Verano en Marruecos y otros 60 relatos y microrrelatos de viaje

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Verano en Marruecos y otros 60 relatos y microrrelatos de viaje

VII Concurso de Relatos de Viaje Moleskin 2012


VII Concurso de Relatos de Viaje Moleskin 2012 © 2012 Adriana Herrera, Adriana Laura Cristófalo Vidal, Alberto Fernández González, Alejandro Peris, Alicia Ortego, Ana Astri-O’Reilly, Antonio Ortuño Casas, Anturio Grimaldo, Azucena, Blanca Laffitte Lasarte, Calamanda Nevado Cerro, Carmen Nelly Rodríguez Franco, Eduard Figueres Volart, Francisco Manuel Marcos Roldan, Isabel de la Granja, Jacqueline Soto Marchant, Jairo Sánchez Hoyos, Javier Castaño Rodriguez, Javier Fenollar Cortés, Jesús Sánchez Celada, Jesus Villarino Pérez, Joaquín Valls, Jorge Varela Martínez Negrete, José Aristóbulo Ramírez Barrero, Josefina Lazo, Kalton Harold Bruhl, Karen Zambrano, Laura Garrido, Laura López Terrón, Liliana Villanueva, María del Carmen Guzmán, María Dolores Haro Barrionuevo, María I. Escribano Albendea, María Mercedes de Urbina, María Pilar Valdepeñas Lozano, Miguel Feria Rodríguez, Miquer Alberto Rivera Santiváñez, Natividad Gómez, Néstor Quadri, Nora Quintanilla Simón, Oliver Montilla, Pablo Iglesias Argaiz, Patricia Odriozola, Pau Llambies Bal·le, Pedro López Manzano, Petra Dindinger Biermann, Rafael Castillo Morales, Ricardo J. Gómez Tovar, Ricardo Martínez-Conde, Rosa Eva Gutierrez Miranda, Rossana Sala Estremadoyro, Rubén Martín Camenforte, Salvador Robles Miras, Xavier Flotats © De esta edición, agosto 2012. Vagadamia. www.vagadamia.org Todos los relatos y microrrelatos participantes en el concurso en la edición 2012, 400, en la edición 2011, 232, en la edición 2010, 155, y en la edición 2009, 162, están disponibles para su lectura gratuita en www.moleskin.es, y los de ediciones anteriores, están disponibles en www.vagamundos.net, años 2006 a 2008 inclusive. El Concurso de relatos de viaje Moleskin está patrocinado por la editorial Ediciones del Viento de A Coruña, España y por Grammata, el fabricante español líder en la venta de lectores de libros electrónicos Papyre. Fotografía de portada: © Carlos Olmo Bosco, tomada en el zoco de Marrakech, Marruecos Diseño de portada y contraportada: © Raquel Gorrochategui Santos Printed in Spain/Impreso en España Edición digital

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro óptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

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ÍNDICE Introducción Los ganadores. Biografías

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Relatos Verano en Marruecos. Pau Llambies Bal·le El Vagón de Chejov. Salvador Robles Miras Orinoco Flow. María Mercedes de Urbina El Punto de Giro. Jesús Sánchez Celada Delicias Turcas. Eduard Figueres Volart Albania y su Doble. Ricardo Martínez-Conde El rumor de Venezuela. Jairo Sánchez Hoyos La naranja en el bolsillo. Liliana Villanueva El mosquito de Rotterdam. Alberto Fernández González El vapor de las historias. María I. Escribano Albendea Página 36. Jacqueline Soto Marchant Bhutan, El Tiempo Dislocado. Javier Castaño Rodriguez Rugby y Malvinas. Ana Astri-O’Reilly Noche de muertos en Michoacán. Jorge Varela Martínez Negrete Grecia y la sombra (Un paseo ateniense). Ricardo Martínez-Conde Viaje a Lisboa. Javier Fenollar Cortés Murano de todos los colores. Casi. Rossana Sala Estremadoyro Teselas de Marruecos. Ricardo Martínez-Conde ¡Ultreia!. Josefina Lazo Viaje a Utopía. Salvador Robles Miras Recovecos de París. Laura López Terrón Coche de lujo. Patricia Odriozola Rumbo al país de la utopía. Rosa Eva Gutierrez Miranda Mis principios viajeros. Alicia Ortego Argentina, Tierra de Contrastes y Pasiones Infinitas. Xavier Flotats La luz y su madre. Calamanda Nevado Cerro Lugar de las apariciones, Anturio Grimaldo

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Primer mundo o tercer mundo, la esencia es siempre la misma. Adriana Laura Cristófalo Vidal 191 El harragán. Oliver Montilla 204 Cara de luna. Carmen Nelly Rodríguez Franco 206 Un beso de desayuno. María Dolores Haro Barrionuevo 210

Microrrelatos Matanzas. José Aristóbulo Ramírez Barrero Viajes soñados. Natividad Gómez Qué perra vida. María del Carmen Guzmán La mansión. Joaquín Valls Café. María Pilar Valdepeñas Lozano Periplo vital. Rafael Castillo Morales Hacia el horizonte. Kalton Harold Bruhl Invisibles. Alejandro Peris Suecia. Nora Quintanilla Simón Mapa de piel. Isabel de la Granja Buscando Guerra en una Abadía. Karen Zambrano Por los senderos del cerro. Néstor Quadri Mientras tanto. Pedro López Manzano Un día de vuelta al mundo. Rubén Martín Camenforte Viaje en tiempos de guerra. Laura Garrido Amar en la ciudad. Pablo Iglesias Argaiz Peregrino del Great Stour. Ricardo J. Gómez Tovar Tropezar en Berlín. Joaquín Valls Raíles. Nora Quintanilla Simón El hijo de Noé. Jesus Villarino Pérez El Malpaís. Miguel Feria Rodríguez Ave migratoria. Antonio Ortuño Casas Auschwitz en la niebla. Azucena El Taj Mahal. Francisco Manuel Marcos Roldan En el tren. Petra Dindinger Biermann La ciudad que quedó atrás. Adriana Herrera Los perdidos. Salvador Robles Miras La ciudad más decadente del mundo. Blanca Laffitte Estoy en Bremen. Miguel Feria Rodríguez Expreso nocturno 1991. Miquer Alberto Rivera Santiváñez

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INTRODUCCIÓN La séptima edición del Concurso de relatos de viaje Moleskin, patrocinado por Ediciones del Viento, ha supuesto un gran salto cualitativo y cuantitativo con respecto a las seis anteriores gracias a la consolidación de la categoría de microrrelatos. Un total de 400 obras, 212 relatos y 189 microrrelatos, de 170 autores provenientes de 16 países diferentes, casi todos latinoamericanos, pero con aportaciones desde países tan distantes como USA, Argentina o Australia. El objetivo principal de esta edición es poner en manos de los autores seleccionados para el libro los resultados del concurso en un formato, ya sea digital o en papel, que los lectores de Moleskin siguen prefiriendo: el libro. Es una edición que utiliza las últimas tecnologías, como la impresión personalizada y bajo demanda, que permiten a mucho autores noveles y no tan noveles saltar la barrera de las editoriales tradicionales, que, salvo excepción, apuestan sobre seguro. En Vagadamia, asociación cultural sin ánimo de lucro, hemos asumido este proyecto con gran entusiasmo, pero los méritos del conjunto de relatos de viaje incluidos en el libro, algunos reales, otros imaginarios, y otros con ese estilo tan latinoamericano que es el realismo mágico, son de sus autores, a quienes agradecemos su aportación. Comienza pues una ruta fascinante que nos llevará por la geografía de Marruecos, haremos un viaje literario por un vagón de metro, navegaremos las aguas del Orinoco, caminaremos por la India, disfrutaremos de las delicias turcas, conoceremos la doble vida de Albania, seguiremos las andanzas de un mosquito por Rotterdam, y, en suma, recorreremos el mundo a través de las palabras.

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LOS GANADORES Biografías Primer Premio. Pau Llambies Bal·le es español y reside en Barcelona. Según sus propias palabras, su currículum literario se limita a este relato; hasta ahora sólo había escrito algunas pocas líneas, principalmente para si mismo, de tipo más personal. Le damos la bienvenida al mundo de la literatura de viajes, en la que le auguramos un brillante futuro. Segundo Premio. Salvador Robles Miras nació en Águilas (Murcia), aunque reside en Bilbao desde los diez años. Es periodista y pedagogo, y ha publicado diversos libros: ensayo, narrativa y novela. Colaborador habitual de la Radio Pública Vasca. Ha conseguido numerosos galardones en diversos concursos internacionales de cuentos, entre otros: Primer Premio del Concurso de Literatura Juvenil e Infantil de “El Mangrullo”, Primer Premio de Ficción Distópica y Ciencia Ficción de Sexto Continente de RNE, Premio Internacional de Microrrelatos de Rio Gallegos (Argentina), Primer Premio de Relato Rosalía de Castro 2012, Primer Premio del VI Concurso de Relato de “El Rosario” (Tenerife), Primer Premio del Certamen Internacional de Cuentos del Parnaso (Perú), Primer Premio del Concurso de Cuentos La Matera de Neuquén (La Patagonia), Accésit del I Concurso de Microrrelatos del Instituto Cervantes 2012. Tercer Premio. María Mercedes de Urbina, nacida en Venezuela, es Licenciada en Filosofía, escritora y artesana. Actualmente reside en Estados Unidos, desde donde envía los resultados de su aventura creativa a los confines de este mundo, donde quiera que sean requeridos. Ha publicado sus relatos en las revistas digitales literarias Letralia y Resonancias y ha resultado finalista en el Certamen Argentino Internacional de Autobiografías “Ricardo J. Berwyn” (2009)

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RELATOS DE VIAJE Verano en Marruecos Pau Llambies Bal·le El gran taxi colectivo avanza decidido por cierta solitaria y polvorienta carretera del Riff y yo, sin apenas conocer el destino que me depara, sustituyo la preocupación por una atenta observación del paisaje. Es casi mediodía y el sol, cercano a su cenit, se deja sentir con fuerza en estos días previos al mes de Ramadán. Sin previo aviso, en un cruce cualquiera de este camino sin nombre, el coche se detiene y su conductor me indica a gestos que es aquí donde debo bajar. Asiento con cara de confusión, y tras despedirme torpe y apresuradamente de mis compañeros de viaje me bajo del vehículo y recojo mi mochila del portaequipajes. Nada más bajar el coche arranca levantando y arrastrando tras de si una espesa nube de tierra pulverizada. Sin insistir en seguirlo con la mirada, me cuelgo la mochila de los hombros, miro mi desolado alrededor e intento luchar contra el miedo que empiezo a intuir. Es entonces cuando oigo un grito y al girarme, a lo lejos, veo salir a alguien de debajo de una frondosa higuera, empujando un viejo mobilette. Ataviado con chilaba, sombrero y bastón, y convertido en mi guía desde ese mismo momento, Louafi sube a la moto y me invita a acompañarle. Agarrándome a duras penas allá donde puedo y recogiendo las piernas para evitar tocar el suelo en los sucesivos baches del polvo allanado que nos permite el paso, nos dirigimos camino al gîte donde pasaré esta noche. Nos detenemos poco después frente a la casa y al oír acercarse el estruendo del heroico mobilette, Youssef – el dueño – sale a recibirnos. Me siento como en casa desde el primer momento. Acariciados por la brisa y a resguardo de las altas temperaturas a la sombra del patio, nos relajamos en los cojines de una esquina y, como suele ocurrir cuando a un sitio agradable se le añaden el té, la calma y un poco de conversación, la tarde discurre sin preocupaciones.

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Como es costumbre, la tarde ha dejado paso a la noche y a pesar de que debería estar durmiendo para reservar fuerzas para mañana, no puedo evitarlo; salgo fuera y estiro el cuello para contemplar el cosmos en toda su magnitud. La ausencia de contaminación lumínica en todo Al-hoceima es una clara invitación a las estrellas para que se muestren en todo su esplendor y ellas, nada perezosas, se alinean en constelaciones para presentarme uno de los espectáculos más bellos que habré presenciado en toda mi vida. Están todas, creo; Casiopea, la Osa Mayor y su hermana pequeña, el cinturón de Orión… Toda la bóveda celeste ante mis ojos, envolviéndome, maravillándome y yo no consigo hacer otra cosa que mirar, mirar, mirar… y sentirme pequeño. *** El sol empieza a colarse por mi ventana y el magnánimo silencio que reina a todas horas en este lugar se ve interrumpido por los golpes de bastón de Louafi en la puerta, que me anima a levantarme para emprender la marcha. Son las ocho de la mañana y nuestra ruta empieza por un estrecho sendero que cruza diversas fincas de olivares. Mientras escucho las precisas respuestas de todas mis preguntas, no puedo evitar pensar en mi infancia, cuando al otro lado del charco y en un paisaje no muy distinto, mi abuelo pacientemente me enseñaba a nombrar las cosas. A pesar de las dudas iniciales de Louafi, mis zapatillas aguantan estoicamente todo el camino y mientras avanzamos, él trata de enseñarme los nombres de los animales y las plantas en árabe y bereber que yo, con gran ahínco y escaso éxito, trato de memorizar. El camino es apacible pero, a medida que el sol ha ido abandonando poco a poco el horizonte y nosotros íbamos descendiendo a través del valle, el calor empieza a ser insoportable. La piel de mi espalda, insensatamente desnuda, empieza a alcanzar temperaturas cercanas al punto de ebullición Llegamos finalmente a la altura del mar, tras un último tramo andando por el sediento cauce del río, y cuando el Peñón de Vélez se divisa en casi todo su apogeo, cerca de la playa de Bades,

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sentimos la necesidad de tomarnos un té en un pequeño cobijo que funciona a modo de bar. Allí nos sentamos con viejos conocidos de quien soy acompañante y, tras las presentaciones y el saciar las curiosidades respecto a mi presencia, su charla deriva por otros derroteros que ya no puedo yo alcanzar, así que decido relajarme y practicar el noble arte de estar. Tras la breve pausa, que aprovechamos para comernos las provisiones, nos acercamos al aislado enclave militar español, que se encuentra separado de Marruecos por una surrealista cuerda azul que funciona a modo de frontera y que, insistentemente, Louafi me recuerda que no puedo cruzar. Inevitablemente, contemplando la ni siquiera tensada cuerdafrontera, me da por pensar en la fragilidad de los bordes, en la frecuente absurdidad de los límites y, por supuesto, en aquel dicho tan repetido de que “¡ya no se hacen fronteras como las de antes!”. Terminadas mis divagaciones mentales decido bañarme en una de las dos caletas que custodian ambos países, mientras siento que el agua que me moja pertenece al mar que nos une y que también, desgraciadamente, tan a menudo nos separa. Al salir veo que mi compañero ocupa un privilegiado asiento bajo una colorida sombrilla y, al acercarme, mi curiosidad es recompensada con una deliciosa tajada de sandía. Sin prisa nos terminamos la sandía y emprendemos la empinada cuesta que nos llevará al sendero que une esta playa con la de Torres de Alcalá. Las siguientes dos horas discurren por un apacible camino que bordea la costa desde lo alto de unos acantilados, un trayecto que mis piernas y mi vista agradecen enormemente. Mano a mano con mis fuerzas, el sol va descendiendo lentamente. Llegada la medianoche me subo al autobús de Najme Shamal, que servirá también de cama durante las siguientes ocho horas, a la vez que agradezco a mi cuerpo su capacidad de dormirse en multitud de registros logísticos. Nejma Shemal, estrella del norte… ***

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En este primer día de Ramadán, Chefchaouen me alcanza durmiendo plácidamente en mi butaca y, por suerte, consigue activar mi instinto despertándome con el tiempo justo para preguntar a mi vecino dónde nos encontramos y avisar al chófer de que no cierre la puerta del maletero, donde están mis pertenencias. Por suerte voy recuperando mis plenas facultades de camino a la medina antigua, totalmente necesarias una vez cruzada la puerta de Bab ‘Ayn para tratar de descifrar la ubicación de mi hotel en el complejo entramado de callejuelas en que me encuentro. El lugar me abruma nada más llegar y destruye de un golpe la imagen idílica que me ha traído hasta sus pies y que tardaré varias horas en recuperar de nuevo. El choque se agrava cuando llego a Uta el-Hammam – punto neurálgico de la medina – y encuentro a los marroquíes musulmanes sentados, mientras esperan el momento del iftar – ruptura del ayuno –, observando a los turistas, que comen amontonados en las bonitas terrazas de algunos restaurantes. Para huir de tal grotesco espectáculo decido adentrarme en lo alto de la medina, buscando las calles menos transitadas. Y ahí es donde mi idilio de postal empieza a encajar con lo que veo, con la magia del lugar, con el blanco y azul de sus paredes, culminando en el momento en que, tras subir por la colina que custodia el cementerio, veo desde lo alto caer el sol y la voz de los muecines colmarlo todo. No tengo otra alternativa que reconciliarme con el lugar y ahora la plaza, que hierve de actividad, me parece un lugar fantástico. Decido cenar en la terraza superior del pequeño Shams, inexplicablemente vacía. Al terminar, mientras sorbo despacio el te de rigor, me distraigo observando a la gente junto al gato negro que, de un salto, se ha acomodado en mi regazo. *** Tánger, próxima y última estación. La nostalgia prematura que me invade siempre que intuyo ya el final de mis viajes se

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acrecienta con el galopar del tren y su calma. Llego puntual a la estación y me subo al primer taxi disponible, tras regatear brevemente la tarifa. Nos paramos frente a la remodelada plaza del Gran Zoco, delante de la puerta de la antigua medina, y paso buena parte de la siguiente hora intentando saber si sufro un deja vú o vuelvo a estar por enésima vez perdido en los callejones. Mi destino es el bonito piso de una compañera de la universidad que, aprovechando que no está en la ciudad, me lo cede amablemente, con la única condición de descubrirlo sólo con ayuda de unas difusas instrucciones. Finalmente, después de movilizar a medio barrio en mi ayuda, consigo dar con una callejuela sin salida en donde creo puede estar el tesoro que ando buscando; ninguna puerta en especial, ninguna de ellas con número, así que no hay más alternativa que probar una por una. Por fortuna no me cruzo con nadie en lo que, a simple vista, parecerían sucesivos intentos de allanamiento de morada, y mi búsqueda da resultado al cuarto intento. Los horarios de visitas durante el mes de Ramadán se reducen considerablemente, por lo que todos mis planes se ven frustrados. La única excepción es la curiosa iglesia de San Andrés, que combina el estilo anglicano con el morisco, así como un padrenuestro escrito en letras árabes que comparte espacio con aleyas del Corán. Orientada, además y según dicen, hacia la Meca. Así que mi última tarde en Marruecos consiste en deambular de un sitio a otro de la medina, hasta que la oración del iftar lo revive todo y nos invita a alternar los dulces con las bebidas que ofrecen los numerosos puestos de la calle. Tras el último te desde el Café Chorouk, vuelvo a la casa para preparar la mochila y descansar un poco antes de coger el vuelo de regreso. Está todo listo para echarme a dormir y es entonces cuando empiezo a oír como un enorme estruendo instrumental y un olor como de incienso lo invade todo. El frenético ritmo va en aumento e, intrigado, intento descubrir su origen asomándome por la ventana. Como no consigo ver nada y la música no se detiene, siento la necesidad de

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averiguar algo más y bajo a la calle, no sin antes asegurarme de coger la cámara de fotos. Salgo fuera e intento seguir el rastro auditivo que empieza a diluirse y llego a la puerta roja, ahora entreabierta, que horas antes no ha cedido al rodar la llave. Justo al acercarme salen dos jóvenes, uno de los cuales, divertido por mi cara de asombro, me indica sonriente que puedo entrar. Mientras ellos se alejan por el callejón, yo, tímidamente, empujo la puerta y me abro paso a través de la penumbra. Nada más girar el pasillo llego a un precioso patio típicamente árabe donde contemplo, asombrado, a un grupo de hombres descalzos situados en el centro, formando un círculo. Visten brillantes vestidos de colores y están recitando lo que, me parece, suena a oraciones; en el interior del corro, algo que parece comida, una cabra y dos gallos. Me convierto al entrar, lógicamente, en el centro de las miradas y los murmullos de los que se sientan alrededor, pero con un gesto de mano soy invitado a pasar y a sentarme. Me despojo de mis sandalias, sin saber muy bien porqué, y me siento en un pequeño taburete de un rincón, intentando inútilmente pasar desapercibido. Al poco rato el círculo central se disuelve, sus integrantes me sonríen y cambian sus oraciones por instrumentos de música, todavía en el interior del patio cubierto. En este momento, antes de que empiece de nuevo la música que me ha traído hasta aquí, los integrantes del grupo me ofrecen para sentarme un privilegiado sitio entre los cojines que circundan el patio, en primera fila. Durante un buen rato, en que el sonido vuelve a inundar el espacio por completo, soy el único que ocupa el palco de honor y sigo sin comprender todavía como me he colado en casa ajena y he terminado en primera línea de una celebración que no entiendo. Poco a poco irán ocupándose el resto de sitios cercanos a mí y, lentamente, noto como mis músculos se van destensando uno a uno, hasta que mis manos empiezan inconscientemente a marcar el ritmo sobre mis muslos.

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No he dicho ni una sola palabra desde que he llegado. Me doy cuenta de ello al acercarse una chica que intenta iniciar una vía de comunicación que resultará un fracaso, así que sigo sin saber muy bien que está pasando. Me limito a mirar, con los ojos como platos. Y los abro más al ver como una señora muy mayor, que hasta entonces había permanecido en su silla plácidamente, se levanta, se dirige hasta el centro donde nos encontramos y se pone a bailar. Pero no se trata de un baile de pasos definidos, o de alguien que no sabe bailar; ni tan siquiera los movimientos corresponden a alguien de su edad, sino que progresivamente se van asemejando a los de un estado de trance. Y se vuelven más enérgicos mientras va inhalando el incienso de un recipiente de terracota y la música se va acelerando. La cámara de fotos sigue intacta colgándome del cuello; pienso por un momento que nadie me creerá, que estoy soñando… Tengo el ímpetu de dejar constancia de ello, pero no me atrevo ni considero oportuno robar una foto de un instante tan íntimo como éste, así que me concentro en retener todas las imágenes en la retina. La música ha llegado a un volumen y una configuración de caos controlado, monopolizado por unos pequeños platillos metálicos que no descansan hasta el momento en que, de súbito, silencio y catarsis; la señora vuelve, como de un sueño, a sentarse en su asiento. En las horas siguientes mis párpados irán alcanzando el nivel máximo de apertura y por mis ojos transcurrirán insólitas imágenes de diversas personas que, como marionetas guiadas desde otra esfera, seguirán el ritmo del sonido, del sacrificio de un gallo y el grave susurro de unas oraciones, de los frenéticos golpes de unos pies desnudos marcando un tempo desigual y de la danza con cuchillos que lentamente irán magullando los antebrazos de su portador… La calma, entretanto, se dejará vislumbrar en un constante ir y venir. Finalmente, la música reprende el protagonismo, esta vez con más fuerza, y un joven que no debe superar de mucho la veintena se levanta y empieza a emular la reiterada danza que todos parecen conocer; los pies desnudos golpean con fuerza la alfombra del patio mientras los brazos le cuelgan

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casi inertes y su torso se balancea suavemente, como agitado por una brisa invisible. Y cuando el ritmo lleva un buen rato in crescendo, el maestro se levanta, coge un pañuelo blanco y le cubre la cabeza, que se encuentra desde hace un buen rato mirando hacia sus pies, con los ojos cerrados. Situado siempre a su espalda vigilará de cerca los pasos del muchacho, que lleva ya mucho rato sin detenerse. Y la música que sigue, y cómo lo acapara todo, y los platillos, con su fuerza hipnotizadora, y las palmadas con golpes secos, y llega a un punto de no retorno en que el muchacho del epicentro, a pesar de estar ahí, se encuentra a mucha distancia de nosotros, y su cuerpo se agita cada vez con fuerza, como guiado por sucesivos espasmos, hasta que el ruido se evapora de repente y su cuerpo cae, desplomado, en brazos del maestro. Silencio y catarsis… Son aproximadamente las tres de la madrugada y, aprovechando que todo parece haber vuelto a su normalidad, tormenta y calma, me despido de todos con cara de gratitud y subo a tumbarme en la cama, consciente de que difícilmente voy a poder dormir esta noche. Siento mis latidos retumbar en el pecho y al poco, la música se reinicia. El edificio entero parece que va a desmoronarse y con él, yo sigo vibrando en la oscuridad.

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El Vagón de Chejov Salvador Robles Miras En cuanto la muchacha y el anciano del bastón se sentaron en dos de las plazas libres del último vagón del tren de cercanías de Capital, el uno junto al otro, ella abrió el voluminoso libro que llevaba en la mano y empezó a leer en voz alta entretanto el bullicio de los viajeros se trocaba paulatinamente en murmullos, bisbiseos y silencio. -“Fue una larga historia. Primeramente Paschka caminó con su madre bajo la lluvia, tan pronto por el campo recién segado como por los senderos del bosque, donde las hojas amarillas se le pegaban a las botas; caminaba hasta el mismo amanecer…” Un hombre trajeado que manipulaba un chisme electrónico en un asiento próximo, el único pasajero que no prestaba atención al sonido envolvente de la voz lectora, se levantó bruscamente y, en dos zancadas, se presentó ante la joven y truncó el sortilegio. -Oye, ¿te importaría leer en silencio? –dijo, sin disimular la irritación que le embargaba. -Leo para él, y es ciego –la aludida señaló con un ademán de la barbilla al anciano que la acompañaba-. No tiene a nadie que lo haga en mi lugar, y la literatura es su afición favorita. Dice que le transporta a un mundo de ensueño. -Pues léele en casa. Estamos en un transporte público, no en un salón de lectura. -Perdone, pero sólo sé que se llama Rafael. Lo conocí en la entrada de la estación de ferrocarril, hace unas semanas, y, desde entonces, me limito a hacer de lectora suya cuando lo veo, cosa que ocurre todos los días laborables, ya que siempre me lo encuentro en el andén, aguardando mi llegada.

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-¿Y no puedes leerle entre susurros? -No oye demasiado bien. -Pues entonces… Por cierto, ¿qué libro estás leyendo? -“Cuentos completos”, de Anton Chejov –la muchacha le mostró la portada al hombre trajeado. -¿Chejov? A saber quién será ese hombre. -Ese hombre –intervino el ciego con una voz cavernosa que sobresaltó al hombre trajeado- está considerado uno de los mejores cuentistas de la historia de la Literatura. También era un excelente dramaturgo, además de médico altruista. El pobre murió, en la flor de la vida, de tuberculosis, probablemente contagiado por algunos de los muchos pacientes a los que atendió de manera gratuita. Sus obras de teatro han sido representadas en… -Déjelo –interrumpió el hombre, haciendo un gesto ostensible con la mano-. Sólo leo novela histórica, cuando puedo leer, de Pascuas a Ramos. Poseo un par de restaurantes y una tienda de deportes, y los asuntos laborales me llevan demasiado tiempo, tal es así que, cuando me dejan –y subrayó estas últimas palabras haciendo una pausa y elevando el volumen de voz-, aprovecho los desplazamientos diarios en el tren para adelantar trabajo. Dicho lo cual, el empresario giró sobre sus talones y volvió resoplando a su plaza. La joven cerró el libro entretanto el hombre ciego, resignado, entornaba sus otros ojos. La luz que le entraba por los oídos se había apagado repentinamente. En ese momento, una voz de barítono emergió del fondo del vagón.

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-¿Te importa leer más alto? No te escuchamos y nos gustaría conocer lo que le sucede al bueno de Paschka. -No pueden escuchar el cuento porque he dejado de leerlo –respondió la muchacha lectora. -¿Por qué? -Hay personas en este vagón a quienes les molesta que lea en alto. -A nadie en su sano juicio pueden molestarle las palabras de Chejov. -Lee, por favor –pidió una anciana a quien no le importaba mostrar las abundantes arrugas que el tiempo había labrado en su piel. -Lee –cantó el componente de un orfeón. -Lee –gorjeó un niño. -Lee –entonó un viejo muy viejo mientras se ajustaba su audífono. -Lee -suplicó un viudo a quien la voz de la muchacha lectora le recordaba a la de su añorada esposa. Lee, lee, lee, lee, lee, lee, lee… La joven abrió el libro, y, al instante, cesaron los murmullos. En los siguientes minutos, entretanto una voz dulce y cristalina instauraba el maravilloso mundo de Chejov en un vagón del tren de cercanías de Capital, hasta los inefables tiroriro de los teléfonos móviles enmudecieron. Cuando, cinco minutos después, la joven terminó de leer el cuento, una niña dijo haber distinguido en los ojos del ciego una luz multicolor, como un arco iris. A casi nadie le extrañó.

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Orinoco Flow María Mercedes de Urbina María del Carmen Toro entendió a temprana edad que el desencanto de esta vida podía remediarse, y que de ninguna forma estábamos condenados a cumplir con los compromisos y órdenes con que nos llenaban la existencia desde niños, pues siempre era posible escaparse y hacer lo que se quisiera, aunque fuese en términos imaginarios. Y este fue el único hábito que conservó de su infancia y su vida anterior, aquella capacidad maravillosa que habría de ganarle la fama de distraída y olvidadiza que la acompañó en esta y todas las existencias, pues en cuanto algo no le agradaba o se sentía asida a cadenas invisibles que le impedían moverse a voluntad, la entusiasta e indetenible mujer suavizaba el gesto y la mirada se le perdía en la observación invisible de ella misma haciendo otras cosas, siendo una persona diferente, teniendo otro mundo que conquistar y poblar con su amable temperamento, su voz armoniosa, sus modales de muchacha refinada. Viéndola, era posible creer que se conocía su pasado, pero esto era sólo una ilusión que duraba la misma cantidad de tiempo que su escape de este mundo y pronto, el misterio volvería a rodear su persona, abandonando lo que fue en las tremendas aguas del olvido. Nunca se supo nada de su origen, de manera que aquello que llegó a ser antes de llegar a Santa Cruz del Orinoco permaneció siempre entre las sombras de las identidades que han sido devoradas por las fauces temibles de los caimanes. Podría decirse entonces que volvió a nacer el día que llegó al polvoriento pueblo de cuatro calles donde habría de encontrar una existencia distinta a la que vivió, pero a la que se acomodó sin pesar alguno, como si hubiese venido desde muy lejos a cumplir un destino ya visto en sus manoseadas cartas de Tarot, heredadas de quien sabe quién y que siempre guardaba en los bolsillos internos de sus faldas largas y amplias, frescas y diferentes, como toda su persona. Consciente de la oportunidad única que la vida le entregaba, se lanzó sin pensarlo demasiado a estas múltiples

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posibilidades que se abrían ante sus ojos grandes y azules, plenos en una profundidad que sólo demostraba las muchas dimensiones de humanidad que había visto y que desde este instante rechazaba para siempre, obligándolas a perderse en las cuevas de las historias nunca dichas y jamás recordadas. De ella sólo se supo una cosa: Había venido en uno de los muchos barcos que recorrían frecuentemente el camino fluvial del poderoso Río Orinoco, pleno en bellezas naturales que encantaban a propios y extraños, conmovidos por la magnificencia de un territorio cuya existencia resultaba difícil de creer. Había llegado en el silencio de una tarde calurosa, vestida elegantemente y cargando con una sola maleta, sin más señas que su fuerte disposición para crear una vida ajena a todo lo que quién sabe había sido antes, pero que sin duda había resultado tan devastador, que su hábito escapista no había logrado salvarla. Cubierta con un halo de misterio que no hizo sino profundizarse con los años y su forma de comportarse, fue desde entonces el sujeto de la curiosidad y hasta la envidia de muchos, encantados por su hermosa figura y una extraordinaria capacidad para permanecer inmune ante la peor de las tragedias; aunque esto la implicara a sí misma, víctima de una enfermedad oscura e indetenible que la devoró en un par de meses y que la salvó sin embargo de las penosas dolencias de la vejez. Cuando murió, no tenía más de sesenta años y aún su rostro conservaba la belleza de los espíritus que se niegan a vivir sin defensas, sin distracciones. Su largo viaje por la ribera del Orinoco se inició durante unas fiestas de carnaval y esto supone que la huida de sí misma fue escondida entre los festejos, cosa que con seguridad le permitió subir al barco del olvido sin mayores explicaciones ni sospechas. Perdida entre el bullicio de las bandas que tocaban día y noche sin cesar, y de la gente que se complacía en mantenerse disfrazada para sorprender a los familiares que los esperaban en cada puerto, la muchacha pudo permanecer en la tranquilidad de la ausencia de identidad, encantada porque por primera vez podía tomar su propia vida por las riendas de su voluntad y decidir, decidir, decidir,

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dejándose llevar por la simpleza de una alegría que desconocía y frente a la cual, no era preciso entregarse a la fantasiosa contemplación de sus egos alternativos, haciendo cosas distintas a estas que experimentaba ahora, porque no recordaba haber sido más feliz que en este instante. Todo su ser resplandeció sin limitación alguna y fue entonces como supo que su mejor producto de belleza, era la libertad. Su corazón, para siempre cerrado al pasado, se abrió sin dudas a este nuevo estado de cosas y de un chasquido, decidió olvidar y entregarse al viaje que la llevaría a recorrer un camino inesperado por todas las ciudades, pueblos y caseríos apostados a las orillas del inmenso y poderoso rey Orinoco, padre omnipotente de las criaturas más maravillosas que puedan existir sobre este mundo, poblado de absurdo. Se sintió renacida, creciendo y alimentándose en este vientre oscuro de aguas quietas sólo en apariencia, en posición fetal, creciendo mientras se dejaba llevar por las misteriosas corrientes internas plenas en seres mágicos que le daban la bienvenida con sus órganos de fantasía, sonriendo desde un fondo que no podía apreciar bien desde las barandas del barco, respirando profundamente por primera vez, aspirando el intenso olor de la vegetación apostada a sus anchas, en un momento primigenio y dichoso, anterior a las malignas dragas petroleras que vendrían después; ganando a cada tramo la confianza necesaria que reafirmaba que abandonarse a sí misma en este trance desconocido, había sido la mejor decisión tomada, la más acertada. Entonces sus sueños se llenaron del Orinoco. Recostada levemente sobre la cama, se sentía flotar en estas aguas mágicas, los brazos extendidos y los ojos cerrados, segura de que nada podría pasarle porque había sido adoptada por la misteriosa corriente del río, que la rodeaba con una burbuja invisible que la protegía de los predadores y el clima húmedo y perverso. Por primera vez desde que recordaba, durmió una noche completa y en los días sucesivos, se sintió completamente relajada, lo que hizo que creyera que su sonambulismo se había acabado del todo, pues no había pasado día alguno desde que había aprendido a caminar en

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que no se hubiese levantado a realizar sus actividades cotidianas o a conversar de lo que más le preocupaba. Despertada por el canto de los pájaros, María del Carmen sonreía recordando los inútiles esfuerzos de su madre, quien colocaba toallas mojadas a los pies de su cama y ella, como conducida por poderosas fuerzas que la salvaban de cualquier mal, pasaba por encima de este ingenuo artilugio con la ligereza propia de su cuerpo leve, evitando siempre despertarse y acudiendo a su cita nocturna con la repetición infinita de su ser diurno. Divertida por los festejos que invadían la embarcación con su ruidosa algarabía, la hermosa mujer que casi se asomaba a la treintena, se reía a sus anchas, sabiéndose emancipada en un viaje que la conduciría al interior de sí misma, a establecerse definitivamente como ama y señora de los dominios de su existencia, ahora más que nunca suya. Durante esos días felices, se complacía con subir a la cubierta a pasear su distinguida figura y entretener sus ojos con las celebraciones, llenas de una ingenuidad que la apartaban sin dificultad de aquellas que solía ver en su patria, ya a estas alturas desdibujada por los intensos colores del trópico. Se recordaba entonces en su niñez, perdida en sus fantasiosas cavilaciones, soñando con no llamarse María del Carmen, con no ser hija de sus padres o hermana de sus hermanos, libre de las obligaciones de su apellido, feliz por haber encontrado un camino por donde huir y desarrollarse en la plenitud de sus ganas, en un país exótico en donde el tiempo y el espacio se concibieran de una manera diferente. De pronto, la muchacha se dio cuenta que sus fantasías tenían algo de realidad y que con ellas había construido su futuro. Fue así como la indecisión comenzó su camino de extinción y la muchacha, rodeada de todas las posibilidades que imaginaba desde que tenía uso de razón, se sintió con el poder suficiente para dejarse llevar por los signos que este camino encantador le iba dando, pues en el fondo, ella sabía a dónde dirigirse. Su semblante, suavizado por los fenómenos naturales que llenaban sus ojos de la magnificencia de un mundo aún sin explorar del todo, revelaba la eterna sabiduría

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que cobija los corazones de las mujeres que han vivido más de lo que hubiesen querido y ante la fuerza de una existencia que se niega a doblegarse, cierran los ojos tranquilamente, buscando redimensionar, encontrando en su interior la fuerza necesaria para construir desde las cenizas. Desde entonces, se entendió a sí misma como una extranjera que quería apropiarse de la magia de estas tierras y dejar de ser eso, una extraña enferma de nostalgia, para convertirse en uno más de los habitantes del lugar, acostumbrados al clima inclemente y viviendo una vida simple, revelada en la mirada tranquila de quien se alimenta de la inmensidad del río y existe en torno a las mareas fluviales. Respirando profundamente, María del Carmen Toro arrojó por la borda todo aquello que le pertenecía y que la identificaba como una ciudadana de un país específico, miembro de una comunidad o de una iglesia cualquiera, hija de unos padres o hermana de ciertos hombres y en este acto, exorcizante, se encontró pensando que tantas catalogaciones nunca le habían sido útiles para vivir en un mundo que nunca sintió suyo, como este, que a cada tramo le daba la bienvenida con su poderoso calor y su vegetación de un color imposible. Ella era un ser humano sujeto a tantas limitaciones, que habría llegado a sentirse como un perro detenido por las cadenas que sus amos amorosamente le prodigaban para que dejara de ser tan animal, tan sinceramente natural y se comportara como no estaba destinado a ser, siempre sentado o echado a los pies de la familia, sin masticar un calcetín o un zapato descuidado por los niños. Así se había sentido ella en su momento y de ahí el efecto liberador de tirar sus documentos para que fueran equivocadamente devorados por los caimanes, gordos y atentos a todo lo que se moviera en estas aguas hermosamente oscuras. El barco se acerca lentamente a uno de los destinos menos importantes del viaje, un pueblo, casi un caserío, doblegado por el sol inclemente que llena todo de una claridad devastadora y distingue a sus pobladores por el ceño eternamente fruncido, posiblemente debido a la severidad del clima o como María del Carmen Toro decide creer, por la

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severidad de una existencia cuya sencillez amenaza con derrumbar cualquier argumento filosófico. Encantada por el color marrón de las casas de bahareque, distribuidas con la lógica de quien vive del Padre Orinoco, la mujer sin pasado se afinca de las barandas para oler el humo que viene de las cocinas, a esta hora atareadas por la preparación de la comida para los hombres, siempre ocupados en las labores de pescar, cazar o cultivar una tierra bendecida por una fertilidad sólo explicable gracias a las buenas influencias del río, el dador de vida en estos territorios olvidados y nunca explorados. El ruido de las campanas anuncia que algún pasajero desembocará en este pueblo y ella, mirando al muelle, observa a la única persona que está en él, esperando pacientemente, como una figura fantasmal en medio de tanto silencio y soledad. La muchacha se queda mirando al hombre de alta estatura que viste impecablemente de blanco en medio del calor del mediodía y cuyo rostro es apenas visible pues se encuentra oculto bajo el elegante sombrero de pelo e guama. Mirándolo con atención, parado en el muelle de la soledad con la espalda rectísima y las manos ocupadas en acariciar un hermoso bastón de madera, la muchacha adivina la rigidez de un carácter sometido a las vicisitudes de las muchas revoluciones y guerrillas emprendidas contra las malsanas dictaduras de la época. Se lo imagina entonces sin equivocarse, subido a un caballo y con el arma en la mano, gritando fieramente, abalanzándose sobre los pobres objetos de su furia ideológica, aunque condenado irremediablemente a perder, pues la Democracia está a muchos años de distancia y ni siquiera vivirá los suficiente para que su único ojo pueda admirarla. María del Carmen Toro, la mujer sin pasado aparente, se acomoda mejor en la baranda y en este acto, se va conectando con este hombre fascinante que está tan solo como ella, tan perdido como ella, tan necesitado de amor como ella. Es así como en un gesto inesperado, en un arrebato casi tan violento como aquél que la hizo subirse a este barco para escaparse de una vida signada por el abandono de su

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voluntad, corre como loca hacia su camarote para tomar la única maleta que ha traído con ella y sin mediar palabras con nadie, se apresura a bajarse de la embarcación para plantarse frente al recio General León, quien sorprendido por esta mujer tan distinta a todas las que ha conocido, olvida por completo el motivo de su presencia en el muelle y perdido en la belleza de unos ojos tan azules como el mar que desconoce, se queda sin palabras ni ideas, separado del mundo por este tornado que sonriendo y sin ahorrar en ademanes o modales hipócritas, le dice con su fuerte acento de española pudiente: He venido hasta aquí para casarme con Usted.

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El Punto de Giro Jesús Sánchez Celada El aeropuerto de Bombay es parecido, si no exactamente igual, que cualquier aeropuerto europeo, por eso el choque es tan grande cuando sales al exterior de este improvisado oasis metalizado. El caos es total. Pese a estar apartado unas decenas de kilómetros de la ciudad, cada metro cuadrado de suelo tiene su o sus ocupantes. Cientos de coches con aspecto picasiano marchan lentamente sin ningún tipo de orden aparente, junto a bueyes famélicos y perros y gatos y monos y demás muestrario animal. Y por todas partes, es decir, absolutamente en todos los sitios, como encima de los escasos semáforos, bajo los coches, sobre los autobuses, allá donde miro una masa compacta de seres humanos se mueve como si fuese la lava recién salida del volcán. La pobreza y la miseria lo inundan todo, lo impregnan con un extraño sabor, que no acaba de ser amargo, porque la gente sonríe. Y parece que sonríen de verdad. La primera noche la paso en un hostal. Seis euros. Pienso que es barato, cuando veo la habitación entiendo que no, que es carísimo. El espacio justo para una cama minúscula y repleta de manchas de grasa. El color de las paredes era la primera vez que lo veía, tenía un aspecto extraterrestre aquella habitación. Conseguí dormir un par de horas sobre mi saco de dormir, empapado en sudor y atacado constantemente por un número indeterminado de mosquitos, podía ser uno, pero también podían ser mil. A la mañana siguiente, volví a sumergirme en el mar de seres vivos y mecánicos de las calles de Bombay dirección a la estación central de tren, que a diferencia del aeropuerto, esta sí estaba en sintonía con la ciudad que la rodeaba. Cinco horas y media después conseguía entrar en el tren que me llevaría cerca de Anantampur. Mi billete de primera clase me daba derecho a un camastro de plástico duro, junto a otros siete camastros iguales ocupados por quince personas en total. Conmigo, dieciséis. Pese a la araña del tamaño de una pelota de tenis

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que merodeaba a escasos centímetros de mi cabeza, conseguí dormir buena parte de las veinte horas que duró la travesía. Sentí el primer pinchazo en el estómago cuando bajé del tren. Afortunadamente me dio tiempo a llegar a la letrina de la estación, un cubículo de un metro cuadrado con un agujero en medio y realmente sucio. Creo que fue en ese momento cuando mi concepto occidental de Limpio-Sucio cambió para siempre. En el llamémosle taxi que me llevo a la base de la fundación Vicente Ferrer sentí unos dolores en el vientre que jamás había experimentado. Un pinchazo agudo que se desplazaba por él, de forma circular. Maldije al hombre que me había vendido el arroz con salsa en el tren. Le maldije cien veces. En la base, casi sin poder presentarme, tuve que volver a salir corriendo hacia él, ahora si, impoluto cuarto de baño. Pase cerca de una hora allí, totalmente destrozado. Luego me acompañaron a mi cabaña, y me tumbé en mi cama retorciéndome del dolor. A la mañana siguiente los efectos de los medicamentos habían aliviado mi maltrecho vientre, y me encontraba un poco mejor, que sigue siendo mal. Me aconsejaron dejar el viaje para el día siguiente, ya que era una travesía dura, pero yo me negué. Quería ir ya. Quería conocerle ya. Quería saber cómo era posible que ese niño de once años que me escribía cartas vivía allí, rodeado de todo aquello, de todo aquel imposible que se me antojaba la India. Y, porque no decirlo, quería volver a casa, a mi pisito de soltero de Madrid, con mi sofá de cuero, mi televisión de plasma con sistema home cinema, mi aire acondicionado, mi comida precocinada, mi botella de Rioja y mi cama de dos por dos. Y entonces, tras el durísimo viaje, que duró horas y horas atravesando inmensos espacios de tierra muerta, divisamos un punto al final del camino. Esa era la aldea donde vivía el ser responsable de mi viaje. Y cuando llegué, todo era una fiesta. El pueblo entero se había reunido para darme la bienvenida. Los niños, los muchísimos niños acompañaron al coche en sus últimos

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metros antes de detenerse en un pequeño claro entre las chozas, que era la plaza central de la aldea. Cuando salí del coche, de entre la gente empezó a sonar música, un sonido claro y rítmico, que parecía venir del fondo de la tierra y los allí reunidos empezaron a bailar al son de los tambores. Una señora muy mayor, la más mayor que pude ver, se acercó a mí y me colocó un collar de flores en el cuello. Todos bailaban y reían y me miraban con los enormes ojos de la curiosidad y del agradecimiento. Pude ver y casi hasta tocar esos sentimientos puros de gratitud de aquella gente, estaba marcado en su rostro. Mis veinte euros mensuales, ese papelito azul que cada mes viajaba cientos de miles de kilómetros desde la sucursal de mi banco en el centro de Madrid hasta aquel remoto lugar, era el causante de que una aldea entera me estuviese eternamente agradecida. No les pude decir que era yo el que les daba las gracias, que eran ellos los que me estaban ayudando a mí, que gracias a ellos, era capaz por fin ya no solo de ver la India de otra forma, con mas perspectiva, sino de entender mejor cómo funciona el mundo, como funciona de verdad, independientemente de los centros comerciales, de mi futuro ascenso en mi empresa, del necesario cambio de neumáticos del coche o del resultado del partido del domingo. El mundo se trata de eso. De dar, aunque sea una mínima parte de lo más mínimo que imagines, porque la recompensa, es la vida. Y se me olvidó en donde estaba, de donde venía, los cuarenta grados de temperatura y hasta mi gastroenteritis aguda, que ahora recuerdo con una sonrisa en la cara. Solo podía ver y sentir una extrema felicidad y un profundo sentimiento que jamás antes, como me sucedió tantas veces durante el viaje, había tenido: sentí emoción por nuestra raza, sentí admiración y devoción por el ser humano.

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Delicias Turcas Eduard Figueres Volart El primer contacto que tuve con Turquía fue de muy pequeño a través de la lectura de un libro que poco tiene de turco: Las Crónicas de Narnia. Ambientado en un mundo helado donde siempre es invierno pero nunca Navidad, en uno de los primeros capítulos aparece una Bruja de las nieves que se gana la confianza de uno de los niños protagonistas mediante una reconfortante merienda de toque oriental. La Reina sacó de entre los pliegues de sus mantos una pequeñísima botella que parecía de cobre. Entonces estiró el brazo y dejó caer una gota de su contenido sobre la nieve, junto al trineo. Por un instante, Edmundo vio que la gota resplandecía en el aire como un diamante. Pero, en el momento de tocar la nieve, se produjo un ruido leve y allí apareció una taza adornada de piedras preciosas, llena de algo que hervía. Inmediatamente el Enano la tomó y se la entregó a Edmundo con una reverencia y una sonrisa; pero no fue una sonrisa muy agradable. Tan pronto comenzó a beber, Edmundo se sintió mucho mejor. En su vida había tomado una bebida como ésa. Era muy dulce, cremosa y llena de espuma. Sintió que el líquido lo calentaba hasta la punta de los pies. —No es bueno beber sin comer, Hijo de Adán —dijo la Reina un momento después—. ¿Qué es lo que te apetecería comer? —Delicias turcas, por favor, su Majestad —dijo Edmundo. La Reina derramó sobre la nieve otra gota de su botella y al instante apareció una caja redonda atada con cintas verdes de seda. Edmundo la abrió: contenía varias libras de lo mejor en Delicias turcas. Eran dulces y esponjosas. Edmundo no recordaba haber probado jamás algo semejante.

