Bitรกcora de viaje y otros 60 relatos y microrrelatos
VIII Concurso de Relatos de Viaje Moleskin 2013
VIiI Concurso de Relatos de Viaje Moleskin 2013 © 2013 Alberto Arecchi, Alberto Vayá Fernández-Ladreda, Alfonso Javier Matías, Alfredo Villanueva-Collado, Alicia Ortego, Antonio Ortuño Casas, Asiertxo Suescun Martínez, Azucena López, Blanca Laffitte Lasarte, David Mateo Cano, Eduard Figueres, Elena Duce Pastor, Francisco Manuel Marcos Roldán, Grendelxus, Hilario J. Rodríguez, Humberto Hincapie, Isabel Mª Rojas Herrera, Joaquín Valls, José Aristóbulo Ramírez Barrero, José María Rodríguez de Cepeda, Laura Garrido Barrera, Lili Villanueva, Ludmila Greco, M. Carmen Guzmán, Mayra Céspedes, Mei Morán, Miguel Feria Rodríguez, Miguel Vélez, Mina, Natividad Gómez Bautista, Patricia J Dorantes, Pernando Gaztelu, Pilar Saez Tolosa, Rafael Restaino, Ricardo J. Gómez Tovar, Ricardo Martínez-Conde, Rossana Sala Estremadoyro, Rubén Gozalo Ledesma, Rudy Hedemann, Salvador Robles Miras, Sara Rodríguez, Sergio Salinas © De esta edición,, septiembre 2013. Vagadamia. www.vagadamia.org Todos los relatos y microrrelatos participantes en el concurso en las ediciones 2013, 241, 2012, 400, 2011, 232, 2010, 155, y en 2009, 162, respectivamente, están disponibles para su lectura gratuita en www.moleskin.es, y los de ediciones anteriores, están disponibles en www.vagamundos.net, años 2006 a 2008 inclusive. El Concurso de relatos de viaje Moleskin está patrocinado por la editorial Ediciones del Viento de A Coruña, España y por Grammata, el fabricante español líder en la venta de lectores de libros electrónicos Papyre. Fotografías de portada: París, Bogotá, Caracas, San Juan © Carlos Olmo Bosco Diseño de portada y contraportada: © Raquel Gorrochategui Santos Printed in Spain/Impreso en España Edición digital
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro óptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
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ÍNDICE Introducción Los ganadores. Biografías
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Relatos Bitácora de viajes. Alfredo Villanueva-Collado Mundito. Hilario J. Rodríguez Breves encuentros con calambre en la barriga. Pilar Saez Tolosa Out of África . Isabel Mª Rojas Herrera El viaje de un solo lector. Laura Garrido Barrera El viaje de un inmigrante. Rudy Hedemann Enlightenment, sobrevivir a Varanasi. Miguel Vélez Un mercado africano o la esencia de las cosas. Alicia Ortego Después del mar. Ricardo Martínez Conde Port Douglas. Kriptonita, una acampada improvisada y visitantes acuáticos. Alberto Vayá Fernández-Ladreda Lluvia. Alberto Arecchi La isla de al lado. Alfredo Villanueva-Collado Los pasos de Byron. Ricardo J. Gómez Tovar Impresiones tunecinas. Ricardo Martínez-Conde ¿Y qué podía decir?. Rossana Sala Estremadoyro El ánima de Taguapire. Miguel Feria Rodríguez Amristar, tierra de sijs. Ludmila Greco El buitre de Aroche. David. Mateo Cano Vías muertas. Mei Morán Lluvia y arena. Isabel Mª Rojas Herrera El viaje de una palabra. Salvador Robles Miras Italia en Siena. Ricardo Martínez Conde Visitando el eje cafetero. Humberto Hincapié Rostros y voces en Valparaíso. Rafael Restaino Falso Caribe. José María Cepeda Inocencia aparente . Pernando Gaztelu Aprender de la experiencia. Asiertxo Suescun Martínez Alfonso y Claudia. Salvador Robles Miras Las caras del amor . Salvador Robles Miras ¿Serían llaves azules?. Rossana Sala Estremadoyro
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Microrrelatos El viaje. Rubén Gozalo Ledesma La primera vez que oí hablar de Barcelona. Eduard Figueres Viaje al cielo. Ricardo Martínez-Conde El placer de viajar en taxi. Natividad Gómez Bautista La excursión. Rubén Gozalo Ledesma En tonos grises. Laura Garrido Barrera La vuelta al mundo. Mei Morán Postre. Alfredo Villanueva-Collado Error de cálculo. M. Carmen Guzmán Una princesa de Malí. Lili Villanueva Marte. Sergio Salinas Baja Marea. Alberto Arecchi El primer viaje del español medio de los años cuarenta Elena Duce Pastor Salpicando guaraches y huipil. José Aristóbulo Ramírez Sueño nostálgico. Alberto Arecchi Recorriendo el valle del Jerte. David Mateo Cano El viaje. Miguel Feria Rodríguez El Colibrí. Miguel Feria Rodríguez El niño sonriente. Sara Rodríguez La pereza. Miguel Feria Rodríguez Experiencia filipina. Azucena López Amarit. Alfonso Javier Matías Re-encuentro. Alfredo Villanueva-Collado En busca del nuevo sueño. Antonio Ortuño Casas El vagamundo. Francisco Manuel Marcos Roldán Dos volcanes. Joaquín Valls Arnau Duda esclarecedora. Salvador Robles Miras Me quedaré en Ulan-Bator. Grendelxus La mamita de la bibliotecaria. Isabel Mª Rojas Herrera Fruta Fresca. Patricia J Dorantes Postales. Mayra Céspedes
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INTRODUCCIÓN La octava edición del Concurso de relatos de viaje Moleskin, patrocinado por Ediciones del Viento, ha supuesto un gran salto cualitativo con respecto a las siete anteriores gracias a la consolidación de la categoría de microrrelatos y la gran calidad de los relatos presentados. Un total de 241 obras, 127 relatos y 114 microrrelatos, de 110 autores provenientes de 14 países diferentes, casi todos españoles y latinoamericanos, pero con aportaciones desde lugares tan distantes como Tailandia, Sudáfrica o Australia. El objetivo principal de esta edición es poner en manos de los autores seleccionados para el libro los resultados del concurso en un formato, ya sea digital o en papel, que los lectores de Moleskin siguen prefiriendo: el libro. Es una edición que utiliza las últimas tecnologías, como la impresión personalizada y bajo demanda, que permiten a muchos autores noveles y no tan noveles saltar la barrera de las editoriales tradicionales, que, salvo excepción, apuestan sobre seguro. El orden del índice es el de los votos del jurado. En Vagadamia, asociación cultural sin ánimo de lucro, hemos asumido este proyecto con gran entusiasmo, pero los méritos del conjunto de relatos de viaje incluidos en el libro, algunos reales, otros imaginarios, y otros con ese estilo tan latinoamericano que es el realismo mágico, son de sus autores, a quienes agradecemos su aportación. Comienza pues una ruta fascinante que nos llevará por la geografía personal del relato ganador, de Venezuela a Córdoba pasando por la coda de los sentidos, viajaremos a África Occidental, seguiremos por Egipto acompañados de calambres en la barriga, y recorreremos el Mundo subidos en el vagón de las palabras y en la nao de la literatura de viajes.
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LOS GANADORES Biografías Primer Premio. Alfredo Villanueva Collado (Santurce, P.R., 1944). BA, MA UPR; PhD en literatura comparada de SUNY Binghamton, NY. Profesor emérito, Eugenio María de Hostos Community College, City University of New York. Primer premio de poesía y cuento de Casa tomada, NY, 2006. Mención cuento, Ateneo Puertorriqueño, 2006. Poemarios recientes: De antiguo amor (Taller del Poeta 2004), Pan errante (Taller del poeta 2005), Mala leche (Taller del poeta 2007); Poemas inhumanos (Taller del Poeta, 2012). Segundo Premio. HILARIO J. RODRÍGUEZ (Santiago de Compostela, 1963). Licenciado en Filología Anglogermánica y en Filología Hispánica. Ha dado clases de lengua y literatura en España, República de Irlanda, Gran Bretaña y EE.UU.. Ha escrito estudios como El cine bélico (Paidós, 2006), Voces en el tiempo, y Conversaciones con el último cine español (Festival de Cine de Alcalá de Henares, 2006). Su obra de ficción incluye libros de relatos, Aunque vuestro lugar sea el infierno (Ediciones de la mirada, 1998) y Mapa mudo (Traspiés, 2009), y novelas, Construyendo Babel (Tropismos, 2004) y El otro mundo (Ediciones del Viento, 2009). Tercer Premio. Pilar Sáez, a nuestra solicitud biográfica, se pregunta: “¿Qué he hecho con mi vida que pudiera encajar con el contenido de una pequeña reseña biográfica? sólo se me ocurriría decir que moverme, moverme y vagabundear como mi máxima corriente de motivación existencial. Buscar y rodearme de lo que para mí ha sido belleza… He intentado atravesar todos los mundos paralelos que he sido capaz y he probado a vivir tantas vidas en una como me ha sido posible en medio de esa obsesiva intención de reconstruirme sin tregua.”.
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RELATOS DE VIAJE Bitácora de viajes Alfredo Villanueva-Collado CARACAS 23 de enero, 1958. Salimos ilesos del ametrallamiento en Catedral, pero nos espera lo peor. El edificio de la tan temida Seguridad Nacional, la agencia de inteligencia, torturas y asesinatos de Pérez Jiménez, queda a cuatro cuadras en la misma avenida del edificio donde rentamos la primera planta para la Academia Comercial Puerto Rico y el penthouse del séptimo piso. Ya la muchedumbre saquea el vecindario. Mi madre agarra el rosario y reza por la seguridad de su familia y su academia. Somos especialmente vulnerables ya que, por puertorriqueños, tenemos ciudadanía norteamericana. Todo el mundo sabe que el gobierno norteamericano ha mantenido al dictador en el poder mientras les ayude a contener la Amenaza Roja y les venda barato el petróleo. Mi padre, siempre rápido, se dispara una atrevida movida. Sin prestarle atención a las histéricas súplicas de mi madre sale a la terraza y cuelga una gigantesca bandera puertorriqueña. La muchedumbre, reconociéndola, comienza a gritar “¡Abajo el imperialismo yanqui, viva Puerto Rico Libre!” mientras papi nos ordena que los saludemos frenéticamente. Un soldado toca a nuestra puerta preguntando si queremos que se destaquen hombres en nuestra terraza para protección del edificio. Suena la puerta de nuevo. Es Delia, una ex-compañera de primaria, y su madre, en pijamas. Les han destruido la casa en el Conde y no tienen a dónde ir. Nos cuentan de cómo los esbirros que no han podido salir del edificio asediado han sido atrapados y arrojados a la muchedumbre desde el techo. Mami las calma, les da de comer, les proporciona una muda de ropa y las acuesta. El cielo nocturno enrojece con la luz
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de incendios por toda la ciudad. Balas perdidas rebotan en las paredes de la terraza. Permanecemos acurrucados en las habitaciones interiores. Al otro día, las calles siguen llenas de soldados, pero los saqueos y los asaltos han cesado. Papá decide salir. Regresa un par de horas después, con una maleta llena de libros antiguos empastados en finísimo pergamino, ediciones de clásicos españoles. “Este tipo los había sacado de una biblioteca,” explica ufano, “y los iba a tirar a una hoguera. Le ofrecí un bolívar por tomo y me los vendió.” No los gozo por mucho tiempo. En septiembre de 1958 abandono Venezuela con destino a Puerto Rico, a terminar la secundaria. Mi hermana me sigue un año después. Mis padres no llegan hasta 1961. NUEVA YORK Un mes desde que llegamos. Es agosto. Él ya trabaja en una factoría; yo tengo empleo en la universidad municipal. Nos sentimos en el tope del universo ya que he hemos conseguido un apartamento en forma de L en un último piso, con una vista espectacular. Nuestros muebles: un barril con una tabla encima, que sirve de mesa, dos sillas plásticas inflables y un colchón que hemos encontrado en la basura, gracias a que el Rubio se levanta temprano los días de recolección y se tira a la calle a ver que han desechado los vecinos. “En una sociedad de consumo,” explica satisfecho, “uno puede vivir de los que otros desechan. No hay necesidad de gastar nuestro dinero.” Para celebrar decidimos brindar nuestra buena fortuna con Freixenet, el champán de las masas, mientras por la ventana admiramos la soberbia vista del atardecer hacia el aeropuerto Kennedy. Pero allá abajo en la calle, se ha formado una tremenda pelea entre dos familias vecinas de italianos. Hombres, mujeres y niños se atacan ferozmente con cuchillos, bates, tablas y todo lo que encuentran a mano. En la confusión reinante, un hombre apuñala a otro
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repetidamente. La víctima se arrastra hacia una pared, se apoya contra ella, y se desliza hacia el suelo. Parecería que descansa, excepto por la mancha roja que ha dejado sobre la pintura blanca, y el charco oscuro que se forma bajo su cuerpo. Nadie se da cuenta. El Rubio se vira hacia mí y con voz temblorosa me dice: “Llama al 911. Creo que acabamos de presenciar nuestro primer asesinato en Nueva York.” PUERTO RICO Un día bochornoso en Mayagüez, donde me encuentro asistiendo a un congreso feminista: hembras Alfa, machos Beta. Mi ponencia trata de metasexualidad, vasallaje y el parasitismo en Al vencedor, de Marta Lynch. Todos nos agrupamos en el atiborrado anfiteatro del Colegio para la ceremonia de apertura. En cada asiento alguien ha colocado una bolsita como muestra de la industria local: crema facial, latitas de atún y piña, un paquetito de café, todos manufacturados por trabajadores del patio para las firmas americanas que le dan vida al pueblo. Las representantes de la intelectualidad burguesa puertorriqueña, envueltas en viejas cortinas de seda y brocado, rutilantes como recargados arbolitos de Navidad, van y vienen del escenario donde reciben medallas y diplomas entre los abrazos, besos, risas y llantos de las organizadoras del evento. Avalancha de extravagantes discursos sobre el incomprendido rol de las mujeres y la inevitable eliminación de reglas patriarcales y heterosexistas. En las afueras del apiñado auditorio se agolpa un vasto ejército de sombras femeninas: las asesinadas por los innumerables regímenes de derecha e izquierda en toda Latinoamérica han venido a reclamar su justo lugar en los festejos. Golpean a las puertas con dedos esqueléticos, pero sus gritos no encuentran audiencia entre las participantes. Aquellas cuencas vacías giran hacia mí. Con la pelambre de punta agarro papel y lápiz y escribo frenéticamente: “Afuera/ han quedado las otras./ Llegaron en el viento, invisibles . . .”
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Tan pronto terminan las ceremonias me busco una oficina abierta con maquinilla y copiadora. A la hora del almuerzo distribuyo lo que he escrito. Pronto comienzo a notar que soy el centro de miradas hostiles, de comentarios en voz alta preguntando quién ha escrito semejante documento antagónico. Alguien me señala. Una de las locales Ménades feministas, con el pelo sibilante y los ojos en llamas, mi poema en las garras, me confronta a todo pulmón, rodeada de curiosos. Quiere saber cómo y por qué me he atrevido a robarme la voz femenina. Aterrorizado, temiendo la suerte de Orfeo, tartamudeo que un poeta no tiene voz, la presta a quienes no la tienen. Frente a mí salta una diminuta peruana como una leona protectora y anuncia con su propia voz estentórea, fuera de toda proporción con su pequeña figura: “¡Escuchen! ¡Escuchen todas y todos! ¡Lo que dice es cierto! ¡Nadie ha mencionado todavía las miles de mujeres arrancadas de sus hogares, torturadas, asesinadas y arrojadas al mar y otras fosas comunes! ¿Cómo es que a ninguna se le ocurrió incluirlas en este evento? ¿Es que acaso esas muertes no forman parte de “la creación femenina en el mundo hispánico”?’ ¡A todas nos debe dar vergüenza que haya sido un hombre sensitivo, un verdadero poeta, quien nos lo haya recordado!” Al otro día, la moderadora, con una miradita de reojo, me dice que proceda a la lectura. A los cinco minutos de haber comenzado, llega otra ponente, una literata del patio. La moderadora interrumpe para anunciar su llegada, y con sonrisa cómplice me indica que debo retirarme porque he agotado mi tiempo. Me salgo del salón enrabietado, llevando conmigo a una buena parte indignada del público. Sentado bajo un árbol termino la ponencia. Regreso al dormitorio, llamo a una aerolínea, compro para el próximo vuelo. Dormiré en casa, Nueva York.
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LONDRES: Se hospeda en un hotel cuyo dueño, una afanosa loca británica, cuando se entera que le gustan los huevos hervidos y blandos, monta un espectáculo todas las mañanas porque nunca los comparte. Londres le huele a podrido. El castillo de Windsor, la Abadía de Westminster rezuman sangre seca. Pero se le saltan las lágrimas cuando se encuentra parado sobre una placa conmemorando su poeta favorito. Pasa el tiempo en el teatro o tomando paseos a sitios históricos cercanos. Una noche decide visitar una barra. Se acomoda en una esquina, escribiendo en su diario que lleva con él a todas partes, rodeado de extraños altos y pálidos, hablando un dialecto ajeno que apenas comprende. Escucha la última llamada, aunque no es siquiera medianoche. Recuerda que los bares cierran temprano, y la clientela se traslada a otro tipo de club. Está preparado: una dirección local y su pasaporte. Un hombrón alto y sólido, de mirada dulce, se le sienta al lado. Le pregunta de dónde viene. De Nueva York. Pero pareces italiano. De hecho, soy puertorriqueño. Ah, he oído hablar de esa isla, soy sueco. Te seguí desde el bar. No debieras estar escribiendo aquí. La gente cree que eres periodista, o peor, un agente encubierto. ¿Qué planes tienes para esta noche? Regresan a su hotel, hacen el amor toda la noche. Para su sorpresa, el sueco lo invita a viajar con él a Oslo, le encantan los tipos peluditos mediterráneos. Pero lo esperan en Ámsterdam, de donde debe partir de regreso a casa en un par de semanas. Por la mañana, se asoma al pasillo. Su ansiosa hada padrino espera. Ordena dos desayunos. Pide que le sume los cargos extra. El desayuno llega envuelto en una nube de rosas. Camino al aeropuerto, abre la cuenta y encuentra, escrito en tinta lavanda: “No cargos extra. Vive l’amour.”
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FLORENCIA. Al fin hemos llegado a Florencia. Nos sigue acompañando la suerte. Almorzamos ravioli de pulpo en salsa de langosta, un buen Chianti, zabbaglioni. Encontramos habitación al tiro, un hotelito de precio moderado en el medio de la acción. La desventaja: a pesar del calor sofocante, sólo hay un abanico de techo. No es una criatura del calor, como yo. Se siente soñoliento, a punto del desvanecimiento. Qué extraño, observar la que es, aparentemente, su única flaqueza. Cruzando un parque, veo lo que creo ser una orquídea en la copa de un árbol. Explica: importados de Norteamérica, los árboles de gardenia sureños se han adaptado muy bien al pegajoso clima de Italia. “¡Billy Holiday!” exclamo. “La quiero.” Me hace subir al árbol, parándome sobre su espalda. Cuando alcanzo la flor, me sorprende su fragancia. No me baja, sino que corre conmigo sobre sus hombros ante las asombradas, divertidas miradas de otros en el parque. Exhibe su considerable fuerza física y su nuevo juguete de cuarenta y dos años. Es casi de madrugada. Hemos estado bebiendo toda la noche, caminando calles arriba y calles abajo. Nos duelen las vejigas y no hay un bar por ninguna parte. La luna llena brilla sobre nosotros mientras cruzamos otro de los puentes sobre el Arno, buscando la casa de Galileo. “Hagámoslo aquí,” dice. “No, respondo horrorizado.”. “¡Nos verá todo el mundo!” Se ríe, el chorro se arquea grácil, oro líquido bajo luz de luna. Me le planto al lado, mi propio oro líquido fluyendo desvergonzadamente, intersectando el suyo. “Mira,” dice, “¡fuentes florentinas!” ASUNCIÓN Me encuentro en Asunción un sábado por la tarde para un congreso literario de una semana. Aerolíneas Argentinas ha perdido mis maletas. En un par de horas cierran las tiendas. La ropa que encuentro es de ínfima calidad. En la vitrina de
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una librería, una colección de cinco volúmenes documentando que el Holocausto ha sido una patraña sionista. Me hospedo en la zona vieja, frente a la costanera; un hotel modesto, a un costado de la plaza. Los hoteles cobran más si uno viene de Estados Unidos. Hace un calor infernal; hordas de mosquitos atacan sin misericordia. La ciudad queda frente a un lodazal en las riberas del río, cuyos bordes acogen un escuálido arrabal maloliente. Ceno temprano en una fonda a la vuelta de la esquina: lomito con un huevo frito, arroz blanco, vino y café por menos de cinco dólares. Me llama la atención un chiquillo precioso, como de siete años, con la mirada más triste del mundo, que se ocupa de lustrar zapatos a los clientes. Se me aproxima, pero al ver que llevo zapatillas deportivas (el único calzado que tengo por el momento), hace un gesto de derrota y se aleja. Pregunto por él al camarero. Me informa que “es de la casa,” el hijo del cocinero. Le ordeno un helado. Se sienta al mostrador con una gravedad inaudita, dándome la espalda. El padre me sonríe desde la puerta de la cocina, saluda con la mano. Luego se acerca al hijo y le susurra que se apure, porque hay clientes. Me da con asistir a una misa vespertina. El atrio de la iglesia está ocupado por campesinos desarrapados pidiendo tierra. Hay que pasarles por encima para poder entrar al templo. La música es de guitarrita folclórica. Los feligreses deambulan, se persignan, se requedan por diez minutos hablando con amistades en las esquinas, sin ocupar asiento, y se salen. El sermón es un fárrago repetitivo. Me da ira el contraste entre las señoras enjoyadas, los señores barrigones y la pobreza real que rodea el recinto, los campesinos en el atrio, el arrabal al lado del río, los chiquillos andrajosos que cuidan los coches. Regreso al hotel. Descubro el piso de la habitación cubierto de cucarachas.
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BOGOTÁ He llegado cargando todos los documentos necesarios: carta de admisión a una universidad norteamericana, certificados de vacuna, papeles del banco probando que tengo los medios suficientes como para patrocinarlo. Llega el día de la entrevista. Nos levantamos temprano, tomamos un taxi hasta el consulado, una fortaleza en las afueras: gruesas paredes de cemento gris, alambradas de púas, y adentro, un patio abierto con sillas. Nos dan un número, nos dicen que esperemos. Al fondo, del otro lado de una serie de ventanillas a prueba de balas, sombras siniestras que se mueven de un lado para otro. Mientras esperamos, somos testigos de los resultados de las entrevistas. Familias. La abuela y la nieta consiguen la visa, pero no la madre, arruinando así un viaje a Disneylandia. Marido y mujer consiguen visas pero no el chiquillo de nueve años. Ningún soltero la consigue. Una mujer se marcha gritando: “¡Cinco años corridos! ¡Cinco años corridos! Dios mío, ¿cuándo los volveré a ver?” Comienzo a percibir un patrón perverso, un des/orden organizado, una voluntad maliciosa. Le llega el turno. Regresa llorando. Le han negado la visa por haberse quedado más allá de su fecha de partida. Ha intentado explicar que ya la había cambiado por una visa de estudiante, al matricularse en cursos de inglés mientras vivía en Nueva York. Me acerco a la ventanilla. Un hombre pálido, con ojos de un azul desvaído, en camisa y corbata, sudado, me ladra mientras examina los documentos: “ ¿Cómo es que usteid tienei uno pasaportei si es puertorikenou? ¡Puertorikenous no ser ciudadanous americanous! ¿Vendei usteid drogas ou algou? Y anyway, rompiou la ley, no se puedei hacer nada!” Dos días más tarde aborda el avión para Cali, abordo el avión para Nueva York. No nos volveremos a ver.
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SANTIAGO DE CHILE De Montevideo a Santiago. Los contactos se han hecho apresuradamente. Tengo todo un programa de presentaciones, reuniones y entrevistas. Un chico me entrevista para un programa radial. Preguntas difíciles, respuestas difíciles. Esa noche, salgo con un amigo a conocer a una eminente escritora y al famoso/infame/ fundador del grupo de una guerrilla teatral. El encuentro tiene lugar en el lugar favorito de locas de todos los sexos y la incipiente juventud alcohólica de Santiago. Ambos llegan acompañados: ella, por una amiga feminista, quien me da copia de su libro, escrito en la jeringonza internacional del postmodernismo; el performero, quien desgraciadamente se parece a Aubrey Beardsley, por un callado noviecito de diecinueve años. El performero ataca furiosamente a mi amigo por no haberlo invitado nunca al grupo homosexual, mientras que invitan a extranjeros como yo. La feminista lo aporrea por intentar conseguirme una presentación en la Biblioteca Nacional. Procede a citar una sarta de previos invitados para enfatizar que hay suficiente cultura en Chile y que soy demasiado poca cosa para merecer tales honores. Entonces se enredan todos en una tremenda discusión sobre “Locas revolucionarias” (el performero) y “homosexuales burgueses” (yo) que atrae la atención de todo el mundo, mientras busco cómo meterme debajo de la mesa. La loca rábida propone que movamos la farra a un cabaret llamado “El Triángulo,” pero que en realidad se debiera llamar “La Pesadilla.” Todos los muebles muy de vanguardia, en colorines, triangulares, ridículamente incómodos. Nos encontramos con otro miembro de la bohemia intelectual santiaguina, un borracho recitando poesía que siempre termina en un silbido y que luego, compasivo, me cuenta la historia de cómo llevó a Gorbachev a Chile. Nadie tampoco le hace ningún caso. Esta gente bebe pero no paga. Me toca sufragar las siete botellas de vino que han consumido.
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Regreso a las dos de la mañana, muerto de hambre, de cansancio, y con ganas de llegar a Nueva York. PARÍS Otros toman esta droga para juegos eróticos. Mi Mentor hace claro que no es nuestro propósito. Me pide que concentre, penetre la estructura de mis pensamientos, vaya a la búsqueda de mis seres múltiples. Trago el fármaco con agua. Me tiro en el colchón en el piso, esperando, contemplándolo trabajar en su escritorio, desnudo, despreocupado. Al poco tiempo me flotan las entrañas, sudo agua viva, comienzan las visiones. Adolescente de uniforme, ensangrentado, arrastra un estandarte hecho trizas a través de un paisaje congelado. Ha sobrevivido el hambre y el frío porque todavía no encuentra el cuerpo del hombre al que ha seguido hasta el corazón de la batalla, a cuyos pies ha dormido tantas noches. Un semblante lo mira bajo del hielo. Se le tira encima, coloca contra él su rostro ya insensible, se entrega al cansancio y al sueño. Coche de cuatro caballos, abalanzándose a través de un paso de montaña. Gemelos apenas pueden sostenerse uno junto al otro. Se abre una puerta, cae un cuerpo al vacío. Separación infinita, terror de aperturas y alturas. Fraile envuelto en un sambenito, letrero sobre el pecho, amarrado a una estaca. Las llamas ya le han alcanzado. Las contempla en las pupilas del otro, que los guardias sujetan frente a la pira. Su último grito es tanto una maldición como un juramento. El Hermes altera las reglas del juego. Las Nornas cantan lo que depara el futuro. CÓRDOBA Me hospedo en un moderno hotel en medio de la ciudad. Todos los días a la una se corta el servicio de electricidad. La administración coloca un boletín en la puerta del elevador,
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advirtiendo que hay que abandonar las habitaciones en los pisos superiores o corren el peligro de tener que usar las escaleras. La electricidad generalmente regresa alrededor de cuatro a cinco de la tarde. Unas compañeras de las Canarias desean enviar unas postales a la familia. Camino al correo, sentimos un enorme estruendo. Decidimos quedarnos frente al hotel hasta que averigüemos qué pasa. Una multitud de ancianos llena la calle, golpeando cacerolas. Preguntamos el motivo de la manifestación. Los jubilados de la ciudad hace cuatro meses que no han recibido los cheques de pensión. Al fin llegamos a la oficina de correos, donde nos informan: “Lo sentimos. No tenemos estampillas aéreas. Les podemos dar estampillas domésticas por el mismo monto, pero necesitarán tantas que no tendrán donde escribir el mensaje o poner la dirección. Las postales no tiene espacio suficiente.” Un restaurante muy recomendado. El lugar se ilumina con la luz que entra por los grandes ventanales que dan a la calle. Mis amigas desean remozarse el maquillaje antes de ordenar. Un camarero las conduce hacia el oscuro interior del local, iluminando el camino con una vela. Se estaciona frente a la puerta del excusado hasta que salen, y las regresa, cuidadosamente apagando el cirio cuando las deja ya sentadas a la mesa y después de haber tomado la orden. Pasamos por una librería donde, para mi asombro, consigo la edición de 1902 de los poemas de José Asunción Silva con el prólogo de Unamuno. El dueño, un gallego culto y parlanchín, nos deja saber que los argentinos son una manga de atorrantes que no han sabido desarrollar el potencial económico del país. “Fíjense ustedes, miles de kilómetros de litoral, y nadie come pescado ni mariscos, sólo carne!” Para matar otra hora y media, postres en una pastelería semi-desierta. Un solitario camarero se ocupa de los escasos clientes. En la calle, una bandada de chiquitines, el mayor de no más de cinco años. Entran y salen pidiendo monedas. Una
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muñequita como de tres años me llama la atención, muy blanca, vestida con un burdo delantal manchado, los ojazos negros fijos en las bandejas de tortas y pasteles en una carretilla en medio del local. Cada vez que el camarero desaparece en dirección a la cocina, se escurre hacia la bandeja de pasteles, arranca un pedacito de un pellizco, y se lo mete apresuradamente a la boca. Mesmerizados, la dejamos hacer. Deseamos pagar por un postre para la chiquilla. Cuando llamamos al camarero, nos responde: “Lo siento mucho pero no puedo acceder. Ustedes son extranjeros, y entiendo que sientan piedad por estos pibes callejeros. Pero si se acostumbran a que los parroquianos les compren pastelería, nos van a hacer la vida imposible y espantar la clientela local.” De vuelta al hotel, envueltos en un silencio preñado de culpa y una rabia impotente. CODA DE LOS SENTIDOS Olores. El abasto a la vuelta de la casa en la parroquia Candelaria. Olor seco de sacos multicolores colmados de caraotas, garbanzos, guisantes, arvejas. Apetitosa y acre pestilencia de jamones colgando del techo. Sensual juego del pimentón ahumado. El ligeramente enfermizo hedor del azafrán, menos atrayente que el robusto tufo de los ajos guindando en trenzas. El se-me-hace-agua-la-boca perfume a pernil asado de la Lechonera en Arecibo. El aroma de la sopa de pescado de la Titi Pucha al atardecer en la Parguera. Despierta-ahora llamado del café que de madrugada mi madre nos trae a la cama Bienvenido tufo fuerte y grasoso del regazo de Doña Antonia, nodriza canaria que dejó atrás siete vástagos, aventurándose a tierra extraña para intentar mantenerlos. Carnoso y excitante sudor macho de obreros italianos y polacos apiñados en autobuses, trenes. Azucarado hechizo de una magnolia florentina. Fragancia sutil y liviana que precede a mi madre, o nube iridiscente de colonia que sigue a mi padre.
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Penetrante alfilerazo de las aplicaciones de Vic Vaporub o inocencia frutal de las cataplasmas de Neumoticine sobre el pecho congestionado. Vaho mohoso del antiguo teatro al que asiste con sus amiguitos cuando se proyecta “La criatura de la laguna negra.” Sabores. Seda de una merengada de papaya o coco. Prepotencia de tortilla de chorizo flotando en aceite de oliva. Temido golpetazo del aceite de ricino o de pasote. Mordida metálica del “azul de metileno” sobre amígdalas y gargantas infectadas. Deliciosa pegajosidad de las Frunas. Chuletas y remolachas con mayonesa. Anticipada presencia de pedacitos de jamón en la carne mechada de mami. Tom Collins de papi, con su toque de granadina y amargo de Angostura. Desvestida honradez del arroz blanco. Inesperado comino en el pastel de choclo. Bárbarica pampa del churrasco. Ajiaco redolente a quinto patio. Incomparable dulzura de arepa con perico. Salchichas con repollo, cerveza negra; ravioles de langosta con prosecco. Sonidos. Cacofonía de gallinas en el último patio de la casa solariega en Candelaria. Infernal griterío de cotorras, periquitos y canarios en la terraza del apartamento sobre el garaje de mi tío. Melancólica flauta del amolador de cuchillos, rítmicos pregones del marchante de vegetales, la mujer de los dulces, el vendedor de frutas, por las calles de la ancestral parroquia. Organilleros en las esquinas de Ámsterdam. La radio AM del carro público que me lleva de San Germán a Punta las Marías, descargando boleros y rancheras a lo largo de la esplendorosa madrugada caribeña. FM en Crotona Park a toda boca. Voces sobrehumanas: Sutherland, Callas, Caballé, Rivera. Voces orgásmicas: Aznavour, Tito Rodríguez, Simone, Sinatra. Pajarillo anónimo que llena los techos de la calle Quince cada primavera con sus trinos operáticos. Olor salado que sube desde el Hudson. Recuerda la perdida bahía de Cataño.
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Mundito Hilario J. Rodríguez Si los datos son correctos, fue en 1923 cuando el Real Instituto Geográfico Británico acabó de cartografiar la colonia de Costa de Oro, que hoy en día forma parte de Ghana junto al antiguo imperio de Ashanti y una pequeña franja de lo que hace algo menos de un siglo llamábamos Togolandia y que ahora conocemos simplemente como Togo. Pese a que algunas zonas resultaban casi inaccesibles, por culpa de la orografía y la selva envolviéndolas, se hicieron mediciones tan exhaustivas como para hacernos sudar sólo de pensarlo. Podemos imaginar a un grupo de hombres de una flemática determinación abriéndose paso a través de la espesura, después de que varios africanos, a golpe de machete, hubiesen abierto un camino entre ceibas, caobas y cedros, donde las hienas, los lémures y los leopardos, también las cobras, las pitones y las víboras cornudas, acechaban. No, no resultó una tarea sencilla. Además de los peligros tangibles, de los ataques y las mordeduras, estaban la fiebre amarilla o la malaria, un catálogo de enfermedades no apto para hipocondríacos. Eso por no hablar del calor sofocante, de la humedad, de la falta de agua potable… Y tantos y tantos imponderables. Cada jornada de trabajo duraba una eternidad, de ahí que todo el mundo quisiera acabar cuanto antes con aquellas engorrosas responsabilidades, absurdas en la mayoría de los casos porque ¿a quién le importaba realmente conocer al dedillo una parte del mundo tan impracticable? Un grupo de expedicionarios debió de entenderlo así cuando, a punto de regresar a su campamento para reponerse de un día durísimo, se dio cuenta de que atrás dejaban una pequeña colina adonde aún no habían llegado y quedaba pendiente de ser medida. −No os preocupéis –dijo entonces uno de los miembros de la expedición−, acabaremos el trabajo más tarde, mientras brindamos con scotch y soda, por hoy ya ha sido suficiente.
