ha desarrollado una cultura diaria difícil de describir ya que se mueve entre la alegría de vivir, cierta indolencia, la picaresca o la melancolía. Palabras o expresiones propias de su vocabulario como batendo um papo (perder el tiempo), el jeintinho (recurrir siempre en busca de algún chollo para seguir adelante) o la saudade (como una especie de melancolía) reflejan esta idea. Y no es de extrañar, ya que es el quinto país más grande del mundo y tiene una costa que abarca casi 7400 quilómetros. Es por esa razón que decidí descubrir en mi primer viaje únicamente el litoral del Nordeste brasileño que va desde el Estado de Bahía hasta el Estado de Rio Grande do Norte, pasando por los Estados de Alagoas y Pernambuco. Visitaría cuatro de los nueve Estados que forman parte del Nordeste brasileño y me olvidaría del resto del litoral y de todo el sertao, que es aquí como se conoce el interior del nordeste azotado por las sequías. Esto da una idea de la inmensidad del Nordeste y por ende de la inmensidad de Brasil, un país
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que ofrece desde playas paradisíacas al agreste interior o desde ciudades muy pobladas como Sao Paulo o Rio de Janeiro, con once y siete millones de habitantes respectivamente, a zonas prácticamente deshabitadas como el Pantanal o la Amazonia. ESTADO DE BAHÍA. Falta un mes para partir y me voy familiarizado con la cultura brasileña a través de libros y guías de viajes. He diseñando el itinerario sin muchas ataduras y sin darme cuenta estoy ya en el avión cruzando el charco rumbo a Salvador de Bahía, capital del Estado de Bahía, conocida por ser la ciudad racialmente más negra de Brasil y que aún conserva intacta sus raíces africanas. Muestra de ello son por ejemplo el candomblé, (un culto afrobrasileño de raíz yoruba en honor de los orixás -espíritus o dioses-) la capoeira, (un arte marcial originario de los esclavos brasileños para combatir a sus amos) el afoxé (música relacionada con el candomblé) o los acarajés (típicos buñuelos en aceite de palma). Además esta ciudad ofrece una activa vida cultural y una arquitectura colonial bien conservada sin olvidar la cercanía de sus playas tropicales dónde se rinde culto al cuerpo y a la sensualidad hasta el límite; de hecho esta es la imagen que cualquier turista tiene a priori del país. La visita de Salvador de Bahía (por cierto, capital del Brasil colonial desde 1549 hasta 1763), dejando las playas aparte, básicamente se centra en el turístico barrio del Pelourinho, en la Cidade Alta. Se declaró Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1985 y está repleto de iglesias, arquitectura colonial y escuelas de capoeira, música o danza. Mi recomendación no sigue un guión preestablecido sino que es simplemente perderse por sus estrechas y adoquinadas calles sin más, charlar con sus habitantes, curiosear en sus tiendas o escuelas de baile y asistir a algún espectáculo cultural. Aunque en el Pelo se hace notar la presencia de la Policía Turística es recomendable estar siempre atento pues la inseguridad en las grandes ciudades brasileñas está al orden del día.
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En la Cidade Baixa vale la pena entrar en el Mercado Modelo repleto de comercios y vendedores ambulantes que venden artesanías y recuerdos de Bahía. Las denominadas fitas de la Iglesia de Nuestra Señora de Bonfim son el más típico de los recuerdos bahianos: se trata de unas cintas de colores que se atan a la muñeca con tres nudos que representan tres deseos que se cumplirán, dice la tradición, sólo en el caso que la cinta caiga por sí misma, por lo que el visitante contrae como una especie de vínculo no sólo con Salvador de Bahía en particular sino con el Estado de Bahía en general. De las playas de la sensual Bahía, como llaman sus habitantes a Salvador, y donde acuden en masa para ver y ser vistos, cosa lógica en una cultura tan visual como es la brasileña, destacaría las que se encuentran fuera de la ciudad como Piatá, Itapuá, Stella Maris y Flamengo. En Salvador sólo visité la Praia Porto de Barra, ya que se encontraba en el barrio de Barra cerca del Pelourinho; de hecho me pareció demasiado turística por lo que vale la pena montarse en un autobús costero para ir a playas algo más alejadas en busca de vibraciones más auténticas. Sin embargo mi particular paraíso durante mi recorrido por el litoral bahiano lo encontré en Morro de Sao Paulo, al sur de Salvador de Bahía, con una belleza que me hipnotizó nada más cruzar la puerta de la fortaleza que lo protege. Este pueblecito no tiene tráfico a motor, sus “calles” son de arena y está rodeado por cuatro playas con aguas cristalinas poco profundas. Cuando más alejada es la playa más salvaje es su belleza, así que al llegar a Cuarta Praia te quedas boquiabierto. No faltan ni alojamientos ni tiendas ni restaurantes y a decir verdad aquí los días no tienen fin. Así, durante el día uno puede pasear o tomar el sol en la playa degustando una caipirinha (cachaza con lima machacada, azúcar y hielo) o una caipirosca (se sustituye la cachaza por el vodka y el resto es igual); ir de excursión a Gamboa, el siguiente pueblo al lado del río; comer pescado fresco a precios increíbles en algún restaurante; bucear o
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hacer snorkeling en sus aguas cristalinas o asistir al ritual diario de ver la puesta de sol desde arriba la fortaleza. De noche, en las terrazas se ve la vida pasar sin prisas y se organizan fiestas al son de los tambores en la Segunda Praia, por lo que no es recomendable alojarse en esta Praia a menos que se tenga muchas ganas de fiesta. Mi percepción fue que el lugar destilaba un aire ciertamente bohemio en el año 2000 y a fecha de hoy no sé si el turismo habrá hecho migas este lugar tan mágico. Aún así recomiendo el lugar por su belleza tan especial y por su relativa cercanía a Salvador de Bahía, unas dos horas en barco ó unos veinte minutos en avión. ESTADO DE ALAGOAS. En mi viaje hacía el Estado de Pernambuco decidía pasar por casualidad tres días en Maceió, la capital del Estado de Alagoas, para disfrutar de otro Brasil aún desconocido por muchos viajeros extranjeros. Y no me defraudó en absoluto pues sus playas idílicas rodeadas de cocoteros estaban casi desiertas, sin agobios ni aglomeraciones. De hecho los pocos turistas que encontré eran brasileños, que reconocían estas playas como las más bellas de todo Brasil, sobre todo las situadas al norte de la ciudad como por ejemplo Garça Torta, Pratagi, Jacarecica o Riacho Doce. En estas y otras playas aún más recónditas de este Estado es posible todavía pasear, conversar con los pescadores o tomar el sol viendo pasar las jandadas, típicas balsas o veleros de madera, sin ruidos ni masificaciones. Una gozada. Maceió en sí también me sorprendió aunque menos que sus increíbles playas. Es una ciudad relativamente pequeña, unos 800.000 habitantes, pero su calidad de vida es envidiable ¿por qué? Pues es una ciudad moderna, limpia, relativamente segura para los standarts brasileños, con una gastronomía excelente a precios razonables y por sus paseos sin fin asomándote al Océano Atlántico. Y estos activos se veían reflejados en sus habitantes, que durante el día siempre
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estaban paseando o haciendo footing, y al caer la noche salían a cenar o bailar forró. En conclusión diría que este Estado fue una grata sorpresa para mí tanto por sus playas salvajes como por sus amables habitantes. Por esta razón animo a los viajeros con curiosidad a que lo visiten juntamente con el vecino Estado de Sergipe ya que ambos no están incluidos en los circuitos turísticos al uso que los tour-operadores proponen para el noreste brasileño. ESTADO DE PERNAMBUCO. Un poco más de ocho millones de habitantes pueblan este turístico Estado de capital Recife y con un sello de identidad muy personal, el frevo, que es la música popular de ritmo rápido originaria de Pernambuco. Recife y Olinda al norte fueron las dos ciudades que visité pero que no recomendaría para perderse por falta de encanto. Recife me pareció una ciudad bastante caótica y únicamente destacaría la vida nocturna en Recife Antigo y la playa de Boa Viagem, aunque el turismo masificado por un lado y la suciedad de las aguas por el otro les resta todo su encanto. Olinda también me decepcionó pues a diferencia del barrio del Pelourinho en Salvador de Bahía, que estaba siendo restaurando y se notaba muy cuidado, aquí la ciudad estaba en franco deterioro. Es cierto que su Carnaval es muy famoso pero en agosto, que es cuando la visité, la ciudad estaba como adormecida y particularmente me transmitió cierta inseguridad y dejadez. Aún así, seguí las recomendaciones de alojarme en Olinda y visitar Recife durante el día. Ojalá a día de hoy ambas ciudades hayan mejorado y transmitan otras ondas. Así que me dirigí en bus a Porto de Galinhas, aproximadamente unos sesenta quilómetros al sur de Recife, en busca como siempre de energía y vibraciones positivas. Porto de Galinhas (“puerto de pollos” traducido literalmente, debido a que una vez abolida la esclavitud se continuó
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recibiendo a esclavos ilegalmente denominados galinhas) es un pueblo costero situado en una bahía rodeada de palmeras y manglares, y donde en sus aguas oceánicas se forman unas piscinas naturales absolutamente cristalinas que son ideales para practicar el snorkeling. Esta actividad, saborear la atmósfera bohemia del pueblo y probar sus cangrejos frescos en un chiringuito de playa a precios irrisorios son aún su mejor carta de presentación. Y por si algún lector está interesado en aprender a surfear, le recomiendo Praia de Maracaípe, tres quilómetros más allá. Por fin encontré el lugar que buscaba en el Estado de Pernambuco. Sí. Aunque sin estar físicamente en un lugar uno no puede transmitir su atmósfera, es cierto que en todas las conversaciones que tuve con los autóctonos se me animaba a visitar el archipiélago de Fernando de Noronha, un auténtico paraíso terrenal a una hora en avión desde Recife. Sé que me encontraría con buen clima, aguas turquesas, playas desiertas, fauna marina, actividades de buceo y cayac, etc. Por ese motivo era un Parque Nacional protegido y se restringía su acceso a un número limitado de visitantes. Tomé buena nota de ello como asignatura pendiente para mi próximo viaje al noreste brasileño junto con Jericoacoara o Canoa Quebrada que están situados un poco más al norte, en el Estado de Ceará. ESTADO DE RIO GRANDE DO NORTE. Reconozco que su capital, Natal, me gustó mucho más de lo que podía llegar a imaginar por el simple hecho de tratarse de una ciudad. Es muy extensa en dimensión aunque tiene menos de un millón de habitantes que presumen de unos activos formidables como son: el poseer un clima soleado durante todo el año (por eso se la conoce como la “cidade do sol”); el gozar del aire más puro de todo el continente según diversos estudios elaborados por la Nasa; la infinidad de playas y dunas que se encuentran por todo su litoral; el tener una de las fortalezas más bonitas de todo la costa brasileña, el histórico Forte dos Reis Magos y, sólo faltaría, mucha animación nocturna. Y, además, en diciembre se celebra el conocido Carnatal, el
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Carnaval con temporada.
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celebrados
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Aunque tampoco me perdería por Natal más de tres días, es cierto que recomendaría una excursión en buggy por las dunas y playas que lo rodean, no sin antes saborear un día de playa en la turística Praia de Ponta Negra, al sur de la ciudad, con sus casi tres quilómetros de arena con una enorme duna al final llamada Morro da Careca, y donde hay desde partidos de fútbol improvisados a restaurantes, hoteles, vendedores ambulantes de todo lo imaginable y cuerpos sensuales para ser vistos expuestos al sol. En cuanto a la excursión en buggy es fantástica y el corazón se te dispara de pulsaciones mientras los buggeiros casi ni se inmutan. Se puede contratar la excursión de un día o por varios días, ya que es posible llegar en buggy hasta Fortaleza, la capital del Estado de Ceará, que dista casi 800 quilómetros a través del litoral. En mi caso contraté la excursión por un solo día junto a otros viajeros para llegar a las inmensas dunas de Genipabú, un lugar de belleza indescriptible: sol, dunas, playas, buggies etc. Es una experiencia única para los sentidos y si además hay buena conexión con el resto de los pasajeros del buggy, como a mí me sucedió, la excursión se convierte en una fiesta total: risas, música y bailes entre las dunas, compartir unas caipirinhas, emoción sin límite…el corazón latiendo de forma incesante. Pura vida. En definitiva es evidente que Natal es un destino turístico masivo de primer orden y sus entornos están creciendo a unos ritmos frenéticos. Actualmente la especulación inmobiliaria y el auge de los buggeiros (conductores de buggies) que proponen excursiones por la costa están destruyendo lentamente su aún fantástico litoral. Pero sin duda la localidad de Praia da Pipa, a unas dos horas en bus desde Natal, atrapó mi corazón nada más llegar y ya me quedé hasta agotar mis días en Brasil antes de regresar a
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España. Su onda no puede ser mejor ya que sus 3000 habitantes viven de forma bohemia y relajada en medio de un entorno natural inigualable al que se puede fácilmente llegar andando desde sus casas. Y es que en Pipa, que es como sus autóctonos la conocen, la sensualidad se encuentra incluso en los nombres de las playas: la más cercana se llama Praia do Amor. Existen también otras playas sin fin protegidas por acantilados y otras donde en sus aguas impolutas viven delfines con los que todavía es posible bañarse de forma natural, como por ejemplo en la Praia dos Golfinhos. De hecho una mañana antes de tomar el desayuno en la terraza con vistas al mar de mi pousada, salí a correr para ver el amanecer. Ya de regreso vi a los delfines y no pude resistir la tentación de irme a nadar con ellos dentro el mar por un buen rato, fue una gozada única. Pipa también se animaba, y mucho, de noche. Es verdad que la diversión destilaba un aire de sosiego al igual que el día pero nunca parecía tener fin. Y es que la siesta diaria ayudaba a tener la energía suficiente para aguardar despiertos hasta la salida del sol. Nunca dejaría Pipa y aunque es el último lugar que os he recomendado del Nordeste brasileño sería el primero por el que sin duda me perdería. Ya. OTROS SUEÑOS: Mi viaje y mis recomendaciones por el momento tocaron fin; sin embargo a la espera está otro viaje para descubrir algunos rincones que dejé de visitar por muchas razones pero básicamente por falta de tiempo. Lugares como el archipiélago de Fernando de Noronha, en el Estado de Pernambuco, o pueblecitos como Canoa Quebrada y Jericoacoara en el Estado de Ceará ubicado en el extremo nordeste, me evocan otros paraísos soñados por el nordeste brasileño que espero les pueda contar en un futuro no muy lejano. Hasta pronto viajeros
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Estambul Ricardo Martínez-Conde
“Perpetuum mobile”: Estambul Lo que pasó ya falta; lo futuro/aún no se vive; lo que está presente/ no está porque es su esencia el movimiento (Gabriel Bocángel) He aquí, se dice el viajero, que hemos llegado al gran mercado, al movimiento perpetuo, y, sin embargo, a un espacio bien coordinado dentro de sí, con un equilibrio propio y fecundo. De una parte, observa el viajero, hay un orden establecido que no es fácil saber quién lo dicta, salvo el hábito o la costumbre o un instinto propio que pone en movimiento esta intrincada y efectiva maquinaria cada amanecer. ¿Es el canto temprano del muecín con su primera llamada a la oración? ¿Tal vez son los pescadores que están ya, al abrir el día, proponiendo su versión del cuadro de las lanzas (horizontales) sobre el puente Gálata, exhibiendo sus cañas en espera del escaso del fruto que les pueda propiciar el Mármara en sus recovecos? ¿Acaso es el hombre taciturno que acomoda con esmero sus productos, ya sea en la tienda o en un soporte cualquiera que le sirva de mostrador sobre la acera? Y qué decir del trajín de los barcos entre una y otra orilla (“Asia a un lado, al otro Europa”), del inacabable latir del mar… Todo el fluir de esta vieja y delicada ciudad se establece sobre ese movimiento perpetuo: en un momento dado alguien reza, inclinado sobre su oración, en el hermosísimo interior de la mezquita Rüstem Pasha, o sonríe al hombre del té que transporta su deliciosa balanza ocupada en responder a las solicitudes, o apresura el paso para acceder al tren cremallera (pasa por ser el más antiguo del mundo) que,
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desde Karaköy, le deje al inicio de esa calle-río que es Istiklal Y el viajero, seducido por el ritmo giróvago de las horas, cede su curiosidad –su voluntad- a todo lo nuevo y así se le ofrece bien pronto la rica perspectiva de las mezquitas con su perfil de juguete (como pompas de jabón, escribe Forbes), el abigarrado caserío pegado a las laderas, el chapoteo incesante de las olas esquivas contra los muelles en Eminönü, no lejos de la elegante estación a donde arribaba el Orient Express… Es curioso: en la permanencia todavía como testigo mudo de los restos de la antigua muralla romana, aquí, en Estambul, todo es fusión (con su aquel de ficción) que conforma una panorámica activa, despierta, convocante. Lo cual propicia, como complementario, la necesidad de sosiego. Y para ello están las cuidadas márgenes marítimas, los grandes espacios abiertos al paseo demorado, a la charla y la concordia (entre Santa Sofía y la mezquita Ahmet), o los jardines de Topkapi y sus grandes árboles donde una tarde, en la compañía de un té servido a la vieja usanza, oí reír a una mujer como pocas veces podrá darse: era como si riera el mar, como si lo hiciesen todas las hojas de la arboleda. Era una sonrisa contagiosa, primigenia. Lo que me trajo al recuerdo el lánguido poema árabe: “Eres tan dulce que tu saliva sería suficiente para endulzar el mar” El caso es que, a pesar de la presencia de sus indudables atributos, esta ciudad no es exactamente una representación de lo árabe; es algo distinto, una transición, un puente donde distintas culturas se juntan, donde distintas estéticas –también anejos continentes- se dan la mano para ofrecer su rasgo distintivo, único. Otra parte que llama al sosiego está en esas pequeñas superficies acotadas, los elegantes cementerios incrustados entre los edificios, en distintos rincones, con sus orantes lápidas erguidas, piedras simbólicas que ya pretenden el cielo (o el paraíso) Y aún tendrá ocasión el viajero de reposar el ánimo y ordenar sus emociones en la sencillez del cielo, tantas veces adornado de gaviotas, o admirando la ondulada perspectiva, paciente, de un caserío extendido hasta la
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lejanía. Incluso en el interior del Bazar egipcio, el de las especias, cuyo orden y colorido semejan establecer el orden de la Historia y los caminos que las trajeron hasta aquí; ahí diría que también es posible una cierta forma de sosiego, por el código establecido que le guarda. Para percibir y distinguir solo importa que se cumpla la premisa del buen caminante: avivar la curiosidad, propiciar el respeto, aceptar lo distinto. Estambul, nudo de culturas y lugar de paso a lo largo de la vieja Historia, cruce de civilizaciones, hoy parece haber adoptado a todos sus dominadores (incluso los nuevos e incómodos turistas) con la conciencia del que acoge. Por eso es difícil sentirse extraño entre su gente, ya que su actitud es, por lo general, receptiva. Lo cual implica el que, al modo de un cuerpo vivo, también su perfil urbano no esté exento de emociones; y aquí cabría rememorar la frase de Valery: “hay fachadas que sonríen, otras que lloran, otras que están, sencillamente, tristes…” Dicho de otro modo, rasgos de sentimiento humanizan este espacio urbano; ¡y cómo pretender eludir las emociones sin menoscabo de su dignidad! Aquí se aprecian, son patentes, orgullo y dignidad. En ellos está implícito el significado: actividad y sosiego, rezo y trueque; la confluencia de contrarios (¿de complementarios?), el contraste como ejercicio vital. Estambul tiene delante –tal es su axioma- el mar como paisaje, como atributo en su historia. Un mar que expresa cada día un rostro distinto pero siempre vinculando las gentes como nexo de familiaridad, acunando el atraque y partida de los barcos, el trasiego humano entre orillas (¿Es verdad, tal como cuenta Pamuk, que en un tiempo algunos barcos tenían chimenea móvil para poder salvar la escasa altura que ofrece el puente Gálata?) Es de señalar en esta ciudad viva el ritmo propiciado por los rezos. ¿No es, también, el muecín con su canto que resuena desde el afilado alminar –a veces un canto coral en el cielo marino- quien dicta el recogimiento cuando las luces de ese mismo día se desvanecen en el cielo? Cinco convocatorias al
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rezo, según el precepto coránico, que tienen su representación gráfica en tan numerosas cúpulas: sólidamente pacientes, femeninas, acogedoras, al modo cómo el profeta trazó en Medina el diseño de su humilde casa, con un patio sombreado para la reunión y un interior silencioso de recogimiento. Libres del nutrido caserío semejarían grandes jaimas de piedra. ¿Y cuántas mezquitas hay en Estambul? Se dice que, solo de la mano del gran arquitecto Sinan –el armenio secuestrado y luego convertido- hay más de veinte. Al fin, comercio y religión, el “Ora et labora” benedictino hecho comportamiento callejero. He aquí un signo de identidad distintivo del Mediterráneo: recuérdese que sus orillas concentran, no en vano, el mayor porcentaje de símbolos arquitectónicos, religiosos y civiles, que son reconocidos como Patrimonio de la Humanidad.(Lo cierto es que en el espacio del Mare Nostrum uno se siente dentro de algo, perteneciente a algo; una cultura material y religiosa define los rasgos del comportamiento humano, que son percibidos aquí como paisaje, sin estridentes exclusiones) Tal vez por eso en Estambul es fácil acceder a una cierta invitación, a dejarse ir. Pasado el puente Gálata y su símbolo en la ladera -esa torre icono redonda, esbelta, que ha sido faro y cárcel a lo largo del tiempo- podremos acceder a la gran plaza Taksim; para ello habremos de recorrer ese reguero humanizado, de perpetua corriente, que es la peatonal calle Istiklal. Allí es el fluir incesante, arriba y abajo, de hombres y mujeres que, libres del incómodo tráfico, charlan, ríen, compran, observan, esperan. Del otro lado del puente sin embargo, allí donde recalaba el mítico Orient Express (a la vera de los grandes árboles de Topkapi y su palacio, ‘la más bella colina’ a decir de Lamartin,) está la Estambul monumental, la que físicamente representa ese cuerno (¿de rinoceronte?) de oro, tal como fue conocida un día. Aquí nos espera la mezquita-museo de Santa Sofía, antigua iglesia cristiana que elevó al cielo el milagro de su cúpula –no lejos, a mi entender, estarían el ejemplo del Panteón romano y, desde luego, la Rotonda en Salónica- Este
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lugar sagrado, a pesar de la aglomeración desordenada de visitantes, sigue invitando a una forma de oración, de advocación, de trascendencia; ¡qué gran espacio aéreo lleno de sustancia, de código vinculante y secreto! Y cerca de ella, al otro extremo de la amplia plaza ajardinada, la mezquita del sultán Ahmet, con su aire interior teñido de color azul, reflejo de su bella decoración (dicen que como expiación de sus muchos pecados; ahora bien, ¿y por qué el color azul?) A su sombra, el bazar que la proveía con sus impuestos derivados del comercio; y en el espacio no muy extenso de éste el pequeño museo del mosaico, tan discreto como revelador. Al poco, calle abajo, el Gran Bazar, inacabable arco iris domeñado por elegantes galerías donde se ofertan un sinfín de productos -y colores- tantos como el omnívoro comprador pueda desear. Por fin, en un lateral de la citada plaza, hallamos ese secreto a oscuras que es la Cisternabasílica, jardín de columnas de piedra, que, bajo tierra, siguen aprovechando el agua de lluvia como provisión. Un bosque animado por el goteo permanente donde, como curiosidad, la medusa –un símbolo de inacababilidadinvertida sostiene una de las grandes columnas. No lejos, también, espera la mezquita de Suleymán, la más grande, con esa geometría dulce, armonizada, trasunto en su interior de los bienes del paraíso que esperan al buen musulmán. Es curioso cómo esta religión tan propensa a la expresión, esta civilización tan adicta a la palabra ha sabido representar en los volúmenes femeninos de las mezquitas el contenido de su fe, y en las innumerables tiendas su vínculo material, su propensión a la vida. No quisiera dejar de señalar, en fin, a modo de código representativo, arquitectónico, cómo hay dos ejemplos simbólicos en Estambul (antes Bizancio) de lo que han sido las dos culturas-religiones que allí se sucedieron. Uno, el de la iglesia ortodoxa, representada por la iglesia-museo de Kariyé: la sobriedad de su estructura propicia una devoción terrena, y divina la que deriva de sus elegantes mosaicos, del
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susurrado discurso que emana de sus figuras El otro símbolo sería la mezquita de Rüstem Pasha, obra del memorable Sinán. Pocos lugares, créanme, tan próximos a ese paraíso en la tierra –tal como su religión promete- gracias a la atmósfera delicada que reflejan sus hermosísimos azulejos de Iznik. Aquí, sin figuras humanas, es una cierta estética del silencio la que infunde el recogimiento, la que suscita el rezo.
El caso es que Estambul no es una ciudad para enumerar sino para discurrir por ella, para asimilar como escenario, como actitud. Es algo instintivo el sentirse vinculado; su ambiente propicia una forma de relación. (Aquí la Historia es real, o, tal como diría la profesora ateniense Georgia Iona, una herencia asumida, que es el mejor modo de transferencia de una cultura,) Sus calles, su ‘comportamiento’, emanan un aliento permanente, un democrático reclamo a través de la palabra. Siendo, como es, propicia al gesto, a la cortesía, todo invita a delegar de sí: mirar, pasear, comprar, escuchar, observar…, siempre en ese blando movimiento al que aluden la ausencia de gritos, el bullir del mar. Al fin, el viejo mundo mediterráneo, vínculo ancestral, centro y origen de la expresión del hombre: como sueño, como realidad material, como religión, como cultura.
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Cruzando el Cocibolca Roberto Bennett
Era una mañana de cielo luminoso y aire fresco cuando partimos de Managua, en un castigado Land Rover del gobierno nicaragüense. Íbamos en dirección al noreste, bordeando el lago que da nombre a la capital, también llamado Xolotlán, rumbo a la ciudad de Juigalpa. Ansiaba ver paisajes de belleza tropical insospechada, de esos que luego añorarás mientras vivas. En cambio, al atravesar los arrabales de Managua, surgieron barrios de una pobreza extrema, con casas desbaratadas y niños andrajosos y desnutridos que corrían junto a perros flacos detrás del todoterreno, gritando y ofertando con ansiedad varios productos para la venta: mazorcas de maíz, botellas de agua mineral, frutas y verduras. Al avanzar por la carretera, la ciudad fue quedando atrás. De repente me encontré con campos semiáridos y llanos, ganado escuálido, enormes basurales al borde del camino y más gente miserable que malvivía en casuchas de madera, chapa y cartón. La dureza de ese escenario me dolió profundamente y trajo a mi memoria fotos y películas que había visto sobre la terrible pobreza de África. Anocheciendo, a eso de las 7:30 de la tarde, entramos cansinos y sudorosos en Juigalpa por una estrecha carretera en reparaciones y muy bacheada, esquivando máquinas moto-niveladoras y grandes zanjas abiertas por la erosión de la tierra. Vimos gente por todas partes, envueltos en nubes de polvo que levantaban los autobuses y camiones que circulaban por la ruta. Juigalpa, junto con Boaco, son las dos poblaciones más importantes de la zona ganadera y lechera nicaragüense. Ninguna de las dos puede catalogarse como atractiva. Quizás con la excepción de algunas callejuelas, que a pesar de estar agujereadas por las lluvias, guardan un cierto aire del pasado esplendor colonial. Toda Juigalpa me
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pareció un gran mercado, con puestos de venta en las esquinas y gente caminando por las calles a toda hora. La reunión con las autoridades de ese municipio fue cordial y distendida. Tratamos temas turísticos y urbanísticos e inventariamos todos sus proyectos hechos y por hacer. Los préstamos de organismos internacionales dependían de ello. Luego nos ofrecieron una cena improvisada, allí mismo en la sala de juntas, servida por los propios funcionarios municipales. El menú fue frugal, sencillo, muy poco variado pero la bonhomía de mis anfitriones, la abundante cerveza y el ron hicieron que pareciese una fiesta. Nos alojaron en un hotelito humilde, con pocas habitaciones, llamado La Quinta. Ubicado frente al único centro médico de la ciudad y sobre una de las arterias principales, que registraba un intenso y ruidoso tránsito circulatorio. Por suerte, mi pieza daba al fondo, al final de una larga escalera, donde estaban los cuartos que tenían aire acondicionado, lejos del bullicio callejero. La habitación era limpia pero diminuta, casi claustrofóbica, iluminada por una solitaria bombilla que colgaba del techo y con un pequeño ventanuco en lo alto de una esquina. Por algún motivo extraño, las paredes estaban pintadas de color rojo intenso, lo que producía una sensación “burdelesca infernal” y era francamente difícil reposar allí. Abrí el postigo del baño para que se filtrara algo de luz natural y encendí el aire acondicionado, luego de estampar varios mosquitos contra esas paredes coloradas, donde las manchas de sangre se disimulaban mejor. A pesar de todo ello, logré dormir cuatro horas, hasta que mis colegas golpearon a mi puerta. El amanecer en Juigalpa trajo un esplendoroso paisaje de bruma en las serranías que mejoró mi humor. El sol enrojecía la tierra y absorto contemplé una visión exuberante de espigadas palmeras y grandes árboles cubiertos por la tenue neblina. Desayunamos café con leche, pan tostado y queso fresco, en el único bar que estaba abierto a esa hora temprana. Luego, nos pusimos en marcha y siguiendo la pista hacia Puerto Díaz y el lago Cocibolca, fuimos descendiendo
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rumbo a las llanuras. Descubriendo largas extensiones de sabana, donde se encuentran las haciendas ganaderas más productivas del país. Tres horas más tarde llegamos a la costa y entramos en la población, por llamarla de algún modo, de Puerto Díaz. Al acercarnos a la orilla, vislumbré una hilera de pequeños lanchones de madera, con sus velas plegadas. Había actividad a esa hora en el puerto. Los hombres abrían los pescados frescos en canal sobre unas tablas de madera y un ejemplar grande aún coleaba en el fondo de una canoa. Las mujeres oreaban pescaditos plateados bajo unos toldos de colores y niños descargaban al hombro los cachos de bananas. Me intrigaba aquel mundo primitivo, del que nosotros, viajeros procedentes del extremo austral del continente americano, conocemos tan poco. Y por todos lados se sentía la presencia de la selva, ahora mucho más cercana. Un caminante curioso observa sin pudor cuanto sucede a su alrededor y al mismo tiempo, sin querer, se implica, se estremece, se sorprende y participa con interés de los hechos que le rodean. Asumiéndolos a veces como propios, mientras su otro yo mira asombrado ante el repentino cambio de actitud. Nos detuvimos junto a un rancho que servía de comedor y al bajar del polvoriento y caluroso Land Rover, sufrimos la primera decepción. El representante del gobierno en aquella aldea vino a saludarnos y de sopetón nos informó que la lancha rápida que debía transportarnos al otro lado del lago, para seguir nuestro viaje rumbo a Granada y Masaya, no había llegado. Según le habían dicho por radio, estaba averiada y no podría venir a buscarnos. La única alternativa que nos podía ofrecer era una pequeña chalupa de madera, con motor fueraborda, que usaban para comunicarse con los poblados vecinos. La disyuntiva era clara, arriesgarse en una lanchita a cruzar un lago ancho como un mar o volver sobre nuestros pasos, recorriendo nuevamente los caminos de tierra y serranía hasta llegar, muchas horas más tarde y tras bordear el inmenso lago, a la ciudad de Granada, seguramente en horas de la madrugada.
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–Sería un viaje larguísimo y muy cansador,– dijo mi acompañante Aurelio y su colega Rosendo asintió con la cabeza. Hay momentos en la vida cuando te das cuenta de tu escaso valor ante las adversidades. Podrás engañar a los demás pero tú conoces el terror que sientes al encontrarte frente a un peligro que nunca imaginaste. En ese momento, el instinto de preservación aconseja que te rindas y no sigas adelante. “Da un paso atrás”, te dice temeroso. Pero ese es el momento en que debes sobreponerte y vencer tus inseguridades interiores. Instante en el cual debes decirte que hay que continuar. Luego, con el paso de los años, seguramente descubrirás que ese fue de uno de los mejores episodios de tu rutinaria existencia. Contemplando la inmensidad de aquel lago de aguas inciertas, de color verdoso oscuro y orillas lejanas e invisibles, desconfiando de la navegabilidad de aquella pequeña embarcación, confieso que estuve tentado de negarme a subir, prefiriendo la larga vuelta en la seguridad del vetusto todoterreno, por más caminos sinuosos y polvorientos que se nos presentasen. Pero pensé que nunca me lo perdonaría y que por fin estaba ante una situación límite, donde había que actuar con la mayor de las inconsciencias. No era valor lo que me llevaba a aceptar algo así, sino más bien una necesidad extraña y morbosa que a veces nos obliga a intentar dominar nuestro miedo a lo desconocido y a los peligros por venir. Junto a nosotros se había congregado una cantidad importante de pobladores del puerto. Curiosos por saber qué hacíamos allí y comprensivos ante nuestro dilema. Murmuraban en voz baja entre ellos y a veces sonreían. Todos mostraban interés pero en una forma discreta y reservada, aunque para nada distante. Los indígenas nicaragüenses son gente cálida y amable, un pueblo sufrido y valiente que lucha día a día por sobrevivir, a veces en condiciones casi infrahumanas. Me acerqué a una india
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mayor, gorda y canosa, que sentada en el suelo de tierra manipulaba con destreza e increíble rapidez unas varitas de mimbre, fabricando una cesta de boca ancha. –¿Cuánto cuesta? –pregunté interesado. Ella primero me miró en silencio, muy seria, imperturbable y luego respondió: –No es para vender, es para juntar frutas. Callé conmovido, pensando en estos hombres y mujeres que han sabido superar la tristeza, el dolor, las luchas sin victoria y la pobreza de sus vidas. Seres con una pasión irrenunciable por la dignidad y la libertad. Que han sido humillados y sin embargo sonríen, con optimismo y esperanza en el futuro, superando con su fe religiosa ancestral la desolación que les rodea. El turismo, evidentemente, aún no ha golpeado a sus puertas y la venta de recuerdos y artesanías no entra en sus planes. El lago Nicaragua o Cocibolca, como lo bautizaron los nativos Nahualt y que quiere decir “lugar de la gran serpiente”, símbolo del dios Quetzalcoalt, es el segundo más grande de América Latina. Y sigue estando tal y como lo vieron los primeros exploradores españoles. Una gran masa de agua salvaje, aún por domesticar. Vale la pena aclarar que las pocas barcazas que lo navegan tampoco han cambiado mucho desde aquel entonces. Puerto Díaz es un mísero poblado desangelado, con una única calle polvorienta y algunos humildes comercios ubicados en ranchos de madera y techos de paja y caña. De puerto, nada. Apenas un terraplén de tierra que se interna veinte metros, más o menos, dentro del enorme lago. Esto cumple la función de muelle improvisado. Hace unos años, algunos lugareños probaron su ingenio introduciendo una vieja cisterna de camión para transportar agua, pero el invento fracasó porque la cisterna, a pesar de estar vacía, no flotó y ahora descansa inclinada y semihundida sobre el fondo barroso del Cocibolca.