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Las Crónicas de Narnia. El León, la Bruja y el Ropero. Capítulo 4: Delicias Turcas (Clica para ver la escena) Quedé fascinado por el exotismo de tal merienda. Acostumbrado a un bocadillo de jamón, las delicias turcas me sonaban a algo muy lejano y especial. En mi imaginario infantil se grabó la imagen de que Turquía era un lugar mágico, muy frío y repleto brujas con trineos tirados por caballos blancos. Con el tiempo, la imagen que tenía de Turquía cambió. No me parecía que pudiera ser un lugar tan frío por lo que pensé que debía ser muy caluroso. Tampoco podía ser mágico, así que las brujas fueron sustituidas por mercaderes bigotudos y los trineos de caballos por caravanas de camellos. Pero mi segunda visión tampoco era del todo acertada… *** Llego una tarde de diciembre al aeropuerto internacional de Izmir, la tercera ciudad de Turquía después de Istambul y Ankara. Sin apenas haber respirado el aire turco, tomo un tren que serpentea la costa egea en dirección sur. Mi destino es un pequeño pueblo llamado Selçuk. El tren se detiene después de dos horas de viaje. Es el momento de hacer pie en Turquía. Pronto me percato de que la imagen de tierra soleada y calurosa no es tal como yo pensaba. Al menos en el mes de diciembre. Qué ingenuo… El invierno turco nada tiene que envidiarle al nuestro. Hace un frío que pela y una densa niebla no permite que vea más allá de cinco o seis metros. Mañana tendré que comprarme un gorro. Uno de esos gorros de color negro que he visto que llevan los hombres que me acompañaban en el tren, unos hombres que sí se ajustaban al prototipo turco que tenía en mente (bajos, corpulentos y con bigote). Como mínimo en algo habré acertado… Me dirijo a uno de estos bigotudos y con mis escasísimas nociones de turco le pregunto si sabe donde se encuentra mi hotel

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mientras le muestro un lamentable mapa sacado del google. Affedersiniz, nerede hotel Canberra? El señor no lo conoce y pide ayuda a otras personas que también han bajado del tren. No lo tienen claro y quieren que les concrete alguna cosa, pero no hablan inglés y yo no me aclaro con el turco. Me acompañan por calles oscuras hasta un colmado donde parece ser que veremos la luz. El vendedor habla un poco de inglés y entre todos acabamos descifrando mi mapa. Entonces, uno de los señores me indica que lo siga. Me guía hasta la puerta del hotel. Antes de irse, mediante gestos y palabras a caballo entre el turco y el inglés, me pregunta que de donde vengo. Le digo que de España. Entonces, para demostrar la hermandad de estos dos pueblos se coge las dos manos bien fuerte mientras dice enfáticamente: Ispanya, Türkiye, Ispanya, Türkiye… Le doy las gracias. Él me las da a mí. Intercambiamos un apretón de manos y se va. Una vez instalado salgo de nuevo para ir a comer algo. Selçuk es un pueblo muy turístico en verano porque se encuentra muy cerca de la costa egea y de las impresionantes ruinas de Éfeso. Sin embargo, en invierno no hay apenas turismo a excepción de algún japonés aventurero. Me fijo en que las calles están vacías. Los hombres se refugian dentro de cafeterías donde practican un juego de mesa que llaman Tavla (backgammon) mientras beben un reconfortante té caliente. Las tiendas cierran cuando se pone el sol y sólo los restaurantes y las pastelerías se mantienen abiertas. Entro en un pequeño restaurante y pido un lahmacun (una especie de pizza turca) mediante señas. El muchacho que me atiende no puede evitar que una tímida sonrisa se le escape al verme gesticular de tal manera. Un hombre mayor, que supongo que es su padre, nos observa desde detrás de la barra con una expresión muy afable. Acto seguido, el chico se pone a amasar la base de la pizza y la rellena con carne picada, cebolla, perejil, tomate fresco y un huevo. La pinta es fantástica y además la van a hacer al horno de leña. El problema es que llevo todo el día sin comer y esta espera promete ser agónica… En el momento en que mi estómago empieza un estruendoso recital lírico en

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protesta por el martirio al que le estoy sometiendo, el señor me trae una ensalada de tomate, cebolla y perejil acompañada de un poco de pan. ¡Eureka! Aunque no la he pedido no puedo evitar zampármela en un santiamén. Desde detrás oigo que me desean un Bon appétit. La pizza humeante llega rápido y la engullo con un afán irrefrenable. Entonces, el chaval, que todavía no consigue vencer a su sonrisa juguetona, me trae un té y me dice present, present. Después del suculento banquete que me acabo de regalar, puedo saborear el té con calma y sin prisas. Aprovecho el momento de sosiego para leer un tríptico que me han dado en la oficina de turismo de la estación y que trata sobre la historia de Selçuk. No sabía que la Virgen María, acompañada de San Juan evangelista, hubieran vivido y muerto cerca de este pueblo… Quizás en el fondo sí que se trata de un lugar un poco mágico. Pido la cuenta y sólo me cobran el lahmacun. ¡Cinco liras! Dos míseros euros por una excelente cena que me ha resucitado. Me despido del chico risueño y salgo a la calle. Con el calor del té casi me había olvidado del frío. No me extraña que los turcos se encierren a beber té y a jugar a los dados porque esta fría humedad es insoportable. A un par de calles me topo con el vistoso escaparate de una pastelería. Está repleto de tesoros dignos de la cueva de Alí Babá: pastelitos brillantes de todos los colores, rubíes y esmeraldas azucaradas, backlavas orientales bañadas en miel… Hay una especie de lingotes cuadrados que me llaman la atención. Decido entrar para probarlos. ¡Ábrete, sésamo! Me atiende un hombre que habla un poquito de inglés. Le pregunto como se llaman esos cuadraditos multicolores y me dice que son Turkish Delights. ¡Delicias Turcas! Automáticamente le pido que me sirva un par para probarlas. El tipo me envuelve las delicias en un papel y cuando me meto la mano en el bolsillo para sacar la cartera me dice No, no… a present. De camino al hotel me deleito con el sabor de mis primeras delicias y las imágenes de la bruja de Narnia me vuelven a la cabeza. ¡Por fin he podido probar aquellas enigmáticas golosinas del cuento! En una plaza me topo con una solitaria estatua de Ataturk, Mustafá Kemal, el padre de la Turquía moderna. Está

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iluminada con dos focos y proyecta unas sombras pronunciadas. A estas horas el pueblo está desierto. Es de noche y hace mucho frío. Me quedo un rato contemplando a Ataturk. Pienso en Turquía y en las personas con las que he coincidido este primer día. Es en ese momento cuando dos pensamientos relampaguean en mi cabeza. El primero es que las auténticas delicias turcas no son su repostería. Las auténticas delicias turcas son sus gentes. El segundo es que al fin ahora sé lo que le ofreció la Bruja a Edmundo: una buena taza de Salep acompañada de ricos Lokums. ¡Auténtica gastronomía anatólica! Quizás esa Bruja era de ascendencia otomana…

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Albania y su Doble Ricardo Martínez-Conde El paisaje rememora al hombre y su voluntad de ser: al entendimiento del equilibrio y la certeza de aquello que guarda silencio; y ello por ser así, por el silencio John Whiteville Sostiene un veterano caminante que todo viaje termina en la bañera, y, al margen de la connotación irónica, mucho me temo que pueda otorgársele a tal afirmación un contenido bien realista, incluso significativo. De una parte, el baño nos limpia, nos despoja de las impurezas del camino. De otra, la inmersión en el sosiego que tal acto implica, ayuda –real y simbólicamente- a guardar interiormente aquello que de esencial, de trascendente, haya tenido el viaje. La pureza que se adquiere con el baño es también una pureza del espíritu, de algún modo. La inteligencia selecciona entre la novedad y la emoción guarda en la memoria la belleza y las virtudes; desde luego el aprendizaje en sí que conlleva el haber realizado un camino. Más aún si el camino realizado ha sido nuevo; es más, elegido desde un primer momento por su originalidad, por las sugerencias que suscitaba. Todo lo dicho obtiene razón en mi reciente viaje a una tierra, a un país, próximo y lejano, europeo y a la vez tan extraño a la realidad manida que tenemos de Europa. El lugar es Albania. Un país cercado de varias fronteras: Grecia –que tiene, además, la isla de Corfú muy cerca de sus costas-, Macedonia y sus grandes lagos, Kosovo la indómita y, al norte, Montenegro, todas las cuales le otorgan rasgos distintivos por proximidad. Aludo a un país pequeño, más bien ajeno a esa preconcebida idea de Europa como cultura (recuérdese su aislamiento voluntario durante buena parte del siglo pasado y su vinculación a China por voluntad del férreo régimen comunista que la ha gobernado), más ahora integrada de una manera real en la cosmografía europea;

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poseedora todavía, sin embargo, de resabios peculiares, de una cultura distintiva afortunadamente aun manifiesta. Al fin, después de intentar recorrer el país de norte a sur y de este a oeste, he obtenido la impresión de que Albania es un país que se sostiene sobre dos platillos de una balanza inestable, lo que la hace mecerse sobre una precaria vulnerabilidad. A veces pudiera parecer incluso como que un doble se esconde tras su aparente realidad. *** Resulta un reclamo esencial el que el viajero ha de tener bien educadas sus emociones; vive en ello. Pero a la vez emoción también es sinónimo de libertad, razón por la cual uno, tal vez, lo que educa al viajar es, en realidad y todo más, el efecto posible de las emociones. Es un hecho que todo viaje deviene siempre en compañía: compañía del río y de la orilla, del monte y sus árboles, del calor o el invierno, pero también de los frutos de esa tierra que van a satisfacer nuestros sentidos, del hombre que cultiva o del que se afana en la ciudad, y ese todo nos ofrece el don de su otredad, de su ser distinto. Pero a la vez está la compañía que deriva desde dentro de nosotros mismos, pues gracias al viaje estamos abocados a considerar –a conocerun nuevo sentir, una nueva forma de ver de acuerdo al renovado e insospechado mirar… Avanza el viaje y lo hace por dentro de nosotros; crece el viaje y crecemos también nosotros. (O, lo que es lo mismo, el viaje, todo viaje, lo es también al interior de uno mismo, tal vez como no podría ser de otro modo) La descripción de este callado y discreto país llamado Albania es relativamente fácil: un rectángulo de tierra ubicado al Este de Italia –de la que le separan las cuarenta millas marinas que conforman el estrecho de Otranto-, de unos 325 km de largo por 110 de ancho. Abruptamente montañosa en su interior, se trata de un paisaje calizo violentado, escarpado y hermoso y una planicie casi perfecta –alrededor de un 15 por

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ciento del territorio- coincidiendo con la costa -salvado el panorámico mirador de la sierra de Llogara- y algunos valles interiores. Esencialmente pobre, de terreno no muy feraz, alienta todavía en ella una cultura antigua que les ha dotado hasta hoy de una cortesía y una delicadeza natural propias de otras épocas. Sus rasgos físicos están, creo, dentro de los propios de la fisonomía balcánica, (tez oscura, rostro ancho, mirada firme), lo mismo que sus hábitos culinarios, donde abundan las verduras, una carne exquisita bajo sus distintas preparaciones –las brochetas son una exquisitez- y, algo menos, el pescado, casi limitado a la costa. Su religión es predominantemente musulmana, contando solo con un 20 por ciento de cristianos y un 10 por ciento de ortodoxos. También es un país por construir materialmente, ahora bajo la gestión de gobiernos de renovadas formas democráticas, sobre todo en lo que hace a infraestructuras viarias Tal podría ser la definición, pero resulta inevitable añadir un matiz. La costa, mucho me temo, y a no mucho tardar, va a inclinar la balanza económica y poblacional en su favor, y el olivo, el romero, los cereales y el abedul y el cedro cederán paso a nuevas construcciones -¡tantas sin terminar aún, en esqueleto!- y nuevas carreteras que conviertan el boom turístico en un predio desordenado, especulativo y afeador de una paisaje ahora casi virgen y silencioso. La expresión que algunas guías le atribuyen de “The new Mediterranean love” a mí me suena, en tal sentido, a una cierta propaganda interesada. *** Casi no se le cita en la historia como país valiente, independiente. Casi no se le toma en consideración a pesar de su rica tradición cultural, entroncada directamente con la prolífica región balcánica y oriental. Albania está casi a medio camino entre Roma y Atenas; no lejos de Estambul y su vinculación asiática. Por cierto, había de ser el héroe nacional, Skanderbeg, representado siempre en su brioso

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caballo (visítese Krujë), quien, en 1433, le había de liberar de los turcos, dándoles a la vez la orgullosa bandera del águila bicéfala. Hoy resulta ser un país de trato un tanto reservado, de formas exquisitas en su actitud hacia el viajero, patente sobre todo en las regiones del interior donde pervive la tradición rural, lejos de los ya asediados intereses de la costa. Es, todavía, un país de una existencia política y real no muy evidente dentro del panorama de la actual Europa –sus alrededor de cuatro millones de habitantes, de los cuales, medio millón conviven en Tirana, no suponen un peso específico relevante-, si bien la aproximación creo que es cada vez más real. Un país tal vez algo encriptado todavía, más latente, joven, dinámico. (Un día, en este paisaje tan escaso en nombres, un político – loco, desmesurado- mandó llenar de búnkeres todo el territorio. Al final no llegó el enemigo y hoy se pueden ver, desperdigados por los rincones más insólitos, esos hongos de hormigón casi tragados por la tierra. Eso sí, como los tiempos han cambiado, algunos de ellos tienen ahora la cabeza pintada de colores, para entretenimiento de los niños) Salvo en las grandes ciudades –que coinciden con los grandes cruces de caminos y rutas comerciales- al paisaje de Albania se le ve preferentemente despoblado y silencioso. Y qué pena que no se haya resguardado mejor su riqueza natural, su densa masa forestal todavía perceptible en algunos lugares a media ladera y donde ahora, en el Otoño, parece más vivo que en cualquier otro paisaje. Digo que se siente que es un país latente y, como tal, semejante a una balanza. De un lado toda la extensión lindante al Mediterráneo: Sarandë, Vlöde, Durrës; de otro, un interior activo pero con visos de una cierta decadencia: Korçë, Elbasan. En medio, como el fiel de esa balanza, Tirana, un tanto confusa, irregular, en transición, en construcción…

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*** De mis impresiones de viajero me he quedado sobre todo con la movilidad comercial de Shkodër, la vigorosa ciudad de los tres ríos. Con la identidad tradicional de Korçë, donde nació la primera escuela para la enseñanza del albanés moderno. Con el paisaje de mar apacible antes de llegar a Sarandë y también con el sonido de los tilos al atardecer en Leskovik, resguardado allá en las montañas, o con la recia comida norteña de Bodë. De Dürres elegiría el manso atardecer mediterráneo bajo la estela del anfiteatro romano, y de Vlöde la transparente orilla, jardín de infancia para la iniciación de los unos peces que luego buscarán mayores aventuras tal vez cerca de Corfú. Ah, y me quedaría también –y aquí hay un punto de pasión- con ese manjar exquisito que he podido conocer: las moras al borde del camino, en las que se afanaban algunos nativos. Vencido ya el verano, ya casi mustias, tienen un delicioso sabor a pasas. O con esas lonchas de manzana seca que saben a fruto bien maduro. Y, si reparo en mi interior de viajero, he de aludir a algo que me ha llenado los sentidos de una rara melancolía como observador. Son los cementerios, un paisaje de una rara tristeza singular. Los cementerios resultan un lugar distinto y evocan poderosamente, llenos de una emoción casi nueva (a pesar de representar la vieja emoción acuñada que suscita, en el vivo, la idea de la muerte), porque tienen apenas su delimitación en el espacio; están ahí, solos, anidando en la prosa más común del paisaje, no muy alejados de la carretera. Circulando en el coche una tarde cansina, al poco, en un terreno sin allanar del todo -y sin lindes precisos- donde libremente ha crecido la hierba, aparecen esas discretas formas geométricas –algunas cruces- de piedra, de color blanco…Son las referencias del cuerpo que guardan. Desde allí, hacia un lado y otro, continúa sin más el campo desnudo. Un lugar anónimo destinado al viaje anónimo: el más sugerente, el de la Nada. El más seguro, no hay pérdida posible.

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(Hay uno especialmente al que me he propuesto volver para acercarme más; está, a la izquierda de la carretera que lleva de Koplik a Bogë. Recuerdo que una bolsa de plástico enredada en un yerbajo era más notoria, al atardecer, que la rala fisonomía y el humano contenido del cementerio) En el viejo paisaje, a tramos muy distantes entre sí, a veces aparece el caserío recogido, casi siempre a pie de monte, un tanto disimulado (o acogido) entre la vegetación. Allí permanece quieto, como clavado al suelo por un minarete. Y justo a su espalda (a veces desde media ladera, cual podría ser el viejo enclave de Gjirokastër) se inician ya las cuestas escarpadas, las quebradas paredes de una alta montaña desnuda, seca, rica en colores que irá poniendo de manifiesto el transcurso del día. Un paisaje sobrio, pues, donde se guarda todavía esa delicadeza de formas (el gesto, la mirada, la actitud casi ceremoniosa) de una cultura que ha aprendido a vivir y manifestarse con discreción. Quizá por lo que ha sido la fuerza opresora de un régimen político de hierro (algo que un escritor sabe expresar como pocos, con su halo de tristeza innata, cual es el caso de Fatos Kongoli) o tal vez influenciado por el exigente telón de fondo del paisaje grandioso y quebrado de las altas sierras. (Hay una región al norte, casi inaccesible en invierno, donde se ubica el feraz y exclusivo valle de Tëth, que se conoce como los Alpes albaneses). Por último, y sea como homenaje a la Historia que nos ha concebido, también cabría citar como muy relevante el enclave arqueológico de Butrint, lugar donde se acogen muestras de casi todas las culturas marineras: fenicios, griegos, romanos, árabes, venecianos… El lugar, en tierra de relleno litoral y surcada de tramos navegables, está aledaño a la isla de Corfú y muy cerca de Sarandë Ahí ha quedado el testimonio de buena parte de la historia que ha conformado este país, que es la que, en parte, nos ha precedido a todos nosotros.

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*** En mi condición de viajero, y a modo de conclusión, podría decir que la impresión que he recibido de Albania es la inasible percepción emocional de una cierta dualidad, de una liviana frontera entre pasado y futuro, lo que me ha llevado a recordar aquella frase tan atildada de Thomas Mann: “Uno más bien tendería a pensar que, o melancolía, o maquillaje. Las dos cosas juntas, en cambio, constituyen una contradicción anímica”. Ve, pues, viajero. Ve y siente; y piensa amorosamente, tal como todo viaje merece y necesita.

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El rumor de Venezuela Jairo Sánchez Hoyos El rumor se apoderó de su cuerpo, mente, alma, y tensión. A diario se le veía ensimismado por la ilusión de viajar a ese país, el que ni siquiera sabía para dónde quedaba, pero abrigaba la esperanza de algún día poder ir. Juró que también se sentaría en el banquillo de la tienda de la señora Carmela a entretener a la audiencia de la prima noche con sus relatos peristálticos de su recorrido por Venezuela. A los 15 cumplidos, creyó que había llegado la hora. Con resolución y entrega reclamó los 5 meses de trabajo que tenía acumulados donde el vecino y partió. Bostezó, se frotó los ojos. No quería dormirse porque entonces no conocía este extraño mundo contenido en la noche. Pero se durmió, vino a despertar en el frontispicio de la aurora. Rato después se coló por entre el vidrio un sol parecido al de su tierra. Pero éste le infundía tristeza y temor. Un temor de interrogantes y deseos. Difería entre llegar rápido para ver cómo era el rostro de esa tierra que le esperaba, o demorar, para ir disfrutando de los paisajes. Una vez en Paraguachón, se unió a una columna que salía esa misma noche. Eran 8 los aventureros, incluyéndolo a él. Estaba una dama bonita, de ojos color panela, piel canela, alta, esbelta, de nombre Candelaria. Tuvo miedo de contemplarla fijamente porque ese nombre contenía candela. Desde lo más hondo de su triste pena comenzó analizarla. Hablaba poco, cuando lo hacía, sus palabras brotaban justas, sueltas, civilizadas, inteligentes. A pesar de no ser extraordinariamente bella, era bonita, llena de ángel; labios finos, bien delineados, al igual que su cutis, terso, cabello negro, densamente poblado, brillante y nutrido. La luna brotó de entre negros nubarrones. Surgió brillante, tanto que se notaba clarito el rostro de los caminantes. Este sutil ambiente entregó un toque romántico. Invitaba al

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noviazgo. Y ocurrió, cuando a lo largo del recorrido recibió una dulce y refrescante mirada acompañada de una estremecedora sonrisa. Tan sólo había sido un instante, que bastó para que él le matara el ojo. Ella volvió a sonreír entre sorprendida y halagada. Esto lo excitó. Traumático revivir dichoso instante, soñando con ella y despertar a la realidad, la cruel realidad, la que le decía que no era suya. ¿Qué méritos tenía para que ella se fijara en su figura? ¿Será amor en la luna? “Buscaré mi sitio vacío, no vaya a ser que este ardor me haga despertar en un gran prado frío”. Pero sabor más agradable entra por sus ojos. La dama se detiene, se sostiene en la alambrada y mira para atrás, simula sacarse una piedra del zapato. No cabe duda, esto fue un mensaje de ternura, con el aval de las alturas. La luna hizo su labor y se fue. De nuevo todo el boceto se pintó completamente de negro, ya no más rostros, apenas lánguidas efigies. A propósito de efigies rememoró un poema que había aprendido recientemente, el cual se acomodaba bastante a lo que estaba viviendo, Ilusiones: Por las riberas azules del Danubio Tus sueños dormidos van ¿Te acuerdas? Yo gritaba, Tú no escuchabas, Tú no mirabas. Por la ribera Tus fragancias dejabas Cómo ilusión perdida Cómo ilusión pagana. Por las riberas del Danubio Tú te alejabas. La luna en su pedestal absorta miraba, Después desaparecía; La corriente jugaba, El viento reía,

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Todo a tu paso, Alegre se movía. En vano mi alma quiso Arrancarte entera De aquella inmortal figura; Pero tan sólo en mis manos quedaron Albores efigios de tu hermosura. Caminaron durante toda la noche. A las seis de la mañana se refugiaron en un bosque. Era la estrategia, ocultarse durante el día, caminar durante la noche. Él no tenía sueño, salió a dar una caminata por el contorno que mostraba un atrayente espectáculo. La melodía del viento llegaba trayendo el trinar de las aves. Había un riachuelo, poco sonoro, pero bonito, reliquia de la creación. Hacían presencia varios árboles de mango. Empezó a escoger los más lindos. Era ella ahora la que gobernaba este tranvía, de alguna manera se los entregaría. ¡Quedó helado! ¡Congelado! Ya no era necesario. Por ellos venía. Ahí viene evaporada en el bordado matinal. ¡Oh, dolor más agudo! Detrás, el marido, celoso y rudo. Antes de llegar, doblan hacía el oriente, hacia el recodo del bello riachuelo. Se desnudó con paciencia. El marido pendiente de todo lo que acontecía en el ambiente. Extravagante ebriedad con aquel contemplar gozoso. Se bañaba su diosa con tanta y delicada sensualidad que despertaba fuego en el agua. Su braga de nylon blanco dejaba ver el montículo oscuro, el de los más deliciosos y sensuales placeres. Los mangos cayeron al suelo. No quiso. No quería, pero tuvo que aceptarlo, se masturbó. Ahora duerme plácidamente, pero un mosquito lo despertó. Vio que la figura más interesante de su vida se apartaba del campamento para desocupar la vejiga. Se puso de pie de manera inmediata. Caminó con pasos ágiles y felinos por el mismo camino.

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–Candelaria, amor, ni siquiera mires para atrás, deja todo al pasado, camina conmigo sin voltear, sigamos al encuentro del futuro, sobre los rieles del presente. Si no lo encontramos, lo construimos, lo fabricamos. – ¿Será que ya es tiempo de la cosecha? ¿Tú lo sientes así? ¿Estás seguro de lo que haces? ¿No irás a resultar mutilado, muerto o embriagado con los frutos de la aventura, el riesgo y la locura? –Claro que estoy seguro de lo que hago y de lo que quiero. Quiero beber, quiero embriagarme con el vino de nuestro viñedo, seremos bienaventurados porque hemos dado rienda suelta al crepitar del amor dentro del prado de la pasión. Abre tu pecho soberano para que entre este animal humano. Con un fuerte beso, grande, puro, casi depravado, clavaron las ristras en el rostro del potro, y temblando de deseos, subieron a él. Caminado, casi trotando, descubren una camioneta varada. Una dama alta, delgada, vestida con blusa escotada y pollera amplia, suave, colorida, hacía ingentes esfuerzos por cambiar la llanta herida. –Esta es una bonita oportunidad, juguemos con la psicología, si le servimos, tenemos la posibilidad de que nos arrastre un poco más, ¿qué dices? –Me parece bien, vamos. Saltaron de entre el monte. La bella dama se asustó. –Vea mi estimada y augusta señora, de requerimientos sinceros, esta joven aquí presente, me la acabo de robar. Se la he raptado al afortunado que la poseía y la gozaba. Lo he hecho sin emplear una gota de violencia siquiera, simplemente hablaron los ojos y por ahí derecho brotó el amor, encanto, pasión y locura. Hemos recibido la bendición de estos montes que nos han declarado marido y mujer. Sólo

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las hojas secas del tiempo nos darán el veredicto de culpables o inocentes, en este, el ciclo terrenal. Que nuestro Padre bueno bendiga nuestros pasos de locura, o más bien de holgura. –Creo que no deben meter a nuestro Padre bueno en esto. Ahora que me han dicho la verdad, les daré un aventón. Los llevaré hasta Peñas Azules, mi matera, de ahí buscan para dónde irse, ¿estamos? El destino los llevó a pasar por Barquisimeto, Maracaibo, Costa Rica, Ojeda, Bachaquero, Mene Grande y Aguas Viva. Remontó por la carretera 17 hasta que llegó a Peñas Azules cuando la aguja del reloj marcaba las 3:00 a m. –Mira mijo, aquí te traje a estos colombianitos que me encontré regados por el camino, les recogí porque me ayudaron a cambiar la llanta pinchada. Tienen una bonita historia de amor, di que te la cuenten. Además dice él, que se apellida Polo, tal vez sean parientes. Domingo, cuyo apellido también era Polo tuvo una amena charla con ellos en medio de la galería estrellada. No resultaron del mismo árbol. –Se van a quedar aquí para que no hagas desventurada a esta joven. Empezaron a labrar la tierra y a ordeñar de madrugada, sin mucho afán, pero sí muchas ganas. Con el tiempo, Domingo se embarcó en un nuevo proyecto, o sea el de gallinas ponedoras. Mandó hacer los galpones. Necesitó 4 trabajadores más. Resultaron guajiros, de esos mal encarados, huraños, desconfiados, parcos en el hablar y prolijos en el actuar. Por eso Peñas Azules se fue llenando de peñascos negros de sátiras y peñones rojos de desafíos. Todo cambió. El odio y la desconfianza se apoderaron de las voluntades. La magnánima camaradería, la excelsa carcajada,

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la franca sonrisa, se trocó por el gesto indiferente, el ánimo perturbado, la sangre tensa, la pupila en acecho; la vida un desecho. –No aguanto más, me voy, dijo Rubén. –Yo te sigo, dijo Juan Darío. ¿Nel Sulapio, pues, te quedás? – ¿Queda? Yo voy a donde vayan, aquí lo único que vamos a ganar es que nos maten o que nos manchemos las manos de sangre con los perros esos. Se lo plantearon al patrón. –Sangre de hermanos, querrás decir. –Que hermanos, ni que hermanos, esos hijos del desprecio ni siquiera son humanos. –Está bien, me dejan en una encrucijada, pero prefiero esto a un crimen. Llegaron a El Brillante, del venezolano Walberto Caldera, de casi 2 metros de estatura, corpulento, piel blanca, cara redonda, escaso de pelo, ojos cariacos. El saludo que daba a los trabajadores era el súper puteo de la madre. –Apenas necesito una pareja, habló el mastodonte, decidan entre ustedes. – ¿No sabe de alguien que necesite? –Si atraviesan esos potreros, llegarán a La Florida, ahí están necesitando, griten antes de llegar porque hay perros. –Bien Sulapio, vos te quedás aquí, nosotros seremos tus vecinos.

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Debía estar en pie a las 3:00 de la mañana para pegarse en las ubres. Por la tarde otra vez el mismo episodio, hasta más allá del triste culminar del día. Pero lo dicho, nada bueno es completo. Ahora tenía otro tormento, este le molestaba más que el anterior, ahora debía estar con los cinco sentidos puestos en su mujer, día y noche porque los demás trabajadores de la hacienda no dejaban de acosarla con ganas de copular con ella. Ella se lo confesaba. Que Juan me ofreció 5.000, que Terencio10.000; que Antonio 15.000. Cada vez él le repetía lo mismo. ¡Cuidado me traiciones porque te mocho el bolo! Tú sabes que soy capaz, no lo dudes en ningún instante, bueno pues, abre el ojo, que yo no te traje para calmar las pasiones de estos inmundos alacranes, amos de orgías y desmanes. Los días se fueron enganchando en las púas del pasado. Pero el pasado era terco, y se devolvía embadurnado de sudor, boñiga de vaca, ¡coños de madre!, y por supuesto…, propuestas indecentes. Tras muchos meses de morar en El Brillante, estando acostados en el patio, contando las estrellas y descubriendo cuál era la de ellos, le dijo, ¿sabes qué papito mío? – ¿Si? –El hijo del patrón me ofreció 50.000 bolívares para que me deje coger de él. ¿Cómo te parece el descaro? Que siquiera un ratico no más. –Ni se te ocurra, oigo que me estás “rayando” y te hago picadillo, te echo a los pollos para que se alimenten de coya. Pórtese firme, sea una dama, no se deje comprar como una gallina, ni se deje guiar de la lujuria. Hasta ahora confío en vos, recuerde, “La esclava nunca ve la antorcha alumbrar para ella”.

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¿Pero, qué será lo que quiere el destino cuando vira de pronto? ¿O, qué hace virar al destino, así de pronto? Fue él mismo quien torció el timón de la buena vía. Cada noche, para las materas vecinas cogía. Ella le reclamaba, ni caso le hacía. Las noches pasaban evaporadas; dinero en madejadas. El troglodita del Walberto las quincenas le adelantaba. En el juego y el licor, todo quedaba. Empezó a deber. Ya ningún dinero le alcanzaba. La estabilidad emocional dejó su adiós. Se le iban aquellas noches en claras y turbias vigilias. Se levantaba ojeroso, legañoso, aburrido, perezoso, hasta que surgió lo inesperado, en medio de una de esas noches insomniadas la vio llegar, estuvo rondándole en la cabeza, pero se abstuvo de proponérsela, mantuvo la lucha entre la conciencia, la ética, el yo, y el propio yo, hasta que no pudo más, y puso sus pasos sobre los pesos, se lo dijo. – ¿Sabes una cosa, amor mío? – ¿Ajá, dime dueño del Pampero, que le mantiene el sueño ligero? –Si “Dios te la puso en el medio, fue para tu remedio”, ¿no es así? Le sorprendió aquella expresión, exaltada le preguntó: – ¿A dónde quieres llegar? ¿Qué es lo que te pasa?, ¡dime ya! –Que empieces a “follar” con todo el que te lo proponga, yo no te lo voy a impedir, total es que ganemos platica. – ¿Cómo? Me defraudas, me decepcionas. Lo que hice contigo fue porque, aunque me celaba, mi cuerpo era un templo solitario por largas temporadas, mientras a su lado, el manantial se derramaba. No puedo aceptar, que tú, mi propio marido, me pida prostituirme para satisfacer una adicción a la derrota. Es lo último que esperaba de ti.

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–Pero mija, amorcito sencillo, no lo mires de esa manera, piensa en el dinero que entrará a nuestros bolsillos. – ¡Mira, mejor cállate! No agraves más las cosas. Nadie jamás me había ofendido de esta manera. Desde esa vez nunca más fue la misma, se fue adelgazando en la distancia, apenas era una gotica en el océano furioso. Sus ojos ya no tenían lumbre, se evaporó la miel, panal vacío, su alma, sinónimo de abismo. La contemplaba fatua. Pensó que pronto aquella pesadumbre le pasaría. Se equivocó. En la infinita tristeza se consumía. Entonces, le pidió perdón. La apretó entre su pecho. Ella sintió un espasmo de cariño y sinceridad. Esto la atormentó con episodios seguidos de amor. Pero nada contestó, botó lejos la debilidad que casi la agarra y continuó tratándolo con desprecio. Entonces se le ocurre otra errática iniciativa, decide despertarle los celos, para esto busca refugio en una “catirita”. Más distante la veía. Llegaba tarde, borracho y sin ninguna valía, volvía a insistirle que convirtiera su ranurita en la ávida boca de la alcancía. Esto se volvió un estropicio nocturno y una piltrafa diurna. Ya ni se bañaba, ni se mudaba de ropa. Andaba como un apátrida. Debía en todas las materas donde vendieran Pampero y Cacique. Era todo una bazofia. A cada momento en camorras. Ojeroso, tramposo y peligroso, ahora si que estaba en una prisión de ruindad. De un momento a otro lo matarían. Estaba flaco, cadavérico; digno dueño de la lástima. A ella le partió el alma su facha externa y su derrumbe interior. En su pecho emergió un tanto de compasión, fue por esto, para no seguir viéndolo de esta manera, que aceptó, pero únicamente con Bonifacio, el hijo del mastodonte, quien ya había aumentado a 60.000 bolívares la “follada”.

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Lo que para una fue pudor y obligación, para otro fue belleza, frenesí, entrega y pasión. A Bonifacio se le sembró esta mujer en todo el parque del corazón, quitándole el juicio y la mera razón. De mañana, tarde y noche vivía con el alma en un hilo, en pos de la repetición. En cosas del amor nadie sabe, conoce o entiende el proceder del corazón. Ella también empezó a sentir placer con aquellas relaciones usurpadas. Ahora era su esclava, pálida, generosa y muda. Se ponía más pálida que él cuando sus ojos se encontraban en la entretención laboral. Aquellos encuentros no sólo acumulaban en ella unas monedas, sino manojos de espigas entre los rehiletes del viento, sin ningún lamento. A él le quemaban aquellos manojos de billetes que le quitaba para diluirlos en Pampero y catira. Se miró el interior. Deseó con todas sus fuerzas que por encima de todas las enormes cosas, jamás se le hubiera ocurrido aquella aciaga idea. Ahora comprendía cuanto la amaba. Pero ya era tarde, su amor hacia él era una margarita deshojada, la estaba perdiendo por el fin de los días. Esto era el comienzo de un sorpresivo verano, de una gran sequía. Estaban llegando los bueyes del olvido, las nutrias del desamor, el buque de las despedidas. Era el producto manufacturado por él mismo. Las pútridas amarras se iban, se iban, al abismo final. Linda noche, noche de diciembre, la noche en que nace Jesús, se vino antes de lo previsto. Iba a luchar con todas sus fuerzas para lograr que el amor renaciera junto con el Redentor. Se vino dispuesto a pedirle perdón, a implorarle de rodillas que volvieran a ser los amantes de antes, sin culpas ni pesados tablones que debilitaran los amores. Iba a cambiar, se renovaría, se lo prometería. Le diría que sería capaz de romper todos los billetes del mundo con tal de tenerla de nuevo, y para siempre. Adiós al licor, adiós a la catira, ¡y no era mentira! Pagaría todo y en una semana estaría de vuelta en su tierra, se la traería a vivir para siempre en su terruño natal.

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Irrumpió al cuarto, llegó asfixiado, necesitaba una boca para respirar. Estaba ebrio, delirantemente ebrio. – ¡Cande! ¡Oh Cande de mi vida! Cande del cielo y la tierra. ¿Dónde estás corazón? Encendió la bombilla. Silencio, un silencio de panteón que penetraba los oídos cómo un largo e imperceptible silbido. ¡Nadie! Apenas algunas prendas de ella regadas por el descuido o la prisa. Un dolor agudo salió de lo más hondo de su pleno ser. Extraño mundo, vivimos a la espera de las encrespadas furias. Tesonera evasión empujada por la traición. Se había dado el regalo de navidad, en cambió él, a recoger las migajas de la extinción. Ellos disfrutando el meloso sabor de la cosecha buena, y él, llorando sobre su propia ruina. Lloraba como un niño por haberla convertido en la sumisa esclava. Que tristeza tan mortal, que amargura tan infinita. Él, su enemigo, ella, su daga letal. Salió al patio como un perro husmeando en el basural.

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La naranja en el bolsillo Liliana Villanueva En el mercado de frutas de Ciudad Vieja compro cebollas, jengibre, rúcula, albahaca, un cuarto kilo de coco rallado. El señor de las hierbas me da una receta para hacer sopa de rúcula. La receta no es de él sino de su mamá, me dice. Lo miro extrañada, el hombre debe tener unos setenta años. Se da cuenta de mi mirada y me explica, con una sonrisa: “Es que mi mamá tiene noventa”. Una señora le dice al vendedor de quesos: “Que esté fresco, ta?”. El vendedor le responde: “Con este frío, amiga, ¿Cómo no va a estar fresco?”. Hace frío este junio en Montevideo, el viento helado silba entre los puestos, el mar se retuerce al fondo de la calle. Pareciera que con el frío los puesteros se ponen más chistosos: “¿Joven, qué llevamos hoy?”, le dice el vendedor de pescado a una viejecita encorvada. “Cuídese la tos, vecina”, me recomienda un mulato de cara amable que vende frutas. Su socio es muy gordo, con una gordura como un salvavidas a la altura de la cintura, como si su cuerpo se hubiera concentrado ahí. Su cabeza está extrañamente pelada, unas tiras de pelo ralas separadas algunos centímetros entre sí no llegan a cubrir del todo la piel rosada. Miro los precios de las naranjas y comparo. El hombre canta con voz aguda: “Tre kilo veinte, tre kilo veinte”. Hace una pausa en su cantinela y me pregunta qué voy a llevar. Cuando lo hace me sorprendo porque le cambia la voz: ahora es grave, agradable. Quizás cuando llega a su casa su cuerpo también cambia, abraza a su mujer y se transforma en un Adonis. Compro tres kilos de naranjas y ya está, no necesito nada más. Espero el cambio y cuando el Adonis me lo da, agrega una naranja, de yapa. Tengo las manos llenas y las bolsas llenas y entonces él me señala el bolsillo del abrigo. El hombre se estira ágil y me pone la naranja en el bolsillo. Y es por ese gesto, por esa naranja en el bolsillo, que me acuerdo. Me acuerdo.

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Camino por la peatonal Sarandí y me llega el recuerdo como si hubiera estado esperando, en fila, en algún lugar de mi memoria: Stepanakert, capital de la autoproclamada República de Nagorno Karabaj, enclave armenio en medio del territorio de Azerbaichán, veinte años de guerra y muchos más de pobreza. Y una historia de muerte atrás: 1915, dos millones de armenios desterrados de sus pueblos, muertos de hambre en el camino hacia la nada, hacia los desiertos de Irak, las “marchas de la muerte” impuestas por los turcos, el primer genocidio del siglo veinte, mientras el mundo se mantenía ocupado con la Primera Guerra. Y después, la invasión soviética. Y Stalin. Recuerdo la salida muy temprano por la mañana desde Yerevan, el Ararat emergiendo detrás de las nubes como en un sueño, del otro lado del límite con Turquía. En los años veinte, Lenin había regalado el monte sagrado de los armenios a los turcos. El Ararat bíblico, donde se cree ancló el arca de Noé, se ve, naranja y rosa, a la derecha de la ruta, las laderas nevadas iluminadas por el sol. Se ve, pero no se toca. El monte, inalcanzable, mudo, nos acompaña durante casi una hora para quedarse luego atrás, cuando el auto gira a la izquierda y entra a las cadenas de montañas. Viajo con dos periodistas alemanes que están cubriendo la reelección presidencial en Armenia. Aprovechamos este viaje para conocer el enclave. El chofer armenio, Grevorg, nos había venido a buscar al hotel antes de que saliera el sol. Grevorg maneja tranquilo, conoce el camino. En el tablero, pegada entre los instrumentos de manejo, una cruz de madera parece indicar, como una flecha, el camino que avanza y sube, hacia las alturas del Alto Karabaj, ubicado a más de diez horas de viaje de Yereván. En el paso de montaña Saravan, a unos 2000 metros de altura, la nieve de la ruta se confunde con la niebla y el blanco del cielo. Hace frío cuando empujamos el auto sobre la ruta de hielo, hace frío entre las montañas nevadas. Llegamos a rutas de barro, vemos pueblos enteros vacíos, incendiados, abandonados de toda vida.

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Entramos a Suchi, una ciudad devastada por la guerra. Los edificios son ruinas y parecen vacíos, pero se ven algunas señales de vida: ropa de bebé colgada en un balcón de chapas oxidadas, una antena parabólica de televisión orientada hacia el norte y, en la calle de tierra, una niña vestida de rojo llevando de la mano a un chiquilín con capucha de lana. ¿Adónde van? ¿De dónde vienen? La ciudad entera está en ruinas, ruinas y más ruinas. El resto es pobreza. En medio de los edificios derruidos, aparece una iglesia blanca, blanquísima, la torre del campanario está abrazada por andamios, dos obreros pican cascotes, una grúa inmóvil como una cruz inmensa, se mueve sin hacer ruido. Enfrente, del otro lado de la calle seca, un triste bloque de viviendas industrializadas de la época soviética se extiende en todo su largo hacia lo que parece ser el fin del pueblo, el fin del mundo. En uno de los pisos vive el obispo. La entrevista dura menos de media hora. El joven obispo no habla de religión sino de política. Con grandes gestos y grandes frases nos dice: “No renunciaremos a lo que es nuestro por los errores políticos de Lenin y de Stalin”. Además del regalo de Lenin a los turcos, los bolcheviques habían incluido al Alto Karabaj dentro de la República Socialista de Azerbaichán, los enemigos históricos de ascendencia turca, en una estrategia de “divide y triunfarás” con la geometría simplista de Stalin, georgiano de origen. El nombre mismo del enclave es un resumen del acoso y la opresión de este pueblo: “Nagorno” significa “montañoso” en ruso, la palabra “Karabaj” es de origen turcopersa y se traduce como “jardín negro”. Mientras habla, el obispo acaricia uno de los cuatro teléfonos de su escritorio. Miro los teléfonos, son de bakelita en diferentes colores: violeta, amarillo, rojo y celeste. El obispo nota mi mirada y explica: “Son para llamadas diferentes, locales, internacionales; el rojo es para llamadas a Armenia”.

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Del celeste no dice nada, quizás se trata de su conexión directa con Dios. En la plaza central saco algunas fotos. Soy la “fotógrafa oficial” del grupo y una especie de corresponsal nómade del servicio español. Una anciana se me acerca. Está vestida con un piloto de lluvia que semeja un uniforme verde oliva, limpio y bien planchado, pero demasiado grande para ella. Viene a pedir limosna. Habla en armenio, después en ruso: ¡Diévushka, diévushka!, ¡chica, chica! La piel de su cara es pura arruga, parece de cuero. Me asombra la gente en este país, son pobres pero de una pobreza diferente, ordenada y limpia, una pobreza digna. La mujer saca de debajo del piloto un pequeño bulto hecho con un pañuelo anudado. Desanuda el pañuelo y veo una pila de documentos perfectamente ordenados. Saca una foto y me la muestra, es la foto en blanco y negro de una mujer joven, hermosa, con ojos marrones enormes, dulces, en uniforme de guerra. “Eta iá”, me dice, señalándose el pecho, “Ésta soy yo”. Acerco la foto y veo que está engrampada a un documento con el dibujo de una medalla: Guerói Vainá, que en cirílico significa “Héroe de la Guerra”. “Luché contra los alemanes”, me cuenta orgullosa. Y yo miro a los dos periodistas alemanes del otro lado de la plaza, fumando un cigarrillo, que me hacen señas para que apure el trámite. La mujer me muestra una foto de su hijo, un muchacho con los mismos ojos de la madre, caído en la guerra contra los azeríes. ¿Qué limosna se le puede dar a una heroína de la Segunda Guerra Mundial? Estoy confundida, tendría que entrevistarla, ayudarla, ir a su casa, invitarla a un café. Los alemanes están subiendo al auto y sé que tengo que irme, no puedo quedarme ahí más rato. Busco en mi cartera y saco un billete del monedero, tiene muchos ceros, pero no llego a calcular de cuánto es. Se lo doy a la mujer, la abrazo rápidamente para no mirarla a los ojos, con el temor de haberla ofendido. Me voy, casi corriendo, hacia el auto, muda de vergüenza.

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Y después, en Stepanakert, entrevistamos a un ex periodista de 38 años, ahora presidente de una república independiente no reconocida por nadie, con la excepción de Armenia. Saco fotos mientras los alemanes hacen sus preguntas. Más tarde saco fotos de ministros, de guerra, de economía. Aún falta la entrevista a un francés de la Cruz Roja. Pregunto a los alemanes si me necesitan y me dicen que no, que no hacen falta fotos. Quiero estar un poco sola, lejos de discursos oficiales. Voy al mercado que está pegado al edificio de la Cruz Roja y me alegro como una niña de tener toda una hora para mí, en este país de Kaláshnikovs y gente que habla un idioma puro checheche y chuchuchu. Y esas caras indescifrables, incomprensibles como su idioma, caras que no parecen haber reído nunca. Estoy frente al mercado y algo me retiene, es el temor de perder la cámara fotográfica, los rollos de film, todo mi trabajo. Guardo la Nikon en la cartera y no me gusta eso de tener miedo. Pero el miedo tiene dos caras, el miedo es el compañero de los tímidos, de los que se arrojan al vacío. Tomando impulso, entro al mercado con cara indiferente, jugando a ser normal. Y funciona, nadie me presta atención. Agradezco el haber nacido morocha: en la mayor parte del mundo me confunden con una persona del lugar, en Uzbekistán y en España, en Irán y en Israel, hasta en Rusia, piensan que soy del Cáucaso, o francesa. Camino entre los puestos y escucho a los vendedores gritar. Seguramente dicen: “Tre kilo veinte, tre kilo veinte”, en su idioma (aunque eso lo pienso desde aquí, desde ahora). Veo algunas caras rusas y aunque no me guste reconocerlo, me siento a salvo. Sé que son posibles salvavidas, a los rusos los conozco, de los armenios sé tan poco. Camino bajando la mirada, veo frutas frescas y verduras apiladas en cajas sobre la tierra seca, incrédula del hecho de que hasta en los países más pobres las naranjas sean de color naranja, asombrada de que, aunque el estado de sitio

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sea perpetuo, en la tierra sigan creciendo papas. Las manzanas son rojas y amarillas, la lechuga es de un verde reluciente, mientras que todo el resto es gris, de un gris permanente. Los vendedores me ofrecen su mercancía. Uno de ellos grita algo, le faltan cuatro dientes. Cuando paso frente de su puesto le da un codazo a su mujer, que cuando sonríe muestra sus dientes de oro. Me señalan las verduras: rábanos, un repollo, cebollas muy blancas. Digo que “no” con la cabeza, no sé cómo hablar, en qué idioma. Hay muchas mujeres vendedoras, es imposible saber qué edad tienen, ¿treinta, cuarenta, ochenta, doscientos años? Casi todas tendrán hijos o maridos, hombres perdidos en la guerra. Imagino sus retratos en sus bolsillos, como pequeñas urnas, protegidos por un pañuelo. Una mujer gorda y bella me mira a los ojos. Es más ancha que su puesto de cuarenta por cuarenta centímetros, su puesto es una mesita donde se exponen semillas. Me acerco. Tiene semillas de girasol peladas. Las semillas me pueden. Ve mi interés y toma un puñado de semillas. Con gestos me dice: “Sí, sí”. Toma mi mano y, armando un hueco, me da las semillas como si me estuviera dando un pájaro recién nacido. Intento sacar la billetera de la cartera pero ella dice: “No, no”, con la cabeza, con los brazos. Le agradezco con la única palabra que sé decir en armenio: “Shnorakalutiún”. Podría haberle dicho “Mercí”, como dice todo el mundo aquí, pero ya que aprendí esa palabra, la uso. Se alegra de poder charlar y me habla en armenio, pero yo, ahora en ruso: “Niet, no, no hablo armenio”. Ella habla ruso, se la entiende perfectamente. Tiene ojos claros, pero todo, sus rasgos, su piel, su ropa, su actitud, parecen indicar que es armenia. Me pregunta cómo me llamo. “Lili”, le digo, y pienso en lo tonto que suena mi nombre en estos lugares. Lili es nombre de cabaretera, de puta francesa. Pero no es tan raro, en armenio también existe el nombre: Lilí Berberián, la amiga de Natasha, con la que cené anoche en Yereván. La mujer de las semillas se ríe y grita: ¡Lilí!, ¡Lilí! Y se acerca otra mujer curiosa. Me la presenta y le pasa un brazo por el hombro. Son amigas, se llaman Soya y Svetlana, son nombres dulces (“sviét”, en ruso, significa flor, colores);

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nombres de flores para mujeres rudas, maduras, viudas de guerra. Me preguntan de dónde vengo y cuando les digo, gritan de felicidad: ¡Arguentina! Me hablan en ruso y en armenio, me preguntan cosas. Se acerca otra mujer bajita a la que le cuentan, señalándome: “Mira, es de Arguentina”, como si ya supieran todo sobre mí. La mujer bajita me pregunta: “¿Te gusta Stepanakert?” Qué contestar a esa pregunta. Como en Rusia, no se puede decir que es lindo. Todo lo que no es lindo, es interesante. Digo: “Es muy interesante”. Las tres mujeres se miran entre sí, incrédulas. ¿Interesante? ¿Qué puede tener de interesante la pobreza, la guerra? Pero ellas se olvidan rápido, quieren charlar pero tienen que volver a sus puestos, a su trabajo. Antes de que yo me vaya, me piden que les saque una foto juntas y las tres amigas se arreglan coquetas mirándose a un espejito que pasan de mano en mano. Una de ellas se colorea las mejillas con un masaje rápido; otra se arregla el pañuelo de flores y esconde un mechón de canas; la tercera se plancha el busto con las manos. Les saco varias fotos y les pregunto adónde debería enviarlas. En un papel de envolver, la vendedora de semillas me anota una dirección: “Úlitza Revoluzi, 43. Stepanakert”. Eso es todo, las calles todavía tienen nombres soviéticos, no hay códigos postales, ni siquiera escribe el nombre del país. Me prometo enviar las fotos, me pregunto si alguna vez llegará un sobre a ese enclave. Me abrazan a modo de despedida, cada una me da tres besos en las mejillas, me palmean la espalda. “No nos olvides”, dice una de ellas, y me mira a los ojos. Tantas veces escuché esa frase en el Cáucaso, la misma frase de los refugiados de Abjacia en Tiflis, de los rusos que quedaron varados en las ex repúblicas después del colapso de la Unión Soviética, de los viejos exiliados españoles en Moscú: “No nos olvides”.

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Cuando estoy por salir del mercado, el vendedor de frutas y verduras al que le faltan dientes me llama, también quiere una foto. Se abraza en pose acercando a su mujer de dientes de oro, que lo rechaza jugando. Se agregan otros: “Yo también, yo también”. Me llenan de papelitos para que les envíe las fotos. No sé más cuál es cuál. Ya se pasó la hora. Ni bien salgo a la calle me encuentro con los alemanes. Klaus quiere comprar música, le digo que vi un puesto de cassettes al final del mercado. Vuelvo a entrar, ahora con ellos, aunque preferiría quedarme afuera esperando: No se entra dos veces en el mercado de Stepanakert. ¿Qué pensarán de mí los puesteros, que ya se despidieron con besos y abrazos? Guío a los alemanes entre los puestos, quiero explicarles dónde, pero ellos no necesitan guía. Miran todo y tocan todo con seguridad, parecen los dueños del mundo. Ni siquiera ocultan sus cámaras. Cuando paso por los puestos, los vendedores me saludan tímidamente. Pasamos por el puesto de la vendedora de semillas y cuando me ve, como si nos hubiéramos despedido hace un año me grita: “¡Lilí, Lilí, qué alegría verte!” Sus dos amigas me saludan con la mano y los alemanes me miran de reojo, algo extrañados. Pero no hacen preguntas. Klaus compra algunos cassettes de música turca y cuando estamos por salir del mercado, el vendedor al que le faltan algunos dientes me hace señas con la mano, para que me acerque. Recoge tres naranjas y me llena los bolsillos de naranjas. Es un gesto que me hace reír. Me río, para no emocionarme. Es un gesto que guardé en mi recuerdo y que ahora, cuando camino por la Ciudad Vieja, me abriga del frío, mientras acaricio con la mano la naranja en mi bolsillo.

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El mosquito de Rotterdam Alberto Fernández González Patas largas, alas batiendo el aire nocturno del pinar de Rotterdam. Era octubre y acabábamos de llegar al campamento, alquilando la pequeña cabaña donde nos alojaríamos mientras durase nuestra estancia en la ciudad. El mosquito había acudido a la luz del maletero mientras yo rebuscaba para sacar el equipaje. Revoloteó aquí y allá hasta que se posó sobre el piloto iluminado del interior. Araceli se llevó las últimas bolsas apiladas junto al vehículo, y antes de cerrar el maletero yo tenía que sacar de allí al gran mosquito que se mantenía aferrado al piloto, hipnotizado por ese no se sabe qué que hipnotiza a los insectos. Fui a espantarle, que se buscase la vida en ese enorme paraíso natural, y volvió a emprender el vuelo, dudó entre el foco exterior de la cabaña y el cálido refugio del maletero, me tuvo agitando los brazos medio minuto y finalmente regresó al cubil. La noche era fresca y la ciudad esperaba en un resplandor más allá de la arboleda. En cuanto ordenáramos nuestras pertenencias tomaríamos un autobús hasta su corazón, pero el mosquito no tenía esas cuentas, escondiéndose en algún punto oscuro del interior. No había tiempo para juegos, así que busqué la linterna y repasé todos los rincones, no hallando al caprichoso mosquito. Y no había salido, porque mi atención estaba presta a cualquier aleteo que se produjera. Cerrar el portón era condenarlo a morir de inanición, de tristeza o machacado por el equipaje cuando cargáramos el vehículo para abandonar la ciudad y seguir nuestro viaje por Europa, pero Araceli empezaba a impacientarse y yo no podía seguir consumiendo ese maravilloso tiempo en localizar un mosquito, cuando había tantos en la naturaleza, aunque ninguno del gusto de ella. Invoqué a los cielos para que la maldita criatura apareciera antes de que tuviera que desmontar pieza a pieza el vehículo, pero mi voz no llegó a sitio alguno y tuve que cerrar el portón.