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Al llegar a su tienda de campaña, sin siquiera haberse mudado de ropa, dibujó la silueta de un elefante sobre una cartulina, la recortó, la colocó en la parte del mapa de la zona donde se suponía que estaba la colina y trazó sus contornos. Seguramente era la única colina del mapamundi con forma de paquidermo, todavía sigue siéndolo si deseamos comprobarlo en el ángulo noroeste de la página 17 de la serie cartográfica 1:62,500 publicada por el Real Instituto Geográfico Británico bajo el título África: Costa de Oro, según lo cuenta Alberto Manguel en el prólogo de la Guía de Lugares Imaginarios. Ni esto ni lo otro Nuestra tendencia natural, la de los occidentales, consiste en hacer inventarios para llegar a conclusiones más o menos científicas, creemos que a mayor número de nombres mayor es nuestro rigor con respecto a las cosas. Lo malo es que con África nos atragantamos. Antes de la colonización se supone que había algo así como diez mil países, contando los estados, los reinos, las federaciones y otros caprichosos agrupamientos territoriales. ¡Diez mil! Incluso Georges Perec se habría sentido abrumado ante un número tan descomunal, demasiadas posibilidades combinatorias, un puzzle cuyas piezas uno no acabaría de juntar en toda su vida. Diez mil países, ni más ni menos. Dudo que haya o que haya habido jamás alguien capaz de memorizarlos del primero al último, siempre se le olvidaría alguno, pronunciaría mal los nombres, se haría un lío. Sin embargo, ahora que esa cifra se ha reducido a 54 países, seguimos teniendo un conocimiento de África bastante impreciso. Por ejemplo, ¿dónde están Botsuana, Chad y Lesoto? ¿O los ríos Limpopo y Orange? Un breve viaje a Gambia y Senegal me acaba de dejar muy claro la incapacidad de la memoria para recordarlo todo, empezando por las etnias (los wolof, los mandinga, los malinke, los fula, los tukulor, los serer, los diola, los serahuli, los aku o los yoff) y acabando por las aves (los barbuditos, las carracas, las cisticolas, los guiamieles, los búceros, los turacos, las nectarinas, las viuditas, o las chotacabras), y eso sin necesidad de extenderse con los árboles, las especias y mil y una cosas que no tienen cabida ni en la mejor guía de
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Lonely Planet. Las listas de mi ignorancia serían inabarcables, aunque ser consciente de mis lagunas ya no me permite decir “África” con la alegría con la que lo decía anteriormente. Ahora, cuando poco, digo “A-F-R-I-C-A”. Me pregunto si en mi lengua, o en el conjunto de lenguas europeas, existen palabras suficientes para nombrar cuanto he visto. Wittgenstein, en este caso, me habría recordado que «los límites del mundo son los límites de mi lenguaje», una verdad que a veces un simple pasaporte pone en duda. Se dice que en África, desde hace siglos, las tribus se desplazan de un sitio a otro cada cierto tiempo, en caso de necesidad, aquejadas por la hambruna, por la sequía o por guerras en las que llevaba las de perder. Nadie puede estar seguro, por tanto, de que los mandinga o los wolof sean oriundos de Gambia o Senegal pese a ser las etnias más numerosas en ambos países, pudieron llegar de cualquier otra parte y algún día puede que no habiten más aquellas tierras. En estos momentos 3.000 somalíes cruzan las fronteras de Kenia y Etiopía huyendo de la hambruna, también hay conflictos en Sudán, Yemen o Costa de Marfil, y no digamos en Libia, Túnez, Egipto o Siria, un conjunto de situaciones desventajosas para mucha gente en movimiento, en tránsito hacia Dios sabe dónde. Noruega no es la jungla Alagie Joof, bajito, generoso, simpático, todavía de buen ver (supongo), un cuarentón a quien conocí en el hotel Sunset Beach de Kotu, en Gambia, me contó que llevaba años viviendo en Noruega y que allí, en aquellos inviernos y paisajes interminables donde había encontrando un buen puesto de trabajo como asistente social tras años de esfuerzo, le daba la sensación de no conocer a nadie por mucho que la gente pareciese no ir a ninguna parte y haber sido la misma durante siglos. Anders Berihng Breivik le da la razón, con las 77 muertes que acaba de causar en Oslo y en la isla de Utoya por un motivo ideológico bastante peregrino, el golpe más inesperado y doloroso que ha recibido la
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sociedad escandinava en su historia reciente. Al verlo en las fotos de los periódicos, escoltado por la policía, nadie diría que pudiese matar una mosca. Muchos de los que lo conocían jamás imaginaron nada raro con respecto a él, en absoluto, su tono de voz no les resultaba peculiar, además –si a Breivik le daba por ahí− podía ser bastante chistoso. «Es cierto que a veces tenía ideas un tanto extravagantes, pero de ahí a imaginar que un día le iba a dar por matar a alguien…», pensarán sus amigos más cercanos (si es que tenía alguno) y sus familiares. Para Alagie Joof −que parecía muy seguro mientras me lo contaba−, nuestro problema en Europa es que podemos vivir puerta con puerta con un desconocido durante décadas, sin cruzar una sola palabra con él o sin percibir algo extraño en su manera de decir las cosas. −En África, por el contrario, sabemos quiénes son nuestros amigos y quiénes nuestros enemigos porque los amigos nos hablan con el trino de los pájaros y los enemigos con el rugido de los leones, y todos te desean las buenas noches aun poco antes de irte a matar. Volver Gambia y Senegal son países muy calurosos, polvorientos e incómodos, donde a veces dar dos o tres pasos bajo el sol del mediodía nos recuerda las palabras de Cesare Pavese cuando aseguraba que viajar es una atrocidad. Sin embargo, allí la gente actúa un poco como aquí: hay quienes están quietos y se hunden poco a poco, y hay quienes se ponen en marcha porque los remolcadores los han abandonado. En ocasiones no es fácil distinguir a unos de otros porque todos se amontonan en torno a los mismos sitios: paradas de autobús, puertos, mercados… O bajo la sombra de los árboles. Hay momentos en que es difícil creer que alguien vaya a moverse, es tanto el calor, tanta la sed, tan desproporcionado el apetito, paraliza sólo de pensarlo, pero de pronto uno se levanta, impelido por una fuerza comparable a la de La
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guerra de las galaxias, recoge su hatillo –si es que lleva encima alguna pertenencia− y reemprende su camino sin pensárselo demasiado. Nadie lo despide, no hay cruces de miradas, sólo la fastidiosa sensación de que la noche tardará en caer tanto para quienes se van como para quienes se quedan. La gran mayoría prefiere moverse aunque no resulte fácil. ¿Hacia dónde van? Ese es el gran misterio. Durante siglos, supongo, esa misma gente ha estado yendo de acá para allá, y aún hoy parece que lo único que han hecho es pedalear en una bicicleta estática. Pero todo esto quizás es una falsa impresión y en realidad ya no están donde estaban. Quizás están cada vez más cerca o más lejos, quizás se nos acercan o se alejan de nosotros, es imposible decidir al respecto. Un poco ingenuamente, durante una semana Güily y yo los hemos seguidos hasta donde nos permitían las fuerzas, y nos hemos asombrado al ver que cuando nosotros nos íbamos a dormir cada noche, ellos seguían su marcha, su marcha hacia Dios sabe dónde. Caminando con determinación. Mis sueños, en aquellas noches extrañas y sudorosas, eran bastante simples: atravesaba sabanas, bosques de baobabs, reservas, ríos, cruzaba el mar en ferrys atestados, hacía rutas en todoterrenos, exploraba junglas tupidas como los barrocos bordados de nuestras abuelas (que no sabían cómo matar el tiempo) y finalmente llegaba a la falda de una altísima montaña, acaso el Kilimanjaro, donde se suponía que me aguardaba algo, un misterio, un contacto, no sé, el caso es que acampaba allí y esperaba, con paciencia a veces, impaciente también, y a la mañana siguiente, sin saber bien qué me había sucedido, si es que me había sucedido algo, reemprendía la marcha, sólo que esta vez en sentido contrario. Nunca he entendido esas películas africanas en las que un grupo de exploradores −ataviados a lo Coronel Tapioca− atraviesa un territorio lleno de peligros, en busca de las minas de rey Salomón o vaya usted a saber, sorteando mil y un peligros con determinación. Me resultan muy difíciles de procesar. ¿Cómo es posible, por ejemplo, que acaben justo
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cuando el grupo, mermadísimo porque en el camino a alguno se lo han tragado las arenas movedizas o porque lo ha devorado un imponente león o porque termina en la cacerola de una tribu de pigmeos, llega a su destino y consigue sus propósitos, que no son ni el oro ni la gloria sino una rubia insólita en aquel paisaje agreste y malencarado? Que alguien me lo explique. Nunca he entendido ese tipo de películas porque noto que les falta algo, sin ir más lejos el camino de vuelta. ¿Es que a la vuelta no se van a encontrar los mismos peligros que a la ida? ¿Es que ya no morirá ninguno más porque al fin han aprendido algo que los protegerá en adelante. Si es así, que alguien nos cuente el secreto, por favor. Todo es caótico, más o menos Al llegar al aeropuerto de Banjul, da igual si es por la tarde o de madrugada, la multitud se agolpa en torno a los viajeros. Muchas familias van a recibir a un primo o un tío procedente de Europa, pero la mayoría de la gente sólo está allí para hacer negocios. Los africanos saben que casi todos los occidentales nos sentimos intimidados al poner un pie en África, como si de pronto nuestras pequeñas seguridades hubiesen desaparecido, y el miedo a ellos les parece negociable. No nos creen capaces de salir adelante sin su ayuda, por eso se ofrecen para cualquier cosa: para llevarnos las maletas, para hacernos un buen cambio de dinero, para sobornar a los inspectores de aduanas en caso de que transportemos medicamentos o comida, para encontrar un bar abierto de madrugada… Te dirigen sin que todavía les hayas dicho a dónde quieres ir ni qué quieres hacer, cogen tu pasaporte y se encargan de que te lo sellen, aparecen y desaparecen sin dar demasiadas explicaciones, a veces con tus pertenencias, mientras tú esperas de brazos cruzados, nervioso porque en realidad no controlas la situación y porque te das cuenta de que tanta diligencia es propia de los buenos ladrones. Cuando los ves regresar con los trámites resueltos, no tienes tiempo para relajarte, de nuevo te ponen en marcha, dirigiéndote hacia el aparcamiento y obligándote a montar en un coche donde el conductor sólo escucha sus
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instrucciones en una lengua incomprensible para ti. Y antes de que te des cuenta, te adentras con dos extraños en carreteras mal iluminadas, llenas de baches y en dirección a Dios sabe dónde. Por desgracia, ya es tarde para reaccionar y lo único en lo que piensas es en que lo que haya de ser acabe pronto y que sea lo menos doloroso posible. Pero todo eso, en general, no son más que las típicas aprehensiones que sentimos los occidentales. Los verdaderos peligros en África suelen sobrevenir cuando uno se comporta con el miedo de costumbre, sin darse cuenta de dónde está: en un lugar donde el miedo debería ser otro. Está claro que a uno lo pueden robar, engañar, matar incluso, sin embargo lo peor sería que de repente tuviera que atravesar una situación típica para un africano y no tanto para un occidental. Una enfermedad, sin ir más lejos, puede ser letal para un occidental y un mero trámite para un africano. ¿Por qué? Pues porque los africanos tienen cuerpos vírgenes a los medicamentos y hasta el menos eficaz pone en funcionamiento sus defensas. Con una aspirina se recuperan de dolencias que para nosotros requieren compuestos químicos explosivos. Y algo así marca muchas diferencias. También puede marcar diferencias que lo que a nosotros nos interesa, a ellos la mayoría de las veces les trae sin cuidado. Ellos, por ejemplo, apenas se acercan a los animales y a nosotros nos encanta acariciarlos, sin apercibirnos de los muchos riesgos que corremos. Cuando nos ven alborozados delante de una pareja de rinocerontes, nos observan intrigados, pensando si en realidad no estaremos locos de atar. Aunque cuando de verdad se parten de la risa es al notar nuestro temor hacia cualquier culebra por pequeña que sea, porque nunca sabemos lo venenosa que podría ser, o al hacer una mueca de fastidio ante una simple cucaracha. Si les contásemos la historia de Gregorio Samsa, seguramente no la entenderían por mucho que intentásemos explicársela, tampoco entienden que huyamos de un insecto inofensivo cuya única función para ellos consiste en que sea o no sea comestible. Quevedo, Góngora y Cervantes les dan igual, y
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nuestros miedos metafísicos les resultan incomprensibles. Claro que ¿quién los entiende a ellos? Sobre todo a los animistas, con sus ritos ancestrales y sus deidades dispersas por el paisaje: una roca, un árbol, una nube, el viento… En el pueblo de Ghanatown, en la frontera sur entre Gambia y Senegal, uno de los profesores de la escuela tenía muy claro lo que a nosotros nos costaría muchísimo entender: −¿Por qué la lluvia cae de arriba abajo y no de abajo arriba? Es sencillo: porque en el cielo no existen tierras que arar ni elefantes que necesiten aliviar su sed. En el cielo sólo es necesario el viento, para que cuando el maíz esté listo sus hojas te avisen chocando unas con otras. Por las carreteras Una noche en Senegal, a la altura de Toubakouta, después de un día duro en la reserva de Fathala, íbamos en un todoterreno destartalado con el que poco antes nos habíamos adentrado en la jungla sin que emitiese quejidos demasiado serios y que ya en la carretera se paró de pronto, por un motivo que ninguno de nuestros guías consiguió descifrar. Abrieron el capó y lo cerraron enseguida, como si con un ligero vistazo hubieran comprendido que no estaba en su mano solucionar los problemas del vehículo. Güily y yo, mientras tanto, nos preguntábamos si tarde o temprano nos darían alguna explicación. Bajamos para estirar las piernas, tratando de controlar el nerviosismo porque a cada minuto que pasaba la posibilidad de llegar al último ferry que salía de Barra se hacía más remota, y en Barra ni siquiera sabíamos si podríamos encontrar alojamiento para pasar la noche. Las jirafas, rinocerontes, gacelas, cebras, búfalos, hienas y demás animales que habíamos visto hacía tan sólo unas horas dejaron de interesarnos, preocupados por nuestra suerte si esa noche no conseguíamos cruzar la frontera, porque en los cien kilómetros que acabábamos de dejar atrás apenas habíamos visto aldeas a ambos lados de la carretera,
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todo lo más cabañas desperdigadas aquí y allá, ni un poste del tendido eléctrico ni una señal indicativa de que la civilización estuviese cerca. ¡Qué ridículo se siente uno en situaciones así! Nosotros, Güily y yo, no pensábamos en lo que verdaderamente nos estaba pasando sino en lo que nos podía pasar, el coche y su motor nos interesaban tanto en aquel momento como los pozos petrolíferos de Libia o como los estragos que fuese a causar un huracán cualquiera en la Costa Este de Estados Unidos. El resto del mundo nos la traía al pairo; de hecho, el mundo entero, con sus bosques, animales y personas, nos importaba un bledo. A nuestros guías, sin embargo, el mundo parecía importarles más que el atolladero donde nos habíamos metido. Uno fumaba un cigarrillo mientras su compañero le contaba algo gracioso que los hacía reír a ambos. Resultaba una risa tan dolorosa para nosotros. No tenían teléfonos móviles ni números a los que pudiésemos llamar desde el mío, tampoco tenían ganas de complicarse la vida más allá de lo necesario. Simplemente charlaban un rato y luego se quedaban mirando la espesura de la jungla otro rato, sin dar siquiera importancia a que poco a poco el sol fuese cayendo y muy pronto la noche más rotunda fuera a caer sobre nuestras cabezas. Una hora más tarde, que a Güily y a mí nos pareció comparable a la eternidad o a un fin de semana en Guadalajara, los faros de una gelli-gelli (una furgoneta que hace rutas recogiendo a viajeros en cualquier lugar) iluminaron la carretera. Nuestros guías entonces reaccionaron por primera vez, levantando los brazos para que se parase. En su interior se apretujaban pasajeros de todas las edades que tuvieron que hacer un hueco para que Güily y yo pudiésemos entrar. Como las cosas sucedieron bastante aprisa, apenas tuvimos tiempo de despedirnos de nuestros guías, que agitaron sus brazos en señal de despedida, seguramente deseándonos suerte para que pudiésemos coger el último ferry que salía de Barra. Al arrancar la gelli-gelli, la noche se tragó muy pronto a nuestros guías y al todoterreno testarudo donde ellos nos
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habían llevado durante todo aquel día por junglas y caminos impracticables. No recuerdo haber visto una noche tan oscura en mi vida, lo juro. Lamin Lamin Cham fue el primer gambiano a quien conocimos, nada más llegar al aeropuerto de Banjul, donde nos esperaba para que no tuviésemos problemas en la aduana, porque transportábamos veinte kilos de leche en polvo a punto de caducar y algo así podía ocasionarnos quebraderos de cabeza si a algún oficial le daba por hacer preguntas. Lo enviaba Ahmed Gustavo Acevedo, que iba a ser nuestro huésped en Kerrgallo, la aldea en la que había ayudado a construir una escuela y un dormitorio para los estudiantes, y adonde nosotros queríamos ir con nuestro cargamento, un pequeño grano de arena que David Urban (uno de los responsables de la organización Mensajeros por África) enviaba a través de nosotros para un proyecto de nutrición destinado a lactantes. Con Lamin al lado, tanto Güily como yo nos sentimos algo más seguros pese a que nos obligó a darle dos veces la misma suma de dinero (150 dalasis, algo así como 4 euros) para pagar dos sobornos que no llegamos en ningún caso a ver cómo se producían. De camino a nuestro hotel, nos contó un par de datos sobre su vida, una vida ligada al ejército durante casi veinte años, un divorcio, dos hijos, tres amantes que le dificultaban mucho la vida (porque, según él, «tener a una mujer contenta ya es complicado, imaginaos a tres») y un pequeño piso adonde se había mudado recientemente y al que nos invitó a ir sólo para que viésemos su televisor nuevo (un lujo que pocos africanos pueden permitirse), con antena parabólica, capaz de captar la señal de cualquier país. Ya delante de su televisor, comprobamos que, en efecto, el menú de canales era infinito. A todo esto, eran cerca de las diez de la mañana (hora local) y a Güily y a mí se nos cerraban los párpados después del largo viaje, pero no queríamos desairar a Lamin, que nos retaba a que le dijésemos un país para ver si conseguía sintonizar un canal. A
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nosotros lo primero que se nos ocurrió fue decir China y en unos segundos pudimos ver en la pantalla varias imágenes de operarios trabajando en un enorme edificio, no sé si de oficinas o de apartamentos, en Shanghai. Luego, en Rusia, vimos un desfile de modelos rutilantes enfundadas en abrigos de visón. Y en un informativo francés comprobamos cómo las cosas no iban demasiado bien en Siria. El mundo seguía igual que siempre, o sea que no teníamos de qué preocuparnos. Cuando finalmente pedimos que pusiese algunos de los canales de Gambia, a Lamin no le divirtió la idea, aun así apretó uno de los botones del mando a distancia para cumplir nuestro deseo. En la pantalla entonces aparecieron unos niños jugando en torno a un hombre mayor, cantando y bailando como en cualquier programa infantil de la Primera o Antena 3. Durante un rato, quizás cinco o diez minutos, pudieron ser más (o menos), Lamin, Güily y yo estuvimos viendo aquel programa, Güily y yo sin entender nada en absoluto y Lamin riéndose de cuando en cuando con chistes y ocurrencias que no se molestó en traducirnos, hasta que pronto me dijo mirándome fijamente: −Es hora de que lleves a tu hijo a casa. Apagamos el televisor, nos montamos en su coche y al cabo de media hora nos dejó frente a nuestro hotel. Fue la última vez que vimos a Lamin.
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Breves encuentros con calambre en la barriga Pilar Sáez Tolosa Egipto. Un país de nada. De defunción paisajística y vida de una vez, de aterradores infinitos espacios de no vida y fértiles campos de génesis. Desierto y valle bañado por honorable río. Y ya. Esta es sociedad de hombres, por y para hombres, de lugares de hombres y visiones de hombres, y unas solas reglas del juego. Se llaman reglas del juego de ellos. Reglas del juego de hombres. Así se llaman aunque suene a no sé que de Islam… Individuos que siempre ganan y que regulan para siempre ganar. Estos ciudadanos de primera ajustan la realidad a su comodidad existencial y espiritual. Toda debilidad o mediocridad que les hubiera podido ser otorgada en el reparto de virtudes o carencias se disimula con maestría. Muerto el perro se acabó la rabia. Y es así como las mujeres se borran o se oscurecen tanto que se dejan de ver. Relegadas por completo de toda vida visible y cubiertas en un envoltorio negro que apenas se rasga para poder entrever. Una grieta a la altura de los ojos. Ver sin ser vista siempre puede esconder algún placer. Y los mercadillos que se calcan de los mercadillos de todos los mercadillos del planeta y rebosan del gusto del disgusto que caracteriza los mercadillos, ofrecen encajes, tangas, plumas, transparencias… El porno o el sexo apenas se dirige a la mujer… Eso, también se le reserva a él. En Egipto se puede hacer o conseguir de todo como en casi todas partes, si no te ven. Y la prostituta sigue cumpliendo su papel y chupándosela al de siempre por la misma precariedad salarial de siempre a las escondidas de siempre pero más… Y si alguien debe ejemplificar el castigo al vicio censurado por su mismo ejecutor, nunca deberá ser él. Se es mejor víctima si la víctima siempre es la misma. Muerto el perro se acabó la rabia. La tentación es reprochable. Este país desborda reglas morales y carece por completo de cualquier otra norma. Las
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reglas morales gestionan el comportamiento, poco más. Y si el autocontrol es complejo, mejor exterminar todo indicio de objeto deseable. Sacrificar un género para facilitar el camino de la buena conciencia y conducta del otro. Los egipcios de mi viaje parecen tener ese ser muy humano y no se roban y se ayudan y te ayudan y son educados y son correctos y trabajan y luchan y son hospitalarios y muy hospitalarios y la vida es vida de la vida de toda la vida aquí. Y eso es un inmenso placer. Los egipcios de mi viaje están gordos con mayúsculas en una sociedad sin memeces llenas de vocablos “bio, eco, neo, agro”. Cada esquina es una tienda que hidrata al viandante con productos de sus propias tierras. Naranjas y zumo de caña hasta la saciedad. Por 50 céntimos se hinchan a vitaminas cada vez que aprieta la sed. Hay tomates, pepinos, queso feta y berenjenas, pan y fruta, y cereales y decenas de frutos secos… Pero bajo la bolsa de bajar la basura tamaño mudanza, mujeres orondas sólo muestran las redondeces de sus rostros prietos entre tanto ajustado velo. Eso cuando asoma un rostro atrevido y no sólo una pestaña. Caminan que no caminan y todo lo que ingieren se queda. Y se redondean. Son redondos. El Cairo es esa ciudad que es París y pasó por ser un día Buenos Aires… Ahora es El Cairo, es sólo que nadie puso la lavadora desde el ultimo faraón y ¡está todo hecho un cristo!. Sin orden ni concierto, El Cairo tiene arterias, cauces caudalosos de vehículos que circulan sin un cómo o un porqué y peatones que desafían todo lo que cualquiera pueda asociar al término cruzar. Un país en estoica resistencia sin gobierno durante casi un año puede ser tanto un gran ejemplo de que nadie necesita subordinarse y ser gobernado para seguir funcionando. ¿Puede darse en algún caso la casi autogestión? ¿Sin policía? ¿Sin gobierno y sin ladrón?. Ellos se sobran y se bastan con el estricto gobierno religioso que les da el orden y concierto que lo inherente al ser humano hace trizas. No hay saqueos
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porque Alá prohibe el robo… es como argumentar que nunca más nadie hará mal a otro ser humano porque Papá Noel lo censura o a un hada del bosque le parece mal. No existe y va y ¡funciona! Rebosante de historias que contar, añeja y solemne en tesoros del libro de historia, con deteriorados pueblos de polvo y hormigón armado, de belleza cuestionable, de entorno desolador y hábitos de vida intrigantes. Palmerales y cultivos y aguas termales y fuentes en el ombligo de la nada de nada más que de arena infinita. Bellas construcciones de adobe y restos de pueblos destruidos porque un día cayeron tres gotas, historias de caravanas y comerciantes que no se llaman Zara. Cada uno vende y compra lo suyo, y se arreglan las cosas y se es artesano y se sabe hacer algo en la vida. Pero nadie conoce a nadie al flechazo hasta que no se deja el tiempo pasar y se tuerce el ceño… Y Egipto ha sido sólo un breve encuentro con calambre en la barriga… Viajar siendo mujer es siempre curioso.
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Out of Africa Autor: Isabel Mª Rojas Herrera Ése era el nombre que rezaba en el empaque del delicioso café brillante que compré en el aeropuerto de Nairobi, justo antes de embarcar, ya de vuelta a casa… Aún puedo notar en mi paladar el dulce y afrutado sabor, que recuerda a cítricos, su olor fuerte y equilibrado, cuyo aroma me transporta a las tierras altas de Kenia… Como el café que cultivó en una granja una baronesa que se convirtió en caficultora, la gran escritora Isak Dinesen. Y me devolvió al lago Nakuru, queriendo volar en aquella avioneta, a toda la velocidad que el viento permite, cual pájaro que extiende sus grandes alas al compás de esa melodía que me enamora y me emociona siempre que la escucho, como ahora al escribir estas líneas… Cierro los ojos y me dejo llevar por las notas de la música, el aire en mi rostro y la visión de las aves, allí abajo, poblando el lago, tiñéndolo de color… Vemos de cerca el rosa brillante de los miles de flamencos que allí habitan, entre la neblina que cubre las aguas y empalidece un tanto ese rosa… Subimos a aquella colinita a comer un frío picnic pero que nos sabe a gloria, después de horas y horas sin probar bocado, de aviones y autocares, de visitas, del proceso de adaptación a aquel continente: a su calor y su luz, a la tierra rojiza, a los verdes árboles, al rojo intenso de los vestidos que cubren a los masai, a sus cuerpos esbeltos y altos, a sus lanzas en ristre; a ver el cielo cuajado de estrellas, allí en el campamento en medio del Masai Mara, como en medio de la nada, sintiéndome pequeña, diminuta ante esa inmensidad que todo lo cubre… y me digo que cuando estoy allí me siento más viva que nunca, más en contacto con la tierra, que la luna brilla con más intensidad que en cualquier otro rincón del planeta… África es pasión, Asia es espiritualidad… me gusta decir… Y aún no he estado allí, pero cuando vaya a América del Sur la calificaré de alguna manera, a mi manera.
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Pedimos un taxi desde el hotel y nos llevó fuera de la capital, a unos kilómetros de Nairobi… Y mi corazón palpitaba de forma acelerada, de nerviosismo y emoción, cada vez más… Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong… resonaban en mi interior estas palabras mientras descendía del auto y me acercaba por el sendero hasta la Casa-Museo de Karen Blixen, con su precioso porche, pensado para sentarse allí, leer, escribir o simplemente contemplar el paisaje, rodeada de altos árboles, con un espléndido jardín lleno de flores multicolores… Y un chico alto, delgado como uno de los kikuyu salido de la pluma de mi admirada escritora, era mi guía en el recorrido por aquella casa llena de recuerdos de su dueña: me acompañó hasta la cocina, entramos en el comedor, con grandes ventanales al jardín y a las montañas, la mesa puesta, como si nos fueran a servir la cena, entramos en su habitación; vimos los trajes que usaron los actores en la película Memorias de África, el gramófono en el que se escuchaba el Concierto para clarinete y orquesta K.622, de Mozart, el reloj de cuco; el despacho donde ella escribía, con su máquina de escribir; las ediciones en muchas lenguas del libro Lejos de África, entre ellas las de mis dos lenguas, y que señalé emocionada a mi joven guía, a través del cristal; los cuadros que ella pintaba, con bellos motivos ancestrales y rostros como el de aquel chico, que me explicaba de forma lenta todo lo que sabía en un correcto inglés africano. Salimos a la pérgola trasera, cuajada de flores, y el joven me hizo unas fotos preciosas para la posteridad, dimos una vuelta por el jardín… me senté en una gran piedra de molino, que hacía de mesa… pasé mi mano sobre ella lentamente, temblando, sintiendo su fría y porosa textura, pensando que algún día Karen pudo haberla tocado como yo ahora… y levanté la vista y ante mí: allá a lo lejos, se divisaban las colinas de Ngong… Barrio de Karen, cerca de Nairobi (Kenia)
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El viaje de un solo lector Laura Garrido Barrera Eres lector de ocasiones, de los de 5,95 euros o menos. Crees que no es necesario pagar demasiado por lo que otros imaginan, piensan y hacen realidad a través del esfuerzo heroico que supone la escritura. Incluso crees que todo ese rollo de la literatura es algo superfluo en el que basta comprarse un libro acerca de los libros más importantes de la historia de la humanidad, leer con detenimiento sus resúmenes y así estar al día de lo más trascendente, sin siquiera haber disfrutado de sus lecturas originales. Te paseas por el mercadillo de libros usados y tus tendencias están sin definir, te da igual el género, el autor y el argumento, sólo te importa el precio y que sus páginas ardan bien en la chimenea después de haberlas leído. Lees un libro al año y a veces ninguno, y te vanaglorias de hacerlo de esta forma con el pretexto de que hace más de una década leías veinte o treinta, pero nunca te sirvieron para tus propósitos. Es el día del mercadillo del libro usado. Paseas por los puestos con indiferencia, tomando algún libro con desinterés y haciendo como si leyeras su contraportada. Al final te decides por uno de dos euros. No conoces al autor y tampoco te interesa su vida, así que delante del vendedor arrancas la página bibliográfica en la que también se encuentra una dedicatoria a la que no prestas atención, haces una pelota de papel arrugado y la encestas en la papelera más cercana. Ya en tu casa, al calor de la chimenea en una noche de invierno, inicias la lectura de la novela que has comprada, bastante larga para tu gusto, en la que el personaje principal se llama Lector. Crees que se refiere a otro, que no eres tú, que no puede haber autor en el mundo que te conozca suficientemente como para dirigirse a ti con tanta impunidad. El autor se ha presentado en la primera página para decirte que te acompañará en este viaje y que no te dejará en ningún momento de adversidad. Has soltado una sonora carcajada burlándote de su atrevimiento. ¿Acaso el autor
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considera que necesitas de su apoyo para una lectura barata y desconocida, que en cualquier momento puedes arrojar a la hoguera sin sentir el más mínimo de los remordimientos? El autor divide en tres partes su obra magna. Las ojeas sin prestar atención, doblando el libro de tapas blandas y colocando el pulgar en el borde de la portada para conseguir un movimiento en forma de abanico con todas sus hojas, que recobran su equilibrio normal antes de que puedas leer alguna frase. Parte Primera. En un tren de cercanías. En la primera parte, el autor establece la concordancia entre un lector novel y las lecturas juveniles que sembraron las semillas de un buen lector, y para tu sorpresa, inicias una travesía a través de aquellas novelas que marcaron tus primeras lecturas. Recuerdas con añoranza, La vuelta al mundo en 80 días, Viaje de la tierra a la luna, Flecha Negra o Robinson Crusoe. Casi se te escapa una lagrimilla al reflejarte en el espejo y ver cómo has cambiado física y mentalmente desde aquella época en la que a la luz de una linterna leías las páginas de tus autores favoritos devorando una aventura tras otra con la impaciencia propia de un chaval al que le gustaba soñar e imaginar a toda velocidad. El autor te dice que no llores, que no todo tiempo pasado fue mejor, y que por favor, hagas tu maleta con cuatro cosas imprescindibles para iniciar un viaje. Te detienes en ese punto, pensando que este autor estará de broma y jugará de la misma forma con todos sus lectores, pero a pesar de todas tus dudas y contraviniendo todas tus certezas acerca de la importancia de un buen argumento para seguir leyendo, te diriges hacia la estación de tren con una maleta de ruedas tal y como indica el capítulo primero. Subes al vagón número siete, de la línea ocho, y te sientas frente a una mujer cuya fisonomía coincide exactamente con la que describe el autor. Un pelo ensortijado le resbala por los hombros hasta llegar a su amplio escote y unas pestañas
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muy largas parecen enredarse en cada pestañeo. Lee un libro con atención y únicamente te dedica una mirada de soslayo. Lleva unas gafas estrechas que se sostienen en el aire, como si su nariz hubiera desaparecido. Te acomodas con tu maleta de fin de semana y miras la suya, idéntica a tu modelo anticuado en piel de lagarto y cierre con candado en la cremallera superior. Abres tu libro por la página marcada, y el autor te dice que te fijes en el libro que ella lee. Como no ves la portada porque la oculta tras sus dedos, le preguntas directamente: —¿Qué lees? —¿Y a usted que le importa?—te contesta ella muy arisca. En realidad no debieras dirigirte a una mujer que no conoces con tan poca elegancia. Lo sabes e insistes: —¿Me permite por favor ver la portada de su libro? Me encantaría saber qué lee usted. —Perdone caballero —te contesta ella muy seria —leo lo mismo que usted, no insista. Efectivamente ella lee tu mismo libro, y entonces te preguntas si en su libro el autor le aconseja esperar a que un tipo como tú se siente frente a ella, en cuyo caso es de suponer que la página treinta y siete contendrá una descripción exacta de tu persona. Tienes tanta curiosidad por leerla que hasta imaginas una pequeña treta para robarle su libro, pero antes de ponerla en práctica, abres de nuevo el tuyo, y el autor te recomienda olvidarte del asunto que en estos momentos te atormenta y disfrutar del paisaje. Segunda Parte. En otros mundos desde el tren. Miras por la ventana y descubres un paisaje muy distinto al que esperabas. Las cercanías de tu ciudad son extensas praderas de cultivo que ahora parecen haberse convertido en un bosque surcado por un río en el que navega el tren de la
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línea ocho. Te frotas los ojos y pegas la nariz al cristal emitiendo un pequeño grito ahogado. Ella te sonríe y tú no puedes articular palabra. —El bosque se transformará en selva, atravesaremos manglares, glaciares, tundras, sabanas y estepas. ¿Es que usted pertenece a ese grupo de lectores que no saben avanzar en su lectura a un ritmo adecuado? —te dice ella esbozando una sonrisa aún más amplia. Con un ligero temblor en tus dedos, agachas la cabeza igual que cuando te reprendían en el colegio por no haber realizado las tareas escolares, te sientes pequeño, diminuto, y abres el libro por la página señalada para continuar la lectura. El libro comienza por describir un bosque, tal y como ella te ha dicho, y tal y como observas al mirar por la ventana. Nunca te habían gustado las descripciones excesivamente largas u ornamentadas, pero reconoces que ese autor posee una habilidad especial para hacerte visionar cada uno de los paisajes que ella te enumeró. Quedas absorto por la lectura, ajeno a lo que ocurre a tu alrededor, y disfrutas especialmente cuando los grandes mamíferos africanos entran en escena. Te preguntas si el resto de pasajeros presentará una denuncia en la oficina de ferrocarriles por este viaje tan insólito. Al fin y al cabo, tú no tenías nada que hacer ese día, pero ellos puede que deseen ir a Albacete sin atravesar medio mundo. Miras alrededor para observar sus caras de asombro, que supones serán idénticas a la tuya, pero en el vagón número siete únicamente viajáis dos personas. —Oiga —dices muy bajito dando un puntapié a tu acompañante que sigue leyendo —¿se ha fijado que viajamos solos, usted y yo? —No estoy de acuerdo —contesta ella— por lo menos somos tres, o tal vez, cinco.
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Te levantas del asiento para observar detenidamente los más alejados. Buscas al resto de personas pero no ves ninguna cabeza que sobresalga. —Creo que se equivoca, somos dos, usted y yo. —Aún no lo ha comprendido caballero. Siga leyendo —dice ella ajustándose las gafas de lectura. El autor se dirige a ti un poco enojado y molesto. Te sugiere que el personaje principal de su obra, el Lector, empieza a cansarse de tus indecisiones, tus dudas y tus preguntas fuera de contexto. Y te advierte de que si la duda persiste, él, como autor, no tendrá otro remedio que abandonar el viaje. Aquello es demasiado. No puedes mantener la calma un momento más. ¿Quién es ese autor para mostrarse tan irreverente y pedante cuando se dirige a ti? Cierras el libro de un golpe y cruzas las piernas en señal de enfado. Entonces observas por la ventana un paisaje diferente. La selva amazónica o la sabana africana han desaparecido. El paisaje está vacío y el silencio ahí fuera se dibuja en un color azul celeste. Miras de reojo a la mujer, y ves que ahora sonríe a una de las páginas, ella permanece tan sumamente concentrada en su lectura que no repara en ti ni un sólo momento. Te preguntas si esa mujer es real, y de nuevo, dudas de la ficción, y te reprendes a ti mismo por no haber elegido una novela histórica en la que el curso de los acontecimientos se hiciera más previsible. Muy rápidamente ella alcanza en su lectura las últimas páginas de su libro y te invade una sensación de incertidumbre y de curiosidad que te lleva a observarla de continuo a través de su reflejo en la ventana. Tras unos instantes, abre su maleta, saca una agenda de unas doscientas hojas sin encuadernar y un bolígrafo, la abre por la última página escrita, y se dispone a escribir de carrerilla, como si tuviera un millón de palabras por escribir. El tedio de la situación te invita a regresar a tu lectura. Abres tu libro por la página marcada y te encuentras dos páginas en
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blanco. ¡Aquello es una osadía! ¿un error de imprenta? o ¿una tomadura de pelo? Puede que el libro de ella esté impreso correctamente, pero no te atreves a pedírselo porque percibes su enojo incluso antes de proponérselo. En la zona inferior de la segunda página en blanco lees una nota del autor: “El Lector bajará del tren en la siguiente estación. Hay personajes que necesitan encontrarse con sus miserias antes de proseguir”. —Oiga—dices tímidamente—¿usted bajará en la siguiente estación? Tercera parte. Llegada al destino. Ella mira el reloj, observa por la ventana los colores azules celeste del paisaje vacío y asiente con la cabeza. Aquello te tranquiliza interiormente porque empezabas a sentirte muy solo. La megafonía anuncia la siguiente parada programada en diez minutos. La voz habla un correcto francés y crees entender un lugar de destino llamado Bécherel. En tu libro se describe Bécherel como una ciudad de libros, jalonada de librerías y con numerosos acontecimientos a lo largo del año en torno al libro. Situada en Bretaña, lees, en el distrito de Rennes. Ya nada te sorprende, ni siquiera te preguntas cómo has llegado al norte de Francia después de atravesar un desierto parecido al Kalahari. Decides levantarte antes que ella y tomar la iniciativa para recorrer el pasillo que separa tu asiento de la puerta. Dudas entre despedirte o no hacerlo, al fin y al cabo, ella no ha mostrado interés en ti y parece más ensimismada que antes en su escritura endiablada. Decididamente, tomas tu maleta y no te despides. La estación huele a papel viejo, a polvo de estantería y a trementina mezclada con azahar. Piensas que ella seguirá tus pasos y caminas por la calle principal muy confiado y sin mirar atrás. La plaza del pueblo bulle en alegría a lo largo y ancho de unas mesas con toldos blancos en las que se exponen libros de muy variada temática. Hay muchas
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personas como tú, deambulando entre las mesas y ojeando libros. La mayoría son ediciones francesas y encuentras muchos libros antiguos bellamente encuadernados en piel y con los cantos dorados. No son libros para ti, ninguno cuesta menos de seis euros. Empiezas a desanimarte y te preguntas qué haces girando en círculo alrededor de una plaza en un país extranjero. Buscas entre la gente a la mujer del vagón con la esperanza de hablar con ella en tu idioma, pero no ves su pelo ensortijado, ni su escote, ni su rostro serio y comienzas a echarla de menos. Sólo te queda la esperanza de que te hable el autor del libro, también echas de menos su sinceridad o sus osadías, e incluso recuerdas que en las primeras páginas prometió acompañarte en este viaje incluso en las peores adversidades. Consideras que esto que te ocurre puedes catalogarlo de adversidad, así que te sientas en un banco de la plaza y abres tu maleta. Junto a tu libro hay un montón de papeles atados con un lazo y un neceser de mano. Un neceser de mujer. Repasas la escena de tu despedida, la que no pronunciaste por miedo a su indiferencia, y te ves cogiendo la maleta equivocada, haciéndola rodar por el pasillo con la cabeza muy alta. El autor no se dirige a ti. Todas las páginas del libro que aún no has leído están en blanco. Lo último es la nota a pie de página que ya leíste, aquella en la que te invitaba a tomar conciencia de tus miserias. Y te derrumbas abatido, con los brazos colgando, las piernas estiradas y la nuca apoyada en el travesaño del banco. Repasas tu vida como si estuvieras a punto de perderla, y te ves como el hombre más aburrido del mundo, con un trabajo precario de pasante de abogado del que no has sabido salir en más de veinte años, con una familia imaginaria que nunca te atreviste a hacer tuya porque las vicisitudes de tus amoríos nunca fueron todo lo confiables que tú deseabas, con una ilusión perdida en la que pusiste toda tu pasión y que abandonaste al primer obstáculo. Deshaces el lazo que reúne todas esas cuartillas, algunas amarillentas, escritas con la inconfundible caligrafía apresurada de la mujer del vagón número siete. No puedes creerlo, la primera página dice así:
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Cuarta parte. El viaje fantástico. “Querido Lector, ahora te encontrarás perdido en un pueblo francés sin saber qué hacer, qué decir o con quién hablar. Llevo observándote toda la vida, desde que publicaste aquella novela fantástica que cautivó mis sentidos con apenas diecisiete años. Que no la comprara nadie, que el marketing de tu novela no fuera el adecuado, que jamás encabezara el ranking de ventas, no quiere decir que fracasaras con ella. Eras un autor novel con toda la ilusión y la pasión de quien inicia su carrera como escritor, pero te viniste abajo en el primer contratiempo. ¿Crees que todos los autores que hoy se reúnen en las cubiertas de estos libros que ahora te rodean en esta plaza lo tuvieron fácil? Fíjate en mí por ejemplo. He tenido que escribir y preparar esta novela sólo para un único Lector, y he dedicado mi vida a esperar el momento en el que decidieras comprarlo. Lo he vendido incompleto, con las últimas páginas en blanco, a un valor que jamás recompensará todos mis esfuerzos. ¿Y para qué?, para que te derrumbes en un banco y sigas sin apreciar la grandeza del viaje insólito que ha tenido lugar. Has atravesado medio mundo con un libro en tus manos, embriagado por la sencillas pero certeras descripciones que tanto me ha costado redactar. He comprado diecisiete modelos de maleta diferentes a lo largo de los últimos años, y resultó que eras un hombre que nunca sale de su casa más allá de los confines que marcan tus rutinas y tus hábitos. He preparado este viaje con tanta dedicación que me desilusionaría enormemente tu falta de interés. En el tren he redactado el último capítulo del libro, que aún te faltará tras leer estas líneas. ¿No crees que si me buscaras recobrarías una parte de tu vida que diste por perdida? ¡Búscame! ¡encuéntrame! Puede que si te atreves cambie tu vida.” Metes tu libro en la maleta junto a las cuartillas y el lazo, y te levantas enérgico dispuesto a encontrar a esa mujer. Preguntas a un vendedor, en un francés deficiente, si ha visto
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a una mujer de pelo ensortijado. Él te entiende, pero niega con la cabeza y comienzas tu recorrido por las calles del pueblo de Bécherel. Sus casas de colores, sus librerías en los bajos, la gente que va y viene, el aroma a tinta y un viento del norte que hiela tus manos te acompañan en la travesía por un pueblo que te parece encantado, salido directamente de una ilustración de un cuento de Dickens. Al fondo de una de las calles transversales a la plaza ves un montón de gente arremolinada en uno de los puestos y diriges tus pasos hacia ellos. Dos personas firman y dedican libros para cada uno de los presentes. Ella, más preciosa que en el vagón, resplandece con una luz tornasolada que parece teñir sus cabellos de los colores del arco iris. Está mucho más bella y su rostro ha abandonado la rigidez y la adustez de cuando tú le preguntabas. Incluso sonríe y parece complacida con cada una de las preguntas de los allí congregados. —¿Para cuándo la segunda parte del libro? —le preguntan. — Estará concluida antes de que termine la feria —contesta ella guiñándote un ojo. A su lado, un hombre de mediana edad firma libros con las palabras “Autor Perdido”. Las personas se pegan por conseguir uno de ellos, sonríen cuando lo abren y comienzan a leerlo en las cercanías del puesto. Movido por la alegría general, llevado por un impulso desconocido, le pagas un ejemplar al hombre, le sonríes a ella, ella te devuelve la sonrisa, el firmante te da los cambios y tú abres el libro recientemente encuadernado. Aún huele a imprenta. La portada es lisa, sin colores, sin título, sin referencia alguna que te haga suponer el contenido. Has comprado a ciegas, por el simple placer de leer algo desconocido. Has viajado sin rumbo por el simple placer de dejarte llevar por la historia de un libro cuya autora has omitido desde el primer momento. Y estás allí, con una nueva lectura en tus manos, y con una mujer frente a ti que ha convertido tus glorias y tus miserias
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en un libro que la gente devora con emoción. Lo abres. El título está impreso en la primera página y lees con emoción: “Viaje fantástico a la biblioteca de Alejandría” por Roberto Hernández Manzano, dedicado a mis padres que me dejaban leer por las noches a la luz de una linterna.