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Por mucho que le llamen lago, el Cocibolca es para mí un mar interior. Una equivocación de la Naturaleza, que llenó este enorme espacio de 8.157 kilómetros cuadrados en el corazón de América Central con agua dulce y lo aprisionó entre volcanes, selvas, rocas milenarias y fértiles sabanas. Como único consuelo, le permitió tener tiburones y una conexión directa al Mar Caribe, a través del río San Juan. Por donde subieron los primeros navegantes españoles y luego los corsarios que asolaron estas costas durante siglos. Mientras decidíamos los pasos a seguir, nos arrimamos a un puesto de venta de pescado y allí charlábamos animadamente sobre la pesca y las posibilidades de desarrollo turístico del puerto, cuando vimos acercarse a una pequeña embarcación con tres personas a bordo. Venían desde el sur, bordeando trabajosamente los pajonales del lago y atracaron cerca de donde estábamos conversando con el dueño de la pescadería. Al saltar a tierra, uno de los tripulantes, un muchacho nativo apenas adolescente, alzó una mano y pidió ayuda. Recién en ese momento descubrimos que había un cuarto integrante acostado en el fondo de la barca. Ante nuestros ojos se presentó entonces un cuadro trágico y truculento, digno de un cuento de Horacio Quiroga. Un indígena, de unos 16 o 17 años, yacía tumbado en el fondo de la embarcación, sujetándose con fuerza el brazo izquierdo. Vimos una mano y su antebrazo terriblemente hinchados, casi como un balón. La piel amarillenta y brillante, a punto de rasgarse por la presión. Su rostro reflejaba un dolor intenso, que soportaba estoicamente en silencio, aunque sus ojos marrones y almendrados declaraban su gran susto, impotencia y desesperación. Había sido mordido por una serpiente venenosa, mientras recolectaba plátanos cerca de su aldea. El poblado se hallaba situado a unas tres horas más abajo por la ribera del lago y el muchacho llevaba cinco horas de sufrimiento. Sus acompañantes, dos hermanos y su tío materno, le habían traído en bote hasta Puerto Díaz, con la vana esperanza de que allí alguien pudiese hacer algo por aquel desdichado. Nos acercamos a ellos y mis acompañantes
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inmediatamente ofrecieron el Land Rover como ambulancia para transportarle hasta el dispensario médico más cercano, que se hallaba ubicado precisamente en Juigalpa. A mí me pareció una solución más que aceptable y entre todos ayudamos a transportar al herido hasta el todoterreno. Le acostamos sobre el piso de metal de la parte trasera y con unos sacos de arpillera, improvisamos una almohada. Raúl López, uno de mis tres compañeros de viaje, junto con el tío de la víctima, irían con el herido hasta el centro asistencial. Este hecho fortuito y desgraciado, sellaba mi suerte. Ya no quedaba una vuelta atrás. No había más opciones abiertas. Debía ir en la embarcación y cruzar ese inmenso lago, a sabiendas de todas las inseguridades que ello acarreaba. Sin embargo, la decisión había sido tomada por mi y no puedo decir que me disgustara. Aceptaba el riesgo y el peligro, porque tenía la excusa perfecta para tal acto de irresponsabilidad. Pensé en mi esposa y mis tres hijos pero era el azar quien mandaba, como sucede casi siempre en la selva. Esa selva de Nicaragua, misteriosa y salvaje, de belleza indescriptible pero también arisca e indescifrable, que atrae sin dar nada a cambio. Similar a las orquídeas, a las cuales los dioses del Trópico decidieron quitar el perfume, para compensar por la hermosura exótica que ostentan sus flores. Súbitamente sentí que la adrenalina fluía por mi interior y una sensación de fatalismo y resignación se apoderó de mi espíritu. Estaba escrito. Cruzaría el lago. Opté por seguir adelante, pese a los signos contrarios y lo descabellado de la idea. Atravesar ese enorme mar interior en una lanchita, bajo un sol de fuego, simplemente para acortar el tiempo del viaje, rayaba con la locura. Sin ninguna garantía ni un mínimo de seguridad. Pero era nuestro destino y nada ni nadie podía cambiarlo. Así me convencí a mi mismo de lo acertado de la resolución. Lanzarnos a la travesía no tenía ni pies ni cabeza, aunque el hecho me atraía enormemente, quizá porque temía que nunca más se me presentara una oportunidad así. Desconozco la razón, pero también tuve un pálpito y supe de inmediato que íbamos a lograrlo. Cruzaríamos el lago de este
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a oeste, en una embarcación de cuatro metros de eslora, con un solo motor fueraborda y apenas un toldo para protegernos del implacable sol del mediodía. El viaje nos llevaría cuatro o cinco horas, si el viento no se levantaba y complicaba la navegación. Iríamos cinco personas a bordo: mis dos compañeros de viaje, Rosendo y Aurelio, más el dueño de la lancha, un marinero joven y yo. Desconfiado, conté los viejos salvavidas y por suerte había suficientes para todos, aunque no estaba muy seguro de que flotasen en caso de emergencia, debido a su avanzado estado de deterioro. Pensé que todo cuanto me sucediera en esa lancha sería una aventura personal inesperada, única e intransferible. Y siempre quise vivir algo así. Un episodio que sacudiera mi vida, a menudo demasiado sedentaria y me permitiera tener algún incidente inaudito para contar a mi familia y amigos. Lejos de la seguridad ficticia de una oficina y del confort artificial de un escritorio con aire acondicionado y música funcional. Una situación de peligro, riesgosa, de esas que sólo lees en libros o disfrutas en las películas, desde la cómoda protección de una oscura sala de cine. Iríamos navegando lejos de la costa, a sabiendas de que un rescate en caso de naufragio era casi imposible debido a las grandes distancias y la falta de elementos de emergencia por parte nuestra (ni un par de remos ni bengalas ni radio a bordo). Tampoco las autoridades locales contaban con equipos especializados en salvamentos náuticos, como ser lanchas rápidas, radar, etc. Todo eso sin olvidar la presencia de los tiburones que nos acecharían desde las profundidades del Cocibolca. Un extraño fatalismo comenzó a apoderarse de mi espíritu y con ello, una paz interior cercana a la más feliz de las incongruencias. Adopté una actitud de resignación total que me permitiría gozar al máximo del viaje. Quizás el triste recuerdo de aquel infeliz indígena, muriéndose rumbo al dispensario de Juigalpa, tumbado sobre el duro piso de metal del Land Rover, mientras se sacudía y saltaba entre baches y zanjas del camino, me ayudó a tomar esa actitud tan pasiva. Todo estaba escrito y predeterminado en esta tierra primitiva. Nada ni nadie podía cambiarlo ni evitarlo. Ese era el designio de unos misteriosos dioses paganos, que aún controlan el
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sino de los hombres y mujeres en las selvas y sabanas de América. Serían las 13:30 cuando zarpó finalmente la pequeña lancha desde el embarcadero de Puerto Díaz, rumbo a la otra orilla del lago. Partimos tras largas y arduas negociaciones con el dueño y patrón de la embarcación sobre el precio a pagar por el traslado. El cielo estaba despejado y era un hermoso día, muy caluroso. El bosque tropical nos miraba oscuro desde la orilla, mientras nos alejábamos de la costa de Chontales. El lago, en apariencia tranquilo, lucía vigoroso pero sin ánimo de lucha, con pocas ganas de jugarnos una mala pasada. Tras media hora de viaje, pasamos entre tres islotes volcánicos, tupidos de una selva que formaba un inexpugnable muro vegetal, paraíso de las aves y los monos que felices las habitan, sin presencia humana alguna. El lago es extraño y misterioso, y se abrió de par en par cuando dejamos atrás los tres islotes. Teníamos suerte que era un día calmo, de poco viento y aguas relativamente mansas. Yo me acomodé cerca de la proa, de frente a nuestro objetivo y me sentí como los antiguos navegantes que surcaron estas mismas aguas en busca de fortuna y un prometedor futuro, aunque muchas veces lleno de incertidumbres, peligro y muerte. Mi mente fantasiosa disfrutaba con esta situación inesperada. Quería disfrutar de todo lo que estaba viendo y viviendo pero por momentos me atormentaba el recuerdo de aquel infortunado muchacho y su casi segura muerte por causa del veneno de la serpiente. Me aterraba la impotencia que habíamos sentido todos, sin poder hacer nada para salvarle. Tanta soledad, desprotección y fragilidad para enfrentarnos a las fuerzas de la Madre Naturaleza. Una hora después de haber dejado atrás Puerto Díaz, el joven marinero, que vestía un gastado pantalón corto azul y camiseta amarilla, y estaba encargado de llevar el timón del motor fueraborda, se acercó a pedirme fuego para su cigarrillo. Uno de mis acompañantes había solicitado llevar la lancha y el indio aceptó gustoso. Charlamos un rato bajo el
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pequeño toldo que nos protegía del castigo solar. Él me habló de la historia del lago y de los tiburones que habitan en sus aguas, antes abundantes pero hoy escasos por la pesca indiscriminada de las empresas japonesas que trajo el gobierno sandinista. Me contó algunas leyendas precolombinas, de los impactantes volcanes que bordean al Cocibolca y que de tanto en tanto le hacen temblar. Y sonrió irónico cuando le pregunté si era un ex contra. –No señor, simpatizo con la gente del comandante Daniel Ortega. Entonces pregunté por la situación política de Nicaragua y él me miró fijo. Dio una pitada a su cigarrillo y continuó conversando, pero ahora con mayor cautela. –Yo no sé nada de política, no me interesa lo que sucede con el gobierno. Todos los candidatos son parecidos, prometen mucho hasta que llegan al poder. Después cambian… Para que todo siga igual… Estoy cansado de mentiras… –Aunque ahora están mejor que con Somoza, ¿o no? –No recuerdo cómo era aquello. Me fui de muy niño con mis padres a Houston. Pero seguro que sí. Allí había vivido hasta cumplir los veinte años. Luego su familia había sido deportada por la “maldita Migra gringa” y retornados a Chontales. –Me gustaría vivir seis meses aquí y seis allí, en Tejas. –Es curioso– dije yo, –uno quiere a su tierra, sin embargo, si has tenido que partir siendo muy joven, ya no puedes vivir sin la tierra que te dio techo, comida y trabajo. Cuando uno tiene que alejarse de su hogar, se convierte en un ser desubicado. No estás a gusto en tu patria, pero cuando estás fuera la extrañas que es un horror. Te quedas vacío y sin alma al partir, pero tampoco la recuperas al volver. Te vas y deseas retornar. Regresas y quieres escapar otra vez. ¿No te
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parece una situación ridícula, esta lucha eterna por encontrar nuestro lugar en el mundo…? El indio asintió con la cabeza y sonrió. –Usted lo ha dicho muy bien, señor. Rosendo Barboza, uno de mis compañeros de viaje, se acercó con aire amable y comentó que había hecho los cálculos en su GPS y nos faltaban aún tres horas y media de navegación. –¿Qué le preocupa?— preguntó al verme tan abstraído en mis pensamientos. –Pienso en aquel chico infeliz y me acongoja su destino. Pobrecito, morir así en la carretera, plenamente consciente que no tiene posibilidades de salvarse… –Sí. A esta hora ya debe estar muerto o agonizando. No creo que llegue vivo a Juigalpa. Los tres permanecimos en silencio un buen rato, observando las pequeñas olas que formaba la proa de la lancha al cortar las oscuras aguas del lago. A las cinco de la tarde, vimos en el horizonte una serie de islotes con frondosa y abundante vegetación y al fondo, ya en tierra firme, el cono semi-cubierto por nubes del volcán Mombacho. Luego, las nubes se corrieron hacia el sur y el cielo se despejó, permitiéndome fotografiar a gusto al “viejo roncador”. Gruesas gotas de sudor se deslizaban por mi frente, introduciéndose en los ojos, provocándome un intenso escozor. El sol calcinante estallaba inclemente sobre nuestras cabezas y a pesar del toldo, había que mojarse frecuentemente la cara y la nuca con agua del lago. Un inmenso paisaje se disfrutaba desde aquella pequeña embarcación, mientras avanzábamos lentamente en dirección al puerto de Piedras Pintadas. Veíamos colinas boscosas en la lejanía del horizonte y los volcanes Mombacho, Concepción y Maderas un poco más hacia la izquierda. Acercándonos a
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los islotes de lava volcánica próximos a la costa, nos cruzamos con un solitario bote a remo y sus dos tripulantes nos saludaron amistosamente con el brazo en alto. El patrón de nuestra lancha explicó que eran los hermanos Ruiz, que transportaban plátanos, mandioca y mangos a la isleta de La Ceiba. Ahora navegábamos entre islas y observábamos con interés las minúsculas aldeas de pescadores ubicadas en sus orillas. A veces se las veía abrumadas por la presencia inhóspita de tanta vegetación a su alrededor. Detrás nuestro quedaba esa masa de agua profunda e impresionante que nos había permitido, quizá por ser la primera vez, cruzar en paz… Cuatro horas y media después de haber zarpado, atracamos en un club náutico deportivo cercano a Granada. La ciudad más antigua de todo el continente americano que aún permanece donde fue fundada originalmente, en el año 1524, por Francisco Hernández de Córdoba. A pesar de haber sido asediada y saqueada numerosas veces por filibusteros tales como William Walker, hoy día conserva intacta toda su belleza y su magnífica elegancia colonial. Los representantes locales del gobierno nicaragüense me recibieron en el muelle y me hospedaron en “La Casona de los Estrada”, un pequeño hotel situado en una mansión tricentenaria, en pleno barrio histórico. Edificio de gran colorido, que hoy es una auténtica joya del patrimonio de la ciudad. Yo sólo deseaba disfrutar de una ducha caliente, un par de cervezas bien heladas, una cena frugal y una cama lo más ancha posible, para poderme estirar a gusto. El haber permanecido sentado inmóvil tantas horas en aquella pequeña embarcación, casi siempre al sol, me había hecho transpirar hasta casi deshidratarme, provocando además dolorosos calambres en ambas piernas. Por fortuna, pronto me envolvió el sueño y esa noche dormí bajo un fino mosquitero, con las ventanas bien abiertas, arrullado por el canto de los grillos y las ranas que habitaban el frondoso jardín del hotel. Al día siguiente y tras los saludos de rigor con mis nuevos anfitriones, nos encaminamos hacia el primer punto de
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encuentro. Me sentía eufórico y no entendía bien por qué. Tal vez por haber sobrevivido a la dura travesía y a las vicisitudes del viaje en aquella lancha tan precaria como mal equipada, o quizá era algo más profundo y difícil de analizar. Granada produce en el visitante una extraña sensación de estar viviendo en el pasado de nuestra América hispana. Todo en ella transmite color, sabor, señorío, placidez y amabilidad. Sus casonas, iglesias, monasterios, calles, plazas, y hasta su propia gente semejan una postal sacada de un libro de historia. Aventurarse dentro de sus patios interiores, con sus fuentes de agua cristalina que repiquetea al caer y hermosos jardines floridos, perfumados por suaves aromas tropicales, permite descubrir antiguos talleres de artesanos textiles, hábiles ceramistas o talentosos pintores. Y cualquiera de sus obras multicolores valen la pena ser adquiridas. Aquella mañana caminé por toda la ciudad, visitando monumentos y edificios históricos de alto valor cultural, que reflejan una tradición digna de ser conocida. El motivo principal de mi viaje consistía en llevar a cabo una labor de asesoramiento en gestión y planificación turística con las autoridades locales. La Granada colonial ha sido restaurada con aportes de organismos españoles e internacionales y hoy es una auténtica maravilla para el visitante. En compañía de mis compañeros granadinos recorrimos el Convento y la Iglesia de San Francisco (la más antigua de Nicaragua, fundada en el siglo XVI) con su valioso museo arqueológico precolombino, la Casa de los Leones (también llamada de los Tres Mundos), la Iglesia de la Merced, la Iglesia de Xalteva (situada en el lugar donde antes estaba ubicado el antiguo poblado indígena del mismo nombre), el Palacio Episcopal y la Catedral, ambos construidos frente a la gran plaza principal o Parque Colón. Un sol de fuego azotaba aquellas angostas callecitas adoquinadas y francamente por un momento me sentí desfallecer. Así se lo hice saber a mis colegas, que gentilmente buscaron la sombra del parque para sentarnos y beber algo fresco, antes de continuar con nuestro recorrido,
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que terminaría de nochecita en el Palacio Municipal, con una cena ofrecida por el alcalde. Mientras bebía mi refresco de frutas, observé a la gente del pueblo, en plena actividad a pesar del intenso calor reinante, extendiendo mantas coloridas bajo unos toldos que les daban sombra, desplegando sobre ellas una amplia gama de productos frescos del campo, cosechados por ellos mismos para su venta al público. A continuación, almorzamos en la misma plaza un típico y sabroso vigorón, consistente en una ensalada de repollo con yuca y chicharrones, que se degusta de aperitivo o cuando se desea comer algo ligero. Algunos niños se nos acercaron a mendigar pero había en ellos una actitud distinta a la observada en otras ciudades latinoamericanas. No registraban un signo de derrota ni resignación en sus caritas mugrientas. Para ellos, este era un modo de vida temporal, poco satisfactoria pero superable. No iban mal vestidos ni se les veía hambrientos ni desnutridos. Por momentos, interrumpían sus súplicas para corretear y jugar con los demás niños en la plaza. Luego volvían a mendigar, con una sonrisa pícara en sus rostros cobrizos. Concluí que los habitantes de esa parte del país tienen acceso a mejores condiciones de trabajo, quizá gracias a la entrada de divisas generadas por el turismo internacional que les visita. De todos modos, eran niños mendigos, que no deberían estar en las calles sino más bien en la escuela, educándose para salir de esa situación tan indigna para cualquier ser humano. Aquella noche, luego de la cena y los agasajos oficiales de rigor en el patio municipal, me retiré temprano a “La Casona de los Estrada” para descansar. Al día siguiente debíamos madrugar ya que nuestro próximo destino era la vecina ciudad de Masaya y su famoso volcán. Otro punto álgido en mi camino de inspección por los atractivos turísticos del país. Lamentablemente, las visitas a la Reserva Natural del Volcán Mombacho y la Laguna de Mecatepe, por falta de tiempo, deberían esperar a otra ocasión.
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Granada, esa auténtica perla del período colonial español, pronto quedaría atrás en nuestro veloz periplo por Nicaragua, pero su bello recuerdo aún permanece imborrable, como una reliquia viva y palpitante. Al despedirme, agradecí a mis nuevos amigos granadinos el suculento ágape que tan gentilmente me habían ofrecido en aquel bello patio municipal. Una cena plena de delicias exóticas para el paladar y perfumada con aromas tropicales procedentes de los jardines circundantes. Sin embargo, es curioso pero algo dentro de mi añoraba aquella otra comida en Juigalpa, mucho más humilde y sencilla, servida por camareros improvisados pero envuelta por la excitación que despertaba la aventura que se avecinaba al día siguiente con el cruce del Cocibolca, lugar donde habita la gran serpiente del dios Quetzalcoalt.
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Un tren de largo recorrido Salvador Robles Miras
En el mismo instante en que por la megafonía de la estación se anunciaba que el tren de largo recorrido con destino a Barcelona estaba a punto de tomar la salida, una mujer, arrastrando una maleta, subió a trompicones en el primer vagón. Tras recuperar el aliento durante unos segundos en la plataforma, se dirigió a la plaza que le correspondía. -Buenos días, por poco lo pierdo –saludó al viajero que ocupaba el asiento contiguo al suyo. -Discúlpeme –el hombre, quien estaba ensimismado en la lectura de un periódico, se incorporó para dejar paso a la recién llegada- ¿Le ayudo a dejar el equipaje? -Gracias. Es usted muy amable. Me ha costado varios minutos dar con un taxi y, luego, en el trayecto, hemos permanecido parados varios minutos, en una calle estrecha de única dirección, a causa de una furgoneta que se hallaba aparcada en doble fila. Si el tren hubiese salido a su hora, me habría quedado en tierra. -Es la primera vez que me alegro de que el tren vaya a salir con unos minutos de retraso –dijo el hombre sorprendiéndose a sí mismo, no por el contenido de sus palabras, las cuales se correspondían exactamente con lo que sentía y pensaba, sino por haber sido capaz de expresarlas. La voz de la mujer, dulce y cálida, le recordaba a la de su madre difunta, la voz de timbre más hermoso que había escuchado en su vida. Ahí radicaba la razón de su insólito arrojo verbal.
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En los segundos siguientes, el hombre se dedicó a observar de soslayo a su compañera de viaje. Aunque no era la típica mujer que llamaba la atención al primer golpe de vista, conforme la examinaba con el rabillo del ojo, el observador fue descubriendo algo inefable, algo que sólo perciben los ojos que miran más allá de las apariencias, algo que, a falta de otro nombre, llamaremos belleza. Además, su cuerpo desprendía un ligero aroma a azahar, el olor preferido del hombre. Éste, de unos cuarenta y tantos años, de pelo entrecano y complexión delgada, se frotó las manos imaginariamente. Intuía que el viaje iba a resultar muchísimo más emocionante de lo habitual. -¿Va usted a Barcelona? -No. Me bajo en Lérida –dijo la mujer. Poco le faltó a él para decir: “Qué lástima”, pero se mordió la lengua en el último momento. ¿Qué le estaba pasando? En cuanto el tren se puso en marcha, la mujer, algo más joven que su vecino de plaza, extrajo una novela de tapas duras del bolso de mano. El hombre miró de reojo la portada: “La invención de la soledad”, de Paul Auster. Aunque por un lado le complació que el gusto literario de la mujer fuese tan selecto, por el otro, le inquietó que hubiese elegido un libro de ese autor para ocupar el tiempo de tan largo viaje. Cuando Paul Auster aferra a un buen lector por los ojos, no lo suelta hasta el final. Lo sabía por experiencia. Quizá ella había escogido precisamente “La invención de la soledad” para que su virtual compañero de asiento captara, entre líneas, el significado oculto del título y obrara en consecuencia con su lectura. Quizá. Y si la intención de la mujer era leer sin más, en cuanto se zambullera en la prosa de Paul Auster, podría convertirse sin proponérselo en la viajera muda. Puestas así las cosas, el hombre, embargado por una audacia insólita en él, decidió intervenir en los acontecimientos antes de que éstos, por sí mismos, tomaran unos derroteros contrarios a sus intereses.
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-He leído casi toda la obra de este autor que ha hecho del azar su santo y seña –dijo cuando ella se disponía a pasar a la segunda página. La mujer cerró el libro y lo guardó. Tenía tantas ganas de cháchara como él, o incluso más. El hombre emitió un espontáneo suspiro de alivio que camufló de carraspeo. El azar de Paul Auster quizá adquiriese todo su esplendor, la coincidencia de dos soledades complementarias, en el vagón de un tren de largo recorrido. Quizá. Cuando después de un viaje placentero (y apasionante, según dictaminaría luego el recuerdo) de casi ocho horas, ella se dispuso a apearse del vagón, en Lérida, dos estaciones antes que su compañero de asiento, éste, en la misma escalerilla del vagón, al despedirse con un protocolario beso en la mejilla, deslizó en la mano de ella una tarjeta con sus señas. La mujer se quedó en el andén con la mirada fija en el tren que se alejaba rumbo a Barcelona, sin percatarse de que la tarjeta, en vez de depositarla en el bolso como era su intención, abstraída, se le había escurrido al suelo, en donde, en los minutos siguientes, antes de ir a parar al recogedor de una empleada de limpiezas, sería pisoteada por decenas de suelas de zapatos. Durante las horas compartidas en el trayecto hasta Lérida, el hombre y la mujer habían hablado de literatura, de cine, de política, de las veleidades de la fortuna, de feminismo, de machismo, de amor y desamor (ambos eran divorciados); pero a ninguno de los dos se le había ocurrido preguntarle al otro si su viaje era de ida o de vuelta. Aparte de su estado civil, en lo que respecta a sus respectivos datos personales, el hombre y la mujer sólo habían intercambiado sus nombres de pila, Ángel y Claudia; ignoraban incluso cuál era el lugar de residencia del otro. Ángel estaba tranquilo al respecto. Claudia tenía la tarjeta con su dirección, número de teléfono y domicilio, y estaba
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convencido de que más pronto que tarde, de una forma o de otra, se pondría en contacto con él. Los ojos no solían engañarle, y en los verdes chispeantes de ella había distinguido el deseo, probablemente el mismo que destellaba en los suyos. Sin embargo, no volvieron a verse en los siguientes quince años. Consciente de que sólo un milagro obraría el prodigio de encontrar a Ángel, Claudia hizo todo lo que estaba en su mano para que el milagro se produjera; lo buscó en Bilbao y en Barcelona, una, dos… hasta diez veces, preguntando aquí y allí, indagando por este lado y por el otro; pero, con la escasa información de que disponía: “Ángel, un hombre de ojos verdosos, alto, delgado y de unos cuarenta y tantos años”, le fue imposible averiguar su paradero. Sólo la casualidad podría propiciar un nuevo encuentro, pero la casualidad no parecía estar por la labor. Al cabo de cinco años de búsqueda infructuosa, la mujer se dio por vencida. Ángel, por su parte, buscó a Claudia al mismo tiempo que ella lo buscaba a él, aunque no con tanto afán, ya que suponía que a ella no le había interesado su persona lo suficiente para dirigirse a él, por teléfono o por escrito, y que, por consiguiente, lo que percibió en los ojos de la mujer se trató de un deseo carnal momentáneo, no del deseo global que abarca a toda la persona. Aun así, intentó localizarla para disipar sus dudas. Curiosamente, excepto una vez, siempre se buscaron en ciudades diferentes. Mientras ella erraba por Bilbao, él lo hacía por Lérida; y en tanto ella recorría a la buena de Dios las calles de Barcelona mirando fijamente a los ojos de los transeúntes, en busca del verdor de los de Ángel, él hacía lo propio por Bilbao, buscando el verdor de los de Claudia. Un día de primavera, sin que ninguno de los dos lo supiera, llegaron a viajar en el mismo tren; ella, en el coche primero; él, en el segundo. Durante el viaje, Claudia, de camino a la cafetería, incluso rozó con su pierna el codo de él; pero no se
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vieron porque, en esos instantes, Ángel dormitaba con la novela “La música del azar”, de Paul Auster, en el regazo. Abrió los ojos bruscamente unos segundos después de que ella regresara a su asiento. Nunca supo que el aroma a azahar que despedía Claudia lo había despertado. Sólo habían compartido ocho horas de viaje, y, sin embargo, esas horas pervivían en sus respectivas memorias inmunes al paso implacable del tiempo. Se recordaban porque se habían recordado durante tres lustros. Ahora bien, recordaban al otro que habían conocido en el tren, ¿serían capaces de reconocerse después de todo el tiempo transcurrido? Dieciséis años más tarde, en la estación de Chamartín, en Madrid, Ángel fue capaz de distinguir a Claudia en una sala de espera abarrotada de personas. Tenía un libro entre las manos. Como en su día leyó él o ella, o quizá él y ella, en un volumen de cuentos inspirados en el ferrocarril, la promesa de amor que uno ha creído percibir fugazmente en un vagón, sólo puede cumplirse en un tren o en una estación. Ángel y Claudia ignoraban un secreto romántico que, al parecer, sólo conocen unos seres privilegiados, los lectores, unos pocos, de un libro de cuentos ambientado en el mundo ferroviario, a saber: que cuando dos viajeros creen descubrir la chispa del amor en un tren y, luego, las circunstancias los separan, sólo en los dominios del ferrocarril pueden volver a verse. Quizá por eso la vez que más cerca estuvieron de reencontrarse fue dentro del tren. Ese día, el azar lo impidió. Pero ahora ni siquiera el azar podría evitar lo que estaba a punto de suceder. Ángel, sumido en una prematura ancianidad que le había sobrevenido de golpe en los dos últimos años, se sentó al lado de Claudia, quien curiosamente leía la novela “Invisible”, de Paul Auster, la nueva obra del escritor norteamericano que Ángel había terminado de leer la semana anterior. Claudia, quien pese (o gracias) a algunas arrugas en las comisuras de los ojos y los labios, lucía una espléndida madurez, no levantó la vista de las páginas del libro durante los siguientes minutos, tiempo que Ángel aprovechó para moderar las
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palpitaciones del corazón e impregnarse del aroma de ella; seguía oliendo a azahar, como entonces. Cuando se serenó y despejó las brumas de sus neuronas, al cuarto de hora, tosió levemente, giró la cabeza con lentitud hacia la derecha, en tanto la mujer, impelida por una fuerza misteriosa, doblaba el cuello hacia la izquierda. Sus miradas apagadas se encontraron, y, entonces, súbitamente, en los ojos verdosos de ambos refulgió la luz del recuerdo. La búsqueda había concluido. -¿Por qué unas horas dieron para tanto? –preguntó él, al cabo de unos segundos, cuando pudo encauzar la emoción por los derroteros de la serenidad. -¿Por qué? –repitió ella. -Averigüémoslo –dijeron los dos al unísono. -¿Qué tren estás esperando? -Adivínalo –respondió la mujer. -Lo he adivinado. -Vamos, entonces. Minutos después, tras pasar por la ventanilla de billetes, Ángel y Claudia, enlazados de la mano, subieron al mismo tren. Un tren de largo recorrido.
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Padre coraje Néstor Quadri
Durante cuatro días el hombre vio cómo su nena de tres años, la penúltima de sus doce hijos, se derrumbaba entre vómitos y diarrea y no mejoraba por más agua de arroz que le daban. Ahora se veía a todas luces que ya no resistiría y él sabía que no podía esperar. A principios del siglo XXI, vivían alejados de los centros poblados, sin caminos, ni medios de comunicación. Tenía 47 años, nació y creció en ese poblado aborigen situado a 3000 metros de altitud, dentro de una quebrada en el corazón del cordón cordillerano de Salta en la Argentina, en un paraje tan pequeño que ni en los mapas aparecía. Sobrevivía merced a los trabajos que podía realizar con sus propias manos y con la ayuda de su mujer y de sus hijos. En ese lugar habitaban 20 familias aisladas de casi todo, viviendo en un puñado de ranchos donde no había caminos que lleguen hasta allí. Alejados de la civilización, debían caminar o trasladarse a lomo de mula o burro, que eran los únicos medios de transporte si querían llegar a un lugar más poblado, generalmente en verano, porque en invierno era prácticamente imposible. En esa zona montañosa se acumula el agua de las vertientes o deshielos cordilleranos, donde la gente cuidaba rebaños de cabras, ovejas y algunas llamas. Cultivaban papa o maíz para alimentarse, mientras las mujeres se dedicaban al hilado y al tejido en telares. Esos caseríos carecen de luz eléctrica y agua potable y no tienen posta sanitaria, ni médico, ni policía, salvo una escuelita que funcionaba en un pequeño ranchito. A medida que crecen, los chicos colaboran con sus padres en el trabajo de la tierra, actividad que por su precariedad, ni
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siquiera pueden llamarse producción agropecuaria. Muchos viven del trueque: cambian lana de oveja y llama por harina, azúcar, yerba y alimentos. En la madrugada y todavía en la oscuridad, cuando no pudo resistir más el sufrimiento de su hija, que en la noche había padecido una descompensación que le hizo temer lo peor, decidió salir del poblado con una mula. Abrigó a la nena y la cargó en una camita armada sobre la mula con una manta gruesa y marchó en busca de atención médica para salvarle la vida. Utilizó la única ropa que tenía para andar en el camino: una camisa, y una campera. Nada más, ante temperaturas de alrededor de diez grados bajo cero. En ese trayecto solo habría frío y silencio, pero él no se acobardó. Al principio, alumbró el camino con la linterna. El día amaneció frío y gris, bajó por un sendero apenas visible y poco transitado. Era una ladera pronunciada y peligrosa y aunque no se veía ni una nube en el cielo, no había el menor indicio del sol. Era un día completamente nublado, como si un velo intangible lo cubriera todo, como si una melancolía sutil oscureciera las cosas. Lanzó una mirada hacia atrás, pero ni esa senda misteriosa, extensa y estrecha, la ausencia de sol en el cielo, el tremendo frío y lo extraño y sombrío de todo aquello, no lo impresionaron para nada. Y no porque estuviese muy acostumbrado a ello. Esa helada producía en su piel cierta sensación de dolor y lo hacía acurrucarse dentro de su campera. Debajo de la camisa, se había envuelto un pañuelo en contacto con la piel desnuda. Por cierto que hace frío, pensó, mientras se frotaba la nariz y las mejillas entumecidas. La senda se distinguía apenas y estaba resbalosa porque había caído algo de nieve especialmente para la mula. Era un
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hombre de barba, pero el pelo de la cara no le protegía los pómulos, ni la nariz, que se hundían agresivamente y se notaba en el aire helado cada una de sus exhalaciones tibia y húmeda. La niña completamente arropada no sabía nada acerca de termómetros. Posiblemente en su cerebro no existiera la aguda conciencia de una situación de ese frío intenso. Siguieron durante varios kilómetros por entre las quebradas y luego cruzaron una amplia llanura cubierta de montículos, hasta llegar hasta el lecho helado de un arroyuelo. Eran alrededor de las diez y como estaban haciendo unos seis kilómetros por hora, calculó que llegaría a la bifurcación del arroyo al mediodía. Mientras transitaban por esa zona pantanosa, se frotaba automáticamente los pómulos y la nariz con el dorso de la mano y de cuando en cuando cambiaba de mano. Pero por más que se frotara, en el instante en que dejaba de hacerlo se le entumecían los pómulos y enseguida la punta de la nariz. Estaba seguro de que las mejillas se le iban a congelar. Pero, después de todo, no importaba demasiado. ¿Qué eran unas mejillas entumecidas? Un poco doloroso y nada más. Nunca resultaba grave. Como era un observador agudo, advirtió los cambios que había experimentado el arroyo, las curvas, los meandros y las acumulaciones de troncos. Siempre miraba con especial cuidado dónde ponía los pies, cuidando especialmente el andar de la mula. Se detuvo y estudió el lecho del arroyo y sus orillas y reflexionaba un rato antes de cada paso a dar, pisando con cautela y probando el suelo, mientras se frotaba la nariz y las mejillas.
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Aproximadamente al mediodía llegó a la bifurcación del arroyo. Estaba satisfecho de la velocidad que había logrado y se detuvo para descansar. En un breve instante un hormigueo se apoderó de los dedos de los pies y al sentarse ya no los sentía y eso lo asustó. Golpeó el suelo con los pies varias veces, hasta que volvió a sentir el hormigueo. En verdad, no cabía la menor duda, hacía un frío terrible. Empezó a pasearse de un lado al otro, golpeando los pies con fuerza contra el suelo y agitando los brazos, hasta que volvió a entrar en calor y se tranquilizó. Después sacó los fósforos y se dispuso a encender el fuego. Obtuvo leña entre la maleza y trabajó cuidadosamente. Partiendo de un fuego reducido, pronto logró una crepitante hoguera. No había tenido otra opción, porque veía que la niña se le moría. Esos ojos negros grandotes y ese cuerpito tan enjuto, arropado con sábanas blancas y una frazada, lo cautivaban y al mismo tiempo lo conmovían. Le dolía el alma verla frotarse las manitas despellejadas, por el frío tremendo de la montaña. En silencio continuó el viaje entre las quebradas y cerros, cubriendo a la chiquita para que resistiera y con el corazón rebosante de ternura, aceleraba inconscientemente el paso. Contra lo que pudiera pensarse, no hubo improvisación o locura en la decisión de salir a la madrugada. El sabía que de esa manera, alcanzaría a las seis de la tarde el pueblito de Salta donde estaba el único médico de los alrededores. - Mi hija sufrió una fuerte descompensación y pienso que se estaba muriendo le dijo cuando lo vio, todavía conmovido pero más aliviado por haber conseguido el objetivo. El médico sorprendido, se dio cuenta del cuadro de desnutrición, agravado por una gastroenteritis aguda y los
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signos vitales muy deteriorados de la chica, pero pensó que con muchos cuidados, por suerte podría recuperarse. En ese humilde pero hermoso pueblito salteño, su caso despertó el espíritu solidario para acercarle ayuda a ese padre que, para muchos, ya tenía la categoría de héroe y lo bautizaron: padre coraje. Los gestos de solidaridad se produjeron por doquier; ropas, alimentos y el afecto y la generosidad de los lugareños, muchos de ellos sumergidos en la más absoluta pobreza. La cama de una de las habitaciones de la casa, que hacía de consultorio donde atendía el médico, ahora estaba llena de bolsas de todo tipo, pañales, botellas de agua mineral y paquetes de galletitas dulces, más que los que la niña debe haber visto en toda su vida. El hombre acostumbrado a enfrentar los desarreglos de la naturaleza para mantener a una gran cantidad de hijos, todavía no reparaba en que lo suyo había sido una hazaña. Su humilde recompensa había sido esa popularidad, la sonrisa y los saludos de la gente y los chiquillos de la calle. Pero si bien estaba contento, quería volver rápidamente a su lugar en la alta montaña, con los suyos. Ansiaba regresar con su hija a cuidar sus cabras, a sacarles leche, lana y a veces, cuero y carne. Hacer el pan y las tortillas en su horno de barro. Su pequeña hija todavía no podía valorar la historia que fue protagonista con su padre. Una historia que habla de heroísmo y de solidaridad, de amor y sacrificio, por encima de las miserias y la desnudez que muchas veces envuelve todavía al ser humano de este siglo XXI. Todo ello constituye una de las peores contradicciones que el hombre moderno aun no ha podido resolver es que la riqueza
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y el confort de algunos, sigue coexistiendo con la pobreza, el sufrimiento y el hambre de otros.
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Chabeli Patricia Suarez I Para empezar, la habían engañado. Pero siempre la engañaban y éste no era el problema mayor. Habían viajado a Brasil tres veces de vacaciones, en 1980, 1981 y 1982; por eso Chabeli pensó cuando le propusieron el viaje, en 1984, que la propuesta era que ahora ella lo hiciera sola. Le preguntaron si para sus quince años, querría de regalo de cumpleaños la fiesta tradicional o el viaje a Brasil. Ella recordó que su tía Mariana –la que ahora estaba internada en el Psiquiátrico Philippe Pinel a causa de desavenencias maritales- había viajado sola al Brasil cuando cumplió quince. En definitiva, ésta era su Oportunidad, la Liberación, un Poco de Oxígeno. Segura, respondió: “El viaje”. Todos festejaron; todos estaban contentos: casi vivaron su nombre a coro. A ella tanta alegría junta de su familia le dio mala espina. Días antes, la madre le había contado a modo de advertencia que Elsita, la hija del tío Josafat, le había arruinado la fiesta al tío –una fiesta costosísima- encerrándose en el baño a llorar. El tío Josafat y la tía Elsa aporrearon la puerta con desesperación, pero Elsita se negó a salir. Los invitados ni siquiera tuvieron la delicadeza de marcharse, sino que se quedaron para comer y bailar y hasta cortaron la torta de Elsita sin Elsita: una desfachatez. Chabeli creyó, en el momento en que la madre le vino con el asunto éste, que le contaba lo de la prima Elsita para torcer la decisión de Chabeli, y que ella eligiera el viaje y no la fiesta. Porque seguramente la fiesta sería más cara que un viaje a Brasil. Error: el error es la alfombra roja de los incautos y era, por supuesto, por donde Chabeli se paseaba con mayor denuedo. Al Brasil viajaron todos juntos, en ómnibus.
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II Cuando arribaron a Florianópolis esta vez, no llegaron a instalarse en un departamento. Pasaron tres días en un hotel del centro, un poco siniestro porque era concurrido por las prostitutas con sus clientes. La madre explicó que era el hotel más barato que pudieron encontrar y que elegían eso porque querían guardar toda la plata para gastarla en Río de Janeiro. A la mañana siguiente de haber llegado la madre tramó en una agencia de turismo el resto del viaje. Tardarían un día en llegar a Río, pero el ómnibus tenía asientos reclinables que se hacían cama, un Súper Aire Acondicionado que echaba ráfagas frías directas del Polo Norte. Los brasileños lo exageraban todo; pero la madre les confiaba: la deleitaban con sus sonrisas y con ese gorjeo propio de ellos, la voz en la garganta, a la altura de la campanilla, agitándose durante unos segundos antes de articularse en forma de palabras. Cualquier hijo de vecino a cuatro leguas a la redonda se hubiera dado cuenta de que los estafarían. Los asientos tenían las palancas trabadas y no se reclinaban; el aire acondicionado se rompió dos pueblos después de que salieran de Porto Alegre; no obstante el guía turístico que era encantador y en cada sonrisa mostraba más dientes que un tiburón, aclaró que el desperfecto sería cosa de momentos. Hicieron todo el viaje en medio de un calor infernal. El guía cada tanto se acercaba a la madre, que se daba aire con una abanico de papel y la alentaba. Falta poco, decía en un español horrible. Cada vez que el guía venía hasta sus asientos, la madre le pegaba un codazo a Chabeli y le hacía saltar el libro. “Qué suerte tenemos de ser en este tour los únicos argentinos”, le susurraba, “fijáte cómo nos atiende el buen hombre”. Chabeli gruñía y volvía a la lectura; la madre observaba atentamente el material de lectura. Se lo pidió prestado: Chabeli temió lo peor. La madre lo examinó: ¿qué hacía su hija leyendo Otelo, por la punta del sauce verde? Cuando la madre era chica leía Heidi y se sentía una iluminada. Qué vida de miércoles, gemía ella, ¿por qué esta nena no le había salido normal? (Los otros dos, como se vio después, tampoco le salieron normales, pero por el momento
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ella no les notaba la anormalidad y además, se ocupaba de ellos el padre, que tenía más paciencia con los chiquitos.) El padre y Rosi, de cuatro años, iban en el tercer asiento del bus a Río de Janeiro, juntos; después venía otra gente, una chica rubia y un italiano que trabajaba en el puerto; y en el último la madre y Chabeli. Como Toñito no pagaba asiento, iba un poco en brazos de la madre y otro poco en los del padre. Chabeli eligió el lado de la ventanilla, para tener más luz para leer. Sin embargo, la madre –siempre la mandaba a leer con tal de que no saliera a la calle a potrear con los varones, como ella decía-, esta vez le chilló que mirara el paisaje; Chabeli le contestó que no había nada para ver: el campo, bueyes flacos, yuyos altos. A veces, los morros. De pronto la madre la amenazó: o miraba el paisaje o le tiraba el libro por la ventana. Por suerte anocheció rápido. Chabeli tenía catorce años y cumpliría los quince en marzo, al regresar del viaje. Aunque la madre la vestía con pantaloncitos minúsculos estampados con corazoncitos y suéters apretados de Minnie Mouse, nadie podía confundirla con una niña. Para colmo, la madre la hacía calzar zapatos con cuatro centímetros de taco, por el asunto del arco de los pies. Chabeli tenía los pies planos, los tobillos vencidos, los ojos miopes y el riñón flotante. A pesar de la imagen controvertida que daba, Chabeli era virgen. Era consciente de que tenía un problema entre las piernas que había que solucionar lo antes posible, para eliminar para siempre de su mente lo que la gente llamaba sexo. Podía ser un asunto placentero, como decían las revistas, pero a ella no le interesaba en absoluto tener una clase de comercio que al menor error de alguna de las partes te hacía traer hijos al mundo. Ella no quería tener nada que ver con hombres ni con chicos, pero cuanto antes se quitara la virginidad de encima, mejor: una cuestión menos en la que pensar. Era la llamada Operación Liberación del Himen. Le resultaba urgente y necesario acabar con la virginidad, y para tal fin ella había planificado hacerlo con un negro cualquiera de su viaje de quince. Le daba más o menos igual la apostura del negro y si
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hablaba o no el español. En el amor, sabía decir la abuela, impera el lenguaje de las señas. Ella perdería la virginidad por fin, se haría mujer y a los dieciocho años y un día cumplidos ¡saldría definitivamente de la casa de sus padres! Cuando anocheció y el bus se sumió en una oscuridad tal que parecía cruzaban el Leteo, el tipo de adelante, el italiano que trabajaba en el puerto, le manoseó la rodilla y el muslo en la oscuridad del ómnibus y ella le clavó el taco del zapato en el centro de la palma abierta y estirada. El tipo acalló un maullido de dolor; al día siguiente cuando bajaron a desayunar en un parador no la miró y mantuvo el brazo pegado al pecho, en un cabestrillo imaginario. Chabeli se alegró: tampoco podía entregarse a un cualquiera, así porque sí. III El primer sitio que visitaron en Río do Janeiro fue el Estádio do Maracaná, el estadio más grande del mundo. Ahí había jugado Pelé, o melhor jogador do mundo. Diego Maradona no era mejor; Diego Maradona era un infame al lado de Pelé. El padre se indignó de la exageración brasileña. Chabeli y Rosi, la hermanita, estaban pálidas y descompuestas. El calor o los camarao ao palito que engulleron en un puesto callejero las enfermó. El padre las llevó hasta una canaleta del Estádio y vomitaron por turno. La madre seguía pegada al guía, preguntando sobre Xuxa. ¿Era verdad que Xuxa había sido actriz porno antes de conocer a Pelé? ¿Era verdad que Xuxa nunca había visto a Pelé descalzo, a pesar de haber sido su esposa? ¡Qué suerte que ellos fueran argentinos y el simpático guía se viera forzado a hablarles en español para que entendieran algo de todo eso lindo que veían! Hacían mil grados centígrados en el Estadio; o calor mais ardente do mundo, podría haber comentado el guía, pero eso justo no lo comentó y la madre, que en la casa no podía vivir sin el aire acondicionado en temperatura glaciar, acá se las arreglaba con el abaniquito. Toñito dormía en sus brazos todo el tiempo; era probable que el bebé se estuviera deshidratando, pero ella no lo notaba. Pronto, terminaron la visita al Estadio
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y los llevaron al zoo. Era el zoo más grande del Brasil, de Latinoamérica o tal vez del Cosmos Infinito; el guía lo había dicho pero Chabeli no pudo retener sus palabras. Sentía el acre de las náusea ir y venir; no podía prestar mucha atención. El padre y los hermanos chiquitos subieron a un trencito que los llevaba a recorrer el zoo, con los otros turistas autóctonos que viajaban con ellos en el bus y tenían también hijos pequeños. La madre y ella se quedaron a la entrada; Chabeli no podía caminar, le dolían las ingles y las axilas, sentía los ganglios hinchados. Unos flamencos estaban sueltos cerca de donde ellas se sentaron y la madre tuvo la infeliz idea de llamarlo con chistidos como si hubiera sido una torcacita de la plaza. El pajarraco se le vino al humo, silbando y batiendo las alas; Chabeli cerró los ojos para no ver cómo el bicho ese terminaba con su madre de un picotazo en un acto de justicia; oyó los gritos de ella y la gente que a su alrededor hablaba en portugués, primero espantando al bicho y luego confortándola. Así que al final la madre había sobrevivido; Chabeli suspiró. La madre regresó a sentarse junto a ella acompañada por el estibador italiano a quien ya no le dolía el estigma en la mano que Chabeli le hiciera la noche anterior. La madre no estaba en absoluto ella amedrentada con lo sucedido con el flamenco; encima dictaminó: a veces los pájaros se excitan frente a las mujeres hermosas; en su juventud había tenido un loro asqueroso que hacía lo mismo y no la dejaba en paz; los abuelos lo tuvieron que regalar. Chabeli sintió que se juntaban lágrimas en sus ojos, pero después cayó en la cuenta de que era transpiración: le sudaban los ojos. La madre trató de contarle lo del loro al italiano; dado que el italiano sólo sabía italiano y portugués, ella decidió usar el dialecto piamontés que utilizaba su suegra sobre todo cuando se quemaba la comida. Al italiano le subieron los colores; dijo que sufría de hipertensión o eso le entendieron por las señas; también podría haber sido una seña obscena, pero Chabeli consideró que el tipo no podía hacer una seña de esa clase al aire libre, entre la gente y los niños. El italiano estudió el mapa del zoo y explicó que un poco más allá estaba la lagunita artificial con los cocodrilos y jacarés y ahí seguro que correría aire fresco, algo más que aquí. Tendió un brazo a cada una, para que se
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enredaran en él y siguieran hacia allá. De buena gana Chabeli lo hubiera hecho –ya le daba lo mismo que el tipo fuera o no un degenerado completo- pero una ráfaga de brisa trajo el olor de las heces de los animales, el olor a caca más grande del mundo y sintió que su cuerpo, comenzando por la pituitaria, iba volviéndose verde, pudriéndose hasta el mismo y maldito himen, a medida que ese olor se mezclaba con su sangre: en cualquier momento ella, Chabeli, se disolvería en el aire igual que los vampiros de la televisión se disolvían al contacto con la luz del día. La madre dijo al degenerado que ella lo acompañaría gustosa a ver los cocodrilos, así después aprendía a distinguir una cartera de piel falsa de una verdadera. El italiano no le entendía ni jota de lo que ella parloteaba, pero reía a gusto, abriendo la boca propiamente como un yacaré. Chabeli contuvo la arcada y deseó como nunca había deseado nada antes que la madre cayera al foso de los lagartos y se la tragaran, que le pelaran hasta los huesos y ya terminara de una vez la pesadilla de aguantarla. Sin embargo, los deseos nunca suelen ser escuchados a la hora en que alguien los pronuncia, sino quién sabe cuántos años después, puesto que Dios debe padecer de sordera congénita. La madre regresó veinte minutos más tarde, un poco despeinada y arreglándose los tirantes de la solera. Chabeli supo que su madre había hecho el amor con el portuario como si tal cosa y ahora seguía parloteando, colorada y feliz, como si nada hubiera pasado. Pero tal vez había pasado: tal vez los cocodrilos pudieron haber visto a la pareja al trenzarse y friccionarse haciendo sus cosas; del susto de ver a semejantes humanos copulando, los bichos seguro que ahora flotaban muertos en el pantanito del zoo. La madre y su partenaire acababan de destrozar la fauna sáurica del lugar. Chabeli creyó que iba a vomitar y caminó apresurada hacia la espesura, para hacerlo sobre unas matas de toronjil adonde nadie la viera. Cuando llegó, sintió pena de la pobre y fragante planta, respiró y respiró hasta tragarse la arcada y que su estómago acabara por calmarse. Sintió un rebuzno y cuando alzó la vista vio allá lejos un Unicornio, un jodido unicornio que sólo podría ver ella porque era una recontra jodida virgen hija de mala madre. Se quedó helada, pensando que estaba muerta o que era la protagonista de un
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filme de fantasía; el tiempo se detuvo quién sabe cuánto, mientras los dos se miraban entre los juncos. Al rato, le llegó el grito desaforado de la madre: “¡Chabeli!” El unicornio huyó trotando hacia la zona de juegos didácticos. Entonces Chabeli pudo ver que el fantástico animal se despojaba de su envoltura de unicornio y tomaba la forma de un pony manchado exactamente igual a cualquier pony que ella hubiera visto a lo largo de sus catorce casi quince años de vida.
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Josep Brodski, todavía no mármol Lauren Mendinueta
Italia es un sueño que sigue repitiéndose durante el resto de la vida. Anna Ajmátova
Tomé el tren a las nueve y treinta, en una de las noches más frías del otoño de Viena. Traía la maleta de mi abuela Mercedes, mi London Fog, un ejemplar de Marca de Agua de Joseph Brodsky, dedicado para mí por Álvaro Rodríguez Torres, y un par de botas negras. Cómo definir lo que sentía, ese tren que tomaba iba a Venecia. Y aunque el tren marchaba hacia delante en el tiempo, gastando las últimas horas de octubre de 2001, también retrocedía hasta 1991 cuando desee por primera vez visitar el puerto sobre el Adriático. Esa noche, superpuestos la marcha del tren y mi recuerdo, no viajaba, permanecía frente a la realización de mi deseo. La noche colaboraba a mis sensaciones simulando la nada. El tren se internaba en un túnel que me llevaba sin escalas de Viena a Venecia, de Barranquilla a Venecia. Así, sin tiempo ni espacio, abrí el libro de Brodsky. En el invierno de 1972 yo era un alma sin peso y Joseph Brodsky llegaba en tren por primera vez a Venecia, acompañado de su maleta y vestido en su propia London Fog. Ambos nos dirigimos a una cafetería; ambos, Brodsky y yo, esperábamos en la estación a una veneciana; ambas venecianas llegarían retrasadas, y en el espacio de nuestra espera percibíamos la marca imborrable de Venecia. De Venecia lo primero que uno siente es su olor. El mar se le viene a uno de golpe y lo sacude. Para mí, su olor es el de la lluvia sobre el mar, el del agua marina mojada por el agua celeste.