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La cabaña era pequeña: una litera, un lavabito, un par de estanterías y un banquillo alargado donde depositamos el equipaje antes de distribuir lo imprescindible por los anaqueles. Yo seguía pensando en el mosquito, si estaría bien o mal ahí dentro, si habría salido sin que me hubiera dado cuenta, o si, fatalidad, estaría aplastado o mutilado por algún efecto colateral de la búsqueda. Hice partícipe de mi preocupación a Araceli, que me diera una palabra de alivio, pero abrió mucho los ojos, miró hacia los mismos cielos que a mí no me habían escuchado, y suspiró profundamente. El asunto del mosquito empezaba a sacarla de sus casillas. Nos dimos prisa en hacer de la cabaña nuestro hogar, sacamos los cepillos de dientes, las toallas, y nos fuimos a las duchas generales para asearnos y caer sobre la ciudad como dos turistas de bien. Las farolas marcaban el camino solitario por entre los frondosos pinos que cobijaban no más de una docena de acampados. Araceli y yo, abrazados, dejábamos volar la imaginación acerca de la ciudad desconocida, si bien yo no podía olvidarme de la suerte del mosquito. Su salvación sólo estaba pospuesta ante la presión de esa mujer que consideraba absurdas mis preocupaciones por animales tan pequeños en detrimento de mi dedicación a ella. El agua caliente regeneraba mis vísceras, y yo era feliz a pesar de la prisión del animal: lo había intentado hasta donde me fue permitido, y si me quedaba alguna duda abría más el grifo para que el agua barriera mis posibles responsabilidades. Pensaba en la cabañita y su función de dulce hogar en medio de la naturaleza, en Araceli esperándome perfumada, el autobús en la parada, la ciudad más allá de los pinares. Antes de abandonar el campamento abrí nuevamente el maletero y rastreé con la linterna todos los rincones posibles. ¿Habría alguna comunicación con el habitáculo? Con las puertas de par en par revisé los asientos, el techo, el salpicadero, la moqueta. Me enfangué en sudor, ese líquido que brota en las acciones desesperadas cuando no se augura resquicio para la victoria, pero todas mis funciones vitales se

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coagularon, o simplemente se murieron, cuando un rugido de Araceli desde la salida del caminito me advirtió, con visos de desesperación, de cuántas posibilidades tenía de que nos quedásemos en el puto campamento, abortando el encantador encuentro con la ciudad. Había valido la pena correr el riesgo, pero no dando con el paradero del alado y viendo la mala sangre medrando por las vísceras de Araceli, cerré puertas, maletero y conciencia, y acudí al encuentro de la voz. No hubo comentarios, siendo sustituidos por mi sonrisa rastrera y un abrazo de mala gana. El autobús 33 nos dejó cerca de Centraal Station, a pocas manzanas de lo que parecía ser el corazón de la ciudad, y sin embargo las calles estaban desiertas, apenas dos vagabundos, los del camión de la basura, parejitas sueltas que se comían a besos, y nosotros buscando un bistró con encanto para cenar. -Aquí mismo –dijo Araceli tirando de mí hacia un local mezcla de hamburguesería, italiano y cuchitril del Bósforo. Al menos no estaríamos solos: de la docena de veladores estaban ocupados dos de ellos, aunque se vaciaron mientras nos sentábamos con sonrisas de cumplido y maldiciones de la camarera que iniciaba el fregoteo del saloncito. -Guachi guachi –dijo arrojándonos la carta plastificada sobre la mesa. La miramos, seleccionamos el idioma inglés que es el que domina Araceli, y pide unas alitas de pollo y unas carnecitas crujientes con patatas fritas, y lo hace con tanto desparpajo que nos sirven una sopa espesa cargada de especias y un café con leche. Iba a partirme de risa nada más ver las bandejas, eso sí, con sus patatitas fritas, pero logré contenerme. Pero como Satán es muy Satán, esperó a que tuviera la boca llena de esa pasta densa, para insuflarme una risa que trepó desde el diafragma y se presentó

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inoportunamente en todos los músculos de garganta y boca, haciéndome escupir la maldita cena políglota. “Que nunca he pasado tanta vergüenza”, “que eres un mamarracho”, “que la próxima vez te aclaras tú con el idioma”, y venga a dar zancadas en busca de la parada del 33 para regresar al campamento, y yo detrás, implorando su perdón y sin poder evitar una risita de mala baba que aparecía cada dos o tres ruegos. No hubo arreglo; silencio hasta la cabañita, y yo quería abrir otra vez el maletero para echar un vistazo al mosquito, pero confieso que muy valiente no soy, así que recé un Padrenuestro en beneficio de su resistencia, y me fui a fumar un cigarrito mientras paseaba bajo la arboleda. De regreso ya estaba todo apagado en nuestro circunstancial hogar, Araceli embutida en su camisón y simulando dormir, y el mosquito de Rotterdam preso de una oscuridad que le sería dolorosa. Recé otro Padrenuestro para reforzar su salud, y una Salve por mí. Un torpedo había alcanzado un flanco de nuestro viaje, y todo dependía del despertar del día siguiente para aventurar si terminaríamos hundiéndonos como otras veces, o sólo se trataba de un rasguño en el blindaje. Y el día amaneció soleado, incluso caluroso para la época del año. Araceli no comentaba nada de la noche anterior, y yo, como un cobarde, me sentía feliz tras sus tacones. Nos habíamos levantado temprano para abandonar el campamento y dirigirnos a Ámsterdam, y antes de introducir el equipaje en el maletero estuve buscando nuevamente al mosquito. Era su última oportunidad, no ya de seguir vivo, sino de no desmembrarse de sus raíces, pues si salía con bien tras sortear las numerosas bolsas que había que acoplar por todos los rincones, abandonaría el compartimento en Ámsterdam. Pero a pesar de esta utópica suerte, me pregunté qué pintaba ese mosquito a 73 kilómetros de su ciudad natal, lejos de los pinares que le habían visto crecer y desarrollar esas patas tan largas. Aquí estaban sus parientes,

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sus recuerdos, su ambiente. No podía llevarlo hasta allí, dejar huérfanos a sus huevos, tristes a sus padres… Así que seguía con todo el equipaje rodeando el coche mientras levantaba un poco de moqueta por aquí, enchufaba la linterna hacia el alojamiento de la rueda de repuesto por allá, abatía los asientos… -¡¡Quieres dejar el puto mosquito!! Me había descubierto; Araceli llegaba de las duchas y se encontraba el equipaje en el mismo lugar donde lo había dejado al irse. Unos cuantos balbuceos de disculpa, una sonrisa sometida que buscaba comprensión, no para mí, sino para el jodido mosquito, unas gotitas de sudor que desaparecían tragadas por la moqueta. Esa mujer no tenía corazón, y con gran tristeza, sabiendo que ahora sí que condenaba a ese ser a una muerte segura, fui llenando el maletero con las bolsas, comprimiéndolas, porque cada vez teníamos más equipaje. Encendí un cigarrillo, puse el coche en marcha y miré con pena la inmensa arboleda que iba quedando atrás. En la ciudad de los canales estuvimos tres días maravillosos sorteando bicicletas, buscando la casa de Anna Frank, besando las imágenes de la iglesia de San Nicolás, admirando las telas del museo Van Gogh, las del Rijksmuseum y las de los jardines Keukenhof, porque Araceli tiene que verlo todo y sigue de modo enfermizo los múltiples itinerarios. Yo hubiera preferido una excursión a Zaanse Schans para ver los molinos, un paseo sin prisas por el Barrio Rojo y, para la cena, un crucero por los canales. Pero cuando se apagaron los puntos culturales se encendió la noche de Ámsterdam, y fue ahí donde yo tomé el relevo para sacar a relucir mi espíritu de bohemio. Nuestros pasos en el laberinto de callejas solitarias y alejadas del casco turístico se escuchaban en medio del silencio, cruzaban los puentes sobre las aguas que barrían nuestra silueta, se detenían para encender un cigarrillo bajo la blanca luz de los faroles.

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Araceli, más culta que yo y conocedora del guachi guachi, iba traduciendo las leyendas de las fachadas medievales y señalando cúpulas y edificios para darlos nombre, como si fuera el mismísimo Dios. Pero esa noche yo la encontraba ausente: de hecho acababa de darme cuenta de que estaba paseando solo. La telefoneé al móvil y allí estaba, tres puentes más abajo siguiendo el mismo canal. Fui a su encuentro y le pedí una explicación, que estábamos de vacaciones, que teníamos que ser felices, pero ella seguía perdida en los patos del canal, y al fumar no se tragaba el humo, expulsándolo violentamente y haciéndolo signo sospechoso de estar zanjando asuntos importantes a mis espaldas. En estas circunstancias me pareció oportuno citar la suerte del mosquito de Rotterdam, que se sintiera aliviada al asumir que había seres con peor suerte que aquella que estuviera importunándole a ella. La madrugada me sorprendió durmiendo en el coche, “porque te interesa más la vida de ese repugnante bicho que la mía”, “porque si me amaras lo mismo que a los insectos”, “porque si ya me lo dijo mi madre” Nuestro vehículo estaba aparcado junto a un canal, en la margen contraria al hotel. La luna se fue haciendo pequeña sobre los puentes mientras me consumía el insomnio, y para entonces ya había dado por muerto al mosquito de Rotterdam, o quizá, con suerte, libre en su arboleda, pues el cuerpo no había aparecido. Pensé en la fragilidad de la vida y la alegría con que la despreciamos, y miré hacia la ventana tras la que dormía Araceli. Poco a poco se fue difuminando en mi primer sueño. De mala gana hizo las paces en el desayuno, una terraza al tímido sol que coloreaba los canales, y volvimos a desplegar el mapa para marcar la ruta hacia Den Helder y ver de cerca las islas frisonas. El viaje parecía haberse normalizado, pero era eso, apariencia, porque cada uno atesoraba sus resentimientos. Ella me culpaba de la relación, de su error al elegirme, del cansancio frente a mis extravagancias; yo, más simple, sólo la culpaba de incomprensión frente a la suerte

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del pobre insecto. Viajábamos callados, yo con los ojos perdidos en la carretera, Araceli durmiendo tras las gafas de sol, indiferente al paisaje que nos ofrecía el Mar del Norte. El extraño idioma holandés brotaba del aparato de radio denunciando nuestro malestar. Al llegar a Den Helder, punto de partida de los barcos que van a las islas frisonas, nos quedamos mirando el transbordador que conecta con Texel. No había pasajeros en cubierta, tal vez por el viento que soplaba en la bocana; quizá porque las parejitas de enamorados también estaban dejando enfriar su relación y preferían ocultarla en los salones acristalados. Por primera vez sospeché que no haríamos muchos más viajes juntos, que su mirada perdida en las islas presagiaba su deseo de dejarme en una de ellas a cambio de iniciar una vida nueva. Otra vez aleteó en mi mente el mosquito de Rotterdam, quizá para comparar nuestras suertes, y me pregunté si no había arriesgado demasiado en esa gota que colmó el vaso de desilusiones de Araceli. Llegamos a tierras germanas y nada había cambiado en su talante ausente. No se vislumbraba el retorno a nuestra normalidad, y así cruzamos por Hamburgo y llegamos a Berlín, donde el destino había establecido el fin de nuestra vida en común. Pronunció la famosa frase “vámonos a casa; estoy harta de viaje”, y lo hizo en el sitio más contundente, la Puerta de Brandemburgo, lo único que vimos de la ciudad. A mi boca acudieron grandes exabruptos de cuyas riendas tiraba para evitar lo peor, y cuando me faltó el aliento ella se paró en la acera, me miró despectivamente y se sintió liberada. El viaje había terminado, y lo que era peor: nuestro matrimonio. En los tres días siguientes atravesamos Europa de regreso a la que ya no sería mi casa, salvamos los Pirineos por Andorra y caímos a dormir en un hostal de Oliana. Las jornadas se habían sucedido en un deambular laxo al que me había sometido la sombra de nuestra ruptura; incluso llegué a olvidarme del mosquito del pinar de Rotterdam. Araceli mantenía rígido el gesto, como si lo llevase almidonado, pero

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yo lo llevaba tan blando que a veces parecía que fuera a arrancarme a llorar pidiendo que alguien me despertara de ese final que nos aguardaba en Madrid; ya habíamos pasado antes por situaciones similares, pero los dos sabíamos que ahora no habría marcha atrás. Desayunamos en la Plaza Meguereta, donde habíamos dejado el coche al llegar por la noche, y regresamos al hostal para retirar el equipaje. Mi paso era lento, como el de los condenados camino de la horca; estábamos a media jornada de nuestro final. En cuanto llegáramos a Madrid iniciaríamos los trámites de separación: así lo había ido anunciando ella todas las mañanas, como si fuera una oración matutina o un buenos días venenoso. “Adiós”, nos dijo la hostelera, y “adiós” contestamos como si no pasara nada. Tomé las bolsas de Araceli y las acomodé en el maletero, pero al remodelar su disposición para que entraran las mías, lo vi allí, pegado a la manta, rígido. El mosquito de Rotterdam había aparecido. Mi primera reacción fue quedarme quieto contemplando su muerte, que yo hacía mía y me llenaba de dolor. Luego le busqué las grandes alas y tiré suavemente de una de ellas para suspenderlo en el aire y leer el significado de aquella rigidez. A mi cabeza acudieron las imágenes de Rotterdam, su jovial aleteo alrededor del foco de la cabaña cuando mi vida era distinta, cuando estaba al otro lado de la línea de Berlín. Yo quería rescatarlo de la muerte, soplar y sentir entre mis dedos el inicio de su vuelo, pero ya no era posible. Lo deposité cuidadosamente sobre una baldosa de la plaza y, sin dejar de pensar en la frivolidad de la existencia, coloqué mi equipaje en el maletero. Araceli ya se había sentado, dispuesta a quemar la última etapa de nuestro fin, y yo fui a despedirme del mosquito de Rotterdam, no hallándolo donde lo deposité; supuse que lo habría arrastrado el viento.

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ArranquĂŠ el vehĂ­culo y empecĂŠ a maniobrar para salir a la carretera. En el pedal se fueron deshaciendo los restos del insecto, pegados a la suela de mi zapato.

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El vapor de las historias María I. Escribano Albendea Como una novia de metal, la Beyer Peacock lucía radiante ante la atónita mirada de maquinistas, viajeros y curiosos. Su morro negro se alzaba vanidoso, coronado por una elegante chimenea que en breve arrojaría al cielo los efluvios de una vida que comenzaba, y que prometía emociones intensas. A sus pies, ciento noventa y dos pasajeros resistían, sin separarse de sus equipajes, los envites del sol, ansiosos por inaugurar los dos vagones lacre con los que pronto compartirían confidencias. Todo estaba listo para el gran momento; la locomotora pronto iniciaría su primer viaje y nada podía fallar. En la estación, las autoridades encabezaban la gran comitiva de curiosos que por nada se perderían el gran acontecimiento. El maquinista accionó el mecanismo con la seguridad propia de los que conocen su trabajo. Entonces, la majestuosa Beyer Peacock dio sus primeros pasos. El primer chuc-chuc dejó boquiabiertos a los más jóvenes. Chuc-chuc, chuc-chuc… Los siguientes brotaron acompasados, impregnando la atmósfera de una prodigiosa sinfonía, buscando la ovación de los espectadores. Las notas iban surgiendo de la complicada maquinaria, una tras otra. El chuc-chuc de la vida se había puesto en marcha. El concierto de sonidos vaporizados se vio interrumpido por el aplauso espontáneo de uno de los asistentes, al que siguió el de la muchedumbre al completo, sin excepciones. A partir de aquel instante, la cabina bicolor, con sus ruedas rojas y las bielas del color del acero, pasaría a la historia de las grandes locomotoras a vapor. El éxito del primer viaje traspasó fronteras y animó a otros muchos viajeros, ávidos de aventuras y emociones que solo se encuentran en tierras ajenas, donde el anonimato permite olvidar una cotidianeidad demasiado aburrida. En uno de esos trayectos, Juan conoció a Eva, y juntos iniciaron un viaje a lo más profundo del corazón, donde se tejen los recuerdos que

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quedan grabados para siempre. También sobre una de las mesas de cedro de los vagones, engalanados de fina tapicería color verde, descansaban entrelazadas las envejecidas manos de Miguel y Ana, dos ancianos dispuestos a gastar los ahorros de toda la vida en volver: volver a sus raíces, volver a su infancia, volver al lugar que los vio nacer, volver a crecer, volver a enamorarse. Otros, sin embargo, preferían viajar solos, sin compañías que enturbiasen los pensamientos más íntimos, los que no pueden compartirse por permanecer encerrados bajo siete llaves. En ese tren también se escribirían cartas de amor, que no llegarían nunca a su destino; poemas; algunas novelas de misterio; incluso relatos sobre trenes…, porque en ellos se detiene el tiempo para dar libertad a la imaginación, y para contemplar cómo se suceden los espacios a través de los enormes ventanales: campo, casas, lagos, casas, árboles, casas…, lugares que pertenecen a otros, que observan, desde la quietud de sus hogares, el transcurrir del tiempo. Los viajes se sucedían sin interrupción ni descanso, a medida que los paisajes se multiplicaban. El tren de acero taladraba la tierra y se sumergía en ella para luego emerger a más velocidad, demostrando que no había elemento que se le resistiese. También se atrevía con el cielo y emprendía el vuelo hacia lo alto dejando una estela de humo perfumado. Las historias también se sucedían, algunas con idéntica temática pero distintos personajes; otras, las más hermosas, con final feliz; historias de hombres, de mujeres, de hombres y mujeres, de inquilinos fugaces, o de asiduos al traqueteo de los vagones… En definitiva, historias muy distintas, aunque compartían despedidas húmedas y reencuentros con sabor a besos. Pero los años no pasaban en balde y los resortes de la máquina mostraban los síntomas de una cada vez más cercana ancianidad. Lo que había sido joven ahora era viejo y el metal revelaba el pasar de los años con aplomo, sabiéndose presa del olvido en un futuro no muy lejano. Sin

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embargo, la Beyer Peacock seguía siendo única. Ninguna de las máquinas recién llegadas había logrado superarla en belleza y distinción, por ello, había quien todavía prefería las incomodidades de la vieja locomotora porque solo en ella era posible viajar en el tiempo. Era como volver a otras épocas, olvidadas para algunos, no vividas para otros; no dolía pagar cuando el objetivo era soñar despierto. La Beyer Peacock avanzaba a paso lento, transformando el chuc-chuc de juventud en ópera lenta que, sin dejar de ser bella, buscaba el abrazo de los nostálgicos. La música interior también había mudado haciendo cada vez más escasas las historias de viajeros. A pesar de ello, el alma seguía viva y mientras hubiera vida seguiría atravesando montañas, sobrevolando aguas, adueñándose de historias ajenas. *** El reloj de la estación marca las doce; Aurora lo contempla como una cenicienta encantada, ajena al ir y venir de viajeros recogiendo maletas, comprobando billetes, improvisando adioses, imaginando reencuentros… La reliquia devoratiempos ya forma parte de su colección de imágenes hermosas, sobre las que luego escribirá delicados relatos. Su madre la llama desde el andén: su tren está a punto de salir. Esta vez Aurora observa la máquina que las trasladará hasta la otra punta del país: es realmente hermosa. Decide retenerla en su memoria. Es como un gusano de acero, largo hasta perderse, de tacto frío pero suave, comprueba al acariciarlo. Es de un blanco inmaculado, solo interrumpido por ventanas diminutas que esconden un interior abarrotado de gente. Es lo último en trenes de alta velocidad; alcanzaría a la propia luz si se lo propusiese. Aurora lo contempla una última vez antes de subir a él. Dentro la espera su madre, en los asientos que les han sido asignados. Realmente es un vagón de última generación, de acabados plásticos perfectos, con asientos reclinables, equipo de música y video incorporados. Aurora ocupa su sitio y

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observa cómo del asiento delantero se puede extraer una mesa auxiliar que, sin dudarlo, utilizará para retener en papel todo lo visto aquel día. Pero enseguida se pone en pie, quiere contar el número de pasajeros de su vagón, luego lo multiplicará por siete, el número total de vagones. Su madre la obliga a sentarse: el tren va a iniciar su salida. Aurora apoya la cabeza en la ventana en busca de más imágenes memorables mientras el tren abandona la estación con movimientos suaves, y en silencio. A la pequeña no le gusta el nuevo escenario, solo hay desierto, tierra áspera atravesada por lanzas metálicas interminables. De pronto, el tren se detiene: otro, en sentido contrario, pide paso desde la lejanía. Aurora se reclina en su asiento. Desde esa posición puede observar a través de la ventana vecina. Y la vista es más emocionante. Se desplaza hasta ella. Al otro lado del cristal, una locomotora carcomida por los años descansa sobre raíles oxidados. A pesar de su evidente abandono, no ha perdido gran parte de su belleza. La cabina, negra y roja, parece de leyenda. Sobre su morro se alza una imponente chimenea. Aurora queda fascinada por la visión; su cerebro busca un hueco donde ubicar la vieja locomotora, entre los recuerdos de la infancia y los sueños que están por cumplir. “Algún día escribiré sobre ella”, se dice a sí misma. El tren se pone de nuevo en marcha. Aurora aplasta su mano contra la ventana, como intentando atrapar la imagen de la locomotora que poco a poco se va desvaneciendo. La vieja Beyer Peacock ha vuelto a caminar, esta vez sin vapores sonoros, mientras sus ventanas reflejan la silueta blanca de un tren fantasma.

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Página 36 Jacqueline Soto Marchant Soy viajero, aventurero y vivo de sentimentalismos y emociones. Es así, como una vez, hace unos cuantos años, me embarqué en una travesía por el estrecho de Magallanes, para sentir la inmensidad de la nada y del todo. El poder de sensaciones que sólo el fin del mundo, recóndito y sombrío, nos puede otorgar. No pocas razones avalaban mi viaje, pues mi sed de explorar tendría explicación en mis propios genes. Mi bisabuelo habría estado en esas tierras muchos años antes en manos de un barco blindado de la Armada chilena. General de primera línea, irreflexivo, severo, pero muy caudillo y reconocido como líder en su jerarquía. Este hombre barbado, con calvicie prominente, aunque aún a cuestas con algunos pelillos rubios luchando contra una caída inminente; de ojos penetrantes como el acero y casi un metro noventa de altura, fue capaz de sortear y sobrevivir a los mares del sur. Entregado a los vicios del whisky y el cigarrillo, según cuentan los que aún lo recuerdan, llegó hasta estas tierras para nunca regresar. Razones claras para que mi bisabuela lo dejara partir sin rezongar y viviera todo el resto de su vida bajo un luto estricto y una pensión apetitosa. A punta, quien sabe, de espadas antiguas o simplemente barrotes de fierro, sus intenciones habrían sido muy diferentes a las mías. Claramente este antecesor romántico y extravagante buscaba descubrir un nuevo mundo de árboles desarmados, peces estrafalarios y tierras cubiertas de aborígenes abandonados a su suerte. Su fin era hacer patria. A costa de muchas privaciones, el desgano, la soledad y los años, mi bisabuelo habría logrado concretar ese ímpetu en decenas de hectáreas de una estancia en medio de las llanuras de la pampa. Tierras que lamentablemente nunca conocimos y, que a decir verdad, dudamos de la veracidad de su existencia. Pese a ello, debió lograr su objetivo en un mal llamado continente lejano y desconocido.

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Nunca supimos más de él, ni la causa de su muerte, excepto lo que les cuento ahora. Fuera de ello, desde niño me di la licencia de inventar una muerte heroica para el viejo. Siempre lo interpreté como protagonista de una épica reyerta en medio de pastizales bajos y a punta de terciados maltrechos. Quizás a cuantos indios se enfrentó, monstruos marinos y seres sobrenaturales para subir finalmente a la corte celestial y mirarnos desde su trono. Quien sabe, esa es mi versión. Pero más allá de mis fábulas e invenciones, en lo concreto, me heredó un innegable patriotismo, la calvicie y una búsqueda constante de la verdad, de la vida y lo universal, que a veces se vuelve involuntaria. Me enajena y enloquece. Por ello, mis motivos eran muy diferentes a los del abuelo, aunque en la práctica buscaba las mismas consecuencias. Siempre busqué lo infinito, lo incomprensible, inexplicable y la voluntad de poder definir la vida que perduro. Así fue como logré alcanzar a percibir y aprehender el principio donde se une el día y la noche, sutilmente como un sueño de niñez, que más bien parece una alocada pesadilla, y que por esa precisa razón, es inolvidable. Eso sólo se logra cuando estas en el fin del mundo. Un 5 de Abril comienza mi historia, era día Martes. Como decía mi madre: “Martes, mi hijito, no te cases, ni te embarques. Que no se le olvide”. Precisamente hice lo contrario a las supersticiones familiares. Me dejé caer por la costa central de Chile y nos hicimos a la mar justo un martes por la mañana desde el puerto de Valparaíso, pues era el fondeadero más importante por esos años. No recuerdo si fue por el 1938 o el 1940, pero si estoy seguro que en esa época las cosas no se daban tan fáciles como ahora. Un capitán avezado, hombrón de ojos duros y de cara difícil, acostumbrado a la mar y conocedor de esos trotes, necesitaba tripulantes para emprender un viaje imposible a Puerto Williams. Requería negociar un preciado cargamento de frutas y verduras, que a su juicio era un negocio seguro y

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una necesidad primordial al fin del mundo. Convencido, claro de memoria y muy seguro de su expedición, me persuadió fácilmente. Dadas mis ganas de aventura me inscribí sin remordimientos como quien firma su testamento a los ochenta y tantos. Ni siquiera me detuve a juzgarlo. Pero fuera de parecer pretencioso o adivinatorio, siempre supe que nuestra carga no llegaría a destino. Todos los accesos en barco exigían un riesgo mayor, sobretodo, cuando los marines son unos novatos como largar un barquito de papel en una acequia correntosa. Pues ninguno de nosotros superaba los 20 años, excepto nuestro osado capitán que ya iba para los 70. Y a decir verdad pocos estábamos acostumbrados a la mar. Hecho que quedó al descubierto el primer día de viaje tras limpiar la cubierta infinidad de veces a causa del vértigo espantoso, los mareos, vómitos y arcadas repugnantes de todos. Nuestra expedición duró más de tres meses, que parecieron tres siglos. Tanto tiempo de desgano, pereza y perplejidad que podías contar todos los granos de arena que tenía el océano y seguir desocupado. Hubo días en que me odié, mi identidad, mis necesidades corporales, mi humillación y esa barba que se erizaba como un reloj de arena que marca inexorablemente el paso del tiempo espacial pero a la velocidad de una babosa gorda y lenta. Ciego a la culpa de haberme embarcado, hubo otros amaneceres incomprensiblemente alegres como cuando el capitán contaba historias mentirosas de otros viajes y bebíamos hasta emborracharnos. En este paso por mares desconocidos y brutales del sur, vi infinitas cosas. Quiero dar fe, que aunque parezca inverosímil y ficticio, fui testigo de muchas de las cosas que ocurrieron, aunque algunas me las confesaron como un secreto de gobierno. Sólo les describiré algunas, pues más me interesa que conozcan que ocurre después de pisar estas tierras indómitas. Tal cual versa en mi bitácora de viaje aquí les cuento en resumen que pasó por esos mares: hoy 07 de Abril, observé

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una luna llena inmensa posarse en el horizonte, mientras un pez de kilómetros la surcaba. Pude ver muchos amaneceres púrpuras y noches con auroras boreales. Mis ojos vieron una mujer desnuda con una larga cabellera rubia que mientras nadaba entonaba canciones violentas y armoniosas. Tierras lejanas con formas geométricas con millones de árboles. Eran triángulos y círculos enormes. Sentí el tiempo sin tiempo. Vi la muerte. Presencié batallas a bordo y hombres sobreviviéndolas muy malheridos. Observé la misma mujer rubia pero con una cola enorme de pez y agallas. Pude ver sacerdotes, jueces y condenados. Hubo fiebre, desesperación y hombres enloqueciendo. Seres incomprensibles, estrafalarios y maniáticos. Un hombre amarillo y otro verde medio azul. Ellos murieron. Estrellas que no parecían estrellas. Eran luces en el cielo escurridizas y sin explicación. Sólo las pude ver una vez y tenían varios colores brillantes. La mujer rubia aparecía a diario donde se reflejaba la luna. Aparecía sólo las noches de luna llena. Escuché sonidos escalofriantes de marejadas inexistentes, que algunos de mis compañeros siguieron sin retorno. Tormentas donde el agua caía como si fueran balas de cañón. Si te topabas con una te rompía el cráneo. Pude ver un marino morir por una bala de nieve en la cabeza… Sólo el Dios de nuestro empeñoso capitán y la preciada carga de frutas y verduras permitieron que sobreviviéramos a tan peligroso viaje. Pero yo era joven y tenía hombría para intentar vencer mis miedos y emprender las más grandes osadías. Aquí viene la historia que me interesa que conozcan. Jamás llegamos a Puerto Williams, pues sólo recalamos en Punta Arenas. Una vez que pisé tierra renuncié a mi empleo de marinero, ya que muy pocas posibilidades tendríamos de volver en la vieja barcaza que mas tarde sería vendida como chatarra a unos pescadores del lugar. El resignado capitán dio un sentido discurso de despedida y nos deseó la buena fortuna. Mientras apretaba su mano por última vez, me recomendó un bar cercano al puerto, donde encontraría buena comida y una cama para pernoctar sin problemas. Fue

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así como me despedí de este hombre apasionado, que gracias a su ímpetu, cambió mi destino para siempre. Comienza así mi historia en Punta Arenas. Edificios de poca altura al mas puro estilo europeo adornaban la ciudad. Las avenidas dejaban al descubierto las cúpulas y arquitecturas de casas preparadas para inviernos imposibles, probablemente únicas en Chile. La plaza, en tanto, nevada, parecía un monumento estoico a aquellos que llegaban a hacer patria en estas tierras indómitas. Atiborrada de árboles, era un lugar único que jamás podré olvidar. Logré entender, en cierto modo, las razones de mi bisabuelo para quedarse para siempre. Al caminar por sus calles noté la influencia de los inmigrantes. Las caras con rasgos croatas, alemanes, árabes le daban un estilo aún más cosmopolita al mezclarse con los pocos indios nativos que alcancé a divisar. Etnias que, me enteraría mas tarde, estaban siendo consumidas por enfermedades, que ya no se curaban con brebajes de hierbas, ni con ritos sagrados. Fue así como recorrí la ciudad en busca del sitio que me había recomendado el capitán, para beber algo y disfrutar de los placeres del fin del mundo. Cerca de la avenida Bulnes me llamó la atención un pequeño letrero de madera “Avec moi”. Era el pequeño bar recomendado por mi capitán. Había un gato gordo gris en la entrada que las hacía de guardia. Propio de la displicencia y personalidad gatuna se dejaba acariciar por cuanto transeúnte pasara por su lado. Parecía un dios egipcio con cara de pequeño diablillo, pero con unos cuantos kilos de más. No pude evitar mimarlo por un buen rato. Tenía un collar verdoso con su nombre: “Agustín”. Cuando entré, me siguió las pisadas de cerca, como estudiándome o buscando más caricias. Le pedí al cantinero un vodka para pasar el inmenso frío que me empalaba los huesos, mientras en el baño me quité los tres meses de barba con una navaja. Me instalé en la barra, mientras el gordo gato también buscó su lugar y se durmió junto a mi vaso de licor.

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Mil cosas pasaron por mi mente mientras continuaba lustrando el pelo esquivo del mágico felino. El ronroneo incesante me recordó lo lejos que estaba de mi mundo. Lo asombroso y perpetuo de ese momento. Y lo mimado de ser un animal domesticado, al igual que yo. Nuestras necesidades eran bastante parecidas. Un par de regaloneos, cariño, atención, suaves masajes y placer… Mientras pensaba en estas necedades y empinaba mi mano para beber el tercer vodka, mi amigo escurridizo corrió hacia la puerta para hacerse cargo de su trabajo de portero. Como si alguien le hubiese llamado la atención por su flojedad. No por menos, varias horas llevaba a mi lado contando las pulgas. Tras seguir su seductora cola perderse hacia la puerta noté recién el cambio radical que había ocurrido en el bar. Estaba atestado de bucaneros, marineros, delincuentes, reos, desalmados y seres insólitos. Hasta percibí lo viciado del aire y el olor a muerte del lugar. Tal vez por eso mi amigo felino había decidido tomar algo de fresco, más allá de recuperar su empleo. Fue entonces que entre centenares de ojos petulantes y vacíos, mientras buscaba al gato para ver si volvía, una aparición fantasmal se cruzó por mi seño. Era de cabellos largos y rubios, de ojos grises. La llamaban la Estela, porque su aspecto daba la sensación de un torbellino de ilusiones casi como un espíritu fantástico. Se sentó a mi lado y comenzó a hablarme. No sé si mi sequía de marinero o mi falta de personalidad me impidieron hilar oración, gramática, idioteces y frases. Pero no deje de intentarlo y conversamos un buen rato de su historia y de la mía, de trivialidades y de trascendencias. Del espacio, las estrellas, los árboles, la tarde, Punta Arenas, el tiempo, la lluvia, lo infinito, la alegría y la tristeza, el pasado y el futuro, lo atemporal, el universo, entre muchas más, hasta pasadas las tres de la madrugada. Estábamos en eso, cuando entre obscenidades, gritos, amenazas y garabatos, un gordo rojizo malacatoso con cara hinchada, sudor y una barba de mucho tiempo fue a caer sobre mis pies. Sus ojos me miraron fijamente, con una ira

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que no había visto nunca antes, para después perderse en la inmensidad de la muerte, petrificados en un punto inexistente. Dicen que un cuchillazo bien puesto en el cuello es tan mortal como el veneno del Manto de Eva. Nunca corta la hemorragia y es paso seguro a la mejor vida como un río de lava que lloriquea hasta desahogar todas las penas. Absorto en lo extraordinaria situación, con suerte advertí una botella que pasó como lanza de acero por el costado de mi cabeza. Mientras volaban sillas y vasos en una trifulca enorme donde todos los asistentes participaban. La riña no me involucraba, excepto por el gordinflón muerto en mis pies, así que no desvíe ni un puñetazo. No respondí a insulto, ni mire feo a ninguno, cumpliendo mi labor de proteger a mi compañera de copas. A esas alturas mi pantalón estaba cubierto de sangre y Estela tenía hasta el pelo salpicado. Pasó un rato hasta que me quitaran de encima al difunto, que ya olía a mezcla de alcohol y putrefacción. Sólo lo lograron entre tres o cuatro hombres, que como verdaderos camilleros, lograron levantar el cuerpo para taparlo con unos manteles y dar aviso a la viuda. Era una buena hora para dejar el bar. Además el cantinero, un tanto nervioso, pero no lo suficiente, anunciaba que ya cerrarían, mientras volteaba las pocas sillas que quedaron vivas sobre las mesas. Cuando salíamos del bar Estela me miró a lo ojos y sin rodeos me invitó a su casa. Caminamos unos cuantos minutos hasta llegar a su puerta. No había oportunidad de arrepentirse y para ser sincero no se me pasó por la mente. Fue así como recorrimos los íntimos rincones de la locura y el deseo. Un beso profundo, artístico, suave comenzó la escena, seguido de caricias tiernas, desesperadas, grandes, pequeñas, de esas que enredan el cuerpo como para retenerlo y disuadirlo. Conocimos el fin y el principio. Una sensación de abandonarse al destino que me hacía perder el juicio. Hicimos el amor demasiadas veces apresurados, sin descanso, lánguidos, en calma. De muchas formas, colores y sonidos.

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Sin exagerar, pero me había enamorado sin vuelta atrás. Me quedé. Sin dramatizar, con la intención de que fuera para siempre. Los días transcurrieron como ocurre en estos recónditos lugares, sin apuro, ni mayores contratiempos. Estela continuaba escribiendo sus novelas y yo dedicado a la mar en empleos esporádicos. Llegó la primavera con abundancia en la pesca, luego el verano con sus días largos y eternos que no cesan hasta pasadas las 11 de la noche y comienzan a las 6 de la mañana, y nuevamente el invierno, y el otoño, y la primavera. El tiempo se detenía sin mesura para observar nuestros encuentros furtivos y alucinantes. Ella era impresionante, extraordinaria, clarividente, gustaba del amor torpe como una niña iniciándose en el sexo y a la vez era una geisha experimentada. Era objetiva, incisiva y a veces petulante. Con una inteligencia admirable, sensata, honesta y muy intuitiva. Pero también tenía desaires, negligencias, apatías y locuras. Sus eternos despertares de manías. Hasta crueldades que tenían una explicación más patológica que racional que me impedían abandonarla. Su memoria maniática me sorprendía a diario. Era capaz de recordar hasta los detalles más ínfimos de situaciones que para mi eran inverosímiles. Una tarde mientras realizábamos un paseo por la arena encontramos un pequeño gato abandonado. Estela quiso adoptarlo y lo llevamos hasta nuestro hogar. La cría felina era gris, tal y como era “Agustín”, el gato del bar donde nos conocimos. Yo casi ni podía recordar al minino, pero Estela sí, y también que esa noche de la trifulca al interior del local, se había perdido. El inquieto felino se convirtió en su obsesión. Tratando de compensar su negligencia por “Agustín”, recogía cuanto animal encontraba abandonado en la calle. Fue así como llegamos a conservar cerca de 20 gatos y 15 perros que fantásticamente fueron siendo adoptados por familias del sector. Pero Estela no se sentía satisfecha y continuaba pensando en el gordo gato gris del “Avec Moi”. Siempre señalaba que si dejaba de buscarlo, el felino dejaría de buscarla a ella y se perdería para siempre en las tinieblas de un supuesto cielo gatuno.

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No se si fueron sus oraciones, mis plegarias, el frío o la teoría de Estela, pero una tarde “Agustín” golpeó con su garra nuestra puerta, convirtiéndose en un mimado, grosero y malcriado Dios egipcio. Sus pícaros ronroneos, juegos y travesuras llenaron todos los espacios y rincones de nuestro hogar. Un gran compañero para Estela a la hora de la siesta, la lectura y las frías semanas extendidas de pesca en alta mar. Y un fastidio delicioso para mi durante las mañanas pidiendo su comida, cuando debía recorrer la ciudad en su búsqueda porque se dejaba escapar buscando novias y simplemente una sociedad secreta a la hora de salir a fumar un cigarrillo a la medianoche. Estela pasó a ser la persona más importante en mi vida y su imagen mi luz para seguir adelante. Su cuerpo me recordaba las ganas de seguir viviendo y su rostro era la imagen más perfecta de la dulzura y el amor. La única mujer que había logrado apaciguar mis tormentos, de una forma tan sutil que no logré evadirlo, ni llegar a cuestionarme que hacía en el ultimo lugar del mundo viviendo un amor insólito y tan escaso por esos días. Todo transcurría como en una novela rosa hasta esa mañana que la fiebre me sacudió los sesos. Me sentía ahogado e inseguro. Se nublaba mi conciencia y como ya lo dije antes, soy un viajero, sentimentalista y aventurero. Un torbellino de insomnio, necesidad, libertad y rescate fue la causa. Debía continuar mi itinerario. Inconscientemente buscaba un destino inexorable, que entre arrebatos y locuras, lo encontré. Estela no quiso acompañarme, siempre sintió que su vida estaba ahí. Con inviernos insostenibles, fríos que traspasan el alma, el sol que nunca entibia y el mar que parece interminable. Nostalgia que siempre fue la inspiración de sus novelas. Sin lágrimas ni rodeos una mañana nos despedimos con un tibio beso. Tras mi compromiso de volver algún día, hicimos un pacto oculto de locura y amor que debía cumplir al pie de

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la letra, como parte del legado que Estela me daría para el resto de mi vida y como consecuencia de haberla abandonado. Fue así como esa ultima noche juntos, luego de hacer el amor sin parar, Estela abrió su baúl de recuerdos y sacó una de sus novelas, que comenzó a leer en voz alta sentada al borde de la cama. Con esa calma que la caracterizaba me indicó que debía leerlo cada vez que la recordara, sin olvidar su desconsuelo por haberla abandonado. Recorrer palabra por palabra, viajar a través de esos diálogos anhelantes, fluir por el torrente de los protagonistas y dejarse llevar por la lluvia, las estrellas, los objetos, los escenarios novelescos, sólo concertaban y adquirían el color y el movimiento de Estela. Me obligaría a traerla a mi mundo, a congelarla en una frase, una letra, un dibujo plácido de mi mente y tenerla a mi lado para siempre. Nunca fui un gran amante de la lectura, aunque muchas veces leí algunas páginas de los borradores de Estela consiguiendo entusiasmarme. Este volumen era especial, no sólo porque me recordaba mi abandono, sino porque el libro tenía una página en blanco pérdida en algún lugar. Si desembocaba en esa carilla, antes de volver a ver a Estela, la muerte me alcanzaría. Preciado detalle del que mucho tiempo después tomé conciencia y del cual nunca fui advertido. De una u otra forma, Estela quería que pagara por su desconsuelo. Pero quizás, presa de su propio orgullo, nunca lo admitió completamente. Honestamente guarde el libro y no le di mayor importancia. Mi mente estaba en mi bitácora de viaje que volvería a actualizar. Los años pasaron y me hice viejo, cansado de caminar y viajar por el mundo como un loco. A veces la recordaba, sí… pero tantos años de ausencia me impedían volver. A veces buscaba el libro y lo tomaba entre mis manos, incapaz de leer una sola línea. Sin embargo, una sospecha me aquejaba el alma y fue así como un día mientras me hospedaba en París me atreví a leer el libro de Estela. Sin pensarlo comencé a repasar una historia entrañable que pese a la ficción me parecía muy familiar. Empecé a interesarme lentamente con la intrincada trama y el dibujo de los personajes entrañables.

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Al pie de la letra estaba escrita la historia que había vivido con ella en Punta Arenas, incluyendo el viejo rojizo del bar que había muerto sobre mis pies, el gato gordo gris, nuestros paseos por la arena, nuestra despedida, mi posterior viaje a España y las aventuras que había vivido en el Caribe. Un miedo incontrolable me inundó y el frío que sólo en Punta Arenas había sentido muchos años antes, me traspaso los huesos. Frente a mis ojos pasó mi vida de locuras, excesos, amores y los eternos viajes. El relato detallista y minucioso me cautivó. Intuí que se trataba de aquellos libros mágicos que te cuentan el pasado, presente y el futuro. Dicen que en ellos puedes encontrar las respuestas más escondidas del mundo, el universo y la infinidad. Mi curiosidad pudo más y continué leyendo. De pronto la descripción paciente de la habitación donde estaba, mi rostro, mi perplejidad y de mi mismo leyendo junto a la ventana, de mis pensamientos, gestos y todos los recuerdos que evoqué aparecían escritos allí. Un desasosiego incontrolable me ahogó mientras pasaba a la página siguiente. Fue en es momento que en segundos interminables me encontré fatalmente con una página en blanco. Era la 36. Comencé un viaje sin memoria, ni pasado, ni presente. Mi vida comenzó a retroceder y volví a recorrer todos los lugares donde había estado. Me sobrepasaba constantemente con los hechos, pero las sensaciones eran las mismas. Mis pensamientos se habían convertido en un gran sótano que otorgaba la oscuridad suficiente de no ser, ni estar. En un estado incomprensible me refugiaba de mi destino como cuando un reo es obligado a entrar a un calabozo sin retorno, condenado a una muerte segura al siguiente amanecer. Me sumergí en un rumor que no era yo, en un ser infinitamente único. Me sentía como un cúmulo de engaños, mentiras, letras, sandeces, poesía, historia, viajes, humanos…Parecía un espectáculo apresurado y siniestro. Necesitaba recobrar mi vida nuevamente y sólo Estela sabía como. Volví a Punta Arenas. A cuenta de mi nueva condición, bastó sólo el pensamiento para llegar allá en segundos. “Agustín”

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estaba lamiéndose en el umbral de la puerta de la casa. Fue el primero en reconocerme y salir a acogerme con unos ronroneos y toritos en mis tobillos. Estela estaba a su lado, no se dio el tiempo de levantarse. Sólo miró el horizonte como reconociéndome y evocando una sonrisa en sus labios. No dijo ni una sola palabra, pero sus ojos de satisfacción se clavaron en mi alma. Había logrado que regresara. Pasaron días, quizás meses en que la esperé, la observé y estuve a su lado, pero ella ya no quería verme, negándose a mi presencia. Y ahí estaba, diferente, aquejada por los años, escribiendo frente al mar, con los mismos ojos grises y la sonrisa cansada. Trate de hablarle pero fue inútil. Con rabia y dolor le exigí una explicación. Le grité, lloré sin entender su profundo sosiego. Pasé de la rabia a la negación, de la negación a lo absurdo, de la preocupación a la aceptación y cuando logré entender mi condición ocurrió lo que tanto esperé. No podría describir con exactitud todo el tiempo que transcurrió hasta que Estela me miró a lo ojos y me otorgó su perdón en un atardecer, con un gesto de buena voluntad. No obstante, la poca decencia de la existencia y el destino querían otra cosa como cuando llueve a mares y el sol no se esconde para ver el espectáculo. Estela estaba cansada de la existencia y a causa de una enfermedad que la aquejaba, decidió embarcarse en la única travesía que haría durante toda su vida. Entonces no volvió a salir de su cama y por días eternos calmé su ansiedad. La fiebre nunca se detuvo, el dolor era insalvable. Mis síntomas eran miserables al lado de su mal, así que no le exigí respuestas, aplazando mi cura. Desafortunadamente mi pobre Estela no soportó el sufrimiento de su enfermedad. Se fue en medio de un frío penetrante y olas disparejas con las llaves de mi prisión. Nunca más volví a reconocerla. Su aparición fantasmal desapareció para siempre de mi lado.

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Me dejó su tortura y condena de esta cárcel de muerte. De aquí no puedo salir, ver, sentir, ni decir. Estoy en un espacio atemporal de limbo constante. Vivo escondido en este espacio sin punto, principio y referencia. Como una existencia falsa de la que sólo yo puedo tener conciencia. Como una vieja araucaria que pese a tener más de cien años no conoce humano porque su tiempo es lento y pausado que no percibe el tiempo de los demás. Mi tiempo es así de eterno, renovable a cada segundo, minuto por periodos sucesivos e infinitos. Nunca más pude abandonar Punta Arenas, tal vez, preso bajo las mismas condiciones en que está mi bisabuelo y cuantos otros por estos lados. Prisionero de mi suerte cumplo esta condena de abandono y excesos en medio de la nada. Soy un objeto secreto. Una mutación de la muerte, un ser infinito y finito a la vez. Llevo en mi espalda la carga que desean, buscan y detestan muchos hombres a la vez: la inconcebible eternidad. Desde ese día leo las novelas de Estela una y otra vez para traerla de vuelta. La busco en sus personajes, signos y comas, pero no logró encontrarla. Tampoco la página 36 para revertir mi circunstancia. Escribo en mi memoria su recuerdo y llevó la cruz de haber tardado tanto tiempo en volver a buscarla. Cada vez me doy mas cuenta que mientras yo buscaba la muerte, ella el amor. Ahora soy yo el enamorado y ella la viajera.

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Bhutan, El Tiempo Dislocado Javier Castaño Rodríguez Como un reino mítico enclavado entre montañas sibilinas y eternas, como un feudo antiguo enraizado entre la tradición y la niebla, lo primero que sorprende de Bhutan es su misterio, su condición de país escurridizo e inexplorado. Desde que, tras una complicada acrobacia aérea, a la altura de un selecto puñado de pilotos, aterrizo en el aeropuerto de Paro, me invade la persistente sensación de estar habitando un territorio prohibido, de estar irrumpiendo en un incontaminado reducto de virginidad. Camino con pies de plomo por las calles de Paro. En una mezcla de alerta y admiración, marco mis primeros pasos por esta diminuta ciudad, procurando descubrir las calles e intersecciones de un mapa invisible. Niñas jugando a una suerte de versión asiática del juego de la gallina ciega, mujeres comprando en carnicerías de luz lúgubre y angular, monjes adolescentes holgazaneando y deambulando, exhibiendo su ingenuidad en gestos torpes y ralentizados. No es difícil adivinar que la honestidad y la integridad son señas de identidad de éste pueblo peculiar y amable, de estas gentes de Druk Yul o “la tierra del dragón de truenos”. Si bien las leyendas autóctonas atribuyen al dragón una participación inestimable en la configuración del espíritu local, a base de truenos rugientes y estrepitosos, cuando serpenteas entre sus habitantes y tomas el pulso a sus agrestes caminos, el silencio, la neblina y una paz primitiva invaden, lentamente, tus sentidos. Una decena de hombres, corpulentos y lustrosos, juegan al deporte nacional, el tiro con arco. Llevan atuendos tradicionales y modernas zapatillas de deporte. Uno podría pensar que sus arcos son de madera y han sido fabricados siguiendo patrones artesanales. Sin embargo, son arcos de competición. La combinación me provoca estupor y un esbozo de sonrisa. Son un punto extravagantes pero, sin duda,

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fascinantes. Son una muestra viviente de las convulsiones entre pasado y presente que azotan éste reducto oriental. Edad Media y democracia Este ínfimo país, flanqueado por las altas cordilleras de los Himalayas, ha vivido en un limbo histórico, apenas violado por algún alto funcionario de la Corona Británica en el S. XIX e intrépidos viajeros europeos que desconocían, si ese terreno montañoso y de exuberante vegetación, pertenecía a la imperial China, a la exótica India o gozaba de algún tipo de entidad propia. Esa carencia de agentes externos ha provocado una fantástica conservación de las tradiciones y costumbres autóctonas, un recelo firme y cauteloso, hacia cualquier forma de contaminación externa, que pudiese oscurecer o hacer languidecer sus ritos y costumbres arcaicas. A causa de la invasión China de Tíbet en 1959, y la posterior llegada de refugiados tibetanos a territorio butanés, el Estado decidió quebrantar su aislamiento milenario y abrir sus puertas al mundo. De éste modo, lo que, anteriormente, podría ser definido como una monarquía feudal, inició una andadura, pausada pero decidida, hacía un Estado actual, un Estado que instauraría un equilibrio, prolongado y complejo, entre tradición y modernidad. He visitado otros países que, al menos teóricamente, pretendían alcanzar semejante objetivo, pero he de decir que, por lo que han visto mis ojos, ninguno lo ha hecho con el acierto y virtuosismo de Bhutan. La hoy Monarquía Constitucional de Bhutan, está regentada por el Rey Jigme Singye Wangchuck, el cual alcanzó el trono tras la abdicación del llamado Padre de la Nación, Jigme Dorji Wangchuck. A pesar de haberse independizado de la India, Bhután mantiene un acuerdo en virtud del cual las relaciones exteriores del país son gestionadas por Gran Bretaña, si bien ésta se compromete a no interferir en sus asuntos internos. Así las cosas, los butaneses festejaron, con una mezcla de prudencia y regocijo, sus primeras elecciones democráticas en 2008. Quizás sus habitantes atesoran la sensación de

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haber pasado de la Edad Media a la Democracia en un lapso de tiempo excesivamente corto, en un abrir y cerrar de ojos, en un plazo tan breve, que los ha dejado estupefactos y satisfechos, con un pie puesto en el pasado y otro intentando dilucidar el sendero del futuro. Tradición y Gomina En un pequeño comercio de Thimphu, un joven me muestra con desparpajo, imitaciones de prendas deportivas. Su ordenador tiene conexión a Internet. Podría estar en Bangkok o en Hanoi. Sin embargo, cuando salgo de nuevo a la calle, adivino una especie de recelo velado en los mayores, sus miradas muestran un punto de desconfianza y extrañeza. Disparo extasiado mi objetivo, mientras un grupo de niñas me pide que las retrate, y posan, coquetas y sonrientes, esmeradas e inocentes, ante la cámara. Luego me escriben en un trozo de papel la dirección de su escuela para que les envíe las fotografías. Pregunto a nuestro guía por su nación. Viste con el traje tradicional butanés, calcetines altos de lana y zapatos a juego. Lleva gomina, sonríe como un galán del Hollywood de los cincuenta y habla un más que correcto inglés. Me cuenta que la mayoría del país vive de la agricultura y ganadería. Es una economía de subsistencia que apenas está comenzando a dimensionarse. Exportan energía hidroeléctrica a la India y sus sellos son piedras preciosas, orfebrería postal codiciada por ávidos coleccionistas occidentales. El Turismo se afianza como una relevante fuente de ingresos, si bien está fuertemente regulado por el Gobierno, que no quiere ver alterado el equilibrio medioambiental y cultural de su nación. Libre albedrío regulado Las autoridades butanesas han orientado su turismo hacia un público selecto. Esperan que los viajeros gasten al menos cien dólares diarios. En el país, cohabitan resorts exclusivos como Amankora o Uma Paro, que albergan habitaciones de diseño, decoradas con un exquisito minimalismo, con hoteles

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básicos y correctos, que únicamente satisfacen las necesidades básicas del viajero. Dormí en los segundos, reponiendo fuerzas para el ajetreo del día siguiente y visité los primeros, constatando que la yuxtaposición de lujo y sencillez, de nobleza y exclusividad, estaba realmente lograda. En todo momento, un guía y un conductor, tutelaron mis visitas y reglamentaron mi curiosidad. Respetuosos y gentiles hasta un extremo difícilmente imaginable en Occidente, marcaban los límites de mi libre albedrío. En Bhutan, todo viaje ha de ser organizado ya que un organismo regulador controla los aspectos principales del mismo como itinerario, pago de tasas o alojamiento. Los Castillos del Himalaya Otro elemento, único y portentoso, de Bhutan son los Dzong. Majestuosas fortalezas, máximo exponente de la arquitectura tradicional y centros religiosos, militares y administrativos. Simbolizan la particular identidad de Bhutan y son de una belleza conmovedora. Se alzan, mastodónticos y refinados, entre las verdes colinas y valles. Son el máximo exponente de Bhutan, del territorio que algunos denominan el último Shangri-La. Fue el militar de origen tibetano Shabdrung Ngawang Namgyal el que inició en el S. XVII la construcción de éstos Castillos del Himalaya, instaurando un sistema político-religioso, que con puntuales modificaciones, se ha mantenido hasta nuestros días. Una porción del imponente Dzong de Thimpu alberga las oficinas del Rey de Bhutan mientras que, en el lado opuesto, se encuentra un centro monástico. Los funcionarios reales se confunden y entremezclan con los apaciguados monjes, dando el mejor ejemplo de la doble función, político-militar y religiosa, de estas grandiosas estructuras. Paseo con parsimonia por ambos enclaves. Los monjes ni siquiera reparan en mi presencia. Caminan envueltos en un halo de misticismo y sobriedad. Los funcionarios, por su parte, acaban joviales su jornada laboral, como niños maduros y educados que han finiquitado un día más de colegio.