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El viaje de un inmigrante Rudy Hedemann Siendo marinero de profesión, después de la guerra me contrataron en un viejo buque de carga con el que tocábamos puertos de Grecia, Egipto e Italia. En esa rutina, cada veinte días regresaba a mi casa de Pescara para pasarla junto a mi madre y mi hermanita de diez años. Todo seguía un ritmo normal, casi aburrido, hasta que un compañero me propuso trabajar en una línea que iría por Brasil, Uruguay y Argentina. Como me gustaban las aventuras, visitar puertos y disponer de dinero en el bolsillo, acepté de inmediato. Una de las condiciones era que la semana siguiente debía presentarme en Génova. Recuerdo cuando se lo dije a mi madre: —No te preocupes, mamá, cada sesenta días estaré de regreso —mi intención era tranquilizarla. Ella no respondió, lagrimeó trabajando como de costumbre.
disimuladamente
y
siguió
La noche antes de partir, me planchó la ropa que llevaría en la valija y me entregó una caja de cartón con pasas de uva preparadas por ella: “son para el viaje”, y me dio un beso. Sería imborrable la mañana que dejé Pescara: mi hermanita me siguió hasta que subí al ómnibus, como si quisiera asegurarse de que me iría. En cambio, mi madre caminó hasta la salida del pueblo llevando una vara con un pañuelo blanco en la punta, que sostuvo bien alta hasta que los brazos se les acalambraron, mientras lloraba desconsoladamente. Quería que su saludo se viera desde lejos y me acompañara en un viaje que ella intuía sin regreso. Cuando dejé de ver el pañuelo sacudiéndose en el aire, sentí una oleada de arrepentimiento por lo que estaba por hacer y lloré sin tener vergüenza.
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Partimos de Génova con la carga completa. Tocamos Santos, Montevideo y por fin llegamos a Buenos Aires. ¡Qué ciudad! ¡Qué país! ¡Cuántas mujeres hermosas! ¡Cuántos paisanos!. Por suerte para mí y mala suerte para el dueño del buque, sufrimos una avería en el motor que nos dejó anclados en el puerto durante quince días. Durante la espera, visité la ciudad e hice varias excursiones al campo con algunos compañeros. En uno de esos paseos conocí a la hija de un italiano que cultivaba hortalizas. Ella me habló del trabajo de su padre, de la riqueza de la tierra y del futuro promisorio del país. Yo le hablé del mar Mediterráneo, de mi pueblo y de países con culturas muy distintas. —Aquí, la gente es igual que en Italia —le dije—. La gran diferencia es que en la Argentina está todo por hacer. —Mi padre dice lo mismo, y sus amigos también. Solamente se necesita gente que quiera trabajar y progresar. Me entusiasmé con esa idea porque el trabajo no me atemorizaba; al contrario, me agradaba sentir en el rostro la transpiración del esfuerzo. Además, esa mujer me gustaba. Sin dudarlo, al otro día fui a buscar mi paga a Buenos Aires y regresé a trabajar como “marinero de tierra”. Mi madre había tenido razón, ese viaje me alejaría en forma definitiva de Italia y de mi familia. Aunque prometí escribirles todos los meses y enviarle fotos, solamente cumplí el primer año. Mucho después, mi hermana me escribió diciendo que nuestra madre había fallecido. Traté de esconder mi tristeza pero no pude. Cientos de pensamientos me abrumaron hasta hacerme saltar el corazón: recordé el pañuelo saludándome desde lejos, su voz, sus pasas de uva, el olor de las salsas de tomate casero, sus manos callosas. A pesar de que mi mente trataba de consolarme diciendo que estaba a quince mil kilómetros de Pescara y que hacía doce años que no la veía, mi corazón me respondía con nostalgias, angustias y melancolías.
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Aunque interiormente deseaba regresar a Italia lo antes posible, comprendí que mi vida estaba acá, donde me había casado y tenía un hijo. El país me había adoptado con generosidad, abriéndome los brazos. Me sentí un ingrato. ¡Qué sufrimiento ser inmigrante! ¡Cuántas congojas por la distancia! ¡Cuántas noches de insomnio pensando en el lugar donde se nació, en la familia, en los amigos lejanos!. Ya pasaron cuarenta y cinco años desde que llegué y todavía hablo con una pronunciación italiana que indica mi condición de inmigrante. Algunos me preguntan si estoy arrepentido de esta travesía iniciada en el Mediterráneo, y respondo que no, aunque a veces me siento triste de ver que, a pesar de su buena gente, la Argentina no avanzó como me hubiera gustado. Pero lo más importante es que aquí, donde concluyó mi viaje por barco, pude formar una familia y poseer diez hectáreas en las que aún hoy cultivo hortalizas. Hacia el futuro, tengo la esperanza de ver a mis nietos haciendo lo mismo que yo, pues a ellos les he enseñado que todos dependemos de la tierra y debemos cuidarla.
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Enlightenment, sobrevivir a Varanasi Miguel Vélez Aquí los padres se rapan la cabeza y visten túnica blanca. Son los encargados de prender fuego a la leña donde yace el cadáver de su hijo. El cuerpo arde durante 3 horas hasta alcanzar el Nirvana. De nada vale lo que seas o tengas, sólo queda libre el alma. Los shadows, los niños y otros pocos más que ya no recuerdo son sagrados. Ellos cuando mueren son envueltos en sábanas con piedras pesadas y atados con correas, se dejan caer al fondo del río desde una barca lejana a las orillas de la ciudad. Estoy en Varanasi, la antigua Benarés. Llevo tres días paseando entre mierda y miseria mientras escucho historias de su gente rodeado de toda una escenografía increíble. De nuevo, escucho la historia sobre el origen de la cabeza de Ganesha y vivo el culto al shivalingam. Miro avergonzado a quienes se purifican bañándose en las aguas del río a la misma vez que el sonido de las campanillas se funde con los suspiros del esfuerzo de mi remero. Esto es un flujo continuo de personas, pobreza y enfermedades, donde el rico reparte granos de arroz en los platos que sujetan los miserables, y éstos se los pasan a los más miserables aún. Al final, esos mismos granos de arroz llegan en cadena a la vaca de turno que paradójicamente parece ser que es la única que engorda. Cuando decido alejarme de lo que me resulta un bullicio humano sin sentido es cuando llego a una de las azoteas con vistas al Ganges. Una vez allí, desde la altura, pido algo de comida. Llevo toda la mañana entre dolor, hambre y sufrimiento y, según dicen aquí, llenar el estómago es lo único que tiene esta vida. Hoy es domingo, hace un sol espléndido y los tonos ocres y dorados de los edificios tiñen de alegría la ciudad. Familias enteras vienen con sus hijos desde lejos a tomar su baño ritual en estas aguas sagradas. Hoy, para muchos de ellos, es un día especial. De repente, soy consciente de que llevo toda la mañana ensimismado, horrorizado por la marea que
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supone ver tanta humanidad, digiriendo todo esto de manera solitaria cuando realmente he ido acompañado todo el tiempo. Ahora, a modo de enlightenment, miro a mi pareja quien me devuelve una mirada cómplice negándose a hablar. Entonces, el cocinero nos sirve el desayuno, quien amablemente con la naturalidad de quien conoce bien a sus clientes, y para nuestra sorpresa, nos pregunta aquello de “¿andáis por aquí buscando el cielo?” Y los dos al unísono le respondemos aquello de “quizás”.
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Un mercado africano o la esencia de las cosas Alicia Ortego Llegamos a Gorom Gorom para dos noches y un día de calor y humanidad. Después de dejar nuestras cosas en el único alojamiento del lugar, un campement que por la noche se llenó de bichos de todas clases, especialmente alrededor de los fluorescentes de la puerta de entrada, haciendo crujir nuestros pasos, dimos una vuelta por las calles de éste humilde pueblo donde la gente ya tomaba el fresco sentada a la puerta de casa, y nos saludaban y sonreían con afabilidad. En la plaza, prácticamente desierta, un grupo de chavales se afanaba en jugar un último partidillo de fútbol. Esos chiquillos nos arrancaron la promesa de un balón de fútbol “decente”, a adquirir al día siguiente, el Día del Mercado. Volvimos al campement envueltos en la más absoluta oscuridad porque no hay alumbrado público ni privado, seguidos por los silencios de la noche y algún que otro sonido de pasos misteriosos que al pronto se alejaba. Pasos de seguramente alguien que volvía a su casa, o que iba a la del vecino. Ausencia de luz y de ruido que nos invitaban a aprender a caminar de nuevo, en lo desconocido. No está mal para una primera vez en África Subsahariana. Sorprendente la primera vez, maravillosa el resto de las veces. A la mañana siguiente el lugar se había transformado y reinaba una cierta actividad, aunque no del todo la esperada. Y es que era pronto… El mercado semanal de Gorom Gorom, a la entrada del Sahel, en el extremo sur de Burkina Faso, es toda una institución en la región.
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El mercado se construye minuto a minuto, con la llegada paulatina de los que en él van a participar, como si de un rito se tratara. Hasta bien entrada la mañana no se puede decir que “han llegado todos”, y es que la gran mayoría viene de lejos. Gentes que han caminado durante horas por los caminos del Sahel. Por su propio pie, o a lomos de burritos que no levantan dos palmos del suelo, se desplazan kilómetros desde sus asentamientos o sus poblados, por caminos polvorientos y entre acacias protegidas por sus pinchos y matorrales que aparentemente no tienen vida… pero acompañados del fluir de incontables pajarillos de vivos colores que sorprenden a la mirada que los busca. Hablo de rojos rabiosos, de naranjas, de verdes y azules. ¿Cómo las aves tienen los colores del Paraíso en un entorno que se nos presenta pardo y ocre, semidesértico? ¡Quién sabe por qué la naturaleza quiso hacerlos destacar! A lo mejor para romper la monotonía, o para atraer a los insectos que les sirven de alimento… si es que los insectos distinguen colores. Estos que acuden al mercado lo hacen con sus mejores galas, demostrando y representando a su tribu, a su etnia, a su clan, y a su posición social. Telas de colores chillones con dibujos imposibles y texturas lo más suntuosas posibles, joyas de plata y cobre repulido, espadas que pasan de generación en generación con ricas empuñaduras, perfumes fuertes y embriagadores, peinados elaboradísimos… Las mujeres, sobre todo ellas, despliegan sus encantos y doy fe de su belleza y elegancia. Pero los hombres, en especial los Jefes, también lo hacen luciendo los turbantes más largos y abultados que tienen (probablemente uno, además del de todos los días), y las
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túnicas más vistosas que poseen. Algunos completan su atuendo con fastuosas gafas de sol de corte rayban o algún otro detalle “moderno”. Casi todas las piezas y ornamentos tienen un sentido: el de señalar quién eres, de dónde vienes, a qué etnia perteneces, qué es lo que tienes. Peuls, Fulanis, Shongai, Bellas se dan cita allí, pero mis ojos inexpertos se acaban rindiendo, no puedo diferenciarles y para mí son “sólo” un conjunto maravilloso de personajes que atraen mi atención constantemente. Vienen dispuestos a vender y comprar los productos necesarios para el día a día: grano, sal, azúcar, harina, patatas, ganado, telas, esterillas para la casa, utensilios para coser o para cocinar, piezas para arreglar la ansiada bicicleta que por fin consiguieron… y quizás caiga algún capricho, si la pequeña fortuna lo permite. Alguna golosina para los niños, seguro, que para eso son su gran amor y su futuro; algún refresco en los minúsculos bares, seguro, para endulzar un poquito la vida o ése “gran día”… y si no llega para tanto, al menos un té verde fuerte y amargo, o dulce, que acompañe a la conversación. La conversación es algo imprescindible, es necesaria, y sin ella poco tiene sentido en el mercado. Lo primero, es preguntar por la familia, uno por uno: qué tal tu esposa, tus hijos, tu padre, etc., etc. Se dará la enhorabuena si el interlocutor ha tenido algún evento feliz: una boda, un nacimiento. Y el pésame si se nos informa del fallecimiento de algún familiar, aunque haya sido hace meses. Se demuestra interés por todos estos detalles, no es un intercambio formal y rápido. El tiempo no importa, sí el contenido. Después, se preguntará por los negocios o por la vida en general. Por último, empieza la conversación que nosotros llamaríamos “de verdad”: últimas noticias locales o incluso de más allá, el tiempo, la cosecha, los animales, sucesos personales, la Vida. Seguramente toda esa gente partió al alba hacia el mercado, porque la noche es el momento y lugar de los djin, los genios
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que pueden hacerte daño, que se te pueden meter dentro y volverte loco. Hay que tener cuidado con las sombras, no suelen traer nada bueno. Hay que tener cuidado con lo desconocido. Hay que tener cuidado con los espíritus de aquellos que fallecieron y no encontraron el camino. Hay que evitar viajar por la noche, porque el hombre está hecho para caminar de día. Normas básicas que trabajan para la supervivencia física y mental. Seguramente se detuvieron un poco antes de llegar a Gorom Gorom y se pusieron esas galas que van a lucir en el día de mercado, porque si no el camino las hubiera cubierto de polvo. Hay que mostrar una buena imagen, es una fiesta y además los negocios saldrán mejor si estás presentable, si agradas con tu imagen a los potenciales clientes, a los potenciales socios. No puedes pretender encontrar el amor, o el matrimonio, con la ropa del día a día. No puedes pretender trocar ése magnífico camello por la vaca que necesitas si no estás presentable. Cerca del mediodía el mercado está en su máximo apogeo. Los puestos de mercancía están desplegados, la zona del ganado va cobrando cuerpo con la llegada de las piezas a intercambiar (aquí sólo se mueven los hombres), los puestos de comida empiezan a tener lista la carne a la brasa, el arroz, los buñuelos fritos… y poco más, porque no hay más. ¿Quién dijo que no es suficiente? El sol aprieta fuerte, muy fuerte, y a pesar de protegerme con un pañuelo en la cabeza al modo local, me doy cuenta de que prácticamente no he bebido nada en toda la mañana. Me pasa factura y necesito encontrar un sitio donde comprar agua y una sombra en la que cobijarme. Pero ambas tareas no son fáciles de cumplir allí. Doy vueltas por el mercado tratando de encontrar un sitio donde vendan agua mineral y si es posible fresca. Ahí me doy cuenta de la extensión que ocupa el mercado, más de lo que aparenta, mucho más… o es un laberinto en el que me he perdido. Mientras, el mareo que
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siento cada vez es mayor. Por fin encuentro un chiringuito y una sombra y allí me parapeto. Los críos se acercan a juguetear tímidamente, y una sonrisa se dibuja en sus caras y ojos al mínimo gesto de simpatía que muestro hacia ellos. Son afectuosos, les encanta cogerte la mano o jugar con los pelillos de tu brazo, que les abraces y que les hagas bromas. Están acostumbrados a una relación de afecto y respeto hacia los adultos. Qué bien se está en África. Qué bien se está entre gente que se sigue comunicando porque sin ello la vida no tendría sentido, porque unos dependen de otros. Qué bien se está en un lugar donde las cosas necesarias son las que imperan y no hay que preocuparse de comprar más, sólo de cubrir lo necesario y ser feliz por ello, porque se es plenamente consciente de que quizá mañana no puedas, o de que otros no pueden y tú puedes ser el próximo. Una consciencia terrible pero justa y necesaria porque permite no abandonar al prójimo, no dejar de ser empático con él y su suerte, no dejar de ser humilde y digno. Esto es lo que puede enseñarme un mercado africano. Esto es lo que puedo aprender en él y de él. ¿Y ustedes?
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Después del mar Ricardo Martínez Conde La dirección de mis sueños diría: Betanzos John Berger A Betanzos se le distingue enseguida desde lejos. Está allí, al fondo, agarrada a la cima de ese montículo a cuyos pies discurren dos ríos, tal como podría ser el lugar fantástico de una leyenda muy antigua donde el paisaje también es protagonista. Quizá por esta razón, porque esta villa, dada su ubicación geográfica, sigue trayéndonos a la memoria aún hoy la imagen de un lugar de aventura y de transidos amores, es por lo que el viajero que les habla echa de menos un castillo. ¿Se imaginan?: desde la cima de los altos que rodean la ciudad ver, silencioso y ubicuo, el caserío apiñado, como cosido a la tierra, derramándose por la ladera hasta el río. En lo más alto de todo, firme, impresionante, el perfil del castillo almenado donde altivos guerreros estarían dispuestos a dar su vida por su defensa. (Con el perfil, arriba, de un castillo, Betanzos resultaría incluso más romántico, pues el marco que le rodea es, como diría nuestro señor Cunqueiro “apropiado para los cantos de amor”). Hoy, sin embargo, la realidad nos dicta que la villa es una población modernizada dotada de toda clase de servicios y vías rápidas de comunicación. Pero sigue siendo, en su esencia, una villa histórica que tuvo sus épocas de esplendor, allá cuando los gremios mercantiles eran ricos y fuertes: así el de los labradores, de los mareantes o marineros, de los zapateros, de los sastres o alfayates, “que data de 1162, cuando Betanzos estaba emplazado en las alturas de Tiobre”. Se pueden distinguir en el enclave tradicional dos zonas bien definidas y a la vez íntimamente relacionadas entre sí: de un lado sus iglesias, de traza bellísima y sólida construcción en granito (de Santiago, de San Francisco, de Santa María do
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Azogue), y de otra sus calles pendientes, abalconadas y silentes, que bajan hasta la orilla de los ríos. Una parte de su sabor añejo lo guarda aún en numerosos recodos (rúa dos Plateiros, da Cañota, praza do Campo, Arco da Ponte Vella, rúa das Monxas), y el olor a caldo que este viajero pudo percibir el día lluvioso en que la visitó no invalida el sentido antiguo del tiempo que discurre por sus calles, antes al contrario parece confirmarlo. Betanzos es un lugar poco predispuesto a favor del viajero automático y con prisas. Hay que ir allí con la predisposición de ir a perder, gozosamente, el tiempo; reposar la espalda en un banco de piedra y mirar: unas veces las balconadas de madera pintadas de vivos colores y cubiertas de flores, otras las largas galerías acristaladas, bien ‘afeitas’ al clima. Escuchar el paso del tiempo a la vista del río. Comprar mercancía nueva en grandes tiendas viejas. Visitar las iglesias, dentro de las cuales uno ha encontrado, en más de una ocasión, el sentido de las cosas. Tomar una taza de vino al amparo de parroquianos que siguen convirtiendo el hábito de vivir en una lenta filosofía… Betanzos es un lugar todavía tranquilo y por ello proclive al paseante. Allí se va a oler, a escuchar, a pasear, a curiosear distraídamente a un rincón y otro. Es, esencialmente, una ciudad antigua que establece una relación persuasiva con el viajero. Y es que ella, en efecto, también mira: ¿cuántas de esas galerías, cuántos de esos balcones nos miran cuando paseamos las calles betanceiras?. El hecho de que se llegue a la villa por distintos caminos supone ya una característica distintiva; así ocurría, en los asentamientos medievales, con las ciudades mercado, una característica muy propia y definitoria de muchos pueblos de Galicia: Caldas de Reis, Tui, A Estrada, Cambados… La ubicación suponía ya como una forma de ser; para el caso de Betanzos, como cabeza de comarca confluía hacia sí numerosos caminos por donde habían de acceder paisanos y
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productos que darían sentido y realce a su condición de mercado principal. El distintivo de tal condición de mercado lo corrobora el calificativo de una de sus iglesias, Santa María do Azogue, “en recuerdo del mercado o zoco que había a su pié en tiempos antiguos” (En las primeras décadas del siglo pasado se produjo, sin embargo, una circunstancia muy peculiar y simpática a propósito de este adjetivo: del Azogue. Alguien, leyendo literalmente, creyó que el hecho de titularse así quería decir que el montículo sobre el que se asienta la villa sería una rica mina de azogue, razón por la cual solicitó permiso para perforar la colina y, concedido éste, se pusieron picos a la obra practicando numerosas galerías hasta que las protestas de un rico-hombre que veía peligrar los sólida cimientos de sus posesiones lo denunció. Eso y la constatación de que en aquel terreno no existía un solo gramo de mercurio hizo desistir de su empresa, tan inútil como descabellada, a su promotor. La crónica de Betanzos está plagada de anécdotas curiosas, como el proyecto de aquel francés que proponía explotar las junqueras y cañaverales, a lo que el pueblo se opuso. Cabría preguntarse: ¿todos los atributos que posee la bella Betanzos –una de las siete ciudades emblemáticas del antiguo reino de Galicia- serían tan significados e importantes si no estuvieran en su paisaje, unidos a él, los ríos Mandeo y Mendo, que han sido a un tiempo sus vías de comunicación y su defensa? A buen seguro que no. Betanzos sin los ríos sería una ciudad más triste y envejecida: le faltaría ánimo, aventura para la imaginación. Hubo un tiempo en que el lugar tuvo su importancia portuaria y era abundante la pesca en sus proximidades; ahí están los litigios mantenidos con los puertos de Ferrol y A Coruña para no perder la condición de destino final de algunos productos. Es el paisaje de agua el que justifica la abundancia de los puentes que citan los cronistas: a Ponte Vella, a Ponte Nova, a Ponte do Carregal, a Ponte das Cascas…
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Los ríos, como ha dicho el poeta melancólico, “van a dar a la mar”, y la mar ha resultado caprichosa para con esta villa. Betanzos le dio nombre a la ría pero ésta, con femenina infidelidad, le dio la espalda un día. Las arenas de la mar habían ido ocupando el paisaje que antes había sido dominio de las aguas. Y de ellas nacieron los juncos y cañaverales, y de éstos la vista de pastizal que hoy distingue el entorno lacustre y fangoso de la salida a mar abierto. Es un paisaje llano y armonioso que contrasta vivamente con la visión orgullosa y erguida del caserío. ¿Habrá sido el poder mirar a la ría desde lo alto lo que llevó a los betanceiros (o garelos, que es otro nombre dialectal que ha servido para definirles) a celebrar la fiesta del patrón San Roque haciendo elevar hacia el cielo un enorme y frágil globo de papel, único y aéreo ejemplar de todas las celebraciones de Galicia? El globo de Betanzos, en efecto, forma ya parte de su pequeña mitología artesanal, lo mismo que el discurrir, río arriba, de las barcas cubiertas de toldo vegetal hasta el lugar de Os Caneiros: un lugar para la fiesta báquica en esta tierra báquica que nos acoge. Es de suponer que bajo la sombra de las espesas carballeiras y abedules, los festejantes comen y cantan y reposan como faunos que honran a la naturaleza con sus costumbres. Allí brindarán con el vino suave y delicado que engendran sus laderas circundantes, el mismo que “las naves que iban a América lo llevaban, y Felipe II llegó a estar en deuda por este concepto con el Ayuntamiento”. Razones hubo de tener, a buen seguro, el cardenal Jerónimo del Hoyo cuando, al describir la comarca de Betanzos, allá por el siglo XVII, comentó que “toda la tierra paresce un paraíso de flores y frutas”. Una visita obligada, pues, para todo viajero que aspire a conocer, de verdad, la vieja Galicia.
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Port Douglas. Kriptonita, una acampada improvisada y visitantes acuáticos Alberto Vayá
Cuando vuelves a Sydney sientes que puedes con todo. Eres una especie de superhéroe venido a más y piensas que no necesitas una cama para descansar. Vas a la playa y los próximos días lo único que vas a hacer es dormir, bucear y tomar el sol. Y así fue como empezó esta historia, en la que descubrí mi kriptonita y lo que me pone de muy mal humor, el sueño. Todo comenzó una lluviosa mañana de lunes, en la que estaba harto de Bondi Beach y sus playas. Sí, en verano debe ser un paraíso, pero en la época que mi abuela llamaba de entretiempo, puedes llegar a pensar en el suicidio. Bondi no tiene nada que hacer si llueve, así que como llovía, salí corriendo del hostal en el que me alojaba y cogí el primer bus con destino a la ciudad, mi querida Sydney. Era pronto, y aunque mis primeros planes eran quedarme en Bondi hasta la noche y coger el último autobús hacia Sydney y el último tren al aeropuerto, la dueña del hostal, sus malas maneras y la lluvia hicieron que me decidiese a pasar un día en la gran ciudad. Así fue, con mochila a la espalda volví al hostal en el que me alojé durante mis días pasados en Sydney, y después de rogar un poco y pagar 8 dólares, me dejaron guardar la mochila durante unas horas. Con una sonrisa, salí a recorrer los lugares que más me habían gustado de Sydney, incluyendo la Sydney Opera House y los jardines botánicos, esperando al último tren con destino a la terminal 2 del aeropuerto de Sydney, la terminal doméstica. Pasó el día, fui feliz, disfruté de la ciudad como si fuese el fin del mundo y me fui al aeropuerto. Saber que tienes toda una noche por delante para dormir en el suelo de un aeropuerto hace que te relajes, te lo tomes todo con mucha calma… Hasta que llegas a la terminal.
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Bajé del tren y me parecía muy raro que nadie bajase en la misma estación, pero bueno, le eché la culpa a los australianos, que no saben donde van. Al entrar en la terminal, todo fue más raro todavía. Todas las pantallas apagadas, nadie trabajando, la zona de facturación cerrada… pero bueno, no me importaba, porque yo iba a dormir, así que cuanta menos gente molestase, mejor!. Fui al baño, me lavé los dientes, la cara y las manos, me puse ropa cómoda (y no me puse en pijama porque hacía algo de frío!) y busqué un lugar apartado. En unos bancos, había un grupo de alemanes que pensaban dormir allí también, así que me hice un poco el loco y me puse cerca, por si acaso. Mientras disfrutaba del WiFi del aeropuerto, un amable señor se acercó para decirnos que si queríamos dormir, que nos fuésemos a un hotel, porque la terminal cerraba a las 23.00h. Fue todo lo amable que se puede ser y nos mandó a un McDonald’s a 10 minutos del aeropuerto, donde podíamos tomar un café y quedarnos sentados esperando. Así que eso hicimos, dormir en un McDonald’s, porque eso de esperar da mucho sueño. El gerente se apiadó de nosotros y nos abrió el cuarto de juegos para los niños, y montamos una acampada improvisada. Seis alemanes, un español, dos holandesas y un francés. Aunque parezca un chiste no lo era, era muy triste!. Pero bueno, dormimos un par de horas y a las 4.00 estábamos de vuelta en la terminal para facturar las maletas con destino a… CAIRNS! Punto de salida para visitar Port Douglas y su GRAN BARRERA DE CORAL! Port Douglas es un pequeño pueblo situado a unos 50 kilómetros al norte de Cairns. Cuando llegué no sabía que hacer. Llevaba 22 horas deambulando por Sydney y las inmediaciones de su aeropuerto y otras 5 horas para llegar a Port Douglas, así que no sabía si ir a la playa a disfrutar o ducharme y dormir durante 3 días seguidos. Pero como la actitud viajera supone aprovechar cada momento como si fuese el último y disfrutar de cada lugar como si no hubiese mañana, decidí ponerme el
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bañador y correr hacia la playa, con una temperatura de 32º, sí, había vuelto al paraíso. La playa de Port Douglas es conocida como ’4 Mile Beach’, y sí, es porque tiene una longitud de 4 millas. Y yo me pregunto, ¿por qué se mide en millas si en Australia usan el sistema métrico decimal? Misterios del norte. Lo más curioso de esta playa, además de que es interminable (aunque mida 4 millas) es que sólo puedes bañarte en una pequeña zona acotada por una red, esta vez no para los tiburones sino para las medusas, que campan a sus anchas por las cálidas aguas que rodean la Gran Barrera de Coral. Después de un buen día de playa, en Port Douglas no se puede hacer otra cosa que coger un buen libro, comprar un buen vino, y pasar la noche con la compañía de tus pensamientos y los mosquitos. Eso sí, a poder ser lejos del agua, porque en estas zonas de manglares, los visitantes nocturnos son los cocodrilos, y por las historias que contaban los lugareños y las noticias, ya se habían comido a un par de perros durante esta temporada de altas temperaturas. Así que nada, alejándome del agua y de los cocodrilos me despido, para prepararme para madrugar y bucear en la Gran Barrera de Coral!. Hasta entonces, ¡Felices viajes!
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Lluvia Alberto Arecchi Llueve. Llueve en el desierto. Sin duda, no es nuestra “lluvia de marzo”, ni el tiempo triste de nuestros días de otoño. Anoche vimos unas grandes nubes negras más gruesas hacia el oeste, justo encima de la montaña de Adrar. Después del atardecer, de repente la oscuridad de la noche estrellada fue golpeada por un rayo, desde el punto oscuro, que sobresalía por encima de la montaña lejana. Nuestro guía, después de haber atentamente mirado el horizonte, desplazó el campo para una posición elevada. Por lo general nos colocábamos en alguna depresión, al abrigo de los vientos y remolinos bruscos de arena. Sin embargo ayer por la noche dormimos en un alivio bastante alto, afuera del curso del arroyo (ued), a salvo de las inundaciones repentinas. Parece paradójico hablar de inundaciones aquí, delante de un arroyo seco como una esponja exprimida, después de cuarenta días de sequía absoluta y cielos despejados, sin ver ni una sola gota de agua. Sin embargo, alrededor de las cinco de la mañana, nos despierta un retumbo lejano, que pronto se convierte en rugido sordo. Un fenómeno muy preocupante, que parece llegar más cerca de nosotros. Crecidos con las películas de vaqueros, nos sentimos tentados a pensar en una manada de bisontes galopando. Veinte minutos más tarde, precedida por un frontal de aire muy frío, una pared de agua se rompe en blanco en la valle del ued, con la velocidad de un tren. El arroyo se llena rápidamente, a una altura de cinco metros. Si hubiéramos acampado allí, estaríamos reducidos a escombros y transportados a unos kilómetros más bajo, junto con las piedras llevadas por la inundación y rolladas por todo el fundo del río. Nuestra suerte fue encontrarnos a una pequeña distancia de la montaña y poder llegar a ser conscientes de la
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lluvia inminente. Cincuenta kilómetros más adelante, la ola de agua llegará sin previo aviso. Quedamos aturdidos, mientras nuestro guía se apresura a recoger las tiendas, para arreglar todo lo que pueda ser arrastrado por el viento, y grita para nos pongamos a cubierto. De hecho, tras la ola llega – casi de inmediato – una violenta tormenta de viento, acompañada por el polvo grueso y los primeros estrépitos de lluvia. Es como si alguien fuera a lanzar en nosotros, en oleadas repetidas, el contenido de una enorme mezcladora de cemento en la cual tenía mezclado agua, arena, tierra y pequeñas piedras afiladas. Estamos cerrados en los camiones, pero, sin embargo, ningún cierre podría darnos refugio de las salpicaduras de agua y de tierra que penetran en el interior. Desde las ventanas no podemos ver más allá de tres pies, ni realizar si todavía estamos firmemente en el suelo o si – por casualidad – nos deslizamos en el fundo del ued, arrastrados abajo por la corriente. El impacto de los fuertes vientos, que sacuden los medios de transporte, nos consuela de no estar bajo el agua y de tener todavía los pies – o por lo menos las ruedas – en el suelo, y nos tranquiliza a no ser arrastrados por la fuerza del agua. En la completa oscuridad estamos traqueteados, como sobre un tren fuera de control, en una tormenta de polvo de carbón mojado. El aire es irrespirable y saturado con la humedad. Una pesadilla de cuarenta minutos. Rápida y repentina, como había llegado, la lluvia desaparece. La luz se abre el camino entre los vapores que emanan de la tierra mojada. Descendemos en el suelo húmedo y lleno de charcos, a tiempo para ver el nacimiento de un gran arco iris hacia el este, en torno a los rayos del sol que atraviesan la nube. Debajo de nosotros, en el arroyo, el agua se detuvo. La cinta del ued forma un obstáculo insuperable, a lo largo de algunos cientos de kilómetros.
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Alrededor de nosotros, el desierto es rápidamente poblado. Enjambres de insectos voladores en el aire y sobre los charcos de agua, moscas, mosquitos, escarabajos, moscas de mayo con las alas iridiscentes. Los escarabajos de colores brillantes emergen de la tierra. Reconozco un insecto de color rojo bermellón, que en Malí se llama “el ángel de la lluvia”: no podía faltar. Los lagartos y las ranas pequeñas aparecieron, aparentemente de la nada, y con ellos una gran variedad de aves. Hay incluso unos mamíferos que llegan para beber. Una pequeña gacela trata de conseguir una bebida, manteniendo su distancia de nosotros. Un fenech (zorro del desierto) en vez se atreve a venir más cerca de nuestras tiendas, en busca de alimento. Antes de la tarde, los horizontes lejanos aparecen como los pastizales. No es un espejismo, sino el resultado de la reactivación de las semillas que estaban esperando – tal vez por años – una gota de agua. Es como si la tierra se había abierto el vientre, para una segunda creación. Aquí en el desierto se percibe y comprende todo el esplendor y la energía total de los elementos primordiales: fuego, tierra, aire, agua. El agua es el elemento final, en que todo termina y todo vuelve a nacer en un nuevo ciclo de la vida. Decidimos quedarnos unos días en este pequeño oasis improvisado. Movernos ahora entre las rocas y los parches de arena puede ser más peligroso que con la seca, ya que corremos el riesgo de hundimiento de las ruedas en el barro. Pero – lo más importante – no queremos perder esa alegría primigenia, para sentir el amanecer de la creación, para ver el nacimiento y la primavera de la vida, donde antes estaba el Sahara: la gran nada. Llega la noche, otro día ha pasado. Hemos jugado como niños, observando con prismáticos y teleobjetivos todas las especies de plantas y animales, para fijar la memoria de este singular fenómeno. El desierto vive y es como si todos los seres que lo habitan habían salido de una obra de teatro privado, cada uno a ocupar su lugar. Pero sabemos que mañana, o otro día, nos levantaremos y nos encontraremos en el desierto de siempre, seco y marchito.
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El sol baja en el horizonte, ni siquiera se ve una nube. Un escorpión captura a su presa, una pequeña rana, que ya está paralizada por el veneno de su cola. Un lagarto mira la escena y mueve su gran cabeza amarilla, como un ser humano que sigua negando. El fenech decide escapar: él sabe que el lagarto se dio cuenta de su presencia, y sabe que es más ágil que él. Tiene que encontrar otra cena de hoy. Nuestro guía pone la alfombra para la oración (salat) y se inclina en la dirección del este, donde el cielo se oscurece, de forma rápida. Movimientos milenaristas, en una naturaleza en la cual se repiten los rituales del nacimiento, de la vida y de la muerte. Nos sentimos como hojas, transportadas en este escenario por una nube que pasa y por un golpe de brisa.
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La isla de al lado Alfredo Villanueva-Collado Martes: Viajamos a Santo Domingo al congreso que ha organizado nuestro grupo literario, también patrocinado por la Universidad Autónoma. Los aeropuertos son de lo más fácil, ya que al viajar con e-tickets y con bultos de mano nos ahorramos las interminables filas. Viajamos en grupo. No hay nadie esperándonos. Se nos une una italiana y alquilamos un minivan para llegar al hotel. Desafortunadamente, el Hispaniola es el mismo hotel donde me quedé con el grupo de mi colegio hace 10 años y agarré una tremenda infección de las vías respiratorias por causa de la falta de ventilación en los cuartos y el AC a todo meter. Lamento informar que si era mediocre ha descendido a pésimo. Un personal morosamente indiferente, pasillos cavernosos y sin buena iluminación, toallas con agujeros, una hora para traer hielo. Depositamos las maletas y salimos corriendo para llegar a la última parte de la apertura, una representación por el Ballet Folklórico de la UASD seguido de recepción. El ballet me comprueba que en RD el folclore se limita a un ritmo único, el merengue, con diferentes coreografías. Predomina el elemento africano, porque ahora la vanguardia dominicana ha decidido considerarse negra y si es posible, haitiana. La recepción, abierta al público, se colma de estudiantes y cacheteros, así que desaparece la picadera en un dos por tres y nos quedamos con hambre. Miércoles. Al prepararme para ir a la conferencia, me doy cuenta que el día anterior había viajado con zapatos negros de diferentes pares, así que lo primero que hacemos es ir a la zona colonial. Pero imprudentemente nos vamos a pie. Nos siguen muchachitos ofreciendo toda clase de servicios: madres, hermanas, hermanos, ellos mismos. Entre las aceras destruidas y sin reparar y el tráfico de maniacos, nos echamos una hora. Compro unos Reeboks de $70 y nos
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gastamos otros $100 en discos: Felipe Rodríguez, Odilio González, Julito Deschamps, un combinado con las voces de tres excelentes cantantes dominicanos—Fernando Casado, Luchy Vicioso e Hilda Saldaña—y lo que para cada uno es la sorpresa: Aber al fin consigue el disco con los éxitos de Basilio, el cantante panameño de “Cisne cuello negro” y yo encuentro el segundo disco del declamador Jorge Raúl Guerrero, por el que me habían pedido $32 en Internet. Un pésimo almuerzo en un “restorán francés” donde sirven chivo con papas fritas porque “no hacen tostones” sale en $50. Regresamos molidos al hotel, y me quedo dormido encima de los lentes. Por la noche, asistimos a un grupo de representaciones. Nuestras participantes divierten y hacen pensar con sus monólogos. El más cómico, el de la inefable española, quien sostiene una pelea con su estómago, al que llama “Manolo,” porque siempre está hambriento y la obliga a romper la dieta. Y por último, un divo performero del patio, deja saber que resiente ser el único varón, aparecer de último, y actuar de gratis. Después de contorsionarse en escena, decide leer una ponencia—a esa hora—sobre qué es el performance a diferencia del teatro. Llego a la conclusión, viendo la grosera mamarrachada que ha hecho, que la diferencia es muy clara: el teatro tiene disciplina escénica, el performance no. La gente aburrida y agotada se le sale de la sala. Después, buseta, zona colonial, “Zona Sur,” y un espectáculo de “micrófono abierto” con otra gran diva lesbiana del patio con fama de no presentarse—y no se presenta– y luego Víctor Víctor. Le piden a uno de los nuestros que llene el hueco, pero la administración del local no puede arreglar luces ni micrófono, así que termina todo el mundo bailando. Yo he tomado una mesa al lado del escenario, donde nos sentamos con la españolita, ya que ménades y divas se sientan todas juntas. ¡Pues después de una hora me mandan a mudar para acomodar a un grupo de productores cubanos!. Respondo a toda boca que no me vuelven a agarrar en uno de estos congresos. Para colmo, pedimos un sándwich cubano
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y nos informan que se tomará media hora. tomamos un taxi al hotel.