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La vista, que es avasalladora, porque aminora con su fuerza la percepción de nuestros otros sentidos, no interviene mayormente si uno llega en tren a Venecia. La estación de Venecia tiene el encanto de lo bien conservado, y si no encontráramos, tan pronto nos bajamos del tren, la Mc en rojo y amarillo nos parecería estar llegando a una estación del siglo XVIII. Desde la estación del tren uno no ve a Venecia si, como el poeta ruso, llega en invierno y de noche. Tampoco la verá si es otoño y amanece envuelta en una espesa bruma. El retraso de mi amiga, la poeta Silvia Favaretto, empezaba a inquietarme, y justo cuando me disponía a moverme de sitio, temiendo haberle entendido mal, apareció ella, vestida en impecable negro, sonreía entre alegre y apenada. Desde el Vaporetto vi por primera vez la ciudad. Mis sentidos pasaron pronto a ser suave acompañamiento. La vista en Venecia, actúa como el dedo de un fotógrafo, el cuerpo se transforma en cámara. Instalada en la habitación del palazzo sentí la ciudad detenida en ofrecida belleza. A diferencia de otras ciudades en las que uno presiente que se está perdiendo un acontecimiento irrepetible, a Venecia uno puede recorrerla como a un álbum de fotografías, intemporal dentro de múltiples temporalidades. Cuando antes del viaje leía Marca de Agua, me gustaba pensar que como Brodsky visitaría Venecia, ahora que he vuelto a Barranquilla siento nostalgia pues mi viaje es ya el pasado y el pasado es padre de la vida como el agua es su metáfora. Brodsky volvió todos los inviernos con dos o tres excepciones debidas a ataques cardiacos propios o ajenos. La muerte, que con frecuencia nos impide los retornos, le devolvió para siempre a la ciudad. San Michele es el nombre de la isla cementerio de Venecia, allí fui con Silvia para visitarlo. Mi viaje a San Michele no empezó esa mañana del 31 de octubre; había empezado unos meses antes cuando el poeta Álvaro Rodríguez Torres descubrió que Joseph Brodsky había sido enterrado en Venecia. Él, que tal vez lo escuchó en la radio, y sabía de mi amistad con la poeta veneciana, me
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envió el dato por correo electrónico. Yo, a mi vez, le escribí a Silvia Favaretto contándole de nuestra gran admiración por el poeta ruso, y le pedía visitara la tumba llevándole una flor blanca. Para nosotros simbolizaba un homenaje no sólo a Brodsky sino también a Anna Ajmátova, nuestra amada Anna, y en ellos a toda la poesía rusa. Bogotá-Barranquilla, Barranquilla-Venecia, el homenaje incluiría una ciudad más, un poeta más. Silvia me respondió que aunque ella lo ignoraba pronto descubriría en qué isla se encontraban reposados los despojos del poeta ruso, y, por supuesto, prometía llevar la flor. Transferida la respuesta vía correo electrónico a Bogotá, Álvaro Rodríguez le escribió al poeta Jorge Bustamante en México contándole de nuestra “intriga internacional”. Con Bustamante en Morelia, mejor que con nadie, se completaba nuestro arrojado homenaje. Jorge vivió en Rusia y es uno de los mejores traductores de la poesía rusa al español. Blok, Ajmátova, Sologub, Mandelstan y otros grandes poetas le deben bellísimas traducciones. Pero sobre todo yo, que no leo en ruso, le debo a Bustamante mis primeros acercamientos a esa maravillosa poesía de alma triste. Todos estábamos emocionados, esperábamos que Silvia escribiera, enviando incluso una foto, sobre su visita a Brodsky. Los afanes diarios entre la universidad, el trabajo y los viajes, le impidieron a Silvia completar lo planeado. Así que esa mañana del 31 de octubre, ella y yo veríamos por primera vez la tumba y colocaríamos juntas la flor blanca. Pero ¿cómo encontraríamos la tumba de Brodsky? desembarcamos en una isla casi sobre poblada y sin dirección. Una isla bellísima adornada por lápidas de mármol, bóvedas que ostentan nombres de duques, marqueses y marquesas, bellísimos ángeles y vírgenes que osaron mirar hacia atrás y en sus rostros quedó detenida para siempre la tristeza, paredes con largas inscripciones en latín que hablan al unísono de la furia de Dios y su misericordia. Belleza y silencio. Nos deslizamos entre árboles apenas vestidos de
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hojas, caminos cada vez más solitarios. Los italianos adornan sus tumbas con fotografías estampadas en porcelana, a veces nos deteníamos frente a la tumba de un bello adolescente. Una hermosa música se escucha mientras el invierno despierta alrededor está claro que en el puerto de la vida la muerte es la única soberana. El poema de Anna Ajmátova, la traducción de Bustamante, se me vino a la boca; lo escuché como si de otros labios saliera, como si se completara letra por letra en aquellos difuntos. La isla de san Michele tiene tal encanto que uno podría elegirla como residencia inmediata. Uno podría como el personaje de Thomas Mann, Gustav Aschenbach, sumergirse en la agradable monotonía de la isla y elegir la muerte en Venecia. Después de caminar muchísimo, y casi a orillas de la resignación, nos topamos con una guía, una mujer muy joven. Silvia le preguntó por Brodsky, ella amablemente nos regaló un mapa. Sí, allí estaba la tumba, cuidada y llena de flores, en la lápida su nombre en caracteres latinos y cirílicos y las fechas pertinentes. Sobre la lápida un buen número de conchas marinas, treinta y tres, ¿traídas hasta allí por su amigo Derek Walcott para conmemorar la infancia del poeta a orillas del Báltico? Si San Petesburgo es la Venecia del norte, Barranquilla es la Venecia efímera de América del Sur. Nací en la calle Felicidad, entre Cuartel y Líbano, en la casa de mis abuelos paternos Mercedes y Antonio. La noche de mi nacimiento llovió, abril aguas mil. Cuando llueve en Barranquilla la ciudad se transforma de terrestre a fluvial. Uno puede ver como automóviles y buses son arrastrados por las fuertes corrientes de aguas negras que surgen de las alcantarillas. No hay elementos insólitos bajando por las corrientes de los arroyos. De pequeña vi a mi abuela arrojando al agua el
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colchón de Israel, un empleado suyo que murió en nuestra casa consumido por un cáncer de garganta. Vi pasar en las corrientes: mesas, camas, espejos, cuadros, todo un mobiliario. Hace cincuenta años mi abuela fue testigo del primer muerto en un arroyo, un médico que se ahogó dentro de su automóvil. Para mí el agua ha sido fascinación y miedo. Crecí frente a un canal efímero. El acontecimiento más importante de mi infancia fue mi primera comunión. Yo habría querido llevar el cabello largo y ensortijado, en cambio mi cabello era liso y me lo cortaron formando un círculo alrededor de la cabeza. Pero aún así fue el día más feliz de mi infancia. Esa mañana de octubre llovió. Las calles estaban empapadas y sucias. Por eso llegué a la catedral con mi vestido blanco ribeteado por el negro de las aguas. En San Michele quise contárselo a Silvia, pero callé. En silencio colocamos sobre la lápida una rosa blanca. Frente a la tumba de Brodsky sentí en el aire esa mezcla de nobleza y vigor que se respira ante el monumento de un héroe conocido. Brodsky es la imagen de la serenidad en medio de la desgracia, de la gracia en medio de la tortura. ¿Acaso es posible en nuestro tiempo un heroísmo que no incluya la resignación? Bogotá-Barranquilla, BarranquillaVenecia, Barranquilla-Bogotá, Bogotá-Morelia, MoreliaVenecia. Álvaro-Lauren, Lauren-Silvia, Lauren-Álvaro, ÁlvaroJorge, Jorge-Silvia, Todos-Brodsky. El mar debajo, fina playa, todavía no mármol.
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De la muerte en vida, a la vida y muerte Carina Amelia Silva Como cada mañana, Aldo, se levantó a las seis. Debía prepararse para ir a trabajar. Mientras él se preparaba el desayuno, su esposa, Eva y sus dos hijos, seguían durmiendo. Ella no trabajaba y los niños estaban en receso escolar, por eso las actividades de la casa eran menores, exceptuando las de Aldo. Él debía realizar todos los días las mismas actividades. Aldo era mecánico de aviones desde hacía dieciséis años. Asistía a su trabajo seis días a la semana, cinco de ellos trabajaba nueve horas y los sábados solo seis. Sus días eran una continua repetición de los mismos hechos. Se levantaba, se preparaba él solo el desayuno, iba a su trabajo, allí todos los días debía realizar pruebas de control de motores de los aviones prontos a despegar.
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Al volver a su casa, en época escolar, debía ir a buscar a los niños del colegio, al volver se bañaba, miraba un poco de televisión, leía el periódico que no había podido leer a la mañana, cenaba, mientras escuchaba los comentarios de sus familia, sobre las cosas que habían hecho durante el día y luego se iba a dormir. Todo eso parecía repetirse diaria, semanal, mensual, anual y eternamente. Esa mañana no parecía ser la excepción, solo que Aldo no sabía que ese día comenzaba para él una nueva vida. Al llegar a su trabajo vio varios autos policiales, dos ambulancias y mucha gente corriendo hacia un lado y hacia otro. También pudo ver una tenue columna de humo proveniente de la última Terminal de pista. Estacionó su auto, se apresuró a bajar, no por inquietud, sino por curiosidad. Unos instantes después se enteraba que un avión había sufrido un incendio en uno de sus motores derechos, lo que le impidió despegar, lo sacó de pista e hizo que el fuego consumiera gran parte de la nave en pocos minutos. Era un hecho excepcional, muy fortuito, casi inexplicable e imposible, pero esa vez, ocurrió. Con tanto movimiento extraño y con el olor de la tragedia rondando el lugar, se predispuso a esperar órdenes para empezar a trabajar. Pero no fue así, el aeropuerto se cerró todo el día y no operó. De todos modos él debía cumplir su horario de trabajo y por eso, se ofreció a realizar cualquier tipo de ayuda. La labor que él hacía diariamente era controlar los motores y ese día ningún motor se encendería.
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Como nadie le dio instrucciones de realizar ninguna tarea, se sentó junto a la cinta de equipaje, para observar el movimiento en la pista accidentada. En cierto momento, una señora se acercó para pedirle ayuda, necesitaba saber si su hija había abordado ese avión. Aldo no era una persona muy sentimental, ni emocional, no sabía cómo actuar en un momento así y se limitó a decirle a la señora que preguntara en la sección Check-in por el apellido de la hija. La señora giró como para encaminarse hacia el lugar, pero repentinamente se detuvo. Aldo volvió a indicarle hacia donde debía dirigirse. Ella se volvió hacia él, su rostro estaba pálido y sus ojos vidriosos. Lo miró y le preguntó: ¿Qué haré si me confirman que su nombre está en la lista? ¿Cómo haré para no desmayarme, para no caer, para no sentir que muero? ¿Cómo volveré a casa y seguiré con mi vida sabiendo que ella no estará nunca más? Aldo no supo que contestar, la miró, frunció el ceño y luego de pensar unos minutos, se ofreció a averiguarlo él mismo. La señora se sentó y esperó su regreso. Él sintió un alivio enorme al saber que la joven no había abordado. Volvió alegre y se lo dijo a la expectante mujer. Pocos minutos después la joven llegó, suponiendo que allí estaría su angustiada madre y le contó que le debía la vida a un embotellamiento en el tránsito, que detuvo por varios minutos al taxi en el que se dirigía hacia el aeropuerto. Acto seguido juntas se fueron y Aldo pensó que ya había recibido un impacto suficiente para ese día. Pero no fue así. Conforme pasaron los minutos y las horas, los bomberos sacaban los cuerpos de los fallecidos y los paramédicos se llevaban a los heridos .El lugar se llenaba de familiares desesperados. Comenzaron a rodar las historias y Aldo las fue oyendo, un poco intencionalmente y un poco sin querer, pero lo cierto es
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que todo llegaba hasta él, no solo hasta sus oídos, sino hasta su corazón. Escuchó de dos hermanos que viajaban a despedirse de su abuela moribunda y pensó que el destino había sido cruel con esa familia, porque murieron antes ellos que la agonizante anciana. También comentaron sobre dos recién casados que iban hacia su luna de miel, la cual nunca llegaría. Otro caso fue el de un grupo de médicos que irían a realizar tareas humanitarias a otro continente. Además de un niño que luchaba contra una grave enfermedad y sería trasplantado en otro país, pero el destino se interpuso. Esos eran solo unos pocos casos. Había decenas de ellos. Pero él ya no quería oír más. Solo deseaba que llegue el horario para ir a su casa y disfrutar de su vida. Pero de pronto pensó ¿Disfrutar de su vida? ¿Era válida esa expresión? Si todos sus días eran iguales, si su vida no tenía emociones ni sentidos, si solo era una repetición de hechos rutinarios y consecutivos ¿Podía llamar vida a ese transcurrir de sucesos? Si, en verdad, su vida, era insulsa, tediosa, uniforme, invariable, sosa, aburrida, apagada, horrorosa. Salió de su trabajo, se subió al auto y no podía ponerlo en funcionamiento. Él quería hacerlo, pero algo se lo impedía, había una fuerza muy poderosa que no le permitía moverse hasta que no se diera cuenta de lo que le estaba sucediendo. Por un momento, puso su mente en blanco y sintió que alguien quería aclararle algo, alguien necesitaba que él reviera su situación. Primero pensó que era Dios, luego quiso culpar al destino, más tarde, a la vida, pero en un impacto de lucidez, supo la verdad; era su corazón quien quería que su mente supiera lo desconforme que él estaba con la vida que llevaba. Sin moverse del vehículo, sintió que estaba transportándose en el espacio y se veía a sí mismo desde otra dimensión.
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Parecía que estaba viendo a otro hombre que no era él. Sentía que desde la perspectiva ajena podría llegar a darse cuenta de lo que necesitaba para que su vida cobrara sentido. Hurgó en su mente intentando hallar una señal, una pista, un indicio que lo llevara a saber qué era lo que le estaba sucediendo. Recordó su infancia, había sido criado amorosamente por sus padres. Le habían enseñado mucho de la vida. Lo apoyaron siempre en todo. Lo encaminaron y lo formaron de un modo correcto y fructífero. También recordó su juventud. Siempre era responsable en sus actitudes, en sus actos, en sus tareas, en su vida en general. Y, al fin, le llegó el momento de recordar sus sueños, aquellos que todo niño, joven o adulto, guarda en su corazón, anhelando a diario que se haga realidad. Pero él, ya los había olvidado. Con tanta uniformidad en sus tareas, no se daba posibilidades de pensar en lo que había ambicionado años atrás. Comprendió tristemente que había olvidado y relegado sus sueños, o mejor dicho, su sueño, ya que solo había tenido uno. Desde muy pequeño había querido conocer el Kilimanjaro. Había leído mucho sobre él y sabía todo lo que podía saberse al momento. Pero en verdad lo que él quería era verlo, sentir su aroma, ver su color, conocer la tierra que lo rodeaba, calcular su altura comparándose con él. Ese era su sueño, su único sueño, el único que tuvo tiempo de tener y sin saberlo, había mantenido guardado en su inconsciente, durante su mediocre vida. Entonces comprendió todo. Lo que había ocurrido ese día, era una bendición. Aunque injusta, la paradoja del destino, se cobró de varias vidas, para salvar y revivir solo una; la suya.
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Aldo necesitó ver la situación de gente que no había podido concretar su viaje, para darse cuenta que el viaje de su vida, aún no había comenzado, que lo que quería en su corazón, estaba dormido y sepultado por la rutina, que su vida no era tal, que su sueño estaba muerto en vida y decidió revertir eso urgentemente. No podía permitirse que, el día siguiente, se llevara con su sol, la ansiedad de su alma. No podía dejar que pasara un día más, sin hacer lo que debía. Llegó a su casa, se bañó, cenó y se fue a dormir como lo hacía cada noche. La mañana siguiente, al despertarse, toda su familia seguía dormida. Nada en su casa cambiaba, solo cambiaría él. Tomó una maleta, colocó su mejor ropa, que no era mucha, puso en su bolsillo sus documentos personales, su tarjeta bancaria y su pasaporte. Dejó en la mesa del comedor una carta dirigida a su esposa donde le explicaba lo que haría. En la misma, recalcó que la había amado mucho en su momento, pero que ella había cambiado demasiado y ya no se sentía ni feliz, ni a gusto. Destacó el amor natural que sentía por sus hijos y se despidió con un simple: “Hasta pronto”. Pasó por el banco y retiró los ahorros de toda su vida. Luego fue hacia su trabajo como siempre, solo que esta vez, no como empleado, sino como pasajero. Voló a Tanzania. Solo fue tras un sueño. Conoció el Kilimanjaro. Sintió su aroma. Tocó su tierra. Lo miró. Lo admiró. Lo disfrutó y lo adoró. Hizo realidad su sueño. Le dio vida a su vida. Le dio anhelo, color, ilusión, esperanza y placer a su corazón. Sintió felicidad, ya había olvidado esa sensación, pero logró recobrarla. Con la satisfacción de haber cumplido su sueño, emprendió el regreso a su casa, imaginando la cara de su familia cuando él hablara de lo que había hecho. Pero no lo consiguió, porque el avión en el que volvía, se accidentó al despegar. Era un
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hecho excepcional, muy fortuito, casi inexplicable e imposible, pero esa vez, volvió a ocurrir. Igual que aquel sucedido pocos días atrás, aquel que le había abierto los ojos, para ir tras su sueño. En éste, él volvía a ser el protagonista, solo que podría ser su última escena. Aldo, agonizante, fue retirado por los paramédicos. En su corazón se sentía sonriente, porque era precisamente, su corazón quien estaba feliz. La felicidad se debía a que, por suerte, su vida se apagaba, justo cuando había sido rescatada de la monotonía y la infelicidad. Ya no tenía un sueño pendiente. Sabiendo que moriría, estaba contento porque había recobrado la vida, a pesar de su muerte. Y eso había sido posible porque él fue tras su sueño, porque ignoró sus reglamentarias costumbres, para ir en busca de un anhelo eterno. Cerró los ojos para imaginar “su” volcán y morir con esa imagen en su mente, pero justo antes de eso, vio un desorientado empleado del aeropuerto, acercarse a la escena, sin saber que sucedía. Fue entonces, en ese último latido de su corazón, cuando Aldo entendió que con su muerte, estaba salvando otra vida.
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Malta Ricardo Martínez-Conde
… Y CADA OLA TIENE SU BELLEZA La isla siempre parece esperar Stephen Rezzolli
El fragmento del poema guaraní que dice “islas/ como palomas/ dormidas/ del invierno” me viene a cuento para expresar la primera impresión que, como viajero, recibí de las islas maltesas. Era una mañana clara, venteada, de invierno, y las islas dormitaban con antigua placidez. Una visita tranquilizadora para llegar a un lugar que, he de decirlo, me ha encantado (y aludo a la segunda acepción del Diccionario, la más rica y acogedora) Es cierto que en el viaje había algo de recelo: ir a un hotel de costa en invierno en Malta equivale a algo así como aceptar la estancia en un geriátrico más o menos anglificado. Cuestión que he procurado resolver con prontitud: ‘morning’, ‘morning’; thank you, thank you… Eso, y elegir como vecina de comedor a una viejecita parecida a Miss Marple (yo sabía que me vigilaba; ella sabía que yo lo sabía) Afuera lucía un sol condescendiente, y, acomodado ya al paisaje, el eterno viento zureaba, algo que la inteligencia agradecida del isleño ha resuelto poniendo muchos mástiles, muchos. Cada edificio administrativo, cada sociedad filarmónica el suyo; a veces varios. Las banderas como una celebración, un homenaje a su geografía.
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Geografía que, según el profesor Dallocchio, se está deshaciendo lentamente. Todo el contorno de esas islas calcáreas, según él, se está desmoronando lentamente, de ahí que me susurrase en un momento dado que, con el tiempo, Malta y sus islas desaparecerán. Y podría decir que he visto algún síntoma que confirma su teoría sobre el lamido permanente del mar, pero también he visto y sentido –y en ello he reparado- la elegancia de aroma con la que algunas olas vuelven su fluir mar adentro luego de topar con los pequeños diques de sus bahías. Un movimiento elegante, una hermosa danza antigua; tal vez la danza eterna del mar, preludio de la danza de la muerte. ¿Te imaginas, lector, un baile así, siendo el nombre de Gozo, una de las islas, la que se desmorona? Más, por si acaso el viejo profesor tuviera razón, paso curioso viajero, amigo lector- a reseñar algunos aspectos concretos de mi viaje. No quiero demorarme, y sí que llegues a tiempo: 1.- La tierra, el escenario El paisaje es duro, rocoso en su mayoría. En medio de ese azul aéreo como ahí es el Mediterráneo, estos grandes islotes kársticos que constituyen el archipiélago son como una vieja escuadra fondeada y sumisa al viento insumiso. Poca tierra cultivable ha generado este suelo desnudo –de un rico color que oscila con el día y lo ha hecho con el tiempo- razón por la cual el arbolado es escaso y aún la poca tierra fértil ha sido abandonada en parte por causa de la equívoca riqueza del turismo. Quedan algunos eucaliptos bravos en las laderas de Difli, allí por donde se orientan los pájaros migrantes provenientes de África, y alguna mancha de naranjos y olivos, sobre todo en la isla de Gozo. La vida debió ser dura allí desde siempre, muy dura, y aún hoy disienten los especialistas, en un código entre sociológico y poético, si las apacibles y carnosas figurillas de mujer halladas en los yacimientos megalíticos representan –o han
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querido representar- más a la Diosa madre, la dadora de vida, antes que a un culto a la obesidad como rechazo a un estado de necesidad. 2.- El hombre y otros animales El nativo/a, que es una figura limpia y con tendencia a la curva, es sorprendentemente amable y discreto, con una rara condescendencia a la cortesía. Habla quedo y, según mi experiencia, siempre atento a escuchar, a propiciar el trato. La mujer puede ceder el paso, y lo hace por educación y dignidad, algo que se manifiesta como una autoridad asumida. Es como si la pobreza les hubiese llevado más a la concordia que al litigio. Hágase el viajero sin embargo (cabe la advertencia) al curioseo de los gatos. Aparecen en cualquier momento y en cualquier rincón –uno de los primeros, lánguido y serio, lo fotografíe entre los añejos muros de la vieja capital, Mdina; el último entre unos matorrales en la playa de Mellieha-, y siempre bajo su mejor marchamo ancestral: serenos, observadores (¿ocultando su astucia?), mohosos de movimientos, de gesto apacible y delicado diseño, de tacto suave… Los perros son menos visibles, más discretos, hechos ya al ronzal de su amo y la costumbre urbana. Los pájaros apenas son perceptibles en el aire –incluso las gaviotas-, o por su canto, excepción hecha de los eternos gorriones. Una familia de ellos me despertaba puntualmente cada mañana mientras elaboraban la agenda del día, y ya es un hecho común verles picando los restos de la hostelería en las terrazas, allí donde acuden también las palomas de empedrado. 3.- La fe y la conciencia defensiva ¿Será que la soledad de la isla engendra temor ante la magna extensión del mar, ante lo lejano y no identificado? Lo cierto es que una larga historia de ataques marinos sí justifica esa
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prudencia, lo que ha venido a poner en valor su independencia e individualidad, rasgos que siguen siendo distintivos de su carácter Por espíritu de conservación, por un ejercicio de autoconciencia o por pura deducción ante la dura realidad, diríase que uno de los signos distintivos de Malta es la expresividad de sus defensas. Así, al margen de la defensa natural, de muro, que constituyen los acantilados caídos a pico y que jalonan buena parte de las islas en su condición de plataforma natural, acceder, hoy, a Valletta es como hacerlo al fortín más celosamente guardado. Sobre los acantilados, los muros complementarios de piedra; y aún dentro de este recinto amurallado, otro fuerte interior con escasos vanos de luz, a los que habría de añadirse los altos muros de tantos edificios, todo para ratificar esa sensación de prevención intrínseca a su geografía (En los espacios abiertos lo que aparecen son las garbosas torres vigía, a veces acastilladas, ubicadas en lugares estratégicos por toda la isla; la de Santa Agatha, de color rojizo, algo debe a la presencia allí de los españoles) Siendo un bien preciado por su condición estratégica, allí se ubicaron diferentes colonizadores a lo largo de la Historia(lo reflejan simbólicamente, en sus puntas, las astas de su ingrávida bandera) donde la Ordende san Juan y sus Caballeros sólo fue un ejemplo de invitado necesario. Hoy son muchos los santos venerados –es un pueblo enraizadamente religioso-, algo que se pone bien de manifiesto en sus grandes iglesias cupulares, en los iconos que adornan los cruces de sus tariq o calles, en las limpias fachadas de sus casas- pero es el náufrago san Pablo el que goza de mayor fe popular. 4.- La historia como definición. La actitud. Esta gente familiarmente sencilla puede, sin duda, presumir de uno de los legados culturales más ricos del Mediterráneo. (Aquí el narrador habrá de expresar su cura de humildad en
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la medida en que hubo de rectificar-actualizar su heredada formación académica) Y este legado, en su fuero interno me temo que los nativos lo toman como una parte sustancial de su paisaje, un atributo más. De ahí que esa sobriedad en el gesto, ese cuidado en el uso del lenguaje (ellos practican uno, mezcla de italiano-inglés-árabe tan ilegible como de hermosa caligrafía) y la generosa disponibilidad de su atención al extraño es probable que estén sustentados en una cultura que ha levantado (o labrado bajo tierra, como ese templo de ciclópea armonía que es el hipogeo de Al Fasili) una cultura muy pensada, equilibrada; siempre cerca del mar como escenario, como paisaje y a la vez como vía de comunicación e influencias. Ya estaban ahí, antes que muchas otras culturas vecinas, los monumentos megalíticos cuya consistencia grandiosa convive en un respetado silencio con su minuciosa y delicada decoración –la curva reiterada, la figura esculpida de animales, ese a modo de puntillismo casi infantil- y, como delicia a la vista y los sentidos, esas figuras –grandes, de piedra, o muy pequeñas, de terracota- que constituyen un repertorio iconográfico de una gran capacidad simbólica y a la vez de una entrañable dulzura y proximidad humanas. Pocas cosas más hermosas he visto que esa figura de la mujer dormida que la isla tiene como un símbolo identificativos propio. ¿Qué la retiene tendida, plegada sobre sí, tranquila: el sueño o el ensueño. Amar un horizonte es insularidad, ha escrito Walcott, ese poeta de los espacios del mar. Aquí la isla es, o parece ser, el medio, y, aún más, el destino. Yo he percibido en el isleño de Malta una actitud de aceptación: su papel está en el discreto protagonismo de cada día, el de una subsistencia sobria con un gesto inequívoco de elegancia intrínseca, de generosidad (La mujer, incluso las más jóvenes, tienen en la expresión un raro mohín de timidez y dulzura) Recuérdese: “Solo aquellos capaces de leer el lenguaje del viento son capaces de avanzar el conocimiento”; el de sí propio.
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Aceptar el destino es una forma delicada, ascética, de cultura. Y aquí la dominante parece ser la aceptación de este paisaje casi desnudo, paulatinamente desconchado –en la costa o en sus edificios- por el tiempo. (Ojalá el turismo más agresivo dañando sus costas y alterando las costumbres no perduren). Pero concluyo y la isla permanece: “la existencia misma no es un bien, sino sólo una oportunidad”, como ha dicho el filósofo. Tal vez el desleirse de la isla ha aminorado su destino. Por fortuna todavía permanece la sorpresa de las islas – ahí está ese nombre, Gozo, homónimo de la isla de mayor verdor y capacidad ilusoria si queremos entender que el contenido está en la palabra- y lo que importa es la impronta de su ser, de su envejecimiento paulatino, de su condición de fortaleza asumida, de su educada consideración a los nimios detalles del día. El Mediterráneo –África a un lado, Sicilia la desposada al otroes un ser. Una personalidad latente que toda curiosidad inteligente no debe ignorar. ¿Malta como seudónimo de miel, de refugio seguro? Al fin, Malta como realidad, a sabiendas de que, como ha escrito Calabrese: “hay una relación muy estrecha entre la naturaleza misma de la isla y la posibilidad de inventar una” Un día, paseando por el relamido empedrado del muelle de Marsaxlokk, el viejo pescador Abdul me resumió la historia: no olvides que ninguna ola se parece a otra, y que cada una tiene su belleza. Lo sé: es la interiorizada danza del tiempo.
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Iquitos, Amazonas. Sigo Adelante José Fernández del Vallado
Fuera todo parece normal. La voz del capitán aclara: “Temperatura exterior 38º Centígrados. Humedad del noventa por ciento. Buen viaje.” No siento inquietud alguna. En España he estado a 40º muchos veranos, aquí no será diferente. Todo está bajo un aparente control. Al salir una oleada de calor provoca el ardor primero de mis brazos y a continuación, de todo mi cuerpo. Me espanto y miro hacia todos los lados. ¿Es la turbina descontrolada del avión…? No. ¡Es el aire exterior! Real y martirizante como el de un infierno en miniatura. Me abro paso entre la gente ansiando encontrar un refrescante paliativo, entro en tromba en el edificio del aeropuerto y me quedo boqueando como un pez. Observo el techo de la construcción; como en la película Casa Blanca, solo hay ubicado un anticuado ventilador, y el calor continúa haciéndose más y más insoportable… — ¿Señor J..? Mareado, miro a ambos lados. Giro sobre mis talones y a mis espaldas encuentro al hombrecillo. Tiene el pelo gris, barriga prominente, y la cara surcada de cicatrices de viruela. Parece de raza blanca, aunque tengo dudas razonables en un lugar donde hay un mestizaje del 70%. — Soy yo. Me mira de arriba abajo, sonríe y pronuncia con cortesía.
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— Roosevelt para servirle. He venido a llevarlo a su Hotel. Permítame. Toma mi mochila sin aparente esfuerzo y le pregunto. — ¿Siempre hace el mismo calor por aquí? Asiente. — ¿Y cómo pueden soportarlo? Deposita la mochila a mis pies. Nos hemos detenido junto a un Peugeot destartalado. Abre la puerta trasera, y me dice. — Sabe… A veces hace incluso más. Cuarenta o cuarenta y pico. Está de suerte. Hoy solo son treinta y ocho, disfrute… Siéntese y espere. Debo recoger a dos más. — ¿Dos más qué? —Pasajeros. Ahora vuelvo. No se mueva. Entro en el coche. Permanezco en silencio sin moverme un centímetro, con la mochila sobre mis piernas. Tal vez así… ¿disfrute? Roosevelt (no el presidente) aparece con dos ¿holandeses? Nos damos la mano. Subo delante. Cuando el vehículo arranca la brisa que entra por la ventanilla restablece mi estado. — ¿Mosquito? Pregunta la irlandesa holandesa. — No. Responde el chofer. Y qué hay de la malaria aprovecho para intercalar. ¿Hay malaria por aquí? Asiente con la cabeza y murmura.
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— Sí, por desgracia. Pero sabe… A nadie le conviene decirlo, si no los americanos y europeos dejaríais de venir. —Ya, comprendo. funcionan?
Hum…
¿Las
pastillas
de
Malarone,
— ¿El qué? — ¿Las conoce? —Sí. — Y sirven… — Sí por Dios, tómelas. Si va a ir a la selva tómelas por lo que más quiera. No me gustaría que le pasara lo mismo que al americano de la semana pasada. — Qué le ocurrió. — Nada… Se fue unos días y cogió las fiebres. Se puso malísimo. Se lo tuvieron que llevar a la capital. — Pues no me da usted ánimos. Pensaba ir a… — Vaya… ¿De verdad? Merece la pena. Es maravillosa. Mire, mañana paso a recogerle y le llevo a alguna agencia. Por cierto, ya estamos en su hotel. — ¿Es esta cosa? — Que ocurre ¿no le gusta? También hablaremos de eso, a las nueve. ¿Le parece? — De acuerdo. En recepción me atiende un brasileño o tal vez portugués. Más tarde me entero de que se trata del dialecto que hablan allí. Una mezcolanza entre español y portugués.
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Tras juguetear a intentar comprendernos, me acompaña a mi habitación. Nada más abrir la puerta descubro un antro con un par de ventiladores, sin ventanas exteriores. La verdad, no me agrada pero todo parece estar limpio y además ansío tomarme una ducha y acomodarme al amparo de la brisa de los ventiladores. Una vez a solas me desnudo con premura, entro en el plato de la ducha, abro el grifo corro las cortinas y me dejo rociar con un agua templada, giro sobre mí y me congelo. En la pared, cómodamente instalada, acechándome desde que entré, distingo el bello espectáculo de una tarántula peluda y simpática. Es curioso, hasta ese instante no se me había ocurrido pensar que la ciudad en la que estoy es una isla en medio de la selva, y es previsible – aunque yo no haya previsto nada – encontrarse sorpresas así. Salgo apurado, el bicho no se mueve un ápice de su posición. Abro mi mochila y revuelvo en su interior hasta encontrar el relec anti parásitos, y cuando me dispongo a rociar, observo que ha tomado las de Villadiego. Rocío todas las paredes y cuidadosamente vuelvo a introducirme bajo la cebolla de la ducha. Cuando salgo y comienzo a vestirme, me doy cuenta de la exigua eficacia del baño, me asfixio de nuevo. Enciendo ambos ventiladores al tiempo. Una vez me aseguro, me acomodo y por primera vez disfruto de mi llegada ¿al paraíso? La noche es lo más parecido a un infierno, escuchando los motores de los ventiladores como si fueran las hélices de un bimotor. Algo me pica en el tobillo, fuera del radio de acción del ventilador, quien causa mi primer tatuaje de guerra ¿será la preciosa arañita, o el famoso Anopheles gambiae? Me rasco y apuesto por Anopheles. Por la mañana, en recepción, descubro que lo del desayuno incluido es una falacia. Decido no ponerme nervioso; tampoco hay por qué. Me encuentro bien y tranquilo y además de momento ¡no sudo!
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Pregunto al recepcionista donde puedo encontrar un lugar para desayunar. Me acompaña a la calle, y sin dejar de hacer aspavientos, me indica que caminando dos cuadras encontraré el mercadillo de “Santas Pascuas.” Asiento como si no hubiera problema, pero estoy tan perdido como Jesucristo en el desierto. Me pongo en marcha. Aún es temprano y caminar me vendrá bien. Hace una mañana espléndida y además la ciudad que voy descubriendo no deja de sorprenderme; todo es nuevo y a la vez tan antiguo… Es como si hubiera retrocedido en el tiempo hasta principios del siglo pasado, y me encontrara en un lugar similar a, por ejemplo, Nueva Orleans. Hay casas preciosas con paramentos cubiertos de azulejos verdes, azules, marrones. Definitivamente esto no es el Perú, sino un lugar que, definitivamente, se congeló tras la opulencia del caucho. Doblo una calle y encuentro a los escribas. Maravillado permanezco observando cómo, debido al analfabetismo, la gente recurre a ellos para que les redacten documentos y cartas. Sigo caminando y al fondo de una calle diviso un bullicio exagerado y me introduzco en un mercado que se extiende en variadas especialidades. Se venden desde retales hasta piezas de maquinaria, verduras, carne, animales y toda clase de utensilios. Pero es en la acera de la calle, evitando pisar a grupos de indígenas e indigentes que se arremolinan en el suelo, donde descubro el milagro. En un extremo hay pequeños mostradores con banquetas donde sirven café con jugos y dulces variados. Me acomodo y sin dejar de observar al cliente que se encuentra a mi lado, pido todo lo que va encargando. El desayuno finaliza con un jugo de guayaba, plátano, mango, chayote y leche. Por apenas dos soles salgo renovado como un Toro.
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Nada más llegar al hotel me encuentro con Roosevelt a la puerta. Liquido el hotel y salimos a buscar un medio de transporte a la selva. — ¿Son muy distintas unas agencias de otras? Me da por preguntarle. Sin dejar de atender el floreciente tráfico de motocarros, el chofer asiente y alega. — La diferencia está precisamente en sus guías, su atención, sus Lodges… Pero todo depende de lo que quieras hacer, hay multitud de propuestas. —Y ¿cómo sabré lo que quiero? ¿Qué es un Lodge? — Un hotel… ¡Tranquilo! Ellos te lo aclararán y te propondrán diversas opciones. Nos detenemos ante la puerta de una sucursal. Sobre un logotipo naranja, leo: Paseos Amazónicos. De repente me siento frustrado, esto no es lo que esperaba. En todos los sitios es lo mismo: ¡El turismo! Trato de dar la vuelta pero Roosvelt me anima a seguir adelante. Dentro me recibe un tipo que me saluda con expresión de primate. Me conduce a un lugar apartado y susurrando, comienza a proponerme diversos recorridos. No me fío de sus intenciones. Tras unos instantes me confieso abstraído, poco o nada me interesa lo que diga ese señor. Sin embargo, es la apariencia del hombre que hay sentado a la mesa escritorio, quien me llama la atención. Qué clase de ser humano es: ¿Un dandy de la selva? ¿Un indígena yuppie extravagante? Unas lentes oscuras se asientan sobre su cabello lacio y lustroso. Sin prestarme atención repasa un cartapacio de archivos. Cuando regreso a mí, insaciable, el primate me está proponiendo una exuberante excursión de cinco días por la
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selva. Cansado, estoy a punto de mandarlo todo al carajo. Entonces se vuelve, esboza una sonrisa constreñida, y señala. — ¡Ah! Disculpa. Te presento a Jorge Luis. Será tu guía. Si te animas, claro. El dandy se acerca a mí, nos damos la mano. Hay algo en su expresión inteligente y abierta que vence mis reticencias. Me agrada la sinceridad y decisión que intuyo en ese hombre. — Bueno, qué. Me apremia el primate. Afirmo sin titubear. De nuevo en la calle Roosevelt se ofrece para llevarme al embarcadero. Imagino un lugar pulcro con olor a río y vegetación y lo que me encuentro es precisamente lo opuesto. Debido a las subidas y bajadas del río no existen muelles en el Amazonas. Sólo un terreno arenoso lleno de desperdicios que me recuerda a una playa en decadencia. Desciendo y embarco en la curiará (canoa amazónica hecha de un solo tronco) que me llevará a la selva, o a lo que quede de ella. Instantes después se presentan cinco acompañantes y Jorge Luis, nuestro guía. Arrancamos, comienza a instruirnos y lo que nos cuenta no es demasiado halagüeño. La selva y el río están siendo sobreexplotados. Se extrae demasiada pesca, se cazan multitud de especies animales, se talan cantidades ingentes de floresta, y en fin, los estados que deberían protegerla, esquilman sin tener en cuenta que todo tiene un límite. Los resultados empiezan a verse. Por ejemplo, un pez: La arapaima gigante, ha tenido que ser protegido con urgencia. Lo mismo sucede con el caimán negro y especies de loros, monos, e incluso bellas variedades de mariposas.
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De repente se alza sobre la barca y exclama. — ¡Allí! ¡Delfines del Amazonas! Me vuelvo y apenas consigo verlos. Desaparecen enseguida. En cambio, una nueva sensación se apodera de mí. ¿Estoy realmente donde me propuse? Desde luego. Quizá sin ser consecuente de donde me voy a meter. Pero he llegado al Amazonas; y el río, impresionante, me recibe desplegando su amalgama de sorpresas… II Mi primera caminata en la selva me lleva quince minutos. Cuando llegamos al “Hotel de chozas selvático,” sudo por los cuatro costados. Tras almorzar sin apetito me instalo en mi habitación, me meto en la ducha y permanezco cerca de tres cuartos de hora. Después aún me queda tiempo para salir, echarme un rato sobre la cama y reflexionar acerca de mi situación. Sobre las cinco nos ponemos en marcha. Nos internamos por un camino apenas inapreciable, pero que se abre paso en la selva de forma constante. No puedo evitarlo, estoy emocionado. Siempre soñé con participar en un encuentro entre culturas y vamos a visitar a los Yaguas. Cuando llegamos al poblado me siento entre admirado y defraudado. ¿Acaso esperaba encontrarme hombres prehistóricos de aspecto retrógrado? ¿Era eso? No lo sé. Nada es lo que parece. Los indígenas son conscientes de lo que queremos ver reflejado en ellos: Sus atuendos, y una cultura que se detuvo en el tiempo. Y sin embargo, me encuentro un poblado en el que todos sus miembros trabajan elaborando collares y piezas de manufactura avanzada, en realidad me recuerdan a los hippies, pero hay otra cosa que choca con todo, su mirada inteligente. Son ellos quienes nos estudian, y quienes en realidad nos ofrecen sus productos. Tras una
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prueba de tiro con cerbatana todos se encuentran sonrientes, aunque yo me sienta descorazonado. Pues enseguida comprendo lo que les está sucediendo; han caído en las redes del capitalismo. Esquilmada la zona de selva que habitan ahora necesitan unos soles para poder abastecerse de alimentos en la ciudad o en los centros que controlan los señores de la “civilización.” Ya no dependen de ellos, sino de nosotros; ya no son “salvajes,” sino indígenas instruidos que sacan partido de su situación. Pero aún así los cincuenta míseros soles que obtienen tampoco parecen satisfacerles, leo en sus rostros. Están atrapados. Durante un instante me pregunto si adquirirán sus chozas en piezas desmontables en Ikea, mediante créditos, ¿con qué aval contribuirán? ¿Dos caimanes y un jaguar serán suficientes? Aún así logro reunirlos para tomarles una foto (a cambio de unos soles) y durante unos instantes me transmuto en uno de aquellos descubridores de principios del siglo pasado, quienes sí tuvieron la fortuna de entablar relaciones con culturas intactas y honorables. Lástima, que por entonces, nuestra “cultura occidental” hubiera dejado atributos como la decencia, el decoro y la honestidad, enterrados hace tiempo… III Es el cuarto día. Jorge Luis, a mis espaldas, pesca una tilapia tras otra, mientras que John delante de mí, hace lo mismo. Y yo, con la caña entre las manos, me siento incapaz de cesar de admirar el lago de aguas oscuras más misterioso y salvaje que presencio en mi vida. Nos hallamos en un lugar realmente deshabitado, a más de cien kilómetros del primer vestigio de civilización. Entonces me siento explorador, pero actual, sin ambiciones y con un único deseo: Empaparme de imágenes y sensaciones, sin perturbar un entorno fascinante. Sé que estoy ante un tesoro frágil y dejarme llevar por las nociones de mis guías es un placer; oler los aromas, respirar, y sentirme pletórico es lo mejor que puedo hacer sin exponerme, dado que en la selva – alejado de cualquier lugar de socorro – un paso en falso marca la rúbrica entre
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continuar o dejar de existir. Dotados de una facultad admirable para localizar a los insectos y animales disfrazados en la espesura, me advierten siempre con antelación, tomando sus precauciones ante, por ejemplo, el paso de las hormigas soldado, o la situación de un hormiguero de las hormigas más temibles (de unos tres o cuatro centímetros) poseedoras de una mordedura que en instantes te contagia una fiebre de 43º C. Me descubren arañas voluminosas como un puño; un conjunto de murciélagos hematófagos – se alimentan de la sangre de mamíferos, entre ellos el hombre – resguardados bajo una corteza. Jorge Luis, el guía más notable, un indio casi aristocrático, me explica como las hojas de una planta poseen las propiedades del yodo; las secreciones de otras sirven de protección solar; toma dos frutos exactos, unos son mortales y otros comestibles. Algunas variedades de plantas y en especial una enredadera, se utilizan como antídotos; otras para cosmetología o estimulantes, etc. Encontrarme insignificante bajo la Ceiba, el árbol gigante de la selva, me impresiona. Aunque en realidad te topas con especímenes espléndidos en cualquier rincón del laberinto de vergel. Ese día soy partícipe de una lección esencial, o si no, según mi baremo, la más significativa de mi vida. La mayoría de las lecciones que algunos profesores impartieron fueron siempre teóricas, en cambio, no hay nada como una clase práctica en el escenario más espectacular, poblado de vida no humana. Cuando nos despedimos, Jorge Luis me dice sonriente: “Tienes que volver. Cuando vuelvas iremos más profundo todavía.” Ahora sé a qué se refería. No consiste en llegar más lejos como pensé en un principio. Eso es algo tan sencillo como remar hacia delante sin un lastre que te impida avanzar, pero con los ojos vendados. Él hablaba de profundizar, con el debido respeto, en la visión de ese entorno tal como hacen e hicieron siempre los indígenas, y como se lo enseñaron a él
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desde niĂąo. Por eso, a mi manera de ver, es un guĂa excelente, porque protege por encima de todo a las comunidades indĂgenas, y a la vez, trata de transmitirnos su forma de ver: La selva como un organismo vivo y sensible.
