Memorias Familiares

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Memorias Familiares Lidia Baltra Montaner



Memorias Familiares Lidia Baltra Montaner

Agradecimientos a mis hermanos Armando y Liliana por su colaboraciรณn.

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Indice • Mi prehistoria..........................

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• La Tatito........................................ 4 - 5 • Luis Armando, “el papi”................. 6 - 8

• Primera infancia............................ 9 - 14

• Viaje por Italia........................... 96 - 100 • Mi hermana Liliana................... 101 - 103

• España y Cannes................... 104 - 106

• Claudio, mi compañero de vida 107 - 109

• Más sobre papá........................... 15 - 19

• El casamiento.......................... 110 - 112

• María Alba, “la mami”................... 23 - 26

• Primer hijo................................ 116 - 119

• Fiestas de San Luis...................... 20 - 22 • Vacaciones en Valparaíso............ 27 - 30 • Rogelio Ugarte 1118.................... 31 - 35 • Sierra Bella 1315: con TBC.......... 36 - 39 • Negocio en la familia.................... 40 - 43 • La tía Carmen.............................. 44 - 46 • Veranos pre-adolescentes:

Villa Alemana.................................. 47 - 50 • La casona de Avenida Matta........ 51 - 53

• Veranos adolescentes: Guaylandia 54 - 56 • Amor adolescente........................ 57 - 60 • Mi comadre Raqui....................... 61 - 63 • Becada en Nueva York................ 64 - 68 • Mi hermano Gay........................... 69 - 77 • Amores prohibidos....................... 78 - 81 • Crisis al regreso de Europa........... 82 - 83

• Vida en común.......................... 113 - 115 • Nace Valeria............................. 120 - 122 • Navidades ............................... 123 - 124 • Divisiones familiares y sociales 125 - 127 • Israel y Grecia.......................... 128 - 130 • Golpe de Estado...................... 131 - 133 • Asilados perseguidos............... 134 - 135 • “Casa de seguridad”................ 136 - 137 • Mi cuñada Marcela................... 138 - 140 • Vivir bajo dictadura................... 141 - 143 • En auto por Europa.................. 144 - 149 • Matrimonio en California.......... 150 - 154 • Mi hermana Blanca.................. 155 - 156 • La familia Verdugo.................... 157 - 159 • Asesoría en Quito.............................. 160 • Tour por Cusco y Machu Picchu 161 - 163

• Buenos Aires, con mamá............. 84 - 85

• Accidente automovilístico......... 164 - 165

• Becada en París........................... 89 - 93

• Guaylandia ve crecer a la familia 169 - 171

• Grandes decisiones...................... 86 - 88 • Me visita Liliana........................... 94 - 95

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• Tren al sur................................ 166 - 168


Capítulo 1

Mi prehistoria

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ací el 15 de octubre de 1938, día de Santa Teresa en el calendario católico, y por eso suelen preguntarme por qué me pusieron Yolanda Lidia y no Teresa. Fue por un gesto de cariño hacia unas tías de Valparaíso de esos nombres, primas de papá, una de las cuales, Lidia, fue mi madrina de bautizo.

Lita aprende a caminar, Peñaflor, 1939.

Se iniciaba la era de los Frente Populares, primero en Francia y luego en Chile, liderado aquí por el Presidente Pedro Aguirre Cerda, primer radical de una serie de jefes de Estado de esta tendencia que seguiría por varios años. La cigüeña me dejó caer en un barrio santiaguino de antiguo esplendor: en calle Carrera, en el número 595, esquina de Gay, barrio Club Hípico. Era elegante para nosotros, puesto que mi padre, antiguo vendedor de telas de Lange y Cía. en Valparaíso y recientemente trasladado a Santiago, provenía de los humildes cerros de Valparaíso y estaba recién estableciéndose en la capital.

María, Lita y Yayita, Santiago,1940.

Se acababa de casar con mi madre, una santiaguina criada también en el puerto, con quien se habían conocido en reuniones sociales en la YMCA (Asociación Cristiana de Jóvenes) en el puerto, y juntos buscaban mejores horizontes en la capital.