Nos paramos y
Jueves. Al colocar los anteojos en el mostrador del baño, se les cae un tornillo. Alterado, me afeito y me corto el lóbulo de una oreja, con el correspondiente baño de sangre. Llegamos para el almuerzo, y el funcionario de la UASD a cargo de nosotros promete arreglar los lentes, pero mientras tanto ya he comprado un par de lectura, por si acaso. El almuerzo se efectúa en la Casa de Profesores al lado del malecón. Nos llevan en buseta. Buena comida, lindo paisaje al lado del mar . . . pero llegamos una hora tarde a los eventos, incluyendo mi lectura de poesía. El día anterior me había encontrado con el peruano cuya novela se supone que yo hubiera presentado en el congreso, si el programa no hubiese estado pre-hecho. Me reconoció por una foto que le había enviado por Internet. Resulta que dejó a Lima y ahora vive en RD. Había dicho que asistiría a mi lectura—pero cuando nos tropezamos me informa que había un nutrido público pero que, al no aparecernos, se había largado, y él mismo se tenía que marchar. Las ménades salen disparadas para su panel y nos dejan tirados, porque ni la moderadora, —dominicana– nos ha esperado. Otras divas dominicanas tampoco se presentan, así que quedamos los que hemos viajado de Nueva York... Pero el funcionario de la UASD se aparece con mis anteojos arreglados. Hago de moderador impromptu, hay suficiente público. La italiana lee un poema en su idioma, Un chico anuncia que también quiere leer y se dispara un horroroso poema “a su bella patria”. Cuando ya estoy por clausurar, llega otra estrella del patio y con una de las nuestras lee poemas de una diva local, bastante buenos. Estoy despidiendo al grupo y llega otro, que se hace de rogar para leer unos poemas espeluznantes. Nos montan en la buseta—uno de los peores inconvenientes es precisamente reunir al grupo para transportarlo, porque siempre hay que esperar a alguien— y nos llevan al hotel porque nos informan
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que nos llevan al “Scherazade,” un restorán de lujo, para una cena cortesía de la rectoría de la UASD, pero NO SE PUEDE IR EN JEANS. Así que a correr a cambiarse. El lugar, abarrotado. El merengue, en vivo, a toda boca—uno no se puede oír a sí mismo o hablar con el vecino. Después de esperar casi una hora nos informan que, debido a la demanda, se ha acabado el filete así que irónicamente, tenemos comer pavo. ¡Y yo que había leído “Thanksgiving Dinner,” donde daba gracias de que en el Caribe no existiera tal pájaro! Apenas lo pruebo. Llegamos al hotel a medianoche, y cuando voy a sacar la insulina, bingo, ¡me han cerrado el minibar con llave por no consumir! Llamamos a recepción y, como no encuentran la llave, es casi a la 1.00 AM que al fin pueden abrirlo a marronazo limpio. Al parecer, el hotel ha estado cobrando el consumo en los minibares a los clientes, pero no lo entrega a la compañía que los administra y ésta ha decidido tomar esta medida. Viernes. Mi compañero se larga para Santiago a primera hora a visitar su familia. El programa comienza casi con hora y media de retraso. Tengo el segundo turno, pero no se ha presentado ni la moderadora ni las otras dos ponentes—dos de las tres, divas dominicanas. Una verdadera erudita mejicana modera impromptu y meten a la italiana. Leo lo mío—o lo hablo—y ella hace una excelente comparación, con clips, de “Como agua para chocolate” y “Eat, Drink, Man, Woman” en términos de cocina, sexualidad y relaciones familiares. Nutrido público de estudiantes, tomando notas. Un tipo que se identifica como de “relaciones públicas de la UASD” me pide la ponencia y le doy la copia que he llevado. No dudo que aparecerá publicada en alguna revista de la UASD con una firma que no es la mía. Buseta, Casa de Profesores, otro retraso de una hora. Llega el panel sobre Literatura, enfermedad y SIDA, en el que no me habían dado participación, pero, siguiendo el libreto, la diva dominicana a la que le tocaba presentarse no aparece, así que el moderador me pide que llene el espacio y me
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encuentro en el único panel completamente de puertorros. Me toca último y debo decir que, como grupo, nos botamos. Sólo leo un poema, “Muerte,” de Pan errante, porque me interesa más dar un marco “teórico,” que monto con unas cuantas notas escritas a la carrera mientras hablan los demás. Nos alaban por nuestra “valentía” y alguien hace saber que la hemos hecho llorar. El moderador peruano, protegido de una diva argentina que quiere ser “loca” y ya parece un travestido, hace repetidos comentarios al efecto de que “Alfredo no se calla nunca” tanto cuando me presenta como cuando estamos interactuando en el panel. Él, en cambio, no parece tener nada más que gelatina entre las orejas. Una de las mejores escritoras dominicanas nos invita a una cena en su casa. Nuestra directora informa que no va porque le interesa más ir a un pueblo cercano a ver el baile de los Atabales. Me largo para el hotel, dispuesto a encerrarme y descansar antes del viaje del día siguiente. Me encuentro con mi cara mitad, quien ha llegado y sale a escuchar un panel sobre cine. Cuando regresa, me informa que el panel fue un desastre por falta de equipo técnico y que la conferencia de cierre sobre el artista a quien le habían dedicado el congreso se había cancelado, pero que la fiesta se va a dar. Total, que se organiza un grupo de una docena, llamamos un minivan y nos vamos. Un exquisito apartamento de varios pisos en la zona colonial, lleno de arte, y una terraza con vista de la bahía. Abersio puede finalmente compartir con un buen amigo, quien le promete conseguirle copia de “Ciudad romántica,” la novela de Cestero que será la base de su disertación. Nos encontramos el grupo de cubanos—todos gente realmente interesante, pero la chica con quien había hablado muchísimo, no va. Los libros que hemos llevado nunca se ponen a la venta, ya que no se puede conseguir que la UASD se responsabilice por su seguridad o venta y monte una exhibición. Para no cargar con ellos, dejo instrucciones que se los den a la delegación cubana. Lo más probable es que no suceda.
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Sábado. Tenemos vuelo a las 8.00 AM, y por las nuevas reglas antiterroristas hay que estar tres horas antes, así que pido un taxi para las 6.00 AM. Tres otros congresistas tomarán ese mismo vuelo y nos piden que compartamos la transportación: la diva peruana, su protegido y un performero puertorro. Les advierto que no esperaremos por nadie. Empacamos esa misma noche. Al otro día ya a las 5.00 AM bajamos al vestíbulo. A un cuarto para las seis, nos encontramos con el performero, que tiene problemas en pagar por el cuarto por unos consumos que al parecer ha hecho la persona con quien lo comparte. Intentamos llamar a la diva, pero no aparece en el registro del hotel. Llega el taxi a la hora prevista y nos largamos sin nuestros compañeros de viaje. A media hora de salir el avión, los vemos entrar a la sala de espera. La diva argentina, sin su maquillaje acostumbrado y con el pelo parado en punta parece ahora una bruja que hubiera perdido el rostro y la escoba. Se abalanza sobre nosotros a recriminarnos el haberlos “abandonado” después de haber hecho el “compromiso” de llevarlos al aeropuerto. Frígidamente contesto que se les advirtió a todos que estuvieran listos cuando llegara el taxi. No se nos acercan durante todo el vuelo y ya en Kennedy cada uno agarra por su lado. Me juro que no volveremos a viajar en grupo.
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Los pasos de Byron Ricardo J. Gómez Tovar 1. Cintra Antiga Las dos chimeneas cónicas del Palacio Nacional, un estrambótico capricho arquitectónico que rompía la armonía estilística de la bella y pequeña localidad de Sintra, despuntaban en el terso cielo serrano nada más apearme del vehículo. Había llegado al “Glorioso Edén” de Lord Byron, uno de los lugares en los cuales el escritor romántico por antonomasia compuso La Peregrinación de Childe Harold, la ciudad mediterránea que había sido disfrazada de exótica fantasía centroeuropea por encaprichamiento real en la primera mitad del siglo XIX. La explanada del Palacio Nacional era una superficie abierta a la luz, batida por un viento cortante de principios de febrero, sobre la cual los rayos de un sol de tímido resplandor apenas lograban crear la sensación de calor. La fachada del palacio, ennegrecida por la acción del salitre y el descuido acumulado a lo largo de los años, ofrecía al visitante incómodos asientos de piedra sobre los que algunos viajeros, con el rostro oculto tras los altos cuellos de sus abrigos y sus variopintas bufandas, trataban de parapetarse del zarandeo eólico sin conseguir visibles resultados. Entonces, al alzar la vista con los ojos llorosos de frío, con el cabello despeinado por las coléricas ráfagas que barrían aquella explanada transformada en esplendoroso mirador, descubrí el “otro palacio” que tanta fama había dado al lugar, el palacio que Byron jamás vio porque su construcción no comenzaría hasta más de veinte años después de su visita a Sintra, con sus magníficas cúpulas coloreadas brillando difusas en lo alto de un altivo peñasco. Durante los días previos al viaje, había temido secretamente que la neblina se apelmazara en torno al singular monumento reconocido como Patrimonio Universal hasta volver casi irreconocibles las características que me había aprendido de memoria al verlo en imágenes estáticas. Sin embargo, mis temores ya no tenían fundamento. El día era gélido, el viento
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indómito, pero el cielo permanecía sereno y azulado, ajeno a cualquier amenaza de bruma que desfigurase los contornos del mágico edificio. Tan sólo por establecer conversación en una lengua portuguesa de la que únicamente poseía ligeras nociones, aunque intuyendo dónde podía hallarse lo que buscaba, pregunté a un agente de la Guardia Republicana, apostado con semblante serio junto a la entrada al Palacio, dónde paraba el autobús –el ônibus, como se decía en idioma luso-– que realizaba el circuito turístico en las alturas de Sintra. Por toda respuesta, el policía señaló en dirección a la omnipresente Oficina de Turismo, más allá de la cual, junto a las escadinhas que conducían al Hotel Bristol y a una tienda de souvenirs, se situaba la parada del vehículo que me ahorraría una escarpada subida de más de tres kilómetros. Si tenía que perder el aliento, prefería hacerlo allá arriba, ante la panorámica de belleza prometida, ante la perfección arquitectónica o la armonía vegetal. El autobús no tardó más de diez minutos en subirme hasta la cima, tras hacer escala en las ruinas del Castelo dos Mouros. Según emprendía el ascenso, comprendí súbitamente, tras haberlo visto con mis propios ojos, un pasaje del poema que tanto me fascinaba: “En variado laberinto de monte y cañada… Después escala lentamente los numerosos caminos que serpentean y vuélvete con frecuencia a posar la vista en ellos, pues a medida que vayas dejando atrás las rocas hacia otras más altas, podrás vislumbrar nueva belleza”. Tal vez me había equivocado, y la escalada a pie hubiese valido la pena. Tal vez aquel esfuerzo físico me habría evitado la sensación de vértigo que se aferraba a mi cabeza como los tentáculos de un pulpo al sentir cómo el autobús doblaba milimétricamente curva tras curva. Podría haberme detenido también yo, como había hecho Byron en una época aún no motorizada, para posar la vista en los serpenteantes caminos que quedaban atrás, vislumbrando nuevas muestras de belleza en aquellas alturas rocosas. Para mi propio bienestar y el de otros pasajeros, que cerraban los ojos en los giros más bruscos con objeto de evitar que la molesta sensación de mareo empañase la grandeza de aquella subida al cielo de
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Sintra, el sinuoso recorrido del autobús llegó a su fin. Ya respirando el frío aire exterior, me encontré frente a un parque que custodiaba la entrada al palacio de las Mil y Una Noches: el Palacio da Pena. Más allá, me esperaba un mundo ecléctico y soñado compuesto por torreones y garitas, arcos moriscos, puentes levadizos, patios de armas, tritones alegóricos y tonalidades cromáticas amarillas y rosadas más propias del technicolor. Un diseño de cartón piedra para un decorado real y, al fondo, la estela verdiazulada del mar. El mismo Atlántico que bañaba las costas de Inglaterra se perfilaba sensualmente en la distancia, transmutado en un mar diferente, enunciado en otra lengua de musicalidad romance. ¿Qué habría sentido Byron al verlo desde aquellas latitudes meridionales? ¿Se habría acercado a escuchar la “música de su rugido”, a contemplar aquella “acuosa planicie” a la que se dirigía en el extenso poema? El Parque da Pena, el bosque frondoso que servía de antesala a aquel bosque de piedra policromada, también me recordaba a Byron. “Hay un placer en los bosques sin senderos”, escribió seguramente tras haber recorrido aquellos jardines mágicos, como yo mismo hacía ahora. Realmente, todo Sintra parecía ser un sendero hacia el recuerdo perenne de Lord Byron, que en 1809 se alojó durante dos semanas en el Hotel Lawrence’s, cuya luminosa fachada amarilla presumía de albergar el hotel más antiguo de Europa, situado en el camino hacia la lúgubre Quinta da Regaleira. Pero yo a la vez me preguntaba: ¿Qué pensaría Sintra de Byron? ¿Se había enamorado de las palabras del escritor tan pronto las escuchó salir de sus labios? ¿Cayó postrada a los pies del apuesto romántico de Newstead Abbey nada más verle? Quise deambular unos instantes por aquellos inexistentes senderos forestales antes de pagar la entrada que daba derecho a acceder al Palacio de las Maravillas. Aún había tiempo para entusiasmarse ante la belleza obrada por la mano constructora del hombre. Seguí recordando los versos del Childe Harold, mi verdadera orientación hacia el secreto intemporal de aquellos parajes, olvidándome de las guías, mapas o planos que me habían suministrado amablemente en la Oficina de Turismo.
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“Existe sociedad allí donde nadie irrumpe… No amo menos al Hombre, sino más a la Naturaleza”. Apenas se distinguían otros seres humanos en la espesura aquietada mientras me iba adentrando en el vergel por el que había paseado Byron, con su elegante cojera, dos siglos antes. Era imposible no amar más a la Naturaleza en aquella paz natural. Era imposible no amar menos a la Humanidad, puesto que en aquel momento, sin irrupción de otros visitantes, la sociedad todavía no existía. Cuando bajé a la villa de Sintra, aquel pueblecito alpino cuyas casas coloreadas y sonrientes parecían desmentir la melancolía que caracterizaba al país de Lluís de Camoens en forma de saudade, me sentí de nuevo cerca de Byron. Lo había perdido por momentos en los oscuros interiores de aquel palacio mucho más hermoso por fuera que por dentro, empujado a seguir obligatoriamente un recorrido en forma de flecha que desplazaba al visitante de una estancia a otra, admirando salas de porcelanas de Saxe, salas con deslumbrantes vidrieras, salas decoradas con cornamentas de venados, claustros manuelinos, salones de estuco, salas cilíndricas atravesadas por una larga columna a modo de eje, alcobas regias pero embrujadas y muebles de noble abolengo que transmitían una indefinible sensación de tristeza. Tal vez Byron hubiese hallado cierto solaz ante tan abigarrada decoración en los aposentos del Ayudante de Campo, de realización muy posterior a su estancia en Sintra, un siglo después, con sus audaces grabados de mujeres desnudas. Puede que hubiesen despertado el lado más dionisiaco de su naturaleza apolínea, haciéndole disfrutar con el estímulo de la provocación que tantas veces le había alejado de su Inglaterra natal. Tras entrar a tomarme un café con un travesseiro, el hojaldre relleno de compota típico de aquellos parajes, en A Piriquita -la pastelería más famosa de la ciudad, en la que debo reconocer que descubrí fortuitamente un dulce aún más sabroso: la queijada de limón-, me dirigí hacia la Quinta da Regaleira, que según la empleada de la Oficina de Turismo se hallaba a tan sólo diez minutos a pie del centro, al
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igual que la estación de ferrocarril a la que, al día siguiente, encaminaría mis pasos para regresar a Lisboa. “Todo está a diez minutos de aquí”, le repliqué con ironía. Sin embargo, por cercana que se hallase, no llegué a poner el pie en aquella mansión tesorera de bellos jardines, pozos iniciáticos y símbolos esotéricos sembrados por doquier. Apenas la vislumbré, me sentí repelido por un elemento siniestro en su composición arquitectónica y no tuve valor ya para descubrir sus misterios. En lugar de eso, volví hacia atrás y me detuve en el mirador que se halla junto a la parroquia de San Martinho, cuyo campanario cantarín parecía desdoblarse en un efecto óptico y erguirse encima de la oficina de correos para arrullar al cielo azul noche. Su interior, aunque mucho más sobrio, me recordó a la impresión que recibía en el pecho cada vez que surcaba el umbral de una iglesia italiana. Se respiraba un clima de paz en aquel templo, la paz que tal vez no existiera al salir del recinto, que ciertamente no bendecía la Europa napoleónica en la que Byron vivió sus días de esplendor. Aprovechando que me había quedado solo, encendí una vela sin dedicarle un propósito, sólo por ver brillar una luz anaranjada en un lugar lleno de paz y belleza. Cerré los ojos, visualicé sin dificultad la ciudad italiana que mayor fascinación había ejercido sobre mí desde siempre y, guiado por los pasos pioneros de Lord Byron, me trasladé allí con el pensamiento. 2. La isla más verde de mi fantasía Con esta frase definía Lord Byron, el aristocrático poeta inglés enamorado de Italia, su sentimiento hacia la ciudad de Venecia. Aquella hermosa sustitución de un topónimo ya de por sí tan hermoso como el nombre de la Ciudad de los Canales fue empleado por el escritor en la carta que envió a su amigo Thomas Moore, el 17 de noviembre de 1816. Allí me encontraba también yo, como Byron siglos atrás, después de un periplo que me había llevado desde el Tajo hasta el Brenta y, siguiendo este arbolado canal surcado de villas palladianas, para desembocar finalmente en la luz impresionista que
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envolvía la laguna adriática de la que una vez fue gloriosa República Veneciana. Me detuve en Venecia sobre el Puente de los Suspiros Un palacio en una mano, una prisión en la otra; Vi cómo de las olas sus estructuras surgían Como por obra de la varita de un prestidigitador. No era la Praça do Comercio, abierta al luminoso estuario del Tajo, era la Piazza di San Marco, abierta al mundo. Lisboa había quedado atrás, con sus empinadas cuestas y egregias avenidas interminables, para dejar sitio a aquella urbe acuática, una Atlántida nunca sumergida totalmente pero en grave peligro de hacerlo en cuestión de unos cuantos siglos. Byron la había bautizado como “una Cibeles recién surgida del océano, regente de las aguas y de sus poderes” y no se había quedado corto con semejante epíteto. Era cierto que “los monarcas habían participado de su fiesta y habían visto su dignidad incrementada”, como rezaba el Canto IV de La Peregrinación de Childe Harold, el libro de cabecera que me servía de cicerone a lo largo de aquel viaje que había dado inicio en la sierra de Sintra y que ahora me veía postrado de admiración ante la Serenissima. Nunca antes se habían visto embellecidas con semejante profusión de ornamento las orillas de un canal de agua en este planeta. Nunca más se volvería a construir con mayor elegancia y derroche artístico. El cielo que se cernía sobre Venecia era un cielo escapado de una de aquellas vedute pintadas por Canaletto, rasgado por dispersas nubes pero tenazmente reacio a dejarse arrebatar su esplendor lumínico. El mismo cielo había visto arribar a Byron a aquella ciudad en la que su cojera pasaría más desapercibida al ser trasladado en góndola de un lado a otro, evitándole el esfuerzo físico de caminar, a finales de 1816. Con sólo veintiocho años, el consumado poeta se dedicó a aprender armenio en el monasterio de la isla de San Lazzaro
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y a cortejar a la esposa de su casero, un “mercader de Venecia” volcado enteramente en sus mundanos negocios. La bella Marianna, con sus ojos orientales y su apariencia de antílope, fascinadora y fascinada por el encanto byroniano. Palacios como el de Albrizzi o el de Benzon, a cuyas tertulias y fiestas fue invitado el poeta, y el Palazzo Mocenigo, donde se alojó con su extravagante zoo particular, testimoniaban la presencia de Lord Byron en aquella città de la que apreciaba todo excepto su ponche de ron. Mientras yo admiraba el interior de la Fenice, la majestuosa ópera veneciana, a la que asistió el escritor en más de una velada, también recordaba las palabras de Byron con las que éste explicaba lacónicamente por qué no le había decepcionado el estado de lánguida decadencia en que se hallaba la monumental Reina del Adriático: “He estado familiarizado con ruinas durante mucho tiempo como para que me desagrade la desolación”. Y yo me preguntaba: Si aquello era desolación, ¿cómo sería el florecimiento? Venecia era una ciudad concebida para aprendérsela de memoria, aunque no para retener en la punta de la lengua las características de sus estilos artísticos o los musicales nombres italianos de los artífices de su engalanamiento, sino para ser capaz de recrearla con el pensamiento cuando no se tuviese ocasión o presupuesto suficiente para visitarla de nuevo. A lo lejos, divisé la silueta alargada de la isla del Lido, donde Byron acostumbraba a ir a montar a caballo tras bajarse de su góndola. Aquel medio acuático era el más indicado para un hombre joven con una deformidad en el pie derecho. Sobre aquellos corceles venecianos, debía de sentirse volar libre de cualquier tara física que impidiese su expansión sensorial en una ciudad que para él siempre fue “el lugar placentero de toda festividad, el regocijo de la tierra, la máscara de Italia”. Byron ya no estaba allí en persona, su época había desaparecido en la neblina del tiempo, pero la Belleza continuaba su mandato como regente de las Artes y de una Naturaleza que se habían perdonado sus desplantes mutuos y habían firmado un eterno
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pacto para hacer que Venecia nunca dejase de deslumbrar al viajero. El chapoteo de los remos de una góndola se dejó oír a mi espalda y me volví precipitado. Pasó majestuosa bajo el Puente de Rialto y siguió su trayectoria por el Canal Grande, envuelta en la luz de Canaletto, Guardi, Vermeer, Turner y tantos otros admiradores pictóricos de Venecia a lo largo de siglos y siglos de humanidad. El nombre de la embarcación, nítidamente pintado en la madera, me emocionó: La nave di Byron. Volví mis pasos hacia la Piazzetta di San Marco, con sus dos columnas de granito que representaban a San Teodoro y al león alado, símbolo de la ciudad, y la Librería que concibió Sansovino. De frente a la plaza, la laguna sconfinata -esa poética manera con que los italianos expresan que algo no tiene límites- me esperaba ya, bañada en una luz extrañamente blanquecina. Al otro lado del Adriático, en una ciudad griega bendecida también por una laguna que desaguaba en el Golfo de Patras, Lord Byron acababa de morir en Missolonghi. 3. El despertar Los pasos de Byron sonaron cada vez más cercanos en mis oídos, sus ecos portugueses e italianos mezclándose en una algarabía donde la lírica en lengua inglesa pugnaba por expresarse con la intensidad mediterránea que se le había negado de nacimiento. Las chimeneas cónicas ya no sobresalían por encima del Palacio Nacional de Sintra, sino que ahora formaban parte de la fachada barroca de la iglesia de la Madonna della Salute, mientras que las fantasiosas formas orientales del Palacio da Pena se habían fundido con las cúpulas deuterobizantinas de la Basílica de San Marcos en un baño de color bilingüe. Alguien me despertó susurrándome unas palabras al oído que al principio no entendí pero que, horas después, mientras paseaba solitario por el Embankment de Londres, me vinieron de repente a la memoria, como si se las hubiese programado para que se materializasen con efecto retardado:
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¡Inglaterra!, con todos tus defectos, todavía te amo Dije en Calais, y no lo he olvidado. Seguí caminando ensimismado hacia la Aguja de Cleopatra, mientras analizaba el contenido de aquellos versos pertenecientes a Beppo, una historia veneciana, otro de los insignes poemarios del rapsoda inquieto. En la ribera opuesta del Támesis, del mismo río que había atravesado a nado George Gordon Byron en una de sus proezas atléticas, dirigiéndose con toda seguridad hacia la estación de Waterloo, me pareció distinguir un fantasmal carruaje de porte tan egregio como su ocupante. No me cupo la menor duda de que en él viajaba el escritor que nació un año antes de que se produjera el estallido de la Revolución Francesa, como queriendo anticiparse a dicho acontecimiento con su espíritu libertario, y de que a Byron le acompañaba la Marianna original o un sucedáneo de ésta, fugitivos ambos de las nieblas londinenses con rumbo a su enésimo destino en latitudes no sólo más soleadas, sino también devotamente consagradas a la impetuosa vitalidad de la que él siempre había oficiado como alto sacerdote.
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Impresiones tunecinas Ricardo Martínez-Conde Dicen que en estos días se puede observar en nuestro cielo marino del norte peninsular las nubes de nácar. Son unas nubes melancólicas, blandamente blancas, de un movimiento apenas perceptible –su aparente quietud no expresa movimiento a la mirada, pero sí la sensación de vida, otra forma de movimiento- Son más propias del norte boreal, pero tal vez debido a los consuelos de la atmósfera, aquí se pueden apreciar en ocasiones. En Túnez, un país también próximo al mar, no se aprecian por lo común estas nubes de rara hermosura ingrávida, pero sí otras de una virginidad casi alegre; menudas, distantes, parecen sonreír en ocasiones, y otras entoldan el cielo en un tono más prosaico-para proteger el paisaje del sol desnudo y persistente, aunque en febrero. estemos todavía lejos de la canícula. Lo que puede decirse de este país enclavado en la costa sur del mar de la cultura, el Mediterráneo, es que es un lugar que guarda con respeto, dentro de la actualidad más cotidiana, la nostalgia de otras culturas. Hay, en sus construcciones, en el gesto de sus gentes, como un vivir horizontal propenso a un equilibrio realista, a una armonía dentro de lo que, obviamente, han de ser los intereses propios de un pueblo activo, apacible en el trato, intrínsecamente comercial… Cabe decir, en la especulación del viajero que atiende y observa, que una de las razones propias de este país activo y joven, es el color: el blanco tradicional y ese blanco decorativo de las nubes, nubes que se pasean con inocencia por el cielo insomne. El blanco de los edificios planos –los hogares con su reserva interior de sombra-, aligerados aquí y allá con adornos de torres truncadas o con serenas cúpulas (Siempre, eso sí, diseñando el cielo; el minarete del almuédano que llama a la oración) El blanco terreno y el ceremonial; el de la asepsia de las edificaciones, y el de la
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tonsura reverencial de las mezquitas (Kairouan, un lugar de rico arraigo secular, significa, etimológicamente, lugar de las mezquitas) ¿Acaso, también, el blanco invisible de la pureza de su fe, tal como ellos arguyen? (¡Ay, el blanco ordenado de los cementerios..!). El otro color que habrá de destacarse y que se impregna en los sentidos del viajero es el azul, color azul que los nativos, poéticamente, asocian al color del mar (“Ella era tan dulce – se lee en el antiguo poema-, que al salivar en la orilla endulzaba el mar”) Es un azul primitivo que parece ceñido a su dialéctico significado dentro de la consideración filosófica de los colores, azul fuerte pero sereno, como el ritmo de estas gentes que blanden su larga indumentaria –a pesar, ya, de la influencia occidental en el vestir- en unas combinaciones de vaporosa elegancia a la que acompañan, como norma, su gesto de grave ritmo, como de acogimiento. Aunque se trate de un país cuya influencia europea es notoria, hay algo, afortunadamente, en este continente de precarias sombras naturales que induce a un trato distinto. La cultura árabe, tal vez por esa larga educación pautada en el rezo islámico, propicia, invita a la palabra, lo que se traduce en un vivir lo cotidiano menos como disenso que como actitud; un rasgo distintivo de lo añejo de las costumbres, del esperar, del vivir al aire libre donde la plaza o el lugar público semeja una convocatoria a la digresión especulativa. Ahí, en la plaza, se impregna el mirar –tal como ha escrito Goytisolo de Jemáa El Fnaa-, se aviva el gesto, la conversa cotidiana… Este paisaje –me refiero sobre todo al paisaje costero, asido a ese perfil quebrado junto al mar de enriquecido azul ‘caeruleum’, como decían los romanos- donde el desnudo reseco de la tierra se viene pronto una vez dejada la orilla más inmediata, ahí se puede intuir que un día fue granero feraz para el Imperio Romano, pero aún hoy, salvo los espacios destinados a esa economía deslumbrante y un tanto equívoca que es el turismo, se esmeran en cuidar un paisaje cultivado donde se exhibe con fruición el olivo mientras se
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atiende con rara artesanía la exigua huerta y, en el silencio de campo y barbecho, se guarda todavía el fruto del grano. Domina en estas gentes como una forma inexcusable de cultura material, el trueque, el comercio (a la queja del por qué en la persistente insistencia del vendedor de alfombras, él responden, en un deje de ironía, que, si no se ofrecen con insistencia, tal vez no habría comprador), y esa actividad, tan necesaria para el nativo, vivificada en sus tenderetes – especias, telas, artesanía del metal, cerámicas…- todo en el diseño de curva enrevesada que es la Medina comercial. A ello se añade (y complementa) la presencia permanente de las mezquitas; una actividad más serena -versión de otro ‘ora et labora’-, nutriente por la sabiduría inducida, voluntad arraigada en esa fe propicia a entender y codificar el vivir cotidiano, propicia al esperar esperanzado en el más allá. Algo hubieron de ver los romanos (cultura y ejércitos) para asentarse aquí. Trajeron su cultura para afianzar su influencia mediante tantas obras públicas de relieve, hoy en ruinas pero muy avanzadas en su tiempo: el trazado de las ciudades con la rica infraestructura de las conducciones y el diseño regular de los hieráticos edificios; el ocio colectivo en los coliseos, cuyo ejemplo esta vigente aún hoy -altivo silencio-, en el viejo enclave de El Jem. Los enclaves estratégicos defensivos en la costa para la anulación del enemigo potencial que para Roma significaba el habitante de este otro lado de la mar… La vida, cada viaje lo atestigua, es el discurrir activo de unas gentes que aman y se alimentan (espíritu y cuerpo), adoptando paulatinamente como realidad el ser de su paisaje y el espíritu de sus preocupaciones. Aquí en Túnez llama la atención la algarabía colectiva de los escolares a las horas del mediodía y, junto a ello, el culto recogido en la tumba del padre de la patria, Burguiba, que en Monastir tiene su foco de influencia socio política y su monumento funerario, alegórico, junto a la Gran Mezquita, más antigua. Por cierto, Monastir deriva de monasterio, antiguo asentamiento cristiano; recuérdese que las huestes cristianas deambularon también por la orilla norte africana del Magreb.
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Tradición, comercio, el ocio diario del convivir definen la actitud que conforma una realidad, la misma en la que en tantas ocasiones estamos seguros de participar sin poder decir del todo si es la realidad real o la imaginación quien nos vive. ¿Serían comparables la armonía minuciosa que se advierte en el texto del Corán azul, custodiado en el museo de Raqqada, con las teselas de los mosaicos romanos, predecesores del puntillismo, del museo de El Jem?. ¿Es comparable el arte inscrito en las alfombras con la decoración de los dibujos de alguna indumentaria femenina, incluso en el diseño de algunas puertas de acceso a la casa?. El sol trasiega el aire en corrientes cansinas y condiciona la atención y el ánimo. El viajero deduce, de un modo entre advertido e inconsciente, que aquí un sentimiento dialéctico convive junto a la voluntad de mantener un equilibrio justo en el ejercicio de lo cotidiano. Es como si la realidad estuviese, por razón de cultura, más humanizada, sin dejar por ello de ser especulativa, reivindicativa. Arrulla el mar en la orilla; el tiempo está hecho de lentitud y comprensión: vaga filosofía… Y al otro lado, más allá del mar, ¿quién está? ¿quién es?.
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¿Y qué podía decir? Rossana Sala Estremadoyro —Vámonos a Morrocoy—, me animó Elisabetta con su acento italiano a pesar de los casi treinta años que vivía en Caracas y añadió: Nos llevan en peñeros a los cayos que bordean la costa. El hotel organiza todo. Es solo por el fin de semana. Conoceremos gente linda. Además nos vamos en el Alfa Romeo descapotable de mi ex esposo. Elisabetta trabajaba conmigo y acababa de divorciarse después de un matrimonio de siete años en el que no había tenido hijos. Los míos estaban pasando unos días de vacaciones con la familia en Lima. ¿Y qué podía decir? Nos pusimos los lentes de sol y partimos. Ya instaladas en el hotel, contratamos al famoso peñero que resultó no tratarse de un yate de lujo ni nada por el estilo. Un sencillo bote de madera con motor fuera de borda guiado por un hosco pescador, cual autobús de los mares, desembarcaba a los pasajeros en diferentes islotes que forman el Parque Nacional Morrocoy. —¡Que se alisten los del cayo Sombrero! —avisó el conductor asegurándose que no le hagamos perder el tiempo. Nos bajamos unas ocho personas cargadas de coolers y maletines, listas para pasar un gran día en la isla más popular de la zona. —¡A las cinco de la tarde los paso a buscar! ¡No espero a nadie! —nos advirtió mientras se alejaba dejándonos en tierra sin siquiera mirarnos, para seguir su ruta con los demás pasajeros.
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El sol se anunciaba severo. Habían pronosticado unos cuarenta grados centígrados para ese día. La arena blanca, suave, estaba colmada de gente, toallas, sillas, mesas. Muchas personas se protegían bajo las palmeras lo que me parecía por demás peligroso, en especial cuando vi caer algunos cocos que los niños corrieron a recoger felices para saborear su néctar. Nos acomodamos como pudimos bajo la sombrilla precavidas habíamos alquilado en el hotel.
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¡Pero bueno, es el Caribe! ¡Qué lujo! El mar tranquilo, sus aguas transparentes de diferentes tonos de celeste, verde, turquesa, parecía un lienzo de movimientos serenos. Gaviotas blancas y grises sobrevolaban la playa. Embadurnadas con cremas solares, para regresar tostadas a Caracas, nos dispusimos a gozar de un poco de paz, descansar del trabajo, leer, conocer gente simpática. Comenzábamos a imaginarnos jóvenes y regias cuando los vendedores de pareos, collares, helados y de todo tipo de menjunjes macerados con mariscos afrodisíacos de denominaciones extravagantes irrumpieron nuestros sueños para ofrecer sus productos alrededor y encima nuestro. — ¡rompe colchón!, ¡siete potencias!, ¡vuelve a la vida!, ¡vendooo!—, pregonaban sin respeto alguno. Al rato, nos animamos a comer pescado con tostones y queso que llevaban hasta la playa desde los pocos restaurantes del lugar. Mientras saboreaba mi platillo con esas lonjas de plátano frito y aroma a miel, un muchacho atrevido que caminaba por la orilla me quitó el apetito al gritar desde lejos para el oído y mirada de los demás veraneantes: ¡Mami, no comas tanto pescado que te va a crecer la barriga! ¿Y qué podía decir? Solo me bronceé la espalda aquella tarde. Las cinco en punto. Elisabetta, yo, la sombrilla y todos nuestros corotos nos dispusimos a esperar a nuestra
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embarcación en el muelle. USNAVY, así se llamaba. —Es el nombre de mi nieta mayor —nos había explicado el dueño del peñero. Las cinco y treinta. Los lanchones partían atiborrados de gente agotada después de un largo día de playa. Familias enteras se trepaban en ellos. USNAVY no se veía ni de lejos. Cientos de mosquitos comenzaron a atacarme. —Ten cuidado con esos bichos. Son jejenes. Su picadura arde muchísimo —me previno Elisabetta—. ¿Trajiste repelente? ¿Y qué podía decir? Solo me quedó esperar nuestro bote metida en el mar con el agua casi hasta la nariz. Mi pobre amiga iba y venía por el corto muelle. Con su bikini nuevo puesto y un pareo amarillo amarrado a la cadera que volaba estorbándole debido al viento de la tarde, no dejaba de hablar. —¡Hola! ¡Hola! —intentaba comunicarse con el hotel por el celular hasta que al fin le contestaron. En ese momento pude notar la sangre italiana que recorría sus venas y le salía de la boca a borbotones convertida en furiosas oraciones: ¿Ma che cosa dice? ¿Cómo que no quisimos subirnos al peñero? ¡Vaffanculo! ¿Qué vinieron por nosotras y se fueron? ¡Cretino! Y nos dejaron en la isla. Poco a poco la playa empezó a despoblarse. Algunas personas montaron sus carpas para pasar la noche. Por supuesto que allí no había hoteles ni nada que se les asemeje. Los botes partían cargados de gente y sin espacio disponible para almas desamparadas como las nuestras. Elisabetta llamaba una y otra vez al hotel. Gritaba. La oí hablar y responderse sola varias veces. Me di cuenta que además del español y del italiano sabía hablar otras lenguas incomprensibles para mí.
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Me imaginé que serían dialectos creados por ella. Por momentos la vi tan desesperada, moviendo nerviosa las manos, los dedos, la cabeza que llegué a la conclusión que más de una Elisabetta habitaba su delgado cuerpo. Seguro que por eso los jejenes ni se le acercan, pensé con envidia. A mí en cambio no dejaban de aguijonearme la cara. Al rato, se me acercaron preocupados unos turistas, por coincidencia italianos, que al ver a una mujer en el muelle quejarse sola contra el horizonte, sospecharon lo peor y no se atrevieron a hablarle. —¡Ma, non c´è problema! —me dijeron cuando les expliqué nuestras desventuras—. Ya no tarda en venir nuestra barca. Allí nos acomodamos tutti. Y así lo hicimos. Viajamos con ellos. Elisabetta gesticulaba y hablaba en un italiano apretado con sus coterráneos quienes a pesar de todos sus esfuerzos, no pudieron calmarla, como tampoco lo hizo al día siguiente el administrador del hotel. —¡Cretinos! ¡Devuélvanos el dinero! ¡Nuestro dinero! ¡También lo que pagamos por hoy! Non siamo matte para ir con ustedes otra vez! —vociferaba con justa razón. Y fue solo cuando alertamos de lo sucedido a los turistas que se acercaban por información, que nos devolvieron la plata y nos regalaron la sombrilla. Bueno, en realidad olvidamos devolverla. Fue una especie de botín de guerra. Nos relajamos esa tarde en otra isla menos concurrida. Tomé sol boca arriba sin escuchar desatinados piropos. Ya de regreso con el techo descubierto, seguimos disfrutando del sol en medio del tráfico tan pesado que forma parte de las autopistas al llegar a Caracas. De pronto, un muchacho de cabello castaño y piel ligeramente tostada, se puso a conversar con nosotras desde el auto de al lado. —Qué linda sonrisa tienes —me dijo.
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No me sonrojé, pues porque ya estaba roja. —Conversa rápido—, me susurro Elisabetta— y ni pienses en quitarte los lentes de sol aunque se haga de noche. El consejo llegó tarde. Para lucir mi bronceado, segundos antes me había deshecho de las gafas oscuras. Elisabetta me miró de reojo. Una vez más invadida por sus ancestros romanos, me hizo muecas y, cosa rara en ella, no pudo pronunciar palabra. Solo atinó a señalar mis ojos. En ese instante, algo extraño le pasó al muchacho de al lado ya que después de emitir un ruido ininteligible, al parecer de espanto, raspó a más de un automóvil en su frenética huída. Fue entonces cuando me vi al espejo y descubrí mis líneas de felicidad convertidas en grietas blancas, cinceladas en el rabillo de mis ojos. ¡Mis patas de gallo! Aunque todavía pequeñas, lucían hendidas y resaltaban sin pudor respecto al resto de mi tez ¡Merda! ¡Che vergogna! ¡Mamma mia! ¡Porca miseria! Ed io che non parlo l'italiano, scusa, y yo que no hablo italiano, me expresé en aquella lengua romance con una fluidez envidiable poseída por más de un antepasado de esas tierras que —debo admitir— también llevo conmigo. ¿Ma che potevo dire?