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Felicidad interior Bruta Mientras que los estados occidentales compiten entre ellos en términos de PIB, Producto interior Bruto, Bhutan se desmarcó de ésta corriente universal, midiendo su riqueza en función de su FIB, Felicidad Interior Bruta. Lo que podría calificarse, a simple vista, como una excentricidad de su monarca, es tomado muy en serio por sus habitantes, que dicho sea de paso, profesan una adoración cuasi religiosa por su rey. Algunos de los indicadores de dicha felicidad son la cultura, la educación, la salud, el bienestar psicológico, el desarrollo sostenible o la diversidad medioambiental. Una expresión práctica de ésta doctrina se dio en 2004, cuando Jigme Singye Wangchuck prohibió el consumo de tabaco, que fue sustituido entre la población por el consumo de Doma, una nuez de areca manchada con polvo de lima y envuelta en una hoja de betel. En Bhutan todo el mundo masca Doma, tiñendo sus dientes de un rojo intenso. Una mujer me acompañó a comprar Doma. Sentía curiosidad por desvelar su sabor. Tardé unos segundos en escupirlo y una desagradable sensación nubló mi boca durante varios minutos. El maná de Bhután, y de otras partes de Asia y Oceanía, no está prescrito para los exquisitos paladares occidentales. El Nido del Tigre Cuenta la leyenda que el Guru Rinpoche llegó cabalgando a lomos de una tigresa a lo que hoy es el Monasterio de Taktshang Goemba, más conocido como “Tiger Nest”, el Nido del Tigre. El complejo se alza en el Valle de Paro a más de tres mil metros de altitud. Es un recinto sagrado y lugar de peregrinación para los budistas. Inicio una ascensión a pie de unas tres horas, tras las cuales asisto a un espectáculo de evidente belleza. Un Monasterio colgado, literalmente, de la montaña. Un santuario de paz que desafía las leyes de la gravedad y se levanta, diminuto y glorioso, en la espalda de un macizo rocoso.

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Han sido unos días breves e intensos. Bhutan me despide con afecto y educación, con sobriedad y amabilidad. Como un gigante bonachón que habita en un reino minúsculo de truenos y felicidad. Como un sensato y sabio monje que pretende encarar el futuro con un rosario en una mano y en la otra un teléfono de última generación.

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Rugby y Malvinas Ana Astri-O’Reilly Al primo de Sean le gusta restaurar vehículos antiguos. Su último proyecto fue un colectivo de marca Bedford de la década del 50. Para el estreno, el primo David organizó una excursión a Brighton, al sur de Inglaterra, a ver un partido de rugby entre su club, Tunbridge Wells Rugby Club, contra el equipo local, Brighton Blues. El contingente consistió en David, nosotros, algunos amigos de David de la época en que jugaba al rugby y algunas esposas. En total éramos unos catorce. Partimos de la casa de David en Tunbridge Wells y fuimos recolectando gente en el camino. Apenas se subieron los últimos, alrededor de las once de la mañana, descorcharon el vino, abrieron las cervezas y dieron comienzo a la maratón etílica. El plan era almorzar en un pub de campo de camino a Brighton, ver el partido y parar en al menos otros dos pubs antes de volver a casa. El plan se cumplió al pie de la letra. Cuando llegamos al club, me asaltaron recuerdos de cuando iba a ver partidos de rugby con mi(s) novio(s). Los sonidos eran los mismos: el silbato del árbitro, los entrenadores gritando instrucciones, los jugadores en el banco caminado de acá para allá y alentando a sus compañeros, los espectadores (padres, novias, amigos, hijos, socios del club) también animando al equipo, el ruido que hace el botín al chocar con la pelota de cuero, el uuuuummpff! que sale del scrum. Lo que cambió fue el idioma de esas instrucciones y gritos de aliento, las colinas de fondo y que el árbitro era una chica. Eso me dejó pasmada. Hay que tener mucho coraje para enfrentarse a jugadores enojados que te llevan una cabeza de alto y tienen la espalda el doble de ancho que la tuya. No puedo decir que hablé de rugby con los amigos de David porque no sé mucho pero traté de estar a la altura de las

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circunstancias. Varios me dijeron que sentían mucho respeto por los Pumas por la garra que tienen y que les parecía excelente que hayan sido aceptados en el Tres Naciones (ahora Cuatro) junto a Australia, Sudáfrica y Nueva Zelanda. Por dentro, pensaba “¡Vamos Pumas, carajo!” Después del partido, fuimos al bar del club. Allá no acostumbran hacer los terceros tiempos espectaculares que se hacen en Argentina, sino que los dos equipos van al bar y cada uno toma y come lo que quiere. Las mujeres de nuestro grupo se habían ido a Brighton a hacer compras pero yo preferí quedarme. Me sentía más a gusto en el club que yendo de compras con unas desconocidas. En el bar, donde los amigotes sesentones se siguieron “adobando”, me pedí un chocolate caliente. Imagínense como me miraban: me quede a ver el partido en vez de ir a gastar plata y estaba tomando chocolate en vez de cerveza. En un momento, estaba con Sean y se acerca Martin a sentarse con nosotros. Charlamos de bueyes perdidos. En eso me preguntó de qué país soy (cuando dije que el español es mi lengua materna). - Argentina. - Ah. The Falklands – ahí revoleé los ojos y puse cara de “no me saques el tema, me pone incómoda”. -No, no, esperá. Yo estuve allá en el ’82 – Me quedé helada. No sabía qué decir, como encaminar la inevitable conversación, aunque sentía mucha curiosidad. No conocía a ningún ex Royal Marine que hubiera estado en Malvinas (mi suegro fue Royal Marine pero en esa época ya estaba retirado). Martin nos contó cosas que ya había escuchado en esa época por boca de un excombatiente argentino y años después por la prensa. Por ejemplo, que les dio una inmensa lástima el

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estado de los soldados argentinos después de la rendición, muertos de hambre y de frio. Enseguida les dieron de comer y ropa de abrigo. Eso es exactamente lo que contó Tony, un empleado de mi papá que peleó en Malvinas. Fue mejor el trato que recibieron como prisioneros de guerra que el que recibieron de sus propios superiores, quienes les retaceaban comida y abrigo, tanto que algunos pobre chicos metían las manos directamente en el fuego del frio que tenían, y no funcionaban los percutores de sus rifles. Martin también destacó la valentía y aptitud de los pilotos argentinos. Aunque estas cosas ya las sabía, me sorprendió escucharlas por boca de quien fue el enemigo. Pero lo que realmente me dejó más que atónita fue lo siguiente: Martin contó que volvió a las islas para el vigésimo aniversario y quedó disgustado con la actitud de los kelpers. Les negaron permiso a los padres de los caídos argentinos de flamear la bandera argentina en el cementerio de Darwin durante dos horas en señal de respeto. Parece que esa actitud rompe los códigos de los militares. Y también presenció actos de racismo y discriminación; en un caso, contra un hombre de raza negra. Martin dijo – This is not what I fought for (esto no es por lo que luché). Los soldados lucharon por una cosa y los políticos, por otra. Yo pienso que estos últimos deberían escuchar los relatos y formas de sentir de los veteranos de ambos ejércitos y actuar en consecuencia, en vez de usar el tema como un medio para subir en las encuestas o enquistarse en el poder.

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Noche de muertos en Michoacán Jorge Varela Martínez Negrete Como cada noviembre las almas de los difuntos vuelven al lago. Por coincidencia o no, retornan con las monarcas, las mariposas que cada año por estas fechas vuelven desde Canadá a los bosques de oyamel que rodean la meseta tarasca. Así que nuevamente emprendo el viaje para reencontrar espíritus perdidos, y quizás con un poco de suerte pueda encontrar ahí mi espíritu errante. En Morelia, la capital del estado mexicano de Michoacán abordo el camión que me llevara en busca de mi destino. Con algo de comida en la mochila y un libro para leer (La montaña de las mariposas de Homero Aridjis) tomo el camión con destino a Tzintzunzan, no es el trayecto más corto pero sí el más interesante. La mayoría de mis acompañantes de trayecto son Purépechas que vuelven a sus pueblos después de haber llevado sus mercancías a la central de abasto. Las mujeres envueltas en sus rebozos de colores azules y grises cuidan de sus hijos que comen fruta de temporada, los hombres son significativamente menos, casi todos vestidos con camisa americana y gorra de beisbol; No hay duda la mujer es más persistente en cuanto a las costumbres de nuestra sociedad. Es el día de tianguis en Tzintzunzan, en el atrio del convento franciscano se tienden los puestos con hongos, nopales, leña, ropa de manta, huaraches, y otros artilugios pero sobretodo se venden flores y candelas para honrar a los muertos, los mantones lucen un color naranja calabaza con las flores de cempasúchil, la flor de los muertos y junto a ellas atados de velas de parafina amarradas en pares por su pabilo que esperan con ansia que caiga la noche donde habrán de brillar. Al fondo el convento de Santa Ana con su capilla abierta y sus viejos olivos que se dice planto Don Vasco y que fueron traídos de España.

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Este lugar sirvió de una especie de refugio para los indígenas que eran protegidos por un joven monje franciscano llamado Fray Jacobo Daciano y donde él, aun siendo príncipe heredero a la corona de Dinamarca decidió dejarlo todo y venir a América a luchar por los derechos de igualdad de los indígenas. Daciano Escribió el tratado “Declaración del pueblo bárbaro de los indios” pero posteriormente fue obligado por la inquisición a retractarse. Bien por este “príncipe” Daciano que lucho desde el principio de “la larga noche de los quinientos años”. Sobre el pueblo de Tzintzunzan están las “Yacatas” que son las ruinas de lo que fue el reino de Tariácuri, el caltontzi purépecha que dominó la región y que nunca pudo ser conquistado por los Mexicas, pero a los purépechas no les sucedió igual con los conquistadores españoles y fueron traicionados por el sanguinario Nuño de Guzmán lo que ocasionó que toda la región estuviera en guerra hasta que la corona española, con buen tino envió a Don Vasco de Quiroga que sin ser un fraile ayudo a fomentar la calma entre los indígenas, enseñándoles a cada uno de los pueblos un oficio diferente con lo que promovió la unidad interior de sus gentes. Don Vasco fue ordenado sacerdote e inmediatamente obispo a la edad de 68 años y nunca fue muy querido por los nobles que inclusive dejaron Pátzcuaro para fundar Valladolid la que hoy es la ciudad de Morelia. Para llegar a las “Yacatas” puedes hacerlo de dos formas; una es subir en el coche o lo puedes hacer a pie por un sendero que parte desde la plaza, la vista desde las ruinas con el pueblo abajo y en el fondo el lago y las montañas de la meseta tarasca bien valen la pena. Dar un recorrido por las ruinas laberínticas en forma ovalada te hará pensar que quizás y el purépecha aquí venía a descansar y que este es un buen lugar para absorber la magia del “lugar de los colibríes”. El sol comienza a caer a sí que es hora de volver al camino, esta vez consigo un “aventón” con un señor que en su camioneta de redilas se dirige a Pátzcuaro que no está muy

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lejos de aquí, la carretera bordea el lago para después internarse tras una pequeña montaña y conectar con la autopista que viene de Morelia. Me bajo en el embarcadero ya que apenas hay tiempo de tomar la lancha que me llevara a las islas. En el muelle todo está a reventar, es la fiesta más importante del pueblo y hay gente de todo México así como de varias partes del mundo. La mayoría se dirige a Janitzio la más grande de las siete islas, pero esta no me interesa, busco alguna lancha que vaya a la isla de la Pacanda que es una pequeña isla donde aún se conservan las tradiciones originales y hay pocos turistas, pero hay un problema, está noche no hay embarcaciones, como es tanta la gente que va a Janitzio todas las lanchas van para allá. Alguien me escucha y me sugiere que me embarque en una de ellas y ya en Janitzio contactar con algún lanchero que me ayude a terminar el trayecto. Cae la noche y el muelle de Pátzcuaro parece que se va a hundir. Ríos de gente que buscan cómo llegar a la isla, así que hago como me lo sugirieron anteriormente y abordo la embarcación que va a Janitzio que por cierto va atestada de turistas listos para el jolgorio, cerveza tequila y ron, vasos con hielo y bolsas de papitas, definitivamente ahí no voy. En la barca comienza la música de banda, sacan a las muchachas a bailar, el barco se menea ojala y no se menee de más. La noche está oscura, la luna no ha salido aún, solo las luces de navegación marcan el camino de las lanchas que vienen y van, a lo lejos se ve Janitzio, un pueblo que centellea reflejado en las tranquilas aguas del lago, ya cercas del muelle veo por estribor un grupo de cayucos de madera de las llamadas “mariposas” que extienden sus redes para pescar el pescado “blanco” y que han salido esta noche para también honrar a sus “muertos”. Atraca la lancha en el muelle y el espectáculo es el de un autentico pueblo pirata en los mares del Caribe, no está mal

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para el que busca el desenfrene pero no es a lo que he venido, camino un poco tratando de conseguir transporte a la “Pacanda” que se encuentra a dos islas de aquí pero va a estar difícil ya que todos están atareados con la multitud que viene de Pátzcuaro y no quieren perder esta oportunidad, camino un poco entre los callejones hasta que doy con Don Eladio, un señor ya entrado en años y que mira con la calma que da el tiempo como si su isla se transforma en un bacanal. __No me gusta esto, pero que le vamos a hacer__ me dice don Eladio, __Es el precio de la fama, yo creo que ya ni “muertos” tenemos en esta isla, pero la gente sigue viniendo y nosotros vivimos de ellos, así que a cuidar lo que nos queda y no dejarnos llevar por esa ingratitud del dinero que al final todo se lo lleva. __ ¿Cómo voy a la Pacanda? Le pregunto a don Eladio. __ ¿Y a que vas allá? Si ni hay gente, no hay restaurantes, es más ni música hay, mejor diviértete aquí un ratito y luego te llevamos al panteón para que veas los incendios. __No don Eladio eso que me dice no es lo que ando buscando por eso quiero ir a la Pacanda. __Pues mira, la única forma de que llegues ahí esta noche es que vayas al embarcadero y preguntas por Nicolás, él es de por allá, no creo que tenga tiempo pero a lo mejor y tiene algún encargo y te lleva. Pues así le hice y en menos que lo que dura una canción de Vicente Fernández ya estaba arriba de la piragua de Nicolás con rumbo a la Pacanda eso si bien sudoroso por que había que remar. Si, la piragua de Nicolás era de remos no tenía motor pero al fin y al cabo esto me gusta así que comenzamos los dos a remar en medio de la noche oscura del día de muertos. Poco a poco nos fuimos acercando a La Pacanda que es una pequeña isla circular de unos dos kilómetros de diámetro con forma de cono volcánico, el pueblo está en la parte alta así que sus luces no se reflejaban tanto en el agua como en Janitzio. El muelle estaba solitario, no había ruido ni nadie con quien hablar. Nicolás solo iba por su teléfono celular que había olvidado en la lancha de su compadre, así que me dio indicaciones para que continuara con la busca de mi espíritu. __Vas a subir por esta escalinata y al llegar a lo más alto vas a ver una plaza, en la esquina de este lado vive don Rodolfo

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Morales, vas a su casa y le dices que yo te envío. Él te va a ayudar mucho, su padre murió hace menos de tres meses así que su alma todavía anda por aquí.__ con estas indicaciones de Nicolás partí en solitario por las escalinatas del muelle de la Pacanda. La Pacanda es una de las siete islas del lago de Pátzcuaro, está situada en el centro del lago muy cercas de la isla de Yunuén, prácticamente es autosuficiente y hasta cuenta en el centro de la isla con un pequeño abrevadero abastecido de un manantial donde se cultiva trucha y pescado blanco. Hay una capilla donde cada quince día viene un sacerdote de Tzintzunzan a celebrar la misa, tiene un comité de la comunidad indígena como principal forma de gobierno y su lengua principal es el purépecha, casi todas las casas tienen sus huertas y sus canoas donde salen a pescar. A la isla normalmente se puede llegar desde los embarcaderos de Pátzcuaro y del de Ucasanástacua y no te tomara más de una hora. Dejo el muelle y subo por la cuesta, no se escuchan ruidos ni música, la gente parece estar resguardada en sus casas, que diferencia con Janitzio, por un momento y hasta dudo que vaya a encontrar la ceremonia del día de muertos aquí. Por fin llego a lo alto y sigo las indicaciones hasta que doy con el lugar. La Casa de Don Rodolfo luce estupenda pero no se encuentra de momento, así que es su hija Araceli quien me recibe muy atenta. Tras cruzar una puerta de madera cubierta de buganvilia llegamos a un pequeño jardín en el frente de la casa, luego un corredor con techo de alero y plantas en macetas de barro, ya dentro de la casa hay un lugar donde sentarse y lo que parece ser la recamara principal está ahora acondicionada para el altar en honor de Don Sixto que ha muerto hace menos de 60 días, Don Sixto tenía al morir 92 años y según dicen “murió de muerte natural”, él había sido el guía de esta isla por más de cuarenta años logrando mantenerla aislada de muchas de las nuevas costumbres de tierra firme, ahora Don Rodolfo ha tomado su lugar y dirige los destinos de esta isla ubicada en el ombligo de México.

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En la habitación de honor pintada de color verde pistache hay un altar en varios niveles forrado con papel de china picado, donde se colocan frutas, panes, y las botellas de charanda que le gustaba tomar, también hay cosas que le pertenecieron, su sombrero, una soga y un remo de su canoa. En la parte más alta y custodiada por dos cirios está la foto de don Sixto, con expresión seria como la de todas las fotos antiguas. Me siento en una de las sillas que hay a un costado y nadie habla, junto a mí se encuentra también una familia de amigos de Araceli que ha venido desde Guadalajara y que se sienten muy honrados por haber sido invitados a esta ceremonia. De la cocina sale doña Julia esposa de don Rodolfo que después de saludarnos comienza a rezar en purépecha las oraciones de rigor. Que orgullo ver a estas personas que conservan se lengua y la comparten con nosotros, así los rezos continúan y todos la acompañamos mientras el silencio quiere adueñarse del lugar. Cerca de la medianoche aparece en el umbral de la puerta Don Rodolfo. Cara grande ovalada con mucha personalidad; después de las presentaciones y darnos la bienvenida nos platica que a los muertos recientes se les honra durante tres años consecutivos, para después dejar partir su alma. Después de permanecer en silencio un momento nos indica que es hora de partir hacia el camposanto. A todos nos toca llevar algo, ya sea el balde con flores y agua, o los atados de velas, o la canasta con la comida. Formamos una fila y vamos por las calles del pueblo que comienzan a llenarse. Pasamos a un costado de la iglesia que cada 15 minutos toca las campanas a duelo, seguimos por el largo callejón de piedra bola de río hasta que atravesamos el arco del panteón que es donde comienza el cementerio. Aquí las tumbas son a ras de suelo y los cuerpos solo se cubren con la tierra que les cae encima, así que montículo tras montículo el panteón se va llenando así Pasando entre los entierros llegamos hasta donde está el lugar donde se encuentra enterrado don Sixto.

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Lo primero que hacen las mujeres es limpiar la tierra para luego colocar los petates donde acomodan las canasta con flores, comida y bebida y que no deberá de regresar a la casa de donde vino, después se cubre el montículo con las flores naranjas de cempasúchil, luego las frutas, los panes y los alcoholes, para por ultimo colocar los cirios a su alrededor, la cantidad de velas es tan impresionante que fácilmente llegan a contarse hasta cincuenta por difunto. Cuando ya está todo listo se saca la canasta de la comida que se comparte con sus allegados, corundas, tamales y atole, que se comen en silencio. Después Don Rodolfo como jefe de la familia y el más cercano al abuelo que ha muerto se descubre ante la tumba de su padre y en silencio entra en comunicación con su espíritu sabiendo que en algún momento así lo harán por él, a su alrededor sentadas en los petates están las mujeres que calladamente y envueltas en sus rebosos azules y grises, envuelven también con ello su orgullo purépecha, el que las hace mantener vivas sus tradiciones. Cuando llegamos el panteón este se encontraba prácticamente a oscuras pero paulatinamente se ha ido iluminando con cada una de las velas que encienden por las familias del recordado. El espectáculo que queda ante mis ojos es maravilloso, miles de velas que centellean entre las flores naranjas de cempasúchil, rebozos y canastas, hombres y mujeres que mantiene su tradición. Ya son cerca de las tres de la mañana, poco a poco la gente se va durmiendo unos cuantos se quedan en vela, ahora no queda más que entrar en comunicación con ese ser que se nos ha ido y que quizás en esta noche de muertos se haga presente ante nuestros pensamientos. Momento de conexión. El silencio, las luces de las velas que centellean en la noche, el olor a flores, la luna que por fin se ha dejado ver y que ilumina el lago, un viento ligeramente frío que te roza la cara, los pensamientos vuelan, que mejor forma de honrar a los Muertos, todos juntos, no a solas, no en la oscuridad de una cripta. Aquí el cuerpo del difunto está a centímetros de donde tú estas parado, solo una pequeña capa de tierra lo separa, a los muertos se les recuerda con alegría y con la certeza de

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que algún día nosotros seremos los que estemos dentro del montículo aterrado frente a mí. La noche termina y el sol comienza a despuntar, cuando la lancha de motor me lleva de regreso a Pátzcuaro. En el muelle solo quedan restos de la noche anterior. Una pestañeada en el hotel y luego a dar una vuelta por el pueblo. Las plazas; la de doña Gertrudis y la de don Vasco, las casas; la de los once patios y la del gigante, las iglesias; la de la compañía y el santuario de nuestra señora de la salud, pero lo mejor, sentarte a la sombra de los viejos fresnos de la plaza Don Vasco rodeado de antiguas casas de tejados colorados. Dejo con tristeza Michoacán, la tierra purépecha que a pesar de los quinientos años aun habla su dialecto, se viste con sus ropas y come sus exquisiteces; tierra que ha sabido hacerle un hueco al progreso sin desdeñarlo; tierra de lagos, volcanes y montañas; Pátzcuaro, Santa Clara del Cobre, Zirahuén, Quiroga, Uruapan, el Paricutín, Tzintzunzan y muchos pueblos más; tierra de artesanías, de textiles, de cerámica, de madera; Tierra de hombres extranjeros que le han querido y le han cuidado como Daciano, Don Vasco de Quiroga y hasta J.M.G. Le Clezió; pero sobretodo Michoacán es la tierra mexicana que ha sabido permanecer autentica a pesar de ser parte de esta brava tierra de volcanes.

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Grecia y la sombra (Un paseo ateniense) Ricardo Martínez-Conde Antes de llegar a Grecia quise advertirme (y recordar) que la sorpresa no solo existe, sino que forma parte de nosotros. Luego, una vez allí, reparé que con un cierto impulso instintivo buscaba la sombra. Lo hice -y sonreía para mis adentros- como pudiera hacerlo un ser vivo cualquiera; como diría el clásico, ‘el verano no era vencido’ y el sol ejercía todavía su dominio. (Es curioso: al reparar en la sombra me vino a la memoria la respuesta de aquel aprendiz de pintor que, preguntado por el resultado de su larga estancia en París respondió, a modo de balance: “he aprendido que las sombras no son negras, sino azules”) Esta alusión no es en vano por cuanto por mi parte, salvado mi daltonismo, sí había de tener ocasión de reparar en la importancia de las distintas naturalezas de la sombra; de otro tipo, pero sombras al fin, sobre todo en su relación con ‘el interior y el sentido’ de la luz. Por ejemplo, al amparo de la beneficiosa sombra física, hube de decirme y reflexionar: ¿no fue precisamente el haber reparado en una sombra, la que constreñía al hombre instintivo, lo que otorgó a estas gentes la dignidad más alta, la del privilegio de la razón? ¿No fue este pueblo y en este paisaje donde nuestra cultura –lo que somos- acuñó su rasgo distintivo y universal, a saber: el ejercicio de reparar en lo distinto, la especulación en las ideas, el empeño del conocimiento? ¿Y no viene derivado todo ello de un ejercicio entre la luz y la sombra como rasgo de distinción y de valor? Así se habría de propiciar la filosofía, y, a través, de ella, la ‘autonomía consciente’ al hombre. De ahí esos dos preceptos universales: la democracia y el sentido estético. Una nueva naturaleza social y otra interior, espiritual, surgieron de una sombra, la primigenia –la del instinto y la

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ignorancia- y el que los antiguos habitantes de esta tierra sobria y silenciosa hubiesen reparado en ello nos permite hoy a los hombres hablar, sentir, discernir acerca de ese gran secreto: uno mismo, el hombre por sí. Pensemos, ¿dónde reside la cualidad que nos distingue sino en el ejercicio pensante acerca de esa sombra en la que los griegos quisieron, y supieron, especular? El viaje a Grecia adquiría, así, un significado distinto, lo que equivale a decir: advertida la dura realidad que ahora les acucia (el paisaje urbano desordenado, desconchado, de Atenas; la actitud un tanto hosca de sus gentes) se hacía necesario viajar con el recuerdo de la deuda adquirida, con la fecunda compañía de la imaginación. Llegué a Atenas en vuelo procedente de París, esa ciudad abierta, elegante, esencialmente teatral en su imaginario paisajístico, y había sobrevolado, por lo tanto, el mar. En un día despejado sobrecogía el silencio mitológico de los Alpes, el armonioso mosaico de Venecia y sus islas acogidas a su idílico sueño; pero, sobre todo, había sobrevolado el mar, ese argumento griego por excelencia cuya naturaleza definió el poeta Argullol: “El silencio del mar –ha escrito- es tan absoluto que bien te narcotiza transformándote en una criatura del vacío, o bien se manifiesta como la suma de todos los sonidos” Como una criatura del vacío, sobre todo el del silencio receptivo, llegué al aeropuerto y pronto me fue dado percibir el deterioro material de un país minimizado por una severa realidad económica. Hasta llegar a Atenas el panorama era de desorden, de esa decadencia que exhibe todo el cableado exterior como si lo que viésemos fuese un trasunto de imperfección, un futuro aplazado por las circunstancias. Traté de distraer la vista hacia aquellos lugares donde la gente se ocupaba en las tareas de la vendimia, atribuí a los olivos un significado más trascendente del que hoy tienen (Atenea ganó el favor de su pueblo oponiendo a la agresividad de Apolo la plantación de un olivo) y solo obtuve sosiego cuando al fondo, sobre ese perfil de castro, en medio de una amplia llanura urbanizada circundada de montes, divisé el perfil de la Acrópolis, la elegante quietud

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del Partenón; ahí había querido llegar; a ese paisaje iba encaminada mi ansiedad. Pero se hacía necesario enmendar la percepción; la realidad me ofrecía un enfrentamiento con la idea, con la imaginación. Una noche, andando por una de las callejuelas del barrio de Parka bajo el efecto de una media luna que había sido colocada por una mano infantil sobre el Erecteión (las Cariátides casi sonríen) me comentó el profesor Ayensa con una cierta unción y al amparo de varios ojos gatunos: “recuerda que Platón pasó también sobre estas piedras” Y recibí la advertencia como un don (también como con una cierta reconvención moral) a la vez que pensaba: al fin, lo que somos como individuo se lo debemos a esos hombres que un día, sobre este mismo paisaje y amparados en una vida escueta, reflexionaron por nosotros, para nuestro bien, a favor de nuestra libertad. ¿Acaso no fue uno de ellos el que formuló que “el hombre es la medida de todas las cosas”? El cielo griego y su noche; sombra trascendente. La sombra como paradoja de la luz, tal es el secreto, pues ellos la pensaron para discernir en la tiniebla de las pasiones, de la ausencia de razón. En ello dispusieron el más inteligente código político, la virtud dialogante de la mayéutica, la armonía de las figuras y las piedras, esas que reciben ‘la luz dorada del amanecer y del atardecer’ ¿Has observado, viajero, las discretas gárgolas disimuladas en el frontal más alto del templo de Atenea Niké tras la figura de bocas leonadas?; ¿has reparado en la figura de las Cariátides, que guardaron hasta aquí con pudor su hermosísimo peinado, el mismo que, al parecer, hoy inspira de nuevo a las jóvenes atenienses?. A pesar de ser ya finales de septiembre todavía el calor agitaba el día; pero el paseo, cada paseo, merecía la pena: el mercado central abigarrado, vivo y colorista de cada día: del pescado, de la carne, de las especias, de las aceitunas, de la artesanía…; la incitación a la quietud del Ágora, para mí un rincón de rara belleza por su ascetismo, ahí donde hubieron lugar Aristóteles y sus peripatéticos. (Creo que cualquiera de

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esas laderas tendidas próximas al altozano de la Acrópolis podría desempeñar la función de Ágora, de aula abierta asentada en la naturaleza donde el hombre con inquietudes conversa y reflexiona. A un lado la ajetreada red de calles en torno a la plaza Monasteraki; de otro ese fragmento de convivencia multicultural donde casi se tocan los restos de la biblioteca de Teodosio con unos baños turcos y la iglesia ortodoxa). Y en cualquier rincón un perro somnoliento haciendo gala de una muy asumida indiferencia. No lejos de ese actual centro urbano que es la plaza Syntagma el viajero tiene la posibilidad de contemplar en el Museo de la Cerámica el delicado perfil de una vieja vasija – argumento suficiente para justificar un viaje- y luego pasear por el campo de las estelas funerarias desde las que se desprende no una sensación de tragedia, sino de aceptación (vida y muerte como los viejos complementarios) Es el mismo escenario donde corre un escueto río oculto por densa vegetación, donde se ubica un fragmento de la primera muralla de Atenas y en donde retoza, lentamente, una tortuga. Hacia la otra parte, cerca del gran Jardín Central, el caminante curioso podrá viajar en el tiempo entrando en el rico Museo Bizantino, allí donde queda patente la bella proporción de las figuras hieráticas, conscientes de su función didáctica (‘próximas al hombre, cerca del cielo’) preludio de las muy coloristas que se guarda en tantas de las iglesias ortodoxas, de Atenas a Kalambaka, del interior a la orilla. Y siempre el sentimiento del mar, incluso visible desde la Acrópolis. El puerto de El Pireo, hoy transformado por el continuo trajín de los cruceros, guarda todavía, cerca de las islas incitadoras, su vieja alusión al viaje, a la valentía en el mar, a la aventura en procura de lo Otro. Estando en el viejo escenario griego pensé muchas veces que allí había ido a descubrir, a aceptar, a valorar no solo mis percepciones educadas en las aulas, sino a entender, a sentir de verdad aquello que llamamos ilusión o inquietud. Y así fue. ¿No ha dejado dicho, acaso, el filósofo, que el viaje es siempre hacia uno mismo, hacia las sombras de uno mismo?.

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Viaje a Lisboa Javier Fenollar Cortés Lisboa es un derramamiento desordenado de fachadas y tejados que se precipitan unos sobre otros, y se detienen, súbitamente, a orillas del Tajo. Observada desde cualquiera de sus miradores, recuerda al Albayzín con sus calles finas y sinuosas conformando su laberinto pálido. Pero Lisboa no es como el tesoro envuelto que eleva con orgullo Granada, sino que es toda una ciudad inmensa con numerosas colinas urbanas atravesadas por una circulación metálica de tranvías. Lisboa se muere en silencio, agonizando entre un murmullo permanente de turistas inquietos, en la eterna espera del esplendor que el paso de los siglos llevaron consigo hasta el océano. Nosotros, David y yo, llegamos en el tren-hotel “Lusitania” para perdernos en la vieja Lisboa. Chamartín, once de la noche. David cena antes de coger el tren. Yo no tengo hambre, casi nunca la tengo cuando estoy con él. A pesar de los años pasados, y de un amor herido tantas veces, el amor que sentí por él (y que quizás todavía siento) dejó su rastro de ansiedad que permanece a día de hoy en su presencia. Todavía no hemos salido de Madrid y ya me pregunto si no había sido un error haber llamado a David, a pesar del daño que seguro que siempre le acompaña. Se había sorprendido de mi llamada después de tanto tiempo, pero tan pronto como le había contado la mala temporada que llevábamos y que habíamos decidido darnos un tiempo, él mismo me ofreció hacer un viaje para que pudiese despejarme un poco. Apenas unos días después, nos habíamos encontrado en Madrid y el tren ya inquietaba su marcha. A pesar de haber pasado unas semanas desde la separación, no fue hasta el momento en que apuraba los últimos minutos en el andén antes de subir al tren, en que tomé conciencia por primera vez de su ausencia; en que comprendí que su ausencia en este viaje quizás era la antesala de una ausencia mayor. Me iba a Lisboa sin él. Un acceso de dolor se apoderó de mí e hizo que me estremeciese. No estará su sonrisa, ni la torpeza maravillosa,

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ni su interés por todo. No tendré su cuerpo curvo entre mis manos, ni la permanente mirada alegre con la niñez bailando en el paso inmediato. Su recuerdo al borde de las lágrimas retiene y hace pesados mis movimientos. Siento deseos de volver con él; dejarlo todo y volver. David pregunta si estoy bien. Le contesto que sí. No insiste. ¿Qué estoy haciendo? Ya tumbado en la litera, me pregunto qué me ha impulsado a ir a Lisboa, y si no ha sido precipitado. Acude a mí un caminar lento de imágenes de los últimos meses. Ha sido un tiempo extraño. Las discusiones, la separación, el reencuentro con David… todo había ocurrido tan rápido que apenas me había dado tiempo a reflexionar, a tomar conciencia de los acontecimientos. A veces sentía que la vida era un caudal atropellado en el que la voluntad no era más que una hoja desprendida que gira sobre sí misma río abajo. David tararea algo mientras ordena el equipaje. Me siento incompleto, confuso y cansado. El tren se retuerce en una agonía que durará diez horas, para morir en la Estación de Oriente de Lisboa. Neruda se desliza entre mis pasos inquietos por el pasillo del tren… “escribir, por ejemplo, la noche está estrellada y tiritan, azules, los astros a lo lejos”. David juega con la emoción de la primera vez y está más guapo que nunca. “La besé tantas veces bajo el cielo infinito”. Afueras de Madrid, sigo buscando su sombra entre los suburbios. No la encuentro. Fotos, nerviosismo y tristeza, el tren en campo abierto, oscuro y estrellado como el verso. Me paraliza su trazo… “Aunque éste sea el último dolor que ella me causa, Y éstos sean los últimos versos que yo le escribo”. Nueve de la mañana hora local, pisamos tierra de Lisboa. ¿Qué espero de ella? Quizás un encuentro con mi infancia, recuerdos difusos de la mano siempre constante de mi padre en un viaje antiguo. Quizás caminar por donde antes lo hicieran Pessoa, Saramago, Ricardo Reis… No sé qué me ha traído otra vez a Lisboa después de casi veinte años. ¿Acaso importa? Puede que sí, pero eso ya da igual, el metro llega a la estación de Rossio y voy acompañado. La emoción no desplaza a la confusión, ¿cómo he llegado hasta aquí?

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La pensión cubre una planta inmensa de techos altos, embellecedores dorados y alfombras, que intentan emular el resplandor perdido de la propia ciudad. No lo consiguen. En su lugar, crea el espacio anónimo y sórdido que podemos encontrar en cualquier motel de carretera de alguna novela de J.T. Leroy o de Bukowski. Y es que los techos desconchan el yeso de los detalles, los embellecedores desgastados descubren el metal sobrio y humilde bajo el dorado, y las alfombras están, en su mayoría, deshilachadas y sucias. Decadencia impresa en la chapa sobre escayola, y sobre ésta, mal grapado, el terciopelo desagradable de las paredes. El “Imperial” que sobre una destartalado tablón de madera está escrito con trazo barroco hace tiempo que abandonó aquel tiempo, aquella ciudad y, desde luego, aquella orgullosa pensión. No podía evitar sentir algo de ese ambiente impregnándonos a David y a mí. Me pregunto si nosotros no tendremos una parte de este melancólico y bello patetismo que cubre Lisboa. Quizás nosotros mismos seamos también víctimas de ese tiempo consumido que no acaba de cesar definitivamente. Como la cera que cae sobre la mesa y no termina por desprenderse nunca. Me pregunto si es posible desprenderse por completo alguna vez de la ilusión y el recuerdo que ha dejado un amor absoluto como el que nosotros vivimos. Puede que David lo haya conseguido. Él siempre fue más sensato. La verdad es que todas mis parejas lo fueron. Por alguna razón, el recuerdo anida en mí con más facilidad y, por lo general, se resiste a abandonarme. Suelen decirme que soy una persona demasiado melancólica. Yo les respondo que es una cuestión de habitabilidad. ¿Qué le voy a hacer si la tristeza migra a mí con tanta periodicidad? Aunque la verdad es que desde que le conocí algo había cambiado. Me había ayudado a superar el dolor por la pérdida de David, mi primer amor (si es que alguna vez la pérdida del primer amor se supera), y me había descubierto otro amor diferente, más sereno y concreto, que habíamos aprendido juntos. Podría decirse que hasta había sido feliz por completo. Pero ahora ya no estaba conmigo, e ignoraba si querría volver a ocupar su espacio en mi vida. Por mi parte, me resistía a aceptar que

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todo él empezaba a cubrirse con ese velo difuso caprichoso con el que lo cotidiano se va haciendo recuerdo. Los días se sucedían suavemente, tal y como se desplazaba, imperceptiblemente, la corriente del río por la orilla arqueada de Lisboa. La torre de Belém, el monumento de los descubridores, el “Castelo de San Jorge”, el Monasterio de los Jerónimos… todos ellos me parecieron edificios más emblemáticos que bonitos, más pictóricos que sobrecogedores. ¿Pero entonces, me preguntaba, qué hace a Lisboa ser la bella Lisboa, la nostálgica que llora en la canción? La respuesta no la hallé en los grandes monumentos ni el los miradores saturados de cámaras y sonrisas con la estampa, a lo lejos, de la ciudad cansada. No, la belleza, como es habitual, habita las pequeñas cosas, los detalles, lo que por breve es obviado, dejando a la fama de lo imponente la gloria del verso. La belleza de Lisboa no es el mineral ordenado de sus construcciones, sino, precisamente, lo humano, lo vivo, el latido que da sangre y color a la ciudad, es decir, el Barrio Alto, Baixa, el Chiado, la Alfama… ¡Qué maravilloso retorno al hogar debe ser Lisboa! Era difícil no recordar la complicidad inmediata que sentía cada vez que asomaba, a mi regreso, la Alcazaba de la Alhambra. Me río con David durante todo el viaje. Todavía hay magia entre nosotros, siempre la hubo, pero siento que me falta algo. Ciertas frases se silencian en mis labios, y algún gesto que compartíamos queda en intención cuando no hay quien lo comprenda y reciba. Todo está sin estar en su totalidad, permanentemente inacabado, como una esencia insuficiente. Por esa razón, el Tajo ya no es el Tajo, ni es el río que me trazó sobre un mapa mientras explicaba cómo el delta reverdece ensortijando de vida y abundancia los montes a sus orillas. Ni tiene nombre lo que desconozco ni voz las nubes si él no me las lee. Nuevamente acude Neruda, y recito “tu risa” sin que nada más que las nobles calles de cualquier barrio lisbonense me escuchen. Despierto el último día cuando la ciudad despereza sus esquinas y avenidas, bostezando las primeras tiendas y

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parques dormidos. Permanezco en la cama mientras escucho un par de veces en los auriculares la melodía de “Widow of a living man” de Ben Harper. A lo lejos, en la distancia insalvable de las sábanas, observo el cuerpo que en la otra esquina duerme y la oportunidad se desvanece lánguidamente, como un caudal de arena infinita que se escurre entre mis dedos. Creo que esta vez será para siempre. Me pregunto si había hecho bien en intentarlo. Me respondo que, en cualquier caso, es el tipo de pregunta que no requiere respuesta; se hace y ya está, porque se siente o porque se deja de sentir. Ojalá las preguntas previas hubiesen tenido la fortaleza en mí como para ser determinantes en mi vida. Imagino que de ser así, el cuerpo desnudo que se mecía en el sueño y que había respondido a las ansias de tantos deseos pasados y presentes, ya sería parte de objeto sensual del recuerdo. Sin embargo estaba ahí, y no era el cuerpo que deseaba. Aquel no sabía dónde se encontraba en esos momentos y ese pensamiento me llenaba de angustia. Habíamos salido la noche anterior, por lo que David dormiría hasta tarde. Le dejé una nota; volvería en un par de horas. Quería despedirme de Lisboa en soledad. Una anciana, sentada en un portal destartalado de la calle Nova do Almada, cantaba fados con los ojos cerrados con un radiocassete antiguo sobre sus rodillas. El fado en ella parecía perfecto, en una simbiosis total, pues parecía que aquellos tonos tristes y arrastrados no partían de su voz, sino que habitaban en sus arrugas, en sus gafas gruesas y en el estampado pobre de su vestido. El fado, sin conocerlo previamente, es comprendido (quizás sea más adecuado decir “vivido”) inmediatamente cuando uno pasea solo por Lisboa, pues se esconde en cada calle, en la siguiente puerta donde nadie te espera, en el sonido que las esquinas desprenden. También es curioso, o a mí me lo parece, la impresión del caminante de que nadie habita Lisboa, que todos están de paso. Así, uno se pregunta quién puebla los inmensos ventanales de sus tejados victorianos, ¿quién las descascarilladas paredes que se mimetizan con el suelo de cascotes? Tras un telefonillo gris, inteligibles ya las letras mecanografiadas, un dueño abandonó su casa. Me pregunto

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si no todos ellos habrían dejado sus casas para abandonar aquella ciudad que, como un enorme velero encallado, parecía no dejar nunca de naufragar. Antes de llegar al café Brasileira, donde Pessoa acostumbraba escribir, y sólo durante unos segundos (deliciosos, eso sí), siento que, de alguna manera, formo parte de esta ciudad. Luego me tomo un café e intento escribir. No lo consigo. Seguro que Pessoa tampoco conseguía escribir todas las mañanas. La cafetería es la misma, eso sí. Ya es algo. David ya me espera con las maletas y me apremia a hacer la mía; el tren es puntual y la estación está un poco lejos. En el tranvía, él espera entre fotografías y yo entre canciones de Leonard Cohen y los Smiths. De vez en cuando insiste en que las vea con él, pero soy de esas personas que disfrutan mucho más haciendo que luego viendo el producto. Ante su ilusión, cedo en alguna ocasión. Él está guapo, más guapo que nunca, lo sabe y se regodea en su belleza saltando de foto en foto, como quien mira nubes y no imagina formas en ellas. Por mi parte, prefiero no mirarme, nunca fui afortunado en las fotografías. Sin embargo, un chico enfrente de mí me sonríe y le devuelvo la sonrisa. ¡Qué delicia esas sonrisas anónimas que nos embellecen! Me comienzo a adormecer cuando el tren cruza la frontera y penetra en la noche extremeña. Me sorprendo, ya vagamente por el sueño, ante la densidad de la oscuridad. Los extensos montes y los aún más extensos campos de Castilla cegaban todo reflejo, y la noche podía expandirse en toda su expresión. Para alguien acostumbrado al bullicio mediterráneo, donde la luz es tan constante como el mar, ver nítidamente las estrellas es tan sorprendente y fascinante como ver nevar. Disfruto de su brillo, y me afano por buscar constelaciones (me sonrío al pensar que los humanos siempre hemos pretendido leer el cielo o, para los más sencillos, imaginar formas en él). No encuentro ninguna pero no me importa, lo cierto es que nunca las encontré. Seguro que él las sabría todas. Tiene esa vinculación con la naturaleza que yo perdí en algún momento de mi adolescencia. Llegó el arte, la cultura, la literatura, y empecé a preferir la naturaleza en

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palabras de otros. Me pregunto con fastidio en qué momento consideré aquello un buen precio. David se gira en la litera inferior; duerme plácidamente. Algunos no precisan de una cosa ni de otra para ser felices. Acude a mí un verso: “la noche está estrellada y ella no está conmigo”. No, no está conmigo… Pero quiero que esté. Todavía quiero que esté. Musito el final del poema: “es tan corto el amor, y tan largo el olvido”. Sí, Pablo, es largo el olvido, tan largo que a veces parece interminable. No podemos elegir cuándo olvidar, ni cuándo amar, pero sí podemos elegir qué queremos intentar y esperar, como canta Lluis Llach, “sols un poc de sort, i que la vida ens doni un camí ben llarg”[1]. Dos cosas quedaron antes de dormirme; por un lado, la lacónica voz de “Anthony and the Johnsons” en mis auriculares, y por otro, la determinación de que volvería a Lisboa, pero lo haría con él, y procuraría a partir de ese momento que fuera así todas las veces, en todos los lugares. [1] “solamente un poco de suerte, y que la vida nos dé un camino bien largo”.

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Murano de todos los colores. Casi Rossana Sala Estremadoyro Aquella libreta de notas del abuelo ¡tiene que estar en alguna parte! ¡Mamá! ¡Estoy acá en el sótano buscándola y nada! No aparece. Por fin bajas. ¿Sabes a qué libreta me refiero? Sí, ya sé que estás vieja mamá y ocupada cuidando de Melissa. Perdóname por hacerte venir hasta acá. Siéntate mientras la busco. Gracias. Es que solo tú me puedes ayudar. No está por esas cajas. No puede haberse perdido. Era negra. Sí. Estoy casi seguro que era negra. No tenía letras por fuera. Al menos no las recuerdo. Yo siempre estaba apurado para que por fin, el abuelo la abriera y la empezara a leer. Es que yo era un niño, mamá. ¿Cuántos años tendría? Once, doce quizás. Él me miraba tranquilo, con sus ojos cansados. Entonces yo, me quedaba quieto. Sentía su paz mientras desenvolvía el elástico que abrazaba ese libro de cuentos mágicos. Yo, estaba seguro que aquella liga nunca dejaría escapar las aventuras que allí se ocultaban y que nadie más que el abuelo podía leer. Cuando por fin lo abría y dejaba salir su aroma a recuerdos, historias emocionantes empezaban a aparecer. Sus historias. Anécdotas que acostumbraba a leerme cada noche antes de dormir. Tu debes recordarlas, mamá. Con ellas, viajé acurrucado a mi abuelo. En su hombro. En su regazo. Fue en Venecia donde conoció a la abuela, me dijo. La querida nonna. Me contó, que la vio pasar por un puente que cruzaba uno de los canales. Se le acercó. Conversaron. Él, tendría unos veinte años. Era bastante delgado, usaba largos bigotes y con sus grandes ideas y proyectos intentó impresionarla. Empezaba un negocio de fabricación de

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adornos de vidrios de colores y por eso había viajado de Roma a Venecia. Visitaría también Murano. Recuerdo el brillo de sus ojos al contarme las ganas que tenía de aprender a trabajar con nuevos materiales y soplar vidrios para hacer floreros, relojes, pulseras, fuentes… Tenía tantas ilusiones. No te pongas triste mamá. Eran historias tan bellas. Volvió a su casa enamorado, un poco de Venecia, totalmente de la abuela. Me la describió como una mujer alta, joven, de suaves ojos grises. Su cabello castaño, largo y fino, volaba con el viento. Pero lo que más le gustó, me confesó alguna noche, fue su sonrisa. La sonrisa que ponía cuando lo miraba. Al poco tiempo, no pudo seguir sin ella. La fue a buscar. Le prometió una vida feliz, llena de colores. Todos menos los grises. Viajarían juntos por el mundo. ¿Te acuerdas de la libreta, mamá? Estaba bastante gastada. Su textura era diferente, delicada ¿o sería acaso el cariño de mi abuelo al leerla? No lo sé. Era especial. Está bien. No te preocupes. Han pasado muchos años. Ya aparecerá. Visitaron los Alpes. Los recorrieron durante días y días. Más de los programados pues no sabían cómo regresar y fue la nonna quien encontró el camino después de varias discusiones, contratiempos y algunos chaparrones. ¡Me los puedo imaginar! Y ese viaje que hizo con la abuela en barco. La llevó a las islas griegas. En plena travesía, le empezaron terribles mareos a la pobre nonna y luego, ya en tierra, siguió sintiéndose mal. Entonces, las sospechas. ¡Estabas tú en camino, mamá! Fueron a París también ¿no es cierto? Subieron la Torre Eiffel tan rápido como pudieron. Al día siguiente las piernas les temblaban de cansancio, de dolor. Pero eran jóvenes, no les importó, y salieron a caminar a lo largo del rio Sena.