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Capítulo 2

La Tatito

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i padre era hijo único de Laura del Tránsito Cabrera – a quien llamábamos “la Tatito” - una campesina de Los Andes, ciudad de la pre cordillera de Los Andes a una hora y media de Santiago, quien muy joven fue madre soltera. El padre era Francisco Baltra, de una familia acomodada de San Felipe – ciudad o pueblo en esos tiempos, vecino a Los Andes – , tío del senador radical Alberto Baltra Cortés, que fue ministro de Economía en tiempos de González Videla, a quien mi padre se parecía mucho. Mercedes Cabrera, la tía Maché, hermana de la Tatito, contó que lo conoció para las fiestas del Centenario de Chile, en 1910, lo cual es correcto porque mi padre nació un año después, en enero de 1911, donde seguramente, al calor de los brindis y los bailes, se mezclaban patrones con empleados. El viejo Baltra, de San Felipe, nunca lo reconoció y mi abuela jamás volvió a verlo (o al menos, no lo comentó en la familia). Pero en alguna ocasión, mi padre fue a hablar con él y le pidió que le permitiera usar el apellido Baltra, a lo que aquel accedió. Y ese fue todo el contacto que, al parecer, tuvieron. Mi abuela lo dio a luz en Valparaíso, pero su hermana mayor indignada por este “domingo 7” la había echado de la casa, de modo que mientras pasaba el temporal se refugió donde unas primas. Pasado un tiempo, le presentó el niño a su hermana Mercedes y ésta se congració tanto con él que la aceptó de vuelta con crío y todo. La tía Maché (que así le decíamos) estaba casada en segundas nupcias con Segundo Araya, con el cual tuvo un hijo, Eduardo Araya, profesor primario, padre de Waldo Araya, más adelante profesor también con una destacada carrera universitaria. Tenía ya cuatro hijos de su primer matrimonio con Domingo Carrera: Domingo, Lidia (mi madrina), María y Lucía, a la que agregó también una hija “de detrás de la puerta”, Yolanda.

Laura del Tránsito Cabrera, La Tatito,1948.

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Eran gentes sencillas, de pocos recursos y vivían modestamente en una casita muy típica de los cerros de Valparaíso, de madera y con desniveles para adaptarse a la gradiente del cerro donde se levantaba. Con un patio trasero de tierra, árboles, arbustos y flores, donde la vista se perdía en los cerros salpicados de casitas humildes que colgaban sobre las quebradas.


La Tatito

Muchas veces fuimos con los papás, Tatito y hermanos a visitarles y recuerdo que me encantaba recorrer ese patio de tierra dispareja por estar en la loma de un cerro, pero con árboles y plantas, tan distinto a los de las casas de Santiago. Entonces, ya los hijos mayores de la tía Maché habían levantado el vuelo, excepto María, profesora primaria, que nunca se casó, y de Yolanda, que vivía con su mamá pero tenía su pareja a escondidas del resto de la familia. Mi papá era un chico más dentro de esta gran familia donde cada uno se las arreglaba como podía para ganar algunos pesos y aportarlos a la hucha familiar. Más de una vez hizo recuerdos de cuando lo mandaban a comprar al almacén de la esquina o de cuando jugaba al fútbol con sus amigos con pelotas de trapo y a “pata pelá´” por las calles de tierra del cerro, mientras subían y bajaban hombres en burras vendiendo leche, agua, verduras y frutas. Para mantenerlo y lograr educarlo en un liceo comercial (del cual salió de inmediato con un trabajo en la firma alemana), la Tatito trabajó como empleada de casa particular. Uno de estos empleos fue en casa de una copetuda familia de ascendencia inglesa donde aprendió el mejor servicio y la buena cocina e incluso pastelería. Solía hacernos pancitos ingleses llamados “scones” para la hora del té. Además, se preocupaba mucho de que la mesa de nuestro comedor estuviera correctamente puesta, con los servicios donde se debía, se usara el “agua manil” al comer alcachofas o cada vez que se tocaban los alimentos con la mano, y que se retirara todo lo salado – alimentos y condimentos - antes de servir el postre. Nuestra abuela aprendió a rodearse de objetos lindos y finos, de modo que cuando años después en Santiago trabajaba en su pequeño nego-