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El Ánima de Taguapire Miguel Feria Rodríguez El Ánima de Taguapire -”no dejes de visitarla, hace milagros”me dijeron antes de tomar el camino hacia Guayana. Cada día sucedía algo sorprendente en los amaneceres de la Caracas de los años 80, desde el tráfico, desordenado a más no poder, a los palos de agua repentinos, que hacían desaparecer cualquier medio de transporte y dejaban al ciudadano de a pie literalmente en medio de una tormenta y calado hasta los huesos, pasando por el caos de los servicios y los asaltos o asesinatos por cobrar un mísero peaje de entrada a los barrios de ranchitos de Catia o de Petare. Hoy era viernes, el día del viaje a Upata. Aquella mañana en el Nuevo Circo, en el corazón de la urbe de Caracas, antaño de techos rojos y apabullante verdor, y ahora plagado de rascacielos y tráfico inmenso, la gente se peleaba por entrar en los autobuses que partían hacia todas las direcciones del país. El Nuevo Circo, la estación central de autobuses de Caracas, era un hervidero de personajes, a cual más pintoresco, que lidiaban por conseguir un puesto de pasaje entre un torbellino multicolor de razas y colores, buhoneros y vendedores de chicha, maletas y fardos desiguales, ruido, suciedad y calor tropical. No importaba si habías conseguido tu billete por unos pocos bolívares para Guayana, de igual manera te podías quedar sin puesto, pues había que estar presto y puntual, y muchas veces entrar a saco. Cuando llegabas a la estación y el autobús estaba al completo, tocaba viajar en “La cocina”, que eran los asientos del fondo, sobre el motor, allí donde las piernas colgaban y el plástico del asiento se calentaba horrores. Así era la vida en Caracas, una lucha constante por sobrevivir. El viaje de Caracas a Upata, en el Estado Bolívar, podía tener una duración desigual, entre nueve y doce horas, dependiendo del camino tomado, de las paradas que se le antojaban al conductor, de las últimas lluvias y sus derrumbes, de los caminos cortados, de los controles de
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carretera repentinos, etc.…Uno de los viajes tomaba el camino hacia Valle de la Pascua y pasaba por el Santuario del Ánima de Taguapire, antes de llegar al Tigre y a Pariaguán. Normalmente aquella parada obligada era de madrugada, y la gente, en medio del sopor insufrible, del sueño, del la humedad de la noche y de todas las incomodidades del camino, se apeaba del autobús para comerse una arepa, tomarse una Frescolita, beberse una cerveza Polar, comprarse unos pistachos o simplemente luchar contra las cucarachas del baño. Más de uno lo hacía por un motivo bien singular : visitar al ánima de Taguapire y ofrecerle una promesa. En aquel viaje en particular, habíamos sido “bendecidos” por la compañía de un borracho que se había subido en Valle de la Pascua y había terminado en medio del pasillo, tumbado cual largo era, y al que el ánima seguramente le traía sin cuidado. A cada vuelta de la carretera, el borracho rodaba sobre sí mismo abrazado a su botella, a veces la botella escapaba de su abrazo y se largaba al baile ella sola, pasillo va, pasillo viene. Olvidado por el resto del pasaje, ya casi se había convertido en una pieza más del transporte, al que añadía sus ronquidos y el sonar de su botella vacía de aquí para allá y de allá para acá, con cada curva de la carretera hacia el Estado Bolívar. En la parada de Taguapire, el conductor despertó al personal con un: “¡Taguapire, media hora!”, y se largó, apurado, camino del servicio. La gente pasó sobre el borracho del pasillo y su botella, y salió en dirección al restaurante de la carretera y a ver a su ánima. La humedad de la noche y los sancudos del trópico se hacían de valer en aquella madrugada en Taguapire. “Un ánima”. Por ahí andaba yo pensando en la palabra. Rebusqué en mis recuerdos de niño. Aquello me sonaba de pequeño- seguro que del catecismo en el colegio de los curas. ¿Sería un espíritu perdido en las nebulosas de la imaginación? ¿Acaso alguien que se fue de este mundo sin dejar las cosas bien atadas con su conciencia? ¿Un personaje que había deambulado en esta vida entre el bien y el mal? ¿No era lo del Limbo? En todas esas pensaba yo por la vereda que daba a la puerta de la gruta, que era lo que me parecía en la
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penumbra de una noche sin luna. Bueno, cueva, gruta o santuario, entre la emoción del momento y la oscuridad de la noche, no se adivinaba exactamente como eran los aposentos del ánima en cuestión. Entrabas y te pasabas directamente al otro mundo. Cierto es que las velas y el olor a incienso, la poca luz y el recogimiento de la gente, con sus plegarias en voz baja, ayudaba a crear la atmósfera misteriosa en el recinto. Fotos, cuadros, manos, piernas, dedos, cabezas, cuerpos enteros de cera, colgaban de las paredes, como un racimo de estalactitas de las cavernas. Igual que en la Ermita de San Roque en San Cristóbal de La Laguna, Islas Canarias, en los años sesenta, cuando niño-pensaba yo- Promesas incumplidas y cumplidas, dejadas allí por los viajeros de la noche. El murmullo de la gente al rezar ayudaba a envolverte en un mundo de sombras y de fe inquebrantable. El ánima no apareció, ocupada en mil quehaceres, a tenor de los encargos que pendían de aquí y de allá. Sólo figuraba, en un rincón del lugar, su cabeza de mujer mofletuda y morena, enfundada en un gorro colonial de trabajo. Así era el ánima de Pancha Duarte, el Ánima de Taguapire, según la leyenda, una comadrona, buena y trabajadora, que murió de paludismo y fue enterrada allí, a tres kilómetros de Santa María de Ipire, al lado de la carretera nacional, sorprendida la comitiva mortuoria por una riada, para desde aquel momento hacer milagros y ayudar a la gente de fe. Vagaba por el ambiente y el subconsciente de las personas para echar una mano cuando se terciara y nada más. Nada de hacer apariciones para convertir aquella cueva en otra Fátima, nada de eso. O se era un ánima o no se era, y si era un misterio, era un misterio. Así era Taguapire en los ochenta, un lugar de obligada parada en un viaje interminable camino del sur, con su ánima y sus promesas de cera…
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Amritsar – Tierra de Sijs Ludmila Greco Ya dejamos Delhi atrás. Sabíamos que no teníamos nada planeado de nuestro recorrido por India, solo un itinerario que sería flexible a lo que el viaje disponga. Y así fue. Teníamos ganas de seguir viajando rumbo al oeste, a Rajasthan. Era lo planeado. Pero el calor agobiante de Delhi nos hizo rever nuestro itinerario, ir al desierto con tanto calor no sonaba muy coherente. Abrimos el mapa. Amritsar podía ser una buena opción, y de ahí encarar rumbo al norte, a las montañas, al fresco. No lo dudamos mucho ¿calor agobiante o montañas frescas? Además, ya dijimos, Delhi es una ciudad muy caótica a la cual queríamos escaparle. Amritsar, nuestro segundo destino, nuestro primer viaje en tren en India. India cuenta con un servicio ferroviario muy extenso, lo cual merece un post aparte. Sacamos pasajes para un domingo, el viaje se había puesto en marcha. Preparamos nuestras mochilas y salimos rumbo a la estación. Llegamos, nos miramos y la desesperación acudió. ¡Lo que era la estación de tren ese domingo caluroso! Gente, vendedores, más gente, carteles, trenes que llegaban y partían, anuncios de trenes en hindi ¿Qué plataforma era la correcta? ¿A qué vagón subirnos? ¿Sería nuestro tren? Nos subimos, nos sentamos y confiamos. El viaje a Amritsar no fue para nada sencillo. El calor, la cantidad de gente y el amontonamiento fue una mezcla que no nos ayudó. Bajamos del tren de noche y bastante mareados, con náuseas y cansados. Sin conocer el lugar nos tomamos un taxi hasta el centro y de ahí empezamos a recorrer. Sabíamos que podíamos alojarnos en el Golden Temple pero en la condiciones que estábamos preferíamos algún lugar donde podamos descansar mejor. El día siguiente hicimos una sola cosa: ¡Dormir! ¿Será que todavía no nos habíamos acostumbrado al cambio horario? ¿Será que el viaje fue agotador y no teníamos fuerzas para
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nada más? Sea como fuese, recién entramos al Golden Temple después de 36 horas de haber llegado a la ciudad, habiendo dormido unas 30. Las otras 6 recorrimos la ciudad a pie. Amritsar es una ciudad grande, el fantasma de Delhi nos acompañaba aún. Una vez que entramos al templo no entendíamos como habíamos tardado tanto en entrar. Tal vez les pasé como a nosotros, que antes de empezar a pensar en la India no teníamos conocimiento de que existía una religión que es el Sijismo, ni de que se trata. Aquí una muy breve introducción (Si ya saben de qué se trata pueden saltearse estos párrafos): Es una religión que se fundó en India como resultado del conflicto entre los hinduistas y los musulmanes en el siglo XVI y XVII. Creen en un Dios único y en la reencarnación. También en que todos son semejantes, por eso se oponen al sistema de castas establecido en la India. A lo largo de la historia hubo Diez Gurús Sijes. Y sus enseñanzas están contenidas en un libro sagrado. Todos los templos tienen una copia de ese libro, pero el original está en el Golden Temple. Al libro lo tratan como a una persona más. Hasta tiene una cama propia. Los varones Sijs son muy fáciles de reconocer porque llevan el pelo tapado con un turbante. También cuentan con varios artículos de fe característicos (una daga, un peine de madera, ropa interior de algodón, un brazalete metálico). Todos estos se vendían en casi todos los locales de Amritsar. Nos llamó la atención, luego entendimos a que respondían. Bien, dicho esto ya podemos entrar al templo. Para poder entrar es necesario descalzarse y cubrirse el pelo. Entramos. Tuvimos que caminar varios metros hasta llegar a una mini pileta donde nos lavamos los pies. Tras cruzarla estaba ante el nosotros el imponente Golden Temple. Es un recinto rectangular, que posee en el medio una suerte de fuente de agua extensa donde flota el Templo de Oro.
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Comenzamos a caminar sin poder dejar de mirar todo lo que ocurría a nuestro alrededor. El lugar no solo es imponente arquitectónicamente. Muchísimos feligreses están ahí cantando, orando, llorando, bañándose en el agua. Nuestra capacidad de asombro estaba en auge. En cada rincón se nota la hospitalidad de los Sijs. Todos los peregrinos que se acercan pueden comer y dormir gratuitamente en las cercanías del templo, y son los mismos peregrinos que se encargan de cocinar y limpiar. Nosotros pasamos ahí nuestra última noche, en un apartado especial para extranjeros. En la hora de almuerzo nos acercamos al comedor comunitario, era un salón enorme, donde comimos alrededor de miles de fieles, sentados en el piso con las piernas cruzadas. Y mientras a nosotros nos servían la comida, en la otra punta limpiaban el piso para recibir más personas. Fue esa situación, junto a muchas personas, mientras otras tantas se encargaban de servir, la que nos mostró otra de las tantas caras de la India. Una India humilde que se preocupa por el otro, y es una humildad que enseña. Es una de las caras más lindas que le vimos. La India es contradictoria, enorme, y estamos dispuestos a recorrerla para conocerla.
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El buitre de Aroche David Mateo Cano Cuenta la leyenda que un estudiante de sociología llegó una mañana a Aroche, quería hacer unas fotografías del pueblo para completar su tesis doctoral, se conocía a la perfección el lugar debido a que había nacido no muy lejos de allí, después de desayunar suculentamente, caminó con parsimonia por las calles fijándose en detalles que pasan desapercibidos para quien está acostumbrado a verlos diariamente, pero no para el ávido viajero buscador de experiencias, llevaba su cámara colgada al hombro, la sacó con mucho mimo comenzando a continuación a retratar lo que le parecía interesante, que no era poco, en la mayoría de las ocasiones disparaba al mismo lugar desde diferentes perspectivas, quería captar cuantos más detalles mejor, cuando llegara a su casa ya haría una selección de las que él estimase serían las mejores fotografías, porque como era lógico y muy a su pesar no podía meter todas las instantáneas en la tesis, hizo un monográfico sobre la plaza de toros, era un gran aficionado al mundo de la tauromaquia, de manera que lo relacionado con semejante arte le parecía embriagador, si hubiera tenido cualidades para el toreo le habría encantado lidiar en aquella tierra, pero era realista lo suyo era la sociología y le encantaba, por lo que no tenía porque quejarse, la vida se había portado muy bien con él, no todo el mundo tiene la oportunidad de hacer lo que le gusta. El aspirante a sociólogo después de explayarse con la plaza de toros se tomó un respiro, como si fuera un turista anduvo con total despreocupación admirando aquel lugar, se metió en un bar a beberse una caña que le supo a gloria bendita, en el establecimiento entabló una agradable tertulia con los parroquianos del lugar, despidiéndose poco después de ellos con afabilidad siguiendo así con su tarea, se dirigió hacia las afueras de Aroche quería tener una panorámica global, anduvo hacia atrás, su intención era enfocar el pueblo en su conjunto, cuando creyó que lo había conseguido sacó un trípode portátil que siempre llevaba para sostener la cámara, pero antes de fijarla fotografió a unos enormes pájaros que
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revoloteaban en círculos por encima de su cabeza, en un principio no supo diferenciar de qué tipo de aves se trataba, una vez que tuvo la cámara fijada en el trípode disparó un montón de ráfagas, inclinaba ligeramente su máquina a cada disparo, al tiempo que la subía o la bajaba de forma muy leve pero suficiente para conseguir una perspectiva diferente, cuando creyó que tenía el material necesario para preparar su tesis empezó a desmontar el trípode, se encontraba realizando esta tarea cuando una brisa de viento le hizo girar la cabeza, se llevó un enorme susto al hacer tal cosa, justo detrás de él se hallaba un buitre de gran tamaño, el animal le miraba inexpresivamente, el chico pasado el susto inicial quiso aprovechar el momento y hacerle una fotografía, rezó porque no se fuera volando mientras cogía la cámara, aquello sería el colofón perfecto a su viaje, con sigilo enfocó disparando nada más que tuvo a su presa encuadrada, la plasmó en su máximo esplendor, sorprendentemente el buitre no echó a volar, se quedó estático en el mismo sitio, cerró los ojos por un instante pero los abrió de nuevo, era una oportunidad única para hacerle unas cuantas instantáneas más, el animal se mantenía impertérrito observándole, más que un buitre parecía un modelo profesional al que le encantaba ser retratado, el estudiante riéndose de semejante pensamiento se acercó un poco más colocándose a un metro escaso de él, era un buitre completamente negro a excepción de un mechón blanco de plumas que tenía en la cabeza y que le daban un toque de elegancia, jamás recordaba haber visto una rapaz semejante, creyó encontrarse ante una rareza de la fauna animal, a parte de su aspecto no era normal tampoco que no se asustara de un ser humano, comenzó a hablar con él como si se tratara de un congénere suyo, entonces el buitre desplegó sus alas, su envergadura era estremecedora, aleteó un par de veces sin despegarse del suelo, su semblante cambió, ya no era inexpresivo sino que las facciones se le tornaron malévolas, el mechón que llevaba en el cráneo parecía brillarle diabólicamente, el joven se sobrecogió, trató de alejarse sin conseguirlo puesto que se trastabilló, se puso de pie a gran velocidad aunque de nuevo fracasó en su huída, el buitre caminó hacia él con las alas extendidas, la mirada la tenía fijada en el pobre hombre
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indefenso, quien por más que lo intentaba no conseguía moverse del sitio, estaba paralizado, clavado en la tierra sería más exacto decir, porque a pesar de que la cabeza si podía moverla no sucedía lo mismo con el resto del cuerpo, el buitre inició un pequeño vuelo alrededor del horrorizado estudiante quien sentía el viento que dejaban tras de sí sus enormes alas, quiso gritar pero todo fue en balde, sus gritos de auxilio se ahogaban en su interior, el buitre levitando en el aire situó su pico frente al rostro del desvalido muchacho, lo siguiente que aconteció se desarrollo a una velocidad muy lenta, el buitre comenzó a picotearle en la cara arrancándole un trozo de carne cada vez que lo hacía, repitió la operación la pérfida ave hasta que quedó desfigurada su víctima, siguiendo con el tormento le clavó su sibilino pico en el interior de un ojo primero y en el otro después, la agonía parecía no tener fin porque el hombre para su desgracia seguía con vida, el buitre se elevó un par de centímetros más y como si dispusiera de un cincel, le horadó el cráneo hasta que hizo un hueco idéntico al del mechón blanco que lucía en su cabeza, de ahí extrajo el cerebro y se lo llevó volando perdiéndose en el firmamento. “Cada ciertos años un buitre negro sobrevuela Aroche llevándose el cerebro del algún pobre viajero, por cada cerebro que recauda le sale una pluma blanca en la cabeza”
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Vías muertas Mei Morán Esta vez sí irían a París. Le encontró una pamela rosada y unos calcetines de lana gruesa. Ella siempre tenía los pies fríos. Aún medio dormida, se puso el jersey del revés, pero no se olvidó de Iris, tuerta, de porcelana y su mejor amiga. -No hay tiempo que perder. La torre Eiffel nos está esperando. Entraron apresurados en el compartimento para coger buen sitio. -Yo quiero ir al lado de la ventana. Le colocó un cojín y una manta ocupando los tres asientos. Nada más sentarse empezó a bostezar como si ésa hubiera sido la señal para dormirse. Le pidió que se pusiera a su lado para recostar la cabeza sobre su hombro. Y, en un santiamén, se quedó traspuesta. Cuando empezó a oír la respiración pesada de su hija se levantó sigilosamente y salió con rapidez del vagón. Ella se durmió profundamente, al principio inquieta pero más tarde se dibujaba en su cara un gesto de placidez. Fue una noche lenta. El frío se hacía sentir. Se oían incesantemente traqueteos de tren lejanos. Por la mañana se despertó desperezándose como un gato mirando curiosa ávida de novedades. -No, mejor que no vayas al servicio. La señora de la limpieza aún no debe de haber pasado. Aquí tienes una toallita húmeda, refréscate la cara que después te voy peinar.
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En realidad, los claros en la cabellera eran mucho más abundantes que las matas de pelo pero él le hablaba como si tuviera una melena leonina. -Tengo unas galletitas que compré para el viaje. Sacó un trozo de papel arrugado de periódico en el que había unas migajas, restos informes de algún dulce y se las dio con un actitud ceremoniosa. El servicio de las bebidas todavía no funciona, es muy temprano. Aquí tienes un poco de agua. Además no te olvides de las pastillitas de colores. Por la mañana la amarilla, para que te salga la sonrisa, al mediodía las dos de color naranja, para que espantes el cansancio. Cuando terminaron las sesiones de higiene y de alimentación le acomodó de nuevo la almohada y le dijo que mirara por la ventana. A ella se le iluminaron los ojos. Por la mejilla infantil resbaló juguetona y decidida una lágrima. -Papá estamos en París, acertó a decir. En efecto, una imagen más bien borrosa de la torre de metal a lo lejos daba a entender que se encontraban ya en su destino. -Papá ¿no vamos a bajar? Quiero verlo todo. Andar por las orillas del Sena, sentarme en las terrazas para parlotear contigo y correr detrás de las palomas. -Tranquila, no hay prisa, tenemos tiempo. El tren acaba de llegar y por lo que he entendido por el altavoz… -Pero papá, si tú no hablas francés. -Sí hija, nada, que el tren se ha quedado parado sin haber llegado a la estación central. Pero no
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me digas que no tenemos una buena vista. Te he traído unos pasatiempos y yo leeré el periódico. De vez en cuando echaremos una ojeada al panorama esperando que el tren vuelva a ponerse en marcha. Pasaban las horas, permanecían sentados en silencio, luchando contra el frió. Ella combinando palabras, él haciendo ver que leía. Echaba cabezadas y ella con una malicia inofensiva levantaba la voz obligándole a recomponerse y a estar atento. El, en realidad pensaba en otra cosa. Le vino a la memoria la última vez que estuvo en París. A ella no le había hablado nunca de aquel encuentro con Sophie, su madre, hacía tres años. Recibió una carta sin remitente. El supo rápidamente quién era. La abrió fríamente pero su interior temblaba como una hoja. No había vuelto a tener noticias de ella desde lo que pasó entonces. Con palabras dulces que a él le sonaban huecas le invitaba a ir a Francia para decirle algo muy importante. Al principio, resolvió no hacer caso a la misiva pero estuvo días y días dándole vueltas. Casi al mismo tiempo en que decidió ir a verla volvió a recibir otra carta con la dirección en la que podrían encontrarse. Mintió a su hija. Le dijo que por cuestiones de trabajo tendría que ausentarse. Fue a la calle que indicaba la carta. Le abrió la puerta con una generosa sonrisa. Estaba sola pero no tardó mucho en darse cuenta de que en el piso vivía otra persona y que era un hombre. Le ofreció algo de beber y se sentaron. Le empezó a hablar de cómo les echaba de menos. A él le dio un vuelco el corazón. Sabía que estaba mintiendo pero cúantas estrategias urde el corazón para justificarlo todo cuando se quiere a alguien y, eso era un hecho, él aún la amaba. Le habló durante largos minutos de sus sentimientos hacia ellos dos. Que se había equivocado y que estaba dispuesta a
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volver a su lado. Se lo creyó todo. Sólo le pedía que para poder dejar París le prestase dinero. Le dijo a todo que sí. Pasó la noche con ella. Como antaño. Los besos y las caricias no podían mentir. Ella también le quería, no cabía ninguna duda. Volvió a casa para estar con su hija y a reunir la suma que Sophie necesitaba. Tuvo que desprenderse de algunos bienes pero daba igual podría trabajar más y volvería a ganar lo que hiciera falta. Lo importante era estar reunidos los tres. Quizá por un sexto sentido decidió no decir nada a su hija. Envió el dinero como habían acordado. Y esperó. Esperó y esperó en vano. Perdió todo lo que con mucho esfuerzo había ahorrado. -Papá. Cinco letras. La ciudad de la luz. Simulaba que no lo sabía. Cavilaba y se rascaba la cabeza intuyendo que eso la haría reír. -¡Qué tonto eres! París, es París. - Claro, ¡cómo no se me ha ocurrido! ¿Por qué sabes tantas cosas? Tienes que estudiar. De mayor irás a la Universidad. Cuando estés mejor… Ya al empezar la frase sabía que se metía en terreno movedizo. No siguió. - Mira, ¿no quieres una manzana? Ella no insistía en saber el resto. Pasaba como él a otra cosa. Los caminos del sufrimiento es mejor no pisarlos. -Siií. ¿Son de esas verdes que te hacen tragar saliva de lo ácidas que están? Anda, dame una. Mordisqueaba dos o tres veces y después le pasaba la manzana a él para que la acabase. Comer no era tan divertido como las adivinanzas, o los juegos o las canciones.
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El estómago era como un carrusel y al final siempre acababa mareándose de tal manera que tenía que sentarse y cerrar los ojos. Como otras muchas veces se quedó dormida. En la libertad de sus sueños era dichosa. Podía volar, nadar en los mares rodeada de ballenas y delfines, jugar con todos los niños del mundo y muchas horas. Sin molestias, ni vómitos, ni dolores. Sólo risas. Al abrir los ojos se sorprendió. -¿Dónde estamos? Hay campos, mucha hierba, vacas y viñas. ¿Por qué no me has despertado?. -Han dado marcha atrás unos cuantos kilómetros. Estamos en los alrededores, en el campo. Nos quieren llevar a la estación de Montparnasse. Están de obras y tardará todo un ratito más. -Vale, pues entonces cuéntame cómo conociste a mamá. Me gusta mucho cuando hablas de ella. -Te lo he contado tantas veces… Era una tarde de primavera. Todo el mundo parecía muy feliz. Cantaban los pájaros, olían las flores. Pero yo estaba de muy mal humor porque me iban a despedir del trabajo. Daba vueltas por las calles como un tonto. No sabía qué hacer ni adónde ir. Me senté en una heladería y como un niño pedí un cucurucho de chocolate. Después de darle dos lengüetazos se sentó en la mesa de al lado la mujer más guapa que había visto en mi vida. Los ojos negros en forma de almendra, el pelo corto y también negro y unos labios que invitaban a besarla, muy rojos. Me quedé tan embobado que el helado se me iba derritiendo sin que me diera cuenta. Ella empezó a mirarme y me puse muy nervioso. Para acabar de burlarse de mí me pidió la hora y yo precipitadamente giré la muñeca y el helado acabó en el pantalón. Ella no paraba de reírse y yo me moría de vergüenza. Como me vio tan torpe me prestó su pañuelo para limpiarme. Esa tarde acabamos paseando por el puerto, compramos palomitas y nos sentamos al borde del agua a ver
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pasar los barcos. Los días siguientes sólo hacía que contar las horas hasta el momento que podía ir a buscarla al despacho donde trabajaba. -Y cuando le pediste que se casara contigo. -Vuelves a tener la cara muy pálida. Tendrías que comer algo. Pero no nos queda nada ya… -Va, venga, dime cómo le pediste que se casara contigo. -Sólo si te recuestas en el asiento. Estás blanca como la cera. Enseguida se dio cuenta de que ella iba a vomitar. Le acercó una bolsa de plástico y casi no le dio tiempo a abrirla. De nuevo al darse la vuelta empezó a respirar de manera dificultosa y acabó sumida en el sopor de costumbre. El aprovechaba esos intervalos para ordenarlo todo, ir a buscar comida, agua y cambiar el decorado. Pasaron horas, había un gran silencio en la soledad de aquel vagón. El volvió a entrar en el compartimento antes de que ella le viera. La zarandeó con cariño. -Tengo cerezas para ti. Le colocó un par en las orejas a modo de pendientes. -Ah ¡qué buenas, y qué coloradas! Se puso unas cuantas en el regazo y lentamente las saboreaba. Como tantas otras veces, era más la alegría de la fruta y los colores que el gusto de ingerirlas. Después de comer dos o tres empezó a jugar con ellas. -Fue una noche de luna ¿verdad? En la playa. Tú te arrodillaste y en ese momento vino una ola que te tiró al agua. Menos mal que aún no habías sacado el anillo. -Te sabes la historia de memoria.
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-Sí. ¿Dónde está? -¿Dónde está qué? -Mamá, ¿dónde está mamá? Se hizo un silencio incómodo. Le costaba mucho decirle a su hija que su madre se había ido, que no había querido saber de su hija, de su princesa, por entonces muy pequeña, que ni siquiera se despidió, que sólo dejó una nota diciendo que a donde iba a vivir no había sitio para niños. Nunca le había preguntado tan directamente, casi desafiante, con prisa por saberlo como si en ello le fuera la vida. Una premura inquietante que nunca antes había manifestado. Pero a pesar de todo se negaba a decirle la verdad. No quería romperle el corazón. -Mamá era muy atrevida, y siempre quería ayudar a los demás. Está en un país lejano ayudando a los niños que no tienen padres. A ella le gustaba aquella idea. Una mamá aventurera y que repartía amor. Más tarde ella también se iría para encontrarse con ella. Cuando pasaran alguno años. -Sabe que tú me cuidas y que si tú estás conmigo nunca me pasará nada. Por eso se fue tranquila. El giró la cara tocado por una gran tristeza y con los ojos humedecidos. Y en realidad tenía razón. Sophie sabía que él nunca hubiera abandonado a su hija. Menos aún cuando algún tiempo después del encuentro con ella su hija cayó enferma. Incluso tuvo que dejar el trabajo en el taller. Volvió a querer estirarse en el asiento. Era presa de una somnolencia casi continua. Brazos y piernas no la obedecían y sólo encontraba alivio en el reposo.
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Entreabrió los ojos y miró hacia la ventana. Sólo entonces percibió que estaban frente a otra parte de la ciudad. La imagen de la basílica blanca rodeada de añil en el cielo. -¡Qué bonito! ¡es el Sacré Coeur! Ahora sí que hemos llegado ¿verdad papá? Pero, ¿sabes? creo que no voy a poder bajar aunque me gustaría tanto subir a la colina contigo y que nos hicieran una foto… Se acercó a ella temblando, con miedo en la mirada y temiendo lo peor. -Papá no te preocupes, sólo estoy un poco cansada. ¿qué te parece si nos comiésemos un croissant? ¿Vas tú a buscarlo? Yo te espero aquí. Iris está conmigo. Pero no tardes. Bajó del tren. Aceleró el paso, dejando atrás vías muertas, otros vagones sin locomotora olvidados en esa tierra de nadie. Atravesó la zona industrial. Casi sin aliento llegó al centro comercial. Aún no tenía ni idea cómo conseguiría el dinero para comprar. Se dirigió a una mujer vestida con ropas caras y casi con osadía le preguntó si le podía dar algo para comer. Al principio ella sólo le respondió con una mirada fría y cierto desdén al comprobar el mal olor que despedía. Sin embargo, después movida por alguna fibra de compasión incompresible le dejó caer unas monedas. Era suficiente. Se acercó a una panadería y pidió una media luna. Se dio prisa para volver. Al llegar ella se despertó. -¿Me das un cuernito del croissant? Se lo acercó a la boca. Mmm, sabe a París. Ni siquiera pudo tragar el primer bocado. Lo apartó de su lado y forzando una sonrisa se lo dio a él. -¿te lo terminas tú? Sintió náuseas y hubiera devuelto si hubiera tenido algo en el estómago. Volvió a recostarse encima de la manta como si fuera a quedarse así largo
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tiempo. Cogió la mano de su padre y con una vocecita casi inaudible susurró: -Papá gracias por el viaje. Sabía que había sido su manera de mostrarle París del que le había hablado tantas veces. Aún le hizo un último guiño divertido de complicidad. Después sólo le quedó una mirada extraviada, una tenue sonrisa y el cuerpo rígido. El le cerró los ojos. Bajó a su hija en brazos del vagón. La aposentó sobre el colchón usado que les había servido de cama durante los últimos meses en aquel depósito de trenes desahuciados. Pensó echarle una manta para que no cogiese frió aunque ya no hacía falta. La observó durante bastante rato deleitándose con aquel gesto tranquilo y feliz. No había podido pagar a los médicos cuando le hablaron de la enfermedad y de la estancia en un hospital. Pasaron el duro invierno en aquella galería subterránea, aislados del mundo exterior. A menudo no tenía nada para darle. A veces pedía en las calles y había días que le llevaba una sopa que calentaban con algo de leña que recogía en los bosques. Por las noches la arropaba y la atraía hacia él para darle aún más calor. Y se dormían los dos abrazados. Semanas antes había ido juntando las fotos de París. Las encontraba al hurgar en los contenedores de papel de las agencias de viaje. Las pegaba en las paredes y ventanas del compartimento de aquel vagón huérfano, fuera de servicio al que se subieron. Cada vez que ella se quedaba dormida cambiaba los lugares. Todos los rincones de la ciudad que a ella le hubiera gustado visitar. Ella se divertía haciendo ver que no lo sabía.
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Empezó a descolgar esas imágenes, en parte arrugadas, amarillentas, deshaciendo así para siempre el último sueño de su hija. Sólo volvió al tren para bajar a Iris y llevarla a su lado.
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Lluvia y arena Isabel Mª Rojas Herrera El calor se hacía más pastoso, más difícil aún de sobrellevar, casi no se podía digerir, ni resistir… El aire se hacía más irrespirable, la boca se secaba más, yo casi ya no tenía saliva y la humedad permanecía allí, instalada en mi cuerpo, tan pegada a él como el corpiño de los preciosos saris de vistosos colores que visten las mujeres de aquí… Nos adentrábamos en uno de los desiertos de mis sueños, en aquel mar de arena fina donde quisiera bucear hasta encontrar el agua del pasado de los tiempos… si no fuera por el miedo que me da… ¡Cómo puedo amarlo tanto y temerlo tanto al mismo tiempo! El desierto del Thar… plagado de ciudades doradas, azules, rosas… perdidas bajo la arena, escondidas en medio de oasis, surgidas de la nada, o de un cuento de Las Mil y una noches… Mágicos lugares donde compartir el cielo, con una taza de chai en las manos, oyendo contar historias de los dioses por boca de los lugareños con turbantes multicolores y alucinantes, al caer la tarde, cuando el naranja del sol se confunde con el rosa oro de las dunas… Y contemplar las estrellas… y esperar ver una fugaz para pedirle un deseo que por fin se cumpla… Llegamos a Jaisalmer, la ciudad dorada, encaramada en una colina de arenisca, recibiendo los reflejos dorados del sol… como queriendo quedarse para ella todos los rayos del astro, los pocos de aquella tarde de gris monzón… Y nos hicimos mil fotos, sonriendo, o a veces cerrando los ojos ante la cámara… y al fondo veíamos la ciudad, guiñando su arenisca silueta, saludándonos y diciéndonos “Namaste, namaste”… Eran las cinco y pico de la madrugada del día siguiente a nuestra llegada a la ciudad de cuento en el desierto: me caía de sueño, me asfixiaba de calor pero salí de mi habitación, no sin antes llamar a la puerta de mi joven vecino, con el que
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había quedado la noche anterior para ver la salida del sol pero el sueño lo había vencido más que a mí y no me contestó… Subí a la terraza y esperé que la aurora tocase la ciudad y la hiciera brillar con sus sedosos dedos dorados, pero aquel día estaba nublado y sólo se veían diminutas manchas rosáceas pintadas en el horizonte, al otro lado de la ciudad… Avecinaba lluvia, yo lo presentía en el olor, en el ambiente… y en algunas diminutas y esporádicas gotas de agua que cayeron… Eran ya las seis y volví a mi habitación, dejándome mecer en los brazos de Morfeo hasta la hora del desayuno… Salimos a las calles de la ciudad, bulliciosas, con sus havelis impresionantes y ahora desiertos, antiguos palacios habitados antaño por ricos príncipes con un harén de bellas mujeres, paredes con magníficos frescos de animales, dioses y diosas de colores estridentes, arrebatadores, casi hirientes a la vista, patios iluminados y multitud de celosías desde donde parece que aún nos observan miles de oscuros y bellos ojos… Por la tarde tomamos la carretera que nos lleva a las afueras de la ciudad… El cielo amenaza lluvia, puede que se cumplan mis previsiones de la mañana… pensé… pero el agua se resiste a caer… todavía… Llegamos a un resort, con jaima incluida… y yo me resisto a subir al camello, no sé por qué razón, seguramente por algún empecinamiento tonto de última hora, un miedo irracional y bobo… pero nuestro guía, Ra, me convence y me dice que tengo que ver el desierto del Thar, que me gustará, que no me lo pierda… y yo pienso que soy como una cría a la que necesitan convencer de algo ante su impulsiva inseguridad… y él mismo me ayuda a subir al camello, teniendo además el soporte de mi camellero… Soy la última de la fila, la más rezagada de los compañeros de viaje… que van delante, avanzados… Mi camellero me dice que si tomamos un atajo y yo me niego, ya que estoy aquí, sigamos el camino largo, le digo… Me he colocado un pañuelo a modo de turbante, pero no tengo un camellero beduino que
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me lo sujete con esmero, aunque este guía es un sol: me ayuda en todo, me dice cómo me siento, me sonríe… A lo lejos ya se divisan las dunas, moldeadas en el horizonte, como montañitas de azafrán, como montoncitos de canela en un bazar de especias… y yo le pregunto al chico si vamos allí, cómo se llaman aquellas flores liláceas que vemos en aquellos arbustos del camino, no paro de preguntar… La tarde va cayendo, lentamente, los colores se van oscureciendo… y de repente grandes goterones empiezan a caer, golpean mi rostro con fuerza, empañan mis gafas, me impiden la visibilidad… Me coloco como puedo el chubasquero pero dejo que las gotas choquen contra mi piel: me hacen daño, toco mi cara, mis pómulos, y las siento como alfileres punzantes… pero me gusta, jamás había sentido algo así: la lluvia en el desierto; nunca había notado frío aún de día en el desierto, era una sensación agradable, diferente, inusual… Le di mi pañuelo al camellero, que no tenía con qué cubrirse la cabeza… y empezamos a subir las dunas rojizas, ahora empapadas, montañas de arena mojada, gélida a la luz de un tenue sol, entre jirones de nubes negras… Llegamos a lo alto de aquella duna, descendí con ayuda del camellero y mis compañeros ya estaban allí, los unos por aquí, los otros por allá… Nos refugiamos al abrigo de unos arbustos… y llovía cada vez más… nos reíamos y nos mirábamos unos a otros, mojados como pollos… Y entonces Ra, de no sabía dónde, sacó una botella de ron y una coca-cola… aquello ya rozaba el surrealismo total, era casi un esperpento: aparecieron vasos de plástico en sus manos y en un pis pas estábamos tomando un cubalibre en el desierto bajo una lluvia monzónica increíble, que no cesaba, al contrario, aumentaba por instantes… aquello era de película, casi de obra de Ionescu… Brindamos, bebimos despacio el cubata, y un ratito más tarde subimos de nuevo a los camellos e iniciamos el lento camino de vuelta… Antes, por un momento, el tiempo parecía haberse detenido, incluso podría decirse que la tierra había dejado de moverse…
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Nadie decía nada, apenas se oían los sorbos que dábamos a aquel combinado… mientras cada uno de nosotros se perdía en sus más íntimos pensamientos, en sus más deseados sueños, en sus recónditas o visibles penas… allí, en aquel desierto de ensueño envuelto en agua… Desierto del Thar (Rajasthan, India)
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El viaje de una palabra Salvador Robles Miras La palabra se adentró en el autobús, recorrió el pasillo, de un extremo a otro, una, dos, tres veces, observando con todas sus letras el rostro de los ocupantes, y, finalmente, decidió colarse por la boca entreabierta de la persona cuyos ojos le inspiraron más confianza, la única de los tres viajeros lectores que leía con un lápiz en la mano. Albergaba la esperanza de que esta lectora, una mujer de edad indefinida y de mirada limpia, le devolviera el protagonismo perdido. Si una palabra no es pronunciada al menos de vez en cuando, pierde su razón de ser, se queda en un significante sin significado, en un significado sin significante, y ella, la palabra que había entrado en el autobús, llevaba demasiado tiempo en silencio forzoso. Al aire libre, la gente, con demasiadas prisas, sólo hablaba a gritos, cuando hablaba, y casi siempre a un aparato diminuto de luces chillonas. Y una palabra cuyas connotaciones remiten a lo más noble de la humanidad, requiere una articulación sosegada, sin gritos ni aspavientos, algo que cada día resultaba más difícil que sucediese en el guirigay que imperaba en las vías públicas de las grandes y medianas urbes (y, pronto, salvo milagro, también en las pequeñas), por eso se había animado a entrar en un autobús con un destino tan tentador: Capital, una villa de la que se hacían lenguas los adjetivos más sublimes del diccionario, por algo sería. Confiaba en que, dentro de un vehículo, sin posibilidad de escapatoria (al menos hasta la siguiente parada), los humanos, si la ocasión lo requería, no se avergonzaran de vocalizarla, a ella, a la palabra discriminada. En un objeto rodante, entre rostros desconocidos, los viajeros no corrían el riesgo de que la intelectualidad les clavase en el corazón de la autoestima alguna de sus envenenadas puyas. Sí, había sido una buena decisión la de montarse en este autobús. Por mucho que cavilaba, y llevaba años estrujándose las dos sílabas compuestas por sus seis letras y las seis letras que componían sus dos sílabas, no acertaba a comprender cómo
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ella, quizá una de las tres palabras más hermosas del idioma, se veía obligada a deambular por la Lengua como un vocablo clandestino o, ay, apestado. Sabía cómo y cuándo el desdén se había cebado con su significado, pero ignoraba la razón. El caso es que, decenios atrás, de la noche a la mañana, unos intelectuales de postín, acaso de pacotilla, de esos que pregonan a los cuatro vientos la maldad innata del hombre, empezaron a tildarla de empalagosa, después de engolada, más tarde de sensiblera y, como remate, de cursi. Con empalagosa, engolada y sensiblera le usurparon una parte de la reputación cosechada durante una larga siembra cuyo inicio se remontaba a la noche de los tiempos hablados; pero fue el epíteto cursi el que más daño le hizo. Cursi, como todos los buenos conversadores saben, es la gripe de los vocablos. Una gripe contagiosa que, para su curación, exige un remedio muy particular. Esto es lo que buscaba en el autobús con destino a Capital: el remedio al largo ostracismo que padecía. Un remedio que, dadas las circunstancias, sólo podría anidar en las cuerdas vocales de algún alma samaritana. ¿La lectora? Hacía unos minutos, la palabra habría respondido que sí sin vacilar, ahora se limitaba a encoger las sílabas, una manera de no decir ni sí ni no, sino todo lo contrario. Todavía quedaba un buen trecho de viaje, y si una mujer como la del lápiz, con la elegancia y la personalidad que irradiaba, la incluía a ella, a la palabra, en una frase dicha en público, seguro que provocaba una reacción en cadena. De la noche a la mañana había dejado de ser pronunciada, y de la noche a la mañana volvería a estar en boca de casi todos; la curación se transmite por los mismos derroteros que ha utilizado la enfermedad para propagarse. El bien y el mal nacen en la misma fuente, una fuente que mana sangre: el corazón del hombre. No sería la primera vez que en un autobús floreciese el germen de la revolución social. Y una revolución es lo que necesitaba con urgencia la palabra, tal era su estado de consunción. La actividad confiere vida al Verbo, la inactividad lo mata lenta e inexorablemente. El autobús, en movimiento desde hacía varios minutos, circulaba por una carretera bordeada de una exuberante
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vegetación, y la palabra seguía sin escuchar su humanitario sonido. Empezaba a dudar de las dotes comunicadoras de su anfitriona. ¿Y si era muda? Temía haber cometido una lamentable equivocación, y el reflejo suyo que había vislumbrado en los rasgos faciales de la mujer lectora se correspondiese más con sus deseos que con la realidad. La palabra, ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos, apeló al dios de las letras, el Alfabeto, para que, si no había errado el tiro al escoger a su anfitriona, dispusiera los hechos de tal manera que hicieran inevitable que la mujer la pronunciara a ella, o, como mal menor, a un sinónimo, no importa que fuese empalagoso. Si la lectora continuaba sin decir ni pío en los pocos kilómetros que faltaban para llegar a Capital, entonces la palabra perdería la fe en su capacidad para distinguir en los ojos humanos las auténticas huellas dactilares del alma. Y si no podía fiarse de lo que sus dos sílabas veían al otro lado de lo visible, en lo invisible, estaría irremisiblemente perdida, sin saber ni qué hacer ni a dónde ir para salvarse de la extinción. La mujer, mientras tanto, atraída por el bello paisaje que entraba en oleadas por la ventana del vehículo, había cerrado el libro. La palabra, en cuanto echó un vistazo a la portada del volumen, suspiró aliviada. El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez. Una mujer que leía o releía un libro así, no tendría ningún reparo en pronunciarla a ella, seguro que no. La palabra, reconciliada consigo misma al comprobar que había elegido a la persona idónea, invocó al bendito azar. Era lo único que necesitaba para que el corto viaje en kilómetros en el autobús, se convirtiese en la memoria en un viaje sin final. Pero el azar bendito parecía distraído, si es que viajaba en el autobús, porque, quién sabe, a lo peor se había quedado en tierra, hipnotizado por el embrujo del tiroriro de algún aparato móvil. Los minutos transcurrían y la mujer continuaba absorta en el panorama exterior, sin mostrar ningún interés por lo que ocurría dentro del vehículo.