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El peso del humo Raúl Castañón
-¿Y cómo acaba la historia? –preguntó ella -Dímelo tú –dijo él Me hacen daño los zapatos, pero sigo. Sigo avanzando hacia donde sea: lo importante es no pararse. Avanzo con el aliento del insomnio, contra la sensatez de la cama y el parecer de la almohada. Malditos zapatos. Ocultan algo similar a dos púas simétricas taladrándome los empeines. Para una vez que me decido a apurar la noche caminando, voy y elijo los zapatos equivocados. Pero es que hoy hace una noche irresistible, una de esas noches en las que uno podría salirse de la ciudad, incluso del mapa, caminando. Caminando sin parar. Del otro lado de la ventana brillaba una luna plena y agigantada que parecía llamarme afuera. Me levanté de la cama y me asomé al balcón para sostenerle la mirada. Tan serena y tan cálida la vi, que me sedujo al instante en la noche estival lustrada de guiños ambarinos. Sentí la temperatura-bendición del aire inamovible, el silencio relajante, el tintineo plateado y celestial de las estrellas. Más noches así y todo iría mejor, sin duda. ¿Cómo resistirse entonces a tanta mejoría, a tanto encanto, a tamaña promesa de paz? No había renuncia ni objeción posible para aquella llamada, ni siquiera la del sueño, tan esquivo conmigo de un tiempo a esta parte. Salí. Me hacen daño los zapatos, no debí ponerme calzado sin ahormar. Un error, éste de principiante. Ni que fuera nuevo en el camino: camino más de espinas que nunca, calzando estos zapatos de hoy. Me duelen, pero ya no hay vuelta atrás. Empezaron a dolerme con astucia, lo bastante lejos de casa para que no volviese a cambiarlos por otros más hechos
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a mí. Por eso prefiero seguir adelante, aunque duela como el vivir. Sigo, pues, caminando a través de esta nueva noche, tan plácida por lo demás. Levanto la vista y miro la yema de huevo lunar sosegando el verano de la ciudad. Definitivamente, una noche así no la dormiría ni pudiendo. No me iría a la cama ni por el descanso de descalzarme, pese al dolor que me mortifica cada paso. Es mejor andar mientras se pueda. Sé que un día Dios o cualquier otro echarán el telón y todo habrá acabado. ¿Y qué haré cuando no pueda caminar así? Pues moverme en taxi a todas partes. Podré permitírmelo, pues me sobrará el dinero entonces, al no poder comprar el tiempo que no se vende ni al más pudiente de los derrochadores sobre la Tierra. Sigo deambulando hasta la estación de tren. El tren no es ningún derroche, ni de tiempo ni de dinero. Además, aún queda uno por salir antes de mañana. Mañana, mañana, mañana: el tiempo mantiene su ritmo. Y los trenes también. Mientras espero el mío, apuro el último café de la estación próxima al cierre, más previendo el cansancio de la caminata que el sueño que nunca me llega, ni siquiera para dormir. Otro error: no era éste el tren para la costa, me he liado con las informaciones de la pantalla. Adiós para siempre a la playa distinta e irrepetible bajo esta luna de hoy. Me he equivocado de tren y por consiguiente de camino. Otra vez. Pero cuando llevas toda la vida equivocándote, qué puede importarte una equivocación más. Esa otra ciudad de espaldas al mar me servirá igual para perderme otro poco, un poco más; menos sería nada. Tendré tiempo a recorrer la ciudad de destino hasta primera hora de la mañana, cuando salga el primer tren de vuelta para mi ciudad, o para la ciudad que me tiene por suyo, tanto da. Y la recorro, haciéndola así un poco mía, a pesar de la quemazón de los zapatos, percatándome pronto de que sus calles se parecen demasiado a las de mi propia ciudad. Sobre todo bajo el resplandor de esta misma luna, tan redonda, tan naranja, tan yema. Pero las coincidencias del trazado no
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bastan, no termino de ubicarme entre las similitudes; ni tampoco entre los recuerdos. Mi escasa andadura por aquí se remonta al año 90, creo que no he vuelto desde entonces. 1990 es también el año donde se situaba la acción de Smoke. Para mí el 90 fue Smoke, y sigue siéndolo aun en estos tiempos más libres de humo y de creatividad. Mis iconos cinematográficos de esa época son Harvey Keitel y William Hurt; es decir, aquellos Harvey Keitel y William Hurt, los de Smoke, no esos actores en otros papeles. También era verano en el estanco permeable de Auggie-Keitel. Qué gran personaje. Haciendo siempre la misma foto, conseguía no sacar jamás dos fotos iguales de su rincón favorito de la ciudad, un poco mía también desde Smoke. Mañanas, mañanas, mañanas: todas eran mañanas, sí, pero nunca del mismo día. Con la pausa adecuada podían apreciarse las diferencias de luz, de estación, de gente. Así nos lo hizo ver Auggie a los espectadores, rendidos al sello distintivo de cada imagen repetida, cambiante y única. Todas iguales, pero distintas a la vez. Las noches de verano son un poco como las fotos de Auggie, me sugiere con luz nueva la Luna de esta corta noche de junio. Corta como la vida, por eso hay que apurarla, porque nunca sabes lo que va a pasar luego, y precisamente cuando crees que lo sabes es cuando no tienes ni zorra idea: a eso lo llamaba Auggie una paradoja. Yo opino igual. Sobre todo teniendo tan reciente la hoguera de San Juan, donde quise quemar mis humos más negros…, aun asumiendo que el 90 ya no volverá nunca. Paul Benjamin-Hurt explicaba en el estanco de Auggie cómo pesar ingeniosamente el humo. Era un cliente-escritor que intuía leyes universales compensando cada acto humano, y a eso me agarro también yo para resistir el pesar del humo y avanzar contra el pasado, cruzando un puente sin Brooklyn ni Paul Auster para acabar en alguna parte sin acabar del todo. Guiado por la Luna en plenitud, continúo con la memoria epidérmica a flor de piel, activada por el paseo y el mate esplendor del cielo. Visualizo otros paseos y otras nocturnidades, adentrándome más en la transparencia de la noche, no tan impenetrable ni tan extraña como algunas
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anteriores que me niego a recordar. Cuando tu vida es lo bastante anodina, mejor recordar el cine: claramente. Y cuando te están matando los zapatos, mejor pararse antes de que te rematen. La expresión morir con las botas puestas tiene otro significado menos literal, y comporta más honor que cabezonería. Acepto así los destellos de neón del bar más cercano. Hay un solo cliente y una camarera atendiendo. Le pido otro café antes de empezar con las copas. Parece agradable y su café mejora mucho al terminal de la estación. La cafeína me sostendrá hasta la vuelta y el alcohol anestesiará también mis empeines martirizados. ¿Bastará con eso para distinguir esta noche del resto o nada sería bastante para iluminarla de verdad? Una neblina de tabaco adensa el aire aquí adentro hasta casi solidificarlo. Los clientes de este bar fuman tanto como los del estanco de Auggie. Yo fumaba tanto como ellos por entonces, en el 90. Pero el humo me cegaba demasiado y no distinguía la impronta sucesiva de los días. Hay fuegos que no se apagan y humos que pesan mucho; mucho más de la cuenta. ¡Qué sangría de veranos perdidos! A la camarera le pediría la inmortalidad o de nuevo el 90, pero apenas me llega la voz para pedirle otra copa. Con uno de los tragos me doy cuenta de que nos hemos quedado a solas y la miro. Paradójicamente la veo mejor a través del humo y de los vapores del licor. ¿Elena? No, no puedes ser tú. Sólo tú podrías discutirles a Auggie y a Paul la iconografía del 90 en mi memoria. Me pregunto cómo pude olvidarte en el día a día. No es nada personal, cielo, tampoco recuerdo a las mujeres de Smoke. Tan sólo a una que gritaba mucho; aunque quizás fuese en otra parte, allá afuera, lejos del cine. Por la pantalla de mi vida pasaron ya demasiadas mujeres gritonas y para eso prefiero el silencio; como el nuestro… Si entonces nos hubiéramos apuntalado emocionalmente en vez de fumarnos sin sentido los veranos y los inviernos, seguro que todo hubiera sido distinto entre nosotros. Pero no queda rencor, ardió en la hoguera de San Juan. Cierras por dentro y me sacas a bailar; bailamos envueltos en humo sin que me
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duelan ya los pies; bailamos como si no nos hubiéramos perdido; como si nada hubiera pasado desde el 90. Yo te sigo el ritmo como puedo sobre nuestras brasas, que nos alumbran el baile de los pasos sin quemar. El tiempo mantiene su propio ritmo, hoy y mañana y pasado, y nosotros se lo seguiremos mientras podamos sentir la música. Luego el reloj marca una hora temblorosa de frío. Cuando cesa la música siempre se siente frío. Con caballerosidad invertida, me cedes tu chaqueta ante el portal de tu casa. La mía sigue lejos todavía, pero no tengo prisa en volver. Siempre me gustaron los reencuentros por sorpresa. Al quedarme de nuevo solo, echo a andar viendo como las calles van recuperando su color con el alba. Mi cuerpo duda cómo reaccionar al llegar. Por un lado siente bienestar y por otro se queja del sueño y de los kilómetros cubiertos arrastrando la inadaptación de los pies. Yo dudo también, no sé si fue o sólo si pudo ser. ¿Pero y esta chaqueta de mujer? Porque la chaqueta es incuestionable, tanto como el sol riguroso de la ventana o mi mañana desfallecida. Lo cierto es que la mentira adecuada ha sido siempre algo muy cinematográfico, además de muy recomendable: un verdadero talento que no pararé de soñar hasta hacerlo real, Elena. Algún día; sin humos ni quemaduras. Y con el enfoque más conveniente, para no repetir errores.
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Viaje por tierras salvajes (segunda parte) Rudy Hedemann Luego de partir de Buenos Aires y adentrarse en las pampas infinitas, el capitán Carrasco y su pequeña tropa se unieron a una caravana de carretas para presenciar la carneada de un toro. Aún sacudidos por la impresión que les causó ese sangriento espectáculo, prosiguieron la marcha hacia el norte, hacia San Salvador de Jujuy, donde los esperaba un cargamento de oro que debían transportar al puerto y embarcarlo para Cádiz. A lo largo del camino, los indios los vigilaban desde lejos esperando una oportunidad para robarles armas o caballos. —Permanezcan alertas, estos salvajes son hábiles con las boleadoras, y muy sanguinarios —alertó el baquiano Flores. Transitaron por un territorio plano y monótono que parecía no tener fin, un verdadero mar verde, hasta que al llegar a la ciudad de Córdoba comenzaron las estribaciones de los cerros. Desde allí, las pendientes pronunciadas hacían que los caballos y soldados sufrieran por el esfuerzo, además del calor, obligando a descansos más prolongados bajo sombras cada vez más escasas. Cinco días más tarde llegaron a la ciudad de Tucumán, lugar en el que descubrieron una naturaleza desbordante, pródiga, con selvas impenetrables que de pronto desaparecían para transformarse en rocas estériles a la vuelta del camino. Cedros, lapachos, laureles y un muestrario inacabable de flores colgantes los acompañaba durante el día, en medio de un trinar de pájaros para ellos desconocidos. —El verde de la vegetación en Tucumán es el más intenso que he visto jamás —reconoció Carrasco. Saliendo de la ciudad, al lado de un árbol que los lugareños llamaban “palo borracho”, de tronco exageradamente deforme, hallaron un muestrario de artesanías y telas
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coloridas que atrajo la curiosidad de todos. Los trabajos en arcilla y los tejidos eran una mezcla de estilos españoles y autóctonos, amalgamados de tal forma que satisfacían todos los gustos. Deslumbrado por los colores de las lanas, el Capitán compró una manta roja y blanca tejida a mano por el mismo aborigen que la vendía. En el centro, un gran ojal permitía pasar la cabeza, logrando que la manta colgara de los hombros y cubriera los costados del cuerpo: era un poncho norteño. —Ahora hace mucho calor para usarlo, pero lo llevaré para el invierno de España —aclaró Carrasco a sus soldados. Esa misma noche, cuando hicieron alto en el camino de la montaña, el poncho sirvió al Capitán como abrigo temprano. Durante el día, por culpa del sofocante calor y las cuestas cada vez más empinadas, la marcha se había convertido en una rutina agotadora, exasperante; todos anhelaban llegar lo antes posible, pero aún faltaban muchas leguas y las caballerías ya mostraban las consecuencias del esfuerzo. Pocas jornadas después de haber dejado atrás Tucumán, surgieron senderos transversales enmarcados por matorrales espinosos, detrás de los que se veían plantaciones y ganado. —¿Ven estas tierras? —señaló el baquiano—. Son las más fértiles que he conocido; significa que estamos cerca de Salta… mañana llegaremos —informó el baquiano. Los soldados, que tenían la impresión de estar en una provincia que pronto sería próspera, se asombraban al ver jinetes llevando cueros protectores en las piernas que parecían las alas de un cóndor: grandes, generosas. —Las usan para defenderse de los espinillos de los montes; se clavan en la carne como si fueran agujas —dijo el baquiano—. Tendrían que ver a esos hombres cuando se juntan en grupos, son temibles por su fuerza y arrojo; ellos mismos se llaman “los montoneros”, nombre que proviene del monte salvaje.
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El llamado Camino Real de Montaña, que conducía a Jujuy y llegaba hasta Perú, era una mezcla de piedras irregulares que dificultaban el andar de los caballos. Muchas veces, los cascos se hundían peligrosamente en el desnivelado pedregal, golpeando contra pequeñas rocas que hacían cojear a los animales y obligaba a los jinetes a jalar fuertemente de las riendas para evitar que las bestias cabecearan. Algunas se volvían indóciles, subían y bajaban la cabeza zarandeando las crines. Otras se levantaban de manos sacudiendo el cuerpo a izquierda y derecha tratando de despedir al jinete, igual que si las estuvieran domando por primera vez. Casi sin descansar, cruzaron la ciudad de Salta; las magníficas construcciones de las iglesias y el cabildo confirmaron a los hombres la pujanza que habían presumido encontrar. En cada uno de esos edificios había una campana que, según les explicaron, en conjunto resonaban acompasadas y repicaban claras, templadas; podían convocar a misa, indicar las horas o anunciar noticias urgentes a la población. A pesar de lo rápido de su paso por el lugar, Carrasco y sus soldados se alejaron convencidos de la fuerza, el buen arte y la alcurnia de esa gente. Continuaron remontando caminos que atravesaban selvas intrincadas, senderos de pedruscos parecidos al mármol, profundos cañadones. Hacia el oeste, las montañas emergían cada vez más altas, con nieves eternas y colores que parecían escaparse de las laderas como eternos arcos iris. Mientras galopaban, ninguno podía dejar de admirar el espectáculo que brindaba la naturaleza. —Estamos en Jujuy —dijo el baquiano Flores—. Acá, los colores forman parte del paisaje. Un mediodía, cuando faltaban solamente dos leguas para San Salvador, debieron interrumpir la marcha para protegerse del sol, postergando la llegada para las últimas horas de la tarde. Es que, desde hacía varias jornadas, la piel se les resecaba en todo el cuerpo, escamándose aunque estuviera nublado o
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descansaran a la sombra. Ni el mismo Flores, acostumbrado a esos parajes, encontraba el remedio. Lo único que podían hacer era mojarse la piel después del atardecer, buscando un alivio solamente transitorio. Para mayor disgusto, los labios de todos presentaban grietas sangrantes que les dificultaba alimentarse. Desmontaron bajo algarrobos que crecían al lado de un arroyo de agua traslúcida; el sitio llamaba a descansar y reponer energías. Fue allí que el sargento Barca, luego de hundir su cara en el agua para refrescarse y amortiguar el ardor de los labios, al levantar la cabeza vio a dos mujeres de tez bronceada que observaban al grupo desde la otra orilla. Estaban sentadas, casi inmóviles. Sus cabellos renegridos los habían recogido por detrás en largas trenzas brillantes anudadas con moños rojos y azules. Aunque vestían ropas gruesas y coloridas, como la manta que Carrasco había comprado en Tucumán, el agobiante calor parecía no afectarlas. —Mire, Capitán —dijo Barca—. Usan dos polleras al mismo tiempo, una sobre la otra. Todos miraron sin disimulo: era cierto, las polleras tejidas les llegaban a los tobillos, y por debajo de ellas asomaba una enagua blanca. Como si no les pesara, en la espalda llevaban en forma de bandolera una especie de bolsa tejida en la que una de ellas transportaba un niño, y la otra acarreaba frutas silvestres. —Son coyas, una raza que habita estas tierras desde siempre. Vistiendo esa ropa, durante el día transpiran pero no se les reseca la piel porque la mantienen húmeda —explicó Flores—. Y como las noches en los cerros son frías, no necesitan otra cosa. —¿Hablan español? —Muy poco, su lengua es el quechua.
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Había oscurecido cuando ingresaron a San Salvador. No había luces en las calles ni movimiento de personas. Recién al llegar a una esquina cercana al cuartel encontraron a tres mujeres caminando con sus niños a las espaldas, vestidas de igual manera a las que vieron en el arroyo. El apagado resonar de los cascos sobre las piedras acompañó a los soldados hasta llegar a los portones. Agradecidos por haber alcanzado su primer destino y conocido geografías tan diferentes, antes de ingresar al cuartel miraron hacia el límpido cielo; el espectáculo de los astros brillando en el firmamento y la luz de la luna que hacía lucir la blancura de las cumbres los sobrecogió. Todo parecía irreal, suspendido en el aire por la mano de Dios. A esa hora, cuando el frío comenzaba a ser intenso, Carrasco optó por usar el poncho, una vez más. El fuerte de San Salvador de Jujuy estaba ubicado casi en el centro del pueblo. Sus paredes eran gruesas, sólidas, oscuras. Al ingresar, notaron que en un costado, aislado del resto, dos soldados custodiaban un polvorín repleto de armas y municiones enviadas desde España a Perú y luego a Jujuy a lomo de burro por el altiplano. El coronel Crespo, a cargo de la guarnición, había hecho los preparativos necesarios para trasladar el oro a Buenos Aires. Era un oficial experimentado que pronto regresaría a España, donde lo esperaba su familia, a quien no veía desde hacía seis años. Sus ideas eran claras, impartía órdenes con rigor y no le gustaba perder el tiempo. —Capitán Carrasco —le anunció a la mañana siguiente durante el desayuno—. Hemos preparado para usted una galera muy especial para este traslado. —Muchas gracias ¿Me la puede mostrar, Coronel? —Por supuesto. Ya verá usted que los rayos de las ruedas son más gruesos, al igual que los ejes. En un viaje tan prolongado
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y con una carga tan preciosa, no se deben correr riesgos de roturas. —¿Cómo transportaremos el oro? —Está guardado dentro de seis cofres de madera, bien clavados y rodeados de fierros planos. —¿Y dónde están los cofres? Aunque estaban solos en el despacho, Crespo miró hacia la puerta como si temiera que alguien pudiera escucharlos. —Están depositadas en el polvorín, a la espera de su partida —respondió en voz baja. —Mire usted, Coronel, si bien estoy cansado del viaje, me encuentro dispuesto a salir hacia Buenos Aires en cualquier momento —agregó Carrasco con decisión. Crespo se levantó de la silla sin responder, se dirigió a la puerta e invitó a su anfitrión con un ademán brusco. —Acompáñeme, le mostraré de qué se trata. Caminaron por el playón del fuerte hasta un cobertizo donde estaba guardada la galera. Al abrir el pequeño portón de dos hojas, la madera lustrosa del carruaje reflejó la luz del sol que entraba por la abertura. Carrasco miró el vehículo con la atención de un experto. Dentro de él estaría depositado el oro, además de su futuro. Fue recién en ese instante que sintió el peso de la responsabilidad de la misión que le habían encomendado. Al dar una vuelta alrededor, observó que las ventanillas tenían cortinas, como si estuvieran cubriendo la intimidad de los pasajeros y, sobre el techo, un pequeño arcón simulaba guardar ropa.
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—Nadie podría pensar que un vehículo lujoso como ése estuviera adaptado para llevar una carga tan especial— murmuró para sí mismo. La voz de Crespo lo sacó de sus cavilaciones. —El piso también fue reforzado para soportar el peso concentrado de los cajones con oro —continuó con la explicación, al tiempo que abría una de las puertas y golpeaba el entablonado con los nudillos. —¿Cuándo podremos partir? —consultó Carrasco, impaciente. —Dentro de tres días. Estamos esperando a un postillón que conoce bien los caminos y conduce caballos como pocos. Carrasco pasó las manos por las brillantes maderas. Las sintió suaves al tacto, resbalosas. —¿Cuántos caballos se necesitarán? —Para el vehículo irán cuatro, y además llevarán otros cuatro de refresco. Dentro de lo posible, usted deberá evitar las postas del camino, salvo para cuando tenga necesidad de reaprovisionamiento de agua. La carga que lleva es demasiado importante como para arriesgarla. —¿Quién más nos acompañará? —Otros cuatro soldados se sumarán a los que lo acompañaron hasta aquí. He seleccionado a los mejores, todos españoles, son de confianza y saben el motivo del viaje. —Coronel, ¿cómo pudo mantener el secreto dentro del cuartel? —Eso fue imposible. En un cuartel, a las pocas horas se sabe todo. —¿Y en el pueblo, alguien más lo sabe?
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—Hemos hecho todo lo posible para guardar el secreto puertas adentro, pero este pueblo es tan pequeño que… —no terminó la frase—. Los pobladores algo sospechan. —¿Recibió usted algún comentario? —Nadie ha dicho nada, pero estoy seguro que algún soldado lo comentó en una alcoba… Y con eso ya es suficiente. Disponiendo de días libres para descansar, a Carrasco se le ocurrió consultar a Crespo: —¿Qué puedo visitar por estos lugares que sea de interés? Sin dudar un instante, el otro respondió: —A diez leguas de aquí comienza la Quebrada de Humahuaca. Allá, hay un pueblo llamado Purmamarca donde los colores inundan la retina de quien lo visita. Al cerro que está detrás del poblado lo conocen como “la paleta del pintor”… es digna de cualquier esfuerzo que se haga por verla. —Entonces, mañana iré. ¿El camino es peligroso? —Puede ir tranquilo, la gente de la Puna es muy amable, y encontrará que le ofrecerán alojamiento por pocas pesetas. Llévese hojas de coca para mascar cuando se fatigue o le falte el aire. Usted irá para el lado de la puna, a una altura a la que su organismo no está acostumbrado. —¿La hoja de coca alivia el mal de las alturas? —Es excelente; los habitantes del altiplano la usan desde hace cientos de años, mascándola o en infusión, como si fuera té. Al día siguiente, Carrasco salió del cuartel de Jujuy a las cinco de la mañana, acompañado por dos perros ladradores que pronto se olvidaron de él. Las nevadas cúspides de las
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montañas, brillando con la luz de la luna, parecían señalarle el camino hacia el norte. Se sentía feliz de estar solo en medio de la inmensidad de un país extraño, rodeado de paisajes incomparables. De pronto, sonrió al darse cuenta que se había olvidado del transporte de oro y de los peligros del camino de regreso a Buenos Aires. Siempre subiendo, después de ocho horas de cabalgata interrumpida únicamente para comer y descansar el caballo, el camino lo llevó a Purmamarca. No necesitó preguntar a nadie dónde estaba. La montaña explotaba de matices multicolores; imponentes y majestuosos cerros enmarcaban una aldea con casitas blancas que parecían formar parte del paisaje, pobladores moviéndose entre callejuelas angostas y cabras llevando campanillas atadas al cuello. Frente al río, un sinnúmero de cardones parecidos a manos gigantes se mezclaban con rocas anaranjadas veteadas de negro y amarillo. Nunca había imaginado algo igual. Se persignó ante la grandiosidad del espectáculo que le presentaba la naturaleza. Avanzó por una zona en la que abundaban las llamas, siempre erguidas y masticando, junto a vicuñas huidizas y gallaretas de cantos estridentes. Se acercó a dos niños de piel dorada por el sol que cuidaban un rebaño de cabras; les preguntó sus nombres, pero no le entendieron. “Me gustaría saber quechua”. Al atardecer, la temperatura descendió bruscamente hasta hacerlo tiritar, haciéndole recordar la vestimenta de las mujeres coyas junto al arroyo. Entró a una posada de adobe, construida con barro y paja, donde la ropa que usaba la dueña y la construcción eran tan primitivas que pensó que nunca había entrado un europeo a ese sitio. Descubrió ser el único lugar para dormir en ese pueblo.
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Después de comer costillitas de chivo cocinadas en olla de barro, se acostó sobre un catre de cuero que tenía dos pieles de ovejas a modo de colchón. Al principio, el olor desagradable a grasa de las pieles pareció impedirle dormir, pero el cansancio lo venció y por fin cayó pesadamente en sueño hasta el otro día. Durante el desayuno, preguntó el significado de Purmamarca. —Quiere decir Pueblo de la Tierra Virgen —respondió el posadero con acento quechua, herencia de la cultura incaica de sus antepasados. Carrasco regresó satisfecho de su travesía, y así se lo hizo saber al coronel Crespo. —¿Sabe una cosa, Coronel? Este viaje me permitió acercarme a Dios; sentí la presencia de Él en cada recodo del camino, en los colores de las montañas y hasta en la simpleza de la gente.
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Manaos y más allá Roberto Bennett
El viaje en avión desde Sao Paulo es largo pero bien vale la pena porque da tiempo a ir templando el ánimo para la experiencia que nos espera al descender en Manaos, en pleno corazón de la Amazonía brasileña. Esta ciudad de un millón y medio de habitantes, fundada por los portugueses en 1669, incrustada en medio de la floresta tropical más grande del mundo y recostada sobre el inmenso río Negro, es un centro de comercio típicamente fronterizo. Toda allí resuma ese aire tan especial que se respira en los confines. Más allá de Manaos está la selva, profunda, interminablemente espesa, mágica, traicionera, a veces impenetrable, capaz de tragarse una carretera o los restos de un accidente aéreo en apenas una semana… Cumplí con mis compromisos laborales y a continuación decidí recorrer la ciudad, para empaparme de ese ambiente tan especial que se respira en Manaos. Realicé las consabidas visitas turísticas al Teatro Amazonas, inaugurado un 31 de diciembre de 1896, en plena época de oro del caucho amazónico. De esa impresionante obra arquitectónica, lo que me llamó más la atención fue un detalle curioso: La rampa de subida a la entrada principal está hecha de caucho, para que los cascos de los caballos que tiraban de los carruajes, al llegar no hicieran ruido. Así no molestarían a los artistas y al ilustre público, que disfrutaba dentro de la sala de una ópera o concierto clásico. Un alarde de civilización, lujo y derroche, en aquel rincón perdido de la selva. Visité también el Palacio Río Negro, otra demostración de poder y jactancia, construido en 1917 como residencia de un rico comerciante de “borracha” o caucho. Más tarde, dicha mansión fue sede el gobierno de Amazonas y desde 1997 es utilizada como lugar de celebración de exposiciones y espectáculos musicales. Finalmente llegué hasta el Mercado Municipal, construido
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sobre un margen del río, donde amarran los barcos que recorren las autopistas fluviales del corazón de América del Sur. El edificio, inaugurado en 1882, es donde se comercializan todos los productos regionales de la jungla. Una visita a sus numerosos puestos representa una verdadera experiencia ecológica, entrando en contacto con las frutas, la flora y las plantas más variadas de la cocina y medicina natural. Antes de retornar al hotel, me detuve un rato a contemplar los pequeños barcos que desde allí recorren los principales ríos y sus afluentes, realizando un vital servicio de transporte y comunicación en esa inmensa y remota región. Los barcos tienen abiertos sus laterales y dos o tres cubiertas superpuestas. Debajo de ellas cuelgan las hamacas que servirán de camas para los pasajeros que permanecerán varios días a bordo, mientras la embarcación remonta los ríos rumbo a los más alejados poblados de la frontera. La vida de toda esta vasta región gira en torno a las vías de navegación porque ellas son las únicas formas de comunicarse, ya que las carreteras a través de la selva son peligrosas, de mala calidad y muy escasas. Permanecí un largo rato observando aquellos barcos de cabotaje, de diseño antiguo pero evidentemente muy prácticos para cumplir con el cometido que se les ha asignado y quedé maravillado por la incesante actividad humana que se desarrollaba en torno a ellos. Cuando anocheció, retorné al hotel convencido de que debía explorar mucho más este enorme y apabullante territorio. Mi verdadero interés radicaba en poder aventurarme más allá de Manaos, hacia las regiones aisladas de la selva amazónica, dejando atrás las comodidades de aquella ciudad que me resultó poco atractiva, internándome en los ríos selváticos para vivir una experiencia única y sin duda fascinante. Al día siguiente, me acerqué hasta un embarcadero situado junto al hotel y negocié el precio del pasaje con el propietario de una pequeña barca que realiza transportes fluviales hacia algunas cabañas y eco-hoteles construidos sobre islas o en las orillas de ríos, arroyos y
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lagunas, todos ellos ubicados en plena floresta tropical. Quería aprovechar al máximo esta oportunidad excepcional que se presentaba. Finalmente me decidí por el pequeño albergue rústico de Acajatuba, con una parada previa para almorzar en el hotel Arianú, que queda a mitad de camino. El viaje hasta ese rincón perdido, donde me hospedaría durante tres noches excepcionales, duraría aproximadamente unas seis horas, navegando 65 kilómetros por el misterioso, ancho y oscuro río Negro (que hace buen honor al nombre), en dirección a la frontera con Colombia. Partimos muy temprano por la mañana, casi al amanecer y la temperatura era ideal para un largo crucero en barca. Mi temor a los mosquitos pronto se esfumó cuando un marinero me explicó que las aguas del río Negro contienen una sustancia natural que les impide procrearse. No supo darme una explicación científica pero los hechos posteriormente demostraron su razón. En los primeros kilómetros de esta verdadera autopista fluvial, llaman la atención las estaciones flotantes para la venta de combustible. La vegetación es tan densa y enmarañada que resulta casi imposible internarse en la jungla. Por ello, todos los poblados se encuentran en las orillas y únicamente los indios son capaces de penetrar esa maleza para construir sus aldeas selva adentro, alejadas de la visión de los hombres blancos. Avanzábamos río arriba con relativa rapidez y me tumbé a disfrutar del maravilloso paisaje y la emocionante visión de los primeros delfines de río, con su piel de tonalidad rosada, que nos seguían a una prudencial distancia. Luego, con el transcurrir de las horas, su presencia y la de sus primos cercanos, los tucuxi o delfines grises, se tornaría una compañía habitual en nuestro recorrido. Nos íbamos alejando más y más de la civilización y de pronto comenzaron a aparecer densas y perturbadoras humaredas en el horizonte, señal de la quema indiscriminada de árboles que está destrozando la floresta brasileña. Vital pulmón de oxígeno para la humanidad.
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Llegamos a Arianú a las tres horas de haber partido de Praia Ponta Negra. El complejo es un alarde de creatividad arquitectónica en medio de la selva. Construido en 1987 a nivel de las copas de los árboles, con dos torres de observación de 42 metros de altura, un helipuerto y ocho kilómetros de pasarelas entre los diferentes módulos. Allí se han hospedado desde los Reyes de España hasta cancilleres alemanes, primeros ministros y diversos presidentes. Las edificaciones, hechas todas en madera, armonizan con el verde y la exuberancia de la vegetación amazónica, pero para mi gusto son demasiado confortables y turísticas. Un lujo que no buscaba ni necesitaba en un rincón tan ecológicamente puro. Incluso descubrí que los monitos y los guacamayos que se acercan a comer de la mano de los turistas están semi amaestrados y nunca se alejan demasiado de las edificaciones, durmiendo algunos de ellos bajo los aleros de las terrazas. Almorzamos y partimos enseguida en busca de algo, a mi manera de ver, mucho más genuino, más auténtico. Yo quería habitar unas viviendas sin aire acondicionado ni piscina ni televisión satelital ni internet. Aunque aclaro que tampoco deseaba el drama de un viaje al corazón de las tinieblas, como nos relató Joseph Conrad en su insuperable aventura africana. Cuando finalmente llegamos y desembarcamos en Acajatuba, reconozco que experimenté una indescriptible sensación de curiosidad y excitación interior. La jungla nos envolvía en una forma casi sobrenatural. Allí se tiene la certeza de estar lejos, muy lejos de la civilización y sin embargo, todo parece estar en perfecta armonía. Impresiona un poco la soledad de aquel lugar pero inmediatamente la hospitalidad del personal y la presencia permanente de aves y animales salvajes, que se mezclan en total libertad con los visitantes, brindan una sensación reconfortante y esclarecedora. El albergue de Acajatuba se encuentra ubicado sobre el río del mismo nombre, un afluente del Negro, muy cerca del
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archipiélago fluvial de Anavilhanas, el más grande del mundo. Cuenta con 20 cabañas rústicas de madera, construidas al estilo nativo, con techo de hoja de palma y baño privado en cada choza pero sin electricidad, a excepción de la tenue iluminación que ofrecen durante sólo dos horas al día unas bombillas de 12 voltios y una lámpara a queroseno en cada puerta. Todas las cabañas están montadas sobre pilares, a casi un metro del suelo, para mayor seguridad de los huéspedes, y entre ellas y las edificaciones de la administración y el comedor, la conexión es a través de pasarelas elevadas. También hay una torre de observación de 27 metros de altura, que permite admirar y disfrutar la belleza de los amaneceres y atardeceres en la selva o el río. Mientras me asignaban una choza, un tucán se posó sobre la baranda y me observó detenidamente, haciendo girar su cabeza y su gran pico hacia un lado y hacia el otro. En la puerta del comedor, un guacamayo azul y oro esperaba pacientemente la oferta de nueces y frutas por parte de los huéspedes. Y luego al atardecer, mientras me refrescaba dándome un chapuzón en el río, gozando de una playita de arena blanca ubicada junto al embarcadero, observé como un niño nativo jugueteaba con un boto rosado, o sea un delfín de agua dulce. Tan idílico parecía todo el entorno y el espectáculo ante mis ojos, que al principio desconfié si no sería parte de un show montado cada día para satisfacer a los visitantes extranjeros. Pero luego noté como el niño se aburría con el juego y se alejaba por un sendero hacia la densa floresta, y eso me convenció que aún quedan, por fortuna, rincones absolutamente naturales en el mundo. Al día siguiente salimos muy temprano de excursión, casi a oscuras, ocultos por la bruma matinal que subía del río, buscando evitar las marchas en esas horas de calor soporífero del mediodía. Partimos a pie todos los que nos hospedábamos en aquel albergue, rumbo al interior de la floresta. Éramos ocho caminando en fila india tras nuestro guía nativo. El grupo expedicionario lo componíamos un ornitólogo holandés, un matrimonio de turistas franceses, un
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profesor de biología alemán con su esposa y una pareja de jóvenes asturianos, con quienes hice amistad fácilmente. El indígena nos llevó monte adentro, por un sendero angosto e irregular, para descubrir con nuestros propios ojos la increíble flora y fauna de estas tierras semi vírgenes. Primero nos encontramos con un enorme Sumaumeira, el árbol más grande del Amazonas y todos tomamos docenas de fotografías del rey del bosque, luego de palparle, provocados por ese instinto tan primitivo del ser humano, que necesita tocar para creer… Un poco más adelante, en un recodo del río, junto a una laguna, admiramos las majestuosas Victoria regias, los mayores nenúfares del mundo, bautizados así por botánicos del siglo XIX en honor a la reina Victoria de Inglaterra. Más tarde, caminando con sumo sigilo, nuestro guía nos señaló con su brazo extendido la copa de un arbusto, donde una hembra de perezoso y su cría mascaban hojas tiernas, mientras se movían con enervante parsimonia, mimetizados con el follaje. Y cada tanto nos sobrevolaba un guacamayo, alguna avecilla de plumaje brillante o un loro chillón. El ornitólogo holandés nos enseñó que en el estado de Amazonas habitan 700 especies de aves, o sea el 42% del total de variedades de pájaros que hay en Brasil. Una proporción impactante. Entre las sombras de los árboles, lianas y plantas, vislumbrábamos a veces las siluetas de monitos saltarines y nos maravillaron los colores de las flores silvestres y las mariposas. Caminar por el bosque esa mañana fue una experiencia única para todos y nos abrió el apetito para disfrutar con el suculento almuerzo que nos esperaba en la posada. Dicho ágape consistía en sopa de pirañas seguida de varios ejemplares de pescados de la zona, enormes, carnosos y de sabores extraños, casi diría que muy poco acuáticos. Todo acompañado por jugos de frutas naturales de la selva. Por la tarde, luego de una breve pero reparadora siesta, salimos en una canoa con motor fuera borda para reconocer
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la costa, con sus muros de vegetación densos e intricados que llegan hasta el mismo borde del agua e impiden el desembarco, excepto en las ocasionales playas de arena muy blanca. Cerca de ellas vislumbramos millares de plantas flotantes que semejan lotos y a veces ofrecen unas flores color violeta. También vimos algunos míseros caseríos de comunidades indígenas. Tras una hora de viaje por el río llegamos hasta una reserva de primates, financiada con fondos de cooperación internacional y allí desembarcamos. Caminamos por la zona de jaulas que se utilizan para la reintroducción de monos a su hábitat natural y casi sin darnos cuenta, se nos fueron acercando vivarachos monitos ardilla, capuchinos, monos araña y hasta un mono con cara colorada, todos ellos libres, salvajes pero sin ningún miedo a los seres humanos. En esa reserva ecológica, muchos de ellos han sido curados de heridas e infecciones y por lo tanto, no sienten temor de acercarse a las escasas instalaciones que componen ese centro. Tomamos infinitas fotografías y conversamos con los especialistas que se encargan de la estación, y todos llegamos a la conclusión que esta es una obra digna de ser apoyada y visitada. A la vuelta, paramos para conocer una aldea de caboclos (mestizaje de blancos con indios) y comprar algunas artesanías de recuerdo. Esa noche, después de cenar y antes que se apagara el generador eléctrico que ilumina durante dos horas el comedor de Acajatuba, volvimos a salir en canoa. Esta vez para recorrer los arroyos y pantanos vecinos, en busca de jóvenes yacarés (caimanes), que nuestro guía capturaba zambulléndose en las oscuras aguas y luego subía a la embarcación, para que pudiésemos estudiar de cerca aquellos extraños y casi prehistóricos animales. Una potente linterna ayudaba a ubicarles pero luego era cuestión de arrojo, seguridad en la maniobra y rapidez de reflejos para evitar una peligrosa mordedura. Retornamos al albergue de madrugada, exhaustos pero fascinados por la variedad de experiencias vividas aquel primer día. Cuando cerré la puerta de la choza y me tumbé sobre la cama, me invadió la oscuridad total y sentí como me arropaba un silencio profundo, sólo roto ocasionalmente por los peculiares sonidos
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de la selva, que en mi caso, tuvieron un agradable efecto arrullador. A la mañana siguiente, zarpamos nuevamente en canoa, esta vez para visitar el archipiélago de las Anavilhanas, los igarapés (arroyos selváticos) y las igapós o islas inundadas. También pescamos pirañas y recorrimos ríos, lagunas y cachoeiras o cascadas, escondidas entre la boyante arboleda. Siguiendo con obediencia ciega los pasos y las instrucciones de nuestro guía indígena, confiando plenamente en su profundo conocimiento del lugar. Descubrimos infinidad de plantas medicinales, desconocidas hasta entonces por nosotros, vimos garzas y otras aves acuáticas, insectos difíciles de describir y fotografiamos sapitos y ranas de colores vivaces. Incluso, el matrimonio de alemanes juró que vieron una boa constrictor enrollada en el tronco de un árbol, aunque yo confieso que no vi nada. Acabado el paseo, esa noche me retiré a mi choza más temprano que los demás. Ellos se quedaron charlando en el muellecito, admirando la enorme luna llena sobre el río, reviviendo mil y una anécdotas vividas aquellos días, pero mi vuelo de retorno estaba previsto para la tarde siguiente. Por ello, debía madrugar para tomar la barca que me llevaría de vuelta a Manaos. La fiesta para mi había terminado, pero prometí una segunda vuelta, en un futuro no muy lejano y en compañía de mi familia. Aquella noche, de nuevo dormí profundamente, acompañado por los misteriosos ruidos de la espesa jungla que me rodeaba y oyendo el canto triste de los pájaros nocturnos. Con puntualidad, a las 15:30 el DC-10 de Varig carreteó y se elevó lentamente, esforzándose y crujiendo. Ostensiblemente pesado, con su capacidad de pasajeros y carga colmada. Viró sobre su ala izquierda y entonces allí debajo vislumbré el famoso “encuentro de las aguas”, donde el río Solimoes se mezcla con el Negro, creando un contraste bien visible a pesar de la altura. Sentí pena al partir y mi vista se perdió más allá de los ríos, en la inmensa floresta tropical, poderosa
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e impenetrable, extenso mar de vegetación color verde esmeralda. Desafiante al progreso, a pesar de la tala y quema desaforada que le practican con saña los humanos. Y dije adiós por esta vez a esa selva hermosa, eterna, útil y sabia, como sólo puede llegar a ser algo creado por nuestra Madre Naturaleza.
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Sirdania José Manuel Díez García
Sirdania, esa palabra enigmática que encierra un viaje de mochila a la espalda, una escapada a una ciudad y dos países, unos lugares otoñales de color ocre y verde apagado, una visión de columnas arruinadas evocando un pasado esplendoroso, un pasado que también ha tumbado al propio viaje, con lo que ahora toca recordar. ¿En qué momento el recuerdo ya no es exacto, se transforma en algo parecido a lo que una vez fue realidad, aniquila ciertas partes de lo sucedido y magnifica otras realzando el ego? Esa es la verdad, algo incierto, y eso es lo que trataré de narrar en un relato que se mueve por lugares demasiado emborronados a lo largo de la historia. Recuerdo el anochecer y el amanecer en Palmira, un castillo vertical y vertiginoso, un restaurante con mucho perejil, un hamam maltratado, un tren nocturno de literas antiguas, a un chaval que nos lleva a una terraza en obras con el sol ocultándose tras feos edificios, unas rocas derretidas en Petra, unos peces y corales coloreados. Y también recuerdo un mar salado donde es imposible ahogarse y una casa damasquina transformada en restaurante donde comimos el primer día y cenamos la última noche. Un día apacible enmarcaba las últimas horas en Roma, al comienzo del periplo. Recuerdo que tomamos el afamado café de Sant Eustachio, y con el regusto aún en el paladar ya estábamos encima de un traqueteo hacia el aeropuerto, y no mucho tiempo después un avión despegaba en los últimos estertores del día rumbo a oriente.