cio de calle Gay (barrio Blanco Encalada) y tenía sus propios ingresos, era ella quien compraba finos enseres y utensilios para la casa, que todavía están en nuestras manos como: lámparas de lágrimas, vajilla de porcelana, copas de cristal tallado. La Tatito era morena, baja, de largos cabellos negros ondulados y entrecanos que teñía con agua de lluvia y cojía en un moño en la nuca. Las pocas veces que tomaba el diario para leer, balbuceaba las palabras que veía a través de una lupa, tal vez por fallas a la vista, tal vez por poco alfabetismo. Parlanchina, no paraba de hablar. Era de esas personas que hablan todo lo que se le pasa por la cabeza. Pero nos entretenía con sus historias del campo, en Los Andes, en cuyas afueras nació en una humilde casa campesina. De su familia, a quien más recordaba era su hermana Mercedes, “la Maché”, a quien siguió viendo hasta adultas mayores y así pudimos conocerla también. Se parecían mucho en el rostro y en lo conversadoras. Alguna vez la oímos mencionar a un hermano, del cual nunca supimos nada. La historia familiar que más gozaba contándonos era ésta: una vez la mamá las envió a ambas con unas monedas y una canasta a comprar al pueblo. Caminaron un larguísimo trecho por la Calle Larga (hoy comuna) de Los Andes, unos dos kilómetros (según he podido constatar años después). Al poco rato las hermanas se pelearon porque ninguna quería seguir cargando el canasto, y como no llegaron a acuerdo, lo abandonaban en el camino y siguieron caminando cada una esperando que la otra fuera a recogerlo. Cuando el canasto ya no se veía, perdido en la distancia, a regañadientes ¡ambas debieron devolverse a buscarlo! Memorias Familiares

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Capítulo 3

Luis Armando, “el papi”

Luis Armando Baltra Cabrera, 1936.

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Luis Armando, “el papi”

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apá se vino a Santiago a trabajar como vendedor de Lange y Compañía, empresa de alemanes que distribuía hilos, lanas y telas. Al parecer le fue bien a mi viejo, que era muy trabajador, por lo cual sus patrones alemanes le tenían aprecio y lo apoyaban. En la capital se alojó en una pensión en la Avenida Domingo Cañas de Ñuñoa, que era la casa particular de doña Rosa Ester, una señora pituca venida a menos, recomendado por su amiga Nina Palma, vendedora en una camisería fina en Valparaíso, que después sería mi “madrina de confirmación”. Doña Rosa Ester era viuda, madre de dos hijas veinteañeras, Adriana y Lucha Arancibia, todas grandes amigas de nuestra familia. Lucha, que era muy alegre y buena para las fiestas, lo introdujo en la capital a su círculo social. Tocaba muy bien el piano y cuando ya peinaba canas, comentaba jocosamente que se había quedado soltera porque mientras las parejas bailaban, ella siempre estaba de espalda a todos, tocando el piano… En esa primera etapa, el trabajo de papá consistía en visitar todas las tiendas y paqueterías a ofrecer los productos que importaba Lange. Una de ellas estaba en la Avenida Matta esquina de Rogelio Ugarte, cerca del centro cívico de la ciudad. Las dueñas eran dos señoras ancianas que le tomaron cariño por su gran habilidad como vendedor. Un día le comentaron que ya no podían más con el negocio y que estaban pensando en venderlo. Papá le pidió un préstamo a su patrón, el Sr. Lange, y les compró el negocio. Al año siguiente, en 1936, papá dio dos tre-

mendos pasos: se casó con mamá el 3 de octubre en la Iglesia de los Doce Apóstoles de la Avenida Argentina en Valparaíso (hoy vecina al Congreso Nacional); y se mudó a Santiago instalándose en aquel local con paquetería propia. Su primer negocio estaba en la esquina sur poniente de Avenida Matta con Rogelio Ugarte. En esa época la Avenida Matta no era el barrio pobre y deslucido en que devino décadas después. Aunque todo el país era pobre entonces – y el mundo entero era más pobre -, éste era un sector de profesionales de clase media baja, en su mayoría profesores. También fue de los primeros lugares donde hubo asentamientos judíos, de esos judíos que emigraron huyendo de la Europa nazi. Por eso es que durante mucho tiempo en la Avenida Matta había una sinagoga, al lado de lo que por mucho tiempo fue el cine Avenida Matta. También almacenes o emporios para la venta de alimentos, cuarteles de bomberos, farmacias (entonces llamadas “boticas”) , lecherías con vacas y todo, peluquerías para varones y para damas por separado y paqueterías o cordonerías, el negocio de papá. Como estaban recién llegados a la capital y cortos de dinero, vivieron en la trastienda del local hasta que nació su primogénita, Liliana. Ocupaban un dormitorio con una puerta-ventana hacia la calle Rogelio Ugarte. La Tatito dormía en una pieza interior, sin ventanas, que quedaba atrás de la cocina, más tarde transformada en bodega. Estas piezas y el baño quedaban separadas del dormitorio de mis padres por un pequeño patio. Cuando mis padres se mudaron con Liliana al barrio Blanco Encalada, y yo ya venía en camino en Memorias Familiares