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Éste se encontraba ya en la parte final del trayecto, y, a lo lejos, en el horizonte, se divisaba Capital. La palabra, dominada por la impaciencia, colgada de los labios de su anfitriona, se disponía a buscar otro Verbo más locuaz, cuando alguien profirió un grito estremecedor. El anciano que estaba sentado al otro lado del pasillo, a la altura de la mujer del libro, se había desplomado de repente, como si el emisario del más allá le hubiese propinado a traición el golpe de gracia. Ahora sí que no había nada que hacer. Las situaciones desesperadas favorecen la pronunciación de interjecciones, maldiciones y juramentos, no la de una palabra como ella. Y justo cuando iba a dar rienda suelta a los lamentos, sus dos sílabas y sus seis letras, haciendo causa común con su excelso significado, se volvieron contra ella. Abrumada, entonó el mea culpa por el amago de egoísmo y, al instante, adoptó el comportamiento que, otrora, la había convertido en una leyenda. Sus seis letras, todas a una, raudas, se concentraron en el bienestar del prójimo, como así lo denotaba y connotaba su significado universal. El hombre tenía toda la pinta de sufrir un infarto, los síntomas por desgracia eran inequívocos, y nadie en el autobús daba muestras de mantener la calma que propicia la adopción de las decisiones más atinadas. Bueno, alguien sí la mantenía. La calma y la determinación. Era la mujer lectora, quien, arrodillada, después de depositar una aspirina remojada en su propia saliva, la de ella, entre los labios del moribundo y de haber masajeado con energía el pecho de éste, se dedicaba a insuflar aire en los pulmones del anciano. El boca a boca, la aspirina y los masajes no sólo salvaron la vida al hombre, también le dejaron con una palabra en el extremo de la lengua. Con los ojos abiertos de par en par, fijos en su ángel salvador, el anciano renacido carraspeó para aclararse la garganta. Fue entonces cuando se produjo el momento tan anhelado por la singular protagonista de esta historia. -Gracias por su bondad, señora.
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-Mis labios han bebido la bondad en los suyos. -¿Detengo el autobús, y llamo a una ambulancia? –vociferó el chofer-. Hemos salido de la autopista, y ahora sí que puedo hacerlo. -No. Siga hasta el final –respondió la mujer del libro. Cinco minutos después, la palabra, henchida de orgullo, flotando en una nube formada por sus seis letras, antes de apearse del vehículo, aún tuvo tiempo de escuchar los sonidos maravillosos que pronunciaba una voz grave y profunda, como la de un cantante de ópera. Era la voz de un hombre calvo y con perilla, algo cargado de hombros, y cuya camisa, en los sobacos, presentaba un cerco de sudor, la huella del trabajo bien hecho. Atención, mucha atención, el conductor ha tomado la palabra, y qué palabra. -La bondad no es cursi. La bondad es la bondad. Una palabra que da la vida. Corran la voz, viajeros. Hemos llegado a nuestro destino: Capital. Gracias por viajar con “Transportes La Paciencia”. Capital. Ese también sería el destino de la palabra, para siempre.
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Italia en ‘siena’ Ricardo Martínez-Conde Decía el sutil don Álvaro Cunqueiro que una de las cosas que más placer le había proporcionado en su vida era el haber apreciado la utilización del color siena en la obra de Piero de la Francesca. Y la expresión, intimista y poética, semeja una metáfora que nos lleva a presentir, una vez más, que don Álvaro tenía razón. No solo por la alusión a la obra de este genial pintor, sino porque dicho color, a la percepción del viajero, ha adornado (y sigue adornando) buena parte de Italia. Lo que equivale a decir que pasear por algunas de las ciudades históricas de este país nos traslada (y evoca) una sensación de armonía tan serena como difícil de expresar. Paseando por Siena o Módena o Ferrara el cuadro del pintor es como si se trasladase al paisaje mundano, recreando un escenario emocionante, ordenado, intimista y culto “No es – ha expresado el profesor Giulio Lambetti- un color rojo, ni pardo, ni amarillo, ni gris, ni ámbar; no es naranja tostado ni ocre o como oro batido... y es todos ellos a la vez” Alguien, incluso, yendo un poco más allá, ha llegado a referirse a este color como “el divino color siena”. La segunda observación del viajero sería, acudiendo a la memoria y a la literatura, que, si la realidad en que vivimos (y actuamos) es el gran teatro del mundo, ¿no es verdad que el escenario importa por cuanto condiciona la labor del actor, su comportamiento y actuación? Y el primer escenario siempre ha sido la calle, no lo olvidemos. Un escenario que distingue y, acaso, dignifica. La tercera observación equivale, en realidad (o tiene su fundamento) en el periplo elegido para este viaje, y que ha comprendido desde Piacenza a Ravena, desde Perugia a Florencia (se ha de incluir, en este recorrido de más de 1600 kilómetros, la ruta de Pisa a Parma, esto es, el litoral Tirreno, más el gozo visual-vegetal de cruzar los Apeninos centrales hasta tocar las lindes del inmenso valle del Po, definidor en buena medida del paisaje norteño de Italia).
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Ello quiere decir que he tenido ocasión de visitar los escenarios más armoniosos y majestuosos que ha generado la mano (y la sensibilidad) del hombre: La arquitectura renacentista. Un escenario que ha venido perdurando en el tiempo desde hace más de seis siglos y que pervive todavía, asumido por sus habitantes. Si yo, viajero, hubiera tenido oportunidad de vivir (de actuar) influenciado por unos escenarios así, si fuese el heredero de distintas generaciones de hombres y mujeres que han desarrollado las actividades de su vida en este paisaje natural y urbano, necesariamente –a buen seguro- habría de responder a unas características determinadas: sentido de armonía, capacidad estética, sensibilidad… Una forma de educación elevada. Y tal ha sido mi percepción: aquí he encontrado gente cordial, de gesto amistoso y gusto probado por el uso del color, algo que se pone de manifiesto incluso en la vestimenta; también gente de grato comportamiento social a pesar de las duras circunstancias por las que están atravesando (quiero creer, incluso, que quien sigue usando preferentemente la bicicleta como medio para desplazarse por la ciudad no podría ser de otro tenor: amable y cortés) He observado un campo cultivado (y cuidado) hasta el menor retazo. Unas vías de comunicación bien trazadas sobre las que fluye el tráfico con suficiente soltura. Una población que sigue haciendo uso de un lenguaje educado como un don y, sobre todo, una herencia patrimonial, artística, que ha servido para definir, tantas veces, la belleza, lo sublime. Piero de la Francesca y Arezzo, Giotto y la sobriedad de Asís. La vaga decadencia, hermosísima, de Venecia (he empezado a pensar que Venezia, escrito con ‘z’, le sienta mejor a ese paisaje melancólico). La discreta tranquilidad de Piacenza y la luminosa acogida de las cúpulas en el interior de San Vitale, en Ravena. La cordura estética de Pisa y la prestancia, en tantas ocasiones recatada, de Florencia…Y también el horizonte, tan abierto, de la Naturaleza. La extensa masa boscosa de los Apeninos, ya próximos a Parma. La llanura
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feraz, con perspectivas pictóricas, de las llanuras del Po. Las humanizadas colinas de la Toscana y la Umbría. No creo que haya viajero que, habiendo ido (e intentado vivir con la curiosidad y los sentidos) esta parte de Italia pueda decir –y, sobre todo, pensar- que sigue siendo el mismo a su regreso. Me resisto a entender que un viajero que lo sea de verdad, comedido en el gesto y humilde en la percepción, pueda decir que algo no ha despertado (o nacido) en él después de un viaje así. Y no hay por qué aludir únicamente a los grandes escenarios, no. Con que sólo haya reparado en el enclave bizantino (germen de la primera Venecia) de la isla de Torcello, con que se haya detenido en el silencio expresivo de alguno de los colores nuevos que exhibe Burano… Con que haya meditado, aunque solo fuese un momento, en alguna de las expresivas y rubicundas figuras que adornan la fuente sita en la parte alta de la Piazza del Campo, en Siena, o haya advertido, con una sonrisa, el humor del arquitecto que ha colocado ese fuste quebrado en el ábside de la catedral de Arezzo, habrá motivo suficiente para decirse que algo ha cambiado en su percepción, que algo ha visto, distinto y mejor, y le ha aportado felicidad. ¿Cómo ignorar esa luz de oración que llena el aire en la tumba de Gala Placidia, en Ravena, o el desnudo (no solo humano) que impregna al observador cuando repara en una de las capillas laterales dentro de la iglesia del Santi Spirito, en Florencia, y observa el cristo crucificado de Miguel Ángel? El valor de la soledad (ese rasgo definitorio del atribulado hombre de hoy) necesariamente habrá de cambiar si el viajero se deja nutrir por ese escenario pétreo y proporcionado de los pueblos de la Toscana, todos ellos al amparo de una torre de iglesia, de un castillo, de unas murallas. Todos ellos definidos por ese color milagroso que tiene algo de rara inspiración espiritual, de trascendencia significativa. Las ciudades, es cierto, han sido hechas a la medida del poder, pero también a la medida del ciudadano, lo cual queda reflejado en el sinnúmero de plazas y plazuelas que son una
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invitación implícita al diálogo, a la charla, a la función de vivir en comunidad. Rememoran, a buen seguro, el ágora –he ahí, tal vez, la herencia arquitectónica de las logias- donde el hombre se complementa, por la palabra, en la compañía de los otros hombres, donde se valoran los dones – o desasistencia- del cielo por el clima. Y cabe decir que en el paseo demorado por esas calles y plazas, el caminante observador acaso llegue a preguntarse, ¿Por qué les preocupaba tanto la forma de medir el tiempo? (tal vez el Tiempo, con mayúscula) Recordé, por un momento, de un viaje anterior, la fachada de una iglesia en Ragusa: aquel dibujo frío, de línea firme, diseñado con perfecta geometría sobre la fachada oro viejo del templo, donde me quedé absorto pensando en el porqué de tan aparente reloj casi solar (no estoy seguro de ello), emitiendo su ecuánime dictado, exponiendo su cualidad medidora. Una decoración añadida llena de función temporal Ahora, en Piacenza y Módena, en Florencia y en Perugia, de nuevo me topo en algunas fachadas, ya sean civiles o religiosas, con esa imagen de un diseño –todos distintos y muy elocuentemente evocadores- medidor del tiempo. De nuevo la reiteración de esa imagen grande, muda, plana, redondeada o dibujada en ángulos, impresa claramente en el frontal del Palazzo Ducale o el Duomo; ese trazo grueso, algo más denso de color, definitorio. Con evidente voluntad –así parece- expresiva, informativa, como diciendo al caminante, al curioso: pregúntame, solicita de mí la medida del tiempo y yo te informaré, ¡ay!, de la medición numeral de ese tiempo, más también, explícitamente, espiritualmente, la medición de ti mismo, el paisaje ignorado de tu transición, de tu condición perecedera (Uccello llegaría a pintar un reloj casi perfecto, casi viejo, en un lateral de la santa Croce, en Florencia, cuya vigencia, hoy, semeja eterna) Ojalá, en fin, vea el lector en este texto -en estas curiosidades volanderas, en estas ‘afinidades electivas’ – la comunidad implícita con el lugar que, siempre lo he pensado,
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es (o ha de ser) una de las condiciones necesarias del viajero: dar libertad a la sorpresa, a la curiosidad. Ser humilde en la deducci贸n, transigente con lo desconocido, distinguido en la cortes铆a. El viaje, todo viaje, es una renovaci贸n. Eso lo reitero (me lo reitero) en cada ocasi贸n, en cada lugar que visito.
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Visitando el eje cafetero Humberto Hincapié Indiscutiblemente, si las personas que crearon y difundieron los mitos y leyendas sobre la creación del mundo, hubiesen vivido en épocas más recientes, no cabe duda que hubiesen dicho que el paraíso terrenal estaría ubicado en Colombia en la región conocida como “El eje cafetero”. El visitante queda deslumbrado por la belleza de esta tierra donde, a mediados del siglo diecinueve, colonos provenientes del departamento de Antioquia, más conocidos como “Paisas” se aventuraron a abrir los bosques húmedos de la región andina central del país y fundar pueblos en las tierras que hoy forman los departamentos de Caldas, Risaralda, Quindío y norte del Valle. El legado cultural que estos colonos dejaron en esta región es extraordinario con su arquitectura, cocina, música, literatura y bailes y su enorme capacidad de trabajo para desarrollar y convertir esta región, no sólo en una de las zonas más hermosas de Colombia con grandes atracciones turísticas, sino una de las regiones más ricas, ya que esta región es conocida como “El eje cafetero”, epicentro de la industria donde se produce el mejor café del mundo y una de las mayores generadoras de las divisas que le entran al país. Nuestro viaje empezó un viernes en la ciudad de Cali, capital del departamento del Valle. Después de recorrer aproximadamente 170 kilómetros por las fértiles tierras planas del valle con su monocultivo de caña de azúcar, pasamos por el sitio conocido como “La Uribe” y empezamos a recorrer una carretera que asciende constantemente, con suaves ondulaciones y un paisaje bucólico de colinas y guaduales que son la antesala de nuestro destino, el Parque Nacional del Café. En la medida que avanzamos, empiezan a aparecer los cultivos de café, plátanos, yuca, plantaciones de flores y frutas y las hermosas casas fincas de los campesinos paisas con sus vivos colores, zócalos decorados y corredores con jardines colgantes que son un canto a la vida campesina.
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Después de tres horas y media de viaje llegamos al parque localizado en el municipio de Montenegro, más exactamente en el corregimiento de Pueblo Tapao. El pueblo es un hervidero de campesinos que venden toda clase de comida y artesanías propias de la región y miles de turistas regateando precios. A la entrada al parque nos recibe una torre de 22 metros de altura desde la cual se divisa el valle del Quindío en todo su esplendor. A la distancia se puede ver Armenia, la capital del departamento. El parque tiene como objetivo preservar el patrimonio cultural e histórico del café en Colombia, la promoción de actividades culturales, recreativas, ecológicas y el impulso turístico de la región. El parque está dividido en dos áreas, en la primera, localizada en la parte alta del parque, tenemos una réplica de 1928 de la Plaza de Bolívar de Armenia y quince casas quindianas con las que se rescató el patrimonio arquitectónico paisa y en las cuales están localizadas el museo del café y la zona de atención a los turistas con cafeterías y restaurantes. Luego se inicia un descenso por un hermoso camino que nos conduce a diferentes atracciones. Primero encontramos seis sepulturas de la cultura indígena Quimbaya, luego encontramos testimonios de cómo se inició la producción cafetera con trilladoras, moledoras, tostadoras y otras máquinas que fueron restauradas, luego encontramos otra zona que nos muestra las diferentes etapas del crecimiento de la planta del café. Atractivas chicas en vestidos campesinos nos dan una muy buena explicación tanto de las máquinas como del desarrollo del café. Continuando el descenso, el camino es bordeado por las diferentes variedades de café que se producen en Colombia y una enorme cantidad de plantas florales tales como orquídeas, heliconias, begonias y helechos que son visitados por una enorme variedad de pájaros entre ellos los colibríes, todo esto un regalo espectacular a los ojos de los visitantes. Al bajar la siguiente curva, nos encontramos con los mitos y leyendas de la cultura campesina de Colombia. Allí están el Mohán, la Llorona, la Patasola, la Madremonte, el Duende y muchos más con placas que nos cuentan su historia y región
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de origen del mito. Finalmente llegamos al lago de las fábulas dedicado a los personajes salidos de la pluma incomparable del escritor costumbrista y fabulista Rafael Pombo. Para deleite de los niños, allí encontramos a Rin-Rin renacuajo, Simón el bobito, La pobre viejecita y muchos más. Este lago tiene como telón de fondo unos hermosos guaduales que nos recuerdan al compositor Jorge Villamil y su muy famosa canción del mismo nombre. Al llegar a la parte plana del parque nos encontramos con una gran variedad de atracciones mecánicas que hacen el deleite de niños, jóvenes y viejos. Hay un total de veinticinco aparatos, entre ellos la montaña rusa más grande de Latinoamérica, caída vertical, carros chocones, pista de karts, juegos de agua y canales de aguas turbulentas para los botes. Además se encuentran caminos para hacer cabalgatas y un tren de vapor verdadero que transporta a los turistas entre las diferentes atracciones. Restaurantes de comida típica paisa satisfacen al más exigente con un menú que ofrece bandeja paisa, frijoles con chicharrón, sancocho de gallina, mondongo, agua panela con queso y mazamorra. Después de disfrutar de todas las facilidades, el regreso se hace en las góndolas del teleférico que nos evitan la fuerte subida y nos llevan a la entrada del parque. Allí tomamos nuevamente nuestra buseta que nos conduce a la “Estrella del Quindío” una agradable y cómoda finca campesina convertida en hotel, con todas las comodidades modernas y excelente atención de sus dueños y personal. Después de gozar de la piscina por un buen rato y una buena cena campesina nos retiramos a dormir arrullados por los grillos y animales del campo. Al sábado, después del desayuno viajamos para “Panaca”, el parque temático agropecuario. Localizado en el municipio de Quimbaya, este parque es de un gran valor cultural, porque es un sitio de interacción entre el visitante y los animales de granja que residen aquí. Es un gran espacio con ocho estaciones, más de 4500 animales domésticos y espectaculares exhibiciones, que permite a los turistas tocar,
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acariciar y alimentar animales y sus diferentes variedades de todo el mundo, tales como gatos, perros, gallinas, conejos, ovejas y carneros, cerdos, palomas, ganado vacuno y caballar. Las caminatas son largas, pero se tiene la satisfacción de pasar un día inolvidable especialmente para los niños que tienen una experiencia educativa sin igual. En la tarde hacemos el camino de regreso, llegamos a nuestra finca hotel y después de la cena dormimos como lirones para descansar y prepararnos para nuestra siguiente aventura. Al domingo nos ponemos en camino para los termales de Santa Rosa de Cabal. Desde Montenegro viajamos por una excelente carretera bordeada de un paisaje de ensueño. Las ondulaciones del camino, los plantíos de café, plátanos, frutales y los eternos guaduales aquí y allá forman un paisaje que es único en el mundo, es todo aquello hermoso y bueno que tiene Colombia y que le ofrece al mundo en forma del mejor café que se conoce. Al aproximarnos a Pereira, la capital del departamento de Risaralda, tomamos una autopista que nos pasa por un lado de la ciudad y nos lleva al famoso viaducto, un sensacional puente colgante de 300 metros de altura y 700 metros de largo total con una luz principal de 211 metros. Luego pasamos el municipio de Dosquebradas y empezamos a subir hacia Santa Rosa por una carretera como muy pocas hay en el mundo. Al dejar Dosquebradas la carretera deja el terreno y se eleva en un diseño helicoidal sostenido por pilares de concreto hasta el sitio llamado “El Boquerón”. Desde allí desciende hasta Santa Rosa, ciudad donde paramos un rato a descansar en el famoso parque de las araucarias y visitar la iglesia de Nuestra Señora de las Victorias, también llamada “Basílica Menor”, título conferido por La Santa Sede. Esta iglesia es un gran atractivo turístico por sus capiteles tallados en estilo Gótico, toda su estructura recubierta en maderas finas y el vitral que es el segundo más grande de Suramérica. Luego seguimos hasta encontrar los termales. Desde el sitio donde dejamos los carros, se toma un camino muy bien hecho que asciende constantemente por unos 500 metros
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hasta encontrar este maravilloso sitio. Modernos edificios con alojamiento y comederos, una serie de piscinas de aguas termales y una cascada de unos sesenta metros de altura de agua fría. La vista de este conjunto recreativo es espectacular. Después de disfrutar las aguas termales, emprendemos el camino de regreso. Hacemos una parada para comer en una simpática finca, convertida en restaurante y luego retomamos nuestro viaje a la ciudad de Cali, que nos toma cuatro horas. Toda esta zona, conocida como el eje cafetero de Colombia, es un canto a la vida y un ejemplo al mundo de cómo se puede combinar la actividad económica y el turismo ecológico. Allí se ha logrado desarrollar a la perfección esa simbiosis del viaje responsable a áreas naturales que conservan el ambiente y mejoran el bienestar de la población.
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Rostros y voces en Valparaíso Rafael Restaino “Existen ciudades abiertas, ciudades amuralladas, Ciudades alegres, ciudades tristes, ciudades voladoras…” Rafael Sedda Existen lugares que exaltan de inmediato la imaginación. En Valparaíso, ciudad voladora, lo primero que sentí es que el hombre debía tener alas y no pies. Es que en esta ciudad de escaleras se lleva el día y la noche a cuestas como se lleva una guitarra o una cruz. Sentí, además, apenas llegué, lo difícil de abarcar esta ciudad tan pintoresca en una cuantas recorridas o en unas cuantas miradas. Es que en este lugar el paisaje se descubre frente a nosotros, nos mira y nos rodea y nos envuelve y nos despierta, y nos separa, y nos habita. Nos convierte en paisaje absurdo de lo inabarcable. Es que en Valparaíso además de ese increíble mar que se mete por todos lados, de sus habitados y coloridos cerros, de sus originales ascensores que buscan suplantar los pies por alas; de los sabrosos platos marinos y de los otros, de esa casa mágica del gran Pablo Neruda; existen, están presentes por todas partes, los rostros y las voces de sus habitantes. En Valparaíso un niño, una muchacha, un pescador, un anciano tiene algo que decir o con la palabra o con el gesto. Es que todo habitante de este lugar, desde la edad más tierna, ha visto y ha oído mucho más que otros habitantes del mundo porque camina entre nubes. II En las zigzagueantes calles que llevan de manera errática a los poblados cerros es posible encontrarse como si tal cosa con un poeta, un muralista, un pescador, un titiritero, una
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muchacha exótica, o un niño con un globo en la mano. Lo magnífico es que todos ellos tienen historias para contar porque han visto desde lo alto de un techo, de un cerro, otras lunas, otras estrellas, otros soles. Han visto desde alguna abertura o desde alguna rendija de vida ese mar que los rodea desde siempre y han escuchado relatos de violentos terremotos, de monstruos marinos, de ataques de piratas, de personajes extraños, de nubes vestidas de cristal que caminan lentas por las calles, trepando cansadas por los cerros. Sin ir más lejos Martín Rey, poeta inédito, me cuenta de un tirón, mientras bebemos cerveza negra y comemos mariscos como si fueran caramelos, que la poesía es un gesto, un paisaje, los ojos de una muchacha, un día de invierno en Valparaíso donde arde y se apaga la melancolía en que entra la ciudad; y como si todo eso fuera poco, me confirma con énfasis que la poesía de Pablo Neruda sigue estando viva, más viva que nunca; mucho más viva que la de Vicente Huidobro, la de Pablo de Rokha o la de Gabriela Mistral. Y recitó para probarlo, con esa inconfundible tonada chilena, los versos transparentes del Gran Capitán. III Valparaíso tiene como pocos lugares en el mundo un museo a cielo abierto. Sus ascensores, sus calles o sus casas de diversos estilos y diversos materiales entre los cuales la chapa común y silvestre ocupa un lugar de privilegio. Todo ello es un museo a cielo abierto, pero lo que hace que sea un auténtico museo son los murales que se encuentran desparramados sobre todo por la calle Alemania, la calle que lleva casi sin quererlo a La Sebastiana. En uno de esos paseos me encontré con Pedro Membel, joven estudiante de artes visuales, quien de manera sencilla y lleno de amabilidad, como si un hijo le hablara a su padre después de saber lo difícil que es ser buen padre, que la declaración de patrimonio de la humanidad que obtuvo Valparaíso permitió entre otros cosas embellecerla o al menos intentarlo. Me explicó con lujo de detalles quienes son esos muralistas,
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quien de ellos es el considerado el mejor, los materiales que se utilizan, el beneplácito de los vecinos para dejar el espacio de una pared, un portón, o un tapial para que sea utilizado como una gigantesca tela. Él mismo para demostrármelo me enseñó su trabajo y me desasnó diciéndome que esas figuras desgarradas sobre un portón de doble hoja son los cerros y las nubes alzándose como si fueran serpientes que disputan un cuerpo que es su cuerpo y que en una mano tiene los pinceles dispuestos a hacerlos vibrar y en la otra una trompeta para sacarle cuando lo disponga los sonidos del amor y de la vida. Sin duda se requiere imaginación para interpretar esa profundidad, pero se requiere algo más: haber nacido en un lugar donde son necesarias las alas. IV Uno no conoce del todo Valparaíso si no navega su mar. Gracias a la disposición de unos amigos pude hacer esa jornada decisiva que me permitió ver desde un ángulo diferente la forma de herradura que tiene esta gigantesca bahía. Es un anfiteatro con un público permanente, pero no un público-espectador. Es un público-hacedor, un públicoconstructor, un público-movimiento. En movimiento permanente. El capitán de la pequeña embarcación después de los saludos y algunos chistes referente a mi condición de argentino fue haciendo de guía y señalaba como buen conocedor los nombres de los cerros, las características y pertenencias de algunas casas. El recorrido se inició en la Caleta El Membrillo, donde me presentó con gran bonhomía a sus amigos pescadores. Hay que ver esos rostros. No pude dejar de pensar en Van Gogh cuando dijo que prefería pintar rostros humanos, porque en ellos había más belleza que en las catedrales. Este capitán, Don Centurión, como lo llamaban mis amigos se detuvo particularmente en la parte que se encuentran los recintos portuarios y me explicó el bombardeo que sufrió ese lugar en 1866 por medio de la armada española. Ante la
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pregunta ¿por qué sucedió un hecho semejante? Me detalló la historia que es siempre la misma: diversos intereses en juego. Luego, con la paciencia de un maestro de escuela, me describió el lugar de cada uno de los ascensores, cuyos nombres en ese momento no pude retener, pero si el nombre del magnífico Palacio Baburizza, perteneciente al empresario salitrero, el croata Pascual Baburizza. Un edificio llamativo de estilo Art Nouveau donde destacan su juego de volúmenes en torno a un torreón central y el esplendoroso detalle de su decorado exterior. Me dice que allí actualmente alberga el Museo de Bellas Artes, donde se exhibe una valiosa colección de pinturas que datan del siglo XIX. Me hace comprometer, podríamos decir, juramentar que lo visitaré. Desde esa lancha, lugar de privilegio, diviso el Cerro Alegre, donde me encuentro alojado, el Cerro Panteón, el Cerro Loma, el Cerro Bella Vista, el Cerro Florida, el Cerro Mariposa, el Cerro Monjas, el Cerro La Cruz, el Cerro Merced, el Cerro Lechero y recibo la cuidadosa explicación del porqué de esos nombres. Al regreso de esa pequeña travesía este jovial Capitán destapó una botella de vino tinto de buena cepa chilena y después de llenarnos los vasos y de brindar por la vida y la muerte, comenzó a relatarnos las peripecias sufridas en sus constantes viajes a la Isla de Pascua. V Después de llevar adelante la ineludible visita a la Sebastiana, esa maquillada casa de Pablo Neruda y Matilde Urrutia, detuve mi andar para hacer posible la reflexión en la Plaza de los Poetas, que está a menos de una cuadra de la afamada vivienda. Allí se encuentran rígidos y en bronce el mismo Neruda, su archienemigo en la poesía Vicente Huidobro, y la gigantesca Gabriela Mistral. Detenerse en cualquier lugar de Valparaíso es mirar y ver algo: casas, calles, vapores, escombros, árboles y gente, la maravillosa gente de esta ciudad que pasa cansina por faltarles las alas
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que se requieren en esta ciudad. Este lugar en el que me detuve no es diferente a cualquier otro de esta ciudad. Recuerdo que miré y vi a un costado de la plazoleta, vestido de ropa negra algo desteñida, un titiritero. Estaba sentado sobre una vieja valija. A su lado convergían inalterables una mariposa de alas gigantescas, un perro con resortes en vez de patas, un gato famélico, un automóvil muy cómico y otros elementos que no me atrevo a definir. Seguramente, me vio solo o me sintió solo este artista callejero, y entonces sin que se lo pidiera comenzó a darle vida a cada uno de esos animales de papel y alambre con música de Bach y de Vivaldi. Me obligó de alguna manera a darle de comer al saltarín perro, a sonreírme con el dislocado automóvil e hizo diversos trucos con otros elementos. Al ver que estaba faltando algo, como un Dios o algo parecido, le dio vida a la mariposa. La misma voló sobre los hombros del estático Huidobro, se asustó ante la adultez del rostro de la gran Mistral, y luego, blandamente, dulcemente, se posó sobre mi hombro y caminó mi estructura como si fuera una muchacha enamorada. En ese momento miré y vi la sonrisa de este personaje, de este titiritero, que se instaló cómoda, pero muy cómoda en mi corazón. VI Angelina es artista plástica y estaba por esos días preparando su primera exposición de marinas realizadas en acuarelas y oleos. Vestía como una hippie de los años sesenta, pero su rostro es bien siglo XXI. Yo le comenté mi estadía en Mendoza, el conflictivo viaje que padecí al cruzar Los Andes y exageré el argumento de una novela que estaba escribiendo. Ella me mostró una foto de un barquito de pescadores lleno de pájaros y me dijo que era un cuadro suyo y que tenía fecha para una exposición individual en un Centro Cultural que se había abierto hacía unos días en la calle Almirante Montt. Se trataba de un abandonado garaje reacondicionado como galería, un lugar que tuve la oportunidad de conocer una tarde en que jugué a perderme.
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Angelina me invitó con un gesto a salir a la azotea para poder fumar tranquila. Desde ese lugar pude observar maravillado el titilar de los cerros, una danza que me hizo pensar en esos amores secretos. Estuve tentado a comunicarle mi pensamiento. Pero ella estaba excitada con su futura muestra. Y hablaba. Me habló de pintores y de música y músicos y del actual teatro en Chile. Ama profundamente al pintor Francisco Corcuera, adora la música brasilera, tiene pasión por el tango cantado por Cigala; y según sus propias palabras prefiere el vino argentino al vino chileno; y es amiga de la actriz Eugenia del Soler. Estos personajes como Angelina son fáciles de encontrar en la noche de Valparaíso. En cualquiera de estos bares o restaurantes que abundan y están ubicados, generalmente, en los cerros Concepción o Alegre, se encuentran bebiendo, o hablando sobre arte y política. A Angelina, que habla un español con giros chilenos (a pesar de que es italiana) que no me caían muy cómodo a mis oídos, la conocí en el Bar El Mito, una noche de lluvia y de viento de esos que suelen azotar a esta ensenada. Me la presentó el dueño del Bar y la convidé con una copa de vino de la casa. Desde esa noche la supe encontrar en diversas oportunidades. En una de esas noches –no recuerdo bien si fue la última- le pedí que me hablara de su amiga la gran actriz. Dejó de inmediato la pose de l´enfant terrible para hablarme con sumo cuidado y respeto. Una copa de vino y saber escuchar hizo que tuviera un conocimiento muy firme de lo que fue el golpe de estado liderado por Pinochet en Valparaíso. Supe como los artistas fueron detenidos, torturados, encarcelados y como gran parte de ellos tuvieron que exiliarse como el caso de la actriz Eugenia del Soler, gran amiga de Víctor Jara. Supe detalles que dificultosamente se encuentren en los libros de historia sobre la forma vergonzante que actuaron los milicos en Chile y supe de los dolores, del sufrimiento de cientos y cientos de chilenos que tuvieron que dejar el país. En algunos casos como esta actriz, cuyo único pecado no fue otro que ser amiga de ese artista integral que fue Víctor Jara.
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Y supe, por la misma Angelina -algo que ya sabía-, pero que en ese momento tomó su máxima magnitud, que ese “maldito golpe militar destrozó dos o tres generaciones”. VII Fresca es amiga de Angelina y viste de igual manera. Es chilena por donde se la mire, sobre todo, en esa forma tan particular de la boca. Es desprolija en su peinado y en su vestir, pero si uno presta atención se puede observar que hay peluquería de estilo para desparramar esos cabellos castaños que le caen sobre sus hombros y que las prendas son de marcas muy conocidas. Ella siente, en esa noche tan especial, que el clima está tenso por los rostros adustos que teníamos. No puede ser de otra manera cuando se habla de una dictadura asesina. Quiso romper ese clima y lo consiguió, preguntándonos: - ¿Ustedes saben que la energía del Himalaya se trasladó a la Cordillera de Los Andes? Una pregunta semejante requiere la inmediata atención. Es imposible no contestarle y al hacerlo se viene esa andanada de palabras que suelen largar los locos o los fundamentalistas. Como siempre alguien le contestó y es así como me encontré escuchando que la tierra mueve todo el sistema cada 26 mil años y que ahora está confirmado científicamente que se ha movido 10 centímetros de su eje y que esa es la causa por la cual la energía que pasaba antes por los Himalayas, pasa ahora por la Cordillera de los Andes, cuyos picos hacen de antenaje, generando una elevación de frecuencias en quienes están en el entorno, los que adquieren mayor claridad mental y espiritual. Y siempre hay alguien que no tiene buen tino y preguntó: - ¿En que te basas para afirmar tan alegremente esa teoría? Fue como darle un pase exacto para que meta el gol. Fresa sonríe, es como si la estuviera viendo y sintiendo, y dice lo
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que ha leído y repetido en numerosas ocasiones: “en las profecías mayas, hopi, incas, aztecas…” Y hablará Fresca, hablará y hablará, aún debe estar hablando. Yo suelo retirarme de esas tenidas, sobre todo, cuando sospecho lo imposible de volver a ese punto tan singular, tan concreto de la historia de nuestra América: los golpes de estado. Punto central de nuestra historia latinoamericana que nos ayuda a conocer y conocernos. VIII Valparaíso ha sido declarado Patrimonio de la Humanidad. Tengo entendido por la pintora Angelina que esa designación se debió en gran parte a los ascensores, únicos en el mundo y de tanta antigüedad. Antes de marcharme hacia San Pedro de Atacama y luego pasar por el Salar de Uyuni, decido dedicarle un día entero a recorrerlos. Son quince en total: Artillería, Barón, concepción, Peral, Espíritu Santo, Florida, Larrain, Mariposas, Monjas, Polanco, Reina Victoria, San Agustín, Villaseca. Puedo detenerme en la información que está desparramada en mi mesa de trabajo y decir con exactitud cuál son las estaciones altas y las estaciones bajas, el recorrido que realizan, el nombre que tienen todos los funiculares de dónde provienen, el tipo de maquinarias, procedencias de cada uno de ellos y otros detalles. Pero me detengo egoísta en sólo dos aspectos: 1.- La defraudación al encontrarme con que la mayoría de estos ascensores no funcionaban. 2.- En uno de los pocos ascensores que funcionaban me tocó compartirlo con un chileno muy embriagado, quien me miró de arriba y abajo para preguntarme: - ¿Turista? De manera escueta le contesté:
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- ¡Sí! Apuntándome con el dedo índice como si fuera un revólver, interrogó: - ¿Argentino? Le dije con cierto desgano: - ¡Sí! Me miró con una sonrisa y me contestó con un poco de esfuerzo (se le trababa la lengua) haciendo un gesto grandilocuente señalando los cerros: - Es como estar metido en una acuarela saturada de colores ¿o no? IX La gastronomía en Valparaíso se parece a Valparaíso. Se parece a su mar, a sus calles, a sus cerros, a su gente por sobre todo. Es exuberante, artificiosa, desprolija, original, llena de colores, de olores y de gustos. Me animo por experiencia propia a dividirla en dos. La gastronomía elaborada de los restaurantes que se encuentran en los cerros, lugar donde uno se anima a degustar sin miedo, un plato de cebiche con langosta, jaiba, erizos, cocidos sólo con jugo de limón o pedir una de esas ensaladas donde se encuentran las fuerzas mismas de la naturaleza. Esas ensaladas elaboradas con tomate, cebolla, ají, cilantro y trocitos de pulpo o de mariscos. No sólo tuve la oportunidad de deglutir algunos de esos platos artísticamente preparados, sino que gracias a mi amigo Favio probé un vino Sauvignon Blanc de Anayna, cuya sensación fragante hizo que con gestos estentóreos declarara a ese amigo, hermano de la vida.
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La otra gastronomía se encuentra en la zona del puerto. En esa zona donde es posible el olor a mercado, donde los colectivos se enloquecen y las prostitutas envejecidas, y los buscavidas de todo tipo siguen luchando por su plato de comida. En este lugar los platos son exuberantes, llenos de calorías. En ellos está presente en su totalidad la esencia del pueblo chileno. Aquí están, en un todo, el hombre y la mujer de Valparaíso. En ese chupé de loco, que no es otra cosa que un guiso caliente compuesto por locos molidos, pan rallado y aderezos; en ese bife a lo pobre; en ese llamado jardín de mariscos donde se localiza esos preciados tesoros ofrecidos por el mar; en esa chorrillana, compuesta de papas fritas pobre la que se coloca cebollas fritas, huevos revueltos, carne picada y chorizos; en ese mariscal con mariscos se descubre la auténtica sonrisa del hombre y de la mujer de esta región. X Una mañana por la calle Bella Vista iba un niño con un globo rojo. Me miró con sonrisa de sandía y me dijo sin titubear: - Te regalo mi globo para que veas desde arriba… todo Valparaíso. (Viaje realizado en enero de 2010)
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Falso Caribe José María Cepeda Dijiste: “Iré a otra ciudad, iré a otro mar. Otra ciudad ha de hallarse mejor que ésta. Todo esfuerzo mío es una condena escrita. Nuevas tierras no hallarás, no hallarás otros mares. La ciudad te seguirá. Vagarás por las mismas calles. Y en los mismos barrios te harás viejo y en estas mismas casas encanecerás.” Constantino Cavafis Cuando uno viaja por el mundo con el único propósito, no confesado ni siquiera a sí mismo, de regresar a los colores, aromas y sabores de la infancia perdida, cualquier cosa puede suceder, o ninguna. En todo caso, si se pone empeño, una tienda anticuada con los estantes semivacíos, un bar con lo sillones de skai de los 60, incluso un soplo intempestivo de aire en cualquier esquina marítima que nos trae un olor salino puede cumplir nuestro propósito. Siempre incompleto, siempre diferente y distante como un horizonte que más huye de uno cuanto más se acerca. Voy caminando por las calles de La Habana Vieja. Es de noche, bastante tarde y, además, es temporada baja. En estos instantes, la testa del Gran Caimán parece haber concedido una pausa a su trajín diario, un descanso a sus neuronas enfebrecidas por el sol de la primavera tardía. Una especie de húmeda languidez, ritmo de olas crecientes y cataratas de espuma en el Malecón, va invadiendo mi cuerpo al tiempo que voy adquiriendo la extraña conciencia de que los buscavidas, jineteras, vendedores de puros y demás fauna urbana que rellena el espacio en blanco de sus días en los
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alrededores de mapa urbano.