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Recuerdo un autobús deteriorado moviéndose por una carretera alargada donde jóvenes mozos desaliñados dispensaban una atención de libre albedrío. La luz cegadora del desierto quedaba al margen por la desfachatez de pesadas cortinas de color oscuro, y un duermevela se apoderaba de mí a pesar de la resistencia, produciendo ráfagas de visión en mis ojos (una casucha aposentada en mitad de la nada, un movimiento brusco en el asiento delantero, unos dromedarios ramoneando valientes retamas). Llegamos ya a un pueblo desparramado y rechoncho, cálido, con un calor de siesta de verano. Allí una furgoneta abollada nos lleva a un hotel con ínfulas beduinas. Hay una comida al aire libre. Y sí, después Palmira, de un rubio casi albino. Sin embargo las columnas se van tornando de un color nublado que anuncia lluvia, y ya no es el desierto ni es Palmira, es un lugar abandonado y es Apamea. El imperio romano petrificado y olvidado. Los “cardos” prolongándose desganados sin conducir ya a ningún sitio, solo a un final bruscamente interrumpido por arena y maleza, un trocito de antigüedad sin pasar por ninguna máquina orweliana. Palmea es la palabra inexistente que uniría las dos ciudades cuando Roma extendió aquí sus tentáculos de piedra. Ahora es por brea y grava por donde circula un autobús destartalado con sillas de plástico blanco en el pasillo, donde posaderas de gente lugareña se acomodan mientras unas mujeres hablan alto, como si estuvieran enfadadas con el conductor y el hombre que le acompaña. Todo en el vehículo parece estar a punto de desprenderse, el remate sintoniza con un país árabe, donde se respira cierto ambiente de dejadez, de que Alá proveerá. Las ruedas siguen dando vueltas a 1550 revoluciones, quizás a 2000, son tantas las revueltas aquí sucedidas. Toda la carretera de grava y brea se rodea de arena desteñida, muy clara. Periódicamente, en lo alto, se asoman, mirándonos por encima del hombro, carteles de color verde que evocan antigüedad esplendorosa y violencia, indicando Damasco o Irak. La música muy floja,
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apenas perceptible, casi como un crujido más del dichoso autobús. Y de pronto llegamos al centro de Siria, a una ciudad de norias que se quejan chirriando como un burro de carga rebuznando. Son pesadas, resistentes como dromedarios, tercas como mulas, resignadas como ovejas, sumergiéndose en un agua pestilente y pútrida. Sí, el mítico río Orontes convertido en cloaca fecal, triste época ésta donde todo se acaba ensuciando y contaminando. Y paseamos por escuetas calles estrechas y subimos a la ciudadela, donde en viernes la localidad se apretuja en su circunferencia, vivaqueando en familia numerosa mientras observa la ciudad allá abajo, una ciudad aplastada que te implora con anáforas desgarradas que no olvides su pasado, ni los pasados de otras ciudades devastadas en tiempos recientes. Cae el sol anaranjado tras el abigarramiento de edificios, diciéndonos adiós a la sordina, limpiando la ciudad de polvo, o mejor dicho, haciendo que ese polvo no se vea, que desaparezca hasta el día siguiente, como los sucesos de 1982 en este lugar, que han generado un odio cobijado en un callejón oscuro que aflorará algún día y moldeará la historia. Las familias numerosas nos observan, somos parte de la atracción y distracción en un día festivo. Los niños nos miran estirando el cuello, con los ojos bien abiertos, sin pestañear. Quieren hacerse fotos con nosotros, nos avasallan para que así sea. Y al extender su manto enlutado la noche, el vocerío se apaga y bajamos lentamente por un camino ya marcado de este túmulo de civilizaciones superpuestas, con tranquilidad, sin prisas, respirando el frescor de un fin de día que nos unió de una manera simbólica con Palmira y Apamea, es decir, con Palmea. Un taxi parte a las puertas de un museo lleno de mosaicos arrancados torpemente de las ciudades bizantinas a las que ahora nos dirigimos. Penetra en un mercado que se arrebuja a ambos lados de la calle, donde la gente se roza y habla en jerga, compra el sustento diario y devuelve unas monedas y billetes que a veces escasean. Aquí el hambre no se adivina, pero huele a pobreza sostenida. Es el mercado de Ma’arat an-
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Nu’aman, ciudad donde, entre la realidad y la leyenda, los cruzados acribillaron a la población musulmana que aquí vivía. Y una carretera serpentea por tierra pedregosa salpicada de nimias aldeas donde pollos famélicos corretean alocadamente, para luego pararse, escarbar y picotear instintivamente, aunque no saquen nada. Más lejos niños despeluzados y sucios juegan entre un desorden de aperos de labranza y cajas polvorientas. Miran detenidos unos segundos pasar el coche, unos segundos en los que nuestras miradas se cruzan, luego se separan, yo me voy, ellos se quedan, sus pies se clavan en los terrones para seguir formando parte de un lugar inhóspito y olvidado, aunque ellos aún no lo sepan. Quizás les espera lo mismo que a estas “ciudades muertas” donde, al saltar la tapia de piedras sueltas, nos encontramos ahora. El taxi se ha ido, no hay nadie aún, salvo nosotros. El abandono sobrecoge, sólo enormes lagartos deslizándose entre la hierba reseca nos hacen compañía, o más bien nos observan desconfiadamente con la lengua fuera. Una pared inclinada hacia la izquierda, cuyos últimos bloques yacen esparcidos por la maleza, me hace pensar en el paso del tiempo, en lo que fue motivo de ilusión, también de tristeza, se convierte en algo afásico y apagado, casi siniestro, testigo de que aquí sucedieron acontecimientos cotidianos, pero se niega a hablar como un tipo duro de la delincuencia, donde tan mal visto está la delación, con lo que sólo queda imaginar y descifrar. La muerte se encontró con nosotros al final en forma de tumba con techumbre piramidal. Es una tumba solitaria con cinco sarcófagos haciéndose compañía en su estómago, donde la carne quedó digerida por el tiempo, un tiempo inmemorial transformado ahora en piedra labrada. El taxi anexiona los lugares y, tras un castillo en ruinas llamado Saladino, al llegar el crepúsculo nos deposita suavemente en la avenida 14 Ramadán de Latakia, junto a la enorme estatua de Hafez al-Assad, el padre del actual presidente. Cae la noche por fin, la humedad es palpable, el cuerpo está
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pegajoso, el cansancio se acumula, la cabeza asimila lo observado, el aire contaminado está estático, apenas es perceptible. La noche es negra, las luces de las farolas son mortecinas, ictéricas como la hepatitis. Las avenidas discurren caóticas con automóviles y gente en tono elevado, de los locales salen comentarios de fútbol y música rai envueltos en el humo de los narguiles. El sueño nos dice que hay un hotel, que hay unas horas hasta el día siguiente, hasta la salida de un tren que nos llevará a trompicones por paisajes abruptos y glaucos a Alepo. Y de esta ciudad recuerdo la llegada y la salida, siempre con la estación de trenes como símbolo del alfa y omega. Nos despedimos de un sudafricano, que conocimos en el hamam del gran zoco, cuando nos encaminábamos por Bab al-Faraj, junto a la Torre del Reloj, hacia la estación, ya en la hora omega. La noche cálida y melancólica cubría las rectas avenidas, y tras un giro y medio pasamos por una vetusta tienda apretujada en cuyo interior una anciana con ropaje negro y arrugas profundas en su rostro de pobreza ingenua, bajo una luz desanimada, nos vendió algo de comer mientras descubríamos que era analfabeta, y la ternura se adueñó de mí. La gente se iba acumulando en el exterior de la estación, sentada en los marcos de piedra que rodean los árboles. Un chico de unos veinte años se volvió sonriente y nos habló de repente, de una manera locuaz y solvente. Pronunciaba casi en un susurro y muy lineal. Otra vez la ingenuidad y la ilusión casi infantil plasmadas en unas calificaciones universitarias que nos mostró como un tesoro. Luego la marabunta casi irracional desbarató la magia al entrar en los andenes para agarrar el último tren del día con destino a Damasco. Y cambiando la noche por el día, por un día despejado y ardiente, se hace presente el alfa a la vez que caminamos y nos despistamos hacia el centro de Alepo, buscando un hotel que no aparece, que al final es otro llamado Al-Basha, cuya entrada tiene al fondo un mostrador y tras él un joven recepcionista nos aloja en voz baja y amablemente, aunque
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pudiera ser al revés, de manera amable y sin alzar la voz, ya no recuerdo. Mi mente sigue su curso zigzagueante mientras sortea los quehaceres diarios e ideas peregrinas y, simultáneamente, permanece enclaustrada en un esplendoroso teatro romano con corteza árabe, el cual se calienta al sol del mediodía, luego avanza y se instala ya en Jordania, donde un chaval llamado Ibrahim, que conocimos en el autobús que te aleja de la frontera siria de Ramtha y te lleva a la ciudad universitaria de Irbid, fue amable. Recuerdo de él su cara atezada con manchas, su cortesía al llevarnos a su casa, mejor dicho, a la de su hermano, a tomar café, donde las mujeres jamás se manifestaron en cuerpo, pero sí en alma (seguramente fueron ellas las que nos lo prepararon), y al final, recuerdo una despedida informal a las puertas del hotel. Ya con J a solas, me relajé y me alegré al comprobar cómo merecen la pena los viajes, lo que te muestran y te enseñan. La habitación era acogedora y merecida tras un día largo donde cruzamos a otro país y a otra realidad no muy lejana. Tras una ducha rápida nos tumbamos en la cama y nos apagamos sincronizados con la luz. La luz se enciende cegadora y nos muestra Jerash, un lugar polvoriento que rodea unas alargadas ruinas romanas. Estamos bajando por la carretera que las flanquea, aunque torcemos a la izquierda y entramos en el hotel Hadrian a tomar un ansiado café. El calor proclama su victoria desde el exterior, sabedor de que pronto acudiremos a él. Y así ha sido, pienso mientras me dirijo al centro de la plaza oval, que a su vez es el centro de esta ciudad romana degollada por el tiempo, siempre el tiempo, que sigue transcurriendo impertérrito a pesar de los exhortos. La plaza está acorralada por un ejército de firmes columnas, que una a una se alinean esperando una señal que ya solo puede ser de rendición, que por fin descansen del gentío que día a día se entremezcla con ellas. Y a continuación Ammán, antiestética y descomunal, ruidosa y sinuosa. Y posteriormente Petra, la mítica ciudad nabatea
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convertida en una ajada prostituta de lujo violada miserablemente, con miles de espermatozoides penetrando por la vagina, llamada siq, en su matriz. El gobierno jordano, ni que decir tiene, ejerce aquí del peor de los proxenetas. Las paredes rosáceas del útero se derriten como si lloraran, impotentes ante todos los que las ven, resignadas a ser toqueteadas por multitud de manos insaciables. Por la mañana temprano despertamos con un frío de alba en una tienda beduina instalada en un desierto rojo, el fílmico Wadi Rum. Recuerdo de allí unas ruedas levantando polvo de arena rojiza y unas rocas deformes y horadadas que salpicaban de pardo el paisaje. Recuerdo una guía multilingüe eslovaca, alegre y seria, agradable y resuelta, profesional y cercana, muy plantada en su papel. También recuerdo, acaso, un ocaso cobrizo y perezoso, lento, bebiendo té rudimentario preparado por una abnegada germana. El sol era un gran círculo naranja que nos dijo hasta mañana mientras por oriente salía con desparpajo una luna llena brillante, proyectando una luz casi mágica donde el desierto parecía un planeta lejano inhabitado, en el cual los primeros colonos se iban asentando tras una gran desgracia en el astro de procedencia. Las rocas aparentaban tener pesadillas, se retorcían en un escorzo imposible. La noche en calma cubría el calor diurno momentáneamente, hasta que el sol, hastiado de su monotonía, anuló la nutación al volver a asomar por detrás, trayendo consigo el ardor del sur y sorprendiéndonos aún tumbados en las colchonetas de un color ya indeterminado. Otra vez las ruedas girando y despeinando la arena pelirroja, otra vez los beduinos con sus blancas chilabas al volante, otra vez un mísero pueblo sin asfaltar donde atracaban y repostaban la gente del desierto, donde la carretera terminaba de una manera agónica disminuyendo su firme hasta acabar en un raquítico reguero salpicado de grava dispersa.
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Solo nos queda que un grupo de checos nos lleve a Aqaba, a que un Mar Rojo nos engulla y nos enseñe su mejor y peor cara, unos corales donde merodean peces llamativos amenazados por medusas de plástico que flotan boca abajo bien abiertas, dispuestas a cargar con esta belleza irisada y llevársela para siempre. Salimos a la superficie y caminamos por la playa deprisa, decididos a dejar el lugar e ir cerrando la cremallera de Jordania subiendo de sur a norte. En Aqaba, sí, se acabó el sur con una despedida parca, prácticamente cumpliendo con las formalidades. Llegamos de noche al lugar donde este país se hundía en un mar pequeño y denso reposando en un agujero, que esperaba como una olla recién puesta al fuego los condimentos para la cocción. Un secador de pelo zumbando mientras expulsaba un aire canicular que quitaba la humedad a las prendas lavadas y aún no secas. La escena tenía lugar en un hotel de Madaba, en los últimos días del viaje. Era de noche, una noche melancólica, como son todas las noches al final de algo, entrañable, triste. El aire del secador conseguía su función, secar la ropa lavada, y mientras tanto, golpeaba con docilidad mi piel reconfortándome, ayudándome a pensar y a recordar estos días viajeros ya casi caducos. J pululaba por la habitación metiendo de vez en cuando porciones en la mochila hasta hacer un todo. Yo seguía abstraído, pensativo, rememorando los días que fueron transcurriendo uno tras otro, imparables, tenaces, sucesivos, y así como, sin saber muy bien el porqué, a veces nuestra vida es una antinomia que da un giro inesperado que se veía venir, en ese momento, en ese hotel de Madaba, la torsión en el viaje se había producido, pues sabía que pronto aquello terminaría, que sólo quedaría cruzar una frontera y regresar a la inmarcesible Damasco, donde veríamos de nuevo a hombres y mujeres separados, mostrando que los muchos emparejamientos se hicieron mediante el lenocinio, y luego Estambul, y después Roma, desandando lo andado. Unos
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pasos sucesivos y ordenados al compás de unas horas también sucesivas y ordenadas, que de manera ineluctable lo concluirían todo en una balaustrada con vistas a un mar centelleante, ya acercándonos a casa al unísono para terminar en ella, en unos días habituales que se irían sucediendo unos tras otros hasta desembocar en un nuevo viaje, en una nueva historia confundida entre millones de nuevas historias que ya suenan a viejas.
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El no-lugar de dos ciudades Ricardo Ramírez Requena
Marc Augé llama a los aeropuertos no-lugares. También a las habitaciones de hotel, a las estaciones de metro o tren, a las autopistas, a los supermercados. Sucede que amo esos lugares (o no-lugares). También los puertos, las paradas de autobuses. El movimiento, el tránsito, el viaje, la ida, el regreso. Parafraseando a Cees Nooteboom, son lugares en donde dependemos de los otros. Otro conduce, es responsable de tu seguridad, coordina, atiende. Dependes de quien arregle la cama, de quien cocine, de quien marque tu ticket. Dependes de su puntualidad, de su sentido de la responsabilidad. Es decir, son esos sitios en donde aún somos, de alguna manera, nómadas. Puertos, hoteles, paradas, estaciones, adquieren su sacralidad por el tránsito, por el no vivir ahí, por la no permanencia. Somos por y desde la incertidumbre. Es decir, reúnen la esencia de nuestra realidad y posmodernidad. Augé lo llama sobremodernidad. Incluye a los medios de comunicación, es decir, el teléfono, el móvil, Internet, cámaras. Los determina como espacios en donde no hay intimidad en las personas. Discrepo de él. La soledad es intrínseca a nuestra naturaleza. Somos solos. Y reducir esos espacios a no-lugares, es no vivirlos desde la realidad fenomenológica de nuestro ser. La calle es el espacio del encuentro. Los no-lugares de Augé son la nueva plaza, el nuevo parque. Hablo de un espacio en donde se puede dar el reconocimiento del otro, desde la soledad de cada quien. Llenamos la mirada de lo que corre frente a nuestros ojos, de los olores que respiramos en el mercado, del vaivén musical de los otros en nuestros oídos. ¿Vivimos un tiempo de regreso al nomadismo, de redescubrimiento de él gracias a la globalización?, ¿hemos aceptado que todo pasa, que poco permanece por fin?
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Todo viaje es un viaje hacia adentro también. Dormir, transitar fuera de los espacios cotidianos tuyos es salir de ti mismo. Solo así nos encontramos (o nos perdemos, cosa que a veces también queremos tanto). Estamos al descampado. ¿Me habitan las ciudades o solamente se recorren?, ¿qué tan de paso es uno?, ¿cuánto de ellas llevamos en las entrañas? He recorrido tantas ciudades, he vivido quizás, en demasiadas. Cinco ciudades antes del uso de razón, una sola en veinticinco años. ¿De cuál soy realmente?, ¿De aquella en donde nací o de aquello en donde transito? En esta, en donde vivo ahora, me siento apenas testigo de sus andares y mutaciones. De las otras, alguien que las busca siempre en sueños. Se me esconden, me evaden, me seducen con silencios de mujer, con secretos de los que no sé nada. ¿Qué tan de ellas puedo ser?, ¿Qué tanto puede ser uno de lo que ama? Siete Troyas llevo dentro, siete Troyas que mi cuerpo se reparten. Me recorren, me averiguan, me espían en la noche. Las habito, las escribo. No sé más nada. ¿Cómo se comenta, se cuenta, el viaje de otro?, ¿con qué palabras se puede referir uno a las palabras del otro? Hacia 1937 Mariano Picón Salas visita Europa. Escribe sendas meditaciones alrededor de Francia y Alemania, además de España y Bohemia. De estas notas, reseñan de viaje que hace don Mariano, me sacude la que hace de Italia. Picón Salas se da cuenta desde un principio que esa maravilla de país ha sido comentada por muchos y, más aún, en esos comentarios surgen generalmente los mismos asombros, con palabras de distintos talantes. Goethe, Stendhal, Durero, Burkhardt, Simmel, Nietzsche, Mann, Manuel Díaz Rodríguez. Generalmente todos comienzan el viaje por el norte y sus primeras escalas son Milano y Venecia. Me he preguntado muchas veces si el hecho de que las estadías de Garcilaso de la Vega fueron hacia el sur haya determinado la referencia a sus pisadas en la Bota. Garcilaso visitó y vivió en el sur de
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Italia como militar y por él, encontramos la primera reforma de la poesía escrita en español, gracias a las influencias del metro italiano. También le deben los ingleses: Shakespeare, Byron, Shelley. Aparentemente, el norte trae luces y tradición del contar. Picón empieza su viaje por Venecia, continúa hacia Ferrara y Rávena y termina en Florencia. Él, al igual que Díaz Rodríguez (cosa venezolana entonces) no deja de sorprenderse con la belleza de sus mujeres. Las sigue, admira y escribe. Se fija en las estudiantes: “estas muchachas que son el más vivo y bello pueblo que exista en Europa, se esparcen con sus pizarras y sus libros por entre el laberinto de las calles, tarareando sus canciones”. Más adelante se fijará en las formas de ellas: reconoce a Botticelli andando por las calles. Picón Salas toma como compañeros de viaje a Stendhal y a Burkhardt. Dialoga con el francés y el alemán. Para los tres, Italia es la casa del sol y la primavera. Lírica y conmovedora es la exaltación de Stendhal de sus helados y el café, melancólica además. La sensibilidad de los italianos para él es viva e irritable. Se desvive por su chocolate y su Panettone así como por la música de Rossini: “música del estómago bien comido y del corazón bien regado, música que está-al alcance de cualquiera- en el aire de Italia y la contiene en sus vinos y los quesos y el imponderable café negro de los italianos”. Y más adelante: “Italia es la patria de la melodía, y la melodía significa la aventura puramente humana de los corazones”. La melodía tiene mucho que ver con la medida. Al hablar del arte en Italia, Stendhal hace hincapié en que la raza ardiente de los italianos encontró el arte para librarse del crimen o para purgarlo. Las pasiones pueblan el alma italiana. Se debate, de manera parecida a los españoles pero también de muy distinta manera (son dos talantes diferentes), entre cierto ascetismo y una pulsión pagana de la vida. Creo que por ello encontramos figuras como Galileo, Bruno, Savonarola, Leopardo, Pasolini: hombres que hicieron de una pasión de la tierra y el cielo, una forma. La fiereza y la vehemencia italiana se concentran en su arte, refinándose.
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Tensa, densa, profunda la visión del catolicismo, de la política italiana por parte de Burkhardt. Para él, la gran pregunta es: “Mirar a Italia es pensar lo que seríamos sin ella”. Italia es la Arcadia alemana. La tierra de la luz, el equilibrio que sostiene a Europa, y con ello, hago peso en los espíritus del continente. “En solo doscientos treinta años, precisamente entre 1300 y 1530, aquí se crearon las grandes formas de la felicidad de que ha disfrutado plenamente nuestra civilización. La sombría danza de la muerte aquí se convirtió en animada danza de la vida. Emana de la tierra italiana, como de ningún otro suelo europeo, una poderosa voluntad enérgica”, nos dice. La línea de sus formas, su belleza concreta, la búsqueda interior del hombre la recorre. Ardor en la medida. Esa es para mí la definición de Italia. La he encontrado en sus obras, sus calles, su comida, en los cuerpos de sus mujeres. Al igual que Picón Salas, los viajes que he realizado a Italia los he hecho con acompañantes literarios (la guía Manuel Díaz Rodríguez y de Alejandro Oliveros, por ejemplo). Encontré similitudes en las impresiones, a pesar de mediar más de cien años entre el viaje del primero y el mío. Más de dos mil años de impresiones semejantes hay. Y nunca pasa su belleza. En mi caso, también viajero venezolano como Díaz Rodríguez, Picón Salas y Oliveros, ocurre con dos ciudades: Ferrara y Vincenza. Entre las bicicletas en Ferrara y los edificios de Palladio en Vincenza, hay cercanías. Una doñita en bicicleta volviendo del mercado, con las bolsas atrás y atestadas y alguna de las edificaciones, como el Teatro Olímpico, tienen mayor semejanza que salinas de mar y arena. Hombre y naturaleza se unen. No hay antagonismos entre civilizaciones y barbaries. Pasan los siglos y el paseo al final de la tarde es un leve eco del saludo de una puerta bañada por el sol o la nueve a cualquier parque que tenga enfrente. Hay un orden en el tiempo que él mismo se trasciende. Hay un temple.
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Como la trattoria al frente de la estaci贸n de tren, llamada Venezuela. Uno llega de viaje y vuelve a encontrar la misma tierra que lleva adentro: una idea de pa铆s, una nostalgia de tierra que acogi贸 pesares, un presente que solo espera sudores para ser revelado. Aqu铆, entre una ciudad y otra, entre sus partes medievales y renacentistas, uno aprende a agradecer el perderse. A verse sin caminos. Sin dolientes.
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El Viaje Mª José Domínguez García
Inés De la Torre veía todas las mañanas el trasiego de personas, animales y carromatos, todos repletos de víveres, que iban hacia el fondeadero. Allí las naves eran abastecidas para el largo viaje y en la villa bullía una exultante ilusión que para nada presagiaba los meses de incertidumbre y angustia que luego sufrirían las familias de los marineros. Su padre, Hernando De la Torre, un comerciante castellano, se había afincado en la ciudad de Palos tras su matrimonio con Elvira Gil de Bagüena, una distinguida dama de alcurnia que lo dejó todo por amor. De aquella unión nacería Inés, pero la felicidad duró muy poco al joven matrimonio. Elvira enfermó y falleció cuando la niña apenas contaba un año de edad. Luego, los avatares del destino y las tormentas provocaron que los barcos de don Hernando naufragaran muy cerca de las costas africanas. La ruina, desde ese instante, se asentó en sus vidas como un mal sueño. Para hacer frente a las deudas, el respetable mercante tuvo que vender su casa solariega, los terrenos que había comprado en Huelva y los équidos que tanto amaba y que eran tan admirados en la provincia… Anteriormente, maese Hernando había educado a su hija sin importarle su sexo, con la única esperanza de que ella pudiera decidir su futuro y que nadie nunca le impusiera nada. Por eso le enseñó a escribir y a leer, a montar a caballo, a empuñar la espada… El espíritu rebelde y aventurero de la joven haría el resto. La inesperada muerte del caballero dejó a Inés completamente sola en este mundo, así que tuvo que enfrentarse, en un principio, a un porvenir incierto y a buscar un oficio para poder sobrevivir. Como su caligrafía era perfecta, la familia Niño de Moguer, grandes navegantes de la
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población vecina y a los que le unía una gran amistad, la contrataron como amanuense. Aquel 28 de julio de 1492, se encontraba redactando una misiva cuando llegaron al hogar de Juan Niño el que sería maestre de la nao Santa María: Juan de la Cosa y el prestigioso vecino de Palos y principal valedor de aquella aventura: Martín Alonso Pinzón. Tras las pertinentes presentaciones, Inés dejó a los tres hombres conversando en el reservado de su patrón. Francisco Niño la vio en el jardín y sonriente se acercó hasta donde se hallaba su amiga. -¿Qué hacéis aquí, Inés? Oí decir ayer a Juan que teníais que hacer un escrito muy importante… -Estaba en ello, Francisco, pero maese Juan de la Cosa y maese Martín Alonso acaban de llegar y se encuentran con vuestro hermano en la sala. Creo que ultiman los preparativos para el viaje… -¡El viaje! Estoy deseando navegar por allende esos océanos… ¿Os imagináis, Inés, que el almirante tenga razón y que el trayecto a las Indias se pueda realizar por el Oeste? A los portugueses se les acabaría el predominio que tienen en el mar… Inés suspiró y dijo: -¡Lo daría todo por poder enrolarme en la Niña e ir con vosotros! -Pero eso no es posible, Inés, vos sois una dama… -Así es, mas eso no me impedirá realizar lo que tanto deseo…-murmuró quedamente. El joven grumete de la Niña no comprendió las palabras que manifestara ella; sin embargo, una idea le rondaba a Inés por la cabeza desde que el pasado 23 de Mayo oyera, en la plaza, junto a la iglesia de San Jorge, la Real Provisión por la que se
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ordenaba a todos los palermos entregar al almirante Colón dos carabelas y a partir con él hacia las Indias. El pueblo acató la decisión, pero no la cumplió. La mayoría de los marinos no confiaban en el buen término de aquella travesía y menos en aquel extraño varón al que apenas conocían. No obstante, los franciscanos del monasterio de la Rábida y, especialmente, los hermanos Pinzón de Palos y los Niños de Moguer influyeron en éstos y pronto cambiaron de parecer. Por eso, Inés De la Torre, había pensado concienzudamente en su plan. El día previsto para navegar, se escondería en uno de los barriles que aún no habían sido llevados a bordo. Se cortaría el cabello, se vestiría como un mozalbete y sólo saldría de su escondite cuando se hallaran en alta mar. Previamente habría dejado una carta a doña Catalina Sánchez, la viuda con la que vivía en Palos, narrándole una historia creíble de por qué iba a faltar durante un tiempo de la casa y otra a la esposa de Juan Niño en la que le comentaba toda la verdad. El 3 de agosto de 1492 amanece un día radiante. Una refrescante brisa acaricia las velas cuadradas de la Pinta y de la Santa María, mientras que en la Niña algunos hombres bajan a la bodega los últimos bocoyes. En uno de ellos, entre cientos de manzanas verdes, se oculta Inés De la Torre. Ésta oye las últimas plegarias y los vítores de los vecinos de Palos antes de que las tres naves partan del puerto, luego, durante un tiempo indeterminado, aguza los oídos y solamente percibe las voces de los marinos, los graznidos de las gaviotas y el susurro de las aguas al ser cortadas por la proa… Cuando el silencio impera en la embarcación, Inés sale de su escondrijo y estira las piernas, pero una noche la descubren y la llevan al camarote del capitán. Vicente Yáñez Pinzón la mira con gesto hosco. Su maestre, Juan Niño, la reconoce y, asombrado, se palpa los cabellos sin mediar palabra. La voz del capitán suena grave: -¡Así que éste es el polizón! ¿Quién sois, jovenzuelo? ¡Decídmelo si no queréis que os arroje por la borda ahora mismo!
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-Hernando De la Torre, es mi nombre, maese Yáñez. -Advierto que me conocéis… -Sí, a vos y a vuestra honorable familia, pues soy vecino de Palos… -¿Por qué habéis subido a bordo de la Niña sin inscribiros como hicieron los demás? Inés mira a Juan Niño con gesto conciliador y éste suspira antes de hablar: -Yo le conozco, capitán, y doy fe de que Her… -carraspea y siente que el rubor tiñe sus mejillas-, Hernando De la Torre es el primogénito de un buen amigo mío… -Se acerca hasta Inés y mirándola fijamente a los ojos, le pregunta-: ¿Cómo se os ha ocurrido hacer esto sin previo aviso, Hernando? -Fue la única manera que encontré para poder venir con vos y vuestros hermanos… Además, de ayudar en las tareas de navegación, podré transcribir lo que ocurra en este viaje y así quedará escrito para la posteridad… -Sonríe abiertamente y, a continuación, dice-: Mi oficio, maese Yáñez, es el de escribano… Vicente Yáñez Pinzón ríe y los demás marineros la aceptan sin conocer su condición femenina. Juan Niño y Francisco, que también la ha identificado, callan para no provocar un motín a bordo. Antes, Inés, se compromete ante ellos a que no dirá jamás quién es realmente y les cuenta todo lo que ha hecho para que en Palos y Moguer no se preocupen por su ausencia. Más tarde, y recostada en un jergón, Inés intuye que su querido padre hubiera estado de acuerdo con sus actos. Han transcurrido ya dos meses desde que emprendieran el viaje y sólo otean agua y más agua… Los tripulantes de las carabelas y de la nao están cansados, molestos y deseosos de regresar a España. Colón es incapaz de atajar el nerviosismo y el hastío de los navegantes y es Martín Alonso
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quien se enfrenta a sus gentes para frenar la revuelta de los días 6, 7, 9 y 10 de octubre. Inés escribe en su diario, a modo de bitácora, lo siguiente: -“Siendo 11 de octubre del año de Gracia de Nuestro Señor de 1492, reseño en este cuaderno que los hermanos Pinzón han aplacado dos motines… Los hombres empiezan a impacientarse, pues los cálculos del Almirante parecen erróneos y la Isla de Cipango no aparece por ningún sitio… Maese Yáñez y maese Alonso han puesto una última condición a maese Cristóbal Colón: seguiremos con el mismo rumbo durante tres días; si no encontramos tierra, regresaremos a España…” Inés deja la pluma y mira hacia el negro firmamento. Las estrellas parecen querer hablarle… Al poco rato, oye los gritos de los de la Pinta que acaban de ver cañas, un palo, trozos de hierba y una tablilla… La alegría por los hallazgos empieza a reconfortarles. Nadie duerme durante la madrugada del 12 de octubre, Francisco Niño y ella contemplan el horizonte deseando descubrir lo que tanto ansían. -Estoy segura de que al alba veremos las Indias… Su amigo le sonríe apretándole la mano. Pasan las horas y el silencio se eterniza entre ellos. Únicamente se escucha el murmullo de las olas al lamer la proa. La hija de don Hernando De la Torre levanta su morena cabeza y señala, boquiabierta, lo que acaba de vislumbrar. El grito de un marinero llamado Rodrigo de Triana apaga su voz: -¡Tierra! ¡Tierra! Amainan las velas y, acto seguido, desembarcan en una pequeña isla que los indios llaman, en su lengua, Guanahaní… Veinte años después del Descubrimiento de América, los recuerdos de aquellos días se agolpan repentinamente en la mente de Inés De la Torre. Sabe que va a morir… Una flecha emponzoñada va a sesgar su vida y el sacerdote acaba de
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facilitarle los Sacramentos. Sin embargo, no se siente triste. Ella ha tenido la suerte de vivir hazañas impensables para una mujer, ha realizado expediciones increíbles por lugares insospechados, ha conocido tribus y lenguas sorprendentes, ha amado y ha sido libre… Y en esta hora, solamente anhela que se cumpla su último deseo. Por eso vuelve a preguntarle a fray Genaro: -Hermano… ¿De verdad llevaréis a España el manuscrito que os entregué? -Así lo haré, doña Inés, estad tranquila… Ella asiente y entorna los ojos con una sonrisa en sus macilentos labios, minutos después expira en paz con Dios y con los hombres. Tras el enterramiento de la dama, fray Genaro se sienta en su pequeño catre y, a la luz de las velas, comienza a leer el legajo que la moribunda le entregara días antes. -“En el año de Gracia de Nuestro Señor 12 de octubre de 1492, yo, Inés De la Torre, atestiguo que estuve en la carabela la Niña…”
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Viajar es divertido Andrés Fornells Como la gran mayoría de la gente sabe, el nombre de Zimbabue deriva de unas muy famosas ruinas que existen en este país africano. El Gran Zimbabue o “casas de piedra” es el nombre dado a las ruinas de una antigua ciudad situada en el sur de África. Esta ciudad fue el centro de una poderosa civilización conocida como el Imperio Monomotapa, que abarcaba zonas de Zimbabue y Mozambique. En esa época lejana esta civilización llegó a comerciar con otras partes de África a través de puertos como el de Sofala, al sur del delta del río Zambeze. Y actualmente, las estructuras y edificios que fueron construidos entre los siglos XI y el XV, son un lugar arqueológico de gran importancia pues cubren un área de 7 km2 a lo largo de una zona con un radio de 160 a 320 km. Sobre el origen de la palabra Zimbabue hay por lo menos treinta teorías. Nada contaré sobre ellas, pues ocuparían demasiado espacio, y pasaré inmediatamente a relatarles las peripecias que corrimos, hace unos pocos años, cuatro amigos que decidimos visitar este exótico y hermoso país, por nuestra cuenta, y no a través de agencias de viajes que lo programan todo librándote de este modo de un buen número de incomodidades, peligros y sustos. Pero que también te libran de la excitación, la incertidumbre y la improvisación que conlleva la aventura de irlo descubriendo todo uno mismo, y la libertad de crear tu propio programa. Acordamos que una vez llegados a Zimbabue visitaríamos el Hwange Park, las Cataratas Victoria, un pequeño poblado bosquimano, el lago Kariba, el Brumis Hills Safari Lodge y un par de lugares más cuyos nombres no acuden en este momento a mi memoria cada día más mermada de las tan imprescindibles neuronas. El vuelo de Madrid a Harare los realizamos sin contratiempo ninguno, e incluso con admirable puntualidad. Deslizándonos
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por el, a veces demasiado fácil tobogán del optimismo, este favorable hecho horario lo consideramos un muy buen augurio. En la aduana nos dieron unos formularios en los cuales debíamos declarar cuanto de valor llevábamos encima y comprometernos a no sacar dólares zimbabuenses fuera del país. Tomándolo a cachondeo, uno del grupo, dijo que esta medida la tomaban debido a una notable escasez de papel que allí sufrían. Abandonamos aquellas poco elegantes dependencias donde, en aquellos momentos superaba en número la blancura de los turistas, al color oscuro de los nativos, y nos encontramos con un sol espléndido. Por como empezamos a sudar casi enseguida, reconocimos que ese sol era excesivamente espléndido. Firmemente convencidos de que el tiempo es oro, entramos en acción de inmediato yendo directamente a coger un taxi. El taxista que lo tenía a su cargo andaría por los cincuenta años, y era tan poco agraciado físicamente que Antonio, el pesimista y lúgubre del grupo, dijo nada más subirnos al vehículo que pretendíamos nos llevase al hotel de Harare donde habíamos reservado dos habitaciones: —No sé, no sé…Yo tengo como un mal presentimiento. Este taxista tiene cara de gafe. ¿Os habéis fijado en las cataratas que tiene en su ojo izquierdo? Lógicamente, nos reímos de sus aprensiones. —Joder, Antonio, ya empiezas con tus pesimismos. Sin embargo, a los pocos kilómetros recorridos pinchamos dos ruedas a la vez y de puro milagro no nos estrellamos contra un árbol. Allí, sentados en la cuneta, tuvimos que esperar más de una hora a que trajeran una rueda de repuesto, pues la rueda de reserva ya la había cambiado por una de las averiadas aquel conductor muy perjudicado en uno de sus órganos visuales. Pernoctamos en un hotel de Harare que no era barato de precio, pero sí lo era de aspecto y comodidades, y a la mañana siguiente fuimos directamente a
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coger una avioneta que debía llevarnos hasta el pequeño aeropuerto de Hwange Park. Antonio, que padece de superstición gitana, vio una pequeña serpiente muerta en el suelo y tuvimos que forzarle a que subiera a la avioneta, pues se obsesionó con que iba a producirse una desgracia y él quería escapar de ella. No andaba Antonio totalmente desencaminado, pues durante el vuelo se averió uno de los dos motores del aparato y pasamos muchísimo miedo, pues éste danzaba en el aire como una cometa loca, al tiempo que perdía altura de una manera muy alarmante. Finalmente aterrizamos dando el medio averiado artilugio volador unos impresionantes botes que no nos subieron nada a la garganta porque lo teníamos todo subido ya. Cuando aposentamos nuestros pies en el suelo firme, Antonio recuperando un ridículo hilito de voz manifestó convencido: —Qué os decía yo, ¿eh? Habéis visto como nos ronda la tragedia. Tal vez lo que deberíamos hacer a continuación es regresar a casa. Morir en África no es precisamente el gran deseo de mi vida…No sé el vuestro… La parálisis oral que nos había producido el peligro pasado, no nos permitió a los demás responder con algún chiste oportunista. Con un muy acusado temblor de piernas —pues los valientes también tiemblan, aunque se hable poco de ello— recuperamos nuestros equipajes y nos fuimos a un rent-a-car donde alquilamos un minibús con chófer incluido. El conductor de este vehículo era un joven simpatiquísimo que creo que del idioma inglés conocía solo la palabra yes, pues la empleaba todo el tiempo para todo, le dijeras lo que le dijeras. La mitad de su cara de ébano la ocupaba una sonrisa —el resto de sus facciones no eran nada relevantes, pues como la mayoría de sus compatriotas era un tanto chato y poseía unos labios exageradamente gruesos—.
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Lamento no recordar su nombre, por lo difícil de pronunciar que lo encontramos. El indígena a nuestro servicio era un tipo flaco, desgarbado y notoriamente nervioso. Su cuerpo no conocía el reposo. Pues como diría un andaluz: todo él se movía más que un garbanzo en la boca de un viejo. Debido a su nerviosismo arrancó el vehículo cuando Antonio no había terminado de subirse provocando que nuestro compañero se diera un buen golpe en la pierna derecha, la mejor con que contaba para jugar al fútbol. No sé si lo hizo adrede, para divertirse, pero el camino por el que nos llevó el Sonrisas —cariñoso apodo con el que bautizamos enseguida al desasosegado conductor—, sumaba más baches que carretera que mereciese tan nombre, y todos decrecimos varios centímetros debidos al zarandeo y a los continuos golpes que nos dábamos en la cabeza al chocar ésta contra el techo del vehículo. Y el Sonrisas lo pasaba en grande riéndose a carcajadas. Y por fin, más mareados que si hubiéramos estado metidos dentro del centrifugado de una lavadora, llegamos a Hwange Park. Había merecido la pena el tremendo mareo y los golpes recibidos. Quedamos absolutamente maravillados. ¡Qué cantidad y variedad de animales salvajes la que había allí! Hicimos fotos y filmamos sin parar hasta que el Sonrisas, se acercó demasiado a un elefante macho —posiblemente el jefe de la mañana por lo chulo y agresivo que se mostró— el cual se vino furioso hacia nosotros, empujó con la cabezota el morro de nuestro vehículo y no nos volcó de puro milagro. ¡Menudo susto nos metió en el cuerpo aquel paquidermo agresivo! —Ya veremos ya. Ya veremos si regresamos vivos a casa o no —comentó Antonio, cada vez más tétrico. —Si el que muere eres sólo tú, te compraremos la corona más grande que encontremos en la floristería Rosita Floreciente —dijo Fernando, el más cachondo de nosotros cuatro.
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Marcos y yo le secundamos. —Serás la envidia de cuantos vean pasar tu féretro, Antonio. Todos elogiaran los buenos amigos que tenías en vida. Él nos hizo con los dedos de ambas manos el signo preventivo de la mala suerte. De la misma compañía anterior alquilamos otro minibús con el Sonrisas de chófer, quién gracias a Antonio había aprendido a decir: —Joder, alguna desgracia gorda nos va a pasar, ya lo veréis. El Sonrisas, viendo que nos reíamos, no paraba de repetir esta frase hasta que la cambió por otra frase cabreada de nuestro pesimista: —¡Te quieres callar ya, cojones! El conductor nativo nos llevó por otro camino infernal. Algunas infraestructuras de ciertas zonas de Zimbabue, a juzgar por donde nos iba conduciendo uno de sus autóctonos, dejaban muchísimo que desear. Muy próximos ya a las Cataratas Victoria, el Sonrisas perdió el control del vehículo al concederse la temeridad de rascar su rizada cabeza con ambas manos, volcó el vehículo y aparte de algunos golpes y arañazos salimos todos bien librados. Nuestro risueño conductor aprendió entonces otra palabra más de Antonio: —¡Asesino! No pudo el Sonrisas aprender más palabras en español, porque en cuanto llegamos a esas famosas cascadas, lo despedimos. Las Cataratas Victoria son un extraordinario, impactante espectáculo. ¡Su grandiosidad, estruendo, y la colosal cantidad de agua que vierten provocan inmensa admiración y asombro!
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Allí le compramos a un esquelético Matusalén un tambor de madera y piel de cabra. Nos movió a ello la compasión, que no el deseo de aprender a tocar nuevos instrumentos musicales. Sin embargo, por pura diversión entramos en el hotel tocando estos objetos de percusión y los dirigentes del establecimiento nos castigaron. Nos dieron una habitación con dos camas, alegando que no tenían más. Las camas nos las jugamos a los chinos y las perdimos Antonio y yo, que tuvimos que conformarnos con el sofá y una silla de tijera. Estábamos tan cansados que nos dormimos al instante. A la mañana siguiente, nosotros dos teníamos un tortícolis que sólo nos permitía ver lo que ocurría en nuestro lado derecho, pues para el izquierdo no poseíamos movilidad ninguna. Ya mismo comienzo a recortar esta narración porque lleva camino de convertirse en una novela de viajes, lo que sólo debe ser un relato corto. Alquilamos un zodiac con conductor, con la intención de, atravesando el lago Kariba, llegar al Brumis Hills Safari Lodge. La embarcación se averió cuando habíamos conseguido recorrer únicamente la mitad del trayecto y estuvimos casi dos horas allí al pairo, rodeados de agua por todas partes, esperando a que vinieran a rescatarnos y maldiciendo en varias lenguas, incluso desconocidas por nosotros. Mientras esperábamos ayuda, nuestro pesimista amigo Antonio en tres hojas de papel hizo testamento y nos entregó una hoja a cada uno de nosotros. En este improvisado testamento dejaba a nuestro amigo Fernando su valiosa colección de sellos, a Marcos su viejo 600 color rosa, pues a éste le pirran los coches antiguos; a Anita, su mujer, todas sus propiedades, y a mí una mountain bike nuevecita. —Aquel de vosotros que salga con vida, que le lleve mi testamento a mi viuda. Le dijimos que exageraba. Nos reímos, pero la verdad fue que nuestras risas sonaron más preocupadas que alegres. Por fin vino a recogernos un tipo barbudo que solo hablaba inglés y
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que desconocía, al igual que su otro socio, normas tan elementales de educación como pedir perdón por las molestias que nos estaban causando. Lógicamente, con el mal fario que Antonio ha tenido siempre, se le cayó, al pasar las maletas de una lancha a la otra, la suya al agua y se le mojó buena parte de la ropa que llevaba dentro. Lo que salió por su boca llenaría un manual de los más floridos tacos que pueden salir de una boca humana española. Por si le servía de consuelo, le dije: —Podía haber sido peor, Antonio. La maleta se podía haber hundido hasta el fondo del lago y tu verte obligado a alquilar un equipo de hombres rana para que te la recuperasen. No me gustó nada lo que murmuró por lo bajo, pero no se lo tuve en cuenta porque la maleta de la amistad —valga la redundancia— encierra también la prendas de la comprensión y la benevolencia. Llegamos por fin al Brumis Hills Safari Lodge. Había allí trece turistas algo mayores todos que, por la lengua con que se manejaban y los caretos que tenían me hubiera jugado la hipotética mountain back nuevecita que pretendía dejarme en herencia Antonio, a que eran súbditos del Imperio Británico. Por el modo en que respondieron a nuestro amistoso saludo, comprendimos que no les desesperaba en absoluto trabar amistad con nosotros. Eso que se perdieron. El dueño de aquel tinglado, un tipo musculoso, rubio, con barba de chivo y ojos azules con brillo avaricioso, nos cobró un buen pico por pernoctar y por la cena que resultó ser un bufé para pobres. —¿Para qué mierdas hemos venido aquí? —le preguntamos a Fernando que era quien nos había recomendado este lugar cuando planeamos el viaje. —Lo averiguaré enseguida —se vio obligado a admitir.