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Luis Armando, “el papi”

el vientre de mamá, mi abuela se quedó durante muchos años viviendo sola en aquella trastienda para cuidar los bienes de la familia. Papá mantenía ahí su oficina, o más bien, un escritorio de sus tiempos para la gestión administrativa. Allí pasamos de muchas Navidades familiares, cuando el agitado movimiento de las ventas navideñas solo nos permitía abandonar el mesón por unos minutos. De a uno en uno nos íbamos para la trastienda (los otros permanecían atendiendo público) y allí nos esperaba la Tatito, junto al tocador, la cama de bronce y el velador, con bebidas – donde no faltaba el vaso de cola de mono -, un sandwich y un trozo de pan de Pascua para renovar nuestras fuerzas en esa larga jornada de trabajo. Más tarde realizábamos la cena de verdad con un rico pavo con ensaladas preparado por ella y algún delicioso postre de leche.

Paquetería Av.Matta 350, Santiago, 1936.

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El salto fue grande cuando sólo un año más tarde, nuestros padres pudieron comprar una casa – esquina de dos pisos en calle Carrera con Gay, el Santiago antiguo más distinguido. Constaba de un local esquina donde había una carnicería, a su lado un departamento pequeño y por el lado de la calle Gay, un garaje. En los altos, una casa-habitación muy linda que se transformó en nuestro hogar. Papá arrendaba los locales del primer piso, pero nuestra paquetería seguía en Avenida Matta 350. Años después, con la ayuda de papá, en el lugar del garaje mi abuelita se instaló con una pequeña paquetería a la que llamó “Lita”, que era mi apelativo familiar cuando pequeña. Durante mucho tiempo yo pensé que la Tatito prefería a mi hermana Liliana, porque a mí me regañaba mucho y a ella no. Pero considerando el nombre que dio a su tienda, me doy cuenta de que los niños no percibimos bien toda la realidad.


CapĂ­tulo 4

Primera infancia

Lita y Yayita escolares, Santiago, 1942.

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Primera infancia

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or esos días en que yo era guagua de meses, recuerdo vagamente que sufría del “mal de ojo” según mi abuelita, al parecer, pesadillas, porque por las noches me despertaba llorando asustada y no hallaban cómo calmarme. Mis padres y la Tatito se afligían en el momento, pero pasada la emergencia refunfuñaban por el susto que los hacía pasar: “la Lita anoche…¡ ya dio la ópera otra vez…!” Pese a lo pequeña que era, de esos instantes recuerdo vagamente que miraba desde mi cuna de barrotes hacia fuera de la habitación, hacia un pasillo semi iluminado, amenazante, y veía figuras deformadas como vistas a través de un lente óptico. Tal vez entonces mis ojos mal conformados de nacimiento me estaban ya avisando que sufría una miopía y astigmatismo que me acompañarían para siempre. La casa de calle Carrera nos satisfacía y enorgullecía. Estaba en un barrio tranquilo y de pasado esplendor. Tenía muros color marfil y un comedor luminoso por amplios ventanales en la esquina y un tabique de madera abrigando las murallas hasta la mitad. Mi abuela Tatito reprochó siempre a mi padre el que la hubiera arrendado para cambiarnos a otra más cerca de su negocio. Debimos trasladamos a una casita sencilla en Rogelio Ugarte 1292, dos cuadras al sur de Avenida Matta, que en 1943 arrendó a Augusto Rosenthal un empleado ferroviario bajito, sonriente, buen mozo y simpático. De judío tenía sólo el apellido y fue un gran amigo de mi padre, como nosotras de sus dos hijos, Gustavo y Nashesty. 10