Obispo y Mercaderes han desaparecido del
Tampoco están los vendedores de libros viejos (¿hay libros nuevos en Cuba?) de la Plaza de Armas ni los soneros ambulantes de guayabera y maracas, ni los conductores de cocotaxis, ni las santeras negras ataviadas de blanco de los pies a la cabeza. Es la hora del silencio, un silencio punteado de lejanos sonidos, pues siempre hay en algún recodo del camino una puerta entreabierta de un bar a medio cerrar del que sale música suave de son o intempestiva de salsa. Pero el telón sonoro de La Habana matinal, los pregones, los gritos de los niños que juegan al béisbol en calles encharcadas o intentan elevar cometas en los descampados, los chirridos de los frenos de los viejos chevrolets, los silbidos de los ociosos a las mulatonas que pasan meneando su opulento trasero, ha sido corrido y la representación teatral engullida por la oscuridad. A la luz tan tenue que proporcionan las escasas farolas, difusa luz amarillenta que refracta sobre la gris piedra caliza de la que están construidos los palacios coloniales (viejos patios con arcadas y palmeras reales), el transcurso de mi sombra en movimiento forma un curioso ángulo de ciento ochenta grados si miro a mi derecha, un abanico. Ciudad de buganvillas y abanicos, en este caso abanico oscuro. Nada que ver con las polícromas vidrieras en forma de cola de pavo real que coronan las ventanas de las mansiones señoriales, ni con las celosías semicirculares de Trinidad, que dejan entrar sólo un rayo de sol que basta para iluminar la estancia al mediodía y reflejarse sobre la caoba de las viejas mesas, la lámpara de Murano, la mecedora de rejilla y el metal de las camas adoseladas. Una sombra negra que surge larga y difuminada detrás de mi y que, al paso rápido al que voy, pronto se pone a mi altura y me adelanta, avanza más rápido que yo, al tiempo que se va
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desvaneciendo para aparecer de nuevo detrás y repetir la misma operación una y mil veces. Mis pensamientos, en esa hora, inconsistentes y volátiles, van a juego con el juego de la sombra. Soy un turista, apenas nadie. Un turista perdido en la noche habanera que busca a quien preguntar una dirección y que se ha olvidado del paraguas, la dirección urgente de un hotel en donde alguien me espera con ansiedad, antes de que se precipite el aguacero traído por el viento fresco del norte, directo desde el estrecho de Florida. Soy un turista, un turista a ciegas en la noche tropical, que ha extraviado el rumbo pero que aún no ha perdido afortunadamente su “aura”, así llaman a la tarjeta de crédito en los países pobres, sin ella más te valdría no estar allí. Mañana sale mi vuelo hacia España, llevo dos semanas en Cuba (¿Es esta su primera visita? Oh, sí, pero me ha encantado tanto la isla que volveré, sin dudarlo volveré…lo mejor que tiene Cuba son los cubanos…) y todas esas frases hechas que durante días has ido repitiendo a todos tus interlocutores: taxistas de La Habana, conductores de autobuses a Viñales, dueños de paladares en Cienfuegos, trovadores improvisados en Trinidad, solícitos camareros de hotel “todo incluido” en los Cayos del Norte…que seguro que hubieran preferido mejor que les soltases un CUC que buenas palabritas pero que como son tan educados te las han aceptado con una sonrisa, y aún me pregunto si de verdad estoy aquí. “La respuesta está muy clara”, me diría un avezado viajero, de esos que aseguran viajar sin billete de vuelta pero que temen perder su “aura” tanto como yo: “Estás y no estás al mismo tiempo porque te empeñas en ver un Caribe falso. Viajar es otra cosa, lo tuyo es un mero desplazamiento de lugar”. Y luego, rebuscando algo en su repleta mochila (tal vez su PDA, quien sabe si un libro gastado de Norman Lewis) antes de soltarme la parrafada, me miraría con la superioridad moral con la que un ser libre mira a un esclavo.
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“¿Acaso has recorrido algo más que los centros de las ciudades, los mil y un museos, los hoteles convencionales, mi daiquiri en el Floridita y mi mojito en la Bodeguita del Medio, acaso sabes lo que es alojarte en una casa particular de cubanos, has conocido los barrios periféricos de La Habana (sí, esos de pisos sacados del realismo socialista de los 70) o directamente las villas miserias sin luz ni red de agua potable?” Tendría, tal vez, que bajar la vista y confesarle avergonzado que no, que no he visto tales cosas. “Por cierto, ¿ has tenido tiempo de charlar con la gente del campo, de fumarte un buen puro con un guajiro que te cuente, mientras se quita el sombrero de palma, se seca el sudor de su frente morena y posa un brazo sobre la yunta de bueyes, lo cara que se ha puesto la vida y a dónde carajo se fue la zafra? ¿Y lo que piensa de verdad el pueblo del barbudo y sus secuaces?” Ahí podría responderle que un poco, sí, los cubanos son tan habladores que esas cosas te las cuentan aunque se la jueguen. Te apartan un poco, te llevan fuera de la vista del miembro omnipresente del CDR y, al final, terminan largando en voz baja, qué mejor terapeuta que un turista a quien no vas a volver a ver en tu vida. También es verdad que eso me ha ocurrido más en las ciudades que en el campo, allí aún parecen creer en la Revolución; más, cuanto más al occidente de la isla. “Y encima has venido a la isla con tu esposa—casi puedo ver su cara a punto de estallar de la risa–. Pero, hombre, a quien se le ocurre venir con su mujer a Cuba, eso es como comerse un bocadillo de chorizo antes de ir a una cena en el Ritz”—y ahora sus ojos se han vuelto picarones y me lanzan un guiño de entendidos— ¿Y qué podría contarle yo, pobre consumidor de paquetes turísticos, a mi interlocutor imaginario? Instalado en su
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estética de intrépido ciudadano del mundo, ¿podría intuir algo de mis creencias, miedos y limitaciones, acaso podría entender mis palabras aunque habláramos los dos el mismo idioma? Tal vez le podría responder que sólo he visto reflejos, reflejos fugaces, pequeños trozos de un espejo roto que he ido recogiendo velozmente de acá y de allá como he podido. ¿Y de qué están hechos los viajes más que de impresiones etéreas de una realidad que se te escapa, como se te escapa el tiempo? También, en el caso de que quisiera contraatacar, podría preguntarle yo a él de qué o de quién huye y que, en el probable caso de que sea de sí mismo, advertirle que la cuestión no se arreglará con un simple cambio de cielos. Pero, ¿serviría de algo, conocerá él, por ventura, otros lugares de La Habana que yo sí he conocido durante mi breve estancia real en la ciudad tantas veces leída y soñada? Ciudad de juegos. Niños mulatos jugando a los naipes al atardecer, con cartones de cajetillas de tabaco que piden a los turistas y luego recortan, en torno a la fuente de la Plaza Vieja. Pilluelos que parecen sacados de un cuadro de Murillo. Bares del Paseo del Prado con viejos camareros de cara de color de puro, pulcramente ataviados, que sirven a clientes tan añejos como el ron que beben y como el propio establecimiento, que juegan sin prisas al dominó sobre mesas gastadas por el roce de tantos codos, de tantas manos… Ciudad de muertos más o menos ilustres. ¿Has tenido el privilegio de encontrarte entre las tumbas de la Necrópolis de Colón una tarde eléctrica de rayos y truenos y has tenido que correr para resguardarte del aguacero bajo la pérgola chorreante de una ostentosa tumba; has reparado en la estela modernista en la que la Muerte, como una madre, acoge entre sus manos la cabeza sin vida del atleta; sabes que alguien que fue “héroe nacional” y luego dejó de serlo
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está enterrado en el Callejón K, Tumba nº 46 bajo el epígrafe “Nombre desconocido, ocupación desconocida, causa de la muerte desconocida”?. “Tristes trópicos no tan tópicos”, que tal vez dijera Cabrera Infante. Ciudad de trabajo duro y alegre melancolía bajo el colorido disfraz de la indolencia. Pura fibra humana en camiseta que abre zanjas en las calles mientras el sudor resbala por una piel tan negra y flexible como la goma de los neumáticos, textura y agilidad de pantera, guaguancó ofrecido a los Orishas. ¿Sabes algo de lo que hicieron aquí esos antepasados, tan tuyos como míos, te suenan las frases grandilocuentes de Martí, la voladura del Maine, la política de concentración de Weyler, los uniformes de rayadillo de los desgraciados soldados españoles cuya pobreza no les permitió redimirse a metálico de una guerra ajena, lejana y cruel? Si no sabes nada de eso, tampoco sabrás otras cosas y cuando pasees por Centro Habana pasarás de largo, sin fijarte en los caserones de una arquitectura tan ecléctica y mestiza como el propio pueblo cubano construidas y pagadas, peso a peso, por vascos y catalanes, canarios, asturianos y gallegos. “Somos vuestros hijos”, acertó a decirme una cubana en Remedios, y a mi, qué quieres que te diga, esa frase se me quedó en el alma. Ciudad de lemas, palabras y canciones. Dos cosas te chocan de forma imperceptible al llegar a Cuba, en eso supongo que también estarás de acuerdo: la ausencia de publicidad comercial y la sobreabundancia de pomposas frases hueras en carteles y edificios. Aunque también es verdad que “alguna gente se muere, para volver a nacer…” Te confieso que la canción de Yupanqui no dejó de atronarme interiormente los oídos durante todo el trayecto. El indio lo clavó.
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“Los cubanos tenemos espíritu internacionalista, misionero. Eso nos lo enseñó el Che”, me dice el taxista que me lleva a los Cayos del Norte al pasar por Santa Clara, ese taxista al que tú no habrás tenido necesidad de recurrir para ganar tiempo, porque habrás ido en un autobús de Viazul, para mezclarte con el pueblo. En esa ciudad del centro de la isla, cuya visita tendré que dejar para mejor ocasión, fue donde Ernesto Guevara, ya elevado de médico del “Granma” a Comandante de Sierra Maestra, logró hacer descarrilar un convoy en el que viajaba un contingente de tropas y municiones del ejército de Batista. Allá están sus restos traídos, junto a los de sus compañeros de aventura, de la selva boliviana, para enterrarlos en un suntuoso mausoleo. Eso sí lo sabrás, lo saben todos los viajeros. El recuerdo del barbudo revolucionario, la figura épica fijada para la posteridad en el retrato de Alberto Korda, sigue viva entre el pueblo al que contribuyó a liberar o eso creo. Lo que vino después, la revolución que se devora a sí misma y deviene en otra tiranía, es otra historia mucho menos romántica. Pero qué se le va a hacer, así han sido, son y serán todas las revoluciones, y el que tenga alguna duda que se lo pregunte a Robespierre o a Lenin. Bueno, mi amigo, termino. No te quiero cansar más con esta pesada diatriba que, en el fondo, ni te da ni te quita la razón, puesto que no eres más que un ser imaginario, que me he inventado tal vez para paliar la frustración de no tener más remedio que viajar como un turista. O, ahora que lo pienso, lo más probable, es que, en el fondo, sin darme cuenta esté hablando conmigo mismo, con la parte más inconformista de mi yo. Anda, tómate, si es que existes en algún rincón del mundo, un mojito a mi salud, yo invito, o, si no me lo tomaré yo por
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ti, qué importa uno más. Pero antes me vas a escuchar dos últimas palabras. El Caribe al que tú llamas real dejó de interesarme hace tiempo, de verdad te lo digo. Tengo ya muchos años sobre el lomo y aguanto mal las incomodidades y pijerías innecesarias. En alguna ocasión padecí ese Caribe, cuando era más joven, y a estas alturas de mi vida no estoy dispuesto a repetir la experiencia. Playas aparentemente paradisíacas de la Riviera Maya, preciosos rincones del Oriente de Venezuela o del Atlántico de Costa Rica vienen a mi memoria, alojado en bohíos insalubres sin luz ni agua corriente, comido por el calor abrasador y por los mosquitos y encima teniendo que aguantar la plasta diaria de argentinos pseudohippies perdonándote la vida a cada instante. No, amigo, esos “momentos maravillosos”, perfectos para ser retransmitidos en un whatsapp, te los regalo a ti, que quizá aún seas joven de espíritu y todavía te quede alguna esperanza de comerte el mundo como si fuera una cajita de congrí o una porción de pizza callejera. Yo prefiero quedarme con mis tópicos y mis recuerdos desvaídos mejor que con tu auténtico Caribe. Así, cuando mañana regrese a casa, podré compararlos con mis viejas fotos en sepia del “Paris-Match”, que deben de andar por algún cajón perdido y polvoriento, en las que recuerdo que salían los revolucionarios con sus gorras caquis, sus barbas hirsutas y sus pistolones al cinto, la bandera al fondo de la nueva patria con su estrella clara sobre el triángulo rojo y sus franjas azules y blancas como un amanecer sobre el mar. Tendré que buscarlas, eso sí, pero si no las encuentro en un lugar físico, no importa. Las tengo enterradas bajo mi ceiba sagrada, en el sótano oculto de mi memoria.
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Inocencia aparente Pernando Gaztelu Creer posible algo es hacerlo cierto. (Friedrich Hebbel) Salía a correr por las mañanas, tres días a la semana. Decía que eso le ayudaba a desconectar (aunque no tenía mucho de lo que desconectar), odiaba la rutina y por eso cada dos por tres cambiaba los días, las horas y sobre todo los recorridos. Le gustaba curiosear en las obras de la ciudad, en los parques, e incluso iba a los polígonos industriales de vez en cuando. Con la excusa de hacer deporte conocía muy bien la ciudad pero muy mal a los vecinos, salía solo. No le gustaba llevar el ritmo de otros —le hubiera gustado que llevaran el suyo— hasta que conoció a Josefina. Llevaba tiempo viéndola correr a distintas horas del día —en realidad era él el que cambiaba de horario— y alguna vez coincidió con ella en un pequeño tramo llegando al barrio. No prestó atención al ritmo que llevaba hasta la segunda vez que la vio. Solía parar cada pocos kilómetros algunos segundos, en las paradas miraba el reloj y volvía a lanzarse. Una rápida búsqueda en Internet reveló a Carlos que se trataba de “series” y que estaba haciendo algún tipo de entrenamiento a conciencia. En su andar por las horas y los días de la semana, Carlos descubrió que pasaba cerca de la estación de trenes los martes alrededor de las nueve de la mañana. La siguió al final del recorrido unos cuantos metros por detrás. Durante unos tres kilómetros no se separaron de las vías del tren y al llegar a la estación ella se apeó, hizo dos estiramientos junto a la puerta de entrada y desapareció en el hall. Carlos esperó a que saliera. La acompañó con la mirada hasta una zona donde desapareció. Al ver que no aparecía, decidió entrar en la estación. Era bastante moderna y con mucho menos glamour que la típica estación de trenes de las grandes ciudades donde se suele guardar lo mejor del pasado
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para adornarlo con cosas de toda la vida. La buscó intentando ocultar su interés simplemente porque tenía miedo de que ella hiciera lo mismo. Había una maqueta de las obras —hacía poco habían terminado la remodelación— de la estación y de los trenes que solían llegar y salir cada día. Nunca le habían llamado la atención los trenes, más bien al contrario. En su juventud cuando se vio obligado a usarlos (por una obstinación de su padre) no había disfrutado lo más mínimo de aquel servicio público justamente por esa condición, la de público. Delante de la maqueta disimuló lo más que pudo la minuciosa observación de su entorno: azafatas con maletas, hombres trajeados con paso imponente, dos ancianas asistidas por una mujer sudamericana, un grupo de adolescentes bulliciosos, unos comerciales (no podían ser otra cosa con esos trajes baratos), ¿cómo le va Carlos, usted por aquí?, dos mujeres con maletas para diez personas, ¿qué lo trae por la estación?, una joven que se parece a… ¿cómo se llamaría?, un revisor haciendo señas desde el último escalón del tercer vagón, un silbido, ¿viene a despedir o a buscar a alguien? Carlos despertó de su profundo análisis para hacer caso a esa voz chillona que no hizo más que arruinar el concienzudo estudio de un recinto tan grande y complejo como ese. —Buenos días, no, sólo estaba… —Ah, que suerte que respondió—interrumpió la mujer excitada—, ya estaba pensando que le pasaba algo. ¿Qué me decía Carlos? —Nada, sólo estoy de paso. Bueno, que tenga buen día. Y se alejó esquivando la investigación que intentaba hacer la mujer que se quedó pensando en lo cortante y poco amable de la actitud de Carlos —cosa que sería muy bienvenida en los cotilleos vespertinos— debía esconder algún secreto. Carlos ajeno a la elucubración volvió a centrarse en la corredora desaparecida. No podía estar lejos. Quitando el momento de incómoda conversación —en el que se vio
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obligado a mirar a la cara a su interlocutora— había estado atento todo el tiempo a la gran entrada de la estación. Nadie con la altura y la complexión física de su interesante corredora había salido por esa puerta. Fue a los andenes, tal vez había cogido algún tren pero era improbable (porque no llevaba equipaje). Dos trenes habían salido ya, no había nada que hacer con ellos y los otros dos en el andén fueron objeto de escrutinio a través de las ventanillas. No puso demasiado interés, se dio cuenta que estaba perdiendo el norte con aquella búsqueda, lo más sensato era intentarlo otro martes. Se fue mirando al suelo como quien ha perdido algo que ya no espera encontrar. Se le escapó un “habría estado bien” entre susurro y aliento y salió a la calle. En ese mismo instante apareció reflejado en su mente el rostro de la joven. Acababa de verla de refilón. Como si de un robot se tratara y sin pensarlo volvió sobre sus pasos —marcha atrás, sin girar— dos metros hasta volver a cruzar el dintel de la gran puerta. Aún deslumbrado por el contraste entre el la luminosidad del exterior y la relativa oscuridad del hall, giró la cabeza a la izquierda, dejándola así hasta que volvió a ver. Sólo distinguió transeúntes con maletas, y billetes de tren. Entonces volvió la vista a la derecha y entre las taquillas la encontró. La reconoció pero no era la misma. Vestía uniforme y estaba detrás de las taquillas. Sonreía a un cliente mientras entregaba unos billetes por la caja metálica —esas por las que se pasan en un sentido los billetes de pago y en el otro los de tren. Era otra pero era la misma, eso cautivó aún más a Carlos, él no esperaba a esa joven, aunque la estaba buscando desde hacía casi una hora. Extraña sensación invadió a aquel estorbo vivo ante la puerta de entrada de la estación de trenes. No había encontrado a su corredora, sino a una parte oculta de la vida de su corredora, esa parte que no le interesaba lo más mínimo hasta que la descubrió e hizo que quisiera conocer a la empleada de la estación de trenes que corre por las mañanas. Por primera vez en mucho tiempo una mujer despertó ese extraño sentimiento dentro de él. Era una atracción insana que afortunadamente aparecía pocas veces y que lo
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trasformaba completamente. Durante dos semanas intentó negar que hubiera llegado ese maldito momento —tan maldito como la última vez— pero no había nada que hacer. Su mente ya estaba preparada para un nuevo ataque, una estrategia limpia y efectiva para abordar a la joven, para conquistarla, enamorarla de su obra, hacerla presa de su sexappeal y saciar sus más profundos deseos. *** En la ducha comprendió que iba a ser un gran día. La mañana había sido hermosa, un sol estupendo y en el último tramo había visto salir los trenes que normalmente estaban aún apeados al llegar a la estación. Era extraño que salieran antes de su hora, —e incluso que salieran después— su ritmo de carrera había sido muy bueno y eso era una buena razón para empezar bien la jornada. Había sudado más que otros días, así que frotó muy bien la esponja, quería dejar allí todo resto de suciedad y negatividad. Sintió placer al frotarse, había poesía en la ducha esa mañana; algo singular iba a pasar ese día, estaba segura y preparada para lo que fuera. Fue un martes intenso, con muchas ventas, consultas de horarios —la época estival hacía multiplicar por dos o por tres los visitantes a la ciudad y cada vez había más extranjeros— en castellano y en inglés, era una de los pocos que dominaba a la perfección la lengua de Shakespeare y los demás no tenían reparo en confiarle sus clientes. Josefina estaba feliz con su trabajo, pero a última hora estaba menos contenta que por la mañana. El último de sus clientes fue particularmente agradable. Preguntó prácticamente de todo: horarios, combinaciones, servicios, precios, descuentos. Parecía saber de lo que hablaba al preguntar y se mostró realmente agradecido de cómo Josefina satisfacía uno a uno sus requerimientos hasta el último de ellos, precisamente a la hora de cierre de las taquillas. Él le propuso tomar un café en la cantina de la estación. Ella dijo que no, le explicó que tenía que ir a casa rápido. Él no insistió, pero se mostró triste, muy triste y su cara reflejó la soledad. Esa que nunca nadie había mostrado a Josefina de una forma tan conmovedora. Ella
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sabía prácticamente todo sobre él: que vivía solo, que iba a ver a sus padres ancianos a la capital, que viajaba por el norte del país muy a menudo, que no tenía mascotas ni fumaba, que no tenía coche; tantas cosas, él tan solo y ella tan sola, “y esta maldita sociedad que no te deja salir con alguien porque puede ser un asesino, un loco o un degenerado, pero que también te hace dejar pasar oportunidades como este tipo que parece ser un amor, pero que puede que sea cualquier cosa, si me escuchara mi mamá pensando esto me mataría, pero que le voy a hacer siempre fui así, y no, no voy a salir con él aunque me de una lástima que me dan ganas de matarme mirale esa carita de pobre, ahí sentado en el asiento tan solo que no se le acerca nadie ni para hablar y parece que un día de estos se va a tirar al anden de pura tristeza…” Ese café fue el mejor café en años para los dos, y no tenía nada más de especial que la dulce compañía de dos almas solitarias que ahora compartían más de lo que miles de parejas son incapaces de compartir. Desde aquel café Carlos comenzó a seguir el ritmo de Josefina en su recorrido hasta la estación. Los martes se despedían allí y no se veían hasta que ella salía del trabajo. Se transformó en una rutina fija — aunque a Carlos le pesara— de los martes. Josefina se olvidó del “asesino de la taquilla” y Carlos empezó de sentir ese cosquilleo en las sienes y en las palmas de las manos, como hacía unos años, pero más intenso. Esta vez era diferente, no quería que pasara de nuevo, pero estaba pasando y fue muy rápido. La boda de un amigo de ella, bebieron, hicieron el amor —en la cocina—, “te quiero” un martes, se fueron a vivir juntos un sábado, salían a correr los jueves, luego los sábados, después los lunes. Josefina dejó de llegar pronto los martes, y el resto de los días; dejó de aceptar clientes de sus compañeros que no hablaban inglés. Quería salir pronto del trabajo para estar con Carlos; viajar con él, conocer nuevas ciudades, escuchar sus historias —que eran cada vez más intensas— y compartir nuevas aventuras solos los dos. Él le descubrió su verdadera pasión, las historias, la literatura, el arte escénico. Contar historias era lo que lo movía. Descubrió a Josefina su más profundo y bien guardado secreto: “la
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mejor historia no es la que nace de la ciencia ficción, sino la que nace en tu mente y se hace realidad”. Josefina vivió con profunda pasión —en cuerpo y alma— los cuentos eróticos que Carlos guardaba en su alcoba, los relatos de viajes y aventuras en pueblos lejanos, las memorias de los ancianos más atrayentes. Todo llenaba tanto sus horas de lectura como sus experiencias vitales diarias, todo excepto aquella novela negra que Carlos no terminaba nunca y que había leído a trozos cuando él no estaba en casa. “Verdugo aparente” era el título y trataba sobre un joven universitario muy adinerado que estudiaba derecho con la esperanza de un día ser una persona de bien aunque sabía que nunca lo sería, porque luchaba sin descanso —excesivos capítulos de lucha para su gusto— contra un mal interior que lo hacía sentirse sucio. Un verdugo en potencia que soñaba con cinco asesinatos y los revivía como si fueran reales. Las últimas páginas escritas trataban sobre el momento en que conoció en un tren a una chica y en un largo viaje —de esos que ya no existen en tren— se enamoraban los dos. Las escenas de amor llevaban meses de cambios que daban vueltas en círculo cada semana. Josefina sentía que Carlos estaba bloqueado en el amor entre los dos jóvenes y eso no le permitía cerrar el nudo de la novela de una vez. Ella quería ver quién era realmente el protagonista: el joven rico que había encontrado el amor, decidía que era lo más importante de la vida y dejaba todo por ella o, ese malvado asesino marcado por una dolorosa infancia que jamás debiera haber tenido lugar. Lo que más admiraba Josefina de Carlos era la sensibilidad para acercarse a los personajes y sus detalles, en aquel joven rico había llegado a su máxima expresión. Para Josefina era tan intenso el amor que sentía por la joven que el único final lógico podía ser el primero, el amor para toda la vida, aunque eso hiciera difícil explicar tantos capítulos de reflexión y lucha interior del complejo personaje. Pasaron los meses y aunque la novela seguía dando vueltas, Carlos no dejaba de tener nuevos proyectos literarios que requerían “decorados” reales. Ese invierno concibieron un viaje a Escandinavia. El último cuento de Carlos estaba
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ambientado allí y pidió a Josefina hiciera la realización del mismo. Ella compró todo según sus indicaciones: pelucas rubias, maletas antiguas, abrigos de piel, billetes de tren en primera clase, reservas en hoteles emblemáticos a lo largo de la ruta… Era excitante pensar que iban a escenificar aquel cuento de Carlos. Por lo general las producciones eran bastante espontáneas y no hacía falta mucha elaboración para llevarlas a cabo, pero esta vez era un juego que salía de lo normal y los llevaba a terrenos intensos y apasionantes. Las escalas en el viaje eran como capítulos de una historia que combinaba del amor al odio, del sexo a la pasión; todos componentes de una buena novela. En Dinamarca Josefina no pudo más. —Me encanta la novela, no puedo esperar para ver el final, ¿cuándo toca? —¿Qué dices? ¿Qué novela? Estamos con el cuento del sueco…— su cara estaba desfigurada, como ver una rata ahogarse en una botella de agua. —Carlos, lo sé todo. Llevo “hojeando” tu novela algún tiempo… esto no es un cuento, es la novela que hace meses escribís… —¡Porqué miras mis cosas! ¿Quién te ha dicho que puedes hurgar donde no te corresponde?— Se levantó lanzado del asiento, abrió la puerta automática y accedió al pasillo de los baños y las puertas de acceso al tren. Comenzó a golpear las paredes como un enfermo. Josefina dudó por un momento en ir o no a su encuentro, pero al oír los golpes en las paredes entre tanto traqueteo decidió ir a calmarlo. Encontró a un hombre sentado en el suelo, con una pierna estirada y el pie dentro del baño, la otra pierna rodilla arriba empujando una pared y dando puñetazos a la pared por encima de su hombro. Estaba llorando. Se puso delante de él, entre sus dos piernas. Estaba agitado pero había dejado de dar puñetazos. Ella se agachó
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acercando las rodillas a su pecho, pudo ver sus ojos y por fin su barbilla temblando. —Lo siento mi amor, lo siento mucho. No debí hacerlo, no sabía que era tan importante para vos guardar esa novela. Entendeme, admiro tu obra, admiro tu forma de escribir y cómo llevás a la realidad la literatura… Perdóname. Él no dijo nada. Sólo dejo de llorar, de temblar. Sus ojos no la miraban aunque ya no forzaba la cabeza para ver el suelo; relajó sus brazos y los dejó caer por completo, también dejó caer la pierna que estaba doblada. Ella quería abrazarlo, quererlo, sentirlo, pero algo le decía que no era el momento, todavía no. Había visto una violencia exagerada y tenía miedo. Tenía miedo de Carlos. Tenía miedo del hombre que acababa de ver, tenía miedo del joven de la novela, tenía miedo de las muertes, de los capítulos de lucha interior, de la incertidumbre del final, del odio del personaje por las mujeres rubias, de la peluca que tenía puesta, del tren en el que estaban, de la fuerza con la que se levantó Carlos, de cómo introdujo una llave en el circuito de seguridad del tren y de cómo abrió la puerta con el tren en movimiento y la lanzó con el impulso de uno de sus potentes brazos. *** Instantáneamente desapareció el cosquilleo en las palmas de las manos y en las sienes. Dejó de oír aquella voz que decía “es ella” una y otra vez y tiró de la maneta de emergencia. Cuando el tren frenó lo suficiente, saltó y puso fin a su historia.
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Aprender de la experiencia Asiertxo Suescun Martínez Llevábamos una semana viajando. La única semana libre que nos permitían en el trabajo. Estábamos recorriendo Sicilia. Esa noche paseábamos por el puerto de Catania. La tranquila oscuridad que ofrecían las estrellas y el murmullo de las barcas chocando contra las maderas acabó seduciéndonos y nos sentamos a mirar y a escuchar. Frente a nosotros, sentado en la borda de un barco, un hombre se fumaba un cigarro. Le preguntamos por el mar. Llevaba ropa desgastada, tenía la mirada perdida y el semblante serio. Nos dijo que no lo conocía, nunca había navegado tan lejos. Solo tenía un pequeño barco con el que remolcaba otras embarcaciones dentro del puerto y con el que nunca había ido más allá de las dársenas. El motor no aguantaría fuera, era lo que le decían todos en el muelle cuando él suspiraba añorando aquel horizonte. El resto de trabajadores que frecuentaban el astillero no entendían las ansias de ese hombre por salir de allí. El trabajo para vivir lo podía conseguir sin necesidad de salir a alta mar. Sin duda era más cómodo quedarse donde estaba. Nos contó que en una ocasión lo había intentado, había dejado su pequeña barca aparcada y se había sumado a la tripulación de un barco pesquero que salía de madrugada a faenar. Pero no resultó tan bien como esperaba. Se toparon con una fuerte tormenta al poco de salir. Fue imposible la pesca. Las olas zarandeaban bruscamente la embarcación, con tan mala suerte que, dada la inexperiencia de este hombre en habilidades marineras, cayó al mar y tuvieron que lanzarse a rescatarlo. Pero él seguía soñando con navegar allá fuera. Veía cada día multitud de barcos a lo lejos, se preguntaba cómo podría conseguir llegar hasta allá. Se imaginaba que los dueños de aquellas embarcaciones, a las que él miraba con sana envidia, algún día se encontraron anhelando el mar desde la
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orilla y ahora disfrutaban de la vista de las luces de la costa desde tan lejos. Conocía el trabajo y esfuerzo que le supondría llegar hasta allá. La gente le alentaba a no dejar su cómodo empleo, la experiencia le decía que algo podía salir mal. Esa noche volvía a intentarlo, volvía a aparecer la oportunidad delante de él y sintió el coraje de tomarla. La oportunidad no era que saliera un barco, pues cada noche decenas de ellos partían del muelle. La oportunidad estaba dentro de él, en las ganas de ver aquella noche las lejanas luces de la costa y en la lucha por la búsqueda de su sonrisa, sonrisa que sabía que alcanzaría si cada amanecer lo sorprendiera en alta mar. Y nos contó que no tenía miedo, había aprendido de la experiencia. Aprender de la experiencia no significa tratar de no cometer los mismos errores. Si no arriesgarse a seguir cometiéndolos sabiendo que tratas de conseguir lo que quieres. Cometerlos esta vez con perspectiva, consciente de las consecuencias y al mismo tiempo consciente de que el objetivo que quieres alcanzar merece la pena. No volvimos a saber nada de aquel hombre. Al día siguiente no fuimos al puerto, ya habíamos dejado Catania. Esa noche al ponerse el sol decidimos que no volveríamos a casa. Quisimos que el amanecer nos sorprendiera con una sonrisa.
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Alfonso y Claudia Salvador Robles Miras Delante de la pantalla del ordenador, con los dedos flotando sobre las teclas, Alfonso se muestra indeciso. Duda entre revelar la verdad o mantenerla en secreto en tanto las circunstancias se lo permitan, y, así, poder prolongar durante unas semanas más, acaso unos meses, la relación con Claudia, lo mejor que le ha pasado en la vida. Mira el reloj: las once y media de la noche. Como todos los días de los tres últimos meses y medio, inmediatamente después de que sus destinos se encontrasen en el ciberespacio, ella le ha dado las buenas noches por teléfono hace unos minutos, qué voz; el ritual, si la verdad no lo impide, continuará por la mañana temprano, en el correo electrónico, con un revitalizador mensaje de buenos días. Pero la verdad de Alfonso lo impedirá. Claudia, en la pantalla, no se encontrará con las palabras que espera; el mensaje de Alfonso no delatará la impaciencia de un hombre que se ha enamorado de un sueño, sino que revelará la verdad de un incauto que ha soñado con un enamoramiento. “Es la hora de la verdad”, se dice Alfonso, insuflándose ánimos, mientras teclea la palabra “Claudia”. Nada más que Claudia. Sus dedos se han detenido ahí, como magnetizados por el hechizo que dimana del nombre de ella. Vuelven a asaltarle las dudas. Alguien, dentro de él, le apremia a que se decida. El tren para Capital saldrá a las ocho de la mañana, y cuatro horas después, ella le estará esperando en la estación, con el corazón desbocado por la impaciencia. Una espera eterna. No irá. No puede presentarse en Capital, ni mañana ni nunca; el Alfonso de Claudia está a una distancia ciberespacial del Alfonso de carne y hueso. ¿En qué estaría pensando cuando aceptó por fin la invitación de ella? En ella, pensaba en ella; las estruendosas palpitaciones del corazón impidieron a sus neuronas trabajar con la tranquilidad necesaria para elaborar
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un razonamiento plausible. Si hubiese pensado sólo con la cabeza, sin interferencias cardiacas, habría postergado la cita hasta el límite del límite, o sea, hasta siempre. Y cuando el siempre fuese ahora, habría ganado todo el tiempo que le separa de entonces. Hasta es posible que, llegado ese momento, Claudia, más que desilusionarse, suspirara aliviada, harta de la falta de iniciativa de un hombre tan pródigo en palabras como parco en hechos. Aunque, claro, si se hubiera negado por tercera vez a viajar a Capital, quizá habría propiciado que el viaje lo emprendiese ella hacia él. Llegadas las reflexiones a este punto, Alfonso vuelve a estar tan indeciso como hace unos minutos. Si va, malo; si no va, peor. Su presencia mañana en Capital, si bien multiplicaría la decepción de Claudia (la realidad ya no admitiría el bálsamo de la imaginación), al menos se redimiría parcialmente en la memoria de ella; con el tiempo, recordaría a un hombre embustero que, sin embargo, en el último momento, reunió el valor necesario para dar la cara… ¡Vaya cara! “¿Tú eres Alfonso? ¿Y tus ojos verdes, y tu cabello medio rubio, y tus ciento ochenta centímetros?…” Si no va, malo; si va, peor. Alfonso se siente como al principio de la noche, dominado por los nervios que acrecientan su falta de resolución y por las dudas que agudizan su nerviosismo. Se incorpora bruscamente y empieza a dar vueltas en círculo por el salón. Desde que conoció a Claudia, Alfonso es otro hombre; ella es el porqué que ha dado sentido al cómo de su vida. No puede renunciar a ella sin luchar hasta el último aliento. ¿Y cuál es el último aliento? ¿La mentira? ¿Por qué no? Lo suyo se asemeja bastante a una novela, y, en la ficción, las mentiras que insuflan vida a la historia, se erigen en la verdad de la Literatura. Se devana los sesos en busca de una razón de más peso que las dos anteriores; nada de gripe ni corrección de exámenes; debe excusarse con una eventualidad dramática, insoslayable. Tras sopesar los pros y los contras de varias opciones, se decide por un trastorno repentino de su madre, el cual le
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obliga a viajar urgentemente a su pueblo natal… ahora mismo. Impulsado por el afán de ganar todo el tiempo que pueda hasta que el tiempo, su tiempo con Claudia, concluya definitivamente, toma asiento delante del ordenador y empieza a teclear: “Lo siento, querida Claudia, no podré desplazarme a Capital a verte. Acaba de llamarme la hermana de mi madre, mi tía Dolores…” Qué sarta de embustes. En las dos ocasiones precedentes, mintió relativamente, ya que en realidad sí que se encontraba corrigiendo exámenes la primera vez y algo griposo la segunda; pero la trola de ahora involucra a otras personas, y esa es una frontera que no traspasará. Está en juego el respeto por sí mismo, si es que todavía le queda algo que respetar. Marca con el cursor las frases escritas y las borra. Ha llegado la hora de que Claudia conozca al verdadero Alfonso. La farsa ha terminado. Comienza a escribir de nuevo: “No me esperes mañana en la estación, Claudia. Te diré por qué: me da vergüenza de que me veas al natural. Sí, soy un maestro de Literatura de instituto de treinta y cinco años, y procuro respetar al prójimo, y cuido el medio ambiente, y soy aficionado a la lectura y al cine y a los museos, y me encanta viajar, sobre todo en tren, y mis platos favoritos son las berenjenas y el gazpacho y la tortilla española, y tuve una novia a la que quise hasta que ella dejó de quererme (lo cual me demostró a posteriori que en realidad la quería porque ella me quería a mí), y sigo soltero. Ese soy yo. Pero no soy un hombre bien proporcionado, de ciento ochenta centímetros de altura, ojos verdosos y cabello tirando a rubio… Ese no soy yo. Ese es el Alfonso del ciberespacio. Te he mentido, Claudia. Sí, cumplí los treinta y cinco la semana pasada, pero apenas sobrepaso los ciento setenta centímetros, y mis ojos son marrones, y el pelo, castaño oscuro, se me clarea bastante en la coronilla… Soy un hombre de aspecto vulgar… Lo siento, Claudia. ”
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Cuando se dispone a enviar el correo, vacila. Está decidido a contarle la verdad a Claudia, pero quizá sea mejor hacerlo de otra manera. Una persona como Claudia, que ha llenado de colores su vida gris, se merece mucho más que un escueto mensaje electrónico; merece escuchar la verdad en los propios labios del Alfonso embustero. Apaga el ordenador. Se lo dirá en persona, y soportará estoicamente los reproches, silenciosos y sonoros, de ella. La hora de la verdad ha sonado. A la cama, Alfonso, mañana hay que madrugar. Mientras tanto, a quinientos kilómetros, Claudia, delante de la pantalla del ordenador, con los dedos planeando sobre el teclado, no se decide a escribir lo que bulle en su pensamiento. La Claudia que se presentó por Internet a Alfonso fue la misma Claudia que soñaba ser cuando, de niña, se deleitaba con los cuentos de hadas, una Claudia de Walt Disney: alta, esbelta, ojos azules, melena rubia, busto generoso… Si le hubiera dicho a Alfonso cómo era en realidad, a saber: una mujer corriente, de poco más de ciento sesenta centímetros, ojos menudos, cabello oscuro, busto pequeño, ¿se habría interesado por ella un hombre como él? Qué chasco se va a llevar el pobre. No acierta a comprender cómo cometió la torpeza de invitarle a pasar unos días en Capital. Se consuela diciéndose que se vio obligada a ello cuando él le dijo por teléfono que, ya que habían acordado verse al natural, no en fotografía, no estaban tan lejos el uno del otro para retrasar el encuentro hasta las vacaciones de verano. Sí, aquel día se vio obligada, pero ¿y las dos invitaciones posteriores? Que ella recuerde, él, tras excusarse la primera vez porque tenía que corregir exámenes, no volvió a sacar el tema a colación. El subconsciente la traicionó… o, quizá, fuese la conciencia. Cuando una persona se dedica a jugar con las palabras, corre ciertos riesgos, por ejemplo, que algunas de ellas sean pronunciadas o escritas en el contexto más inoportuno. Lo dicho no puede dejar de decirse. El error ya está cometido; de lo que se trata ahora es de minimizar sus consecuencias. Claudia se dispone a deshacer el entuerto. Su conciencia se lo agradecerá. Sabe que él no se va a la cama hasta las tantas.
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Le llamará por teléfono y le describirá a la Claudia de carne y hueso, en las antípodas de la ciberespacial; así, además de ahorrarle el viaje hacia la decepción, al menos podrá escuchar por última vez su maravillosa voz, tan varonil… ¿Y por qué no decírselo en persona dentro de unas horas? Alfonso, enfundado en su mejor traje, delante del espejo, se peina cuidadosamente para disimular la calva de la coronilla. El tren está entrando en la estación de Capital. “Que sea lo que Dios quiera”, se dice segundos después mientras se apea del vagón. No la ve por ningún sitio. En el andén hay personas de diversas edades intercambiando besos y abrazos, pero ninguna mujer que corresponda a la descripción de Claudia. Siente alegría y decepción al mismo tiempo. Por un lado se alegra de que ella no haya venido, por el otro… Claudia, por su parte, tampoco distingue a Alfonso entre los viajeros. El único hombre alto, musculoso y de pelo claro que ha bajado del tren, se ha fundido en un abrazo con una mujer emperifollada. Un abrazo al que sigue un apasionado beso en la boca. Opta por aproximarse a los vagones, tal vez Alfonso se haya quedado dormido en el asiento. “Ese hombre…” “Esa mujer…” Se han visto. Alfonso y Claudia se aproximan el uno al otro a paso ligero, a grandes zancadas, a la carrera. “Es él…” “No es tan alta como pensaba, y tiene el pelo más oscuro, pero es ella… ¡Claudia!”