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Le vimos ir a hablar con el cara de chivo. Por el mucho manoseo que empleaban ellos dos, juzgamos que el entendimiento entre ambos no era demasiado fluido. Fernando regresó contrariado.
a
nuestro
lado
y
manifestó
muy
—¡Qué mierda! Mañana y pasado lo tienen todo organizado para pescar en el lago! Después organizarán un safari fotográfico a la selva donde hay animales salvajes. —¿Y qué hacemos nosotros dos días aquí escuchando a las ranas y viéndolas saltar dentro del agua? Para eso mejor habernos quedado en casa. —Bueno, mañana decidiremos lo que vamos a hacer. Se está haciendo de noche. —¡Mirad, otra lagartija más! —admiró Marcos—. Con ésta son treinta y dos las que llevo vistas desde que llegamos. —Mira por dónde vas a batir un récord visual tuyo —con sorna Antonio. El fortachón que dirigía aquella especie de campamento, nos dio dos lámparas de petróleo, pues allí el generador que petardeaba todo el tiempo sólo producía electricidad para su casa, la cocina y demás dependencias. —Por lo menos vamos a tener una cama cada uno dije entrando el primero en la rústica cabaña. —En las ventanas no hay ventanas —observó Antonio, todo el tiempo con el ceño fruncido—. Sólo hay mosquiteras. —Es curioso. A mí no me ha picado ninguno de esos bichos — reconoció, sorprendido Fernando.
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—A lo mejor no hay mosquitos porque se los comen las lagartijas —aporté, sin conocimiento alguno sobre este tema alimenticio. —Que va, de niño, en la huerta de mi abuelo, había una lagartija a la que yo le daba pedacitos de plátano y se los comía —argumentó Marcos. —Pues aquí no sé cómo sobreviven, platanera yo no he visto ninguna. —Habrán cambiado de dieta. Cuando la necesidad aprieta… Discutiendo todavía sobre lagartijas se nos hizo de noche. Y empezó la fiesta. Por un lado los mil desagradables ruidos que son habituales en las selvas donde los seres que las pueblan y prefieren las noches para cazar, entran en acción. Y la primera prueba de ello la tuvimos con las ráfagas de insectos, algunos de ellos grandes como bellotas, chocando contra las dos mosquiteras. —Joder, con este ruido no vamos a poder dormir. Tendremos que apagar las lámparas, pues es la luz la que los atrae — propuse. —La que está cerca de mi cama se quedará encendida —dijo, tajante Antonio—. Desde muy niño que duermo con la luz encendida. De lo contrario sufro pesadillas terribles, me caigo de la cama y me hago daño al chocar contra el suelo. —Pues estamos apañados —lamentó Fernando. Marcos y yo estuvimos de acuerdo con él. La luz se mantuvo encendida y rociadas de insectos-proyectiles se estrellaron durante toda la noche contra las mosquiteras. Antonio durmió como un bendito, mientras los demás maldecíamos viviendo una pesadilla despiertos, y bien despiertos.
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La mañana nos encontró ojerosos y malhumorados a más no poder. Debimos matar a Antonio cuando despertándose con una sonrisa feliz dijo: —Joder, qué bien he dormido. He dormido como un lirón. Con el pensamiento, seguro que los tres le mentamos los muertos, y es que la amistad es a menudo alentadora de la mudez. Salimos fuera de la cabaña. En el suelo, al pie de las ventanas, se apilaban millares de bichos entre los que sobresalían, por su tamaño, escarabajos grandes como cocos. Nos pareció un milagro que su furibundo impacto no hubiera podido agujerear las mosquiteras. En tiempos de guerra habrían podido servir para detener torpedos. Una mujer mayor, gorda, que fue la única persona que encontramos en el campamento, no entendía más idioma que el de la mímica. Nos tocamos el estómago, pusimos cara de famélicos agonizantes, imitamos la cabeza del ganso con la mano dirigida a nuestras bocas y ella, finalmente comprendiendo, nos sirvió cafés con leche y unas galletas que no sabían ni de lejos al sabor de las galletas que estamos acostumbrados a comer los occidentales. Pero estábamos muertos de hambre y lo devoramos todo. —¿Y ahora qué hacemos? No tenemos cañas de pescar, ni nada de eso. —Yo además, ni siquiera sé pescar. —Tampoco sabemos hacer fuego y no podríamos asar los peces que pescáramos. —Yo, con el hambre que tengo todavía, me los comería crudos, como los japoneses. —Podríamos dar un paseo —sugirió Antonio que era el único de los cuatro que no lucía unas ojeras violáceas que se las pisaba.
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—Sí, a lo mejor vemos algún pájaro bonito. —Vale, pero antes de irnos de paseo ayudadme a tender la ropa que se me mojó dentro de la maleta. Su ropa empapada la colgamos del techo de la choza y, realizada esta tarea, nos adentramos en la selva por un camino que debían haber transitado los habituales visitantes del campamento y también sus dueños. Vimos montones de aves, gran número de lagartijas —Marcos contó más de doscientas— y dos serpientes tan ridículamente pequeñas que, más que miedo, daban lástima. Llevábamos una media hora andando cuando empezamos a sentir cansancio y aburrimiento. —Joder, sólo vemos lo mismo todo el tiempo. ¡Qué muermo! —Yo propongo volver. —Echemos otro cuartito de hora más andando —impuso el descansado Antonio—. Caminar es bueno para la salud. —Todo lo que cansa dicen que es bueno para la salud — desdeño Fernando, el más gordito del grupo. —Esto que dicen de que la selva es un lugar peligroso, es un rollo que han inventado para asustar a los niños. Este comentario nos lo regaló Antonio. Todavía flotaba en el aire el eco de sus despectivas palabras cuando llegamos a un claro y, a menos de cincuenta metros de nosotros encontramos cuatro leones, grandes como tractores. Sin necesidad de que ninguno de nosotros diera la orden, quedamos más paralizados que la lista Forbes a la hora de nombrar mendigos. ¿Qué hacer ante tan eminente peligro? Un sacerdote africano me dijo en cierta ocasión que lo mejor delante de un león es quedarse parado y poner cara de distraído. Mientras que un emigrante africano que me vendió un reloj más falso que el
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monstruo del lago Ness, me aseguró que lo mejor frente a un león es ponerse a dar gritos agitando mucho los brazos, pues esta ruidosa y gesticulante reacción desconcierta y asusta a las fieras. Pero lo que en realidad hicimos un par de nosotros ante el eminente peligro de ser comidos fue orinarse en los pantalones —no contaré, para no humillar a nadie del grupo, quienes fueron los que demostraron tan vergonzosa flojera de vejiga—. Pero salimos de la momentánea parálisis cuando aquellos animales salvajes nos mostraron la terrible colección de puñales encerrados dentro de sus bocazas y lanzaron cuatro atronadores rugidos, de esos que te ponen por corbata esos objetos más o menos esféricos que algunos individuos clásicos emplean para la procreación. Entonces sí que reaccionamos nosotros y, desoyendo todos los consejos recibidos para afrontar tan escalofriante situación echamos a correr a toda la velocidad que eran capaces de desarrollar nuestras aterradas piernas. Velocidad que ya querrían poseer las gacelas y los ñus cuando son perseguidos por los cabrones reyes de la selva. Llegamos al campamento con la lengua fuera, reventados, el cuello girado casi trescientos ochenta grados de tanto mirar atrás. Desde la ventana de la choza, donde nos refugiamos —los dos de nosotros que no se escondieron debajo de la cama— pudieron comprobar que las fieras no se habían tomado la molestia de ir tras de nosotros. Para inmensa suerte nuestra debían haber desayunado opíparamente esa mañana. Como me estoy acercando al límite de páginas que se autoriza en este prestigioso concurso, resumiré que durante el resto de aquel accidentado viaje tuvimos algunos contratiempos más. A Antonio se le enganchó un pie en la puerta de la furgoneta que habíamos alquilado y se rompió el brazo tonto —ese brazo con el que sólo los zurdos son capaces de escribir—. A Fernando le vendieron un supuesto colmillo de elefante que resultó ser el cuerno descolorido de un búfalo. Marcos adquirió también un monito tití que se le escapó a los pocos minutos con su valioso Rolex, sospechamos que para obsequiárselo a su dueño de toda la vida. Y yo tropecé con una enorme serpiente boa, me vine al suelo y se me quedó de nuevo la nariz como me la había
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dejado muchos años atrás Pepón Dinamita cuando me enfrente a él a la salida del cine, al querer yo hacerle pagar cara su osadía de haberle dicho: tía buena, te echaba treinta polvos sin sacarla, a la chavalita con la que yo salía en mi época de bachiller. Chavalita que, por cierto, dejó de salir conmigo al día siguiente de mi desgracia, alegando que yo estaba muy feo con la nariz rota. Bueno, aquí concluyo ya, poniendo en vuestro conocimiento un par de cosas que posiblemente os despierten algún interés. Antonio sigue conservando su valiosa colección de sellos, su antiguo 600 de color rosa, también la mountain bike —ya vieja— y la mitad de sus propiedades, que es lo que le dejó su mujer después de divorciarse de él. Marcos ha triunfado en la hostelería pues actualmente posee tres restaurantes y dos discotecas. En asunto de mujeres ha probado ya tres —que estaban muy buenas por cierto— y ninguna de ellas le ha satisfecho lo suficiente para quedársela para siempre. Fernando es funcionario. Está infinitamente más bien informado que ninguno de nosotros sobre lo que ocurre en el mundo porque se lee a diario media docena de periódicos. Otros emplean el poco tiempo de que disponen, haciendo cosas peores, por ejemplo yo que intento ganar un premio literario ni recuerdo desde cuanto tiempo hace, me han salido un montón de desconsiderados cabellos blancos, durísimos callos en el trasero, ¡y que si te rondaré morena! Pero eso sí, procuro amar a mi prójimo, tanto como deseo que mi prójimo me ame a mí. Espero que Pepón Dinamita lea esto y comprenda que no le guardo rencor, y tampoco se lo guardo a mi chavalita del bachillerato que me maravilló enseñándome una cosa sublime suya, que ninguna otra muchacha me había querido enseñar antes. ¿Alguien extremadamente sensible necesita un pañuelo grande y limpio?
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Dos caras distintas Iván Marcos Peláez Emilio Barco daba vueltas en la cama, su cuerpo giraba a izquierda y derecha empapado en sudor. El despertador sonaba con fuerza y de un certero golpe terminó en la otra parte de la habitación. Eran las siete de la mañana de una fría mañana primaveral. Emilio vivía ahora en una ciudad de provincias a la que le había enviado la multinacional para la que trabaja. Tras varios minutos entre las sábanas decidió que ya iba siendo hora de despertar. Últimamente el levantarse con el pie izquierdo era la rutina diaria que le traía esa nueva habitación de una casa y ciudad que no sentía suya y que empezaba a detestar. Emilio estaba volviendo a reencontrarse con una normalidad y rutina que odiaba, y es que no llevaba bien la vuelta tras su año y medio de vagabundeo por el mundo. Una excedencia buscada desde hace mucho tiempo le llevó a ser el hombre que realmente era. Pero como en todas las historias perfectas lo bueno suele acabarse pronto, el viaje fue interrumpido al año y medio por unas necesidades del mercado que regían la vida de tantos profesionales. Un email leído en un humilde hostal de Sudamérica le había obligado a suspender su gran viaje. Todo ello cuando se encontraba a seis meses de la fecha prevista de vuelta. Y todo por aquel problema técnico que había afectado a la producción mundial de aquel maldito nuevo coche. En aquellos instantes el agua caliente de la ducha acariciaba su piel y Emilio cerró los ojos y empezó a pensar. A sus treinta años recién cumplidos siempre había sido un trotamundos aventurero, un ser más apasionado por los libros de Verne o Stevenson que por aquellos números grises que abundaban en la escuela de Ingeniería. Pero como tantos otros trotamundos tuvo que ganarse el pan en una empresa, y eso hacía que el dinero apareciera en su cuenta bancaria para luego ser gastado en libros y viajes.
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Aquella mañana recordó sus primeros viajes, el recuerdo de multitud de aventuras vividas en trenes y lugares de una Europa, Asia, África y América que sentía como el patio de su casa. Desde siempre supo que la aventura y la VIDA con mayúsculas era lo que realmente le motivaba. La pasión por la lectura y el conocer nuevas tierras y gentes iba escrito en su ADN. Quizá el que sus padres hubieran alimentado su habitación con libros era la semilla que había guiado aquel árbol donde los frutos fueron sueños y viajes por realizar Y ahora, en una fría mañana de abril se sentaba delante de un vaso de cereales, miraba el vacío de su cocina y una inmensa melancolía se apoderó de él. El estómago empezó a rugir y un ruido subía a la garganta y a lo más hondo del corazón. Por un instante, cerró los ojos y se alejó de aquel lugar que no era suyo. Como buen viajero distinguía muy bien el verdadero brillo de la palabra vivir. Ahora, anclado de nuevo en la rutinaria vida marcaba los días en el calendario con un rotulador rojo. Las semanas pasaban lentamente como fichas de dominó que esperaba fueran cayendo lo más aprisa posible. Un inmenso calendario de fotos del National Geographic servía como espejo ante aquella vida rutinaria que tanto detestaba y a la que había vuelto. Aquellas fotos de bellos paisajes indicaban los días que quedaban hasta el siguiente viaje. Era lo más que podía hacer para plantarle cara a esa diabólica rutina que acechaba cada nuevo día. Y ahora, allí con el frío del alma de aquella insulsa cocina descubría que aunque su cuerpo estaba allí, su corazón y mente estaban bien lejos. De repente, y como si de un sueño se tratara todo se transformó. Empapado de sudor volvía a naufragar en unas sábanas que caían a ambos lados de la cama, y justo en ese momento amanecía muy lejos de allí. No era un cielo gris y lluvioso lo que veía por su ventana, de repente el calor sofocante de los trópicos le golpeó y le azotó en el pecho. Un ruido tremendo le hizo levantarse de la cama de un sobresalto. Sin saber donde estaba Emilio se levantó y miró un reloj que allí no estaba. Se encontraba en una agradable guesthouse que tenía por nombre Nunca Jamás.
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Incrédulo aún, bajó las escaleras y una bella adolescente rubia le dio los buenos días y le invitó a sentarse a su lado con una preciosa sonrisa. Tras las presentaciones de turno, Emilio no sabía muy bien que decir. Todavía se sentía atónito y perdido. A los pocos segundos se vio sometido a un interrogatorio en la lengua de Shakespeare, con aquellas preguntas que tantas veces había oído a lo largo y ancho del mundo¿ De dónde era? ¿De dónde venía? ¿A dónde iba? Sin pensárselo dos veces y sin saber cómo de sus labios salía que iba al Sur y que era español. Instantes después en el patio apareció una robusta mujer con una bella sonrisa que arrastraba un carro donde la comida relucía. Al momento de pasar al lado de Emilio le dejó un zumo de naranja, un café cargado y dos sabrosas tostadas. La mujer daba los buenos días a Emilio, le llamó perezoso viajero español. Eso provoco la risa perpetua de aquella preciosa viajera rubia de ojos azules. Sin cesar de hablar, la mujer seguía repartiendo comida a los comensales mientras el sol comenzaba a abrirse a lo lejos, dos pájaros cantaban y el sonido del ambiente hacia que la realidad se cruzara con la ficción. La joven se levantó y citó a las dos de la tarde a Emilio para comer frente al río. Sin saber por qué o dónde Emilio aceptó aquella invitación con la bella viajera. Emilio sorbía lentamente el café hirviendo y comenzó a mirar a lo lejos. Divisó de repente aquel inmenso brillo del mar que se mezclaba con el verdor de la colina. Al fondo pudo divisar una arquitectura que bien conocía y que de repente le llevó a afirmar que estaba en Asia. Aquel brillo gris y la puntiaguda pagoda le recordaban que estaba en un lugar con creencias budistas. En aquel justo momento el corazón le dio un vuelco y comenzó a recordar. La mochila abierta, una vieja cámara de fotos comprada en Hong Kong hace años, varias libretas de notas tiradas en el suelo de habitación, dos libros con las tapas rotas. Y de repente Emilio pensó que no había el rigor
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de los horarios, no había un jefe al que contentar, no había reuniones internacionales con viajes de negocios donde le obligaban a poner aquella corbata que tanto odiaba. Se sentía lejos de la mirada de aquellos compañeros de oficina con los que siempre acababa hablando de un fútbol que detestaba. En aquel momento se olvidó de aquella terrorífica frase del "just in time" que había marcado su vida de ingeniero en aquella multinacional del automóvil. De repente y como si un soplo de aire fresco borrara aquellos malos momentos recobró la personalidad de su infancia. Era tiempo para recordar el brillo en los ojos y en el corazón con las excursiones en bicicleta, las aventuras en campamentos, las huidas a la montaña con aquellos amigos que hacía años que no había vuelto a ver. Allí estaba de nuevo, en un lugar de Asia que ignoraba, y allí sin saber por qué o cómo volvió a reencontrarse consigo mismo. De repente, todo volvía a tener sentido, así que durante un par de minutos cerró los ojos y se sintió inmensamente feliz y contento de haber descubierto tantas islas de tesoro , de haber ido al centro de la tierra y de haber visto la luna desde los cinco continentes. Allí, en ese momento recordó el haber cruzado desiertos, mares y selvas. Se sintió feliz de haber atravesado sueños para convertirlos en realidad. Y ahora, justo en aquel momento veía y recordaba que había algo por lo que luchar. En estos momentos se sentía inmensamente feliz y volvía a estar en aquel precioso lugar que tan bien conocía un lugar con aquella bella palabra llamada LIBERTAD. Mientras tanto, cerró los ojos y se dejó llevar por tantos lugares en los que había estado. En aquel momento de sublime libertad un ruido demoníaco en forma de llamada de teléfono le despertó – Emilio, ¿dónde demonios estás? Justo en aquel momento, Emilio Barco recobró la conciencia, el gris había vuelto a la calle y la lluvia golpeaba con fuerza. Una lágrima cayó por sus ojos y con una voz grave y fuerte respondió: Estoy donde no quiero estar….
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Venezia Ricardo Ramírez Requena I No creo en las primeras impresiones. No revelan nada. Los individuos somos complejos y detrás de una mirada profunda puede haber un abismo que nos conduzca al desastre o a una entrada al paraíso. A veces, ambos suceden. Pero más allá de eso, de abismo o no, no sabemos. El no saber, el afrontar las cosas desde la ignorancia más que el conocimiento es lo que se espera del viaje. Digo ignorancia, porque si me guío por la azafata, bellísima, que me habla solo en italiano aunque le diga que lo hago más lento y pierde la paciencia; o la otra azafata, veterana a pesar de ser un vuelo nacional, que respeta mi desconocimiento del idioma y con expresión sabia me da las indicaciones en inglés, no sé qué pensar. Creo que el conocimiento no suele aplicar tanto para interpretar. Es todo un obstáculo en el viaje, en este viaje de montañas y cielos altos e infinidad de culturas, musulmanes, hinduistas, y uno, hereje cristiano a las puertas de la FerrariShop: elegancia y velocidad en este tiempo del comenzar del siglo. Pasos de Gacela o de Guepardo. II San Polo, de mañana, codo a codo con mi hermano. Camino a Lido y un azul inmenso en el cielo y tantos años en sus calles, sus iglesias, sus turistas. Tanto silencio enferma. Simón y yo añoramos un cañoneo, un golpe de timbales o de piano. Ni un canto de pájaros. Mujeres de toda Italia la pueblan y uno se acuerda de Giácomo, de los embustes de sus memorias, de sus idas y venidas a su ciudad, de su odio y de cuánto la llevaba encima, como un estandarte. Yo traigo el mío, también mi hermano: un escándalo lascivo que llevamos en la mirada y en los pasos, llenitas de ron las palabras y como un estandarte el hediondo río.
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Tráfico llevamos: Somos los muchachos más hermosos de esta ciudad. III Ayer llegué a esta ciudad y lo que más me impresiona es el silencio. Solo lo acompaña el tac-tac de los pasos en la calle, pasos de mujer sonora la mayoría. Rilke decía que París era la ciudad para morir; Pound, Brodsky y otros escogieron Venezia. No fue tonta su decisión. Esta ciudad va en camino a la muerte, está herida. Sus bases de van desmoronando día a día y lo alto de los costos habitacionales hace que la gente emigre a zonas más modernas y de tierra firme del Venetto. Quieren hacer de Venezia un museo y no se dan cuenta que lo que hace a la ciudad, lo que le otorga aire es el hecho de ser habitada. Aquí la gente vive, cocina, trabaja, estudia, hace el amor, tiene niños, bota la basura, canta y saca los perros a pasear por la plaza. El silencio de Venezia, su serenidad, son sus habitantes. Vaciarla significaría llenarla de ruidos, de sonidos sin eco, sin sentido. IV Paolo ama su ciudad. Su familia la habita desde hace más de cuatrocientos años. Ha vivido fuera, en Dinamarca, pero su alma está en este lugar. Valora salir de madrugada a caminar en soledad, seguro. Su ciudad es su refugio. Uno lo sabe no porque camine con él, a fumar afuera, pues Geyleen, su esposa y mi gran amiga de siempre, no soporta el cigarrillo, sino por aquello que puede ver a la izquierda o derecha de San Polo, el Arsenal o Rialto: Colón demostró la poca verosimilitud de su visión al comparar Venezia con los palafitos que vio en el Lago de Maracaibo. La droga debía correr en el siglo XV. La imaginación medieval era exagerada (uno no entiende cómo pretendían criticar al bueno de Don Quijote sus contemporáneos). Somos hijos de una imaginación desbordada. La palabra que nos nombró venía llena del error que contenía. No hay que tomárselo en juego. El que nombra, crea, y con ello hay una responsabilidad que
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ninguna cruz puede expiar. Lo entiendo rápido al pasar debajo de Ponte Della Teta, en donde las prostitutas pagadas por el gobierno de la ciudad esperaban a los marineros a su regreso. Eso sí es una forma coherente de nombrar. También en sus pasos, después de los últimos toques de campanas de las iglesias, por parte de Paolo, que le echa un último vistazo a su bote y sabe que lo que se nombró en esa laguna hace más de mil años lleva el temple de la coherencia, aunque se esté derrumbando, como todo lo que se acaba, en el eco diminuto que queda del nombrar, de la primera palabra, la fundadora, dado por el hombre en ese lugar. V En la plaza, hombres y mujeres de su tiempo: razas y pueblos con sus olores y sus lenguas, pakistaníes y alemanes, chinos y españoles, caminando codo a codo, sin molestarse, pidiéndole al vecino que les tome una fotografía y viceversa, tolerándose atrás y delante de la fila para entrar al Campanile o a la Basílica. Nadie ve el abismo de un cuchillo, ni el anuncio de un fusilamiento, ni a niños que lloran balanceándose en el abismo. De repente suena una gaita escocesa, que encabeza una novia rubia del brazo de su padre, seguida de los acompañantes y los niños. Todos hacemos silencio y al pasar, casi al final de la fachada de la Basílica, alguien comienza a aplaudir la felicidad del otro (o la desdicha, nunca se sabe) y el resto la secunda. Ninguna bomba estalló, ninguna viuda lloraba a su marido. Bajo la mirada del santo hemos sido piadosos. Creo que no debemos pedirnos más.
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Escuchando voces en el desierto Peruano Heidi Pohl V ¿Cuántas veces no hemos sido tentados por la vista espectacular de las ruinas de Machu Pichu enclavadas en un lugar casi irreal en medio de la cordillera Andina? ¿Cuántas veces no hemos oído experiencias fantásticas sobre mochileros, perdiéndose en el camino Inca, sufriendo de soroche y sin embargo dando hasta el último aliento para llegar a la cima de su destino aventurero? Y ni hablar del Cuzco, lugar perpetuado en la historia como gran capital del imperio Inca, cuna de la civilización Andina. Yo también he escuchado todas esas historias y en mi imaginario me he dejado tentar por el misticismo de ese lugar, por la fuerza de sus montañas, por el poder de sus guerreros de piedra que según la tradición se convirtieron en seres reales para combatir contra los chancas, dando la victoria al grupo Inca e iniciando así la hegemonía del Imperio. Y bueno llegó la oportunidad de explorar el Perú, de dejar de escuchar historias y tejer por mi misma la experiencia. Navegando por las redes del modernismo cibernético me llegaron más allá de las historias del Cuzco, tímidos rumores de algo llamado la ruta Moche, ubicada en la costa Norte del Perú. Los Moche una civilización preincaica que se desarrolló a lo largo de la costa Pacífica hace más de 2000 años, captaron de inmediato toda mi atención. Uno de sus legados, la tumba del Sr.de Sipán considerada como el mayor hallazgo arqueológico del último siglo en Latinoamérica y sin embargo un lugar poco conocido. No hay más que decir, Machu Pichu quedará para otra oportunidad, la zona Norte, el desierto marcará mi destino en esta ocasión!!! Llego un domingo en la noche a Lima, con el sello implacable de la turista que viene del otro lado del mundo. ¿De dónde nos visita? Soy colombiana – no parece, parece alemanabueno si, es mi segunda nacionalidad sin embargo he vivido
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la mayor parte de mi vida en Colombia -ahhhh , y ¿va ir al Cuzco, me imagino?- No de hecho voy al Norte. -¿No va a ir a Machu Pichu????- Bueno no en esta ocasión… – ahhhh entonces se va de playa a Máncora…- no, voy a hacer la llamada ruta Moche……de repente me siento observada por el espejo retrovisor y una tímida sonrisa se refleja en la cara del conductor como diciendo: ¿quien entiende la excentricidad de estos “gringos”? Me recibe Miraflores, uno de los barrios más exclusivos, enclavado en los acantilados desérticos de Lima en donde me encuentro con mis compañeros de viaje. Muy cerca percibo el mar Pacífico tejiendo en silencio las corrientes subterráneas de agua helada, que hacen de este lugar una increíble selva marina. EL DESIERTO comienza la historia (pirámides de arena, huacas, lugares sagrados…) Partimos a nuestra aventura un día cualquiera antes del amanecer. Con los primeros rayos del día podemos ver el enorme desierto que se extiende bajo la sombra de nuestro vuelo. Es imposible aterrizar en Trujillo, una neblina densa nos cierra el camino inexpugnablemente . La alternativa, Chiclayo. Una población pequeña con mucho comercio y ruido. Conseguimos un tour que nos lleva, afuera al desierto a explorar las dunas de arena repletas de historia. Nuestra primera parada, la Huaca del sol y la Luna. Una huaca es un templo, una forma de honrar las generaciones, creando una profunda unión entre los hombres y la tierra. La huaca está construida de barro, de sacrificios y de vida. Son pirámides truncas cuya primera base en este caso fue construida hace más de 1500 años. Generación tras generación fueron reemplazadas por nuevos recubrimientos, honrando la renovación. Muchas huacas sobrevivieron la historia convirtiéndose en lugares de peregrinación y respeto independientemente del devenir de las culturas. La huaca del Sol, enorme como una montaña, ha sobrevivido la codicia humana de pequeños ejércitos de huaqueros queriendo violar hasta el último de sus secretos, e incluso la voracidad
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de un virrey español que desvió el cauce de un río para derretir su base como un terrón de azúcar. Como un dato impresionante, las huacas fueron construidas con adobes hechos a mano y secados al sol. Nunca fueron quemados y antes de la conquista su mayor enemigo fue la lluvia, fenómeno natural extremadamente escaso en estas tierras, causante de vida en la Sierra y desastres inimaginables en los pueblos del desierto. A su lado silenciosa, la huaca de la Luna mucho más pequeña, sin embargo majestuosa abre la imaginación al cerro natural que la soporta. Ingresar en sus secretos implica perderse en sus corredores, vislumbrar las historias contadas en sus paredes, que nos susurran sobre los guerreros, los prisioneros sacrificados, las arañas (símbolos de la magia), infinidad de animales marinos y la imponente figura de Ayapec (Dios sol) que nos observa a través del tiempo. Mucho más al Norte nos encontramos con el complejo de Túcume. 26 pirámides ubicadas como los rayos del sol a partir de un centro, el cerro sagrado posteriormente denominado el Cerro de la Penitencia. Las pirámides truncas se han mimetizado a través de los siglos semejando casuales formaciones de dunas. Una de ellas ha sido pacientemente restaurada. Allí sus paredes talladas nos hablan de los hombres balsa que tejieron la vida entre la sequedad del desierto y la abundancia del mar. Dualidad esencial en la cosmogonía Moche. El MAR imposible no dejarse tentar por él En nuestra aventura de exploración es imposible no vivir el mar. A veces está físicamente cerca, a veces nos separan kilómetros de arena y sin embargo está latente todo el tiempo en el olor, en el aire y en la memoria colectiva de la civilización Moche que lo inmortalizó en cada uno de sus altares. Es un mar de color oscuro que lame intermitente las costas aparentemente yermas de vida. Es una dualidad difícil de explicar. Por un lado la costa carente de palmeras, de verde, tan solo pintada de infinidad de colores tierra y por otro lado un mar oscuro movido por la corriente de Humboldt y más vivo que la abundancia misma. Por milenios han fluido infinidad de especies por sus corrientes. Desde las islas
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perdidas en la neblina de lo intocable, nos dejan mudos los millones de pájaros que construyen redes fantásticas de hilos negros entre las islas y la tierra firme en búsqueda de peces de todos los tamaños y sabores. Allí hay inclusive pingüinos pavoneándose de poder vivir y nadar en el trópico, arrastrados por corrientes heladas que mantienen latentes sus corazones antárticos. Y precisamente allí surgió, sobrevivió y creció la cultura Moche, nutriéndose de su abundancia y surcando sus olas en barquitos como de papel, llamados caballitos de Totora, construidos de juncos, en forma de colas de peces. Esos antiguos hombres vivieron de los milagros marinos y se hundieron en sus secretos, rescatando de las profundidades caracolas, conchas y las famosas Spondylus, conchas color rojo intenso que se convirtieron en objetos estrechamente vinculados con el mundo espiritual y ancestral. LA SIERRA el origen del espíritu (donde nace la lluvia, regando a la madre tierra) Hemos visualizado el mar fuente de alimento y el desierto base de las civilizaciones de barro y renovación. Ahora al fondo de nuestra historia aparece el complemento perfecto. Los gigantes dormidos, los dioses eternos representados en las cumbres escarpadas y muchas veces inexpugnables de la Sierra. Montañas sagradas, unión entre cielo y tierra, lugar donde nacen las lluvias, donde crecen los ríos que bajan al desierto perdiéndose antes de llegar al mar helado y sin embargo permitiendo domar al desierto arando su piel marchita, creando ingeniosos sistemas de riego que permitieron el crecimiento de semillas de trigo y algodón y que hoy nutren las plantaciones de azúcar y arroz. Desde lejos visualizamos sus presencias imponentes y sus coronas de nubes que esconden los últimos cóndores Andinos. Y siento una necesidad inminente de honrarlas observándolas al atardecer en silencio. El fenómeno del Niño avanza implacable desde el océano trayendo consigo una bruma húmeda y espesa. Aquí, como durante siglos no caerá ni una gota de agua, las nubes enormes se dirigirán a la montaña en
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donde en un ritual eterno comenzará de nuevo el ciclo de fecundidad. SERES MÍTICOS convertidos en realidad. El escenario está listo ha llegado el momento de escuchar más a fondo los rumores de los actores que habitaron este espacio. Ya que estos personajes nunca desarrollaron la escritura, su historia quedó cifrada en sus objetos y en los dibujos que hábilmente plasmaron en vasijas de barro rojizo. En una de ellas aparecieron los 4 seres míticos que por años desvelaron a arqueólogos inquietos de todas las latitudes con infinidad de preguntas . El señor de la luz, el sacerdote guerrero, el sacerdote búho y la inquietante sacerdotisa. Seres mágicos y poderosos que rigieron el destino de los mortales del desierto, que nutrieron la tierra con sangre para asegurar su fecundidad e invocaron a los espíritus del inframundo logrando el equilibrio entre los universos. ¿Dioses inventados por hombres?. En 1987 siguiendo los pasos de ávidos guaqueros, Ávila hace uno de los descubrimientos arqueológicos más importantes de este siglo en Latinoamérica. La tumba del Señor de Sipán, un importante soberano que vivió en el 200 d.C. Cuál no sería la sorpresa del mundo científico al descubrir que los atuendos del gran señor eran idénticos a los plasmados en la antigua vasija. En su huaca así mismo fueron encontrados los restos los que se cree pudieron ser el sacerdote guerrero y el sacerdote brujo.. Todos los símbolos estaban presentes, el hombre cangrejo, el hombre búho, el mazo de poder, el mazo de guerra, la nariguera del rey…. y allí no pararon los descubrimientos que abrieron un mundo de preguntas e interpretaciones. En la misma huaca, en la base de generaciones anteriores salieron a la luz los restos del antiguo Sr. de Sipán y sus invaluables tesoros. El collar de las arañas, construido con una precisión milimétrica, con uniones perfectas, cascabeles para ahuyentar a los espíritus indeseables y figuras geométricas representando la eterna dualidad. Collares ceremoniales tejidos con millones de ínfimas piezas de Spondylus, finas telas con diseños geométricos y exquisita suavidad, extraños personajes cuyo significado aún no ha sido descifrado. Y al
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final de este recorrido de historia, contenida en una imitación de pirámide trunca, los restos del poderoso señor, más allá que unos huesos la evidencia latente de un reino que solo puede despertar la imaginación… Y en esta parte del recorrido creímos que habíamos visto todo y sin embargo el desierto aún nos tenía reservada una gran sorpresa. A unos 60 Km de Trujillo existe un antiguo complejo de huacas de diferentes épocas llamado el complejo del Brujo. Su nombre según nos dijo el taxista taciturno, que nos llevó allí entre los sudores del medio día, se relaciona con las actividades mágicas que algunos chamanes y sacerdotes Andinos ofician en el lugar, amparados por el anonimato de la noche y la bruma. Un lugar casi irreal entre el mar revuelto, plantaciones de azúcar y unas dunas como copiadas de una película de Omar Sharif. La historia fantástica continua, un filántropo ex banquero dedicó su fortuna, su tiempo y sus sueños a escarbar los secretos de este lugar y luego de muchos años de paciencia y dedicación encontró lo impensable. La tumba de la que ha sido denominada la Sra. de Cao. Una mujer tremendamente poderosa que rigió hace más de 1600 años estas tierras. No alcanzó más de los 25 años y sin embargo en su tumba se encontraron los símbolos que la inmortalizan como la gran reina, sacerdotisa y guerrera. ¿Sería ella la enigmática sacerdotisa de la vasija o podría ser inclusive la personificación femenina del poderoso sacerdote guerrero? Nunca podremos saberlo, solo podemos decir que su aparición repentina rompió todas las teorías antropológicas y sociales tejidas por los eruditos y abrió nuevas posibilidad de interpretación. Fue enterrada en casi 300 kgm de algodón en los cuales fue envuelta y se cree representan la transformación de la oruga a la mariposa…Sus objetos preciosos la acompañan en su nuevo mausoleo y al final está su cuerpo, suspendido en el tiempo, respetando su descanso reflejando sus restos en espejos. Al acercarme, aún leo en su piel los tatuajes de la araña y la serpiente, símbolo de la magia, la intuición y la adivinación. Parece que murió pariendo a su hijo. Sin palabras subimos a la azotea de su tumba deleitándonos con la vista al mar, a las montañas, al
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desierto y por qué no al pasado. Juan nuestro guía comienza hablar como para sí mismo diciendo: “ Y ella fue enterrada con la cabeza al Norte y los pies al Sur, de manera que en esta nueva morada pudiera vislumbrar el Sur, de donde viene la renovación y su cabeza estuviera protegida por los antepasados que habitan el Norte. En su mano izquierda la daga para arar el desierto mirando hacia la Sierra y en su mano derecha el mar, símbolo del sacrificio para invocar las lluvias que vuelvan a alimentar la Sierra para que el desierto NUNCA muera…”
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Cuchillo grande Lourdes Aso Torralba Las ruedas de la bicicleta se doblaron como la mantequilla y noté un arañazo enorme en la pierna, al que le siguió la humedad templada de la sangre. Al cabo de unos segundos, un líquido viscoso se precipitó fuera de mi garganta. Sentí el miedo atroz de estar herido en Beijing, y de que allí, mi vida no valía ni unos yuanes. Abrí los ojos con cautela, sabiendo ya que no habría cesado el tráfico y que el caos de idas y venidas, aún podía terminar conmigo. Parecía absurdo que esa gente defendiera a las hormigas y yo les importara tan poco. Pensé en Tina y acaricié la pulsera que me había regalado. “Por si te sientes solo en Beijín” –había dicho hacía unas semanas. ¡Qué lejos parecía todo en una ciudad capaz de fagocitarme sin contemplaciones! Quizá debería haberme desprendido de ella, o habérsela dado para siempre a Thsai Yen, esa joven de piel de porcelana que intentaba aprender español conmigo y quería enseñarme, entre otras cosas, a hablar chino. Sin embargo, me consideré un estúpido por creer que Tina iba a esperarme varios meses, hasta que a mí se me pasara la locura. “¡Cómo si no hubiera lugares más cercanos para hacer un máster. Has tenido que elegir Pekín.” –había escupido con rabia. Y allí estaba yo, en medio de hierros doblados y cláxones que me atravesaban el cerebro, pensando en una chica que me había dejado plantado. Añadiendo fantasías e inventando excusas para que el dolor no me taladrara la piel. Noté su olor a vainilla y al mirar hacia arriba, una densa masa de contaminación me escoció mucho más adentro que en los
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ojos, allí donde uno se siente diminuto, insignificante y a punto de sucumbir. Ni siquiera era capaz de descubrir los rayos de sol, incapaces de colarse entre el humo de las fábricas, el picante de los guisos y el arco iris de colores de las vestimentas. Llevaba ya unas semanas en Beijín, había atravesado la plaza con mi bicicleta y al regresar a mi habitación de estudiante, me había sentido orgulloso por haber sobrevivido, pero ¿sobreviviría eternamente? Tuve la sensación de que apenas me separaba un instante del día del embarque, de lo que había sido mi vida, de la seguridad de mi hogar. Me sentí terriblemente agotado, como si en todas las semanas, el sueño no hubiera reparado las heridas. Constantemente escuchaba el dialecto mandarín, como una música de fondo, indescifrable e hiriente, incapaz de colarse entre mis neuronas como algo natural y sencillo. En esos momentos de dolorosa aceptación de la realidad, al ser consciente de mis limitaciones, había sentido envidia de esos jóvenes que hablaban seis lenguas con soltura y cambiaban el dinero en el mercado de la seda sin equivocarse ni dudar siquiera. Había viajado a Pekín para al menos impregnarme de algo de todo eso, y permitía todavía que los recuerdos se enredaran en mis neuronas y los sonidos se mezclaran con otras músicas. Supe que había sido eso, una momentánea pérdida de atención, un instante en el que bajé la guardia, el que había hecho que el carro convirtiera mi bicicleta en un amasijo y mi pierna desnuda y despellejada me ardiera tanto como para apretar los dientes. “Intenta no llorar. A esta gente seguro que no les gusta que un tipo blanco de casi dos metros de altura, chille. Por mucho que te apetezca. Aunque tu novia te haya dejado y Thsai Yen crea que eres un estúpido”
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Pensé que debía intentar levantarme y, un dolor a lo largo de los huesos me detuvo. Mi mente racional me instó a aguardar. “Tal vez alguien me ayude”. Podía imaginar a un chino acercándose, mirar mi pierna y soltar una parrafada sin sentido para mí todavía. Mis cien palabras no tenían por qué coincidir con las cien suyas, y tampoco la forma en la que había aprendido a pedir por favor, saludar y despedirme. ¿cómo decir que me trasladaran a un hospital y avisaran a mi residencia? No sé cómo, imaginé la escena. Mi cuerpo ensangrentado. Mis andares de borracho. La ropa rota. Y yo, pidiendo un enorme cuchillo “necesito un cuchillo grande”. Había aprendido la frase hacía dos días, después de repetirla infinidad de veces. ¿Qué cara pondría el chino cuándo intentara ayudarme? ¿Saldría corriendo? ¿Pensaría que me había golpeado la cabeza? Si hubiera llevado bolígrafo y papel a lo mejor acertaba con los dibujitos. Sin embargo, ni siquiera tuve que echar mano a los bolsillos, porque me había lanzado a la calle intentando huir de Tina, aportándola de mi mente. Quería llenarme del ruido mandarín. No era que Tina me hubiera dejado así, que lo hubiera hecho precisamente cuando estaba a tantos kilómetros de distancia. Había sido un punto de referencia que me daba estabilidad, que convertía el blanco de la piel en amarillo. En uno de los bolsillos me molestó un paquetito doblado. No llevaba boli pero los condones iban conmigo por si surgía la oportunidad. Simplemente supe que Tina no había sabido comprender mi partida. No había sido mi intención que para entender la crisis mundial, los mercados económicos, el PIB y la renta per capita dentro de la mayor potencia en desarrollo, fuese a acabar con nuestra relación. Ni siquiera el paso de los siglos habían derribado la muralla y, las dinastías Ming seguro que no entendían porque se acababa mi mundo con un mail de Tina en el que me despachaba de su vida y su corazón. Me hablarían de reencarnaciones, de purificar mi alma, del Palacio Yonghe dónde debía buscar la eterna armonía.
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Tuve la seguridad de que no iba a gustarme ver los antisépticos de una habitación de hospital, ni estar a la merced de chinos vestidos de verde, hurgando en mi pierna. Quería gritarles a todos que me llevaran a la residencia y que allí me limpiarían la herida con alcohol y betadine, que tenía puesta la vacuna del tétanos y, que quizá unos puntos de aproximación me vendrían bien. Noté cómo se me escurrían unas lágrimas al contemplar mi bicicleta hecha cadáver, la que me esperaba en el callejón todos los días, la que escuchaba mis quejas y soportaba mis noventa kilos sin rechistar, la que me enseñaba la ciudad sin pudor alguno y me esperaba a la salida del metro con una sonrisa burlona cuándo mi despiste me llevaba a deambular por otras plazas. Creció en mí un sentimiento nuevo, la impotencia. Allí a kilómetros de distancia, Tina estaría rehaciendo su vida. ¿De qué me servía hablar chino mandarín si la había perdido? La bilis ascendía de nuevo por la garganta, trayendo una calma aparente. Supe que nuestros mundos estaban separados por un enorme muro, como el de Berlín y, que mi caída no había sido otra cosa más que un indicio de que a este lado del muro estaba solo, sin ella, sin nadie conocido, sin ayuda, y sin ganas de luchar. Hacía un rato estaba en mi habitación, contemplando por la ventana la basura y los gatos maullando por encima. En la habitación de la derecha, un chino vive con su madre y yo, me acuerdo de la mía. “Mamá, estoy bien. Como. Pongo la lavadora. Hay agua para ducharme”. No sé si debería contar las cosas por este orden. Los treinta metros cuadrados están presionando mi garganta. La bandera del barça, la foto en el puerto después de la fiesta de graduación, el libro “Ojalá fuera cierto” y el CD de la tuna, habían comprimido las arterias de mi corazón. Todo se reducía a una mujer que debía eliminar de mi cabeza, pero ¿cómo?