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Esta casa sí que la recuerdo mejor porque yo tenía ya cuatro años. De un piso, con una fachada continua frente a la vereda, la puerta de calle de madera seguida por una mampara con vidrio catedral; una ventana a cada lado con sus respectivos visillos y postigos de madera interiores para protegerse del frío o del calor o de la luz excesiva. Correspondían a los dos dormitorios que daban a la calle, uno de los cuales ocupaban nuestros padres y el otro era la sala de estar. Nosotras con Liliana dormíamos en uno interior, situado junto a un patio de baldosas con parrón, jardineras a los costados y al fondo, un gallinero con un gallo y varias gallinas que cacareaban todo el tiempo y ponían huevos para el consumo familiar. Al centro de la casa había un hall de distribución pequeño y algo oscuro, seguido de un comedor también pequeño pero claro, con un ventanal que daba al patio. Más adentro, un baño pequeño y oscuro, la cocina, que también daba al patio, y metros más al fondo, una pieza para la empleada doméstica (entonces, todas eran puertas-adentro) con su respectivo baño. Allí se desarrolló nuestra infancia con Liliana. Todavía no nacían nuestros hermanos mellizos. Como nuestro dormitorio tenía ventana al patio, por las noches de verano la dejábamos abierta y sentíamos la agradable brisa luego del calor del día, el aroma de azahar de los naranjos y perfumes de otras flores. Estas eran principalmente calas blancas, que me parecían tristes, de viejo… hasta que las vi pintadas por Die-


Primera infancia

go Rivera con el nombre de “alcatraces” en esos mercados aztecas fascinantes. Allí jugábamos de día a las visitas, al doctor, a hacer procesiones religiosas. Y en el invierno, dentro de la casa nos arrastrábamos con los choapinos tejidos de lana (no teníamos alfombras), y cuando el tiempo lo permitía afuera en el patio en una carretilla de madera que usaba el jardinero. Los inviernos me parecían largos, especialmente las tardes de invierno, cuando a través de los visillos de una de las ventanas que daban a la calle, miraba pasar uno que otro transeúnte apurado, mientras llovía interminablemente. Son las primeras sensaciones de tristeza de que guardo memoria… ¿o era solamente hastío infantil? En la cuadra siguiente de nuestra casa, a pocos pasos de la esquina sur poniente con Santa Elvira, había un pequeño establo con unas 4 o 5 vacas donde la gente del barrio acudía a comprar el vital líquido. Nosotros no comprábamos leche allí. Un coche tirado por un caballo nos dejaba cada mañana el blanco líquido pasteurizado en la misma puerta, cambiando envases vacíos de botellas de vidrio anchas que dejábamos cada noche, por otras llenas selladas con tapa de cartón. Esa era la labor del lechero. Un día desapareció ese establo, y en ese sitio, o bien al lado (no recuerdo bien) se instaló una heladería artesanal. Era una galpón con piso de tierra (por eso creo que allí estuvo antes el establo) donde una señora morenita, baja, de agradable semblante, con un bote de helados vendía helados en ”tonguitos” (conos) o vasitos. El “bote de

helados” era un barril de madera donde había un recipiente de aluminio rodeado de hielo que se conservaba más tiempo protegido con sacos de tejido firme. Los helados allí se batían a mano. La electricidad no formaba parte de este aparato artesanal. La dueña era la mamá de quien sería nuestra primera amiga del barrio: la Carmen Perelló. Mi placer era pasar por ese local deseando ver a mi amiguita y que me regalaran un “tonguito”. Carmen Perelló era una niña trigueña, gordita, gran conversadora, que tendría 6 o 7 años cuando la conocimos. Nos encantaba jugar con ella, pero como nuestros padres no nos dejaban estar en la calle por considerarlo peligroso, la invitábamos a casa frecuentemente. Nos entreteníamos mucho, pues Carmen tenía una gran imaginación: nos contaba fantasiosos cuentos o las aventuras de sus vacaciones en la casa de sus abuelos en el campo, en una localidad llamada Coínco. También hacía comentarios muy sabrosos de la vida del barrio y de sus padres. Un día nos transmitió muy impresionada: “El papá llegó a la casa contando que los Mejorales… ¡son aspirinas!” Era la primera vez que una nueva marca envolvía al tradicional remedio para los resfríos, dolor de cabeza o malestar en general. Tanto nos gustaba su compañía que suplicábamos y hasta llorábamos cuando mi madre no nos dejaba ir a buscarla. En cambio cuando lo hacíamos, llegábamos a la heladería llenas de expectación mientras la mamá le cambiaba ropa, la peinaba y, antes de salir, le pasaba un pañuelito bordado y Memorias Familiares