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“Mide unos cuantos centímetros menos, y no es tan musculoso como imaginaba, pero es él. Su mirada es inconfundible… ¡Alfonso!” Alfonso y Claudia se abrazan. La realidad imaginada se ha encarnado en la imaginación de la realidad. Es la hora de la verdad.
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Las caras del amor Salvador Robles Miras Nadie había visto jamás a un hombre tan feo subir a un tren de cercanías. Se trataba de una fealdad imposible de describir, por fea. Con decir que en un concurso universal de feos, con el jovencito Frankenstein de participante, hubiese figurado entre los candidatos al triunfo, está dicho todo. En cuanto el sujeto avanzó por el pasillo buscando algún hueco para ubicarse, los viajeros encogieron las piernas para evitar rozarse con él, como si temiesen un contagio de fealdad. Pero el hombre, por lo visto, además de su infortunio estético, también era más torpe que un arado, y, en un leve bandazo del vagón, perdió el equilibrio y, tras golpearse contra el respaldo de un asiento, quedó tendido en el suelo, como un boxeador noqueado. Fue entonces cuando ocurrió lo increíble. Una mujer hermosa, en todas las acepciones del término, salida de Dios sabe dónde, quien no desentonaría en un concurso de bellezas tradicionales, sí en uno de esos certámenes de mujeres escuchimizadas a las que los entendidos en huesos cataloga de beldades, acudió en ayuda del ser que yacía aturdido en el pasillo. La escena que se desarrolló a continuación tuvo tal fuerza emotiva, que los ocupantes del vagón, todos excepto un hombre que siguió a lo suyo en su ordenador portátil (o ipad o ipod o tableta), como si obedecieran a una misma voluntad, intuyendo que iban a asistir a un espectáculo extraordinario, apagaron unos los chismes electrónicos que manejaban con parejo entusiasmo, en tanto que otros cerraron los periódicos cuyas páginas de “Sociedad” un día más informaban de las dietas que seguían los famosos para mantener la esbeltez y de los zapatos y los vestidos que acababan de estrenar las princesas y las Belenes Esteban de turno. Todos los artilugios electrónicos menos uno apagados, incluidos los teléfonos
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móviles, y los ojos de los viajeros pendientes de lo que le sucedía a un desdichado que, para más inri, era más feo que Picio: unos hechos insólitos en la historia del transporte público moderno y posmoderno. El otro acontecimiento, el que adquiriría el rango de indeleble en la memoria de los presentes, tuvo lugar inmediatamente después. La mujer hermosa, que olía a mar profunda, no se limitó a apiadarse del caído, sino que, acuclillada junto a él, empezó a acariciar con suma delicadeza el rostro imposible del hombre. Los viajeros, extasiados ante el conmovedor espectáculo a lo Disney que se representaba en el vagón: la belleza y la fealdad rindiéndose mutuos honores, fueron formando varios círculos concéntricos en torno a la estrambótica pareja. “Una escena así sólo puede producirse en un cuento de los míos”, reflexionó, ebrio de orgullo, el hombre del ordenador mientras aporreaba las teclas como si le fuera en ello la vida. -Te equivocas –susurró alguien. El cuentista, por unos instantes, se quedó de una pieza, con los dedos flotando por encima del teclado, sin saber qué escribir. -El amor tiene muchas caras –añadió la misma voz. -¿Quién ha sido? –preguntó el escritor, desconcertado ante los impensables derroteros que había tomado la historia. -La fealdad –dijo una voz. -La belleza –respondió otra. -El amor –proclamaron al unísono las voces de la fealdad y la belleza.
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¿Serían llaves azules? Rossana Sala Estremadoyro Hace mucho tiempo que Lucía no visitaba el Bosque Azul. Durante más de veinte años vivió allí, hasta que un día se tuvo que marchar. Por eso, cuando podía, tomaba el tren para pasar unos días en ese lugar donde, a pesar de sus viejos y espesos árboles, el sol siempre se las arreglaba para iluminar. Un leve resplandor plateado se elevaba en el aire debido al suave aceite que despedían las millones de hojas azuladas de los eucaliptos que formaban aquella arboleda. Además, los riachuelos que recorrían la vegetación se convertían en cascadas cuyas aguas cristalinas y veloces no cesaban de destellar. Los habitantes tenían así, la sensación de estar sumergidos en un inmenso bosque azul. ¿La edad de Lucía? Pues no tendría más de treinta años la muchacha, pero su contextura huesuda y ese carácter vivaracho la hacían parecer menor. En ese pedazo de bosque, para ella un trozo de cielo, se encontraba con amigos y en especial con tres niñas a quienes vio crecer y por las que sentía tanto cariño. Como otras veces, durante su estadía en el Bosque Azul, dormiría donde Ana, una de sus amigas de la infancia. Al día siguiente temprano, visitaría a las tres pequeñitas para darles abrazos, contarles historias y llevarles galletas de chocolate bañadas con más chocolate que le reclamaban cada vez que las veía. Cuando llegó a la casa de Ana, ella no estaba. Sin embargo, encontró una nota pegada en la puerta que decía: “¡Bienvenida! Tuve que salir. Llegaré a las diez de la noche. La vecina te dará la llave de mi casa."
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Consiguió la llave. Trató de abrir la puerta. Fue imposible. La vecina la miraba curiosa desde su ventana hasta que por fin se acercó a ofrecerle ayuda. No pudieron abrir la puerta. —¡Qué raro que no funcione!— exclamó la vecina—¿Quieres esperar en mi casa hasta que regrese Ana? Lucía miró el cielo. Seguía limpio y celeste. Faltaban varias horas para que fueran las diez. —Gracias por la invitación, pero me gustaría poder saludar a las tres niñas que viven cerca de ese campo que durante la primavera se llena de flores amarillas— le dijo. Aún recuerdo el olor a vainilla del lugar… —¡Sé bien dónde queda! ¿Quién no las conoce? ¡Son tan inquietas y amorosas!—le respondió la vecina interrumpiéndola por la emoción— ¡Puedo llevarte en mi caballo y recogerte más tarde! Y así lo hizo. Cabalgaron durante unos veinte minutos hasta la casa de las pequeñitas. ¡Pero qué grandes estaban! ¡Cada vez que las veía eran menos pequeñitas! Aliza, la mayor, acababa de cumplir trece años. Era seria y muy responsable. De vez en cuando se le escapaban unas caritas traviesas escondidas detrás de su largo cabello liso, rubio y siempre ordenado. Frimy, la del medio, delgada y saltarina, era muy conversadora. Caminaba haciendo piruetas por toda la casa. Tenía once años, grandes ojos negros y un rostro muy fino envuelto en unos largos y alborotados rulos azabaches. Y Arela, la más chiquita, a sus solo siete añitos, era como un bollito de algodón tibio y lleno de ternura. No se sorprendieron tanto al verla llegar como Lucía se había imaginado, pero la llenaron de abrazos y
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cosquillas. Parecía que por muchos años no habían estado juntas. Lucía les describió lo que había pasado con la llave. —¡Seguro que tiene un truco!— dijo Frimy mientras ella y sus hermanas reían y cuchicheaban. Tomaron un té helado de color rojo con sabor a cerezas y prácticamente se devoraron las galletas que Lucía les había preparado. —¡Más chocolate! ¡Más chocolate!—repetían. Se divirtieron un buen rato mientras les narraba historias de cuando sus hijos eran tan pequeños como ellas. —¡Cómo extrañamos este lugar!—suspiró— Seríamos tan felices si pudiéramos regresar a vivir al Bosque Azul—. Un poco después de las diez, fue su amiga Ana quien pasó a buscarla. Se le veía muy apenada por el inconveniente de la llave, cosa que a Lucía no le había importado ya que pudo estar con las niñas más de lo previsto. —Mañana vendré a verlas en la noche— les prometió Lucía a las niñas al despedirse, dándoles un enorme beso a cada una. Al llegar a la casa de Ana, abrieron la puerta en un instante. —¡Pero qué raro!— se sorprendió Lucía — ¡Hace unas horas no funcionó! Al día siguiente temprano Lucía se fue al pueblo ya que tenía varias diligencias que hacer. Ana debía visitar a su madre, por lo que no pudo acompañar a su amiga, pero antes le entregó otra copia de la llave para que no tuviera problemas. A las doce, al volver para tomar un descanso, la pobre Lucía por segunda vez no pudo abrir la puerta. Vanos fueron sus intentos de empujar o tirar de ella, así que decidió ir a pie a visitar a las pequeñas.
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En el trayecto, pasó por la casa en la que vivió por muchos años. Era un lugar rodeado de vegetación y lleno de recuerdos. A pesar del tiempo transcurrido desde que se fue del Bosque Azul, todo se veía igual. Solo faltaban las sonrisas y perros, loros, conejos y hasta hurones que habían criado allí sus hijos. En medio de la nostalgia y una que otra lágrima, fue feliz. Siguió su camino hacia la casa de las niñas, cuando, más rápido de lo esperado, llegó donde ellas. Allí estaban las tres, sentadas a la mesa, picoteando y jugando con unas migajas de pan que acababa de salir del horno. Listas para almorzar. —¡Te esperábamos!—le dijeron casi a gritos, así como suelen chillar las muchachitas, con esas voces estridentes cargadas de algarabía cuando se ponen revoltosas. —¡Pero yo les dije que vendría recién en la noche! ¿Por qué me esperaban? —¡Seguro que no abrió la llave de la casa!— susurró Arela escondiéndose detrás de la jarra del jugo de naranja. Después de almorzar juntas, salieron a pasear, a recoger flores. Con tristeza, antes del anochecer, Lucía se despidió de las niñas. Al día siguiente temprano se marcharía en el tren. Al darles un beso, les prometió visitarlas pronto. Pero ellas, con esas miradas juguetonas que no sabían ocultar, la dejaron ir con facilidad. Volvió a la casa de su amiga preguntándose qué es lo que estarían tramando esas niñas. No tuvo problemas para entrar, pero, a la mañana siguiente, cuando quiso salir de la casa para ir a la estación, no pudo. —¡Estamos encerradas! ¡Perderé el tren!— exclamó Lucía preocupada.
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—Paciencia, ya saldremos de acá—le dijo Ana buscando tranquilizarla. Después de varios intentos de abrir la puerta, a las dos amigas solo les quedó pedir ayuda a gritos. Nadie las escuchó. Pensaron escapar por las ventanas, pero no era una buena idea. Se veía peligrosa esa solución. Un silbido lejano anunció la partida del tren. El próximo vendría dentro de una semana. Las dos muchachas, cansadas, al darse cuenta que no había nada que hacer, se sentaron a conversar cerca de la ventana. La vecina debía aparecer en cualquier momento. Pero cuál sería la sorpresa de las amigas cuando, horas más tarde, empezaron a sentir que el bosque azul brillaba más que de costumbre. La luz entró con fuerza a la habitación en la que se encontraban. En ese momento, entre cientos de hojas radiantes que caían flotando muy despacio desde lo alto de los eucaliptos, vieron aparecer en el bosque a las tres hermanitas. Caminaban juntas, agarradas de las manos. Llevaban puestos unos impecables vestidos blancos que parecían de fiesta. Se las veía decididas a hacer lo que se proponían. Se detuvieron frente a la casa. Sacaron algo de sus bolsillos. Lucía y Ana no alcanzaron a ver qué era. ¿Serían llaves azules? Entonces, a pesar de ser de día, iluminó y se abrió.
la puerta de la casa se
Lucía y Ana no entendían qué pasaba.
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—Toma— le dijo Aliza a Lucía al entrar a la casa— Esto para ti. —¡Tú puedes hacer lo que quieras para ser feliz!— exclamó Frimy levantando los brazos y pegando sus acostumbrados brincos. —Cuando éramos chiquititas un hada nos contó muchos secretos—agregó Arela detrás de su tímida sonrisa y de las gasas transparentes del vestido de su hermana mayor. Por varios minutos, Lucía contempló a las niñas sin decir ni una palabra. Entonces, comprendió muchas cosas. —¡Vamos a dar un paseo!—les dijo despidiéndose de Ana— ¡Tengo una noticia que darles! ¡Les va a encantar! —¡Viva!— gritó Aliza entusiasmada— ¡Lo logramos! —¡Yo le doy la mano! ¡Yo le doy la mano!— insistió la más pequeñita. —Galletas de chocolate ¡todos los días! —le susurró Frimy a su hermana menor— ¡Sí! Dedicado a mis sobrinas Aliza, Frimy y Arela, porque tienen las llaves azules.
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MICRORRELATOS DE VIAJE El viaje Rubén Gozalo Ledesma El capitán ordenó que desplegaran las velas y que disparasen los cañones. La luna resplandecía en la oscuridad como un enjambre de luciérnagas. La brisa de los mares del Sur se deslizaba por la cubierta. El grumete observó los jirones de sangre y fuego que se alzaban en el horizonte. Al abordaje, gritó el hombre del parche y la pata de palo. —¡Una barra! —pidió la mujer. Herminio dejó sobre el mostrador la novela, esbozó una sonrisa y regresó a sus ocupaciones. En el aire de la pequeña panadería aún flotaba el olor de la pólvora.
La primera vez que oí hablar de Barcelona Eduard Figueres La primera vez que oí hablar de Barcelona fue durante un verano en mi pueblito de Canasí. Recuerdo despertarme una noche al oír a tío Ramón gritando al unísono con el transistor: ¡Ha ganado el oro, ha ganado el oro! ¡Nos llevamos el oro de Barcelona! De esa manera supe que en un islita de nombre gracioso había una playa que escondía el cofre de algún pirata. Fue a lo largo de ese verano cuando decidí de manera irremediable que de mayor quería dar la vuelta al mundo para encontrar la isla del tesoro.
Viaje al cielo Ricardo Martínez-Conde Al pasar junto al crematorio, he visto salir un hilo de humo que hacía como un requiebro en el aire; parecía un juego de seducción.
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Seguro que era mi abuela. Se murió ayer y todos sabemos que siempre fue muy presumida.
El placer de viajar en taxi Natividad Gómez Bautista Aquella tarde cuando baje del taxi, mis ojos se quedaron prendidos del oscuro misterio reflejado en el espejo retrovisor, mi lengua explorando nuevas dimensiones, mis piernas enredadas, como hiedra tierna, entre el freno y el acelerador, mis pezones apuntando siempre hacia adelante, mi cabeza perdida entre las finas hebras color azabache, mi corazón exangüe sobre el asiento de atrás. Y desde entonces, recorro incansable las calles de la ciudad buscando, entre el tráfico, el taxi donde se pasea mi cuerpo.
La excursión Rubén Gozalo Ledesma Antes de partir, revisé una vez más la equipación. En la mochila llevaba el arnés, las cuerdas, varios recambios de pilas, la linterna, los piolets, el casco, el GPS, un par de bocadillos de tortilla y unas cuantas botellas de agua para evitar la deshidratación. Estaba ilusionado. Era la primera vez que mi padre y yo nos marchábamos de viaje juntos. La emoción se dibujaba en mis ojos y me encontraba un poco nervioso. —¡Espera, Luis! Coge el anorak de plumas que allí hace muchísimo frío. —¡Sí voy bien así! —¡Hazme caso! Que yo he estado allí muchas veces y luego sé lo que pasa. —¡Está bien!
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Me enfundé con cierta desgana la prenda y luego nos despedimos de mamá. —¡Nos vamos, cariño! A ver si podemos estar de vuelta para la hora de cenar —comentó mi progenitor. Después abrió el libro de Julio Verne, se puso a leer y, poco a poco, comenzamos a descender a los confines de la tierra.
En tonos grises Laura Garrido Si una mañana de invierno un viajero perdido llegara a mi ciudad, encontraría una ciudad mojada, compraría un paraguas y al tercer día se marcharía. Si lo hiciera en primavera, verano u otoño, también la encontraría húmeda, porque lo que nadie niega es que en mi ciudad llueve todo el año, y aunque tenemos la suerte de no padecer sequía, nadie la aprecia. El viajero, exhausto por su periplo aventurero, sacia su sed abriendo la boca y mirando al cielo, pero las nubes que nos sobrevuelan nos convierte en personas muy grises. El viajero lo nota y dice que encontró gente aburrida, opaca, grisácea tal vez. Un viajero que pernoctó diez noches seguidas adquirió un semblante azulado y finalmente mutó con los viandantes convirtiéndose en uno de nosotros. Ahora teñimos de rojo a todos los que nos visitan y forzamos la sonrisa cuando nos preguntan por la estación del tren más cercana para marcharse, pero en nuestro interior sabemos que mientras no deje de llover y el cielo no se tilde de azules, sólo estamos fingiendo.
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La vuelta al mundo Mei Morán Iniciaban los periplos con una lectura. Viajaban a los países más recónditos. A todos los confines de la tierra. Perseguían murciélagos en las cuevas, escalaban cordilleras de nieves perpetuas. Lloraban con la magia de los atardeceres. Pisaban las catedrales con el respeto de un creyente. Habían surcado todos los océanos, descendido por gargantas y acantilados peligrosos. A la caída de la tarde de cada día del año, emprendían el trayecto más penoso de la odisea. Él la llevaba en la silla de ruedas, con paciencia, del salón a la habitación y la cogía en brazos para acostarla en la cama.
Postre Alfredo Villanueva-Collado Todos los días sale temprano para el trabajo y llega tarde en la noche. Paso el tiempo caminando por el vecindario, aprendiendo los trucos del sistema de transportación, intentando encontrar el valor de hablar en el idioma del país. Hace tres días que estoy en París, y no ha pasado nada, aunque compartamos el colchón. Una noche me dice que me ha conseguido una sorpresa, saca una bolsa: ¡una guanábana! “¿De dónde viene, dónde la encontraste?” “Probablemente de África. La compré en un pequeño puesto de frutas árabe. Colócala en el refrigerador.” Después de cenar, se sirve un pastis, se sienta en una silla frente a mí, me pide que le traiga la fruta. Se me seca la boca y luego se me anega de saliva. Le digo que lo quiero fotografiar en calzoncillos. Me complace, se desnuda hasta el bikini azul claro, se embarra la erección con los jugos de la guanábana por encima de la tela, la pulpa blanca goteando en sus manos. Después que la tomo, me permite saborear el insólito postre.
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Error de cálculo M. Carmen Guzmán Soy un pollito de águila. Mi primer vuelo fue un desastre: caí en un gallinero y no sé cómo escapar antes de que me metan en la olla.
Una princesa de Malí Lili Villanueva Aminata parece una princesa. Su piel es más clara, cálida, café con leche condensada. Tiene el rostro redondo, lleno, los rasgos finos, la piel tersa. Sus ojos, más separados de lo normal, entrecerrados, parecen los de una geisha. Hoy es un día especial: Los pintó con una franja de azul cobalto y un hilo plateado; se vistió de blanco y turquesa. Me cuentan que Aminata nació en Senegal, pero su padre es de Malí. Ella es nieta de reyes bambara. Me sientan a su lado. Toda la familia come en silencio: carne de cordero asado con especias muy picantes. Aminata es amable, me sirve carne con la mano. Pero no sonríe. Éste debe ser el peor día de su vida. Acaba de conocer a la segunda esposa de su marido, una toubab, una blanca. Ella sufre pero acepta, tiene que aceptarme. Así es la tradición. Aminata no se queja. Es una princesa de Malí.
Marte Sergio Salinas El polvo marciano se levantó por la pisada del primer astronauta que descendió del módulo Hawking, millones de personas seguían la transmisión del acontecimiento por YouTube. Polvo y piedras rojizas eran el telón de fondo de los primeros exploradores que entraban a la historia de la humanidad. La transmisión se interrumpió y las personas retomaron sus actividades diarias. El primer astronauta en
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Marte dejó de ser trending topic en las redes sociales y Marte volvió a ser sólo un lucero más en el contaminado cielo nocturno, lejos, muy lejos de la Tierra..
Baja Marea Alberto Arecchi En la noche, las olas generaban ruidos en el bosque de palmeras y manglares. Ahora el agua se retira y deja tras de sí franjas de arena, piscinas de agua salobre, cangrejos frenéticos corriendo aquí y allá, lapas pegadas a las rocas. Almejas pequeñas, tímidas, retroceden en la arena, que se está secando. El arrecife es una cresta blanca, más allá de una franja de mar verde como esmeralda. En el horizonte el cielo es añil intenso. El horizonte se nubla, preludio de un aguacero. Una nube cubre el sol ya caliente, el viento refresca y la lluvia viene en ráfagas. Tan rápida como había llegado, la lluvia cesa y el sol reaparece. Empieza otro día en esta tierra que se queda impasible durante los siglos. Generaciones de pescadores, marineros, piratas, traficantes de esclavos y comerciantes de especias han recorrido estas arenas antes que yo. ¿Dónde está ahora la música insistente de sus arpas, donde el suave olor del incienso? En pocos años, aquí, sólo turismo y basura.
El primer viaje del español medio de los años cuarenta Elena Duce Pastor El muchacho comenzó a andar con paso decidido. Llevaba al hombro una mochila con un par de mudas y el jersey de repuesto. No tenía más, ni falta que le hacía. Por aquella
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época ni se estilaba el pijama, ni las zapatillas de andar por casa, ni siquiera el cepillo de dientes. Lo único que le había hecho falta comprar eran las botas, que relucían por el exceso de betún en sus pies. Era la primera vez que salía de su pueblo, como otros tantos. Lo habían llamado a filas un mes atrás en la plaza del pueblo, junto a los demás quintos. Luego a cada uno le tocó un destino distinto, y el suyo estaba muy lejos de casa. A Melilla ni más ni menos, donde no había más que sol y arena. Pero no podía negarse y allí que se iba, a conocer un mundo completamente ajeno y a vivir la primera gran aventura de su vida. Pero dudó un instante antes de poner el pie fuera del bosque que marcaba el límite de su pueblo y donde paraba el autobús, porque se iba de la tierra conocida para explorar una nueva.
Salpicando guaraches y huipil José Aristóbulo Ramírez Barrero En su afán de encontrarse consigo misma, al cabo de un ejercicio de introspección Ingrid se liberó de cosmogonía y teología occidentales para abrazar el credo azteca metamorfoseándose en Mactzil, hija dilecta de Kukulcán. Para terminar su conversión y recibir su confirmación, Mactzil pidió vacaciones en su trabajo y ataviada con guaraches y huipil viajó a México a presenciar, el día del equinoccio primaveral, el descenso de Kukulcán de Chichén Itzá. Entonces sucedió lo de rigor, los guías acosándola con el guirigay de que aproveche, doña, su estancia para conocer Coyoacán y Xochimilco. Y Mactzil que nones, que le bastaba con ver el prodigio de la pirámide… «Órale. Pero, para redondear su experiencia, métale muela, doña, a taquito adobado con chile habanero».
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Al día siguiente Kukulcán tronó anunciando su descenso y la panza de Mactzil también tronó anunciando mares de diarrea por cuenta del taco y del chile que se zampó en la víspera. Demás está decir que no hubo peregrinaje ni confirmación porque la cagalera se lo impidió. Qué posma. Para Mactzil, el día del equinoccio transcurrió sentada en el baño del hotel pujando, evacuando y salpicando con mierda calzones, guaraches y huipil.
Sueño nostálgico Alberto Arecchi Noche en un país de África profunda, corriendo en auto por los barrios de una ciudad adormecida, con un soldado que, para agradecerme, quería regalarme un mono de comer. En la vida real, por suerte, el soldado no pudo encontrar el mono, que sus familiares habían consumido ya. Pero en mi sueño distingo claramente la piel negra y la cabeza del animal, y sus ojos vítreos, apagados, mirándome divertidos de un pasado que siempre está presente. Tal vez me arrepiento de no haber parado en ese rincón de paraíso. Por supuesto, como siempre en la vida, ese mundo podía ser experimentado sólo entonces, en el momento adecuado: no podría durar ni más ni menos. Hoy en día, aquella ciudad se ha convertido en un inmenso campo de ruinas, y cada día por las calles entran en colisión bandas de niños armados. No es un juego, por desgracia, pero la dura realidad de la vida cotidiana, fundada sobre la base de las balas, más que del pan. Desde hace tiempo, los amigos se han perdidos, cada un ahogado en su propio mundo cotidiano. ¿Quién sabe dónde estarán, en este momento…?
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Recorriendo el valle del Jerte David Mateo Cano Jamás olvidaré el viaje que hice por el Valle del Jerte, quería ver los cerezos en flor, me habían contado maravillas de su belleza. Llegué a mediodía al Puerto de Tornavacas, allí paré a echar un vistazo general del Valle, me pareció impactante, continué hacia Cabezuela del Valle y sin solución de continuidad me fui hasta Piornal, el pueblo parecía estar en el mismo cielo ya que la carretera nunca se acababa, aparqué junto a un tanatorio y comencé a andar, vi a un matrimonio mayor que vendía cerezos y arbustos de frambuesas, quise comprar uno de cada especie, pero quería ejemplares de mayor tamaño, entonces la mujer me invitó a que la acompañara a su casa donde tenía más, así lo hice, nada más entrar me quedé estupefacto, había dos mujeres idénticas a ella, mi sorpresa fue en aumento al ver salir a otro hombre igual a su marido, y al poco otro más, la mujer detectó mi asombro y se rió, no necesité preguntarle, ella me lo explicó todo con pelos y señales, no sólo clonaban árboles, también lo hacían con personas.
El viaje
Miguel Feria Rodríguez “Para viajar no hace falta dinero”, dijo mi abuela , cuando me quejé de que nunca podría salir de la isla. Me miró a los ojos, aquellos ojos azules de cielo infinito y de sabiduría plena. Nunca pensé que la isla se volviera tan minúscula. Conocía todos y cada uno de sus caminos e intrincados senderos, sus rincones melancólicos y sus playas de arena volcánica, sus montañas y sus praderas. Subí a la montaña del Teide en un límpido amanecer de primavera, cuando las siete islas se pueden fácilmente divisar. Me senté junto a una roca y contemplé exhausto el fondo sulfuroso del volcán. Era un lugar especial, donde la imaginación siempre se expande y lo terrenal se vuelve subjetivo y banal. Alcé la vista hacia el infinito de la mañana
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despejada y contemplé todas y cada una mis islas, pensé en sus gentes y sus anhelos, en sus caminos, sus alegrías y pesares. Cambié sus historias y distorsioné sus realidades, jugué con el tiempo y el espacio, para convertir el pesar en un saco de alegría y la incertidumbre en una certeza plena y llena de júbilo. Mi abuela tenía razón.
El Colibrí
Miguel Feria Rodríguez Llegamos al Monte Nuboso de Monteverde, Costa Rica, y allí, como esperando por nosotros, está el colibrí. Nos quiere deleitar con su vuelo vertiginoso y con sus alas brillantes y multicolores, que parecen echar un pulso al arco iris y una apuesta al invisible reloj que los mueve. Se suspende en el aire, cual si pendiente de una fina cuerda de pescador se columpiara, para probar el agüita dulce de los bebederos colgantes de la selva. Luego se va, alertado por su eterna prisa o como si, en otro lugar del bosque, alguien más esperara ansioso para embelesarse con el prisma de su siempre vibrante aleteo. Observo en silencio, temeroso de que incluso mi respirar pueda hacerle perder un segundo de su impaciente ir y venir. Y decido, en ese preciso momento, que la belleza se ha fundido en plumas y que en mi corazón se ha abierto una nueva ventana.
El niño sonriente Sara Rodríguez
La mirada de los niños en el mundo nos hace reflexionar. Nacer en La Habana, crecer en un pueblo rural en Camboya, aprender a leer en San Francisco, jugar con un palo y una cuerda en un poblado Masai y comer arroz con frijoles en una favela brasileña. Todos estos niños nacieron en lugares muy diferentes, llenos de contrastes, con más o menos recursos y en familias muy distintas; pero todos ellos tienen algo en común que nadie les podrá quitar nunca: la sonrisa; esa sonrisa que nos hace
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creer en el mundo y lo que esos niños podrán hacer por él algún día.
La pereza Miguel Feria Rodríguez Hoy he llegado a la Plaza Bolívar y se encuentra repleta de gente. Los buhoneros se aprestan a mostrar sus mercancías, los niños se sueltan de las manos de sus padres para correr a jugar, los kioscos que venden panelas de San Joaquín, pulpa de Tamarindo, suspiros de azúcar y piruletas de melao, abren sus puertas. En los árboles que rodean la fuente está la pereza, el oso perezoso que habita las alturas. La pereza de la plaza. Miro hacia arriba, y la veo como observa con parsimonia el espectáculo de color que se extiende a sus pies: una orquesta de merengue caraqueña que afina sus instrumentos, un policía que anima a un borrachito rezagado, un vendedor de raspaos y una madre primeriza que corre rauda tras su retoño con el ánimo de quitarle el abrigo, no sea que le vaya a dar un sofoco. Allí está, moviendo sus largas pezuñas de una rama a la otra, como si el mundo se detuviera en cada presa que hace con sus garras, mirando desde las alturas, cual pirata aupado en el mástil de un bajel perdido. No tiene prisa, disfruta con cada movimiento.
Experiencia filipina Azucena López Sentada en el aeropuerto de Bangkok, esperaba impaciente mi próximo vuelo. Un vuelo que me llevaría hasta Manila y me separaría de mi país nada más y nada menos que 11.700 kilómetros. Tras tres horas en las alturas, estaba ansiosa por aterrizar. El colorido avión de Thai Airways tocó suelo y tras recoger mi maleta y salir del modesto aeropuerto de Ninoy Aquino, sentí un calor húmedo que rápidamente mojó mi ropa. Así me recibía Filipinas. Un país de gente amable, de carreteras con tráfico y ruido constante. Un país sin prisa,
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católico y con un sol abrasador. Al vivir de primera mano las notables diferencias con Europa, pronto entiendes las costumbres y modo de vida de la mayoría de los filipinos. Gente de piel oscura y de sonrisa casi permanente. Gente con austeros salarios que trabajan en lo que pueden y para los que la familia es fundamental. Gente que se conforma con lo que tiene y es feliz. Después de varios días en Manila aprendí mucho de los locales que conocí y ahora, desde el otro lado del mundo, recuerdo con cariño mi primer viaje por Asia...
Amarit Alfonso Javier Matías Amanece en Jodhpur. Amarit abre los ojos. En este pequeño salón, duermen a su lado sus dos hermanos mayores y la abuela. Sus padres tienen algo más de suerte y ocupan el único dormitorio de la casa. No sabe qué día es, para ella todos son iguales. Ayudar a limpiar y vestirse dos veces al día para cantar y bailar en la terraza de algún hotel del centro. Es capaz de construir la sonrisa más bonita del mundo y hacer reír a la tristeza. Hoy acabó tarde. Actúo con su familia para un grupo de españoles. Le regalaron unos lápices de colores, pero ella, a sus 9 años, no tiene tiempo para esas cosas. Desgraciadamente, ya no recuerda lo que es la inocencia y hace tiempo que dejó de jugar. Anochece en Jodphur. Amarit cierra los ojos.
Re-encuentro Alfredo Villanueva-Collado Cruzo un prado verde, moviéndome hacia una torre de piedra. Subo las escaleras en espiral. Arriba, un espacio
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abierto, el techo sostenido por pilares. Distingo pájaros volando hacia el horizonte profundamente azul. Se ve joven. Viste una túnica blanca vagamente medieval, con largos velos ondeando a sus espaldas. Comprendo que ésta es su casa. Vive por su cuenta. Me da la impresión que disfruta su soledad. La ha escogido, como unas vacaciones. Inexplicablemente, una cosa me preocupa. “Mami,” le digo, “este sitio no tiene ventanas, está expuesto a los elementos. Cuándo llueve, ¿no te mojas, no se mojan tus muebles?” Sonríe y contesta: “Aquí yo controlo los eventos. No llueve porque no quiero que llueva.” Pero todavía estoy confundido. “¿Qué haces aquí?” “Espero por tu padre y por ti; cuando ambos hayan cruzado ese prado, nos iremos a otra parte todos juntos.” Y así, en un sueño, recibo mis instrucciones de viaje.
En busca del nuevo sueño Antonio Ortuño Casas A un planeta perdido y lejano del sistema solar, próximo a un agujero negro, sólo hay posibilidad de llegar con una compañía espacial y el viaje dura varios meses. Muy pocos en la Tierra pueden permitirse el lujo de pagar una gran cantidad de dinero, además de los inconvenientes de un viaje tan largo, por lo que apenas, hasta hoy, es sólo accesible a científicos, militares y algún que otro explorador aventurero subvencionado por algún loco millonario con la idea de hacerse publicidad. El planeta es muy atractivo, con una atmósfera parecida a la de la Tierra, con todos los recursos por explotar, ya prácticamente expoliados del suelo y entorno terráqueo donde cada vez es más difícil vivir, habiéndose reducido la población a números de inicios del siglo XX. Hoy, casi dos siglos después, el primer espalda mojada ha conseguido
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meterse en la bodega de la nave espacial. Lleva sangre heredada de generaciones pasadas, la de aquel pequeño mestizo escondido en la bodega de un gran camión cruzando la frontera, aquella en la que se podía alcanzar el sueño, ese que ha resultado ser una pesadilla.
El vagamundo
Francisco Manuel Marcos Roldán Tenía una carpeta en la que guardaba todos los billetes de los viajes que hice durante los últimos meses, de todos los colores, tamaños, tipografía y forma. Mi corazón de aventurero me llevó a lugares recónditos en los que me inmiscuí con infinidad de culturas, sabores y colores. Leyendas y mitos que nacían en unas tierras, resurgiendo en otras en diferente simbología. El mar fue el único medio que se me resistió, hasta que lo vencí una buena mañana al cruzar en barco el estanque del jardín del pueblo. Superar el trance me llevó a sentirme libre. No habría nada que pudiese detenerme. Quería ser vagamundo, lo tenía clarísimo. Los bere bere, incas e indios norteamericanos me enseñaron a saber apreciar los espíritus de la naturaleza, a asociarme con ellos, a saber vivir en equilibrio. Me nombraron magnate por mis viajes, conocimientos y respeto. Tuve en mis manos la pipa de la paz. Supe que era un árbol, el sentido de los colores, y porqué veneraban los Nepaleses a su Dios. Lo malo es que el equilibrio siempre lo rompía mi madre diciéndome que no viajara tanto a la luna.
Dos volcanes Joaquín Valls Arnau Tras varios años ahorrando, pudieron por fin contratar su anhelado viaje a Tanzania. Ninguno de los cuatro había pisado antes el continente africano, cuanto conocían de él era a través de documentales de la televisión y de algunas páginas de Internet. Llegaron un sábado. Siguiendo un apretado programa visitaron el lago Manyara, el Serengeti, la Garganta de Olduvai y como colofón el cráter del Ngorongoro,
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la mayor caldera del mundo, donde pudieron contemplar millares de animales en libertad. Casi sin haberse dado cuenta llegó el sábado siguiente, último día del viaje. Estaban exhaustos, aunque también conmovidos ante tanta belleza. Desde el hotel los condujeron al aeropuerto. Nada más cruzar las puertas, les aguardaba una sorpresa: en un cartel anunciaban que todos los vuelos se habían cancelado. La causa, una nube de ceniza, invisible a los ojos pero dañina para los reactores, que procedía de un modesto volcán islandés de extraño nombre y casi tan enigmático como el Ngorongoro. Su inicial contrariedad se transformó en alegría: el destino había dispuesto que prorrogasen su estancia allí. El trabajo de ambos y el colegio de los niños, podrían esperar.
Duda esclarecedora Salvador Robles Miras
Nunca se había considerado muy inteligente, por eso le extrañó tanto lo que le acababa de decir la mujer con la que compartía asiento en el tren: “Da gusto llevar de compañero de viaje a un hombre tan inteligente como usted”. El hombre se quedó perplejo. Durante los siguientes minutos reflexionó sobre las eventuales razones que habían animado a la mujer a pronunciar tan sorprendente frase. Después de un rato de trasiego neuronal, se quedó con tres hipótesis: 1) La mujer era muy inteligente y le había dedicado tan excelso elogio porque pretendía sacar algo de él. 2) La mujer había mentido por lástima o, quizá, porque ella era la amabilidad personificada. 3) La mujer, una estúpida, sólo era capaz de captar en el otro la estupidez que ella llamaba inteligencia. Como esta última opción le pareció la más plausible de las tres, el hombre, confirmada su proverbial estupidez, enlazó la mano que le tendía la mujer.
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Me quedaré en Ulan-Bator Grendelxus He vuelto de vacaciones. Pronto llegará la Fiesta Mayor y la feria. Después la Castañada y los boniatos. Después la Navidad y los turrones. Después la fiesta de Fin de Año y el champán. Después los Reyes y los regalos de los niños. Llegará también el Carnaval y sus disfraces. La Semana Santa y los buñuelos. San Juan y los petardos. Y después el verano, la playa y los bañadores. Sólo tenemos que poner un cuerpo y un nombre. Todo está ya dibujado y el tiempo rebanado. Volveré a irme de vacaciones. Nadie me echará de menos.
La mamita de la bibliotecaria Isabel Mª Rojas Herrera
Consignas educativas de grandes letras negras en los muros de la entrada, en el patio, en las aulas de la amarilla escuela de un pueblo de casas de audaces colores, envuelto en el verdor de las suaves montañas, en plena zona tabacalera… Las espesas y verdioscuras hojas del tabaco eran tan grandes que casi me podían tapar entera… podría permanecer allí una eternidad sin ser descubierta… hasta la recolección de la hoja, al abril siguiente, escondida en aquel lugar al abrigo del futuro habano, como aquellos puros que habíamos visto liar por un operario ya mayor, con bigote espeso y pelo canoso, sus ojos oscuros fijos en la minuciosa tarea de cada día de su vida, allá en Pinar del Río, en aquel porche de hacienda tabaquera… De muy lejos llega el salobre desde de Cayo Jutía, mientras hablamos con la bibliotecaria de la escuela, quien, junto a su mamá, la vigilan durante los meses de estío y se ofrecen a
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enseñarnos las aulas vacías, donde resuenan aún las voces de los chiquillos… Escribí cartas a mi colega cubana durante un tiempo… pero nunca pude recibir una respuesta suya
Fruta Fresca
Patricia J Dorantes En ese instante Paul simplemente no podía pedirle otra cosa más a la vida. Su única preocupación en ese paraíso tropical era dedicarse en cuerpo y alma a disfrutar de las bondades del Sol entre los morenos brazos de una bella dama. Todo estaría bien, siempre y cuando las olas del mar siguieran con su eterno movimiento…, al igual que las manecillas del reloj de la oficina, que se encargaron de sacar a Paul de su ensoñación con su incesante ruido. El ejecutivo no pudo evitar dar un gran suspiro al darse cuenta del pronto fin de su hora de descanso. Sin embargo, la tristeza no lo invadió por mucho tiempo. En lugar de seguir lamentándose, mejor se decidió a darle otra gran mordida al sabroso mango que había comprado para acompañar su almuerzo. La fruta estaba muy buena; dulce y jugosa como los labios de una cierta morena que Paul había conocido en su viaje al Caribe. Quizás ahora ella estaría a cientos de kilómetros, pero su simple recuerdo bastaba para infundirle un poco de calor a una aburrida tarde en Londres.
Postales Mayra Céspedes Supe que sería su esposa desde el encantada de conocerte. Nunca nos amamos demasiado pero nos amoldamos el uno al otro de una manera tan cómoda y natural que separarnos era un incordio. Pero, a quien efectivamente se convirtió en mi esposo, no le gustaba viajar. Nuestra luna de miel la pasamos en la Sierra de Madrid , a 15 km de nuestra casa, y ese fue nuestro primer y último viaje juntos.
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VIiI Concurso de Relatos de Viaje Moleskin 2013
No me cansé nunca de preguntarle el porqué no quería viajar, él siempre me dijo que era algo personal que involucraba un suceso de su pasado del que no quería hablar. Pero yo insistí, año tras año, buscando un porqué a su fobia a viajar. Cierto día me harté de no saber, de no conocerlo, de su secreto . A mí tampoco me apasionaba viajar pero no soportaba ese misterio incomodo en nuestras vidas así que emití mi ultimátum: O me cuentas o te vas. Ok , me voy de viaje; fue su respuesta. No volví a verlo nunca más, pero agradezco las hermosas postales que me envía frecuentemente.
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