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Deambularon por horas tomados de las manos, distraídos junto al correr de las aguas, hasta que se hizo de noche y vieron a la Torre iluminarse con la ciudad. Guardaba increíbles historias aquella libreta de notas. ¡Aquí está! ¡Por fin! Mira, mamá. Es más pequeña de lo que pensé y estaba en lo correcto, es negra. Déjame quitarle esa liga que la envuelve, abrirla con calma, así, como me enseñó el abuelo. ¡Pero ésta no puede ser su libreta! Acá hay solo ideas sueltas, nombres de muchas ciudades. Roma, Venecia, Viena, Paris, Madrid… ¡No hay cuentos! ¡No hay detalles! ¿Por qué esa mirada mamá? Me haces recordar tanto al abuelo. Cuéntame todo. Quiero saberlo. Yo te escucho. “Cuando llegaron a Roma, el abuelo y la abuela trabajaron, soñaron, crecieron juntos. Vivían felices. Aunque la época era difícil y no tenían mucho dinero, él cumplió su promesa. Cada noche, acurrucó a mi madre entre sus brazos y con solo abrir esta libreta viajaron juntos, construyeron historias, rieron, pintaron y fabricaron vidrios de muchos colores, todos menos los grises. Aventuras y ocurrencias salieron de estas páginas. Relatos que yo, de niña, también pensé que estaban escritos. Toma. Quédate con ella. Melissa te espera. Pinta también para tu hija un mundo lleno de colores, todos, menos los grises.”

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Teselas de Marruecos Ricardo Martínez-Conde Mogador es tan bonito que habría que hacer allí una academia de pintura. Nicolás de Stäel Una vez más la transparencia del aire, iluminado por un gran sol protector, define los perfiles, los colores. Es invierno y todo (el paisaje, el edificio, la indumentaria del solitario) parece transmitir armonía. Armonía como una forma antigua, una actitud en la cultura de esta gente, por lo común, cordial y discreta. A primera hora hace frío pero algo invita al camino. A mediodía templa, y ello trae concurrencia a las terrazas, siempre con algún pasajero: a veces en charla cordial; a veces, aquí y allá, algún soñador que mira sin mirar. Lo mismo que esa figura femenina que, embozada en su túnica, contempla en El Jadida, a última hora de la tarde, cómo se posa ese mismo sol de la mañana en el mar. Viajar es una forma de latir; de ahí la vida que destila todo viaje asumido como propio, tal como ha de ser para que se cumpla esa vieja convicción: solvitur ambulando. Meknes Subiendo hacia Rabat por la autopista desde Casablanca, a medio camino está el desvío hacia Fez. La autopista, como se sabe, es solamente una raya gruesa, monótona y fea trazada sobre el terreno. Es una ofensa al paisaje de la cotidianeidad –la de los pueblos y ríos y viejos viendo pasar-, un aburrido trayecto para el que quiere pulsar la interioridad de ese paisaje que se desea conocer, así que, habiendo recorrido algunos kilómetros, abandonamos esa ‘cara alfombra roja’ y

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accedemos a la carretera general, la que acerca desde siempre, la que vincula escenarios e imaginación. Recuérdese: ‘se es de un paisaje’ escribió ese buen viajero que es Claudio Magris. El camino natural así lo atestigua en el ánimo de las gentes. La carretera otorga una forma más sosegada de viaje, y en esta ruta abierta y venteada camino de las primeras estribaciones de la cordillera del Atlas, atravesamos campos con nuevas perspectivas desde cada curva sobre un terreno suavemente abombado, cuidado con detalle, en el que se distinguen aquí y allá manchas de color semejando un dibujo trazado por un niño. Es un camino sereno, entretenido, en el que pronto aparece, en predominante color siena, la muy histórica ciudad de Meknes. Concebida a modo de fortín, como tantas ciudades defensivas, la diseñan una doble muralla no muy erguida que lucha con innumerables orificios en su estructura a fin de que el barro se airee –no para vigilar, como sostiene el bueno de Ahmed- Estas murallas dejan un espacio amplio entre sí para el paseo y la charla en calma, arte que los pueblos árabes cultivan con fruición. Tras la segunda muralla se entra de lleno en la intrincada Medina (entiéndase, para en adelante, “barrio antiguo en una ciudad árabe”), un enjambre lleno de vida en ebullición. algo que no siempre se advierte en un primer momento. Y una vez dentro, ¿cómo orientarse en la maraña de puertas cerradas y calles estrechas que jamás se cruzan sino que se complementan haciendo un dibujo arquitectónico en volutas, una espiral inacabable? Desde el aire imagino que semejará el laberinto de un jardín inglés, si bien aquí la meta es, o bien dar con la salida, sencillamente; o acceder al cobijo para quien viva en este arabesco humanizado. Ahmed, que así es el nombre de nuestro guía accidental llegado del azar, nos lleva por ese paisaje estrecho de puertas naïf, de ojos furtivos que nunca hieren, de matices de ocre, amarillo, rosa desvaído… Acceder a las calles-pasadizo

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donde todo parece adquirir movimiento es como acceder a una colmena y su antiguo rumor. A ello, no obstante, le da la contra la vieja casa bereber, de varios pisos, decorada con rebosante gusto –aunque la expresión parezca contradictoria, un álbum minucioso de geometría, de colores acordes bajo una luz cenital de recogimiento… Una casa donde es un rasgo distintivo el probar el tajin de pollo con ciruelas caramelizadas, luego del aperitivo compuesto de una rica variedad de aceitunas, cada una con su aroma y sabor casi frutales. Junto a ello, cualquiera de los Riad, esa casa discreta con luminoso y amplio patio interior, tan propia aquí, constituye una bella composición dentro de las medinas. El caso es que Meknes había de ser solo el umbral, el más desconchado tal vez, del acceso a los trazados humanizados de esas medinas, referente arquitectónico donde todo (la escuela infantil, el horno colectivo, los baños, la mezquita…) se acogen para dar cabida a la solemne y quebradiza relación de vida entre sus gentes. Fez La bella Fez podría recordar esa denominación un tanto edulcorada de ‘ciudad jardín’ Aquí le sería atribuida no solo por la elegancia vegetal en compañía de su arquitectura (y el palacio de Batha es un hermosísimo ejemplo interior) sino como tal modelo de ciudad ubicada en un paisaje feraz. Definen su estructura urbana el barrio antiguo, el barrio judío, la ubicua extensión de las posesiones reales y, sobre todo, uncido a su ladera desde siempre, ese caserío denso, cosido al paisaje, que es su Medina, una de las más vitales y auténticas de Marruecos. Vista desde el fuerte ubicado en una colina cercana, da la imagen poética de una geometría caprichosa, mas equilibrada, siempre sublimada por el color, ya sea al amanecer o al atardecer. El viajero observa una tupida red urbana hecha por un hábil artesano que parece, en su aparente desorden, un mosaico monocorde pero a la vez lleno de sugestión. Nos adentramos allí con la ayuda de Fátima como guía, la misma que, un poco antes, nos había

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llevado a visitar (a deslizarnos por) el palacio de Batha, el que, ofreciendo un fondo de ricas puertas a una extensa plaza rectangular, guarda dentro de sí sombras azules y ejemplos de vestimentas o útiles de barro a modo de museo. Semeja un libro de simetrías coloreadas, con un antiquísimo boj que engalana el cuidado jardín. Un escenario de orgía fotográfica gracias a su luz infantil. Un lugar donde hasta la sombra en la pared tiene un perfil de serena realidad. Dentro de la Medina, el ciego se mueve con confianza, casi con seguridad. Yo, sin embargo, me azoro entre tantos fragmentos de cosas: de callejuelas, de productos, de colores; casi de gentes, pues el movimiento perpetuo de personajes concentrados en su quietud o decididos en su tránsito, nunca huraños, les hacen semejar un único ser intercambiable. Ajeno, casi perdido, voy como por un encanto; y es que me parece percibir, o sentir, un código no del todo expreso de solidaridad, de unidad en estas gentes, en esta cultura centenaria que, basada en el equilibrio implícito que le proporciona la geometría, posee también la cortesía innata que destilan sus formas de comportamiento, su actitud. Allí dentro tienen su adecuada ubicación la Madrasa (un dibujo perfecto de construcción) o el recogimiento de la Mezquita. Pero también la curtiduría o los añejos telares. Todo lo que atañe a la vida del hombre existe dentro de la Medina, o bien todo allí es posible. El Jadida Aquí, muy manifiesta y melancólicamente arrumbada, queda la huella de la marítima y soñadora empresa portuguesa llevada a cabo allá por el siglo XV. ¡Qué heroísmo, que fe o ilusión o ansia de riqueza para agruparse un día en los hieráticos galeones y surcar el mar inasible y proceloso camino de hipotéticas tierras de riqueza sitas allá, en el Este, por donde cada día sale el sol. Allá se fueron, sí, apoyándose para tal empresa en algunos salientes de la costa africana, tal

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como pudiera hacerlo un borracho en las esquinas camino de un calor que le acoja. En este aventurero periplo, uno de los lugares más demacrados y poéticos es la ciudadela de El Jadida. Ahí están, todavía, esos muros ciclópeos de tan suave color al atardecer, guardando con celo viejos edificios: iglesias, comercios y un ramificado de calles trazado con mano más racional, lineal y fría que las viejas medinas. La ciudadela portuguesa es, todavía hoy, un recinto ancho, amurallado en su totalidad, que guarda la costa con sus pequeños secretos arquitectónicos, los que permiten la entrada, restringida, a las pequeñas chalupas de los pescadores. Algo similar a lo que ya habíamos visto en la entrañable Essaouira, el antiguo Mogador portugués: un juego de muros y compuertas que guardan, al final, una reducida playa donde se acogen las románticas barcazas azules, gordezuelas y cansadas. Aquí, junto a la alta muralla, discurre aún, exterior a ella, el canal que da a los astilleros. También afuera, extramuros de la ciudadela, se ha ido asentando la ciudad moderna, siempre dotadas sus calles de esos soportales que guardan cada día el ajetreo de los comercios al aire libre y, un poco más lejos, como añadido posterior en homenaje al dios Turismo, los nuevos edificios, la infraestructura hotelera que va transformando sustancialmente sin remedio todo el perfil de la ciudad. En El Jadida, al igual que en Essaouira, un gran arenal, tendido como una sábana oscura de gruesa tela, enmarca y diseña desde la orilla el paisaje del caserío. Es la gran playa donde juegan y revolotean las gaviotas y los niños, donde pasea el solitario sus sueños y hace ejercicio aquel que todavía guarda una cierta fe en el futuro. A veces incluso los restos de un barco encajado en la arena recuerdan el ser esquivo de un mar inexplicable (¡Honra, desde aquí, a los aventureros, a los arriesgados valientes que han querido mirar más allá del futuro, de la línea del mar. Honra a su innato sentido de la libertad!)

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Desde Essaouira, donde su perspectiva aparece tupida a un lado por los bosques de cedros y al otro abierta hacia el horizonte marino, el camino discurre paralelo a los grandes arenales y se prolonga por toda esa costa trazada a tiralíneas donde, a veces, se puede divisar el original paisaje de una duna cultivada. Y a lo largo de él existen todavía ejemplos de la huella de los viejos navegantes: una construcción aislada, un faro… Un susurro de impulso a la aventura diríase que todavía resuena por allí. Casablanca Esta ciudad, curiosamente, apenas tiene colores si no fuese por la presencia del mar y ese perifollo urbano (¡tan poco vivida, al contrario de lo que suele ser habitual!) de la Gran Mezquita, un ejercicio megalómano de escasa función rutinaria y cotidiana. Esta llanura como oxidada, receptora de todo el polvoriento trajín de una circulación confusa, siempre a punto de enloquecer (o de tocarse cada uno con su coche, a modo de saludo cruento) resulta, por tal razón, a primera vista, un paisaje camino del abandono. Sin embargo el movimiento incesante la renueva cada amanecer (el atasco, según nuestro hábil taxista, solo se produce de siete de la mañana hasta las ocho de la tarde; luego aminora). La renovación se advierte en el aciago ritmo de los pitidos desde primera hora, audibles sin dificultad. Casablanca pasa por ser la ciudad industrial, de negocios. Pero semeja como si los negocios, en gran parte, fuesen de bajo nivel. Hay más sensación de intercambio en especie que de procedimientos entre altos ejecutivos. Allí existe sobre todo ese pequeño comercio diario de la manutención, incesante, perennemente activo del día a día, de la necesidad a la necesidad. Hay una frase que me parece aplicable, y extensiva, a esa cultura de la actividad comercial en locales y aceras; dice “el

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ocaso aviva el dinero”. Y así parece ser: con la caída del sol – y coincidiendo con el final de los rezos del día, cuando se cierren las medinas- el tejido humano entra en ebullición bajo los porches, sobre las aceras, en tinglados improvisados: aquí humea, allí un vendedor canta su mercancía, más allá un niño señala la golosina a su madre… Ahora bien, esta ciudad de más de cinco millones de habitantes asentada sobre un plano de grisalla tiene también sus rincones con encanto. El colorido nocturno de las cafeterías, la promesa de una reconstrucción en proceso de la zona colonial francesa, con su tranvía suave y deslizante… La zona está próxima al puerto y guarda aún esas perspectivas de calles jalonadas por manzanas de un inequívoco tono burgués, con su mercado en el centro, con su distinguido color en las fachadas de reminiscencias parisinas. No lejos de la trama colonial está ubicada la vieja Medina, esta sí, me temo que muy deteriorada y con un futuro incierto salvo el de mantenerse. Unos y otros acogiéndose cerca de la orilla como signo de vida, cerca de los antiguos muelles. Y es que así ha sido siempre: el puerto como escenario comercial, de actividad, de progreso, símbolo sempiterno de una mentalidad liberal. Pasa cerca, haciendo su trazado grandilocuente y obsceno, la llamada Avenue des Forces Armées Royales, un tajo circulatorio donde todo se vierte como un gran desagüe automovilístico. A cambio, al margen de aquí está el sosiego de los numerosos y viejos cafés, siempre con sus mesas aposentadas en la acera. Es el lugar para ver, para charlar, para acomodarse y esperar, a saber qué. Esas figuras solitarias, hombre o mujer, que, muy estáticamente, miran sin mirar, son para mí un rasgo entrañable en el paisaje de esta cultura. A veces sobre un exiguo taburete asomado al muro, a veces en el café, a veces al borde de un camino… Una figura solitaria que, paradojas del alma, nunca parecen estar del todo a solas. Y no sugieren exactamente soledad… Cómo decirlo.

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Y siempre (mínimas teselas) Siempre hay una voluntad dispuesta al rezo Siempre el rubor de la palmera que, al bambolearse, zurea, y en ello indica que hay vida. Siempre hay un niño que confía en el gesto de alguien Siempre hay un ciego cuya presencia inesperada recuerda la más íntima de las soledades (Dentro de la espiral de la Medina es como el reclamo del vacío dentro de la abundancia) Siempre hay una gaviota que espera a que la miremos, o admiremos: su porte blanco de precioso diseño, su frío mirar, su condición individualista… Siempre las piedras acomodadas en el río, redondas como el agua. Siempre hay un hombre (o una mujer) que mira y guarda Siempre la huella fecunda del Arte y la Historia: en el juego figurativo del color y la geometría, en los restos de la soñadora aventura portuguesa desperdigados por la costa… Siempre habrá un Ahmed, una Fátima que nos guíe con paciencia y conocimiento propios por los bullicios arabescos de las Medinas… Siempre, o casi siempre, las relucientes y prometedoras nieves de Ifrane. Siempre, siempre habrá un motivo oculto y maravilloso para viajar.

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¡Ultreia! Josefina Lazo “Antiguamente los peregrinos se saludaban diciendo ‘Ultreia, suseia, Santiago’ (Ánimo, que más allá, más arriba, está Santiago). Cuando un peregrino saludaba a otro diciéndole ‘Ultreia’ (Vamos más allá) el otro le respondía con ‘Et suseia’ (Y vamos más arriba)”. Francisco Torrente era un gallego que, como muchos otros, llegó a México sin nada en los bolsillos y con mucho en la cabeza. De Veracruz se fue a la ciudad de México, donde conoció a Sobehia Treviño, una mexicana que hizo que Francisco se quedara definitivamente en esa tierra que le abría los brazos y luego los cerraría para nunca más dejarle ir. De esta unión, nació Francisco. Francisco creció oyendo historias de la lejana Galicia. ¡Qué ganas de conocer esa tierra verde y húmeda, llena de leyendas y de música de gaitas celtas! ¡Qué ganas de recorrer el Camino de Santiago, donde uno se gana indulgencias y ampollas y la paz de encontrarse uno mismo! Francisco se casó con Yolanda y se convirtió en un excelente vendedor de la creciente industria automotriz en México. Tuvo 4 hijos, entre ellos Adriana, que atenta escuchaba las historias de la tierra gallega que su padre soñaba conocer. A Francisco se le acabó el tiempo de estar en este mundo, y pronto Adriana se vio con las cenizas de su padre en las manos, y con un sueño heredado que se convertiría en un pendiente por realizar: llevaría a su padre a recorrer el Camino de Santiago. Y aquí es donde empieza nuestro viaje… Toda esta historia me la contó Sara, en uno de esos desayunos semanales. La emoción se le salía por los ojos, y me la contagió aún más cuando me dijo “¿Te animas a acompañarnos?”. Yo, que soy de las que me dicen “rana” y

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brinco, no tardé en contestar que sí, que me apuntaba a la aventura de recorrer 110 km a pie, de Sarria a Santiago de Compostela; el “camino francés”. Lo mejor, es que no iríamos solas, sino con Daniel, un amigo de Sara que ya había hecho ese mismo recorrido varias veces y se había ofrecido a guiarnos. Pasaron pocos días cuando el plan ya era noticia y también se apuntaron Aída, Sonia y Sabina. En total 7 peregrinos en potencia. Los preparativos me empezaron a poner verdaderamente nerviosa, en especial cuando Daniel nos recomendaba llevar vaselina para las posibles rozaduras en las ingles (¿queeé?); además de variados medicamentos. Hicimos una “junta de peregrinos” para revisar nuestros equipajes y decidir qué nos faltaba o qué nos sobraba. Sara se autonombró agente aduanera y empezó a quitarnos cosas que no eran estrictamente indispensables. Mi mochila pesaba 8 kg y yo pensé que llevaba sólo lo imprescindible. No era necesario llevar shampoo y gel de ducha (con la espumita del shampoo era suficiente). Tampoco la crema de noche, la de ojos, el espejito… El material de curación lo llevaría Daniel. Mi equipaje quedó en 6 kg. Sara le quitó a Adriana casi la mitad de su equipaje y por fortuna no vio las cenizas de su papá, que si no, se las hubiera quitado también. Llegó el 2 de marzo y ya estábamos listas para salir. Jorge (esposo de Aída) nos llevaría a Sarria en coche. Hicimos una primera parada en O Cebreiro, una pequeña población que ya de noche no pudimos apreciar bien, pero cuando me bajé del coche, lo primero que noté fue el olor a leña que salía de un barecito que estaba enfrente de la iglesia

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de Santa María del Real, construida en el siglo IX, fundada por monjes benedictinos. La siguiente parada era en Sarria. Daniel ya había contactado al albergue, y lo abrieron sólo para nosotros, ya que normalmente empiezan sus actividades hasta mediados de marzo. Esta sería nuestra primera noche, en la que supe que Sara cae como tronco y no escucha los “ping”, “pong” de su blackberry; que Sabina odia eso (al igual que yo) y que Sonia duerme cual lirón a pesar de los ruiditos. La calefacción no estuvo encendida toda la noche, así que tuve un frío tremendo que me hizo pasar la noche en posición fetal, pero que se diluiría horas después con el fresco entusiasmo del primer día. Y bueno, aquí en Sarria, vimos la primera señal en piedra que decía “111.5 km”. Nos esperaban ciento-once-punto-cinco kilómetros para llegar a Santiago de Compostela. Iba yo tan contenta y con tanto brío, que compuse esto (cantarlo a ritmo de entrenamiento marcial gringo): El camino voy a andar Y no me voy a cansar Dani nos va a guiar Sabi nos va a regañar Sonia móvil va a estrenar Aída nos va a alimentar Sara nos hará reír Y Fini lo va a escribir Y todas a acompañar

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¡A Adriana Y A SU PAPÁ! Y ahí íbamos los peregrinos de Compostela. Cada uno con sus propias fuerzas, cargando su mochila y sus problemas, y andando con paso fuerte. La mañana era fresca, nublada, con una lluvia muy fina, el vaho se veía salir de la boca, una mañana normal de invierno gallego. Íbamos bien abrigadas y pronto empecé a sudar. A los pocos minutos, tuvimos que parar para quitarnos las chamarras y ponernos tan sólo un impermeable ligero. Caminamos un par de horas, e hicimos la primera parada en “Casa Cruceiro”. Estábamos en Ferreiros, kilómetro 98. Ahí me tomé la cerveza más fresca y me comí la tortilla de patatas más deliciosa que jamás haya probado. Cuando me senté me di cuenta de que me dolían los pies, y que mis calcetines “anti-ampollas” no habían servido para nada. Así que antes de reanudar la caminata, Sonia sacó la vaselina de su mochila y ¡órale! a untarse los pies por arriba y por abajo. Después de la comida y bebida, y a estas alturas del recorrido, no me costó trabajo volver a ponerme mi mochila de 7 kg y pico (con la chamarra de esquí que me había quitado ya pesaba más). Caminamos entre pequeñas aldeas y granjas. Yo pensaba en cómo serían estas mismas poblaciones en mi país, México. Mucho más pobres, sin duda. El paisaje era muy verde, con el cielo aún nublado, pero el aire fresco, rico, puro. En todo momento seguíamos las flechas amarillas. Cuentan que el párroco de O Cebreiro, Elías Valiña, comenzó en 1984 a pintar estas flechas con la pintura amarilla de las carreteras en obras. Desde entonces, muchos peregrinos y vecinos del Camino de Santiago han seguido la tradición, remarcando las flechas borradas por el tiempo y pintando nuevas cada vez más lejos de Santiago. Vaya, que no hay pierde. Uno siente la seguridad de que va bien cuando ve una flecha amarilla.

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Llegamos a Portomarín a comer. La calle era un puente sobre el río Miño. Al final, había una escalinata antigua, preciosa. Yo me senté en el primer escalón con todo y mochila mientras las demás tomaban fotos. Ya en el pueblo, tratamos de estirar los músculos antes de sentarnos a comer. A pesar del cansancio, todas traíamos buen humor y todavía energía como para continuar el camino hasta el albergue de Gonzar, donde dormiríamos. Ya casi llegábamos cuando sentí en el pie un líquido calientito. La ampolla se había reventado. El albergue estaba fenomenal: vacío, todo para nosotras solitas. Nos duchamos, algunas lavaron y secaron ropa; luego vino la sesión medicamentosa con todo lo que traía Dani y nos fuimos a la cama temprano. Ya estaba agarrando el sueñito cuando Aída llega de la lavandería y se empieza a reír. Si hubiera bebido, diría que estaba borracha, ¡pero no! Esas risitas tontas de la secundaria, que en ese preciso momento no me hacían la menor gracia. Afortunadamente la voz de mando de Sabina las hizo callar. Lo que no pudo callar, fue el concierto de ronquidos con que me deleitaron toda la noche. Se turnaban: una roncaba un ratito, se callaba, luego empezaba otra, se callaba y así… Al día siguiente les dije que si no se podrían poner de acuerdo para hacer un solo concierto fuerte, bien acompasado y sobre todo CORTO. Desayunamos y logramos salir temprano; ya con las mochilas puestas. “El camino voy a andar / y no me voy a cansar…” Pasaron 6 kilómetros y paramos en un bar en Ventas de Narón. Ahí vi un letrero que me iluminó la cara y me cambió el semblante: “TAXI: se llevan mochilas”. Inmediatamente tomé los datos y les dije a todos que el que quisiera se apuntara, que yo no pensaba cargar mi mochila ni un metro más. Así que se puntaron todas, excepto Dani, que sus razones tendría para querer llevar a sus espaldas la mochila más grande de todas. ¡Qué diferencia es caminar sin mochilas!

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Hicimos una parada en la iglesia de San Xulian do Camiño. Dice la leyenda que Xulián, un noble soldado, dio muerte a sus padres por error, y entonces se quedó ahí el resto de su vida hasta que llegó un ángel a darle el perdón divino. Ese mismo perdón lo tendrá que esperar el párroco por habernos mentido y decirnos que a partir de ahí, el camino era “todo planito”. ¡Sí, como no! Ya me empezaban a doler las articulaciones de tanto subir y bajar. En uno de los paisajes más bonitos, un bosque con árboles muy juntitos, el sol entrando entre las ramas y un riachuelo por debajo, nos detuvimos porque Adriana dejaría ahí una parte de las cenizas de su papá. Todas la observamos en silencio, compartiendo con ella el momento, llenándonos de ese aire, esa luz y los muchos recuerdos que se le salían a Adriana por los ojos. Fue uno de los momentos más bonitos que viví en el Camino de Santiago y agradecí la oportunidad de ser parte de él… Comimos en Palas del Rey, una pequeña ciudad, y en el restaurante conocimos a un par de andaluces que llevaban 25 días caminando. Nos miraban de manera burlona, como diciendo “éstas no van a llegar”… Saliendo del restaurante en la acera había una concha de bronce, símbolo del Camino de Santiago (en un principio, los peregrinos llevaban colgada de su bastón una concha de mar para servirse agua a lo largo del camino. Aún muchos lo hacen, Dani entre ellos). En el camino había pequeñas subidas y bajadas, pero mis rodillas me decían que eran cuestas interminables. El dolor ya empezaba a hacer mella en mi ánimo… “¿Cuánto falta Dani?”, “muy poquito, unos 5 kilómetros”. Eso significaba por lo menos otra hora de caminata, así que traté de no pensar en mis rodillas y empecé a contar mentalmente en francés, alemán, inglés….

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Dos horas después, llegamos triunfales a la pulpería “Ezequiel”, en Melide. Este grupo de espirituales peregrinos nos bebimos seis botellas de ribeiro y varias órdenes de pulpo. “¡Es que el vino entra re-bien!” dijo Sara con ese tonito que le sale después de beberse un mínimo de alcohol. Al llegar a la posada, se montó una improvisada sala de emergencias en la habitación de Sara. El doctor Dani-House sacó sus instrumentos de tortura. Había cierto placer sádico en su mirada, porque hasta usó unas tijeritas para pinchar la ampolla de Aída, y luego le puso no-sé-qué que hasta le sacó lagrimitas. Luego le tocó a Adriana. ¡Ayyyy! La pobre no se había quejado en todo el camino y traía ampolla sobre ampolla. Yo era sólo una observadora enviada de Derechos Humanos para reportar los abusos ahí cometidos. Sara se estaba duchando y no quería salir del baño al escuchar los gritos. Al final, todas traíamos los pies parchados; excepto Sara, que ha de ser descendiente de los mensajeros de Moctezuma, porque fue la única que no tuvo ni una sola ampolla. Cuando yo salí de ducharme, recibí una llamada de mi mamá desde México. Me sentía tan cansada, con las ampollas reventadas, las rodillas adoloridas, que me emocionó oír la voz de mi madre. La pobre se quedó preocupadísima, porque al oírme pensó que el siguiente paso sería subirme a una ambulancia y regresar en ella a Madrid; pero yo le dije que no, que era el final del día y así terminaba uno… Al día siguiente empezamos tempranito a caminar. Hicimos la primera parada en Boente, nada más para un café e ir al baño. A partir de ahí, el tramo fue un subir y bajar que nos ofrecía unos hermosos paisajes del campo gallego, tan verde, y un aroma a fresco y a… ¡CACA DE VACA RECIÉN HECHA! Es que yo ya no soportaba el dolor en las rodillas. Subir las cuestas no era ningún problema, pero bajarlas era un verdadero suplicio. En una de esas, tan mal me habrá visto Adriana, que me ofreció su brazo para bajar la cuesta. Yo le dije que no,

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que la verdad es que me sentía peor si por mi culpa la retrasaba, así que le dije que se adelantara y que yo bajaría a mi paso. Así lo hizo y cuando ya no tenía a nadie a la vista, me puse a llorar. Cada paso era un dolor que me rebotaba de las rodillas a las sienes y de regreso. Lloraba de dolor y de vergüenza de no estar a la altura del reto. Lloraba del dolor que también traía cargando en el alma y que quería dejar en algún lado y no encontraba en dónde. Pero seguí cargando todo con determinación. Llegué de milagro a Arzúa y les dije que después de comer tomaría un taxi y les esperaría en el próximo destino para dormir, que era O Pedrouzo. Ahí fue donde me di cuenta del gran aprendizaje que me dejó el camino: Cuando tienes un gran dolor, no puedes ver más allá de eso, más allá de la parte que te duele. No puedes ver el paisaje, las personas que te rodean y te quieren ayudar, sólo te concentras en lo que te está doliendo. Entonces, cuando te das cuenta de ello, lo que tienes que hacer es parar. Detenerte a curar tus heridas y una vez que el dolor se haya ido o por lo menos disminuido, entonces puedes continuar y disfrutar de los regalos que te hace el camino, el de Santiago, o el de tu vida… Tomé el taxi y el amable chofer me dijo que el tramo que habíamos caminado esa mañana, era conocido como “El Rompepiernas”. ¡Con razón! Llegando a O Pedrouzo encontré una encantadora pensión. No hice nada más que echarme en la cama, después de haber tomado un largo baño de agua caliente, y enviar mensajes a mis amigos… Todo para ayudar a mitigar el dolor. Cuando llegaron los demás, agotados y ladrando de hambre, ya los esperaba yo en el restaurante. Y llegó el último día.

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Estábamos ya a tan sólo 20 kilómetros de Santiago de Compostela y me propuse entrar CAMINANDO. El descanso del día anterior y la ilusión de llegar me llenó de energía. Empezamos la caminata con muchas ganas y mucho brío. “El camino voy a andar / y no me voy a cansar…” El primer tramo fue de 12 kilómetros seguiditos. No había ni un triste bar antes de eso. Pasamos al lado de los estudios de TV Española de Galicia. “Una mexicana muere con las rodillas reventadas ocho kilómetros antes de llegar a Santiago de Compostela” me imaginaba yo que saldría en el telediario… Llegamos al Monte del Gozo (ahora sé por qué se llama así, ¡ya casi llegamos! ¡Ultreia!) y tomamos algunas fotos. Cuando poco después vi el letrero de “4.7 km, catedral”, no lo podía creer. Ya casi estaba ahí. Aunque era una bajada pronunciada y las rodillas me decían “no cantes victoria”, yo ya tenía en mente solo una palabra: LLEGAR. Sobre las 2.30 llegamos al restaurante donde nos habían llevado las mochilas. ¡LO HABÍAMOS LOGRADO! Se me salieron las lágrimas, todo ese dolor había valido la pena! Nos abrazamos y nos tomamos fotos . Fue una comida deliciosa, y no tanto por la comida en sí, sino el sabor de algo que te mereces, de algo que has conseguido con un esfuerzo tremendo. Todo me sabía buenísimo. Después de eso, fuimos a la catedral. Primero la contemplamos desde afuera, en la plaza del Obradoiro. Nos acostamos como si estuviéramos en nuestra casa y admiramos ese edificio que desde el siglo IX es uno de los santuarios y centros de peregrinación más importantes de la cristiandad, porque guarda los restos del apóstol Santiago (además está en las monedas de 1, 2 y 5 céntimos de euro). En esa plaza tan grande, recostada sobre mi mochila y con las rodillas aún adoloridas; pensé que mis problemas y mis

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dolores no eran en realidad tan grandes. Tenían solución. Y la solución estaba en mí. Disfrutamos mucho ese momento, ahí, echados en el suelo. La catedral estaba casi vacía, como si la hubieran abierto especialmente para nosotros. Yo ya la conocía, pero la vi con nuevos ojos. Todo tenía un significado distinto. Era llegar verdaderamente a dar gracias. Hasta subí a “abrazar al santo” (la estatua del apóstol Santiago) y luego bajamos a donde supuestamente están sus restos. Vimos también el “Botafumeiro”, que antiguamente se usaba para esparcir el aroma del incienso sobre los apestosos peregrinos (imagínense, después de haber recorrido el camino durante muchos días con sus noches y sin llegar a una pensión con ducha…). Hasta a los souvenirs de las tiendas los vi diferentes. De pronto entendía el gran significado de la simple flecha amarilla; de los bloques de concreto que van diciendo cuántos kilómetros faltan; de los imanes de los pies heridos y ampollados en forma de caricatura… … de haber llegado a Santiago de Compostela después de caminar muchos kilómetros, de disfrutar del paisaje, de sufrir los dolores, de saborear la comida de manera distinta, de agradecer una ducha y una cama, de entender mis limitaciones, de conocer a mis amigas, de acompañar a Adriana y a su papá que, por fin, pudo conocer la Galicia que tanto soñaba…

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Viaje a Utopía Salvador Robles Miras La mujer se había propuesto dejar sin lágrimas al futuro de su futuro. Por eso lloraba mañana, tarde y noche, en la casa donde trabajaba de criada para todo, en la calle y, a hurtadillas, también en el transporte público. -¿Tan mal pintan las cosas, mujer? –le preguntó el hombre que acababa de sentarse junto a ella, en el último vagón del metro de Metrópoli. -Mucho peor que mal. Soy colombiana y mi permiso de residencia caduca el próximo mes; me temo que no podré renovarlo. Es tal mi amargura, que por eso me refugio aquí en mis horas libres, siempre en el último vagón, bajo tierra. Acurrucada en el asiento, contra la ventanilla, puedo llorar sin llamar demasiado la atención –respondió la mujer enjugándose las lágrimas con un pañuelo azul que olía a mar profunda. -A mí sí que me ha llamado la atención. -Hoy he disimulado bastante peor que otros días… ¿Cómo le van las cosas a usted? -Bueno, digamos que regular. Me encuentro muy lejos del sueño de mi vida, casi una utopía, pero yo sigo perseverando: como dice el proverbio, el viaje de mil millas empieza con el primer paso. -¿Y se puede saber cuál es el sueño que usted considera una utopía? -En lo que respecta a la actividad profesional, vivir de lo que escriba, lo cual considero casi una utopía. Este casi es el que alimenta mi esperanza; por eso me esfuerzo.

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-¡Es usted escritor! -Intento serlo a todas horas, todos los días. -¿Qué tipo de textos escribe? -Cuentos, y siempre me salen utópicos, quizá porque subconscientemente creo que es la única manera de seducir a la utopía de mi sueño. El proceso de creación resulta un misterio para mí. En la superficie, al aire libre, no se me ocurre casi ninguna historia que merezca la pena, y eso que busco con afán el horizonte de una utopía. Sin embargo, en cuanto me adentro en las entrañas de la tierra y subo a un vagón del metro, mi inspiración se desmelena, como si sólo en la oscuridad pudiese encontrar la luz. -La luz brilla más en la oscuridad. -¡Se me acaba de ocurrir uno! -¿Un cuento? -Sí. ¿Quiere que se lo escriba en la próxima estación? Aquí, con el traqueteo del tren suburbano, me resultará muy difícil hacerlo. -No tengo dinero para pagárselo. -Cuando lo pase a limpio, se lo regalaré. -Si es así, lo acepto. -Además, me lo ha inspirado usted. -¿Yo, inspiradora de un cuento utópico? -¿Y por qué no iba a serlo? -Porque mi futuro es de todo menos utópico.

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-¿Está segura? –le preguntó el cuentista mientras se comía con los ojos a la mujer. -Pues… -Hemos llegado a mi estación… ¿La suya también? La mujer, con los ojos entornados, azorada, guardó silencio, como si no se hubiera repuesto todavía de la sorpresa de haberse encarnado en la inspiración de un escritor empeñado en alcanzar la utopía de un sueño. Mientras tanto, el hombre, cabizbajo, giró sobre sus talones y se dirigió a la salida. Se apeó del vagón un segundo antes de que las puertas se cerraran sin percatarse de que una mujer caminaba junto a él. -También es mi estación, ahora sí. Esa voz, esa voz… El escritor dobló el cuello y, en efecto, a su lado tenía a la persona que protagonizaría uno de sus mejores cuentos, quizá el mejor. Un cuento cuyas letras olerían a mar profunda.

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Recovecos de París Laura López Terrón En el número 10 del pasaje de Lamber, un hombre de cabellos entrados en canas hace sonar una guitarra española sentado sobre un taburete plegable. La temperatura es más que agradable, y los sonidos, que brotan al hacer vibrar sus cuerdas, permiten viajar a lugares lejanos y tal vez algo familiares. Incapaz de resistirme al no escuchar, me detengo a deleitarme. Respiro los intensos rayos de luz, el pasear de los transeúntes, el juego de los niños, y el simple mirar de unos desconocidos. Durante unos minutos, leo el Extranjero de Albert Camus. Ambos han armonizado perfectamente. Una mirada fija puesta sobre mi cabeza llama mi atención, levanto mis ojos, y en ellos me vuelvo a encontrar. La calle, la música y el resonar del libro en mi cabeza me dejan jugar protegida ante el desconocido. No muy lejos, nada más cruzar la avenida, se encuentra el Sena en todo su esplendor. En sus orillas, un puerto de libros atracados en un orden casi establecido de tamaño y proporción. A su lado, recostados, los vendedores de libros y demás. Libros usados, edulcorados con olores e historias particulares. Historias, con las que cuentan también, cada uno de los personajes que atienden su espacio limitado, al mismo tiempo que ilimitado. Son hombres con solera, mujeres a su manera y existe los jóvenes también. Los hay pintorescos y portadores de un cierto grado de excentricidad. Por veces, tu sólo los ves, ellos leen. Yo me dejo llevar por los que tienen pinta de exploradores, los imagino llegando hace ya algún tiempo con una maleta de cuero remendada en cuyo interior se guardan historias de viajes imposibles de contar. En sus miradas, encuentro el romanticismo como el culpable del anclaje indeterminado en París que les permite resistir hasta la próxima partida,

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amarrando para ello sus alas en las orillas del Sena. El turista, la compra y la venta de libros ya leídos se han convertido en la mejor terapia frente a la nostalgia. Por veces yo busco sus miradas, sus ojos e imagino su pesar. Con frecuencia, no encuentro más que ese mirar sin mirar, tal vez perdidos en naufragios o en paraísos abandonados. Me gratifica el encuentro de una sonrisa respuesta a un rostro reconocido del pasar de cada día en el medio de tanto desconocido. Respondo con complicidad y acabo por darle forma a mis pensamientos. Es viernes tarde, el sol brilla como no lo hacía ya desde hace más de una semana. Aun así, las temperaturas no llegan acercarse, a las de por veces, el hogar añorado. Y es que el Sena, capaz de canalizar un viento casi desagradable, hace recordar al viajero las coordenadas de la ciudad de la luz, donde el verano, por tradición casi no existe. Yo me niego aceptarlo como tal, y no dejo, ni al viento, ni a las nubes, que me impidan desnudar mis brazos y mis piernas al sol. Es viernes tarde ya de verano, San Juan. Las nubes, masas, avalanchas y corros de turistas se multiplican en estos días. Lenguas de todos los colores resuenan entre los ruidos de la ciudad. Me paro y admiro lo inadmirable: un grupo de soldados bien armados se pasean por “cité”. Continúo mi marcha. En los puentes y en las orillas del Sena, contemplo a tantos “inmortalizadores” de momentos. Vistas y miradas de uno a otro lado Torre Eiffel, Notre Dame, Conciergerie, Sacre Coeur, Jardin Luxembourg, barrio Latino, Bastille… Pero es sobretodo el Sena y sus orillas quienes acaban por convertirse en el espacio de aquellos que buscan en la proximidad alguno de los 5 elementos. Agua que fluye, arrastra y se deja llevar. Un saxofonista hace sonar su instrumento mientras una profesional de la fotografía le indica como posar. Las escaleras que descienden hasta las orillas aglutinan a unos y a otros que se miran y se abrazan en la intimidad sin intimidad.

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Colas y esperas en los museos, teatros y comercios forman parte también de una ciudad que se presenta con sus mejores galas para seguir siendo la más visitada. Si fuese una mujer la tratarían de muy puta. Sin tener muy claro hacia donde voy, cambio sin rumbo y dejo el Sena a mis espaldas. Tomo fuerzas en la Cafeotheca y dejo que la degustación de un capuchino robe toda mi atención: Dentro de la proporción, al café le corresponden de uno a dos tercios. El resto de la responsabilidad, es para la espuma que culmina con un diseño imposible de repetir. La leche, templada. Cuando tengas ya el café entre tus manos, gira la taza a la izquierda si eres diestro y haz lo contrario si la que utilizas normalmente es tu mano izquierda. ¿Eres diestra verdad?, con la mano derecha, empuja ayudada del culo de la cucharilla, la obra de arte que resta sobre el café. Estará bien, si más de su mitad se ha quedado recubierta de la espuma y, si en el medio del grupo de colores, el del café hace acto de presencia. Ahora ya puedes girar de nuevo tu taza y, con tu mano derecha tomarla para degustar. Siente el gusto de la leche y, sólo al final, el del café que emerge y que guarda el sabor en tu boca. Los aromas se mezclan tal vez con una melodía clásica o una canción del mundo. Antes de partir, respiro de nuevo el aroma y, sin saber ni cómo y, sin querer saber por qué, todo mi ser se llena de una sensación formidable. Me escudriño entre la belleza arquitectónica, el peso de la presencia judía y los excesos de una cierta clase apoderada de la capital. Persisto por donde ya han pasado mis pasos, y más despacio de lo que me gustaría voy definiendo mis puntos de referencia. Cuando camino por las calles estrechas, me imagino como la líder del grupo exploratorio presentando y desenmarañando los secretos y decretos de cada una de las calles. Si ese día llegase, les diría a todos que, antes de partir, se proveyesen de un ancla. O si lo prefieren, que portasen pequeñas migas de pan para definir el camino de regreso. A pesar de los

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factibles inconvenientes, hablaría con Hamsel y Gretel para que fuesen ellos quienes explicasen las mejoras de dicha ocurrencia, que seguramente, ya habrían mejorado, para no volver a perder nuestro camino de vuelta. Su uso imperativo está más que justificado. Ya que, si no fuese porque creo en la inmovilidad de los edificios, en su perdurabilidad a lo largo de los tiempos, su paciencia frente a las acciones del hombre y su resistencia frente a los cambios y avatares de nuestra vida. Si no fuese porque conozco las coordenadas y las referencias establecidas, les diría a mis seguidores que cada día que pasa, las calles, tiendas y mobiliario de este barrio en concreto, simplemente cobran vida para cambiar de lugar. Como tratamiento ante el mareo de dicha dificultad, les sugeriría encarecidamente que se olvidasen de las habituales reglas de orientación que se utilizan en cualquier ciudad, de lo que es una perpendicular para que, como alternativa, no dejasen de utilizar las anteriores medidas recomendadas. En el medio de toda esta nebulosa me encontré detenida en la puerta de cualquier lugar. En ese mismo punto un hombre que caminaba rígidamente me buscó para encontrarme. Caminaba como sólo los hombres que han pisado fuerte lo podrían hacer. Hubo un día que debió ser un galante – pensé para mis adentros – Portaba un traje que correspondía exactamente a sus medidas y un pañuelo a juego con la corbata de tonalidades discretas. Su estilo hacía pensar en los resquicios de aquellas épocas pasadas en las que bien seguro había vivido momentos de bonanza. Su mirada era pesada y llena de nostalgia, como así lo fueron los minutos de conversación en un pulcro español que mantuvo en aquel mismo punto. Me cuestionó sobre mi vida, sobre lo hecho y dejado de hacer. Me miró preocupado consciente del paso del tiempo y su irreversibilidad. Sin más, me habló del único país latinoamericano cuyas costas estaban bañadas por el océano pacífico y el atlántico, me habló del país donde el crisol de colores se alimentaba al mismo tiempo que se destruían por unos y otros, me habló de los que se peleaban por controlar el tesoro verde al cambio de billetes, del paso de mujeres, de

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las playas de arena blanca, del frescor eternal y del sonido inagotable de la cumbia. Sus pasos me dejaron. Un ruido metálico delató el andar de una pierna que ya no existía. Y sin más que contar se alejó como había llegado. Parada en el metro. Es casi medio día, y allí estoy yo, un perro y la mujer que tal vez lo lleve a pasear. Dos jóvenes cercanos a mi edad portan trajes de cierta elegancia. Mientras discuten de manera pausada, se miden y disimuladamente miran hacia mi. Mismo vagón del mismo metro. Unas cuantas horas después. Es el final de la semana. Ya nadie se mira, todos estamos cansados. Camino de nuevo y entro en otro vagón. Ahora todo está más tranquilo, miro a los ojos de la gente en los que yo también me encuentro. Quizás tenga 20 años pensé, su barriga rebosa cualquier resistencia elástica de la ropa. A su lado una pequeña hace caso omiso a todas las prohibiciones de quien le ordena. Un joven indio ocupa un asiento del metro. Lejos está la empatía hacia aquella joven. Para él es simplemente negra. Para ella, forma parte de una cosa más que ha de soportar. En las horas puntas todo tiene aún menos sentido. Me falta el aire, así como es escaso para todos los que me rodean. Miro a mi alrededor, y sólo siento la angustia de un sin vivir en una lógica que llega a perder toda su razón de ser. A la salida del metro St. Paul., escucho la conversación del que se ha sentado en un banco cualquiera. Son las 11:38 de la mañana. Lo observo con cierto disimulo y, mientras se bebe tal vez, la primera cerveza de lata de la mañana, lo compadezco al ver cómo ni su propio perro quiere caminar junto a él. Mientras aspira las caladas apuradas de un cigarro, sus humos me hacen recordar la infancia y el entorno pasado rodeado de fumadores. De repente, el silencio se rompe, pretende iniciar una conversación, pero hoy no tengo ganas. Hoy sólo quiero mirar… mirar como lo hice ayer, como parte de una nube de inmigrantes en París que quisieron poner a prueba la lengua gala para seguir intentando mejorar en su dominio. Entre todos, conformábamos una torre de Babel, a veces incomprendida, a veces, sin querer entenderse bajo esta lengua que difícilmente se deja dominar. Como

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subproducto del elevado número de presentes de origen español, surge, de la boca del francés de turno, la ironía que les caracteriza y nos clasifica, sin ningún tipo de pudor como los que huyen de la crisis español, ignorando nuestro simple derecho a ser inmigrantes. Sea por la razón que sea. Si hay un lugar mágico en esta ciudad, éste es el Pont-desArts. Como puente que deja entrever el mismo agua bajo nuestros pies, la gente pasa, la gente mira, la gente se abraza. Los bancos vacíos constituyen e instituyen una de las tantas reglas rotas de este puente, como también lo es la de no beber, no unirse, atarse o condenarse bajo un sólido y rígido candado. Símbolo banal culminado con el lanzamiento de llave al Sena, que sin el permiso de cualquier ente viviente que pueda restar en el agua, deja a la eternidad tan estúpido enlace. Tatuaría este instante en mi cabeza, no sólo por estar entre la grandiosidad del Museo Louvre y la elegancia de la fachada de la Biblioteca Mazarino, sino por la luz, el aire, la magia que te empuja a mirar con otros ojos a escuchar con otros oídos y que simplemente te deja sentir. En el piso quinto del número 22 de la Rue de Pont Louis Philippe se han terminado las obras. Detrás queda todo un progreso de actividades a las que ya desde el principio de la jornada seguía atentamente a través del cristal. Atrás se quedaron las idas y venidas de los trabajadores, las subidas y bajadas de los materiales, el uso de equipos que durante días ponían a prueba las máquinas humanas para subir, con la simple ayuda de una polea los esqueletos de los andamios colgantes. Curiosamente, las máquinas humanas eran pieles negras que, a pesar de posar sobre sus cabezas un casco de protección, no se alejaban demasiado del recuerdo de los trabajadores valerosos que, sin ningún tipo de medida de seguridad, hacían lo que fuese por ganarse un pan para llevar a casa. Mientras preparo los últimos cubiertos me despido en silencio de esta obra, de los pasos que me han traído por esta calle y de sus alrededores.