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Primera infancia

limpio para limpiar su nariz. Las tardes se hacían más cortas y más felices con esta amiga que nos contaba cuentos y que llegaba con las historias más fantásticas de Coínco, ese pueblito que nunca supe dónde quedaba. Nuestros vecinos de la casa más al sur eran una pareja mayor, don Avelino Rivas y doña Josefina, su hija Cora y su marido chofer de taxi. Excepto este último, eran pitucos: provenían de una familia de clase alta, y se enorgullecían de tener un pariente parlamentario, Rolando Rivas. Las pocas veces que los visitamos en su casa - porque mi mamá no era muy amistosa con la vecindad y mi papá trabajaba todo el día en la tienda - nos atendían muy bien. La casa era igual a la nuestra, pero a mí me parecía más elegante tal vez por la decoración típica de familia “bien”: mejores muebles y alfombras. Lo mejor para mí era cuando la señora Corita nos ofrecía unos caramelos grandes, ovalados, blancos y con una almendra dentro, de una bombonera de cristal cortado. En su patio trasero había un enorme palto, y Perico, el hijo de la empleada, a menudo trepaba a él y nos lanzaba sus frutos al jardín como gesto de amistad. En verdad, quería llamar la atención de nuestra empleada, la Lucha, una campesina que venía de Buin y a quien él pretendía. Yo tenía mi genio. La Tatito contaba que yo le pegaba a mi hermana mayor o la gritoneaba. Y un día en que Liliana me devolvió la mano, asustada exclamé; “¡Liliana se puso los pantalones!” En otra ocasión, 12

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por una rabieta, me desquité tijereteando un vestido con lunares que me gustaba mucho. Lo arruiné, por cierto. Extraña reacción. Liliana tenía un año y tres meses más que yo y un buen día, debió entrar al colegio. Le buscaron uno en el barrio y escogieron la Escuela Moderna, ubicada en Sierra Bella con Santa Elvira. Era una escuela pequeña, pero privada. Nuestros padres, como todos, querían lo mejor para nosotras y menospreciaban las escuelas públicas donde sólo iban los “rotos”. Al poco tiempo, cuando yo tenía apenas 4 años, me pusieron también a mí en ese mismo colegio, como “oyente” porque no tenía la edad para entrar al kindergarten. Al parecer, echaba mucho de menos a mi hermana y ella a mí. O tal vez, sin ella en casa me aburría y entonces me comportaba más traviesa que lo común. La escuela pertenecía a una profesora morena, de agradable rostro, llamada Antonia, a la que sus familiares más cercanos denominaban Antuca, y todos o muchos de sus pequeños discípulos llamábamos “la Tuquita”. Ella me enseñó a leer. Su hermana mayor, Josefina, que cojeaba al caminar, nos hacía clases de caligrafía. Su hija Gloria, la “Chepita” Mujica, era nuestra compañera en kindergarten. En ese ambiente familiar aprendí a leer casi sin querer a los 4 años de edad. Pero en aquellos años no había aprestos o tal vez el método de aquella escuelita no era tan bueno, porque nunca fui rápida para leer y tenía dificultades en comprensión de lectura según me di cuenta cuando adulta.