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Me quedaban todavía muchas cosas por descubrir en Beijing y no debía perder la oportunidad. No todavía. Una de las razones de elegir Beijing había sido pasar desapercibido, fundirme entre los millones de gentes de la capital más poblada, pertenecer durante una escasa fracción de vida a un lugar anónimo, desenmarañar los secretos de una civilización milenaria. Supe que no podía retroceder, que mientras sonaban los gones en los templos invitando a incorporarse a la rueda de la vida, salvo que quisiera ser enterrado en una de las trece tumbas de la dinastía Ming, debía hacer algo con urgencia. Supuse que Thsai Yen no vendría en mi ayuda, no después de haberme adivinado el pensamiento. Aún así, ella estaba aprendiendo español y sabía chino. La imaginé delante del tocador, alisando los cabellos negros y recogiéndolos en una redecilla de plata. Me asaltaron sus curvas perfectamente dibujadas bajo la seda de sus kimonos. Vi sus labios dibujar una sonrisa macabra, como si desearan dejarme allí un tiempo infinito, entre más ruedas y cláxones, con los grumos negros de sangre sobre mi pierna. Enviar mensaje. La pantalla del móvil en blanco, sin caracteres chinos para describir mi angustia. ¿Qué debía decirle? ¿Qué había sufrido un accidente en Xidon y que mi bici estaba destrozada? ¿Qué necesitaba ayuda? ¿Qué deseaba contemplar el ritual del té? ¿O que ya era hora de abrazar al gingko o árbol de la vida? Entre las cosas importantes que había venido a hacer a Beijing no había tenido en cuenta la posibilidad de enamorarme. Se me había olvidado la vacuna para inmunizarme antes de viajar, para prevenirme contra la piel de porcelana, andares de cisne y sonrisa de diamante. Y algo me decía que ya no era que Tina me hubiera plantado sino que Thsai Yen se estaba colando por mi piel y en vez de crecer, alegrarme y ser feliz, me había acobardado como un niño. Algo no iba bien. No podía ser. Había sacado las mejores notas y había podido elegir Beijing. ¿Me pondrían agujas en la
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cabeza para cortar la hemorragia? ¿O me tocaría un doctor que sufriera de hemofobia y su religión le impidiera tocar sangre extranjera? Al cabo de lo que me pareció un siglo, Thsai Yen dijo venir en mi ayuda. Entendí algo así como “no te muevas, llego enseguida”. Realmente no podía moverme. Respecto al “enseguida” chino, nada tenía que ver con el occidental. Podían pasar muchos minutos todavía en los que mis ojos se desorbitaran hipnotizados con el tráfico. Y mi corazón circulara ya por el carril equivocado, ansioso por verla. ¿Dónde quedaban los algoritmos matemáticos, la sociología, el cálculo de probabilidades de que aquello saliese bien? Imaginé los titulares del periódico español, en la Vanguardia: “Un occidental herido en Xidón pide un cuchillo grande. La embajada trata de localizar a sus padres” Pobre mamásonreía con la boca torcida. De todos los lugares dónde podría haber dicho a Thsai Yen que era muy hermosa, tenía que ser allí, entre el estrépito de coches y con los guardias cortando el tráfico para sacarme de allí. Pensé en los trenes atestados de gente, en el viaje turístico en el que sólo había visto fábricas y ladrillos, en la rigidez de un sistema, en el humo, y supe que para que fuera un perfecto día y se me olvidara mi bici rota, mi pierna sanguinolenta y Tina, me hacía falta ella. Apareció como una diosa bañada en oro, con sus ojos cristalinos dirigidos directamente hacía mi corazón. Estuve seguro de que sus labios iba a besarme. De repente dijo: -Mira si serás bobo, dejarte atropellar así… Su voz me resultaba incomprensible todavía. ¿Había querido decir algo más? ¿Era así como se declaraban los chinos?
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El lugar se me antojó un tambor de lavadora gigante. Mantuve cerrados los ojos todavía, intentando que el mundo dejara de dar vueltas, que la plaza se estuviera quieta, que ella continuara allí, que Tina desapareciera. Que de verdad aguantara la sangre en mis venas. Mi pobre vocabulario en chino mandarín acertó a encontrar entre sus cien palabras “gracias”. Me dije que si salía de aquí con vida, probaría la carne de serpiente y los gusanos disecados, mientras se confundía pasado y presente en fogonazos de piel de porcelana. Hacía apenas unas semanas estaba en el aeropuerto, a punto de embarcar. Quizá fuera todo mentira, mi viaje, Thsai Yen, Tina… Quizá solo existía de verdad una bicicleta que había perdido su sonrisa y sus ruedas se habían vuelto de un paralítico insultante. Pero lo que sí era cierto, absolutamente bañado de certeza infinita, fue que yo no soy el mismo. Estar en medio de una plaza a miles de kilómetros de casa, pidiendo socorro a una china, me hizo perder la escasa autoestima que quedaba en mí. Soy un ser insignificante, incapaz de hablar seis idiomas y acertar con las palabras correctas en chino. “Tina, lo siento” o “mamá, no te preocupes, estoy bien”. Si miráis bien, el humo de las fábricas se me ha colado en los pulmones y los olores a picante arrancan una sonrisa que hace reír a Thsai Yen. Acabo de admitir que soy un ser entre millones de seres vivos y, que mientras me quede aliento, aunque sufra arrebatos de soledad, hay cosas más importantes que permanecer amarrado a un corazón. Hay que conservar el amor cada minuto, saborear los instantes y mirar con indiferencia a los desconocidos que se horrorizan porque pido, en un chino impecable, un cuchillo grande.
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El señorito inglés Lourdes Aso Torralba En cuanto vi al Lord inglés con aquel sombrero de piel fina, algo se me revolvió por dentro. Él caminaba tieso, muy erguido, como correspondía a su cargo, sin mirar al suelo. Decididamente, ese señorito no encajaba para nada en la plantación. ¡Dios! ¿Cómo se le ocurría venir con esas manoletinas en los pies, si apenas le tapaban las carnes? Peor aún, se había empeñado en llevar unas medias finas y pantalón hasta las rodillas. Igual que miraba yo el tierno bocado, las ratas estaban aguardando el momento para precipitarse sobre esos tobillos. Ni siquiera me dio tiempo de espantarlas con el palo de la escoba. El señorito apretó los dientes, sacó con gran ceremonia un pañuelo de encaje del bolsillo y se lo anudó fuerte en la herida. Solo después su voz resonó en la casa pidiendo un médico. ¿Para qué íbamos a decirle más? Ese lujo no era propio de aldeas sencillas y mandar recado con la calesa iba a tardar al menos tres o cuatro días. Para entonces, las fiebres lo estarían devorando a él y nosotros seríamos las siguientes víctimas. El capataz, en casos como ése, no tenía miramientos. Sacaba la pistola de la faja y descargaba un tiro al herido. Decía “muerto el perro, se acabó la rabia”, pero ¿al señorito? ¿cómo iba a atreverse con él? Aparte de que no se hacía con el idioma de nuestra zona, nosotros tampoco entendíamos su inglés ni podíamos explicarle que ya había firmado su condena de muerte. El doctor que tiempo atrás había venido a darnos instrucciones para frenar la epidemia, había dicho que se prendiese a fuego al infectado cuándo hubiera muerto, que las ratas debían desaparecer y extremar la limpieza. Y que sobre todo, fuera niño o anciano, fuera de la casa grande o chica, no podían hacerse distinciones. Las normas eran las normas. Y el capataz se las acababa de saltar condenándonos a todos.
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Porque a partir de aquel instante, lo que el señorito inglés interpretó como miedo a la autoridad que imponía su persona, un respeto mayúsculo, no era sino el rechazo al ser apestado. Con un cierto disimulo surgían caras contraídas, gente que evitaba respirar su aire, rozar su ropa o lavar el cubierto dónde había comido. Lo miraban con gran intensidad, eso sí, por si le perlaba el sudor en la frente, por si el cabello se le volvía lacio y se le notaba algún mareo. También bajaban los ojos hacia la herida, hacia el mordisco de la rata a nivel del tobillo, pero el pañuelo de encaje blanco no permitía ver bien si empezaba a oscurecérsele el color de la carne. Tendrían que esperar, sin duda que nadie había contado con el curso de esos acontecimientos. Tampoco con que a la Fele le entraran aquellos calores raros, ni con ese sarpullido por la piel. El señorito solo escuchó el alboroto y el tiro. Creía que algún lobo habría cruzado los límites de la finca y, ante el peligro, lo habían matado con puntería. Nada imaginó sobre el pánico a la peste, a las ratas y a él mismo. Buscó alguna cataplasma para ponerse en el tobillo y conforme husmeaba los armarios o intentaba preguntar a las asistentas, salían huyendo. Aquello lo puso muy nervioso, tanto que le dio uno de esos ataques que le daban desde niño. Primero notó como se le dormía una pierna, después como se le iba la fuerza de los brazos y supo que no tardaría en convulsionar y echar espuma por la boca. Tampoco esa vez el capataz sacó el arma de la faja como debería haber hecho. No sabía por qué, pero aguardaba al médico que ya estaría por llegar. Al niño de la Rosaura le ardía la frente. Nadie pensó que se le había enfriado con un mal aire y que tenía la garganta llena de pus. No podía ser más que la peste. Que iban a morirse todos si no se acababa desde el principio. La Rosaura se había echado bien encima del niñito, protegiéndolo con todo su cuerpo y, esa vez, sonaron dos tiros.
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El señorito, acostumbrado a un clima más templado, no se quitaba ni el abrigo, ni la bufanda, ni los guantes y, aún así, tiritaba. El servicio cuchicheaba entre sí, en voz bien baja, que esos eran sin duda los primeros síntomas. Hablaban de escaparse pero sabían que no les dejarían entrar en ninguna parte, al menos hasta haber pasado la cuarentena y comprobado que no se habían enfermado. Así que en un arrebato de valentía, muchos huyeron. El señorito no supo nada de eso hasta su paseo a caballo de la mañana. Tras el desayuno y ayudado de un bastón, se dirigió al establo, tomó un caballo dócil y salió a dar un paseo. Encontró cuerpos descuartizados y a medio comer, con dentelladas de colmillo de lobo. Regresó con el estómago revuelto y un estado de gran agitación. Se tumbó en la cama sin desvestir, cubierto con una torre de mantas. Los pocos que habían quedado ya estaban seguros del todo de que el señorito tenía la peste. Ni acercarle agua hacían. Atrancaron la puerta del cuarto para no dejarle salir. Y conforme la gripe iban contagiándose y aparecían los ojos llorosos, el malestar general y la fiebre, resonaban disparos y prendían hogueras en la finca. Para cuándo llegó el doctor en la calesa, maletín en mano y sanguijuelas en un frasco, allí quedaba poco más que el capataz, que entonces sí, desatrancó la puerta del señorito. Los dejó allí y salió corriendo. El señorito inglés le enseñó al galeno la herida del tobillo, el mordisco feo que le había asestado el peludo animal. Y el doctor le habló de la peste, del pánico de esa gente que creía en dioses malvados y vengativos, y que sin duda, de no haber sido por el capataz, le habrían segado la vida. Era un mordisco, pero desde que había más agua y jabón y habían desaparecido las ratas enfermas, también la peste había desaparecido. El miedo no, que ese es libre hasta para apretar el gatillo.
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Un invierno en Mallorca Mónica Suárez No he pasado ningún invierno en Mallorca, como lo hizo George Sand con su amado Chopin, pero sí varios días en diferentes inviernos. Un invierno en Mallorca es difícil de describir. Bonito y duro. Luz, frío y humedad. A veces, la nieve cubre la Tramuntana. Los turistas buscan un resquicio de verano en las terrazas, apurando los rayos de sol. Algunos pueblos parecen desiertos, mientras la ciudad se muestra más bulliciosa que nunca. En la carretera de Valldemosa, los almendros se cubren de flores blancas y ofrecen una vista increíble, dan ganas de atraparlos para siempre en la retina. Valldemosa en invierno. Casi desierta, te permite descubrir tranquilamente sus calles, sus tiendecitas, atisbar entre las cortinas para espiar la vida cotidiana. Y otros tantos pueblos, atestados de turistas en verano. Soller, tan encantador y tan extraño, aislado durante años, con sus construcciones modernistas y su valle de los naranjos, y Port de Soller… con su aire de viejo puerto pesquero a pesar del turismo. Alcudia, con sus murallas y sus restos romanos, la antigua Pollentia. Sa Calobra y su torrent de Paradis. En este pequeño milagro de la naturaleza es posible perderse una mañana de febrero y dejarse llevar por el ruido del mar, sin otras voces, sin olor a bronceador, sin gritos ni sombrillas que laceren la arena. El invierno en Mallorca te hace comprender porque tantas y tantas personas encontraron aquí su Ítaca. Robert Graves, el archiduque Luis Salvador de Austria, Miró, Rusiñol, Jovellanos -a su pesar- … Aquí logras entender la luz de la obra de Barceló y el color de Joaquín Mir.
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El invierno en Mallorca es una sobremesa con los amigos alrededor de los restos de una buena comida, es un paseo por el Born, es una visita a una sala de arte, es una tarde de cine y unas cañas y unas risas. Es un “vermú” en una terraza buscando unos rayos de sol y un arroz en Es Port des Canonges. El invierno son almendros, el olor de las naranjas casi recién cortadas y también buñuelos.
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Las desventuras e infortunios de un viajero que recobró el rumbo Vicente Gómez Quiles Ciertamente existen los ángeles de la guarda. Al mío, lo he sentido muy cerca en un par de ocasiones. Reconozco no haber destacado hasta ahora. Tal vez, por el valor en los momentos crudos. Apreciar la auténtica bondad que habita en esas personas que te aprecian de verdad, sin condiciones, por ser cómo eres y confiar en la buena fe de los demás conformen mi buque insignia vaya por donde vaya. Siempre he querido relatar. Compartir, dar a conocer mi viaje a Estrasburgo y creo que es ahora una ocasión ideal con el actual Certamen de Viajes Moleskin. Haber podido visitar la hermosa zona de Alsacia, para mí tiene un significado muy especial. Básicamente porque años antes llegué a pensar que nunca podría visitar ningún otro lugar en condiciones normales. Incluso, que lo más lejos que llegaría serían los mil quinientos metros que me llevaban a las pruebas cotidianas en la sala de rehabilitación del Centro de Salud. Todo empezó, por así introducirte en los hechos; cuando desde siempre he querido olvidar cuanto antes, claro está, en la medida de lo posible. Aquel accidente que me dejó postrado en esta silla de ruedas durante tres años y seis meses. Una mañana soleada de lunes mientras marchaba al colegio Virgen Santa María. Recuerdo aunque no quisiera. Con esfuerzo y Dios es testigo, para que puedas conocer (vuelvo a reiterar), los acontecimientos tal y como se desarrollaron. La rehabilitación fue durísima. Parecía no acabar. Un mal sueño. Pero también tenía pesadillas mientras dormía o por lo menos intentando descansar un poquito. Despertándome exaltado, infelizmente empapado en sudor y pidiendo auxilio a mi madre. Resultaban ser sueños extraños, ocasionalmente jugaba al fútbol y de repente caía en una zanja descomunal donde antes no había ninguna grieta. Quedando empotradas mis piernas y ya nunca más, jamás salía de ese hoyo. Por muchos intentos volcados no había
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manera de salir por mi propio pie. En otros sueños no sentía dolor alguno y aquello me producía un bienestar tan grande que a veces eyaculaba las sábanas sin masturbarme. Fueron unos meses interminables. Derramando esfuerzos pero había días que la desesperación me enclaustraba al miedo e irremediablemente retrocedía los progresos alcanzados hasta la fecha. Debo volver a caminar como antes me repetía una y otra vez. Siempre ubicado al margen de mis compañeros, ausente a los acontecimientos cotidianos anteriores y que no agradecemos debidamente cuando los tenemos. Como si me hubieran embutido en otro cuerpo ajeno al mío. Parecía estar viviendo otra realidad que no me pertenecía. No sé amigo lector, si alguna vez has tenido una sensación similar. Ese deseo e ímpetu interno por donde fluyen todas tus fuerzas encauzándose en un solo objetivo: modificarlo todo y tras la estática invariabilidad. Luego, asimilas la densa impotencia por no poder hacer nada al respecto. Querer es poder me insistía. Si reprodujera todos los ánimos promulgados en mi persona. Todas las conclusiones. Aprendizajes que me fui enseñando. Y los plasmara en estas líneas. Seguramente no entraría y sería rechazado mi relato en el Concurso por no cumplir. Sobrepasar con la extensión máxima permitida en las Bases del presente Certamen. Porque todo es un trámite, una continua prueba. Demostrarnos que aunque te cierren una puerta. Vayas donde vayas todos somos importantes. Valemos mucho y a veces no nos damos cuenta. Al principio tenía visitas de otros alumnos aunque prefiero llamarlos compañeros. También de vecinos y familiares lejanos, pero con el tiempo me fui quedando solo. Con el único apoyo de mis padres y hermanos. Es curioso pero después de éste cúmulo de infortunios. Sobresale la percepción de haber estado muerto o inexistente como un vegetal y hubiera resucitado. Por eso digo que mi ángel de la guardia se me apareció dos veces. Una al salvarme la vida después del accidente y otra al sacarme de esa actividad limitada para volver a sentirme como era antes de que ocurriera el ciclo de éstas desventuras. Cuando estaba en la
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silla pensaba que estaba en otro cuerpo. Un envoltorio que guardaba cierta similitud al que tenía pero realmente no podía reconocer cien por cien como mío. Los comienzos son difíciles. Para mí fue desesperante. Tumbado en una camilla del hospital. Aún me emociono si pienso en la expresión de mis padres cuando abrí los ojos tras el estado en coma. Volviendo a la vida. Sucedió mientras marchaba al colegio disfrazado con ese ridículo uniforme celeste y llevando la mochila en la espalda por un paso de cebra. El brutal impacto, dicen los que lo vieron, me hizo voltear en el aire y caer a seis metros de donde quedaron mis zapatos. Afortunadamente, estoy aquí escribiéndolo. Tuve que esforzarme en gran medida para poder recuperarme física y mentalmente. También luché para recuperar el tiempo perdido, pero esa maravillosa batalla nunca se gana. Cuando me di cuenta se habían terminado las ganas por jugar al fútbol, o a las canicas que tanto me gustaban, y mi infancia quedó interrumpida, tallada e inocentemente vacía; dio paso a una adolescencia compleja pero inyectada en ilusiones. Como ésta ilusión, semejante al amor, y que pongo en estos momentos, contándoos mi verdadera historia. Y para no ser aburrido y como se trataba de mi extraordinario viaje a Estrasburgo. Prometo no volver a mencionar más mi pasado sobre dos ruedas. Para entonces, mi hermano mayor ya había concluido la carrera de medicina en Valencia. Nosotros residíamos habitualmente en Castellón. Actualmente los tres hermanos estamos cada uno en un punto de España tirando con nuestras vidas aunque por suerte, podemos vernos a menudo y quedar para comer en esas inolvidables comidas de familia. Mi hermano estaba realizando unas prácticas de cirugía en Francia, concretamente en Estrasburgo. Llevaba concluyendo los dos meses del verano y las pocas veces que hablamos por teléfono lo notaba triste, apocado, necesitado de compañía. Yo hacía poco había empezado a andar y estaba tan cargado de optimismo que contagiaba a los que me observaban por la calle. Sabía que mi hermano llevaba solo durante muchos días y las cosas no le estaban saliendo como él quería. Había
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planificado realizar intervenciones pero al parecer todavía no le habían dado autorización para ejercitarse. La novia tampoco podía desplazarse allí por cuestiones económicas. Ahora, en la actualidad, es su mujer y tienen dos hijos que son mis ojos aunque no los vea a todas horas. Pero eso, son cuestiones personales que no vienen a cuento. Entonces, sin dilación. Decidí hacer la maleta, sacar todo el dinero del cajero automático y me dirigí a la estación de autobuses para sacar el billete. El viaje algo anodino, lo recorrimos prácticamente de un tirón. Creo que duró unas doce horas aproximadamente con una única parada en Lyon. Al llegar a la estación de Estrasburgo pude reconocer en seguida a mi hermano. Hizo propagados esfuerzos para no llorar y nos abrazamos aunque sinceramente yo no pude evitar soltar algunas lágrimas. Mi hermano, Santiago, siempre ha sido muy protector y me ha ayudado en mis momentos pésimos. Lo quiero tanto, nunca tendría suficiente para demostrárselo. Visitamos lugares emblemáticos como la insignia del hombre de hierro, la preciosa casa Kammerzell totalmente construida en madera. Parecía extraída de un cuento de Andersen. El Buerehiesel, un gigantesco jardín con infinidad de flores multicolores, áreas muy bien cuidadas y redondeadas. Bordeando unos azulados estanques diáfanos que se perdían en el horizonte entre los inmensos sauces, abetos y otros frondosos árboles. Un Salón de Té sobre el llano de la gratificante hierva ligeramente mojada. Al que llegaban decenas de ciclistas de todas las edades. Cuando hay paz, la satisfacción inunda desde el corazón y cualquier entorno se vuelve mágico. Recobrando colores y detalles incluso más latentes e intensos. Visitamos La Catedral gótica y anaranjada. En otra época me comentó Santiago, que el poeta Goethe subía a lo más alto de la Catedral para curarse del miedo que tenía a las alturas. En eso me debía parecer a él, porque ahora que puedo mover las piernas, también me tiemblan al sentir el vértigo. Las orillas del Ill con sus puentes cubiertos y donde cerca descubrimos un hermoso restaurante. En eso, una sutil ráfaga se adueñó de mi expectación. Contemplando una motora cruzando en ese preciso instante mientras atravesábamos el espectacular puente. En el río se creaban ondas. Formando efímeras
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luminiscencias plateadas que se abrían al paso de la motora. Había una terraza de un antiguo restaurante, adornado con sombrillas rojas y mesas blancas con manteles de cuadros rojos y blancos. Idénticos también a las servilletas. El local daba frente a la fabulosa panorámica de los surcos inquietantes. A esos reflejos que se formaban en el agua tras el paso de las pequeñas embarcaciones. El gusto por la armonía y la búsqueda de la belleza se podía palpar en cada instante. Por fin, estaba involucrado al silencio más deseable y a la pura felicidad del completo gozo de mi existencia. Ajeno a mis transitadas frases golpeando el yunque de mis desánimos. Invadidos de nuestras jovialidades, decidimos sentarnos. Las sensaciones atravesaban directas y etéreas. Perdiéndose por todos los agujeros, perfiles y contornos de las fachadas. Desde el centro del maravilloso círculo que delimitaba magistrales movimientos de patos y cisnes. Vuelos acompasados y rítmicos como un vals de luces y sombras. Se deshacían nuestras pupilas de encanto. En unos trazos rectos, a veces curvilíneos. Donde anidaban abajo los winstub próximos. En los winstub, la gente plácidamente degustaba jarras de vino de Alsacia en típicas copas de cristal con bases de cristal verde. Jamás sentí tantas vivencias en tan poco tiempo. Es como las luciérnagas intensificando sus quehaceres en la brevedad impuesta. Estaba con esa persona que no necesitas buscar para disfrutar el momento. Ese ser maravillosamente imperfecto y perfecto a la vez, como tú y como yo. Como todos nosotros. Mi queridísimo hermano Santiago. A quién más quería, quiero y querré. Y además, en un lugar impertérritamente magistral, letalmente paradisiaco. Imposible hubiera sido, sustraerlo del mejor de mis mejores sueños. Cuando se acercó la muchacha y nos entregó las cartas del menú nos entró la risa. Tenía la sensación que él sentía lo mismo que yo. Incluso diría que los dos por primera vez en nuestras vidas, éramos como gemelos que sienten, sufren y padecen los mismos dolores e inquietudes. Misteriosamente fundidos en un idéntico ser. Era como si en ese preciso instante, mi ángel de la guarda se hubiera personificado en Santiago. No precisábamos hablar porque estaba todo dicho y ninguno tenía que descubrir nada sobre el otro, porque lo sabíamos. Aquello que debíamos saber
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estaba con nosotros. Más que cualquier marca hecha a hierro fundido o cualquier tatuaje en la piel. Mi francés era pésimo. Dejándome aconsejar por mi hermano a la hora de pedir volvimos a sonreír. A la camarera le señalé el plato que pidió Santiago y reímos los tres en esa instantánea. Nos sirvieron unas enormes salchichas con coliflor hervida. Creo que jamás probé verdura tan rica, y todavía sigo sin saber cómo la preparaban para que desde entonces quiera volver siempre allí a la hora de comer. Regresamos en bus hacia la Residencia. Ese día mi hermano no acudió al Hospital. Estaba harto de que los médicos del hospital no le dejaran operar y hacer prácticas con los enfermos por ser extranjero. Aunque puntualizaba que los médicos franceses, dejaban ensayar antes a un médico argelino o marroquí antes que a un futuro cirujano español. No sé si en la actualidad habrá cambiado algo ese asunto. Comprendí enseguida la desolación de mi hermano. Santiago pletórico de ilusión. Aprovechó la ocasión para realizar prácticas. Coger experiencias fuera. Pero no le daban cancha. El trayecto en este segundo autocar lo hicimos sentados. En el anterior recorriendo la ciudad no pudimos. Seguramente porque la línea no era tan concurrida. Apenas viajaba gente en los diversos transportes públicos a esas horas. Casi todos se desplazaban en bicicletas por lo que observaba. Eso clamó mi atención. Las casas eran mayoritariamente blancas o con tonalidades claras, de dos o tres plantas, con pequeños terrenos idílicos con césped abundante y vallas de madera. Sus cubiertas prácticamente triangulares. La gente parecía feliz, pero en esos momentos no tanto como nosotros. Santiago puso la mano derecha sobre mi hombro para indicarme que habíamos llegado. En la parada había una indicación que ponía Robertsau hacia la derecha. Caminamos por una acera ancha y empedrada unos doscientos metros llegando a la Residencia de estudiantes. Una mansión enorme rodeada de un bosque que parecía no tener fin. Se oía a unas palomas voluminosas y grises pasando con ligera dificultad de una rama a otra. Nos detuvimos en la entrada. Tuve que bordear parte de la Residencia para colarme por la ventana. Intentando no llamar la atención de aquella anciana que solía
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quedar en recepción, de pie, inmóvil, como decoración anexa de la mesita mientras miraba una televisión diminuta. La señora era dueña del negocio y no permitía visitas. Santiago me advirtió que tenía cierto carácter extraño, huraño. Implacable con sus propias normas. Santiago me advirtió de su origen alemán. Mi hermano bromeaba diciendo que se trataba de una nazi. Bromeó al confesarme que era descendiente del mismo Hitler. Aunque la verdad sea dicha, y sea excitante hacer un “sinpa”, es decir, de vez en cuando consumir algo sin pagar. Tampoco quedaban habitaciones libres. Por lo que acepté el reto, trepando por un tronco y saltar al interior. ¡Qué ganas tenía de trepar, saltar y en definitiva de moverme! Cogimos un colchón y unas sábanas que olían a funeral. Guardadas en un armario del pasillo. Los servicios y las duchas quedaban al final del corredor. En la residencia había chicas que también empleaban los mismos aseos. Esperé un rato detrás de la puerta a ver si veía pasar alguna. Visité las cuatro plantas del edificio y las cocinas de la planta baja. Se me ocurrió organizar una fiesta de bienvenida por la noche. Poco a poco fui conociendo a los que moraban en aquel enigmático lugar. Alrededor de las ocho, la vieja se largó de la Residencia, para irse a dormir a su casa que estaba en la misma Avenida. Cuando cerró la puerta, pensé que era la ocasión. Empecé a avisar a los demás golpeando las puertas y dando órdenes. Decidimos organizar una cena internacional. Unas italianas prepararon espaguetis en una cazuela de algo más de medio metro de diámetro. Un argelino hizo cuscús. Cada uno aportó lo que buenamente sabía. Yo preparé una riquísima sangría que servíamos con un cucharón metálico. Nos juntamos alrededor de veinte, ubicados en el exterior para aprovechar el espacio y evitar el calor que había dentro del edificio. Observaba a mi hermano que permanecía campante mirando la fiesta que tanto se merecía. La noche fue un éxito. Mi hermano enterró esa soledad. Compartí las últimas horas con una de las italianas. A la mañana siguiente, volviendo a la habitación de mi hermano, estaba vacía y me había dejado una nota junto a la
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repisa de la ventana. Decía que se había marchado al Hospital. Me dejé caer sobre el colchón que tendimos en el suelo. Al rato, oí entrar a mi hermano que llevaba dos bolsas amarillas de una marca de supermercado. Comimos unos sándwiches de queso y jamón York, yogures y un melón muy dulce. Hablando, me contó que por primera vez le habían dejado operar. A mi hermano también le visitó su ángel de la guarda ese día. Su rostro denotaba satisfacción, inmensamente radiante. Me alegré tanto por él. Salimos a celebrarlo, yo atajando por la ventana como un ocupa arrepentido cuando escucha el sonido de unas llaves. Tomamos cervezas en un local que se decoraba con un alambique color cobre, en perfecto estado. Prácticamente, pasaron los días sin darnos cuenta y regresé. A las pocas semanas volvimos a estar juntos en España. Mi hermano siempre me agradece la visita durante esas fechas, porque estaba solo, triste, pasando una mala racha anímica. Yo no lo veía así, cada uno piensa de una forma. Yo antes pensaba que un conductor al que nunca identificaron. Me había robado parte de mi vida. Pero no es así. Son las circunstancias. Nada es sencillo. Todo requiere sacrificio. Poner de nuestra parte y amoldar lo mejor que podamos los imprevistos. Muchas veces lo pensé. Si no hubiera estado contando el número de canicas que guardaba en la bolsa. Si hubiera mirado antes de cruzar el paso de cebra. Tal vez mi destino hubiera sido otro. Tal vez si no existieran los ángeles de la guarda. No estaría aquí sentado en una silla sin ruedas contándolo. Es evidente que el tiempo, nuestro tiempo, es el mayor regalo. Sólo importa el consumado instante, estar aquí para contarlo. Nada hay como la vida, con todas sus grandezas por pequeñas que parezcan, y poder disfrutar los mejores plazos con los tuyos. Aunque transcurran fugaces y no podamos echar la vista atrás sino es con la vía del recuerdo o incluso, aunque duela hacerlo. Merece la pena compartirlo. Y sólo por eso me he decidido a contar este relato.
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Trencuentros Lucía Dobarro Delgado “Salida del tren con destino a París por el andén cinco” la voz metálica y aletargada retumba en las paredes de la estación. Son sólo las seis y veintisiete de la mañana, pero ella lleva largos minutos acomodada en uno de los primeros vagones. Tal puntualidad, unida a su aspecto delicado, delata que se trata de su primer viaje. Segundos antes de que inicie el recorrido, él se introduce en el vagón con la parsimonia del viajero experimentado. Su gran volumen le hace perder el equilibrio cuando el tren emprende la marcha, deslizándose hasta la plaza junto a ella. Sus figuras opuestas llamarían la atención a cualquiera de los pasajeros. Ella, impecable, de piel clara y rasgos angulosos, él fuerte y robusto, curtido por los años, el símbolo del sol naciente sobre su piel es testigo de los cientos de kilómetros recorridos. El tiempo y el espacio vuelan a través de ese vagón, por el que pasajeros y revisores circulan sin apenas reparar en ellos mientras comparten un mismo destino ante el fotograma de imágenes de la ventanilla, hasta que otra voz metálica anuncia la llegada. El tren frena suavemente y una avalancha de pasajeros saluda a sus familiares y amigos. Sin embargo, ambos permanecen quietos, como ajenos a lo que ocurre en el exterior, dilatando estos últimos minutos de viaje. Han llegado al final de la línea. Ellos continúan solos, inmóviles, a la espera. Es entonces cuando los empleados reparan en su inesperada presencia y los conducen hacia el interior de la estación, donde un funcionario impasible levanta sus ojos de “Le Figaro” para iniciar el trámite rutinario: comprueba las identificaciones, traslada a los recién llegados a la sala contigua, descuelga el teléfono y marca unos números.
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En ese instante, una pareja está sentada en el vestíbulo de la estación. Un chico con grandes patillas y camiseta desgastada puntea unos acordes con destreza en la guitarra, mientras una chica con traje de chaqueta, melena azabache y grandes gafas de sol habla sin descanso entre una lata de refresco bajo en calorías y un paquete de cigarrillos a punto de terminarse. Sus miradas se cruzan con complicidad cuando el móvil de la chica comienza a sonar en el fondo del bolso. Al rescatarlo su cara se llena de sorpresa. Minutos más tarde el silencio de una sala contigua se verá alterado con la llegada de los dos jóvenes que irrumpen entre carcajadas y se dirigen al funcionario que les acaba de telefonear. La chica inicia con cierta dificultad una conversación que el chico retoma en un francés correcto aunque marcado por un fuerte acento español. Enseñan sus pasaportes y billetes de tren entre risas. El funcionario indica que firmen en un libro de lomo rojo y pasen a la sala contigua a recoger a los olvidados en el tren. La pareja sale de la oficina de objetos perdidos de la estación Paris Nord y se despiden intercambiándose sus números de móvil. La chica de melena azabache se dirige a la parada de taxis arrastrando una pequeña maleta color crema. El chico hacia el andén, colocando su guitarra acústica sobre un gran baúl de piel marrón con la imagen del sol naciente en su costado. “Salida del tren con destino a Bruselas por el andén siete”
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La soledad del océano Pedro Pujante Hernández Millones de estrellas poblaban el negro cielo. Brillaban como luciérnagas de mar a la deriva del cosmos. La nave, en la inmensidad del océano, parecía un barco de juguete en manos de la incertidumbre. Una leve tormenta parecía amenazar con levantarse. Casi todos los tripulantes dormían hasta que el leve vaivén del barco comenzó a hacerse notable. Comenzó la actividad frenética por la cubierta y la sala de mando. Cada cual ocupó su posición y todo se dio sin contratiempos. El barco era amplio. Más de doscientas familias vivían en él. Todas habían nacido en el barco. Sus padres, los padres de sus padres e incluso los padres de éstos habían nacido en la nave. Su mundo se reducía a la embarcación. Su Historia se limitaba a cientos y cientos de documentos, antiguos grabados y cuadernos de bitácora que se acumulaban en una pequeña sala del camarote de proa. Algún anciano recordaba vagamente historias de una isla. La tierra firme. Leyendas en las que ya casi nadie creía. Sólo la nave y el océano. Y nada existía más allá de la vasta masa de agua que todo lo envolvía. ¿Cómo empezó la travesía? ¿Cuál era su cometido? ¿Su destino? ¿Cuándo acabaría, si es que tenía que acabar? La gente había dejado de sentir el rumor de la certeza ante tales incógnitas. Todo era presente y océano. Romus, hijo de Lenum tenía unos quince años cuando su padre comenzó a instruirle en el gobierno de los timones y las velas. Generación tras generación se habían ocupado de esta labor. Cada familia, de las doscientas que habitaban en la nave, desempeñaba una tarea específica y concreta. Era una misión o una herencia ineludible.
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Su amigo Shapor era hijo de arponeros. A sus once años ya había cazado un tiburón martillo con sus propias manos. Edina, la hermana de Shapor, sería la mujer de Romus cuando fuesen adultos. Así estaba previsto, así había sido desde… siempre. Una apacible noche, el pequeño Romus tuvo un extraño sueño. Un campo de amapolas interminable, árboles alargados como mástiles y un río que se perdía entre unas colinas. Sólo conocían estas imágenes por las antiguas fotos que yacían desde tiempos inmemoriales en los archivos de la nave. Aquella noche despertó sobresaltado con la fuerte impresión de que aquellas imágenes de árboles imposibles cuyas hojas se estremecían por el viento, eran reales. Tuvo, por unos instantes, la certeza de que ese paraje existía en algún lugar. Sólo son sueños e invenciones, decían los más antiguos de la nave. Se crearon para hacer el “viaje” más agradable. Todo ocurría por y para el viaje. No había nada que no tuviese que ver con el barco y con el viaje. El viaje, ¿qué viaje? Los viajes tienen un destino, pero el nuestro, pensaba Romus, no tiene un destino. Que no conozcamos nuestro destino no significa que no exista, le habría dicho su padre en cierta ocasión. La voz de su padre parecía esconder temores. Era como si se intentara convencer a sí mismo. Nuestros antepasados, los primeros que habitaron la nave, eran sabios, hijo. Ellos iniciaron el viaje por alguna razón. Nosotros debemos seguir el camino emprendido por ellos, Quizá nunca sepamos a dónde nos dirigimos. Eso no importa. Nuestros hijos seguirán la travesía y los hijos de nuestros hijos y así sucesivamente. Al final, nuestra descendencia llegará a… No lo sabemos pero ellos lo sabrán. Ellos comprenderán que todo tiene un sentido y que gracias a nosotros han llegado a su Destino. Nosotros somos nuestro propio destino y el de nuestras familias. Hay una tierra firme que nos dio la vida. Y allí hemos de ir. Mira hijo. Su padre le mostró los cabos que nunca se habían usado. Le mostró la cadena oxidada del ancla. Estas cuerdas y esta vieja ancla sirven para fondear la nave. Si existen es porque algún día habremos de llegar a algún lugar.
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Siempre la misma historia, la misma oscura y atávica historia. En la nave todos eran moderadamente felices. Nadie conocía una razón para estar triste. Todos se sentían especiales. Pertenecer a la tripulación de la nave era una especie de privilegio. Somos la Existencia, rezaba un viejo dicho de la nave. Nada ni nadie existe fuera de aquí. Y tal vez fuese verdad, pensaba Romus. Todo tiene sentido. Y Romus tuvo ese pensamiento siempre. Fue siempre feliz hasta que tuvo ese extraño sueño. A las dos semanas volvió a soñar el mismo sueño de verdes árboles y hermosos tulipanes enraizados en tierra firme. Y así durante varios ciclos lunares. ¿A dónde vamos? ¿Existen esos lugares verdes con grandes extensiones de vegetación? Los viveros artificiales de la nave nada tenían que ver con ellos. Eran plantas, sí, pero estaban dispuestas en líneas rectas. Yacían alineadas de forma precisa y respondían a un ordenamiento geométrico y calculado. Tenían un sentido práctico: servían para producir el alimento necesario. Junto con la pesca, eran la fuente de energía de la tripulación. Sin embargo, en los sueños los tulipanes que se mecían con una brisa suave eran bellos. Aparentemente no servían para nada y eso les concedía un sentido casi mágico. En la nave todo tenía un sentido práctico. Todo estaba imbuido de una necesidad, de un halo de pragmatismo que le restaba belleza. Las velas, los cabos y las redes. Las escotillas, los mástiles y las brújulas. Todo respondía al mismo preciso plan. Todo estaba establecido para su uso. Y nada escapaba a esta ley en el barco. Incluso los juegos de los niños eran simuladas prácticas de pesca o de navegación. Además, en el sueño había otra cosa: el cielo. Era de un azul distinto. Las nubes parecían fantásticas almohadas. La brisa no era un mecanismo para hinchar los velámenes. Era un suspiro que acariciaba las ramas de los árboles. Eso no pueden ser sueños de nuestros antepasados, pensó. Deben haber sido reales.
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Cuando Romus acababa sus lecciones de pilotaje disponía de un tiempo libre para relacionarse con Edina. Hablaban de su futura vida como pareja en el barco y compartían sus pequeños secretos y sus grandes sueños. Un tarde de mistral, apoyados en un candelero, hablaron. Romus le comentó su preocupación por los recurrentes sueños. Yo he soñado lo mismo, confesó Edina con la mirada perdida en el oscuro espacio azul que se extendía frente a ellos. Es bello soñar. Siento que hay algo por lo que vivir. Aquella misma tarde pidió permiso a los Antiguos para visitar la cámara de los documentos. No tuvo problemas para acceder. Durante horas revisó antiguos cuadernos de bitácora, diarios y viejas libretas. Las más antiguas tenían extrañas cifras anotadas. Con ayuda de Swirt, el matemático de la nave, comprendió que eran fechas. Antiguamente, explicó, se utilizaban para medir el tiempo. Sí, los antiguos creían que era importante. Tal vez porque creyesen que todo tenía que tener un principio y un final. Hoy día sabemos que todo es continuo. Que el tiempo no existe fuera de nuestras mentes y por eso no tenemos la necesidad de medirlo. Había algo que llamaban relojes, parecidos a las brújulas, y también calendarios. Mira aquí, y señaló un papel en el que se leía: 29 de agosto de 4445. Esto es una fecha antigua. Hoy día no sabemos exactamente a qué corresponden los números pero sabemos que medían el tiempo a través del sol. Si las leyendas son ciertas. Si de veras vivieron nuestros antepasados en tierra firme todo esto puede que tenga su lógica. Si no es así, no hay razón para ocuparse de medir sustancias que no son necesarias. Medimos el viento para predecir una tormenta. Medimos el rumbo para no apartarnos de nuestra ruta. Todo lo demás carece de importancia. Sólo importa el viaje. Nosotros nunca sabremos cuándo ni para qué partió la nave. Nunca sabremos cuándo llegará ni a dónde se dirige la nave. Sólo importa mantener el rumbo. Siempre hacia el Este. Eso es lo que importa. Su voz
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denotaba cierto escepticismo y cansancio. Parecía repetir viejas palabras que había oído miles de veces, que ni siquiera creía pero que tenía la obligación de creer. Pronunciaba las frases como si recitase un antiguo verso, una letanía ancestral y mágica. Pero si hay un destino, replicó Romus, deberíamos saberlo. Creo que tenemos derecho a saber a dónde vamos. Mira, hijo, si no sabemos a dónde vamos será por algo. Nuestros antiguos eran sabios y si no dejaron constancia del motivo del viaje alguna explicación habrá. Tal vez para protegernos o tal vez… no lo sé. Si hay una respuesta debe estar en este archivo. Busca, pero te advierto que puede ser que lo que encuentres no te guste. El ayer es traicionero como la tormenta del Norte. Se volvió y se marchó sin despedirse. Sus palabras se extendieron en la nada. Después de desempolvar papiros y extraños documentos durante un buen rato, Romus encontró algo que le llamó poderosamente la atención. Era un pequeño tubo de papiro de piel. Estaba enrollado cuidadosamente y atado con un cordel de cuero negro. El aire de la cámara estaba viciado. Comenzó a sentir un mareo y salió al exterior. El barco se tambaleaba. La brisa había cedido a una galerna, y una sutil llovizna comenzó a cubrir la cubierta de la nave lentamente. El gallardete empezó a ondear en todas direcciones. Parecía que se avecinaba un fuerte temporal. Se dirigió a su camarote y extendió el papiro. Afuera los hombres recogían amarras e izaban las velas con violencia. El papiro casi se deshacía entre sus manos. Pudo, a malas penas, leer lo que parecía una carta o parte de un diario. “Hoy zarpamos”. Sin duda era el texto más antiguo que había en la nave. “ La subida del nivel del mar hace estragos. La población huye despavorida en precarias embarcaciones…” Había fragmentos ilegibles. “y terremotos… por todo el orbe. No tenemos noticias de ninguna nave. Algunos… Todos habrán sucumbido al gran tsunami. Nuestra nave es la última. La última masa de tierra va mermando por minutos. Estamos atracados sobre la cima más alta. El último reducto se desvanece. Ya vemos el océano que se cierne sobre
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nosotros. Quedan sólo unos minutos… la última porción de tierra sea tragada por el mar. No sabemos lo que nos aguarda. Sólo duda, muerte e incertidumbre…” Ahí acababa el escrito. El papiro casi ilegible se deshizo en sus manos. Romus no entendía la totalidad del mensaje pero una idea clara se iluminó en su mente. No había destino ni horizonte para su travesía. El ancla seguiría pudriéndose hasta el fin de los días. Nadie más leería esa carta. Sólo él sabría qué oscuro destino les aguardaba. No había más campos de tulipanes ni tierra firme. Sólo el barco y el infinito azul. La tormenta arreciaba y un viento huracanado empezó a henchir las velas blancas como pulmones de tela en la soledad del océano.