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Coche de lujo Patricia Odriozola Los Alzabarrena disfrutaban de todos los privilegios que podía ofrecerles una Buenos Aires ufana de su parecido con París, en un tiempo en que el progreso de la sociedad parecía tan constante y eterno como el azul del cielo. Don Estanislao Alzabarrena aún encargaba sus trajes a Londres, y cuando los excesos en la alimentación lo hacían cambiar de talle entre el encargo y la llegada del vapor no dudaba en regalarle sacos, pantalones y chalecos del más rancio casimir inglés al primer vagabundo que pasara por la calle. Su mujer y sus dos hijas no le iban a la zaga: cuando no viajaban a Europa, pedían sus modelos directamente a la casa francesa que les cosía a todas las grandes señoras portadoras de apellido que adornaban las revistas de moda. Sin embargo había en doña Lucrecia Flores de Alzabarrena un resabio anterior, un pequeño síntoma de memoria de su origen que la hacía admirar la destreza de Martina, la modista de la familia. Mientras se desvivía por lucir como esas damas que jamás la considerarían su par, doña Lucrecia había desarrollado con Martina una suerte de dependencia, como si la ausencia de la costurera pudiera despeñarla en una ausencia de sí misma, privada de los límites verdaderos de ese voluminoso cuerpo que su modista dibujaba con puntadas y festones. Y en nombre de esa dependencia, de esa imposibilidad de bienestar sin la seguridad de la cercanía de Martina -siempre lista a marcarle un dobladillo con la boca peligrosamente rebosante de alfileres o presta para soltar en un instante los pliegues de un vestido que le impedía respirar con normalidad-, doña Lucrecia le pagaba a Martina un módico sueldo para que se instalara de lunes a sábados en el petithotel de la calle Viamonte, de ocho de la mañana a ocho de la noche, aunque no hubiera costuras pendientes. También a causa de ese vínculo particular, Lucrecia forzaba a sus hijas – jóvenes aprendices de gran dama, pequeños monstruos concentrados en destruir todo vestigio de herencia vulgar presente en su apellido y en sus genes- a tratar como una amiga querida a Elenita, la única hija de Martina, a quien las

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muchachas despreciaban con un vigor propio de causas más nobles. Más de una vez Lucrecia había ensalzado los simples vestidos de Elenita equiparándolos, en sus mismísimas presencias, a los modelos parisinos de Finita y Clara María Alzabarrena; más de una vez había intentado que sus altivas hijas la invitaran a Elenita a sus paseos al Palais de Glace del barrio de Recoleta; más de una vez les había insistido en que la llevaran a disfrutar de un día de sol en el Club. Y a todo Elenita asentía con una pequeña sonrisa, inclinando apenas la cabeza, dócil, buenita: su madre, única referencia en el mundo, la había educado en la sumisión y el respeto al poder que emanaba de figuras como la de la familia Alzabarrena, y ella, para quien el universo, definitivamente bipolar, se limitaba a la pieza que compartía con Martina y a la magnificencia de la vida de los Alzabarrena, trataba de contentarse con las migajas de dicha que la costurera recogía de la opulenta mesa de sus empleadores. Una noche, a mediados de la primavera de 1926, Martina llegó a la casa de pensión con las mejillas arrebatadas y el corazón alborotado: don Estanislao Alzabarrena –el señor Estanislao- había resuelto sumarse a la moda que hacía furor en los círculos más altos de la sociedad porteña y, aprovechando una millonaria venta de ganado a Europa, había rentado un coche de lujo, un vagón completo que el ferrocarril engancharía al convoy de línea en un viaje de larga distancia. Lo mismo que hacen los Anchorena, los Alzaga y los Santa Coloma –seguramente Martina citó a doña Lucrecia, la voz trémula- ahora lo van a hacer los Alzabarrena. Un viaje en tren a todo lujo, con camarotes privados, baño revestido en mármol, y un salón más propio del Plaza Hotel que de un ferrocarril. Pero te digo lo mejor de todo, Elenita…¡nosotras vamos también! Decir que Elenita se puso contenta con la noticia, sería tan mentiroso como afirmar que detestó la novedad que su madre repetía una vez y otra con el solo objeto de terminar de creer la buena nueva: en todo caso, muy dentro de ella Elenita pudo reconocer una aplastante indiferencia reñida con su juventud, con su educación, con lo que podría esperarse

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de una niña humilde, y también con la alegría que el Padre Romualdo decía que era el mejor regalo que un fiel podía hacerle al Señor. La perspectiva de pasar día y noche fingiendo ignorar el desprecio que le prodigaban las niñas Alzabarrena, la cercanía constante con su madre –a quien usualmente veía sólo al despertarse y a la hora de la cena, cuando el cansancio las eximía del deber familiar de conversar- y la obligatoriedad de comportarse de la mañana a la noche para que nadie dudara de que Martina le había enseñado la cortesía y los buenos modales que los pudientes exigen de los pobres que se sientan a su mesa, se iban tejiendo en una filigrana que, con el correr de las horas, y sobre el sonido de fondo de su madre ensalzando las bondades de los Alzabarrena, se extendía sobre su ánimo como una nube gris de desidia: una abulia anodina y soporífera, una creciente falta de interés no sólo en ese viaje, sino también en lo poco que podía ofrecerle la vida. Pero rebelarse o tan siquiera rezongar, eran acciones que no entraban en el acotado catálogo de conductas que habían construido ella y su madre en dieciocho años de triste cotidianeidad; al final de la noche, con una sonrisa forzada y una leve reverencia, Elenita le mintió a Martina que, para ella, la idea de esa travesía era lo más parecido a la felicidad. La finalidad era disfrutar de la vida como lo hacían las familias de la sociedad; el destino, la estación de Zapala en el Neuquén, la zona donde don Estanislao Alzabarrena atesoraba gran parte de los recursos ganaderos que le hacían posible, a él y a los suyos, ese pasar más que acomodado que deslumbraba los ojos ávidos de Martina. Partieron de la Estación Constitución, cabecera del Ferrocarril del Sud, un caluroso anochecer de principios de diciembre. El contingente era relativamente nutrido: además de los Alzabarrena, abordaron el coche antes que ellas cuatro parientes de doña Lucrecia, amén de dos de las mucamas que servían en la casa. Don Estanislao tuvo la magnífica deferencia de descender para hacerles a Martina y a Elenita el honor de escoltarlas en su ascenso por los altísimos escalones: los oídos de Martina se inflamaron de orgullo cuando escuchó

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cómo un par de pasajeros comunes, prestos a subir al convoy general, se admiraban de “la clase” de esa gente que viajaba en el lujoso coche con servicio de plata y vidrios biselados. Elenita, atenta a no desgarrarse con salientes y manivelas el vestido satinado que su madre le había cosido especialmente para abordar el tren, no pudo disimular un ínfimo estremecimiento cuando la mano de don Estanislao retuvo la suya un momento más de lo que necesitaba para afirmarse en el pasamanos; y mucho menos pudo evitar, en el instante siguiente, un franco disgusto: don Alzabarrena, so pretexto de facilitarle la entrada al vagón, le rozó los glúteos con una suave ambigüedad que invalidaba cualquier reproche. Cuando la tremenda locomotora pitó anunciando la partida, el contingente profirió en hurras y bravos y la champaña empezó a correr entre las copas con el monograma FCS hasta que el tren, en franca carrera hacia el horizonte, se estableció en el chato paisaje de la pampa verde. Esa fue la única vez, en el viaje, en que las diferencias y las jerarquías parecieron borrarse en un conglomerado ávido de placer y aventuras: varias veces don Estanislao quitó las botellas de las manos de las mucamas para servirles personalmente esa burbujeante bebida importada que en tierra firme y quieta escondía de ellas bajo tres llaves, en la cava del subsuelo; otras tantas, doña Lucrecia avergonzó a sus hijas ofreciéndoles personalmente, a Martina y a Elenita, unos canapés de caviar que paseaba por el magnífico salón posterior, trastabillando según el ritmo del tren. Recién después de la medianoche los señores Alzabarrena asignaron los seis camarotes: para ellos, sus hijas y sus invitados, los primeros de la fila que se desplegaba a la derecha del estrecho corredor; para las mucamas el austero cubículo de servicio entre la cocina y el pequeño toilette de la servidumbre, muy cerca del paso que conducía al cuerpo del tren; para la costurera y su hija, el camarote de lujo que estaba al lado del cuarto de baño. ¿Has visto, Elenita? –dijo Martina, agitada por la champaña y por la emoción. Fíjate el que les han destinado a las mucamas y fíjate el que nos han dado a nosotras. Un camarote como los de ellos. Como si fuéramos familia, ¿no es verdad?

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Pero al día siguiente, a medida que se mecían sobre el traqueteo adormecedor del convoy, avanzando por campos y arroyos, por sembradíos y lagunas rodeadas de juncos, las niñas Alzabarrena se ocuparon muy bien de recordarle a Elenita su falta de pertenencia a ese lugar, de formas tan sutiles como diversas: en los juegos plagados de palabritas en francés; en las conversaciones sobre gente de la sociedad que sólo ellas conocían; en la comparación apasionada de las cloches que acababan de recibir de París. Mientras Martina seguía de aquí para allá a Lucrecia por las reducidas dimensiones del coche -del salón al camarote, del camarote al salón- y Lucrecia declamaba sobre las mil y una posibilidades de vestido en el caso de que efectivamente Claudio Méndez Vidal pidiera la mano de Finita, Elenita se concentraba en el cuadro móvil que le ofrecían los grandes ventanales del salón para escapar de la mirada, cada vez más fija, cada vez más penetrante y lasciva según avanzaba el viaje y según se iban extinguiendo las botellas de Dom Perignon cargadas para amenizar la travesía, de don Estanislao. Madre con todo respeto –empezó a decirle Elenita esa noche a Martina, antes de intentar dormirse en el camastro superior desde donde se divisaban, lejos, las tenues luces de una ciudadela perdida en la estepa en que había derivado la voluptuosidad de la pampa. Madre con todo respeto, Dios me perdone si estoy cometiendo un error, pero don Estanislao… No sé, me mira como si… Madre, don Estanislao no me quita los ojos de encima. Elenita había pensado que su madre saltaría indignada por ese viejo que codiciaba a su niña como si fuera una de esas mujerzuelas importadas de Francia con las que, por lo que Martina misma le había confiado, tanto se solazaba de la aridez de doña Lucrecia. Pero no: muy en contra de sus presunciones y sus deseos, Martina le aconsejó olvidar esas ideas extrañas que cómo podían caber en una mente casi infantil; que cómo podían escupir con semejante desparpajo la mano que les tendía la Providencia en la forma de la tosca diestra de don Estanislao, ese ademán del destino que las elevaba de su condición de mujeres pobres y les permitía codearse, casi como iguales, con la gente bien. Y por otro lado si todas esas sandeces que está diciendo, m’hija,

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fueran ciertas… -le aclaró con enojo, antes de que Elenita le diera la espalda a la ventanilla para cobijar en la almohada de pluma su desconcierto, su desazón- …tenga por seguro que si todo esto fuera cierto, m´hijita, cómo se le ocurre que podría ofender a los Alzabarrena desconfiando, justamente, del señor Estanislao. ¿Qué diría doña Lucrecia? ¿Y las niñas…? ¡Válgame Dios! Duérmase ahora mismo y que sueñe con las angelitos, y pídale al Señor que le quite ya mismo de la cabeza esas cosas feas que le anda metiendo el Demonio, quién más.

La primera noche el ronroneo del tren la había acunado en sueños dulces que se sucedían el uno al otro fluyendo sin esfuerzo; esa noche, en cambio, no pudo siquiera dormirse. Al calor de Buenos Aires, tan sólo el día anterior, y al benévolo aire templado de la pampa le había sucedido una brisa fresca que fue creciendo en rigor mientras avanzaban sobre la tierra seca, hasta hacerla tiritar de frío, de pena y de desprotección. El traqueteo le impedía sumergirse en nada que no fueran rostros descarnados, monstruos horrendos que venían hacia ella y la desforaban con gritos guturales; el vaivén del coche la suspendía en un mareo que sabía a vacío; el silencio del afuera la despeñaba en la triste conciencia de su soledad. Al día siguiente llegarían a destino: las Alzabarrena juraban que estaba todo arreglado para que los recibiera la banda del pueblo tocando el charleston de moda y doña Lucrecia planeaba estrenar el abrigo de visón que Martina había adaptado a su gran talle durante las horas de viaje. Las imágenes anticipadas de ese cuadro ajeno al que nunca pertenecerían ni ella ni su madre, mezcladas con el recuerdo de un enano del Parque Japonés muerto de risa ante las miles de Elenitas desintegradas en el laberinto de los espejos la convencieron de abrir los ojos, bajar en silencio del camastro, y calzarse la bata para instalarse a solas en el salón posterior. En el hogar ardían unos trozos de quebracho: mientras el humo ascendía, invisible, por el tirante de la chimenea, las

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cenizas reproducían la forma original de los leños: bastaba introducir apenas un atizador para que los maderos se deshicieran en un finísimo polvo grisáceo, raro testigo de la finitud. Inclinada hacia adelante en la desolación del salón, Elenita se entretuvo largo rato desarmando esa apariencia de orden perfecto que le daba el hogar con su luz rojiza y su fabuloso calor; tanto, que se sobresaltó cuando sintió detrás de sí un cuerpo macizo que no respetaba el suyo. Don Estanislao había seguido bebiendo: en su incredulidad –la inocencia es un lujo que no pueden darse los débiles-, Elenita no lo supo por la intencionalidad con la que el señor Alzabarrena sacaba provecho del bamboleo del tren para apretarse contra ella sino en el vaho alcohólico, de una mansa violencia, que emanaba de su piel cetrina. Pasarían muchos años antes de que pudiera reproducir lo que en verdad sucedió aquella madrugada en aquel coche de lujo que vagaba por la estepa, a la cola de un tren de carga. El horror de ver corporizarse ante sí una de sus más trágicas fantasías, la rabia por el mísero papel que le tocaba desempeñar en la comedia de la existencia, la sorpresa y seguramente el miedo –sobre todo el miedo- desencadenaron en Elenita una suerte de inconciencia que no le permitió actuar ni tan siquiera reaccionar ante lo que se desplegaba ante sus ojos: que en un pequeño salto sobre una jiba de los rieles, inmediatamente antes de hacer sonar la sirena y aminorar la marcha, el vagón se sacudía y de pronto una colérica Lucrecia, aparecida de la nada, separaba de un golpe limpio a don Estanislao de la espalda de Elenita y, en el mismo ademán, lo arrojaba sobre el hogar que ahora crepitaba como si, breve infierno, celebrara la llegada de uno de sus condenados. Los gritos de Alzabarrena despertaron a todo el pasaje del coche de lujo y llegaron hasta el convoy, desde el que acudieron con inédita premura un inspector y un guarda. Las hijas lloraban a espasmos regulares, los invitados caminaban de un ventanal a otro del salón, las mucamas ocultaban una sonrisa satisfecha, Martina escrutaba los ojos nublados de Elenita en busca de alguna respuesta al enigma que proponía

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ese hombre que, tendido en el piso, con la robe de chambre chamuscada y enroscada en el torso, oliendo fuertemente a carne quemada, se retorcía hacia un lado y otro por el inconcebible dolor del fuego. Elenita sintió desarrollarse ante sí una película sin voces como las que pasaban en los biógrafos del centro: un pequeño maremágnum sin argumento ni sentido que sólo pareció detenerse cuando la señora de Alzabarrena, desconsolada y altiva, sin abandonar las manos de Martina que pretendían reconfortarla de semejante desgracia, señaló a Elenita con un gesto despectivo. El inspector, suprema autoridad sobre el tren en marcha, no precisó más para juzgar, en un segundo, la insolencia de esa niña que, vaya usted a saber por qué absurdas razones, agachaba la cabeza como carnero degollado cuando era muy claro que acababa de atacar con indudable alevosía a ese hombre decente y sin mácula, a punto de desvanecerse de dolor. Fuera de la ventanilla la monocromía del paisaje se había vuelto un continuo negro, sin luna, únicamente horadado por las lucecitas temblorosas del convoy. La estepa comenzaba a plegarse en pequeñísimas lomas no más altas que el terraplén y no tenía caso, a esa altura, intentar salvar a nadie. Sólo con suerte y una especial misericordia divina don Estanislao sobreviviría, claro que con impensables carencias y amputaciones; y a esa chirusa, única culpable de semejante atropello, ya le aplastaría la osadía todo el rigor de la Ley. En lugar de la banda del pueblo tocando el charleston de moda, en Zapala tendrían que esperarlos un coche de ambulancia y otro de policía. Parada en el andén, Elenita rozó con las yemas de los dedos el vagón de lujo del que acababan de bajarla por la fuerza, como si no quisiera terminar de apartarse de ese mundo conocido que se deconstruía con cada paso que escuchaba a sus espaldas. No era lo que había soñado su madre, no; tampoco ella, si bien su objeto había sido mucho menos ambicioso: tan sólo no defraudar, tan sólo complacer a esa vieja desconocida que desde hacía tanto tiempo le endilgaba

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sus míseras esperanzas de plenitud en forma de un retorcido amor maternal. En la estación de Zapala se había agolpado la totalidad de la gente del pueblo y sus alrededores; alguien había corrido la voz, y nadie quería perderse el espectáculo de unos ricachones porteños en el colmo de la decadencia. Avanzando con cierta dificultad entre la concurrencia Martina, un mar de lágrimas, pasó al lado de Elenita sin tocarla ni abrazarla -Dios mío, cómo me has hecho esto. Cómo me pagás así todo lo que yo hice por vos-. Pero Elenita no podía siquiera apenarse por sí misma: con los ojos fijos en un punto inexistente, con las manos transpiradas a contramano del frío de la estación, con la misma docilidad con la que bajaba la cabeza con expresión agradecida cuando doña Lucrecia adulaba sus vestidos, se había detenido en una eternidad sin recuerdos ni proyecciones, la mente en blanco, la escasa voluntad lista a aceptar la culpa que le endilgaban por algo que no recordaba muy bien pero de lo que, sin ninguna duda, si ellos lo decían, había sido la única responsable. Nunca más el coche de lujo arribó a la estación de Zapala. Las familias acomodadas eligieron eludir ese destino: por más racionales que pretendieran mostrarse, se empezó a decir que pesaba sobre el trayecto una maldición india, pendiente desde la Conquista del Desierto, que arremetía con fiereza contra las personas de bien blancas y cristianas y les acarreaba la muerte y la locura.

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Rumbo al país de la utopía Rosa Eva Gutierrez Miranda Un sobre amarillento por el paso del tiempo descansaba en la mesita y mirándolo mi mente comenzó a retroceder veinte años atrás. Recordé que recogía a un viajero a quien tenía que servir de guía. La verdad es que el encargo podía ser una bicoca o una venganza, todo dependería del cliente en cuestión ya que no tenía fecha final el trabajo, no había una ruta predeterminada, el destino era Grecia “per se”, tampoco había tenido un contacto previo dado que la comunicación vía telegrama fue a través de mi agencia inglesa, que me proporcionaba turistas que querían viajar a su aire, fuera de los circuitos típicos. No obstante, yo llevaba en cartera unas cuantas propuestas que le iría planteando. El tráfico como siempre en Atenas era frenético, el horario no lo podía escoger en cuestiones de trabajo pero daba igual el itinerario que me planteara: al final el caos te engullía. Algún día me acostumbraré –me dije en alto, probablemente para convencerme, aunque con poco éxito. Ya me encontraba dentro del aeropuerto con el correspondiente cartelito cuando entre el tropel de viajeros me llamó la atención un auténtico caballero inglés, vestido como un dandy, el cual a medida que se aproximaba iba dibujando una sonrisa en su cara que no pude por menos que corresponder. Metro ochenta y una palidez casi enfermiza, enmarcada entre mechones de pelo un tanto desmañados, con pinta de escritor algo atormentado. Mr. Sebastian? - Yes, I am. -Well, I´m Eva.

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-Encantado de conocerla Miss Eve. Creo que nos entenderemos a la perfección- mientras dejaba caer la mirada sobre mi collar de cristal de murano, con el amuleto protector contra el mal de ojo que había adquirido en el mercadillo de Plaka, así como sobre el anillo de plata con carneros finamente labrados. Rápidamente deduje que tenía alma de artista y que conectaríamos de inmediato. ¿Tomamos un capuchino antes de emprender viaje? -O.K. Frente al café me hizo unas confidencias: Hace varios años estuve en Atenas, mi formación es clásica, ya sabe Oxford y todo eso. Para mi el Mediterráneo tiene un enorme atractivo, pero por encima de todo me interesa su gente. Así que dejo en sus manos que rumbo tomar e iremos improvisando sobre la marcha. -Podemos tomar dirección este y Ud. marca el ritmo, pronto nos alejaremos del área metropolitana y encontraremos una Grecia más auténtica. -Es una gran idea. Cuando nos acercamos a mi coche que era un escarabajo descapotable, amarillo huevo, le observé sonreír complacido. Pronto la brisa se había colado como compañera de viaje y sus mejillas apuntaron un tono más arrebolado. Grecia empieza a hacer su efecto- me dije. Le vi disfrutar del caos circulatorio que nos envolvió y como su retina se bebía la luz y las imágenes que discurrían a nuestro paso. Al cabo de un rato el embotellamiento dio paso a una autopista más despejada, salvo para los atenienses que en dirección contraria retornaban de pasar el domingo en la costa: grupos familiares al completo con la típica viejecita enjuta vestida de negro y los coches atestados de bártulos.

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Si le parece Mr. Sebastian podemos abandonar la autopista y rodar por carreteras comarcales. -Magnífico, estaba pensando en algún pueblecito costero para nuestra cena. Pronto percibimos el olor a mar y noté que mi viajero se relajaba como si hubiera recibido un bálsamo reparador. La luz del sol decaía lentamente y una paleta dorada nos envolvía cálida en su seno. Por señas con sus largos dedos me hizo un barrido, dándome a entender que podíamos dejarnos caer por aquella zona. Bajé la estrecha callejuela con el utilitario traqueteando y apareció frente a nuestros ojos un encantador puertecito rodeado de casas encaladas y un par de tabernas con las sillas de madera pintadas de azul, donde descansaban algunos hombres de rostros curtidos por la mar bebiendo vino , pasando las cuentas del komboli entre los dedos o jugando frente al tabil. Sebastian eligió una de las mesas en medio de aquella parroquia masculina. Entendía el imán que todo esto ejercía sobre él, yo también era una expatriada del norte de España y este clima tan bonancible, el azul turquesa del mar…era el paraíso. Mr. Sebastian me sonrió y acordamos pedir una jarra de vino y un pescado asado en la sencilla parrilla. Nos trajeron unas olivas negras y un vino fuerte y rotundo, que hacía honor a su nombre “brusco” y enseguida convirtió a mi acompañante en un locuaz comunicador. Me contó que era de origen irlandés. Ambos éramos celtas, allí estábamos lejos de la bruma y la lluvia, hermanados por unos lazos invisibles, nuestra sensibilidad de artistas entendía un lenguaje subliminal. Sí, a mi también me atraía la bohemia. Me sumergí en mis propios pensamientos: ¿Por qué si no iba a estar aquí en Grecia, después que desapareciste? Yo decidí quedarme,

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busqué mi equilibrio, me procuraba mi subsistencia, tampoco necesitaba mucho más. Habían pasado los días en que trabajaba como una autómata y no disfrutaba de la vida. Hacía tiempo que había tirado el reloj por la borda y no lo lamentaba. Mi viajero me miraba a los ojos como comprendiendo todo lo que discurría por mi cabeza. Ya habíamos terminado los deliciosos salmonetes con especias picantes, cuando sonó la música de un sirtaki. El ambiente se fue caldeando y Mr. Sebastian palmeaba relajado hasta que fue invitado al corro que formaban espontáneamente aquellos hombres, la mayoría con ropas claras y él de negro, pero ello no supuso ninguna barrera. Desde mi asiento me veía envuelta en aquella celebración y recordaba las clases lejanas de yoga, cuando mi vida no la dirigía yo y el stress me atenazaba. Estos eran los beneficios de “fluir” -pensaba- al mismo tiempo que me trasportaba a aquel corro de lugareños que daba vueltas y más vueltas, en la maravillosa noche. El sol ya estaba alto cuando me desperté y salí al balconcito invadido por la floresta de la bungavilla, lo cual trajo a mi memoria los múltiples intentos que había hecho mi madre para que creciera esta planta en nuestra casita de la costa cantábrica, pero el nordeste que a menudo azotaba lo impidió. Pronto estuve lista y saboreando el yogur griego con miel que me volvía loca. Sebastian tomaba indolente un café bien cargado, esta vez vestía pantalón y camisa de lino blanca que refulgía con los rayos que se filtraban por el emparrado donde se encontraba. Al parecer la inspiración había acudido a su encuentro y anotaba con una cuidada letra victoriana en su cuaderno lo que tenía pinta de ser un poema. -¡Mi querida Miss Eve Grecia ha ejercido su beneficio! Si le parece bien trabajaré un rato más y partiremos en un par de horas.

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Busqué acomodo en otra mesita de la terraza para escribir sobre los últimos días. Tenía empezado mi “carnet de voyage” donde volcaba mis impresiones sobre todo de geografía humana y a menudo hacía unas acuarelas sobre los lugares que visitaba o los detalles que captaban mi atención. Estaba dando las últimas pinceladas cuando noté que Mr. Sebastian me observaba por detrás. -¡Es una artista Miss Eve¡ decía entusiasmado. Enseguida nos vimos inmersos en un debate, me impresionó el concepto que tenía del arte por el arte sin ninguna ambición de reconocimiento económico. Cuando yo hablaba con otros artistas al final el aspecto crematístico afluía a la superficie como un iceberg. Seguimos discutiendo vivamente nuestros puntos de vista al tiempo que dábamos cuenta de una ensalada con queso feta y unas berenjenas rellenas. Nos pusimos en marcha para llegar al cabo Sounion y disfrutar de la puesta de sol. Estaba segura de que le encantaría después del largo invierno londinense. Ya en el coche se colocó un sombrero panameño completando su “look” como si hubiera vuelto de alguna de las colonias inglesas del siglo pasado. Leyendo entre líneas en las conversaciones que surgían, me percate de que en su interior sufría enormemente, como si su extrema sensibilidad no encajara en este mundo. Diría que tenía más desarrollada su parte femenina e intuía que deseaba huir de algo o de alguien y esto le atormentara, un día mencionó algo así como que “quería dejar de cenar con panteras”. Yo no pregunté, sino que más bien me afané como un gusano de seda tejiendo una cápsula protectora a su alrededor con la intención de que disfrutase de la travesía. Al llegar al promontorio abandonamos el coche y continuamos a pie por el sendero que discurría hasta las ruinas del templo dedicado al Dios Poseidón. Decidí dejarle a su aire al notar cierta mística en su actitud, con lo que me senté en una roca esperando la puesta de sol. Éramos los dos únicos turistas que se habían atrevido a enfrentarse al fuerte viento. Subidos

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los cuellos de la chaqueta hasta las orejas me entretuve viendo una pareja de codornices que correteaban ligeras por aquellos secos andurriales. Fijé mi vista en la puesta de sol, pero mi mente estaba lejos. Recordé unos brazos que me rodeaban y entonces me parecían un refugio seguro mientras nos besábamos indolentes y ajenos a los demás espectadores, años atrás en aquel mismo despliegue de la naturaleza. Muy despacio la luz atemperaba sus destellos, un velero surcaba las aguas del Egeo frente al acantilado, todo era perfecto. Rodeé la colina y le vi sentado en una de las columnas caídas. Parecía sollozar mientras acariciaba la piedra. Me escondí detrás de las ruinas hasta que emprendió el camino de vuelta. Aproveché para acercarme a curiosear el lugar que le producía tal desconsuelo, acertando a descifrar una inscripción: era el típico corazón atravesado por una flecha que los enamorados graban y dos nombres: “Oscar y Bosie”. Un escalofrío me recorrió el cuerpo, sentí como si hubiera destapado una caja que guardara un secreto de años. Emprendimos camino en silencio observando el paisaje que a nuestro alrededor se iba apagando poco a poco. Imprimí ritmo a mi utilitario con la intención de dejar atrás la nostalgia que a ambos nos sumía en nuestros propios pensamientos. Decidimos hacer noche en un pueblecito del interior y hasta el mediodía no volvimos a vernos en el comedor de aquel hospedaje familiar. Comimos con gusto verduras regadas con abundante aceite puro de oliva y de postre unos melocotones en almíbar enormes para mezclar con yogur, casi con seguridad todo cosechado en la propiedad. Sin pedirlo nos sirvieron un espeso café de herencia turca y dos copitas de ouzo, un licor de sabor anisado que nos animó la conversación. Al parecer ninguno de los dos habíamos perdido el tiempo: yo había recogido mis impresiones y pintado abstraída de todo, Sebastian por su parte había

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escrito algún poema. Estaba claro que la tristeza auspiciaba las mejores producciones artísticas como lo demostraba el curso de la Historia. Me contó que en otras épocas había escrito cuentos para niños o ensayos, pero ahora la poesía era el género que más cultivaba. Mientras hablábamos me fijé en su cuaderno de trabajo y me llamó la atención que tenía grabadas unas iniciales en la piel que recubría el mismo: O.W., de modo que se podía deducir que él fuera el Oscar del corazón dibujado en la columna del templo, aunque no imaginaba yo un ser tan sensible cometiendo tal sacrilegio en un monumento…salvo en un arrebato de pasión. Teníamos que fijarnos algún rumbo y por mi parte le hice varias propuestas pero mostró un vivo interés cuando le hablé de los monasterios que existían en Grecia, tanto masculinos como femeninos; los había en la costa y en el interior, estos si cabe todavía estaban más apartados del mundanal ruido, favorecidos por unos enclaves estratégicos en rocas prácticamente inaccesibles, tanto que los alimentos o cualquier mercancía necesaria se subían aun mediante poleas instaladas al efecto, salvando las escarpadas piedras. Viajamos por el interior de Grecia, atravesando pequeños pueblos en los que casi no se veía gente, huyendo del calor asfixiante en las horas centrales del día, si acaso algún pastor de ovejas o cabras por el campo. Al atardecer llegamos a Kalambaka, antes de entrar en la recogida ciudad me orillé en el arcén para que Sebastián contemplara las magníficas construcciones de Meteora. En medio de un terreno llano se erigían unas rocas, que como meteoros caídos del cielo se hubieran clavado en la tierra y en su cumbre se encaramaban austeros monasterios a duras penas excavados, haciendo que te preguntaras de qué querían escapar las personas que allí se recluían. Sebastian estaba impresionado y deseando que llegara la mañana siguiente para acercarse a alguno de ellos.

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Recién levantados, las pronunciadas curvas nos fueron aproximando al Monasterio de Agias Varvaras donde habitaban monjes desde hacía varios siglos, aunque los ingresos en la actualidad eran escasos, sabía que mi viajero estaría haciendo cábalas sobre cómo acceder a su interior. Cuando culminamos el último repecho vimos la otra cara de la construcción completamente aislada. Aparqué mi coche y descendimos unas escaleras excavadas en la piedra, para recorrer una galería interior que nos condujo a un puentecillo levadizo de madera, afortunadamente extendido. Acordamos que dentro de unas horas vendría a recogerle dado que en el interior no estaban permitidas las visitas de mujeres y los hombres con restricciones varias. Por mi parte esperé un tiempo prudencial para asegurarme que sería admitida la presencia de Sebastian y regresé a Kalambaka. A media tarde volví a recogerle. Sabía que los monjes se retiraban temprano porque al alba comenzaban su jornada. Descendí por las escaleras y me encontré con el puentecillo recogido al otro extremo. Consulté el reloj preocupada por si me hubiera retrasado, descartando esta posibilidad. Cuando mis ojos se hicieron a la penumbra distinguí en una oquedad de la galería dos sobres y para mi sorpresa estaban dirigidos a mi. Escrito con una pulcra caligrafía de pluma había una nota de agradecimiento de Mr. Sebastian por ser la guía que le había abierto las puertas de su corazón estancado, comunicándome que había decido permanecer algún tiempo en el monasterio y no había encontrado mejor retiro que aquel escenario para tranquilizar su espíritu y crear en paz, lejos del hedonismo disfrutado en otras épocas. Otro sobre lacrado y también dirigido a mi, rogaba que lo abriera dentro de… ¡veinte años!. Y allí estaba yo, después del tiempo transcurrido, con una envidiable serenidad, respetuosa y sin prisa disponiéndome a averiguar algo más de aquel misterio.

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En una carta sin artificios, sin rodeos, me confesaba que era homosexual lo cual le había provocado el escarnio público, la prisión e incluso el exilio en Francia donde adoptó el nombre falso de Sebastián Melmoth, pero su nombre real era Oscar Wilde. A veces –reflexionaba- podemos pasar años sin vivir en absoluto y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante. Francamente nada de todo esto me sorprendió en exceso a estas alturas de la vida, dado que era la confirmación de lo que mi intuición femenina había percibido en aquel viaje y respecto a la revelación de su verdadera personalidad no era yo quien para juzgarle.

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Mis principios viajeros Alicia Ortego Corría el año 1.980 cuando mis padres nos anunciaron que ése verano nos íbamos a Túnez, y después, pasando por Argelia, a Italia. Un mes. Yo tenía 8 años de edad, y mis hermanos 6 y 5 años respectivamente. Lo que más nos gustaba de ése plan era que venía nuestra prima de 18 años, nuestra tía Chon –cuya memoria e inspiración nunca me dejarán, aunque falleciera demasiado pronto por culpa de un maldito cáncer-, y Jaime, un compañero del trabajo de mi padre, el típico chico con magnetismo irresistible para los niños. No dejábamos de jugar con él! Sí, estos eran nuestros principales leit motiv para ése viaje. Qué queréis, éramos niños. La expedición, ideada y planificada –supongo- por los mayores, consistía en viajar con nuestros coches (un Jeep y un Dos caballos) las tiendas de campaña, y ya. Economizando, que éramos muchos y pocos los recursos – inversamente proporcionales a las ganas de viajar-. Éste no fue mi primer viaje, pero sí es uno de los que más recuerdos ha dejado en mi memoria, retazos que sobreviven a las décadas que han transcurrido ya. Me queda un conjunto de sensaciones, pensamientos, imágenes y ensoñaciones que no las cambiaría por nada en el mundo, como: -El sabor o la conciencia de descubrir culturas diferentes.

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-Oír otros idiomas a mi alrededor y aprender algunas palabritas útiles para el día a día del viaje como “adiós” en francés, o “salam aleikum” (que la paz sea contigo). -Jugar con los niños tunecinos y argelinos en cada parada o en los zocos (recuerdo que decidí regalar un “barriguitas” – muñeco de la época- a unas niñas con las que estuve jugando mientras mis padres hacía no sé qué gestiones en… ¿una comisaría?. Recuerdo su mirada, primero de incomprensión y después de infinita alegría). -El sentir de aquél calor tremendo del mes de Julio, que según mi padre escuchó en la radio local un día, alcanzaba los 50 grados a la sombra. -Mi primer té a la menta, mi primer cus-cus (por la noche, porque estábamos en Ramadán). -No entender por qué los señores de las tiendas, en el zoco, me decían “Fátima”, cuando yo no me llamaba así! –mis padres me lo explicaron varias veces, pero yo seguía pensando que era muy raro eso… (Fátima es la hija del Profeta, y como no sabían mi nombre, para saludar o llamar nuestra atención o a modo de “piropo”, me decían “Fátima!”). -La gastroenteritis que mi prima y yo sufrimos después de comer ostras y lapas que recogimos en las entonces playas desiertas de la isla de Djerba. Las dos tuvimos fiebre. Yo viajaba tumbada en la tabla de encima del maletero, detrás de los asientos traseros, en el Jeep y ella en el Dos caballos. Ella lo pasó peor, la fiebre y lo demás le duraron varios días, y los mayores estaban asustados, pero se recuperó. -El frescor del agua y el fondo de arena de los arroyos del oasis de Nefta, cuando fuera el sol derretía hasta las piedras. -Los ratos leyendo el libro de Los cuentos de Andersen de Arthur Rackham, en el patio de un hotelito de Matmata. Ése libro que aún conservo, que tantas veces leí de cabo a rabo.

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Qué curiosa es la memoria. Recuerdos de algunas “aventurillas”, escenas desdibujadas y muchos aprendizajes, como cuando yendo por una carretera, flanqueada de árboles con el tronco pintado de blanco (era cal y ahí aprendí o me contaron que eso se hace para que no suban las hormigas y dañen las hojas), nos dimos cuenta de que estaban llenos de caracoles!. Paramos y Jaime propuso recolectar unos cuantos, asegurando que sabía cocinarlos. Toda la troupe nos pusimos a recoger caracoles. ¿Qué pensarían los locales que pasaban por allí? (si los había, no lo recuerdo). Imaginaos la escena por un momento: cinco extranjeros y tres críos cogiendo caracoles en los árboles de una carretera tunecina. No recuerdo si finalmente Jaime los cocinó. Qué curiosa es la memoria. Recuerdo cómo al ver unos canales de hormigón enormes por donde discurría el agua para regar los campos de árboles frutales de la zona, a los mayores se les ocurrió parar y aprovechar dichos canales (era una canalización abierta a la superficie) para lavarnos, ya que no habíamos pasado por una ducha desde hacía… no sé, ni idea. Pasé mucha vergüenza porque los camiones y otros vehículos que circulaban por la carretera nos veían perfectamente, y yo no quería levantarme el vestidito que llevaba (un vestido heredado de otra de mis primas, apenas dos años mayor que yo, y que me encantaba J). Mi madre consiguió que lo hiciera, o más bien me obligó a ello, mientras mi hermano se escapaba corriendo para esconderse detrás del Jeep, ja, ja!!, y mi padre se dedicaba a retratar el momento con su Leica de segunda mano, comprada en 1971 o 72. Qué curiosa es la memoria. Otro recuerdo que atesoro es el de aquella noche, acampados en algún punto de las montañas de la Gran Kabylia (norte de

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Argelia). Estábamos en medio del campo. Mientras cenábamos, ya en la noche cerrada, los adultos conversaban animadamente y quizá con las voces algo alzadas. Yo oía aullidos y una especie de grito o risa a lo lejos, de fondo, y les decía a los mayores: -Callaos! ¿no oís a los lobos?. Ellos me miraban como de reojo y se preguntaban entre sí: -No, yo no, ¿tú lo oyes? –no, no, no oigo nada… … y seguían hablando… no paraban, qué fastidio, así no oían nada!! Yo volvía a oír aquellos aullidos y volvía a la carga con mi vocecilla infantil: -ahora, ahora, callaos!! No recuerdo si mis hermanitos decían algo, o estaban más cansados, o ya se habían ido a dormir. Sólo recuerdo cómo observaba alucinada la indiferencia de los mayores. Me sentía llena de impotencia. A la segunda o tercera vez que les pedí que prestaran atención, me contestaron muy desenfadadamente: -anda, anda, no digas tonterías, que aquí no hay lobos! Nos fuimos a dormir. Esa noche, cosa rara, Jaime se quedó a dormir dentro del Dos caballos (era un tipo realmente alto). Creo que le pregunté y contestó de forma un poco rara que prefería dormir allí, que estaba más cómodo. ¿¿??. No sé cuánto tiempo llevábamos durmiendo, cuando un bulto enorme (y vivo) se empezó a echar o restregar contra la

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tienda de campaña. ¡Qué susto!. Pensé que era un oso!!. ¿Qué era eso?! Durante unos minutos todo fue un caos. No sé quién o cómo salió fuera, pero sí recuerdo que descubrimos que eran… vacas!. Por allí el ganado queda suelto, semisalvaje, como en el Norte de España o en los Pirineos, y los animalillos habían sentido curiosidad, o lo que fuera. El que peor lo pasó fue Jaime, porque las vacas zarandearon el Dos caballos a base de bien, y según mi padre, casi lo vuelcan, con él dentro. Al día siguiente, sorprendí a los mayores comentando el ataque de las vacas y los aullidos de la noche. Resulta que sí, que los habían oído perfectamente. No eran lobos, sino chacales. Los gritos-risas eran hienas. No sé si hoy en día quedarán hienas en la Gran Kabylia, pero según mi padre hace 30 años sí las había. El caso es que negaron mis llamadas de atención para no meternos miedo (a los niños). Eso me contaron. Quizá, y eso no me lo iban a contar, lo que pasaba es que tampoco querían alimentar el suyo propio. Al menos sentí restablecido mi “honor” y “veracidad” ante los demás y ante mí misma. No me había imaginado nada – llegaron a hacerme dudar-. Qué curiosa es la memoria. Cómo ha cambiado la forma de viajar. ¿Os imagináis un grupo como éste, con tres críos, viajando así hoy en día? Acampando libremente por aquí y por allí, haciéndose la comida un poco entre lo que encuentran y lo que se les ocurre, conduciendo por carreteras y países desconocidos, y

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un largo etcétera. Entonces la mayoría del entorno social y familiar pensaba que estaban locos. Hoy… probablemente también, e incluso quizá la censura moral o de valor fuera mayor. Al menos por llevar a tres niños pequeños con ellos. P.D. Esta es una historia real, basada en mis recuerdos y en los recuerdos de mi familia cuando hemos revivido este viaje en voz alta, y reforzada (no dominada) por las fotos de mi padre. Mis padres no eran hippies, ni irresponsables. Eran y son apasionados de los viajes y querían (lo lograron) hacer partícipes de esa pasión a sus hijos y a todo aquél que quisiera apuntarse (en esta ocasión, mi tía, mi prima, y Jaime). Con ellos aprendí que el mundo es más fácil y amable de lo que parece, incluso en los sitios más recónditos. Sólo hay que creer en él. No me imagino una mejor educación, ni un mayor privilegio. A mi familia, y a mis padres en particular: gracias.

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Argentina, Tierra de Contrastes y Pasiones Infinitas Xavier Flotats Después de mucho insistir, el verano del 2007 me decido por visitar a dos hermanos argentinos que viven en Córdoba, la segunda ciudad del país después de Buenos Aires, a los cuales conocí en un viaje por el desierto del Hoggar en Argelia, y de paso aprovechar la ocasión para recorrer Argentina durante el poco más de un mes que estaré de ruta. Me atrae la idea de perderme por este país inmenso y donde la naturaleza es superlativa ya que en su territorio hay cataratas tan bellas como Iguazú, quebradas patrimonio de la humanidad como Humahuaca, glaciares imponentes como el Perito Moreno, cerros altivos como el Aconcagua o el Fitz Roy, reservas increíbles de fauna como Península Valdés o parques naturales asomándose a la Antártida como el de Tierra del Fuego. Pero aún más me atrae la idea de conocer a sus gentes y sus costumbres, que van desde un indio guaraní en la región de Mesopotamia a un típico porteño, desde un cordobés a un salteño, desde un habitante de la Patagonia a uno de la propiamente Ushuaia cayéndose del mundo. Nada se parecen entre ellos como en nada se parecen las cataratas de Iguazú al Parque Nacional los Glaciares. Y es que hay tanta distancia desde la frontera norte situada en La Quiaca fronteriza con Bolivia a la del Sur en Ushuaia cerca de la Antártida como la que hay por ejemplo entre Madrid y Moscú. Es este abismo físico pero también cultural y antropológico el que intentaré descubrir a lo largo de mi trayecto, sin olvidar que existen unos tópicos archiconocidos que en el fondo unen a esta gran tierra como son entre otros la hierba mate, la carne, el tango o los psicoanalistas. A finales de julio ya estoy en Buenos Aires, ciudad que alberga a casi la mitad de la población del país a los cuales se les llama porteños. Mis anfitriones en un bed and breakfast me hacen sentir como si no hubiera cruzado el charco mientras nos tomamos unos cuantos mates sin parar de

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charlar cada noche, otra de las esencias del carácter argentino. Cada día sigo sus consejos y así visito el bohemio San Telmo repleto de tiendas de antigüedades y cafés como los de antes; el barrio de Palermo con las tiendas de moda y tendencias más chic; la elegante Recoleta donde se encuentra enterrada Eva Perón, Evita; el humilde pero colorido barrio de la Boca; el micro-centro lleno de tiendas con el gran obelisco en la confluencia entre la Avenida de Mayo y Nueve de Julio; el vanguardista Puerto Madero al lado del río; cafés literarios como el Tortoni, una verdadera institución; la emblemática Plaza de Mayo junto a la Casa Rosada donde reside el poder político del país…en fin son días en medio de la jungla urbana que a decir verdad me producen cierto agobio por lo que me despido de Marcelo y su compañera en busca de otras ondas, ché. En una hora y cuarto el avión aterriza en Puerto Iguazú, en el nordeste del país. Enseguida se nota un ambiente más relajado y un clima mucho más cálido que aportan mejores vibraciones. Después de un pantagruélico asado que no puedo terminar, ando hasta el hito tres fronteras que indica el límite fronterizo con Paraguay y Brasil mientras algunos niños guaraníes intentan venderme sus artesanías. Sin embargo si estoy aquí es para admirar su joya natural más preciada, las célebres Cataratas de Iguazú declaradas Patrimonio de la Humanidad en 1986 por la UNESCO y que minimizan sin dudarlo a las canadienses del Niágara. Dedico un día entero para visitar Iguazú desde el lado argentino y otro día desde el lado brasileño. Me quedo maravillado observando desde las distintas pasarelas el conjunto de saltos de agua que bajan a raudales con el arco iris y un paisaje sublime siempre como telón de fondo. Empiezo a comprender que aquí la naturaleza es desbordante, que por muchas fotos que se hayan visto previamente el estar in situ en el lugar te deja boquiabierto. No es de extrañar pues Iguazú en nombre indio significa “grandes aguas” y son las primeras de todo el planeta en volumen de agua.

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De Puerto Iguazú tomo un colectivo hacía Salta, serán más de veinte horas de travesía bordeando la frontera con Paraguay a través de una de las regiones más pobres del país y con un mayor número de indígenas, el Chaco. Salta la linda, que es como se la conoce, es junto a la ciudad de Jujuy la puerta de entrada al magnífico Noroeste argentino, una de las zonas aún poco explotadas por el turismo y que permite apreciar una cultura mucho más andina casi más propia de la cercana Bolivia que de Argentina. Este andinismo se nota por ejemplo en las facciones de sus habitantes mascando coca para evitar el cansancio y la somnolencia y en sus creencias en la Pachamama, la Madre Tierra que proporciona vida y a la cual se ofrenda cada uno de agosto sobre todo con coca, tabaco y alcohol. De Salta parten excursiones inolvidables por sus entornos. Quizás la más conocida sea la que transcurre por la Quebrada de Humahuaca, Patrimonio de la Humanidad, un valle donde todavía existen pueblos perdidos que viven sin prisas y al igual que sus ancestros, conservando su cultura andina en medio de unos paisajes sobrecogedores, sobre todo por las distintas tonalidades de colores que se pueden contemplar en sus cerros, de hecho uno de ellos el llamado Cerro de los Siete Colores en Purmamarca es una de las postales más típicas de toda Argentina. Pero también se puede llegar a Salinas Grandes, unas salinas en medio de la puna de un blanco hipnotizador a semejanza del Salar de Uyuni en la vecina Bolivia; también a San Antonio de los Cobres, un pueblo minero de pobreza extrema que parece sacado de una película del far-west americano; también al pueblo perdido de Iruya colgado entre picos a punto de desplomarse; también al Parque Nacional los Cardones, con unos cactus de altura impresionantes; también a Cafayate, donde se elabora el delicioso vino torrontés; también a Cachí un lugar detenido en el tiempo con una plaza asombrosa en plenos valles calchaquíes; también al desconocido Parque Nacional El Rey y al enigmático Parque Nacional Baritú. También así seguir nombrando sitios de belleza extrema para evidenciar que está del todo justificado un viaje por sí sólo a esta región mucho menos turística que la Patagonia pero con

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un encanto especial por la pervivencia de una cultura andina transmitida de generación en generación. Impresionado todavía por la belleza salteña por fin me decido a visitar a los dos hermanos que me han invitado a pasar unos días en su casa de Córdoba, la segunda ciudad del país, mucho más pausada que Buenos Aires y repleta de edificios históricos. Así tendré la oportunidad de vivir casi una semana de forma típicamente argentina, tomando mate mientras charlamos hasta la madrugada y más, saliendo a cenar parrilladas en restaurantes sin turistas, visitar pueblos de las sierras grandes y de las sierras chicas cordobesas donde aún no ha llegado el turismo en masa como por ejemplo Villa Carlos Paz, Villa General Belgrano, Alta Gracia, La Cumbrecita, Villa Ceballos, etc. Son días donde se me enganchan a mi vocabulario palabras y expresiones típicamente argentinas pero sobre todo donde puedo acercarme a la verdadera alma de los argentinos, tan contradictoria que difícilmente se puede aprehender en tan poco tiempo. No sin razón aquí las consultas de los psicoanalistas están más solicitadas que en ningún otro lugar del mundo. Apasionante. Me despido de mis dos anfitriones en el aeropuerto de Córdoba deseándoles mucha suerte y esperando verlos otra vez, ojalá. Ahora sí, por fin tomo un vuelo a Puerto Madryn, en la Provincia de Chubut y puerta de entrada a la impresionante reserva faunística de Península Valdés. Este será mi primer encuentro con la mítica Patagonia, esta vasta extensión de terreno donde los horizontes parecen nunca tener fin y por donde fluyen muchos de los sueños de cualquier viajero. Después de transitar por la inmensa estepa patagónica y ver algún que otro guanaco y ñandú, llegamos finalmente a Península Valdés. Aquí se concentra en su máxima expresión una vida salvaje en un estado casi intacto: puedes casi tocar las ballenas francas que pasan por aquí de julio a diciembre tomando una excursión desde la localidad de Puerto Pirámide o asistir al ritual de caza de las orcas hasta tierra firme;

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observar manadas de elefantes marinos después de bajar por un acantilado en un entorno virgen como es Punta Ninfas o ver colonias de pingüinos en la más concurrido Punta Tombo siempre en compañía de grupos de aves marinas revoloteando por doquier. Sin dudarlo uno no debería perderse esta explosión de vida animal tan pura en un planeta que cada vez más está destrozando la pureza de entornos salvajes. Después de pasar cuatro días en Península Valdés, compro un billete de autobús hacía El Calafate, localidad turística al lado del Lago Argentino y punto estratégico para visitar el Parque Nacional los Glaciares donde las nieves eternas son las protagonistas. Un día visito el espectacular Glaciar Perito Moreno, el más accesible de todo el parque y por tal razón el más popular ya que desde las plataformas se pueden apreciar perfectamente sus paredes que emergen casi 100 metros y con suerte contemplar algún desprendimiento de hielo. Otro día navego por el llamado Canal de los Témpanos del cual emergen inmensos icebergs y se contemplan glaciares más recónditos pero no por eso menos espectaculares como el Uppsala, el mayor de todos, para alcanzar finalmente Bahía Onelli, una bahía espléndida entre picos nevados que muere en el Lago Onelli donde múltiples lenguas glaciares confluyen, como las del glaciar Bolado o el Agassiz. Aquí todo destila magia, entorno salvaje, se notan las cercanías de la Antártida y el nombre de la zona no puede ser más evocador: Masa de Hielo Continental Patagónico. Pero aún quedan muchas sorpresas para nuestros ojos en las cercanías de El Calafate. Por ejemplo, dirigirnos a El Chaltén, la llamada capital del trekking argentino, para pasar unos días caminando entre sus cerros, lagos y bosques al pie de dos bellísimas montañas que atraen a escaladores de todo el mundo, como son el Fitz Roy y el Cerro Torre. Y si nuestras ansias para continuar maravillándonos continúan, no hay más que cruzar la frontera a Chile y perdernos por el Parque Nacional Torres del Paine. Una gozada para quienes quieran

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disfrutar de la naturaleza en un entorno prácticamente inalterado por el ser humano. Mi última parada por este largo periplo argentino será, como no podía ser menos, Ushuaia, la mítica ciudad de Ushuaia en la última provincia argentina, Tierra del Fuego. Esta ciudad pasa por ser la ciudad más austral del mundo, el fin del mundo, a más de 5.000 quilómetros de la frontera argentina con Bolivia. En la Oficina de Turismo se encargan de certificar gratuitamente en el pasaporte que estás ahí, casi cayéndote del mundo. No es de extrañar que aquí existiera en sus días una prisión alejada de todo y de todos. Ahora sí, estoy lejos, muy lejos. Sin embargo los días se me esfuman sin darme cuenta entre excursiones, mates, asados y curioseando por las tiendas, señal inequívoca que Ushuaia ha colmado mis expectativas. Aprovecho para navegar por el Canal de Beagle entre lobos marinos y cormoranes hasta el faro Les Eclaireus que no debe confundirse con el faro del fin del mundo; visito el museo para ahondar un poco más en la cultural yámana, los primitivos habitantes de estas tierras; camino hasta el Glaciar Martial para tener una inmejorable vista de la bahía de Ushuaia y atisbar las cercanías de Chile; me pierdo un día entero por los senderos marcados del Parque Nacional de Tierra del Fuego hasta llegar a la Bahía Lapataia, más allá la nada más absoluta. Y es que Tierra del Fuego es aún tan misteriosa y tan abrumadora que te acaba atrapando para siempre. Al igual que la Patagonia. Y como no, Argentina.

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La luz y su madre Calamanda Nevado Cerro En aquella noche clara del 29 de Marzo del año corriente, circulando bajo las luces de la Plaza de la Liberación del Cairo, un chico pleno de arrebol; cayó asesinado. Solimán, era su nombre. Para él esta plaza siempre desplegó, en sus sueños, su color como el viento. Sabía que era la plaza que precisaba visitar alguna vez durante su vida. Su mítica plaza del Cairo. Este muchacho, amigo del corazón de su gente, beduino y pobre de cuna, solo fue poseedor de sus naturales anhelos y del escaso tiempo vivido en Sinaí. Nombre que parece ser viene de un antiguo Dios de la Luna. Es un recio desierto, el más viejo asentamiento del norte de la península, superpoblado por campesinos de vocación; curtidos como sus vidas, y pobres como él. Estos suelos no les nacen fértiles, se colonizan de molisoles, o de varados alfisoles. A su aislada forma de vida la acaricia la pobreza más entristecida y pertinaz. Sus minas y canteras tienen muy baja actividad. Esta zona ha sufrido ocupaciones a lo largo de su historia desde Alejandro el Grande. Este erial, repleto de desierto, abarca la piel de una parte importante de África. Sus típicas casas circulares con techo de paja, y suelo de lodo seco, pierden todo el frescor en épocas calurosas cuando abrigan las altas temperaturas que luchan por traspasarlas y vencerlas. Sus babuchas no son suficientes para cubrir y refrescar sus pies Solimán tiene muy poca formación, si buenos amigos abiertos y hospitalarios con lo poco que poseen; son beduinos como él. Cinco cálidos hermanos y hermanas; beduinos también. Y padres beduinos que, proceden y se remontan desde muy antiguo, de abuelos beduinos.

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A sus queridos padres un día, en su temprana infancia, sus hijos los vieron partir en el impuntual autocar desvencijado. Angustiados, al sentirse huérfanos entre tanta miseria, los despidieron sus hermanos y él, con lágrimas inéditas en el corazón, y un nudo atenazándoles la garganta. A su silencio de juventud eclipsada, no le llegan precisos sus recuerdos de infancia Esta quedó muy rápidamente atrás; aunque no haya trascurrido demasiado tiempo. En su memoria si aparece el quebranto de aquellos días, de los primeros meses recordando a sus padres dentro del destello irreal de su imaginación de niño. Ellos lloraban despidiéndoles muy cerca de la puerta del viejo autocar. Los recuerda bastante cansados, tristes, antes de emprender el viaje, y encaminados hacia el autobús que los conduciría a El Cairo. Ellos, a pesar de su pobreza, aquí en su tierra, disfrutaban del amor sus hijos. Los aman demasiado, por eso, tan solo los alejaba de este lugar, el deseo de buscarles en esas fértiles tierras, una oportunidad certera de empleo. Y con el tiempo, un hueco para todos en esa ciudad de salmos. Partieron tristes e ilusionados, a pesar de conocer la dificultad de empleo para una familia tan abultada y con poca formación. Solimán quedó encargado de acunar, con anhelo de padre y hermano mayor; a sus hermanos, menores que él. Desde muy pequeño se concentraba, igual que lo hicieron sus padres, en cambiar el traspasado destino de su familia y el suyo propio. Pero solo contaba con su deseo y las pocas fuerzas de sus manos. Su peregrina situación económica, en tan árido desierto, ya le era insostenible. Muy difícil de llevar. El viento sopla casi a diario, y hay que contar con ropas de abrigo para cubrirse. Apenas recibía alguna Libra Egipcia y unas pocas piastras de sus padres al final de mes, para su sustento y el de los hermanos. Poco de lo que puede ocurrir en el resto del país, o lo que sucede en otras partes del mundo surca sus oídos. En estos

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rincones de horizontes muertos, casi recluidos, viven anclados en la ignorancia y el analfabetismo más absoluto; las infancias y juventudes de centenares de personas. Solimán es consciente de su gran deseo de viajar, del beneficio de esa libertad que derrama la vida civilizada de la ciudad. De las singladuras que sus padres, torpemente, pero admirados; describen en sus cartas. Es consciente de cómo dormita aquí, donde no conoce bibliotecas, cines ni autovías; mientras que la capital despliega un gran abanico de oportunidades, y hermosas carreteras. Se puede aprender a vivir con otros sistemas de comunicación que, no sean solo miseria. Y sobre todo, sabe que ahora lo viste la juventud de sus ojos, y estos le suplican conocer cuanto antes las pirámides de Egipto; su gran tesoro a descubrir y el orgullo de su pueblo. Sueña con la jornada en la que, fervientemente, se dirigirá al autobús que le llevara hasta ellas. Entre tanto, contempla el deseo de coser la descosida esperanza de su vida actual, sin futuro ni ritmo; por doce o catorce horas de trabajo diario que, le proporcionen como a sus primos: medios, y un buen sueldo al final del mes. Sus padres son mayores, y obtienen unos ingresos de limosna; casi miserables. Su sociedad está basada en el sistema de clases sociales. Y en las costumbres islámicas. Al lado de la tersura de sus dieciocho años, su formación se le marchita. Aunque a medida que crece en edad lo hace en olfato e intuición. Esta sensación lo hace crecer, estremecerse por su alrededor y le aporta mayor sensibilidad, e interés renacido; en su diaria toma de decisiones. Su carácter, de talante paciente y disciplinado, le presta solidez en este ambiente tan difícil, de rugosa y extrema pobreza. En su infancia germinaron en él los brotes de la escuela. Soñaba entonces, con la geografía de otros países y poco más. Solo le otorgaron enseñanzas muy básicas y escasos

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conocimientos de la vida. Con su asistencia no cosecho ni dominó demasiados saberes. Ni supo incrementar, demasiados conocimientos, de su mermado nivel cultural. Prácticamente, no excedió el umbral de los niños de doce años, poco más. Eso sí, pudo aprender a conocer su idioma, el Nilo-Sahariano, y no le costó demasiado. Él no es bilingüe porque las lenguas vecinas le resultan difíciles, y poco necesarias para su rutinario trabajo de agricultor y pastor. Tiene poco contacto con los pueblos de alrededor, los autocares no llevan a esos parajes perdidos; solo hacen viajes por largos recorridos. Como es espabilado por naturaleza, pronto supo añadir más instrumentos formativos a su edad. Le des aventajaban escasos conocimientos, palabras poco crecidas, y falta de experiencias por el mundo; cuando se comparaba a sus primos de la ciudad. Por eso no lo hacía a menudo, siempre perdía la calma -¡Son tan pobres mis referentes y mi cultura! Solo en tres ocasiones, muy entrañables, pudo verlos y hablarles de sus cosas. Por lo general, hablan, escasamente, por teléfono cada cierto número de años. Si sabe por ellos que la juventud de El Cairo tiene la inquietud de la búsqueda de empleo, a pesar de los conflictos y del incremento de la población islámica, que ejerce mucha presión sobre sus líderes. En los últimos tiempos hay una convivencia importante en la ciudad entre musulmanes y occidentales. Todos desean que en Egipto germine una verdadera democracia. El escucha a sus tíos sin saber de lo que exactamente hablan. En su aldea todo es distinto, desde pequeño, si que le ha gustado frecuentar las conversaciones afiladas de los ancianos religiosos, y de cualquiera que en su comunidad fuera sociable y comunicativo. Estos colectivos encienden a menudo sus ascuas; todos coinciden en dibujarle modelos en los que se forjan sus utopías. A ellos es fácil entenderlos. A los emigrantes que salen de este desierto en autobús hasta El Cairo se los describen como héroes enarbolados;

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siempre con esperanzas de encontrar oportunidades, y una posible ascendencia hacia España, y el resto de Europa. El mismo, tampoco desea romper con su cultura, así de un plumazo, ni con las tradiciones que rezuma y que pretende continuar. Por eso atiende ese caudal tan grande de consejos dados por sus padres en sus cartas. Poco a poco le comentan las diferentes costumbres que ellos asimilan en la ciudad. Hablan de huelgas continuas, lideradas por los jóvenes, y subida de los precios que, tampoco imagina. Su familia y él son culturalmente musulmanes, y de religión musulmana. Desean practicar y renacer con sus ritos, y si es necesario, introducirles pequeños y necesarios cambios. Conoce de memoria los sueños inolvidables de su familia, y los suyos propios. Todos coinciden, en el proyecto de cruzar el estrecho cuando se hayan reunido en la ciudad del Cairo; si no lograran abrirse camino en ella. Ese será otro paso importante en sus vidas; adentrarse y asentarse en España. Viajar, vivir de la agricultura, y del ganado. En una familia de ganaderos, como la suya, conocen métodos y multitud de formas, para explorar este comercio y garantizarse buenos réditos. Solimán, ansia verse en el horizonte de la ciudad, aunque los sueños también lo arrastran a viajar hasta Granada o Córdoba. Sus tíos visitaron recientemente en autobús las dos ciudades españolas, y le hablan maravillas del arte musulmán que albergan, y de sus paisajes alegres, cómodos de vivir, y llenos de oportunidades. Sin fundamentalismos ni integrismos. Como es el mayor de los hermanos tiene que asumir sus responsabilidades; debe recordarles la importancia de practicar amistades sanas. Enseñarles poco a poco a sobrevivir con el pequeño rebaño, y a saber administrarse con el escaso sustento. Eso es lo que hace él desde la partida de sus padres. Solo cuando los vea organizados, puede comenzar a tomar la decisión de preparar este largo viaje hacia allí.

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Como lo que mucho se pretende, se llega a conseguir, poco a poco su paciencia se vierte por la senda de la madurez, y una apacible mañana tras recibir un telegrama de sus padres Naser y Fátima, anunciándole cobijo y aprobación para emprender el viaje; Solimán se acerca al comienzo de su sueño, retoza de alegría, cierra su cazadora, su maleta, su cama portátil, sus ojos; detrás de la espalda de sus hermanos más pequeños, y su boca; delante del viejo vecino que, le despide con una sonrisa tensa, desdentada y sincera. Y se marcha a buscar la parada del único autocar que convierte los sueños en razón de ser. Pegada al cristal posa su sonrisa, lo observan todos sus hermanos. El aunque triste por los que deja, está muy ilusionado y acomodado en su asiento; así los despide. Lee una y otra vez el telegrama que recibió de sus padres. Las lágrimas de congoja hacen que su energía estalle, y se multiplique. Imagina, porque ella se lo ha prometido, que después de tanto tiempo lo va a esperar su madre a un lado de la esquina, junto al ayuntamiento, en la plaza mítica de la Liberación del Cairo, a las ocho de la tarde de ese 29 de marzo. No se ha encontrado nada bien durante el itinerario desde que abandonó Sinaí. Las vísperas del viaje le pasan ahora factura. Han sido largas las noches en oración, arrodillado y sin pegar ojo. Suman su pesadez a este largo trayecto. La cabeza quiere estallarle y romperse. Desea entretenerse, una revista abandonada aquí, un papel allá, le van dando ideas de la nueva y anhelante situación que atraviesa la capital de su país. Entretenido, el sueño definitivamente lo abandona. Se mantiene despierto, y muy sorprendido, con la voz de la megafonía del techo del autobús. No cesa de trasmitir las mismas e inclementes noticias. Comenta todos los represiva violencia,

el noticiero: que “Egipto ha dado una lección a países árabes de cómo liberarse de una dictadura y corrupta”. Habla de desencantos repletos de protagonizada por el presidente del país en los

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últimos doce días. Solimán se preocupa. Siempre lo nombraban, en la confianza de los conocidos, el dictador, y ahora estaba demostrando la verdadera magnitud de su poder, violencia, y de la atención que ejerce su mandato para el mundo entero. Comentaba la información repetidamente que, el dictador había delegado el poder en el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas. Había surgido, en esos días, el germen de las manifestaciones, rebeliones, desobediencia civil y violencia en el afán de derribar las autoridades políticas y su larga corrupción. Decía que se congregaban en las calles miles de ciudadanos. Hablaban de una nueva etapa para el mundo árabe La radio del autobús repetía y repetía; como una cita, una y otra vez que, el dictador los tenía sometidos desde hacía más de treinta años, y administraba el tiempo en su favor y en el de su hijo; destinado a sucederle. Su habilidad diplomática, informaban, y los errores de sus rivales le permitieron no dañar los lazos contra Israel. Hizo de Egipto un país indispensable. No entendía nada pero se respiraba entre sus compañeros de viaje la preocupación. Esta información con su monotonía, ofrecía cifras y claves nuevas. Por un lado hablaba de más de ochenta millones de habitantes, y por otro, de los más del sesenta por ciento de analfabetos campesinos, que vivían en su país en el umbral de la pobreza. -Casi como yo mismo. – La voz no callaba, hablaba una y otra vez sobre la esencia del problema. Él no podía recuperar la calma, su incapacidad para entender lo que estaba ocurriendo, lo llevaba al máximo del estrés. La radio hablaba y hablaba, ahora insistía como de pasada de pasada, en algo nuevo para él. En un apagón informático que, inevitablemente se producirá, y que prevén puede durar más de cinco días. -¡Qué es eso del apagón informático!-

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Excitado, Solimán no llega comprender el verdadero significado de esa posibilidad; solo comprobaba, humildemente, que volvía a escucharlo una vez tras otra, y continuaba sin entender nada. - ¡Cinco días de apagón, no puede ser, no puede ser!- Cómo iba a ir su madre, en un par de horas que faltaban para su llegada a… -Cómo va a salir de casa, para recibirme en la plaza con “ese apagón”. A esas horas, la noche ha caído. Yo no podré dar con la esquina del ayuntamiento, ni verla a ella. Le era imposible dejar de escuchar el altavoz, y a la vez insoportable. En su cabeza ya solo caben miedos y frágiles recuerdos. También la misma tenaza en la garganta que la mañana en que sus padres partieron en autocar hasta la capital, de nuevo idéntico sufrimiento con la visualización del rostro desapacible de su madre. Este viaje ya se le hace incapaz e interminable. El recuerdo perenne de su cara desfigurada por el dolor, mientras se alejaba cogida al brazo su padre camino del autobús; siempre está ahí. Aun así, la recuerda con admiración… -Ella no se despojó de su sonrisa detrás del cristal de la ventanilla. Aunque entre sollozos, nos prometió un futuro mejor. Sería un poquito más adelante, en la ciudad. Ahora mismo, ni soñarlo, no, no, Él no iba a obligar a su madre, con esa mirada perfumada, a salir a la calle en medio de un apagón así, en una ciudad en discordia… -¡Es que ninguno de los tres lo hemos podido prever, cómo no nos hemos enterado de esto, que es tan importante! –

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De repente, perdió ese deseo arrastrado por los años de llegar al Cairo. Si no había luz, no había trabajo, ni futuro para él. Le asustaba la obtusa ebriedad de las palabras extendidas por el altavoz. Preocupado por el “apagón informático”, y sin sospechar que realmente significaba “ese apagón”, casi sin aire en pecho; porque la agitación lo dominaba. Se dio cuenta de poco preparado que estaba para una ciudad así; oscura revuelta.

lo el lo y

- Para qué voy a ir, no tiene sentido poner los pies en un suelo lleno de oscuridad y problemas.De pronto, la idea de acabarse el tiempo, tras muchos y largos días de viaje, tomó verdadera forma -¡Ya es demasiado tarde, ha llegado el autobús!Lo estaban aparcando allí mismo; en su destino, y había luz, estaba… ¡asombrado!, -no esperaba esta claridad.- Se desprendía tal luz de la plaza, tal iluminación…que no la comprendía…A él llegaban solo porqués… - ¿Cómo hay aquí esta luz a pesar del “apagón informático”? Y después de todo lo que han prometido que iban a hacer…Hablan por hablar, para asustarnos a los que no conocemos la ciudad. Intentan que el miedo nos domine, y no sigamos adelante. Quieren agricultores y ganaderos en el desierto, para que no falte el alimento en estas ciudades tan importantes. … Yo he llegado hasta aquí, estaré junto a mis padres, y nadie va a convencerme de lo importante que son las labores del desierto. He estado demasiado tiempo allí, y se cómo se vive.Entre los ruidos de la calle, los compañeros de viaje, y su propia sorpresa; pasaban los minutos, -Lo cierto es que no sé qué pasa; como tampoco puedo imaginarme de qué va ese apagón informático.-

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Se olvidó de la luz y del apagón. En esta espiral de novedades, y algo más relajado, no disimulaba la alegría de poner los pies, al fin, en aquel suelo. Confiado y alegre bajó las escalerillas del vehículo ya como si tal cosa. - Qué tontería de noticias y de miedos míos. Mira que solo unos momentos antes, intentaba acallar peligros imaginarios; estaba muerto de miedo. Y con la incertidumbre de la oscuridad, habían conseguido asustarme hasta el punto de querer dar la vuelta. Y ahora en cambio, que sensaciones tan bonitas…Su felicidad, recién estrenada, le desbordaba. -Está es la inmensa plaza que tantas veces me han descrito mis padres en sus cartas, ¡la he soñado tanto desde niño! Es increíble, estoy en ella, igual que en mis sueños. Lo mismo, lo mismo…Allí está la esquina rojiza, ¡ahí es donde mi madre me espera! Ya la veo, la estoy viendo. ¡Hay mucha luz y me mira, puede verme! Ella también me ve, si, si. No ha llegado el apagón aun, mejor así; después de tanto tiempo… otra vez a su lado. Ahí está, ¡como me mira!… tiene el rostro impaciente y los brazos abiertos, como yo.¡Podía contemplar la luz en la profundidad de la mirada de su madre. Había luz. - La luz y ella lo iluminan todo. -Es estupenda esta luz, y ver a mi madre tan cerca, mirándome como ahora me mira. No deja de mirarme,Lo miraba… Lo miraba, como…como si le quisiera…decir algo…quizá advertirle…advertirle de algo, si de algo… ¿de qué? -¡Parece advertirme, si, ¡advertirme de algo ¡Si, si ,de algo, si, si…pero, de qué; de qué, si hay luz por toda la plaza! -

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Asombrado por la caudalosa luz que desprendía la plaza, a pesar del anuncio del “apagón informático”, no dejaba de mirar el resplandor en la mirada de su madre. En unos segundos, la velocidad de un coche oficial llego hasta él, y no se redujo a su altura. Demasiada rapidez desvaneció toda su felicidad; lo atropellaron. Solimán cayó arrollado sin la lumbre de las caricias de su madre. Derrotado el pecho, daba tumbos por el asfalto, sin dejar de mirar la luz, en el rostro de su madre en la Plaza de la Liberación del Cairo en una noche clara.

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Lugar de las apariciones Anturio Grimaldo Ve al vivir de lejos. Nunca le interrogues Fernando Pessoa Llegué a esta ciudad alimentado por un deseo ciego de encontrarte. Anduve los últimos meses visitando los amigos que tuvimos y los que tuviste, algunos más lejanos de nuestro pasado que nosotros mismos, otros anclados en la última imagen vaga que guardaron de ti, poseídos por las muchas labores que les ocupan diariamente que me parecieron seres que no podían existir ya que no merecían siquiera detenerse a indagar en sus recuerdos. Recogí los datos necesarios, las coordenadas que fui reuniendo con los nudos que iba enlazando de lo que me nombraban, los breves datos que salían a flote en cada visita, en cada encuentro circunstancial, tras el humo de algún café corredizo. La supuesta desaparición de la que todos hablaron yo la descarté, porque siempre quise conocerte y lo logré a esa altura de la lejanía que me habías impuesto. Sabía que no te habías muerto, ni siquiera que habías desaparecido, sólo que te habías ido a otro lugar que no supiera de ti, donde pudieras ser otra, salir a caminar sin tener que reprocharle al mundo alguna mirada huidiza puesta en el lugar del misterio. Eras ese misterio. Por eso llegué aquí, y no se sí es un viaje o un regreso, si es una ilusión o un desencuentro, sólo salgo a buscarte como pasajero en las andanzas matutinas y como vagabundo en las sinfonías nocturnas que van cambiando sobre el asfalto, bajo esa luna hosca que cambia cada día de nombre y de idioma y sabe de ti en su silencio. Mi viaje comienza en tu recuerdo.

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9 de marzo Un largo camino empedrado fue el aviso de llegada. Para los que íbamos durmiendo, hundidos en nuestros propios presentimientos, nos pareció una simple forma de saludar la vida. Me acerqué a la ventana del bus y contemplé los primeros árboles que se escondían y volvían a aparecer tras los muros que cada vez iban creciendo. Recordé el día en que quisiste fotografiar aquella planta que había crecido en mitad de un andén y que nunca lograste hacerlo porque tu temor fue cierto, alguien la pisoteó indiferente y guardaste silencio por unos días hasta pedirme que no volviéramos a cruzar por ese sitio. Así eran tus días, te mezclabas con el otro lado del mundo, el de la ausencia, el que todos ignoran y era difícil volver a rescatarte de sus sortilegios. Hoy tampoco supe por qué escogí esta ciudad, podría ser cualquiera de las que coleccionabas entre tus escritos, pero merecía ser esta, porque se parece a ti, tiene tu aliento, se llega por caminos empedrados como a tu sonrisa y no se sabe nada de sus secretos. Lo primero que hice fue no alojarme. Pensé claramente en que quizá habías hecho la misma ruta, repetido las mismas visiones y traté de caminar hacia algún sitio donde pudieras haber ido justo después de darte por perdida, o encontrada, mejor. Vi en una esquina un viejo cartel, tenía una luz intermitente prendida a esas horas del día donde aún se pueden ver claramente los ojos de los paseantes. CAFÉ LA ENREDADERA, decía, y tenía un aire otoñal, un aire de remiendos de otras partes que podría ser a simple vista un café de cualquier lugar del mundo. Entré, la luz era tenue y el sonido de una melodía suave salía de un viejo tornamesa que no se podía ver pero que al escucharlo se podía imaginar su forma, sus cicatrices de tiempo, el color del vinilo que estaba trinando. De espaldas un hombre leía el diario en una esquina, había escogido el lugar donde mejor llegaba la luz pero también donde mejor podía esconderse. Escogí una mesa cercana a la puerta, esperaba que el viento que entraba de pronto me trajera un mensaje de ti, un perfume de alguna de las calles por donde deberías estar caminando siguiendo a

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tu sombra, tratando de desprenderte. Quizá en esa mesa te habías sentado, en esa misma silla, junto al mismo cenicero. Llamé, después de un largo rato se asomó un hombre alto, flaco, con una barba de diez días que me miró sin saludarme, cogió una de las botellas que estaba en el estante y me sirvió en una copa pequeña ese vino o coñac, no lo sabía en ese momento y me lo acercó desde la vitrina. “Es licor del nuestro, hecho de los viñedos que crecen aquí y que sólo aquí se encuentran ¿Qué tal estuvo su viaje?” me dijo, como si me conociera de hace tiempo, como si me esperara o supiera algo de mí, me sentí extraño por un momento pero no dudé al responderle, como siguiendo un juego que no había planeado, “Gracias… el viaje fue largo pero suave, apenas conozco esto, usted es la primera persona con la que dialogo ¿Cómo sabías de este encuentro?”, “No eres el único que busca desaparecer, muchos lo hemos hecho, venimos aquí y nos damos un cambio de piel y de alma hasta desvanecernos en algún viejo traje, hasta que alguien llega a ocupar nuestro lugar… bienvenido.” Me respondió, mientras sacaba de una gaveta el cartón amarillento de un viejo acetato. 10 de marzo Me alojé en el primer hotel que encontré. Lo escogí por su aire ceniciento, antiguo, como sabía que te gustaban; ahí donde no pudiera llegar nadie más, un lugar en el que pocos se fijaran, eso aseguraba el silencio. Desde la puerta se sentía un frío que ocupaba toda la estancia. Sólo un foco de luz en el primer pasillo dejaba ver la dimensión de las paredes, su color de hueso humeante. Caminé por él hasta llegar a la recepción. Una mujer de cabello largo, liso, con la mirada hundida por un breve bostezo me saludó. “ya íbamos a cerrar, lo estábamos esperando, el bus llegó hace una hora y media ¿Cuántos días piensa hospedarse?” “Lo que sea necesario, tal vez una semana. Vengo buscando a alguien.” Le respondí. “Su habitación es la trescientos cuatro, no hay nadie más en el hotel, si necesita algo pulse el cero en el teléfono de pared.” Por las escaleras pude ver algunos cuadros, todos eran imágenes de otras ciudades, en otras épocas, no reconocí ninguna. En sus esquinas se alcanzaban

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a entrever los hilillos de las telarañas. Había mucho silencio. Al entrar dejé las maletas junto al escritorio y después me senté en el sofá rojo que está junto a la ventana. Tal vez hubieras estado aquí, en ese mismo lugar, intuía que este lugar te había conocido y me recibía como te recibió a ti. Dormí toda la tarde, hasta la medianoche. Soñé, recuerdo que soñé pero no puedo recordarlo. Sólo la imagen de un candelabro encendido que persistía en medio de una tempestad es lo que pudo quedarse. Hoy fui a caminar. Recorrí las calles por las que podrías estar y anduve buscando sitios donde posiblemente te encontraría, bibliotecas, jardines, cafés, cigarrerías. Miré a los ojos de los transeúntes hasta reconocer sus próximas diligencias, me sumergí en sus afanes, en sus rutas, hice una cartografía de la cotidianidad que envuelve este sitio pero no pude hallarte, no aún. Pienso que estarás en cualquiera de ellos, porque se parecen a ti en algún aire que no puedo definir y hasta posiblemente te conocen. Todos apartan la mirada, esquivan el camino, cambian de acera. Es una ciudad donde todos quieren estar solos, por eso se alteran ante la presencia incómoda de alguien que los escudriña buscando señales de algún olvido predispuesto, le huyen al destino, parece que quisieran evitar crear otros recuerdos. Rara vez se hablan entre ellos, sólo se dicen cosas puntuales y pasajeras, cosas que son inevitables en una ciudad. Pude haberte visto, no lo sé, en alguno de ellos deben descansar tus miserias. Quizá nos hayamos cruzado demasiadas veces, mientras caminabas buscando a tu sombra y yo por alguna otra esquina pensaba en tu luz, en la última lágrima que vi crujir en tus ojos y que quedó en mí presente, como una de tus tantas despedidas. 11 de marzo Suceden cosas extrañas aquí que pasan inadvertidas o como normales para cualquier otro. Esta mañana cuando salí del cuarto me di cuenta que estaba en otra habitación, estaba en el segundo piso. Quizá llegué tan cansado que olvidé la ruta en las escaleras, pero es extraño, todo sigue en su lugar, estaba todo tal y como lo dejé el primer día, con la ropa

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acomodada en el closet y mi libreta sobre el escritorio. Decidí no ponerle atención. A estas alturas, pienso, no habría nadie aquí que pudiera darme explicación aquí. Si llegaran a llover plumas, de repente, la gente sacaría sus paraguas y andarían como si nada bajo ese aguacero torrencial sin preguntarse sobre su origen y su destino. No hay nada que pueda sorprenderlos. El hecho es que hoy estoy escribiéndote esta carta desde otra habitación que tienen la misma vista a la calle, nada nuevo, nada distinto, el mismo olor a tiniebla colándose por las sábanas. Hoy tampoco pude verte, fui más allá, tomé un transporte hasta algún lejano extremo. Sé que te conocen, aquí todos deben saber de ti, pero no quiero decirles ni preguntarles nada porque sé que te prevendrían. Aunque todos andan llevando a cuestas sus misterios, siento a veces que me conocen y que de alguna forma me observan y te cuentan, sabes de alguna manera que te estoy buscando. Pesa el cansancio y este viejo reloj que cuelga de la pared hoy se ha detenido. ¿Qué fecha pondré mañana? ¿Seguirá siendo once de marzo? ¿Amanecerá? 12 de marzo Amaneció. Creí que iba a seguir siendo noche y quizás hubiera sido el único en darme cuenta y hasta me hubiera tocado ir calle a calle encendiendo los candelabros que cuelgan de las ventanas. Hoy el hotel estuvo más solo que de costumbre. Hace días que no veo a la recepcionista, sólo sé que cuando regreso de mis caminatas diarias las sábanas sucias han desaparecido y el polvo que ha caído sobre las mesas lo han trasladado a otro lugar. Hoy conseguí astromelias en un lejano mercado al que llegué después de mucho caminar, te las fui dejando en las puertas, sobre los autos, en las ventanas. Sé que esas flores son de tu agrado y que quizá así mientras pases por algún lugar puedas encontrarlas y sepas que estoy por ahí cruzándome. Hoy supe que esta ciudad no tiene cementerio. Escuché en una cafetería a un señor que llegó a preguntar al hombre que atendía, cuál era el lugar más cercano donde se hallaba el primer cementerio. Una carcajada fue la respuesta. Fue difícil articular lo que significaba ello, pero pude notar que el

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hombre que preguntaba estaba con un vestido de luto y todos en el café lo miraron con extrañeza. Creí verte en una mujer que estaba de espaldas observando una vitrina, me acerqué sigiloso para contemplarla, pensando en lo primero que te diría sí fueras ella. Sabía que si llegara a encontrarte lo mejor sería no hablar, me bastaría una sola de tus miradas para saber lo que estarías pensando y esa sería la mejor respuesta para saber si debo quedarme. Supe que no eras ella porque desde el reflejo del ventanal pude mirar su rostro, unos largo pendientes colgaban de sus orejas. Nunca tuviste de esos, ni siquiera en los días de fiesta. Así que caminé de nuevo hasta el hotel, el frío empezaba a sumergirnos en la impaciencia, aunque no lo dijeran podía sentir lo que el resto de los habitantes sentía bajo ese cielo de otra parte. No estaba la recepcionista, quería preguntarle sobre el cambio de habitación, pero lo dejo mejor para mañana. Subí despacio, mirando de nuevo las pinturas, buscando en ellas algo de ti, un lenguaje cifrado que pudiera simbolizarte. Llegué al segundo piso y busqué las llaves. Todo seguía en su sitio. 13 de marzo Hoy es mi cumpleaños. El día es un continuo frío latente que se cuela por toda mi esperanza. Hoy quisiera encontrarte. Alguien diría que es un día para celebrarlo pero pienso lo contrario, alguien debería dejar que mi muerte pase desapercibida, sin festejarle. No quisiera morir sin otro más de tus recuerdos, algo que pudiéramos hacer para olvidar la incertidumbre. Quisiera abrir la puerta de este cuarto y dar de golpe con tu brisa, llevarte y llevarme a conocer lo que no hemos conocido. Un frío secreto que podamos esquivar sin pesadillas. Hoy quise encontrarte pero desaparecí. Salí bajo los aleros de esta calle desierta y me dirigí hacia los mismos sitios donde fui dejando ayer las astromelias. Ya no estaban, alguien las había recogido cuidadosamente, porque ninguno de sus pétalos quedó flotando como certeza de que allí habían estado. Busqué LA ENREDADERA, el café que visité hace unos días y hallé que todo lo habían cambiado de sitio.

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La vieja tornamesa ahora reposaba sobre una vitrina donde se exponían algunas antigüedades. Un violinista limpiaba su instrumento en una de las mesas mientras silbaba una tonada popular que escuché cuando era niño. Y no fue el mismo hombre flaco y de barba el que me atendió esta vez. Cuando pregunté por él me dijeron que no lo conocían. Esta vez fue una mujer gorda la que se acercó a los estantes. Quise beber uno de esos vinos que tomé el primer día y la respuesta fue una carcajada. “Nunca ha habido viñedos en este lugar.” Me dijo. Regresé rápidamente al hotel. Me sentía confundido y extraño. No sé cuanto dormí. Un olor a astromelias impregna esta casa. Te dejo esta carta bajo las sábanas para cuando regreses. Pocos vienen por aquí y el silencio es lo único que no se altera con el tiempo. No conozco el camino de regreso pero sí el de llegada.

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Primer mundo o tercer mundo, la esencia es siempre la misma Adriana Laura Cristófalo Vidal Hace tiempo mis abuelos vinieron de España huyendo del hambre y de la guerra. Nunca hubieran imaginado que su nieta, iría a su pueblo natal, muchos años más tarde. El pueblito se llama Malpica, está en la costa brava de Galicia. Es una ría que entra en el mar, de un lado el puerto, del otro la playa. Un lugar realmente pintoresco. Uno puede ver a los pescadores del pueblo, mezclados con los turistas, disfrutando de sus arenas blancas. Solo basta estar un tiempo, para entender el dicho de: “pueblo chico, infierno grande”. Las figuras principales son el cura, el doctor, el juez, el boticario, el cartero. Y por supuesto detrás de ellos o delante, si observas con detalle, sus señoras. Cada una se pasea por el pueblo, cual primera dama. Es difícil que sepas su nombre, pues ellas se presentan con orgullo, como la señora de… La obligación principal de las señoras, es diferenciarse de las mujeres de los pescadores. Por eso se unen y forman un grupo exclusivo, llamado las amas de casa de Malpica. Su época destacada, el verano. Es el tiempo del gran movimiento, de las fiestas católicas, donde aparentando rendir homenaje a la Virgen María, o al santo principal del pueblo: San Adrián, se vanaglorian de su poder. Trabajan denodadamente, cortando ramitas de pinos y pétalos de flores, para realizar unas alfombras en la calle con detalles increíbles. Dicha alfombra dura tanto como la procesión, unas pocas horas. Pero en ese lapso es admirada por todo el pueblo y las “señoras de” logran su cometido. Escuchan agradecidas los halagos, simulando una humildad totalmente carente. Lucen sus mejores vestimentas, su cabello perfecto, su maquillaje más aún. Y cuando alguna vecina les dice:

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-

Que hermoso trabajo, cuando tiempo les habrá llevado

No, por favor. Lo hacemos con mucho amor, por nuestro pueblo y por la Iglesia. Todo es poco para el Señor – dicen con humildad fingida Y que hermosas que están, no se como hacen – contesta la vecina, pensando que ella apenas tuvo tiempo de arreglarse, después de ayudar a su marido pescador -

Apenas si nos peinamos, idea suya – y ríen felices

Y dentro de unos pocos días, tienen que preparar a la virgen, con el trabajo que da Realmente ver como visten a la estatua de la virgen, daría celos a cualquier novia. Su manto bordado en oro, es acicalado con sumo cuidado. Ni una pequeña mancha puede quedar, debe estar inmaculado como la Virgen María. -

Vestirla, es el mayor honor que Dios nos puede dar

Lástima que todos después besamos el manto y se ensucia tan rápidamente – la vecina había clavado la estaca, ansiaba este momento Es la costumbre y bueno… – el rostro de las “señora de” ya estaba menos distendido, pero la sonrisa seguía pintada La vecina espera que se alejen, para desdibujar un poco más la alfombra con los pies. Todo con gran disimulo y pensando: “No es justo, que después de pasar el Santo, la alfombra siga ahí. Y yo que por preparar a los niños, apenas pude ver la cola del santo. Igual hoy Diosito debe estar distraído siguiendo la procesión” Las amas de casa deben estar enteradas de todos las noticias del pueblo. Yo llegué a ese pueblo, con mi madre y mi tío. Los dos nacieron en Malpica y vinieron a Uruguay, teniendo

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mi tío diecisiete y mi madre diez años. Hablan el gallego como si nunca se hubieran ido, a pesar de haber pasado más de cuarenta años. Yo lo entiendo, pero no lo hablo. Y de esta forma fuimos “la noticia”. Como broche de oro mi nombre es Adriana. Por lo cual todas estaban seguras que fue un homenaje de mi madre, al Santo del pueblo: San Adrián. En realidad mi madre nunca pensó en él al elegirme el nombre, pero ninguno de los tres, las sacamos del error. Si mi nombre nos daba otra categoría, por qué dejar de aprovecharlo. Y a mi madre y a mi tío los apodaron: “los americanos de Malpica”. Por supuesto lo decían en susurros, pero un pueblito, todo llega a los oídos y no fuimos la excepción. Nunca me quedó claro si era una forma simpática de llamarlos o en realidad un modo de marcar distancia, y ya no tomarlos como gallegos al haber emigrado. En fin, los dobles mensajes eran materia cotidiana y uno se adaptaba a ellos. Nos quedamos en la casa de una prima, que nos hospedó con gran alegría, por lo menos en apariencia. Su nombre es Josefina, pero todos le dicen Fina. Su gran cuerpo robusto, parecía oponerse a su mote. Ella había quedado viuda hacía unos meses. Por lo tanto, en el reencuentro hubo risas y lágrimas. Al igual que su marido, ella siempre trabajó en la pesca. No pertenecía al grupo selecto, pero nuestra aparición le dio otro prestigio. Fina es una mujer muy alegre, que pasó por la guerra y el hambre. Emigró hacia América y luego de unos cuantos años volvió. Sus hijas fueron criadas en Galicia, pero España dio un salto tan grande, que entre padres e hijos, parece que hubiera varias generaciones de diferencia. Ella es casi analfabeta, sus hijas el polo opuesto. Ella supo de hambre y sacrificio, sus hijas de estudios y drogas. Sus mundos son muy diferentes. Los puntos en común entre padres e hijos, son casi imposibles de encontrar. Sus charlas son forzadas y parecen hablar diferentes idiomas.

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Dentro de la casa Fina reía constantemente. Contaba chistes. Vestía de colores fuertes. Y hablaba de su marido fallecido, con alegría y alguna lágrima. No salía demasiado. Yo no entendía el por qué hasta ese día. La invitamos a dar una vuelta con nosotros, aceptó. Bueno, hoy salgo con ustedes. Pero esperen que me cambio -

Sí, te esperamos, no hay problema

Cuando Fina apareció, enmudecí. Su vestuario era escalofriante. Sus ropas eran negras, su actitud adusta. Entonces nos miró y dijo: Al fin y al cabo soy una viuda – y mostró su ropa – no hay que dejar que la gente hable Más sorprendente fue su actitud en la calle. Saludaba sin levantar demasiado la voz, con gesto adusto. Una vecina le dijo: -

Que suerte Fina, que te decidiste a pasear un poco

Pasear es una forma de decir, acompaño a mis primos, es mi deber – dijo Fina con cara triste señalando a mi madre y tío Hola, como están? Ven todo muy diferente no? – y sin esperar respuesta – las casuchas se transformaron en pisos increíbles y casi todas las familias tienen dos autos. Antes nosotros íbamos a hacer la América, ahora los americanos vienen a hacer la Europa – y río feliz El trauma de la pobreza de antaño, había calado los huesos de los habitantes. Y siempre que podían mostraban la riqueza de estos tiempos. Además el tacto no es una de sus cualidades.

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Cuando mi madre fue a contestar el saludo, su prima rápidamente dijo: -

Ála!, Ála! Vamos que se va a hacer tarde.

Te explico, esa muletilla que usan como expresión: “ála”, tiene muchos significados. Es una forma de decir hasta luego, acá se terminó la charla, nos vemos otro día y todo sin la menor delicadeza. Luego de unos días te acostumbras, pero igual te sigue sonando mal. Cuando nos alejamos Fina dijo: Viste como son, ahora me van a decir la viudita paseandera. Son todas unas brujas. Están deseando criticarme, pero yo sigo poniendo cara de viuda y las dejo con bronca – río feliz No, creo que sea para tanto. Estaba contenta de verte en la calle – respondió mi madre No, Lola. Escúchame bien, hace mucho que no estás acá. Hay que cuidarse mucho. – y agregó – mira si yo le digo, que sé que su hijo se droga -

Pero Fina, no hagas caso, disfruta

Hagan lo que les digo, si otra nos quiere parar. Saludamos de lejos y pongan cara de que van con una viuda En este punto, yo no podía ni respirar. Mi tentación era insostenible. Nunca me imaginé que había que poner cara y pose de “viuda”, además de la ropa negra. Pero como haría para poner cara de acompañante de una viuda, ¡que Cristo bajara del cielo y me lo explicara! Fina seguía rezongando, cada vez más enojada. Cada persona que había echo dinero en el pueblo y ella no tenía claro como, era con la droga según su entender. Su tono de

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voz era alto como siempre. Pero si una persona pasaba cerca, instantáneamente ponía cara de viuda. Mi duda era:¿practicaría ante el espejo? Te digo Lola, vos al ser viuda, ayudas. Pero tu hermano y tu hija, parecen turistas disfrutando. No me ayudan ni un poquito – dijo Fina muy enojada Hablaba como si no estuviéramos presentes. Mi tío y yo nos miramos y soltamos la risa. Mi madre nos lanzó una mirada asesina. Esto fue peor Si no paran de reír, ya van a ver. Otra vez salimos solas, Lola – y agregó – claro, tu hija, divorciada y tu hermano casado, así no se puede Te juro Fina, que para la próxima práctico – dije lo más seria que la situación me permitía, pero tentada a simple vista segura

Bueno, está bien. Sigan conmigo – dijo Fina muy

Fina nunca entendió el chiste. Por lo cual ya me veía ante un espejo y con Fina dándome clases de cara de acompañante de viuda. Ahora entendí porque me presentaba como soltera. Pero no era la única. Cuando preguntaban por mi estado civil y yo decía divorciada, en seguida preguntaban si tenía hijos. Al yo contestar que no, decían entonces sos soltera. Se ve que a San Adrián, no le gustan las divorciadas. Mi tío se quedó con unos amigos, evidentemente era más de lo que él podía soportar. Y como nunca dejó de reír, Fina parecía aliviada de perderlo en el camino. Seguimos por la playa y luego por un camino en la montaña, que iba rumbo a la Iglesia de San Adrián. Por primera vez, rogué al santo, que ese no fuera el destino final.

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Ya había hecho el camino el día de la procesión y pensé morir. Cada señora mayor que pasaba con bastón a mi lado, parecía tener patines en los pies. Y solo de pensar, que adelante iban feligreses cargando al santo y que pagaban para tener dicho honor, me parecía un milagro divino. Todo era subida y bajada, un caminito de tierra horrible y un calor insoportable. Al santo nunca lo vi, la iglesia era diminuta, medio derruida y atestada de gente. San Adrián me cumplió y en un campito descampado nos quedamos. A partir de ese momento fui una devota más. Realmente desde esa altura, la vista de la playa y el pueblo, resultaba panorámica. El lugar realmente hermoso. De pronto Fina nos dijo: Cuiden, que no venga nadie. Cualquier cosa me avisan. Yo acá venía de niña Mi madre y yo miramos hacia todos lados sin comprender. Realmente fue un momento para filmar. Fina de pronto se tiró al pasto boca arriba, y en seguida empezó a girar sobre sí misma. Reía como loca y paraba mirando al cielo. Abrió sus brazos al cielo y dijo: - “Viches como rolo, meu queridiño, viches como rolo” O sea le hablaba a su marido, que ahora estaba en el cielo y le decía: “viste como ruedo, mi queridito, vistes como ruedo”. Del asombro pasamos a la risa, mientras la mujer seguía rodando por el pasto, riendo, parando y hablando al cielo. Entremedio de todo esto, me decía: -

Cuida, Adriana! Mira si viene alguien. No es broma

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De pronto di la voz de alerta, una pareja se acercaba. Como si tuviera resortes en el cuerpo, se paró en un segundo. Quedó con la mirada perdida en el horizonte y nuevamente apareció la cara de viuda. Miré el pasto que había quedado aplanado, único testimonio del momento de locura de Fina. Siguió el trayecto de mi mirada y en seguida hizo que nos corriéramos de lugar. Sí, es mejor. No vaya a ser que miren el pasto y se den cuentan – dijo Fina contestando una pregunta que yo nunca hice. -

¿Siempre venís acá? – pregunté cuando pude hablar

Sí, pero sola es más difícil. No puedo rolar tan a gusto, entiendes? Preferí no contestar. Para ser sincera no supe que decir, todavía no salía de mi asombro. Fina dentro de su ingenuidad, en esos momentos, volvía a ser niña. Volvía al tiempo en que aparentar no era necesario. Pasó el tiempo, yo estaba nuevamente en el Uruguay. Fui a la casa en la playa de un matrimonio amigo. Es un lugar hermoso en Santa Lucía del Este. En el invierno es un pueblo, en el verano los lugareños reciben a los turistas, de su propio país. En la casa vecina, hay un matrimonio que vive todo el año en el lugar. Para ellos no es un lugar de veraneo, es su pueblo. Son una pareja algo especial, por su historia y tal vez físicamente un poco despareja. Ella petisa, regordeta. Él es alto, musculoso, con pelo negro, con ascendencia india evidentemente. Pero tienen algo en común, se sienten dueños del lugar y tienen un gran ego.

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Es evidente que el espejo les devuelve una imagen diferente, a lo que uno ve realmente. Ese verano la pareja tenía una gran noticia para contar, en donde ellos eran protagonistas. Los dos pensaban que ahora no importaban las novedades que trajeran los montevideanos, ellos serían estrellas y provocarían gran envidia. Ni bien llegamos hicieron su aparición. Luego de los saludos correspondientes dijeron: ¿Qué novedades hay por Montevideo? ¿Algo nuevo? – dijo la mujer -

Nada en especial y por acá? – dijo la montevideana

Eso era lo que estaban esperando. En realidad no interesaba escuchar, sino contar “la noticia”. No lo van a creer! Van a filmar una película de la historia del Uruguay. Donde van a ocupar un lugar fundamental los indígenas. Ah, mira que bien – dijimos por compromiso sin entender No te explicas bien, mujer! – dijo el marido tomando la palabra Claro, mi marido va a actuar. Va a ser de indígena – aclaró la mujer En este punto, la sonrisa de los dos era amplia. Nos miraban tratando de ver la admiración que nos provocaban. Al no contestarles, porque ni tiempo nos dieron, la historia comenzó a crecer En realidad, hablo en confianza, va a ser el jefe de la tribu, el actor principal. Por favor no cuenten, no queremos

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que los vecinos nos envidien – dijo la mujer simulando humildad -

Mira que bueno. Felicitaciones

Nos cortó en seguida el hombre, mejor dicho la futura estrella Sí, y nos van a pagar en dólares. Así es la industria del cine. No se como haré para seguir con el taller, pero tengo futuro como actor La mujer lo cortó para ser también protagonista: Sí, y yo ya estoy a dieta. Me voy a teñir el pelo de negro. Así cuando me vean, me ofrecen un papel fundamental. Si me miran bien, también tengo rasgos indígenas, no? Como decirle a la señora que su tez blanca, su abdomen pronunciado y su pelo blanco, de tanto teñirse de rubia, era lo opuesto a una mujer indígena. Imposible y más imposible aún, que nos escucharan. De pronto el perro de la pareja apareció ladrando y moviéndonos su cola. Era un cuzco simpático, pero demasiado flaco. Yo pensé que tal vez ahora empezara a tener comida, el pobre animal. Jamás imaginé el futuro que le esperaba Y el perro también va a trabajar – dijo la mujer rápidamente -

¿El perro también? – preguntamos atónitos

Sí, van a ver perros cimarrones. Nos va a dar un poco de trabajo. Pero si le teñimos el pelo y lo alimentamos un poco, ¿quién va a notar la diferencia? -

Sí, él también – corroboró el hombre

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Seguramente, los productores van a venir por casa. Por eso la estamos adornando un poco. Ni se imaginan el cuadro que compramos, y nos salió tres pesos. En este punto, ya sentíamos vergüenza ajena. No quería ni imaginar, cual era la obra de arte que salió tres pesos. Pero la respuesta a mi pregunta no se hizo esperar. Sí, es una pintura de un famoso. Claro una copia, pero parece un original. Verdad? Amor. Yo nunca miento – dijo la futura india Sí, es la Mona Lisa. ¿La conocen? – sin esperar respuesta – Por favor vengan a casa, así la ven y nos dan su opinión. Entre nosotros, en confianza, el feriante ni sabe la obra que nos vendió. Acto seguido, fuimos llevados a la futura mansión. Vimos a su hijo, y nos imaginamos el indiecito, hijo del jefe de la tribu. Si nos descuidábamos, nosotros seríamos parte de la tribu, seguramente sirvientes del cacique. Y ahí estaba la obra de arte. Con un gran marco dorado, semejante a un sol saliendo de la pared. No se como describirla, pero haré un esfuerzo. Yo siempre admiré a Leonardo da Vinci y toda su obra. La Mona Lisa, con su sonrisa enigmática, imposible definir si es irónica, burlona o plácida. El gran trabajo del esfumado y el realce en las manos de la mujer. Imposible confundirla con el original. Me dio pena decirles que el original es pequeño. Esta pintura en cambio, ocupaba gran parte de la pared. Y lo más dramático que la Mona Lisa, carcajeaba mirándonos. Era casi una caricatura del original. -

La vieron, no? Impresiona verdad? – dijo la mujer

Y lo mejor, la risa de la mujer es contagiosa. Yo me cago de la risa, cada vez que la miro – dijo el hombre riendo

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Fue una suerte el comentario. Un milagro de Dios, con el perdón realmente merecido a Da Vinci. Ya no tuvimos que contener la tentación y pudimos reír sin remordimiento. El matrimonio, futuras estrellas de Hollywood, estaban realmente felices. Ahora si que los montevideanos, los iban a admirar. Por fin, ellos eran reyes y los demás sus súbditos. Y como broche de oro, mi mayor temor se hizo realidad: No se preocupen, haremos lo posible, porque a ustedes les den un papelito en “nuestra” película – dijo la mujer Por supuesto, ustedes son nuestros amigos. Y aunque seamos millonarios, no los vamos a olvidar Nos dejaron sin palabras. Ni un comentario de nuestra parte. Huimos antes de que empezaran con nuestra transformación. Ya me veía teñida de negro y con dos plumas en la cabeza. El tiempo pasó, los dólares nunca llegaron. Cada vez que nos veían, nos explicaban que faltaba poco para la filmación. La Mona Lisa siguió riendo, tal vez tenía algo de la sabiduría del original. Ya sus dueños no la miraban con gran cariño. Terminaron descolgándola. En su lugar una gran foto ampliada de la familia, perro incluido, donde se habían caracterizado de indígenas. Seguramente pensaron era mejor, para el momento en que los productores los visitaran. En sus sueños era la escena final de la película y hasta los aplausos del público escuchaban. Hoy recordé a Fina en España. También a los actores sin público en la playa.

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Por eso al final de esta historia, que tiene mucho de realidad y un poco de fantasĂ­a, te digo de AmĂŠrica a Europa, la esencia humana sigue siendo la misma.

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El harragán Oliver Montilla Una mañana muy resplandeciente, una señora se levantaba a cultivar de buena gana su jardín, pero su marido estaba de muy mal humor y quería seguir durmiendo; su mujer le increpó: ¡Levántate haragán, ayúdame a cultivar para poder sembrar verduras siquiera!, pero el marido ni quería mirar el machete. La señora amarga botó al marido de la casa y éste le dijo: Mujer, acuérdate que por la misma puerta por la que hoy me botas, voy a regresar ganador. El marido se fue hasta del pueblo, porque la gente sabía de su ociosidad y no lo quería, se fue lejos, pero era tan haragán, que no podía construir ni una chocita; padecía de hambre y temblaba de frío, así que un día, moribundo, se durmió. Dos gallinazos se posaron sobre él, creyéndolo muerto, pero uno de ellos dijo: Se mueve un poquito, creo que está vivo, mejor vamos a ese pueblo donde la gente se está muriendo de sed, ahí la comida está segura, porque la gente no sabe, menos el gobernante, que hay un pozo detrás de una de la letrinas, y está el agua a sólo dos metros de profundidad, además ese gobernante ofrece una recompensa muy grande para el que encuentre un poquito de agua. En esas estaban lo gallinazos, cuando el haragán se movió bruscamente, se asustaron las aves y se fueron. Te lo dije atinó a decir una de ellas. El haragán había escuchado todo; sin embargo, vuelve a echarse para dormir. Estaba ya casi soñando, cuando otros dos gallinazos se posaron sobre él y lo tantearon por si estaba muerto. Uno le dijo al otro: Que tal si le doy un picotón para saber si está muerto, porque parece que está vivo.

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Su compañero lo respondió: A lo mejor nos mata, en todo caso vamos a la casa de ese alcalde que está próximo a morir, pero no sabe que su mal está debajo de su cama y es ese sapo que ahí vive y todas las noches le succiona su sangre; si ese sapo moriría, el alcalde se salva y se recupera en un mes, como él no sabe de esto ofrece una fortuna al que lo salve, ¡Vamos!, y los gallinazos se fueron. El haragán no se aguantó. Fue al primer pueblo, avisó al gobernante, cavó detrás de la letrina y a dos metros halló abundante agua. Se le dio su fortuna, compró cincuenta caballos y se dirigió al otro poblado. Allí informo que él podía salvar al alcalde, quedó a solas con él y sacó al sapo, lo mató y lo cuido durante un mes; al cabo de ese tiempo, el alcalde sanó y le entregó una gran fortuna, por lo que el haragán compró otros cincuenta caballos y se marchó a su pueblo. Una vez en su pueblo, el haragán al llegar fue objeto de adulaciones de los pobladores. Pero al llegar a la casa de la mujer, si bien ella lo recibió, primero le invocó que dejara la haraganería. Él prometió hacerlo, pero luego acotó: ¡Ya ves mujer, te dije que por esa puerta por donde me botaste, voy a regresar ganador! *Pronunciado así, para enfatizar semánticamente este comportamiento.

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Cara de luna Carmen Nelly Rodríguez Franco Volví a España en primavera. Justo para el estallido del azahar. Ya al dejar mi país, junto con la emoción que me generaba la expectativa de mi objetivo principal, saboreaba el placer de embriagarme con el aroma de la flor de los naranjos. Pese a lo tranquilo del viaje, no pude dormir ni un minuto. Una red de pensamientos confusos me envolvía la cabeza. Me quedé indiferente esperas en Sevilla que

una noche en Madrid y al otro día temprano, al cansancio de las doce horas de vuelo, y de las las escalas en distintos aeropuertos, partí rumbo a era mi destino.