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La flor de Clarisa Salvador Robles Miras La anciana, apoyada en un bastón y con una diminuta maleta de hule delante de los pies, aguardaba en el borde de la acera al taxi que acababa de llamar. Pasaban unos minutos de la dos de la noche. El taxista, un hombre de unos treinta años, quien no tardó en llegar, hizo una mueca de disgusto en cuanto comprobó que la anciana era la clienta que había requerido sus servicios por teléfono. No recordaba haber llevado nunca, y menos a semejantes horas, a una persona de edad tan avanzada. Observándola de cerca, mientras la ayudaba a introducir la maleta en el portaequipajes, el hombre calculó que no le faltaría mucho para cumplir los noventa años, si no los había sobrepasado ya, y, aunque parecía en sus cabales, a saber cuál era su verdadero estado mental, tal vez a su demencia senil le había dado el cuarto de hora de cordura. -¿A dónde va a estas horas, abuela? De noche, todos los gatos son pardos. Y en esta ciudad, como me supongo que usted ya sabrá, las garras de los gatos están más afiladas que en otros sitios. -No se preocupe por mí, buen hombre. Siento debilidad por los felinos, aunque menos de la que ellos sienten por mí. Además, voy al lugar más seguro de la ciudad. Por cierto, me llamo Clarisa, y tengo ya biznietos, aunque nunca los he visto. Viven en el extranjero. -Mucho gusto, Clarisa –el taxista giró el tronco y extendió el brazo por encima del asiento-. Mi nombre es Daniel. -¡Daniel! -exclamó la anciana mientras sujetaba la mano del hombre con sus artríticos dedos-. Así se llamaba mi tercer
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marido, que en paz descanse. Fue el mejor de los tres, tal vez porque yo también fui la mejor de las tres Clarisas que contrajeron matrimonio. Guarda usted un cierto parecido con él, sobre todo en los ojos. Mucho gusto, Daniel –la mujer inclinó lentamente la cabeza y, ante la perplejidad del taxista, estampó un beso en el dorso de la mano de éste. -Es usted una mujer sorprendente. -¿Por qué? ¿Por besarle la mano? -Por eso y por mucho más. ¿Por dónde cae ese sitio tan seguro al que se dirige? -En las afueras, ya se lo diré cuando llegue el momento. Hasta entonces, recorramos la ciudad. Imagínese que lleva en el coche a una turista que visita la villa por primera vez. -A estas horas, nunca llevo turistas, Clarisa. -Pues imagine que son otras las horas. La imaginación puede con todo, incluso con la vejez más vieja. Fíjese, ahora mismo me estoy imaginando que es usted el otro Daniel, mi tercer marido. Él era bastante nervioso, pero hoy, sorprendentemente, muestra una pasmosa tranquilidad. No tiene ninguna prisa. ¿Sabe por qué? -No, señora. -Porque Daniel me lleva con Daniel. -Muy sorprendente –masculló el suavidad el pedal del acelerador.
taxista
apretando
con
Durante las horas siguientes, Daniel, que había apagado subrepticiamente el taxímetro, se dedicó a circular a la buena de Dios por las estrechas calles del casco antiguo. La jornada laboral no había hecho más que empezar, y le encantaba la historia que le estaba contando la anciana, quien, contra todo
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pronóstico, gozaba de una lucidez mental envidiable. Una historia en la que Daniel era el protagonista. Pese a que la noche se resistía a dejar de ser noche, no tuvo más remedio que claudicar ante el incontenible empuje del alba, momento en que Clarisa, exhausta, le pidió al taxista que se dirigiera a las afueras de la ciudad. Necesitaba descansar. -Ha hablado usted demasiado, y no se lo digo como reproche, porque ha sido un placer y un honor escucharla. -No sé cuáles serán sus habilidades al volante, me supongo que serán muchas y buenas, pero lo que sí puedo asegurarle es que es usted un excelente escuchador, mucho mejor que mi querido Daniel. Lástima que la escucha, en la sociedad tan materialista en la que vivimos, no se demande como profesión. Se haría usted de oro. -He sido un buen escuchador porque, como diría mi padre, la ocasión la pintan calva… Ya estamos en las afueras. ¿Dónde quiere que la deje, señora? -Al final de la calle. -¿Estará abierto a estas horas? –preguntó el taxista, taciturno. Sus sospechas se habían cumplido. La mujer iba al lugar que él, transformado en el otro Daniel, había imaginado. -Me supongo que sí. -Las floristerías seguro que no. Es demasiado pronto. -No se preocupe, llevo las flores conmigo, aunque lo más probable es que estén todas marchitas. -La flor de Clarisa, no. Doy fe de ello.
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Cuando se apeó del vehículo, la anciana se aproximó a la ventanilla del conductor, y se empeñó en abonar el importe de la carrera. -Se me ha estropeado el taxímetro. No puedo cobrarle nada. -Usted no puede cobrarme nada, y a mí me apetece pagarle todo. Qué cosas pasan en la vida, Daniel. La mujer arrojó una cartera al asiento trasero del vehículo y, tras dedicarle al taxista su mejor sonrisa, la monumental, pronunció unas palabras que Daniel jamás olvidaría. -Ahí queda eso. -¿Se refiere a la cartera? -A la cartera y a todo lo demás. -¿Todo lo demás? ¿Dónde, señora Clarisa? -Con usted. Haga con ello lo que crea conveniente. Dicho lo cual, la mujer giró sobre sus talones y, apoyada en el bastón, despacio, muy despacio, se alejó del vehículo. -Espere, Clarisa, se le olvida la maleta saliendo del coche.
–gritó el taxista
-No la he olvidado porque la he dejado a propósito. Forma parte de eso que queda con usted. Hasta siempre, Daniel. Y Clarisa abrió la cancela del cementerio. El taxista se quedó con eso que la anciana le dejó: la flor de Clarisa.
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Desde la cima veo el mar Ofelia Luengas Lasso En muchas ocasiones Deisy, Jorge Andrés y Conrado me insistieron que los acompañara a Peñas Blancas, una vereda del municipio de Santiago de Cali, mi ciudad natal, pero siempre había una excusa u otra actividad por hacer y finalmente no iba. Ellos deseaban que yo conociera ese paraíso a raíz de que yo los había llevado a otros hermosos lugares del Valle del Cauca, cercanos a Cali durante las prácticas de campo y salidas ecológicas del curso de Impacto Ambiental, el cual dicto en la Universidad del Valle. Ellos habían sido mis estudiantes y querían compartir conmigo la majestuosa biodiversidad de este sitio: las cascadas, las cristalinas y prístinas aguas del río Pichinde, la cima de las minas del Socorro, la cumbre de las Peñas Blancas, las vistosas aves, como el gallito de roca (Rupicola peruviana) el cual es por cierto el ave nacional del Perú y el símbolo de la sociedad vallecaucana de ornitología, como también el pájaro barranquero (Momotus momota, nombre de origen mexicano), y muchas otras aves como petirrojos, canarios, azulejos, copetones, tiranidos y muchos más. Hasta que un día, en diciembre del año 2006, tuve la oportunidad de ir a Peñas Blancas, fuimos Deisy, mi hijo Juan Sebastián y yo, a este precioso sitio, atreviéndonos a subir hasta la cima de la montaña de Peñas Blancas a 2700 msnm. El primer día que llegamos a la vereda, nos quedamos en la escuela de la misma, pues Deisy y sus compañeros ya manejaban la Fundación Ekos (creada por ellos mismos) que ayuda a los niños y niñas de Peñas Blancas; la gente del sector los conocía y ya se habían ganado su afecto y confianza. Por supuesto que desde ese año me uní a la labor de los chicos, la cual valoro y admiro mucho. Labor que consiste en fortalecer los conocimientos académicos en las áreas de matemáticas, lengua castellana y ciencias naturales,
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al igual que convertirlos en guardianes y protectores del bosque; labor que lleva ejerciendo desde el año 2004. Los niños y las niñas de Peñas blancas acuden a las vacaciones recreativas y educativas convocadas por los chicos de la Fundación Ekos en los meses de junio y julio para afianzar sus conocimientos como también disfrutar de los juegos y lúdicas de los muchachos y muchachas creadores de la Fundación Ekos, todos ellos egresados de las Tecnologías de Ecología y Manejo Ambiental y de Suelos y manejo de Aguas de la Universidad del Valle. Mientras los niños de la ciudad gozan de ocio y vacaciones, los niños de Peñas Blancas, estudian, pero disfrutan de esta academia, pues no hay exámenes ni pruebas, es el disfrute del conocer y del saber, y en diciembre se hace un compartir con todos ellos y se invita a particulares a vincularse a este evento, con dulces, regalos y con la presencia del que quiera asistir. El municipio Santiago de Cali se encuentra localizado a 03° 27” N 76° 32” O, a una altura de 995 msnm y la vereda Peñas Blancas es parte de la zona rural de este municipio, Cali es la capital del departamento del Valle del Cauca, de la República de Colombia, ubicada en Suramérica. Peñas Blancas se encuentra anclada en los Farallones de Cali, uno de los cincuenta y dos parques nacionales naturales de Colombia. La vereda Peñas Blancas, que debe su nombre a las inmensas rocas que afloran de la montaña de los Farallones de Cali y se avistan desde la planicie del valle geográfico del río Cauca, el segundo río más importante de Colombia, que finalmente desemboca en el río Magdalena, el cual lleva sus aguas al mar Caribe en Bocas de Ceniza, en un gran y majestuoso delta. Ese día de diciembre de 2006 emprendimos el viaje hacia la vereda de Peñas Blancas. Abordamos en el centro una “chiva”, es decir un bus escalera, transporte típico de mi país Colombia, que se desplaza a las zonas rurales y que desde hace algunos años, los citadinos han tomado como medio para rumbear, llamadas “chivas rumberas”.
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Después que abordamos el bus escalera, empezamos el recorrido desde Cali hasta Peñas Blancas. El trayecto se hace por este medio en un lapso de tiempo de dos horas y media, pues la “chiva” llega a varios caseríos y veredas, como Pichindé y Los Andes, cuando el desplazamiento se hace en carro particular el tiempo de recorrido es de algo más de una hora. Pues bien ese día partimos rumbo a Peñas Blancas, por fin iba a conocer ese hermoso lugar, a medida que nos alejábamos de la ciudad y subíamos la montaña la temperatura cambiaba y el paisaje hacía lo mismo. El aire frío entraba por todas partes, pues el bus escalera es totalmente destapado a los lados, afortunadamente habíamos llevado nuestras chaquetas y el aire frío lo sentíamos agradablemente en nuestros rostros…..íbamos observando el paisaje compuesto por la majestuosidad de las montañas de los Farallones de Cali, pasamos de un paisaje urbano propio de una urbe de más de tres millones de habitantes a un paisaje rural rico en aire puro, fresco y lleno de biodiversidad. Observamos como arriba en la montaña se destacaban los Yarumos plateados también llamados Yarumos blancos (Cecropia telenitida), pero muchos no saben que este color blanco o plateado es una ilusión óptica, pues realmente de cerca las hojas y ramas de estos árboles son verdes, como la mayoría de los árboles…..su color blanco o plateado se debe a la densa capa de pelos que cubren las hojas, los cuales difractan la luz solar que incide sobre ellos, produciendo el brillo característico que se puede apreciar a cierta distancia…..hasta la Naturaleza nos miente!!!! Muchos animales están asociados a estos árboles, aves como las tangaras, las mirlas, las cotingas, las pavas, los tucanes, los azulejos y muchas otras más, igualmente a sus ramas acuden los monos aulladores, los osos perezosos, entre otros. Existe una creencia entre los indígenas que el yarumo nace de un gusano, del mojojoy ( Phyllophaga obsoleta Blancard). Lo que realmente ocurre es que este gusano se come la semilla del yarumo y en el tracto digestivo de este gusano germina la plántula, y hace estallar al gusano dando origen a
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un yarumo. Este gusano muchos campesinos lo comen, nosotros en cambio lo utilizamos como carnada de pesca. A medida que vamos viendo la vegetación, les voy contando a mi hijo Juan Sebastian y a Deisy todo lo relacionado con los Yarumos como también sobre los impactos ambientales por la quema y la tala de los bosques, pues infortunadamente pasamos por un sector cercano a Cristo Rey, uno de los cerros tutelares de Cali, que hacía poco había ardido en llamas y sólo se veía el suelo chamuscado y la gran mancha negra dejada por este incendio forestal ( infortunadamente provocado por pirómanos y vándalos destructores de la riqueza natural de nuestros farallones). Y seguimos avanzando por la montaña a velocidad lenta, pues el bus escalera es pesado, va cargado de pasajeros y mercados, unido a esto la carretera es sin pavimento y algo angosta, de modo que con la vida no se juega y el chofer es prudente, conocedor del peligro y deseoso de llegar bien a su destino, anda a una velocidad apropiada para esta carretera. Deisy no se cansa de ponderar la belleza del sitio, yo la escucho, asintiendo con un movimiento de mi cabeza y sonriendo, viéndola tan entusiasmada, ella está feliz de mostrarme un bello lugar, puesto que sabe que yo he recorrido muchas partes de mi país y sobre todo del Valle del Cauca y está encantada de mostrarme algo nuevo para mí, se siente una guía de turismo ecológico. Entre risas y exclamaciones de ¡qué hermoso! , ¡ es precioso!…..se pasan rápidamente las dos horas y media de trayecto hasta que llegamos al “cuadradero de la chiva”, hemos llegado a Peñas Blancas. Hace frío a pesar de que el sol calienta picante y la naturaleza nos ofrece un hermoso día…..Giramos nuestras cabezas y no paramos de mirar las inmensas peñas blancas que afloran de la montaña…. Estamos a sólo tres o cuatro horas de camino a la cima de la peña. Arriba están las minas del socorro, ricas en oro, explotadas por algunos mineros originando grandes impactos ambientales negativos sobre las aguas de los ríos y
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quebradas que nacen en estos picos y de la biodiversidad, actividad que realizan algunas personas del sector y otras que se han venido de los departamentos del Cauca y del Choco, y como ya acabaron con estos sitios ahora vienen a dañar este paraíso, con la indiferencia de las autoridades ambientales, las cuales se escudan y se excusan en la falta de seguridad para sus funcionarios…… todos tenemos siempre una buena excusa para no hacer lo debido, lo correcto. A pesar de que es un trago amargo para nosotros saber de esta actividad minera y sus funestas consecuencias sobre los ecosistemas del sector, no dejo que esto disminuya mi entusiasmo, además pienso que son pocos los mineros en este sector – En el año 2006 no habían más de dos docenas de mineros, y era una explotación totalmente artesanal, hoy en el 2011 se encontraron más de cuarenta socavones de minas explotadas y hasta maquinaria pesada, encontrados en una acción policiva, militar y de la alcaldía de Cali, provocada por una acción de tutela interpuesta por la Procuraduría ambiental y agraria…fue una gran sorpresa – Pero no me quiero desviar del relato de mi primer encuentro con este hermoso lugar…… Cuando nos bajamos de la chiva nos dispusimos a subir hasta la casa de Alexander y Paola, amigos de los chicos de la Fundación, lugareños amables y defensores del medio ambiente. La casa de ellos es muy linda, parece una postal, es de grandes pasillos, con barandas a su alrededor y por donde quiera que uno esté sólo ve verde y aves por doquier y los pájaros copetones (zonotrichia capensis) se pasean por la cocina, la casa tiene cantidades de materas colgantes con flores multicolores donde arriman los colibríes y las demás aves que se deleitan con el néctar de estas bellas flores y se siente una fragancia a tierra a campo, a mar verde….. Aunque eran casi las diez de la mañana, nos apresuramos a subir hasta la cascada de los Olivos, una gran caída de agua, de más de ochenta metros de altura. De la casa de Alex a la cascada de los Olivos hay más o menos una hora a paso
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rápido. Nuestro encuentro con esta cascada fue un enamoramiento, un encantamiento, Juan Sebastián y yo quedamos prendados de este sitio, metido en el bosque, sin ningún habitante a muchos kilómetros a la redonda, sólo escuchamos nuestras voces y los sonidos del bosque……Para llegar hasta esta cascada se debe subir por trocha, pasar por un potrero pequeño, sin ninguna actividad pecuaria y adentrarnos en el bosque para que de repente aparezca la cascada…..sus aguas frías, absolutamente frías nos caen en nuestros rostros y baña nuestra ropa sudada…..nos quedamos sin aliento, por la prisa y por la impresión, la buena impresión de encontrarnos con este salto de agua, y para variar como en casi todos mis viajes, nos topamos con una serpiente, no me detuve a ver si era venenosa o no….. la dejé pasar y ella siguió oronda su camino…. Ya era casi medio día y decidimos no seguir hasta la cima de la peña, era ya muy tarde para emprender el ascenso, disfrutamos del sitio de la cascada, bañamos y comimos el fiambre que habíamos llevado. Mejor madrugábamos para el día siguiente y nos íbamos a la cima. El tema central de la estadía en la cascada fue mi encuentro con la serpiente, pues Deisy tiene la teoría de que aquellos que le tememos a las serpientes éstas se nos aparecen fácilmente y que somos los invitados de los herpetólogos pues ellos buscan serpientes para su estudio, y ella muy amablemente me invitó a una próxima salida con un grupo de biólogos y herpetólogos de la Universidad del Valle, yo claro, decliné tan querida invitación, en cambio Juan Sebastián se ofreció a esta próxima salida. Esta charla tan amena ocurría en medio de la brisa fuerte salpicada con el agua de la cascada y el frío nos calaba hasta los huesos…., a veces nos quedábamos en silencio para escuchar los sonidos tenues del bosque, el ruido del agua cayendo desde lo alto y el trinar de algunos pájaros, observando atentamente si lográbamos avistar el mirlo acuático (Cinclus cinclus) , el barranquero o el gallito de roca, algunas de mis aves preferidas. Finalmente decidimos
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bajar para descansar y tener fuerzas para la subida del día siguiente. Cuando llegamos a la casa de Alex y Paola, después de bajarnos por un sitio diferente de subida, de pasar el río Pichinde, de bajar por trochas y gozarnos todo el bosque, nos esperaba un suculento almuerzo: “el fiambre trochero”, un plato típico, el cual se hacer en hojas de plátano, el cual contiene las tres carnes: cerdo, res y pollo, arroz, maduro, papa con guiso y huevo cocido, un manjar de dioses….. una delicia culinaria, el solo olor es provocativo y la presentación es impecable….. allí hubo otro enamoramiento, Juan Sebastian y yo quedamos fascinados con este plato…… Al día siguiente madrugamos y a las cinco de la mañana nos dispusimos a partir guidados por Alex, la subida no fue nada fácil, y pasamos por desfiladeros, tuvimos que cogernos de lianas y bejucos, el sudor nos corría a raudales por el rostro y el cuello, sentíamos empapadas nuestras ropas, hacía frío, pero casi no lo sentíamos por el calor de nuestro cuerpo por el esfuerzo de la caminata, dábamos pasos con sumo cuidado, no podíamos acelerar la marcha, hacíamos lo que nos indicaba Alex…… y después de varias horas por fin llegamos a la cima….. Fue grandioso llegar a la cumbre, en algunos momentos sentía mi corazón latir fuertemente, pues temía resbalar y caerme por el desfiladero, pero Alex me daba mucha confianza y me daba ánimo para seguir y no mirar hacia abajo, pero eran tramos cortos y los sorteamos rápidamente, para llegar a sitios menos peligrosos y caminábamos por la trocha angosta y tupida de vegetación alta y propia de los bosques andinos de Colombia. Caminábamos en silencio sintiendo el latir de nuestros corazones y nuestra respiración agitada. Subir hasta esta cima fue un reto y un paseo agradable y reconfortante……hay que vivirlo para sentirlo, se puede describir la belleza del sitio con adjetivos y hermosas palabras, pero el gusto que se da la vista, el placer que siente
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todo el cuerpo, y el bienestar del alma, sólo se pueden percibir personalmente, no se puede relatar con palabras….. me quedo corta con ellas, además que el espíritu palpa lo que los sentidos no alcanzan a dimensionar…. Deisy, Juan Sebastian y yo nos tirábamos al suelo pues éste estaba cubierto de mucho musgo y parecía un alfombra….. cuando dejamos de juguetear nos pusimos de pie, comenzó a despejar la neblina y lo vimos, a los lejos, azul, inmenso, el mar. Muchos no creen que desde esta cima se ve el mar Pacifico…. Alex apenas si se sonreía de vernos tan felices, gozosos, disfrutando de todo este paisaje, parecíamos niños chiquitos……. Las manos nos dolían por la fuerza que habíamos hecho con ellas al coger las lianas, además el frío ya lo comenzábamos a sentir…..Alex nos señaló hacia donde quedaban las minas de Socorro, nosotros no quisimos hablar mucho de este tema…. Ver el mar desde esta cima es algo muy sobrecogedor, se ve lejos, y es que está lejos….. son más de 150 kilómetros……el mar es el de la bahía de Buenaventura, donde desembocan los ríos de Anchicaya, Dagua, Raposo, Escalerete, Calima entre otros….. una bahía desde aquí hermosa, pero contaminada por basuras y aguas residuales, un estuario de gran importancia ecológica pero totalmente impactado y afectado por las actividades humanas…. Pero nosotros no estábamos para hacer observaciones sobre la contaminación de la bahía, estábamos absortos por la belleza de la selva, por los ríos que escurren por las montañas, por las aves y los animales del monte, por el silencio y por la riqueza hídrica….. pues estas montañas son ricas en agua….. Es así como desde este año, llevo a mis estudiantes de impacto ambiental a Peñas blancas y subimos hasta la cascada de Los Olivos, no me atrevería a llevar un grupo
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numeroso hasta la cima de la peña, sería un riesgo y un irrespeto con el lugar. La capacidad de carga de la peña no aguanta tanta gente en la cima y para la cascada de Los Olivos hemos optado con Alex y los chicos de la Fundación Ekos, que no llevamos más de veinticinco personas al sitio, cuando el grupo es mayor lo dividimos en dos grupos. Estoy segura que la gran mayoría de los estudiantes que he llevado a Peñas Blancas y a la cascada Los Olivos han quedado prendados de su belleza y he generado en ellos conciencia ambiental y mucho respeto por los recursos naturales, pues es más fácil amar lo que se conoce y defender lo amado. Espero igualmente haber cumplido mi labor con mi hijo, hoy un adolescente de diecisiete años, con respecto al amor por la naturaleza y la reverencia por la Pacha mama ( la Madre Tierra). Y deseo de todo corazón tener aún fuerzas para seguir subiendo las cimas y las montañas de mi amada Colombia, no como un reto para conquistarlas sino como una oportunidad para disfrutarlas.
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MICRORRELATOS DE VIAJE Vacaciones alternativas María del Mar Saldaña Era la primera vez que el hombre pisaba aquella tierra. Lo supe cuando pasamos entre las montañas por la estrecha abertura del cañón y dejamos de apreciar con claridad la luz. De pronto comenzamos a inspirar un extraño olor a humedad mezclado con azufre que provenía de todas partes. El camino comenzaba a hacerse intransitable, a cada paso que avanzábamos nos sorprendían más obstáculos. Rocas pequeñas, grandes, negras, anaranjadas, arena rugosa que se adhería al calzado impidiéndonos mantener el equilibrio, incluso un inexplicable riachuelo que embarraba uno de los tramos más duros del recorrido nos hizo dudar de todos los datos que conocíamos sobre el terreno. A veces tenía una sensación rara que me hacía pensar que éramos observados, por no hablar de los insólitos ruidos que se apoderaban del exterior durante el descanso en las tiendas de campaña. Todo habían sido contratiempos. En más de una ocasión me pregunté qué hacía allí, pasando calamidades, en vez de estar tumbado en la playa tomando el sol. Pero cuando en la agencia de viajes me hablaron de una experiencia inolvidable no me pude resistir: ‘Novedad: Sea el primero en explorar Marte.’ Viaje imaginario Javier Ramos Descubrí el mapa de la Isla del Tesoro. Navegué veinte mil leguas en viaje submarino. Di la vuelta al mundo en ochenta días. Naufragué en Liliput. Busqué a Drácula en Transilvania. Volé al país de Nunca Jamás. Viajé en busca del tiempo perdido. Pasé siete años en el Tíbet. Vagué mil y una noches. Recopilé Memorias en África. Me dejé llevar al país de las Maravillas. Soñé que recorría la Ruta de la Seda junto a Marco Polo. Desperté y vi al dinosaurio. Luego, crecí.
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Buscavidas Asier Suescun - Perdona señor, ¿le importaría que le acompañase? Puedo hacerle de guía y cobrarle un precio barato. - Vamos a ver, chavalín, ¿no ves que con esa inseguridad no vas conseguir ningún cliente? Mira, te voy a enseñar a triunfar en la vida. Yo empecé siendo comercial de seguros. Vendía lo que nadie podía y a todo el que me proponía. Mis técnicas de ventas fueron alabadas por unos y criticadas por otros. Fui muy competitivo. Si tenía que mentir, lo hacía, era imprescindible para vender lo que yo ofrecía. Pero no importa, porque ahora, con mis 50 años estoy jubilado, tengo a mucha gente que trabaja para mí. Y, ¿sabes qué he aprendido? Que en esta vida hay que ser agresivo. Tú debes hacer lo mismo. Habla a los turistas con decisión, muéstrales que sólo tú puedes enseñarles la isla. Así te contratarán muchas personas y ganarás más dinero. Anda, toma 5 reales, me has dado pena… ¡Espera! ¿Mi cartera? - Mira, yo solo tengo 15 años, los he pasado todos en esta isla y ¿sabes qué he aprendido? Que un niño de 15 años corre más que uno de 50. Camino de Nombradía Raúl Castañón Nunca dejará de asombrarnos el camino que un día emprendieron las palabras para llegar hasta nosotros. Resulta fascinante rastrear su avenida y estampación en el lenguaje. Vinieron a nuestro encuentro a lomos de caballo y también por mar, sin detenerse nunca, reproduciéndose y evolucionando en el crisol móvil de la Humanidad. Gran parte de nuestras palabras provienen de la antigua Grecia, cuna de Europa, acercándosenos por Roma para un fructífero romance occidental. Muchas acamparon en la Galia, adquiriendo aditamentos bárbaros, y desde allí cruzaron los
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Pirineos hasta Hispania. Después, nuestra amada lengua castellana germinó sin estancarse en el remanso monacal, adquiriendo lustre y renombre sobre diccionarios, códices y gramáticas. Peregrinó al descanso jacobeo, y siguió extendiéndose luego con descubrimientos y migraciones. Con su sólida base latina trufada de germanismos y arabismos, viajó hacia el Nuevo Mundo para descubrírselo al Viejo. El viento la alentó a bordo de las carabelas hasta tocar tierra firme. Al otro lado del Atlántico conoció las civilizaciones precolombinas y convivió con antiguas tribus, arraigando con fuerza en el fragor ingente de la colonización. Tubinga Pablo Valle En el sueño, entro a la casa donde Hölderlin vivió sus últimos años, sumido en la locura, y finalmente murió. Conozco el exterior sólo por fotos, pero reconozco el interior como si alguna vez hubiera estado allí. Desde una ventana de la torre veo el río Neckar, pero la imagen se parece más al tramo que baña Heidelberg, donde sí estuve una vez, en la “realidad”. Me muevo lentamente por el austero cuarto superior de la casa del carpintero Zimmer. Estoy solo. Sin embargo, siento en todo momento la presencia, doblemente fantasmal (sueño dentro de un sueño), del poeta loco. Tengo miedo, y al mismo tiempo la certeza, levemente ominosa, de una revelación. Algo me lleva hacia una grieta en la pared. ¿Por qué nadie la notó antes?, me pregunto. Rasco con las uñas y doy con un papel arrugado, amarillento. Por supuesto, se trata de un poema. Yo apenas leo alemán, pero en el sueño entiendo perfectamente lo que dice. Ahora, en cambio, cuando me creo despierto, sólo recuerdo (o invento) algo sobre el fin de la primavera y el regreso de los dioses. O quizás, ojalá, sea al revés.
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El viaje de su vida Teresa Hernández Cuando era niño, su madre le contó que sólo desde la cima del monte Fuji se podía acariciar a la luna y decidió ir allí; lástima que sus cortas piernas no le permitieran alejarse demasiado. Durante la juventud cargó una mochila de ansiedad por beberse el océano y partió hacia el este, pero su cabeza confundió la ruta y paseó durante un tiempo sobre la dudosa línea que define el abismo. En la madurez, colgó su corbata de una percha y preparó la samsonite. Cuando terminó de rellenar la maleta de responsabilidades era tan pesada que apenas pudo arrastrarla sobre el parquet de su casa. Derrotado llegó al salón y encendió el televisor. En la vejez desempolvó un zurrón y lo rellenó de pastillas para la tensión y la hernia de hiato. Caminó despacio y al alcanzar la cumbre del Fuji, abrió los brazos para abrazar su sueño. Le sorprendió un inesperado beso húmedo. Ante él la luna le hizo un guiño. La Eterna Brecha del Estrecho José Fernández del Vallado Abro los ojos y me encuentro en una habitación en la Casbah de Tánger. Crucé el Estrecho y sigo sin salir del laberinto en el que mi mente se ha enmarañado… Mi primera idea fue internarme en otra civilización y me perdí más todavía. ¿Y la segunda? Busqué un lugar donde remojar en alcohol ciertos recuerdos; monté un número, y me excedí al propinar un botellazo a quien no debía.
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Aparecí Aquí, surgió ella y curó mis heridas. Se llama Samira y además de hermosa es una mujer valiente que se desenvuelve a medida en un mundo arrogante. Si me acosté con Samira fue porque quiso, y porque me encontraba además de atractivo, deseable. Cuando eché de menos mi tierra e intenté dejar atrás la Casbah, una daga punzó mi estómago. Me di cuenta cuando organizaron la boda, Samira no era mi premio sino mi obligación; aún así la seguí deseando. Desde la azotea de El Kamalij alcanzo a divisar el puerto. Veo los Ferrys que cruzan el Estrecho y sueño con volver algún día. Luego, la beso, acaricio sus rizos y le digo: “Vendrás conmigo.” Ella se acurruca y murmura: Insallah…*. * Insallah: Si Dios quiere. En el corazón de Groningen Nora Quintanilla Simón Volábamos en la bicicleta, casi rozando los bordes del canal. El fresco viento holandés me vapuleaba intentando hacerme perder el equilibrio, pero no quería quedarme atrás. En el corazón de Groningen había sentido latir el mío propio por primera vez: es increíble cuánto se puede vivir, qué vieja te puedes hacer en tan poco tiempo, cuando encuentras el lugar y la persona adecuados. Al llegar a Grote Market ya estaban todos allí, gorjeando en flamenco como esos pájaros que revolotean charlatanes antes de dormir, saltando de árbol en árbol. Y eso hicimos, saltar de bar en bar, de cerveza en cerveza y de sonrisa en sonrisa. La oscuridad de las calles jamás había sido tan clara, tan diáfana: no me importaba pisar a solas los adoquines al volver de madrugada, me sentía como en mi propia casa… y el frío nocturno se tornaba incluso cálido, como el calor de mi propio hogar, que con el tiempo se convirtió en el de los dos.
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Ahmed Ernesto Borgia Aquella tarde de agosto Ahmed dejaba sus últimas huellas sobre el suelo de Israel. Se detuvo frente al puesto fronterizo. El soldado israelí lo escrutó severamente. Ahmed se puso nervioso. Tenía apenas dieciocho años. Era la primera vez que cruzaba a Palestina, la tierra de su abuelo. Se palpaba los bolsillos del pantalón, los de la camisa, rebuscaba en su mochila. Una vez, y otra, y otra. El soldado se acercó y le preguntó: “¿Qué sucede?”. “No encuentro mi pasaporte, Señor”, le dijo Ahmed. “¿Y para qué quieres el pasaporte?”, preguntó el soldado. “Para poder traspasar la frontera, Señor”, contestó Ahmed, tímidamente. “La frontera ya no existe como tal, hermano. Eso ya es historia. Adelante”, dijo el soldado. Y Ahmed atravesó la vieja frontera. No había dado muchos pasos cuando volvió a abrir su mochila, esta vez para sacar un diccionario hebreo. Buscó la palabra “hermano”. Cuando la encontró, volvió su cabeza hacia la antigua frontera. El soldado israelí le seguía con su mirada. Ahmed guardó el diccionario y continuó su camino. Se fue repitiendo en voz baja la primera palabra hebrea que acababa de aprender. La pintura Mónica Suárez La pintura me ha hecho viajar sin moverme de Madrid desde las salas del museo Thyssen hasta los jardines de Giverny; mirando un cuadro de Gauguin me he trasladado a Tahití y ante una obra de Van Gogh mis pulmones se han impregnado del aire seco de los campos de Provenza en verano. Con Canaletto he paseado por Venecia, una Venecia inventado y mejorada por él que luego difícilmente he podido reconocer en mis viajes.
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Monet me hizo descubrir la catedral de Rouen, que en otro tiempo vigiló los amores ilícitos de Madame Bovary y con Sorolla respiro el aire cálido y húmedo del mediterráneo. Éstos y otros pintores pueblan mi imaginación con viajes, con lugares imaginarios o reales, me hacen recorrer virtualmente paisajes, lugares, edificios, países… Hay muchas formas de viajar, y la pintura es una de ellas. Transitar Ricardo Ramírez Requena Su identidad va del espacio en donde vive al que se mueve. Los suyos vienen de la zona francesa de Shangai, emigraron a Australia, al barrio chino en cualquier ciudad de esa tierra desértica. Sus ancestros hicieron el ferrocarril en California: deformaciones en las manos lo atestiguan, junto con pepitas de oro que guardan y entregan a los hijos al nacer. Ya grande, emigra a Caracas él, y trabaja en un restaurant chino en donde me sirve mis tallarines y una cerveza fría mientras sueña con irse a vivir con unos primos en Belleville, a estudiar cocina francesa. Francia, viaje, desierto. Podría ser Rimbaud. Nunca lo sabremos. Paso a paso Esperanza Tejera Viera Su andar es muy lento, pero no le importa el paso del tiempo y disfruta de todas las cosas. No lleva reloj. Ve el mar que cambia de color; es gris reflejando el cielo invernal o verde y transparente, repitiendo movimientos. Mira las altas montañas, imposibles de subir, tan altas que molestan a las águilas.
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Cada día que pasa, se aleja sin mirar para atrás del lugar tranquilo donde deja a sus familiares. Un año, dos, más. El cambio de las estaciones le indican que los almanaques se suceden. Su rostro envejece. Nunca se mira a un espejo, aún así nota las arrugas de la piel y el cuerpo es cada vez más torpe en sus movimientos. Llega la hora en que los recuerdos dominan su cabeza y decide volver. No reconoce los lugares ya vividos; han pasado años y aunque su vista no es buena, se da cuenta que todo ha cambiado. No entiende lo que ve. No siquiera su compañera de vida, una linda tortuga, hoy también muy arrugada, puede explicarle que han pasado ciento cincuenta años. Aguas mansas Blanca Laffitte Los tulipanes seguían allí, al igual que las infinitas flores desperdigadas en perfectas hileras para gusto del comprador. Amsterdam se me presentó como una ciudad ordenada, plagada de bicicletas veloces que tenían absoluta preferencia sobre cualquier peatón curioso que atravesara sus calles. Más allá de sus típicos e innumerables tópicos que persiguen a cualquier ciudad centroeuropea, me sorprendió encontrar sus calles abarrotadas de gente, casi como si en la Gran Vía madrileña me encontrase… Recuerdos felices muchos; destacaría especialmente uno: en un maravilloso café a ritmo de jazz melódico contemplando las aguas de sus canales, la vida se detenía en un instante
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mágico. Ni el Barrio Rojo, ni las tiendas eróticas captaron excesivamente mi atención: más me sedujeron sus museos, el tormentoso Van Gogh y su mundialmente famosa obra, y el RijksMuseum, testimonio de una época dorada de la pintura holandesa. Parques que parecían bosques, y calles como de cuento perfecto, culminan el recuerdo de mi “experiencia holandesa”. La Peregrina Mari Carmen Sentada en las escaleras de piedra, observa a las personas haciendo cola para entrar en la capilla. Paseando por la plaza, o como ella, esperando en las escaleras, descansando, preparándose para continuar el camino, o celebrando el haberlo finalizado. Allí donde mirara, se reunían en parejas o en grupos más numerosos. La lluvia ha comenzado a caer ligera, ha llegado el momento de, como los demás, unirse a la larga fila y esperar su turno. Recogiendo su bolso espera paciente hasta que, algunos minutos después, se adentra en la oscuridad del templo. Nunca ha sido demasiado religiosa, si está allí es por su amor a la historia, a lo antiguo, a lo que perdura. Capta en seguida el sobrecogimiento que se apodera de algunas de las personas que la preceden. Tras abrazar y besar un manto de metal, mientras los fieles escuchan las plegarias, prosiguen el circuito cerrado. Uno a uno, bajan a la cripta, saltándose a veces la norma de no tomar fotografías, es duro resistirse. Cuando termina el recorrido y regresa a la Plaza de las Platerías vuelve a ocupar su sitio en las escaleras. En Santiago la lluvia arrecia.
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Desde la oscuridad Ángeles López Rodríguez Cuando la luz llegaba a mis ojos y éstos fotografiaban en mi memoria las calles pequeñas y sinuosas y las casas típicas pintadas de blanco de Cadaqués, yo reía y disfrutaba inconsciente y alejada del arcano de oscuridad venidera. Delante de la playa la estatua del inmortal Dalí se adueñaba del paisaje dejando atrás una barca varada en la playa. Aún revelo el negativo con las fotografías de la bahía donde en época estival se amarraban barcos y naves de todos los tamaños, con el zoom de mis ojos captaba las pequeñas embarcaciones que le daban un aire romántico y modesto al enclave marítimo. El obturador que se abría para capturar los colores del espectro de un paisaje ambivalente donde se fundía el campo y el mar, no se volverá a abrir más… A mi memoria vienen como flashes recuerdos de risas y juegos en las aguas gélidas del mar mientras el calor del exterior asfixiaba el aire. En la oscuridad, desde el álbum de mi memoria percibo el olor a sardinas que provenía de los chiringuitos de la playa llamando a nuestro voraz apetito cuando nadábamos en el mar. Acaso un último beso Iván de Santiago González Había recorrido senderos, montañas, desfiladeros. Ataviado solamente con una mochila y la fuerza que da el desconocimiento que se predica de la juventud, la había buscado durante días. Sabía que su vida dependía de encontrarla. Sabía que sólo podría seguir tras hallarla. Y esa fuerza de la sinrazón le guiaba. Esa brújula de la locura con norte magnético erróneo. Pensó y caminó. Exhaló y caminó. Hacía días que no hacía otra cosa que buscarla. Quizá toda su vida había sido eso, caminar para buscarla, desfallecer hasta encontrarla.
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Y había conocido medio mundo. Había viajado donde otros muchos no habían llegado jamás. Sus zapatillas, su locura y su mochila habían sido su único patrimonio. La tarde palidecía. Sus depósitos de ilusión se vaciaban por el estigma del cansancio. De repente la vio, tras un collado. No hubo prolegómenos. Se acercó y le besó los labios. Un beso eterno. Sintió que la vida volvía a correr por sus venas. Para otros, acaso para todos, no era más que una fuente. Para él, significaba la diferencia entre la vida y la muerte. Fue el beso más necesario de su vida. Aeropuerto Narita, nuestra primera vez…. Hildita Zúñiga Subimos al metro, esperando haber acertado. A mi lado una pareja de ancianos, ella llevaba mascarilla y guantes blancos, la salude articulando un nervioso inglés, preguntando por la perdida estación. Me mira y gira hablándole a su acompañante, muy serio responde y ella devuelve una corta y amable indicación. Oscurece, Edu, preocupado me insiste en preguntar. Ella accede a mi petición; se para, revisa la indicación del metro y regresando a mi lado, me toca el pecho y uniendo ambas manos como en oración las libera unidas al tiempo que un sonido como soplo se libera desde su interior “tranquila”, escuche claro aunque hablo en japonés y la paz inundó nuestra travesía. Continuo viaje, hasta que con una rapidez que no se condecía con su relativa edad, ayudándonos con nuestras maletas, bajamos del vagón y apresurada nos insta a tomar el metro del andén contrario. Ya sentados, volteamos a mirar si ella había alcanzado a regresar al suyo.
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Allí estaba, la más bella imagen de Tokio, sentada a nuestra espalda nos despedía agitando uno de su blanco guante. Dulzura que siempre recuerdo hasta las lágrimas. Provenza. Impresiones de otoño Mónica Suárez Por la ventanilla del tren iban desfilando pequeños pueblos de la Provenza, típicamente mediterráneos. El color de las paredes de sus casas se confundía con la tierra, con la roca, y los postigos de sus ventanas, azules o verdes descoloridos, esconden los secretos de sus habitantes. Olivos, viento, pinos y vestigios de todos los pueblos que recorrieron el Mediterráneo y quisieron hacerse sus dueños siguen apareciendo detrás de los cristales del cochambroso tren que une Arlés con Marsella. Echo de menos los campos de lavanda y el esplendor de los girasoles en julio, cuyos restos permanecen resecos en los campos muertos de sed. Pero a cambio, las aceitunas están en todo en su esplendor, esperando a ser recolectadas y en los restos de uvas en las vides semejan una ofrenda, como si los campesinos pagaran su diezmo a los miles de dioses que habitan estas tierras. El mar, aún lejos de la vista, está siempre presente. Conchas fósiles en las rocas, otras veces entremezcladas entre el adobe y el cemento en las paredes de las casas, nos recuerdan estamos pisando el fondo del mar de otros tiempos. Nostalgia. Saudade. Morriña Mónica Suárez La nostalgia (del griego clásico νόστος “regreso” y ἄλγος “dolor”) describe un anhelo del pasado, a menudo idealizado y poco realista.
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Recuerdos de una cerveza en una noche de junio en Frankfourt Oder. Pensamientos que un día se van a una galería de arte en Gamla Stam de Estocolom y un café humeante. Una puesta de sol en una isla perdida en medio de Atlántico, o tantas puestas de sol perseguidas quince días seguidos. Nostalgias de mi Mediterráneo. Una cerveza en la muralla de Duvrovnik, una pizza en Campo di Fiori, un ouzo en Patmos, un baño en Spinalonga. Las ruinas de Olimpia, la cueva de San Juan Evangelista, las huellas de los templarios y la sombra amenazante del monte Taigeto. Rascacielos que nos te dejan vislumbrar las nubes. Vértigo de Manhattan. Mil y una imágenes repetidas en tantas películas, tantas veces vistas y nunca olvidadas. Luz de París, gris de Londres, niebla veneciana. Noches sin fin de Joensuue y barrio judío de Cracovia. Acantilados de Dover y verde interminable de los Hihglands. Tanta nostalgias en un día de gris de noviembre. Tantos recuerdos que no sé por dónde empezar a ordenarlos. Con la piel Marian Rosique Labarta Toda la tristeza, la pesadumbre, se le pasaba cuando pisaba los andenes del metro, la línea azul como la llamaba ella, iba desde Maragall a Provenza. Cada día, con su libro entre sus finos dedos, lo abría con sumo cuidado y empezaba a soñar. Eran los únicos momentos del día en que era ella, era una princesa, un hada, un duende…al bajar en la estación de repente volvía a su vida, una vida marcada por el miedo y el desprecio. Hasta que un verano, dejó para siempre de sufrir……cogió el tren de la vida, poemas…
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Con la piel y el corazón te amo tanto….tanto…. a mi soledad, mi compañera, mi confidente de noches en vela, de noches recordándote, contándole estoy, en el más intimo secreto, mis sentimientos, mis emociones, mis pensamientos. Con la piel, el alma, el corazón…..te grito… que te amo tanto… amor…. príncipe de las estrellas. Se desgarra todo mi ser al recordarte, al sentirte, olerte, palparte, soñarte… Con la piel al despertar siento, ese, tu sentir, con el alma quiero abrazar, esa tu presencia, tu respiración, tus manos rozando las mías, recuerdo de ese sueño imposible. Inmenso mar Fran Rubio Me quedé dormido enseguida, nada más ponerse el tren en marcha, con la vana esperanza de quel aquel viaje no terminase nunca. Pero las vías se acaban. Hay estaciones que no son de paso; estaciones término se llaman. La vía muere de pronto a los pies de un pequeño murito de hormigón con dos enormes ojos de hierro que asemeja un gigantesco enchufe. Mi viaje terminó en una estación término. Ciudad con mar, custodiada por accidentes geográficos de suficiente importancia como para no permitir la huída, al menos ese día. En cuanto salí de la estación decidí enamorarme de aquella ciudad, de esta ciudad. Y vivo con ella. Pero todos los días regreso, desde hace ocho años, a la estación; y paso horas viendo como se aleja el tren, incapaz de subir a ninguno. Tal vez mañana, me digo. Aunque antes tengo que ir a conocer el mar, cuando mis ojos sean capaces de ver lo que miran.
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