Viajaba sola y debo confesar cierto temor mitigado, en parte, por la esperanza de concretar mi misión que sabía era muy difícil y que para los demás constituía una locura que solo mi mente podía albergar. No obstante, mi familia había apoyado de inmediato mi proyecto y festejó la ocurrencia que atribuyeron solo a una excusa para volver a esa tierra que tanto me atrae. Yo iba a buscar a alguien. Pero ese alguien quizá no existiera; quizá nunca hubiera nacido; quizá hubiera muerto en el mismo instante en que la gitanita aquella me dio la espalda para ofrecer sus flores a otra persona. La primera noche en Sevilla me vestí con la ropa que llevaba puesta tres años atrás y que verifiqué antes en las fotos: la misma blusa floreada ribeteada con puntilla negra, el mismo pantalón, los mismos aros y el pelo recogido en la nuca. El corazón me batía el pecho, acelerado por la ilusión y, a la vez, por el miedo de andar sola por lugares que tenían fama de peligrosos para los visitantes.

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Repetí el trayecto del viaje anterior. Desde el hotel situado en las afueras de la ciudad, tomé un taxi hasta el Patio Sevillano, un local de baile flamenco que era mi punto de referencia. De allí continué a pie. Crucé con lentitud el puente de Triana y me encaminé hacia los barcitos dispuestos en la costanera. Llegué a aquel cuyo nombre recordaba con claridad y me senté en la que creí era la mesita que habíamos ocupado con mis amigas hacía tres años. El lugar se mantenía igual. Sobre la pequeña mesa cubierta con un mantel a cuadros blanco y rojo, titilaba la luz de una vela. Pedí una fritada de mariscos y una copa de vino manzanilla y me dispuse a esperar. Si es que estaba en el mundo debía andar cerca. Ese era su ambiente, su territorio, su espacio. Abajo el río acunaba el reflejo dorado de los faroles. Una hilera de patos blancos marchaba en silencio hacia la arcada de piedra del puente. Por las mesas desfilaron varios gitanos, desaliñados, marchitos, entregando sus canciones. Una gitana mayor intentó decirme la buenaventura, pero la despaché con rapidez. El estar sola no me impediría plantarme firme al momento de despedir a quien fastidiara mi ansiosa espera. Los gitanos que pululan por Sevilla esgrimen mil artimañas para conquistar la atención del turista y son muchísimos. Sin embargo, la que yo esperaba no aparecía. Tal vez ella hubiera variado su zona de trabajo; tal vez se había ido lejos a desgranar su oferta de romero y pitiminí a cambio de unas monedas. Y en ese caso, más allá de la alegría que siempre me causaba volver a España, más precisamente a Andalucía, mi viaje había sido inútil. La luna extendía hacia mí su largo brazo de plata a través de las aguas del Guadalquivir.

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Evoqué el episodio ocurrido durante mi último viaje, motivo que me había llevado de nuevo allí. Mi abuela sostenía que una embarazada nunca puede decir lo que no quiere que ocurra tocando su vientre, porque sin dudas sucederá. Así, no debe nombrar lo desagradable, lo deforme, lo indeseado, pues, trasmitido como en una imposición de manos, el hijo nacerá con lo que la madre ponga en palabras. Por eso me sorprendí tanto cuando años atrás, en el mismo lugar que ocupaba ahora, aquella gitana, que no tenía más de quince años, me dijo mientras acariciaba su vientre: “Que mi niña salga con tu cara, cara de luna, piel de oliva, ojos de uva anochecida” Yo sonreí al oírla, admirando su habilidad para la metáfora, su riesgo con tal de obtener alguna ganancia, y me salió del alma la exclamación:- ¡Pobrecita! A la joven la contrarió el comentario y dando un paso adelante, repitió levantando el tono y con un vuelo de murciélagos en la mirada: “Sí, que mi niña nazca con tu cara, mujer”. Me arrancó el ramillete que antes me había colocado en la oreja, fue retrocediendo sin despegar sus ojos de mí, hasta que, ya lejos, lanzó el ramo con ímpetu contra el piso, me volvió la espalda y desapareció entre la gente. Mi rostro es en efecto redondo como la luna llena, mi tez algo aceitunada y mis ojos oscuros; es un rostro común, y normal, pero no con una belleza que amerite que alguien, y encima desconocido, lo desee para una hija. Fue tras los minutos de silencio que siguieron al suceso cuando comprendí que aquella sentencia iba más allá de la mera necesidad de obtener una ganancia. Era más que una frase hecha o un falso halago del momento para apurar la colaboración. Trascendía ese afán de negociar sus palabras en augurios o adivinaciones, o las simples ramitas de algún

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yuyo al que, solo por el hecho de ser gitanos, parecen conferirle un poder particular. Se había consumido la vela y, pese a que lo había bebido a pequeños sorbos para hacerlo durar, se había acabado el vino de mi copa. Era tarde. Ella ya no vendría. Y si la niña existía, lo más probable es que no anduviera con su madre a esas horas. Con seguridad quedaría al cuidado de las gitanas viejas. Yo me conformaba con que la madre viniera sola, pues podría entablar conversación con ella e indagar sobre la fisonomía de su pequeña o descubrir en su rostro la sorpresa al reconocerme. Pero entre todos los que merodeaban por la zona no había ni rastros de aquella jovencita. Pagué; me levanté y frustrada ante el fracaso de mi gestión inicié el regreso por la orilla del río. Siempre observada desde lejos por la torre de la Giralda, atravesaría el puente para abordar un taxi al otro lado, sobre el Paseo de Colón. Al volver a mi país tendría que darles la razón a los que entre risas me decían:-¡Quién va a creer en lo que dice un gitano! ¡Esos son capaces de cualquier cosa con tal de conseguir un peso! Caminaba perdida en mis pensamientos sin reparar en la gente que iba y venía, cuando de pronto algo me alertó y me volví para mirar hacia atrás. La noche se partió en dos; se agitaron las aguas del Guadalquivir; se perturbaron los patos y el corazón se me detuvo en la garganta. Allí, solo a unos pasos, la joven también se había vuelto. Estaba detenida en medio del puente mirándome. Por detrás de su pollera florecida asomaba con timidez la cara de luna, la piel de oliva, los ojos de uva anochecida de su niña.

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Un beso de desayuno María Dolores Haro Barrionuevo Quiero recordar siempre el primer amanecer con el que me cobijó República Dominicana. No quiero olvidar nunca el primer desayuno que me brindó mi querida tierra caribeña. Había aterrizado la noche anterior, coincidiendo con el alba que dejaba atrás en el Mediterráneo. Después de unas escasas horas embrolladas en el cajón superior del sueño, despertaba con los primeros cantos de los gallos que paseaban libres y bohémicamente por el patio tropical que rodeaba la casa en la que me habían acogido. Esquivando plantas trepadoras, lianas y plataneras, los gallos altaneros avisaban el inicio de un nuevo día en el Caribe. Llevaba meses aguardándolo, desde aquella tarde húmeda de invierno, en la que me anunciaban por teléfono que había sido seleccionada para viajar como voluntaria y participar en un proyecto de una ONG local dominicana dedicada a la población haitiana migrante. Desde aquel instante había esperado con anhelo el momento de volar, colaborar, conocer…; y ahora ahí estaba, con los ojos muy abiertos bajo mi recién estrenado mosquitero. Con vértigo, mucho vértigo. Respiré y con toda la energía que sólo dan los propósitos que forman parte de tu destino me levanté, salí de la pequeña habitación y caminé hacia la cocina. La primera persona que encontré fue a Altagracia. En sus manos un termo lleno de café; en su rostro unos melosos buenos días acompañados de tostada de guayaba y dulce de tamarindo. ALTAGRACIA Perfume a cilantro, manos aderezadas con mil y un sabores. Ella fue la complicidad de mi acogida, la confianza y la comodidad hogareña de mis dos años vividos en la comunidad rural de Gurabo. Altagracia es descarada con lo cercano; y prudente y temerosa con lo ajeno. Latina,

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bachatera, humilde…,es la cocinera oficial de las miles de actividades que en el proyecto se organizan. Meriendas que endulzan talleres sobre el género, sancochos llevados a quiénes no tienen con que celebrar, zumos cargados de vitaminas tropicales para enfermos…Altagracia sin saberlo es un pilar principal en esta iniciativa solidaria basada en el honor y en el respeto; no sabe que su labor aviva el sabor de las cosas bien hechas. Un poco de arroz, la deliciosa tayota rellena, las ensaladas de aguacate, la res asada, el moro de guandules; han llenado nuestro estómago muchos mediodías cansados tras duras realidades vistas. Vive en lo más profundo de la comunidad, su pequeña casa construida con adobe y zinc alberga en dos únicas habitaciones a toda su familia. Su hija y dos nietos, el marido, otro hijo y la novia, y eventualmente algún familiar que desde la montaña se desplaza a trabajar en la construcción, duermen y comparten el mismo espacio. Ella es una líder comunitaria, trabaja por y con la comunidad. Ella, que no escribe proyectos, ni entiende de cuentas, ni de AECI…, es la que sabe quién necesita más apoyo y quién ha enfermado de dengue. Entre machaque de tostones, yuca frita y frijoles, te cuenta las verdaderas necesidades de su comunidad. De Altagracia aprendí tanto que todos los días le debo un pensamiento. La imagino denunciando las injusticias de su comunidad y mientras la siento de nuevo a mi lado cocino uno de los sabrosos platos criollos que me enseñó. Saboreo su gusto, disfruto los aromas, y de nuevo vuelo hacia allá. Le devuelvo los buenos días también a Altagracia, y me invita a pasar al patio a desayunar. Tomaba mi café bañado en azúcar moreno y pensaba en cómo sería todo allá fuera de la casa, más allá del jardín tropical. Había llegado de madrugada al aeropuerto de las Américas en Santo Domingo, y otro compañero cooperante italiano me había recogido en una destartalada furgoneta. Viajamos dos horas por carreteras oscuras hasta llegar a Santiago de los Caballeros, dónde se encontraba la sede de la organización y el hogar con tejado de zinc dónde iba a vivir, en una de las

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comunidades más empobrecidas de la zona. convirtió pronto en el rincón más bello en el que vivido, con su patio rodeando el limonero, sus elegancia; también con sus rejas, con pocas bloque y muchas de madera.

Mi casa jamás yo colores y paredes

se he su de

Y sorbo tras sorbo, con nervios, miedo, ilusión; con prisa y con calma, imaginaba y pensaba: ¿sería capaz de empatizar y llegar algún día a pertenecer a aquel lugar? De una habitación contigua a la cocina salió una mujer joven cargando un saco de arroz; me miró y ofreció unos buenos días distantes y desconfiados, me preguntó si era la nueva voluntaria, y le dije que sí y aunque no demostraba curiosidad le dije también mi nombre: Lola. Ella me respondió tan solo con su nombre: Isabel, y continúo llevando el saco de arroz a la furgoneta que me había traído la noche anterior. Le ofrecí ayuda pues advertí que en la habitación todavía quedaban al menos cuatro que cargar. Eran las seis y cuarenta y cinco de la mañana y en pijama ya se iniciaba la mezcla de culturas, sentimientos y aprendizaje que impregnarían toda mi vivencia. ISABEL Impetuosa, misionera de hábito comunista, con entrega a los demás como alma. Su mente yace siempre en la dedicación en que ha convertido su vida. Lleva más de quince años, la mitad de su existencia, como coordinadora del proyecto en una de las zonas más empobrecidas de Santo Domingo: Haina, y dirige con tesón y constancia la gran labor que se hace en dicha comunidad. La escuelita comunitaria y el centro de salud no funcionarían sin ella. Su persistente trabajo fascina a quien la contempla. Isabel no deja que vuelvas a tu país de origen y abandones lo que viste, su compromiso es tal, que no permite que el tuyo pueda caer en el olvido. Ella guerrea en un ambiente de máxima pobreza, vive casi todo el día junto a la comunidad, o con la comunidad en su

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despacho. Los niños y niñas que crean y llenan las aulas del proyecto viven en esa miseria material que ha provocado la humanidad, y por supuesto esta infancia dominicana, dominico-haitiana y haitiana sufre el hambre, y las consecuencias de habitar en uno de los sitios premiados con el gran galardón de: “Tercer lugar más contaminado por el plomo del mundo”. Esta otra cara de lo mostrable, de lo turístico, se llama Haina y está situada en el sureste de la isla, a 22 kilómetros al oeste de Santo Domingo, dónde escasea el paisaje caribeño; y la invasión industrial ha devastado lo natural, facilitando el crecimiento de comunidades dominicanas y haitianas que hoy sobreviven con la mayor dignidad en condiciones de máxima pobreza. La comunidad gira en torno a la escuelita que entre todos y todas han levantado. La gran protagonista, la infancia, después de trabajar recogiendo plásticos, acude a clase en la tanda de la tarde. Isabel también es profesora de uno de los grupos. La vida de la escuelita, con sus puertas abiertas entre caminos llenos de armas jóvenes y ventanas con vistas al vertedero, contagia e impulsa las redes comunitarias. Las madres se reúnen una vez a la semana, hablan de cómo mejorar su comunidad: tener acceso al agua potable, conseguir botas no se sabe dónde y de quién para que sus hijos e hijas trabajen dignamente como buzos. Isabel también está siempre detrás, no deja que caigan las inquietudes y la fuerza en la lucha de estas mujeres. Y siempre, con la suerte de algún buen inversor de luz que funcione, suena de fondo y se baila a ritmo de salsa y bachata. Una de las que más suenan es la salsa del puertorriqueño Ismael Rivera… “Las caras lindas de mi gente negra son un desfile de velas en flor que cuando pasa frente a mí se alegra de su negrura, todo el corazón. Las caras lindas de mi raza prieta tienen de llanto, de pena y dolor son las verdades, que la vida reta pero que llevan dentro mucho amor

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Somos la melaza que ríe la melaza que llora somos la melaza que ama y en cada conmovedora…”

beso,

que

Las Caras Lindas (Ismael Rivera) Esta es una de las canciones que más le gusta a Isabel. El colorido del mestizaje de Haina está formado por familias desplazadas haitianas, por caras lindas pero a la vez invisibles de mujeres inmigrantes y dominicanas que provienen de las zonas más rurales y salvajes de la isla . El reto de estas mujeres es la de “abrazar con intensidad la existencia, plantar cara, sonrisa y alegría al sufrimiento y ser promotoras de esperanza y solidaridad”, cómo escribían en uno de los textos de la asociación, y trabajar para que Haina sobreviva, tenga aliento propio y no dependa de ayudas externas, para que los pobres no crean que lo son y se conformen. Con Isabel capitaneando este proyecto, todo brilla con inspiración femenina, y con la participación infantil de las escuelas, el día a día es un círculo mágico en el que todos los errores cometidos por los adultos por instantes se esconden, y parece que nadie tiene más que nadie, que todas y todos tenemos los mismos derechos. Cargamos los cinco sacos de arroz en la parte trasera de la furgoneta, otro joven salía de la parte de atrás del patio con cajas colmadas de yucas y huevos. Iban a trasladar todo para Haina, hoy celebraban una jornada de encuentro con los adolescentes y las familias de la comunidad comerían también con ellos. Aún sin entender muy bien nada, sentía que en el vertedero hoy sería un gran día. Altagracia me ofreció más café que acepté encantada, entretanto, la furgoneta arrancaba ya el motor camino hacia Haina. Tras el último sorbo decidí que era hora de vestirse, en el despacho me esperaba el coordinador del proyecto en Santiago, era ya la hora de presentarse. Aviso a Altagracia que ya estoy preparada, y con un silbido ella llama al

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motoconcho que está situado en la parada de enfrente. Un viejo motor se acerca, el conductor me saluda con un brío y una felicidad increíble: “¡Bienvenida, mi amol!¡ Rubia aquí tu va estar muy bien!” Uf, no sé ni cómo subir al motoconcho, menos mal que Altagracia viene también con nosotros, me acompañará hasta la oficina. Somos tres, juntitos como anoche, como dice el dicho pícaro dominicano. Empieza la aventura. En la oficina esperaban mi llegada, me dan la bienvenida al estilo más propio dominicano: sonrisas, ajetreo, abrazos, miradas descaradas, mucho calor, muchas preguntas, y más azúcar con café. Ahí estamos ya todo el grupo de personas que formamos el equipo de trabajo: las promotoras, las administrativas, el coordinador, el recadero, las educadoras, el profesorado… Dos horas en pie en el Caribe, y aunque ni siquiera puedo pensar mucho en estos momentos, siento que estoy bien, que acerté con la idea de venir, que necesito estar aquí. En mi primera reunión de funciones “oficial”, iniciamos los puntos a tratar escuchando a Mercedes Sosa con su “Gracias a la vida”. Es la gran cantautora la que me integra en el sentido de la labor humanitaria; me queda claro en un momento: mi tarea empezará por conocer, escuchar y aprender. Después cuando descifre lo que allí significa “necesidad”, veremos que podemos unir, crear o convertir. Mientras, tengo que empezar ya a dar también gracias a la vida, nunca lo pensé, y ahora sé que hay que partir del máximo agradecimiento para poder aunque sea sólo tararear un mismo canto. A las ocho y cuarenta y cinco varios motoconchos llegan a la oficina con algunas niñas. Beben rápido un vaso de leche que una compañera les había preparado, cargan algunos libros y vuelven a subir al motor. Ellas vienen desde la montaña, de las comunidades más alejadas; descienden primero en burro atravesando el río y en los primeros caminos asfaltados los motores contratados por la asociación las recogen y las llevan hasta nuestra escuelita comunitaria, que es la más “cercana” o la única si eres inmigrante haitiana. Una de las nenas, la más sonriente de todas se llama Cristene.

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CRISTENE Tiene 9 años. Haitiana e indocumentada, cruzó la frontera a República Dominicana junto a su padre de noche hace tres años .En Haití, en Lakil di No, una zona rural, los dos dejaban atrás a la madre y a cuatro hermanos. Es una niña agradable, con voz dulce y ademanes suaves. Es seropositiva, su papá también y ahora él ha enfermado, tiene un montón de manchas por la piel, y muchos temblores debido a las fiebres. Pero en cuanto amanece , camina hasta la carretera para subir a la parte trasera del camión que lo llevará a trabajar a la zona de construcción; unos días le pagarán, otros sólo le darán algo de comida. Cristene se levanta junto a él: prepara algo de plátano frito, y barre la choza de madera y cartón en la que viven los dos. Camina más de media hora con el fin de llenar al menos dos cubos de agua y poder bañarse, recoge algo de fruta que pueda encontrar por el camino, vacía las bacinillas de pipí, trapea, etc. Después, bañada y arreglada camina de nuevo montaña abajo con su mochila hasta llegar dónde la espera Benua, su motorista particular. Le encanta la escuela, le apasiona y llora cuando pierde clase por ir al hospital para sus revisiones o recoger su medicación. Mil colores iluminan su rostro cada vez que habla de la escuela , le fascina el español que domina ya con facilidad, juega, canta canciones en creole. Cristene es una de las miles de niñas haitianas que no tienen derecho a la escuela. La mujer y la infancia inmigrante haitiana son el rostro invisible de la sociedad dominicana y haitiana. “La haitiana” está sometida a diversas formas de subordinación y segregación, en tanto mujer, pobre , “negra”, extranjera, y de cultura diferente y discriminada. Muchas de sus compañeras de juego son o han sido trabajadoras infantiles traficadas. Sus derechos están olvidados, y trabajan más que cualquier persona adulta: salen a vender, o se dedican a la servidumbre, convirtiéndose en trabajadoras domésticas, en esclavas., ya que trabajan todo el día y deben estar dispuestas a hacerlo todo el día. En ocasiones, sólo son libres en las horas de escuela.

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Ella ha tenido suerte, su papá entendió que su condición no los podía aislar. Entendió que su pequeña no iba a ser ninguna esclava, de ninguna opresión, de ninguna enfermedad; entendió que era en las manos de su hija dónde se podía ver un futuro mejor. Son las diez en punto y junto a una de las promotoras comunitarias del proyecto voy a visitar la comunidad y la escuelita comunitaria, la misma a la que asiste Cristene. Las Escuelas Comunitarias (EC) son proyectos de educación intercultural, enmarcadas en una estrategia de organización comunitaria, en vecindarios marcados por el racismo, la segregación, la pobreza, y la exclusión. Será mi primera toma de contacto, será el inicio de un después que se convertirá en la mejor experiencia de mi vida. Ahora, escribiendo este relato tres años más tarde, viviendo el presente de ese después desde mi tierra natal valenciana, pienso siempre en Altagracia, en Isabel y en Cristene. En su inspiración femenina, en su arte para reconvertir el sufrimiento en lucha, en su convicción de no rendirse como pobres, de no creer que ahí acaba todo. Pienso que en mi primer desayuno en República Dominicana, conocí y me enamoré de tres de las mujeres más valientes de la historia.

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MICRORRELATOS DE VIAJE Matanzas José Aristóbulo Ramírez Barrero Dos años soñando con Orlando y sus parques temáticos, con Disney, Universal y Epcot Center, ahorrando hasta el último centavo, ladrando nosotros mismos para economizar perro y así, con lana en el bolsillo y la totalidad del cupo de la tarjeta disponible, poder pasar dos semanas allí a todo dar, como reyes leones, cuando faltando dos meses para probar la dicha, qué posma, al abuelo Enrique le da por enfermarse de una joda bien rara, un síndrome al que sólo le saben las mañas los pinches hospitales cubanos, bye-bye Mickey mouse, el orden de prioridades cambió, se nos jodió el paseo, tú, Lorenza, te irás a Matanzas con el abuelo, un viaje con viejo de nulo placer y mucho padecer… «No es menester que te quedes aquí en el hospital todo el día, anda, anímate y conoce nuestros atractivos», me dijo el doctor en jefe, y fue el mejor consejo que me dieron, conocí el Valle de Yumurí, las Cuevas de Bellamar y las huevas de mi Aldemar, y lo que son las paradojas de la vida, ahora le rezo a Yemanyá para que alargue cien años mi paseo en la Isla.

Viajes soñados Natividad Gómez Quise ser cartón en el carro del trapero, rueda en la bicicleta del afilador, magma en la boca de un volcán, epicentro de un terremoto, escoba de bruja, hilo de cometa… Y aquí estoy esperando con impaciencia, como una turista más, a que lleguen mis maletas.

Qué perra vida María del Carmen Guzmán Qué perra vida. Andar y andar sin apenas descanso por esta maldita carretera llena de obstáculos y peligros y, caiga lo

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que caiga del cielo. No queda otro remedio que seguir a un líder que no sabe lo que hace. Seguramente yo gobernaría mejor que él, mucho mejor que él. Además, se va haciendo viejo y cada vez comete fallos más grandes. Este último error ha sido el peor de todos. Hacernos cruzar este río caudaloso, sin puente, con nuestros pequeños, y por el sitio más difícil, por una rivera llena de fango resbaloso, donde los cocodrilos hambrientos aguardan pacientemente para devorarnos. La próxima vez que volvamos a cruzar el río, el jefe seré yo, porque entonces seré el ñu con más experiencia.

La mansión Joaquín Valls Llegamos a Dublín al anochecer. Llamamos a la puerta de una casa del centro, donde anunciaban que tenían habitaciones libres. Apareció ante nosotros un hombretón pelirrojo. Mirándonos con una sonrisa extraña, nos anunció que allí estaba todo ocupado, y se brindó a acompañarnos a otro lugar. Sin esperar respuesta, se dirigió a su coche y, con un gesto, nos indicó que le siguiéramos con el nuestro. Observamos con sorpresa que dejábamos atrás la ciudad y tomábamos por una carretera sinuosa que discurría paralela a la costa. Habíamos decidido dar media vuelta sin avisarle, cuando de pronto se detuvo ante una vieja mansión victoriana edificada sobre el acantilado. Abrió la puerta y nos entregó las llaves junto con una linterna, para luego indicarnos, sin abandonar su sonrisa, que podíamos hacer uso de la casa a nuestro antojo. Acto seguido giró sobre sus talones, subió al coche y se marchó. Una vez dentro y al descubrir que la electricidad no funcionaba, nos apresuramos a echar el cerrojo y a revisar todas las puertas y ventanas. Hecho esto, nos dispusimos a pasar una de las noches más largas de nuestras vidas.

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Café María Pilar Valdepeñas Lozano Nunca estuve en África. Sin embargo, la conozco. La conozco más que muchos. He visto multitud de documentales. He leído muchas de sus historias. He leído multitud de historias que cuentan las personas que han vivido en ella. Me he cruzado y trabajado con muchas personas que han nacido allí. Estas personas han sido novias de mis amigos, novios de mis amigas, esposos, padres, madres, de seres que han convivido conmigo en mi barrio, en mi ciudad. Ellas me han contado sus propias historias, las costumbres de sus países, sus glorias, sus miserias, sus historias de familia. Y sin moverme de aquí, mi piel, cada vez, es más oscura, como el buen café, alrededor del cual se sientan, algunos, para charlar y recordar…

Periplo vital Rafael Castillo Morales En el océano Ártico fue concebido. Para sus padres, aquella noche, no hacía frío. Derritieron varios metros de hielo con su fuego de amor. En primavera se trasladaron a Groenlandia y allí nació. Los rayos del sol le vieron despertar. El frío era intenso, pero la piel de reno daba mucho calor. En Moscú aprendió las primeras palabras, a andar, a jugar. Casi todo el tiempo lo pasaba en casa con su madre, pero asistió al colegio en Polonia. Se graduó en Alemania. En España se enamoró de una chica andaluza. ¡Qué hermosos días ante el mar de Málaga! Era muy feliz. Al poco, se trasladó a Argelia como ingeniero de minas. Hizo fortuna.

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Publicó varios tratados filosóficos desde Sudán. Su mujer y uno de sus hijos vivían con él. Era jefe de una de las explotaciones mineras más importantes del país. Se retiró a descansar a Sudáfrica. Le disgustaban las rivalidades entre negros y blancos. Reprobaba la opresión que sufría la población negra. Pero no se sentía con fuerzas para luchar. Decidió pasar sus últimos días junto al mar y se trasladó a Cabo de Buena Esperanza. Le encantaba el mar y su eterno movimiento, su vida, sus tonos siempre diferentes… No quería morir sin ver una puesta de sol en el Antártico y allí se dirigió.

Hacia el horizonte Kalton Harold Bruhl Estaban a punto de perder las esperanzas cuando finalmente escucharon el silbato del tren. Subieron de prisa, confiando en encontrar un buen lugar. “Estoy segura que la felicidad que esperamos se encuentra cada vez más cerca”, dijo ella para sí, cuando comenzaron a avanzar. Cerró los ojos y se recostó contra su pecho. Era tan fácil soñar cuando él se encontraba a su lado. “¡No te duermas!” – dijo él, de pronto, sacudiéndola con firmeza–. “Vas a caerte”. Ella se frotó los párpados y se palmeó las mejillas. Debía mantenerse despierta. Sería fácil caer del techo de aquel vagón. Mientras tanto el tren continuaba su marcha, sin que pareciera afectarle su carga extra y clandestina, de sueños e indocumentados.

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Invisibles Alejandro Peris Es inmensa la soledad del paisaje que uno puede encontrar en Mascasín, un páramo riojano, allí donde la cordillera de los Andes ya se desentendió de su altura, cambia del blanco al ocre y del ocre al monótono marrón que se hace eterno hasta el horizonte. Y en ese color, fijando la vista, adivinando, uno puede ir descubriendo, cual camaleones, pequeños caseríos del mismo color de la tierra, con gente también del mismo color de la tierra, cuidando sus cabras del mismo color de la tierra. Ningún cable llega hasta ellos para proveer esa luz que los haga mas visibles. Ningún agua llega para oscurecer el color de la tierra. Tal vez esa invisibilidad que provee el mimetismo con la tierra sea la razón por la que han vivido, y viven, olvidados por quienes deciden las cosas en esas tierras del color de la gente.

Suecia

Nora Quintanilla Simón Abrí los ojos. El ocaso provocaba un espectáculo de colores cálidos y sombras chinescas al otro lado de la ventanilla. “¿Cómo he podido dormirme?”, pensé inquieta. Había recorrido un largo camino para llegar al otro lado de Europa. Él llevaba allí, en Suecia, medio año. En cuanto el avión aterrizó en aquel lugar tan lejano, las mariposas revolotearon en mi estómago. Por fin, en el aeropuerto de Skavsta, volveríamos a reunirnos. No dejaba de imaginar el momento en que nuestras miradas se cruzasen. ¿Debería correr hacia él, como en las películas? ¿Me quedaría paralizada de la emoción?

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Fui resuelta a por mi maleta, sin mirar alrededor y con el corazón bombeándome con fuerza en el pecho. Entonces, miré al frente con una sonrisa incontrolable. Miré y me giré, buscando su cara. Me interrumpió mi móvil. “No he podido ir a buscarte”. Me esperaba en Estocolmo. Mi sonrisa se esfumó y mi corazón frenó, como si el autobús que estaba a punto de coger, yo sola, los hubiera atropellado. Metí mi dignidad en la maleta y me preparé para un trayecto nocturno de una hora con el asiento de al lado vacío.

Mapa de piel Isabel de la Granja Mírame con atención y me leerás como una guía de viajes. En mi boca toda roja brota un virulento Vesubio, que se muestra activo aunque poco atractivo. Baja la vista y verás en mi escote el archipiélago de la Micronesia entre lunares de café y tofe. Al llegar julio, se abre La Mancha en mi canalillo separando con sudor lo que Dios en su inmensa sabiduría unió. En un hombro contracturado, resalta el abrupto contorno de una Creta que peca de indiscreta. Hasta el sacro se disemina un océano coralino de multiformes puntos de rubí. Por un muslo con pelo de musgo trepa Nueva Zelanda y en el otro se imprime una marca naranja que podría ser Holanda. Mi país lo llevo en el corazón y no lo aviento ni a norte ni a sur. Cada año descubro en mi piel territorios desconocidos que desean ser recorridos. Pero sólo a la luz del sol soy capaz de decidir a donde voy.

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Buscando Guerra en una Abadía Karen Zambrano Esta interminable carretera me conduce a un lugar apartado del fragor mundano que promete un encuentro con Dios, reposo de espíritu y la anhelada paz interior a través del silencio y la oración. Lastimosamente las intenciones de mi viaje son otras. Me confundo entre los laicos que asisten a misa con los añejos benedictinos dedicados a su oficio divino. Hoy, tercer domingo de mes, habrá cantos gregorianos en la eucaristía. Apareciste por detrás del vitral en perfecta formación con tus compañeros. ¿Cómo pudiste cambiar nuestra pasión y fuego por “Ora et labora”? Tu contemplación fue siempre mi cuerpo y tu liturgia mis deseos de amor. Temblorosa me aproximé a ti. Mi grito histérico desgarró el silencio sepulcral. ¿Por qué te hiciste monje Javier? Tu respuesta, una mirada triste y penosa, fue la daga que me hirió de muerte. La mano fría del Abad capturó mi muñeca y me arrastró fuera del monasterio. -Señorita es mejor que se marche, que Dios la acompañe. Emprendí mi regreso como soldado derrotado, a través de la misma carretera interminable que ahora me conduce a un lugar vacío. Una vida sin ti.

Por los senderos del cerro Néstor Quadri El viejo indio va camino hacia el pueblo con su vieja mula a tranco lerdo, seguido atrás por su viejo perro. Va bajando muy despacio por los senderos del cerro. Él sabe que si para y se queda quieto, moriría por el frío y el viento. Por eso sigue siempre su marcha, sin detenerse un momento. Todos en el pueblo lo conocen desde años, con su tez de cobre arrugado y su vincha por sombrero. Nunca pide nada a nadie, ya que para comprar su pobreza no necesita dinero. Vive cerca de los cielos en la cumbre de esos cerros, porque el indio viejo nació libre y no quiere saber de encierros.

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Con su mula y su perro, sigue bajando parsimoniosamente rumbo al pueblo. A veces, mucho se acerca al precipicio, a veces se va muy lejos, pero sigue y sigue, avanzando muy despacio, por los intrincados senderos del cerro. Por fin llega al pueblo con su mula y su perro y cuando detiene su marcha hace apego al silencio. Nadie podrá adivinar por sus ojos si está triste o contento, porque nadie sabe que los años han dejado ciego al indio viejo.

Mientras tanto Pedro López Manzano Partí con Acab a bordo del Pequod en tu búsqueda, mas en un despiste desembarqué en el País de las Hadas. Alcé por ti mi copa de hidromiel brindando con Titania, y cuando la bajé me hallaba en Lothlorien. La dama Galadriel me mostró la línea recta hacia Avalón, convencida de que allí te encontraría, pero me embelesé con la melodía de sirenas sedientas de humanidad y acabé pasando siete años entre los brazos de Lilith. Al fin encontré una grieta hacia el inframundo tras una estantería con un libro suelto y escapé, sumergiéndome en la Laguna Estigia y ascendiendo en la Fuente de la Eterna Juventud. Refrescado, aunque solo, ordené a mis pasos caminar en pos tuyo, sin embargo acabaron bailando desobedientes al borde del precipicio, en los Acantilados de la Locura. Como el viajero fatigado en que me he convertido, me he detenido a descansar un momento en la acogedora Shangrila. Aquí el aire puro incita a la reflexión y un pensamiento asalta mi mente: quizá lo más importante no sea regresar contigo a Ítaca, sino los acontecimientos que ocurren por el camino mientras tanto.

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Un día de vuelta al mundo Rubén Martín Camenforte Hará unos tres años viajé por primera vez a California, y, esta noche de abril, he caminado sobre el océano para volver dormir en ella. Condenado a la soledad, me he recostado en un paraje perdido intentando imaginar las formas venteadas de su agreste costa. Vengo de Australia, aunque no partí de su insularidad. Desde hace dos días, deambulo en un tránsito de añoranza a las gentes y sus costumbres… En realidad, pisé por primera vez territorio austral esta misma mañana para empequeñecer a cada paso sus vastos y recónditos espacios; tan inmensos como desnudos de vida. Ayer, recorrí las fronteras de la pequeña gran Europa. Sus puntos negros llamados ciudades, sus trazos insinuados de agua… Países y países carentes de olores, sonidos, arte… Mal cumplí el viaje de un viejo sueño. De Europa salté a Asia, y mañana… Antes de pensar en lo que acaecerá mañana, imaginaré las agradables sensaciones de una noche primaveral en la California de mi globo terráqueo. El destierro de un conjuro me arrojó en él haciéndome cada hora más pequeño.

Viaje en tiempos de guerra Laura Garrido Me embarcaron en 1538. La carabela visitaba los principales puertos mediterráneos realizando pequeñas escalas para vender las sedas. Mi travesía fue muy placentera, pendiente de las voces que me traducían la belleza del paisaje, e imaginando las manos que me acariciaban sin llegar a notarme. Les respondía con breves movimientos que oscilaban suavemente como el péndulo de mis horas más vivas. Me gustaba escuchar la cadencia melodiosa de aquella voz femenina, que repetía las proporciones de las mezclas para obtener los tintes de las telas. Me intrigaban sus palabras de colores. En el puerto griego de Préveza, el barco pernoctó tres noches en setiembre. No sé lo que ocurrió, pero la voz melodiosa se tornó en grave y desconocida. Gritaba mucho y me sentí en un balancín que se agitaba

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terriblemente, arriba y abajo. Después, durante una jornada entera, escuché el silencio, roto por murmullos angustiados, en su ausencia. Me intranquilicé y comencé a revolverme pataleando con fuerza. A los pocas horas alguien gritó, y sentí el filo de un bisturí muy cerca de mi balsa de vida. Nací muerto tras mi único viaje.

Amar en la ciudad Pablo Iglesias Argaiz Desierto de Rajasthan. En este mar de arena, guiado por las estrellas, me creo nómada de la edad de hierro, en tren en lugar de camello, siempre acabo en una ciudad que rodea un lago. Y a lago más grande, ciudad más grande. Esta vez, Udaipur. En los recovecos de sus calles, parejas enamoradas disfrutan la tranquilidad de ejercer el amor en una ciudad preparada para ello, preparada para amar. No soporto las ciudades indias, esta en cambio, desde el primer paso me ha transportado al sueño, a la imaginación, a la sensación de poder descubrir un secreto en cada rincón. Recuerdo el primer amor del viaje de fin de curso a Venecia, la escapada a París, San Sebastián y su perla del mar, su concha de arena… Hoy estoy solo, sentado en una terraza, disfrutando del atardecer y del recuerdo de haber amado en tantas ciudades y a tantos corazones. Udaipur me enamora del amor. Sus poros sudan romanticismo, el vapor de las habitaciones condensadas de pasión, se disipa en el cielo del desierto. Bosque o montaña, desierto o mar, todo es posible y hermoso, aunque diferente que amar en la ciudad.

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Peregrino del Great Stour Ricardo J. Gómez Tovar Canterbury me vio traspasar sus medievales muros como un peregrino más, con el equipaje medio vacío y las expectativas henchidas, abierto a lo que la capital de Kent me quisiera otorgar. Pero mi peregrinación no contemplaba visitar la tumba de Santo Tomás Becket, asesinado en la catedral, ni rendir homenaje a los cuentos de Chaucer, aquel Decamerón inglés. No había emprendido un viaje religioso ni literario. Había venido a ver el río. Me fascinaba ver serpentear el Great Stour entre las Casas de los Hugonotes, los tejedores franceses que llevaron la seda a la ciudad en el siglo XVII, y seguir su curso deambulando entre mansiones de estilo Tudor, adornadas con coloridos parterres de flores, en el más soleado condado de Inglaterra. Faltaba poco para tomar el tren de Londres cuando pasé frente a la catedral. Impresionado por su magnificencia externa, entré y vi la figura de Tomás Becket, saludando desde una vidriera. Siendo yo también peregrino en Canterbury, le devolví el saludo. Después salí del templo, busqué de nuevo el río, corazón geográfico de aquella ciudad sureña de un país septentrional, y seguí su curso convertido en acólito de sus aguas.

Tropezar en Berlín Joaquín Valls El año pasado fui por vez primera a Berlín. Antes del viaje no podía imaginar que aquello que quedaría fijado con más intensidad en mi memoria, no sería uno cualquiera de los lugares que aparecen en las guías para turistas, como la cúpula del Reichstag, la Puerta de Brandenburgo o los restos del muro que dividió vergonzosamente la ciudad. No, lo que más me impresionó y conmovió a la vez, fueron unas pequeñas placas de latón de forma cuadrada que descubrí por casualidad, caminando por sus calles. Se encontraban por todas partes, pero sobre todo en el antiguo barrio judío. Estaban fijadas al suelo, ante del portal de algunos edificios,

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y acostumbraba a haber más de una. Me interesé por su significado y así supe que las llaman “stolpersteine”, o sea “piedras con las que tropezamos”. En ellas consta inscrito el nombre y el año de nacimiento de las personas, todas de familias judías, que allí vivían y que fueron deportadas y asesinadas durante el nazismo. Muchas pertenecían a niñas y niños, algunos aún bebés. Tropezar casualmente con una de esas placas, es un buen remedio contra el olvido.

Raíles

Nora Quintanilla Simón Cuando salí todavía llevaba el pelo mojado. El cielo era gris, como los adoquines, los raíles y las fachadas de las casas. Pero no hacía frío. Cracovia parecía una de esas estampas diminutas que meten en una bola de cristal, y que luego agitas para que revoloteen bolitas blancas dentro, a modo de nieve. Era el ojo de un huracán, un lugar de inusitada calma en lo que años atrás había sido pura tempestad. Vagué por la calle Mariacki empapándome de ese acento que me recordaba al pársel de Harry Potter. Sólo alcanzaba a distinguir siseos fuertes y otros más suaves, pero me parecían armoniosos. No hacía viento, pero las horas secaron mi melena. Finalmente se hizo de noche. Me reuní con Lukasz y volvimos a pasear por aquellas calles de postal y a emborracharnos de vodka de todos los sabores, pero siempre con una pizca de amor y otra de hielo. Después de la medianoche, cruzamos una calle surcada por raíles, pero no miramos a derecha e izquierda. La dirección en Cracovia, aquella noche, desembocaría en un solo lugar.

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El hijo de Noé Jesus Villarino Pérez El otro lado del Mundo Quise conocer la verdad y recorrí el mundo. Y en los años que dejé mi casa vi la indiferencia de los hombres ante el hambre sin esperanza. Comprendí el peligro de la ignorancia y la desesperación de los invisibles. En la miseria entendí la necesidad de la fe y repudié las mentiras de la religión. Aprendí de los que tienen miedo y, sin embargo, luchan y que cuando ayudas a tu enemigo deja de serlo. Combatí la injusticia y me opuse a la mentira. Vi el odio en forma de guerra y las ganancias de quienes las provocaban. Entre la multitud encontré soledad y hablé con Dios en los desiertos. Vi jaurías humanas que mataban a quienes pensaban diferente. Confirmé que la piel no nos hace distintos y que la libertad no es un regalo. Que es mejor hacer que decir y que nuestra debilidad es su fuerza. Y por la noche, a solas, lloraba porque, tú, mi hermano, sufrías.

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Pero, a pesar del dolor que vi, seguiré viajando para hablar por ti, que no tienes voz. Y tal vez, algún día, podamos andar caminos juntos en paz.

El Malpaís Miguel Feria Rodríguez Sólo las aulagas, cardones y tabaibas parecían acompañar al viento de la tarde. Los caminos de la costa, en el Malpaís de Güimar, una zona protegida alejada de las casas y de la gente. Tan sólo visitada por turistas ansiosos de naturaleza y por pescadores solitarios que se aventuran en el mar de lavas milenarias. Primero una vereda de piedra volcánica y arena, apenas intransitable, para introducirte en un mundo perdido, vigilado desde los cielos por el cernícalo que ronda la Montaña Grande, antiguo volcán extinto, y por las pardelas que viajan desde el mar a la montaña. Lagartos e insectos autóctonos para rellenar la libreta de campo de cualquier biólogo. Después un camino de arena negra y brillante que sube a trompicones desde la Montaña del Mar hasta los confines con el mundo real, el de la autopista del sur de la isla. Así es el Malpaís de Güimar un mundo oculto e inerte, que parece pervivir por suerte para goce de propios y extraños en Canarias.

Ave migratoria Antonio Ortuño Casas Desde el avión se ve todo muy pequeño ahí abajo, minúsculo, insignificante. Desde abajo se ve todo diferente, se puede tocar con las manos, llevarlo, saborearlo, romperlo,…, robarlo, saquearlo,…, matarlo. No me quiero bajar del avión, me quiero quedar volando; ojala y me crecieran las alas y no tuviera necesidad de aterrizar con el avión. Abriría la puerta y saltaría desplegando las alas para surcar el cielo hasta que la fatiga pudiera conmigo. Entonces, me posaría en lo alto de

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una montaña, lejos de las ciudades, del mundo civilizado, a la espera de que una gran bandada de aves pase cerca para unirme a ella y emigrar a esas tierras altas, donde consiguen alcanzar el sueño de volver a empezar de nuevo, con más ganas, con más fuerzas, con más de los suyos la próxima estación.

Auschwitz en la niebla Azucena Abrí los ojos y escuché el ruido del motor apagándose. Habíamos llegado. Miré por la ventanilla y un suave escalofrío recorrió mi cuerpo erizando el vello de mis brazos. Al bajar del coche y coger mi mochila, noté un frío seco. Una densa niebla cubría el cielo. Todo estaba en silencio. Auschwitz fue proyectado para llevar a cabo un genocidio planificado hasta el más mínimo detalle. El antisemitismo de Hitler le llevaría a construir dos enormes recintos para la ejecución en masa de judíos. Lo primero que contemplé fue el famoso cartel con la inscripción “Arbeit macht frei”, el trabajo te hace libre. Al cruzarlo sentí que allí el tiempo se había detenido el día de su liberación por parte del ejército soviético: 27 de enero de 1945. Ladrillos, alambradas con pinchos y austeridad son las notas predominantes. Las fotografías de los prisioneros con el famoso “pijama de rayas” inundan las paredes. Es duro comprobar cómo malvivían, ver sus pertenencias; zapatos, maletas y demás enseres personales que se conservan intactos pese al paso del tiempo. Sin embargo, es la mejor manera de sentir y entender lo que allí aconteció.

El Taj Mahal

Francisco Manuel Marcos Roldan Esculpida a mano se levanta el más imponente de los palacios que nunca antes había visto, blanquecino, suntuoso, cargado de misterio, y recubierto de misticismo en medio del más bello paraje de la India. En Agra oí los primeros cánticos y oraciones, el dulzor de las gentes a nuestro paso, con la mochila a cuestas e historias por recopilar en un bloc de

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notas nuevo. Una belleza sin igual, recubierta de perlas, jardines coloridos, luces deslumbrantes, amor condensado en cada paso, en la tez blanca como la luz de las estrellas, que reposa en el tiempo, perfilado y esculpido al milímetro con cincel. Cualquier viajero queda extrañamente absorto, en medio de tanta pobreza emerge la silueta del Alma de quienes vivieron su amor. Un paraíso adornado en un cielo limpio, cristalino, como el agua que corre por entre los jardines llenos de flores. Olores embriagadores, matices absorbentes, explosión de sentimientos, versos hechos piedra. El cielo fundido con la tierra…“una alegría para el Alma”, escuché decir a una de las personas que vagaban por los jardines, y allí me quedé llenándome de sensaciones hasta que se hizo la noche.

En el tren Petra Dindinger Biermann No sé si era la raya en su cabello, las mangas cortas abotonadas de su camisa que le daban un aire joven e informal, o esa boca de chico inocentón lo que despertara en mí el deseo de levantarme, ir hacía él, levantar su cara caída sobre un libro, apretarle las mejillas con mis dedos y besarle en la boca. Me apetecía mucho y tuve que frenarme para ser consecuente con un desconocido. Él estaba dos asientos delante de mí, en el lado opuesto y no podía dejar de mirarle. Menos mal que no se daba cuenta, porque mis ojos colgaban en suspense delante los suyos. En la siguiente estación se levantó para apearse. Mis ojos volvieron a su sitio y los cerré. Quise seguir soñando un ratito más y prolongar la emoción de un deseo.

La ciudad que quedó atrás Adriana Herrera Me quedé mirando el despertador que sonaría dos horas después, incapaz de conciliar el sueño. El silencio se mezclaba con los rastros de ciudad que aún traía en el cuerpo y se volvía, por momentos, en una fiesta de sonidos, en el

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resumen de la semana; para después volver a ser un susurro. Mientras el campamento estaba sumergido en el sopor de la noche, yo pensaba en la travesía que nos esperaba al amanecer. Un mes antes había decidido viajar hasta Canaima, alejarme del apuro de Caracas, la ciudad donde vivo, para llegar hasta el Salto Ángel; la cascada más alta del mundo. No quería viajar sola. Cuando sabes que te vas a enfrentar a algo grande, que pareciera que no va a entrar por completo en el asombro de la mirada, tratas de buscar una certeza en la que apoyar el entusiasmo. Pero a todo intento de compañía, conseguí un no como respuesta. Cada quien va caminando por la ciudad, atado a su propio ritmo. Entendí que lo que haría distinto ese viaje, más allá de llegar a ese lugar por primera vez, era la garantía de que tenía que hacerlo sola.

Los perdidos

Salvador Robles Miras La señal indicaba la entrada en el término municipal de Los Perdidos, un pueblo pequeño declarado Patrimonio de la Humanidad por la prestigiosa revista de viajes “Itinerarios” El viajero políglota no salía de su asombro. En aquel lugar sólo había casas de ladrillo y adobe sin ninguna relevancia arquitectónica, una plazoleta con una triste fuente coronada por un angelote y polvo, mucho polvo. Se marchó a los cinco minutos de llegar sintiendo que le habían tomado el pelo. Cuando llegó al hotel de la gran ciudad, a cien kilómetros de distancia, el recepcionista le aclaró el misterio. El atractivo de Los Perdidos radica en sus habitantes. Ellos son el Patrimonio de la Humanidad.

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Al día siguiente, el viajero políglota, con la luz del alba, cogió un taxi en la entrada del hotel. -A Los Perdidos, rápido No tenía tiempo que perder. Su avión rumbo a Europa salía a primera hora de la tarde, y antes debía deleitarse con la humanidad de los Perdidos. Quería convertirla en su patrimonio.

La ciudad más decadente del mundo Blanca Laffitte Lasarte ¿Es fácil acariciar la magia? ¿Sentirla, tocarla y luego dejarla volar? Lisboa es, por definición, la ciudad mágica. Decadente. Señorial. Plena. Misteriosa. Aventurera y extrañamente, contradictoria. Cosmopolita y provinciana a un mismo tiempo, atrapada por las prisas de su tiempo y detenida en el rigor de una historia que grita en silencio tiempos de gloria e imperios lejanos. Exótica, y a la vez cercana, porque recuerda a varias ciudades a un mismo tiempo, con un río inmenso de un azul prodigioso que una noche de verano soñó con ser mar para retar a cualquier navegante. Dulces, bacalao, tranvías locos y una luz mediterránea vertebran una capital fetiche a la que como el primer amor es casi imposible olvidar.

Estoy en Bremen Miguel Feria Rodríguez Hemos salido con la intención de visitar el museo Paula Modersohn-Becker, en el barrio antiguo de Bremen, pero por el camino nos hemos detenido a tomar un café en el antiguo Mühle, junto a las viejas fortificaciones de la ciudad. Ansiosos por conocerlo, pasamos por el mercado, muy bullicioso y colorido a esa hora. El mercado de Bremen abre los domingos y festivos, al pie de la estatua de Roland, símbolo del derecho y de la libertad. Tengo trabajo, apuntar: ” Plaza del Mercado de Bremen, donde la Estatua de Roland y der Bremen

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VII Concurso de Relatos de Viaje Moleskin 2012

Musikanten, compramos bulbos de tulipán para plantar en Canarias” Decidimos almorzar un Schnitzel a la hora del país. Apunto todo con esmero y dedicación. Más tarde, rendidos a la tentación, nos hemos sumergido en la famosa chocolatería Hachez, verdadero mundo de la perdición. Agotados, tomamos el camino de regreso por el parque junto al lago. El museo Paula Modersohn – Becker tendrá que esperar. Descanso aquí y cierro mis páginas. Ah, soy Moleskine, cubierta negra, y me adorno con una cinta elástica a la cintura…

Expreso nocturno 1991 Miquer Alberto Rivera Santiváñez Instalado cómodamente, me alegré de no tener compañía en el coche. Al rato, Madrid había quedado en la medianoche ibérica y, el ritmo típico de los trenes trataba de cerrar mis párpados. Pero se interrumpió al ingresar un tipo con facha delictiva, que se puso casi a mi lado. Presintiendo el peligro, me acerqué a la puerta. Observando de reojo al tipo, pude notar que él no me perdía de vista. Sentí un sobresalto al escuchar sonidos metálicos en su bolsillo. _”Es un cuchillero” _supuse. En ese instante sin que haya parado el tren, un joven melenudo con aspecto del pacífico Cristo resultó acompañante; ocupándose inmediatamente a escudriñar sigilosamente. El Expreso Nocturno seguía su trayectoria, con esa velocidad que permitiría llegar sin contratiempos al destino. Fue un momento inesperado, cuando de un brinco el melenudo cogió al granuja por su nuca y levantó en vilo, para llevarle por el pasadizo sin más testigos que mi presencia. Estando en un punto que unen los coches, el ángel abrió una puerta del tren en movimiento y salió llevándose al demonio. El resto del viaje fue tranquilo, hasta la puerta de Alicante.

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