Primera infancia

Recuerdos de Liliana

“Yo aprendí mis primeras letras en casa, dirigida por la Tatito. Ella me compró el silabario “Lola y Pepe” y una pizarrita pequeña, que por un lado tenía líneas, como para caligrafía, y por el otro era lisa. Se usaban unos lápices de tiza, color gris, muy finitos, para escribir en ella y una almohadilla de género para borrar. De manera que cuando mi mamá nos llevó por primera vez a una escuela privada del barrio, yo ya sabía leer y escribir. “Recuerdo ese primer día de clases en que Lidia y yo entramos tomadas de la mano y mi mamá nos miraba desde la puerta.” Mamá nos iba a buscar a la salida de clases y pasábamos a comprar el pan a una panadería en Rogelio Ugarte con Santa Elvira, de donde siempre a esa hora se escapaba y nos envolvía un exquisito aroma a pan recién salido del horno. Fue en esa escuela, a raíz de mi precoz aprendizaje de las primeras letras, que mis padres se enteraron de que yo tenía pésima visión. Era tan corta de vista, que una tarde de primavera en que la Tatito nos llevó a Liliana y a mí a jugar al Parque Forestal, corriendo por los prados me estrellé con un alambrado de púa, de esos que colocaban para que la gente no pisara el pasto. Me hice dolorosas heridas porque no lo vi a tiempo. Las profesoras informaron a mamá que yo no veía bien la pizarra y le recomendaron que me llevaran a un oculista. Escogieron a

un gran oftalmólogo de entonces, con oficina en el centro, en calle Santa Lucía, el Dr. Espíldora Luque. Me diagnosticó miopía y astigmatismo de nacimiento y debí usar anteojos desde muy pequeña. Creo que tenía 7 años. Desde entonces no me pude desprender de los anteojos, aunque mi vanidad precoz también me obligaba a quitármelos cuando veía algún chico que me gustaba. Por eso fui de las primeras en usar lentes de contacto cuando aparecieron en las ópticas Rotter y Krauss a mediados de los años 60. Ibamos a misa los domingos a la iglesia de Nuestra Señora del Pilar, en calle Carmen (pertenecía a los Padres Escolapios que mantenían allí el Colegio Hispanoamericano), y al Mes de María todas las tardes de noviembre a una iglesia que quedaba en Santa Rosa a dos cuadras de Av. Matta, o si no, al Buen Pastor, en Av. Matta con Carmen. Yo me sentía atraída por un muchacho que hacía de acólito, y que era más bien gordito y de rostro vulgar, pero le daba un atractivo a esos atardeceres del Mes de María cantando “Venid y vamos todos/ con flores a María...” que culminaban el 8 de diciembre, feriado nacional, Día de la Inmaculada Concepción.

Recuerdos de Liliana

“En casa jugábamos al “Mes de María”. Con nuestra amiga y vecina, Carmen Perelló, para el Mes de María (8 de noviembre al 8 de diciembre) hacíamos procesiones por el patio de la casa. Llevábamos flores, banderines de la YMCA, que mi padre traía de los campeonatos de basket-ball, a los que acudía con mi mamá en las noches, Memorias Familiares

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Primera infancia

y flores. También llevábamos un figura del niño Jesús y cantábamos las canciones típicas de esa celebración : “Venid y vamos todos…” “Aprendimos a jugar Tablero Chino y un amigo de mi padre, hasta muchos años después comentaba que éramos “balas” para ese juego. “Otros juegos que recuerdo muy bien era unas “caritas”… Venían en una caja varios rostros humanos en blanco y también uno de una persona de raza negra. Sueltas venían orejas, ojos, pestañas, cejas, bocas, narices y uno jugaba a hacer diferentes caras con todos esos elementos. “También teníamos unos juegos de bloques de madera para hacer casitas y castillos. Venían con torres, ventanas y puertas, algunos con pedacitos de celofán de colores para que entrara la luz a esos castillos

medor llena de manjares y vemos que de la lámpara colgaban muchos globos inflados, ambas nos largamos a llorar a gritos… La mamá de la cumpleañera no sabía qué pasaba… y no le quedó más remedio que irnos a dejar de vuelta a la casa. “¿Qué había pasado…? Resulta que le teníamos horror a los globos inflados, pues temíamos que se reventaran y produjeran ese horrible ruido. “Jamás olvidaremos ese episodio y hasta hoy en día, ambas le tenemos miedo a los globos, ¡especialmente si alguien los está inflando frente a nosotras!”

“Mi primera bicicleta era amarilla, chiquita y con dos pequeñas ruedas a los costados de la trasera para mantener el equilibrio. El día que le sacaron estas últimas y papá me lanzó con un empujón, sola por la vereda, me sentí feliz, como que volaba. Aún recuerdo el olor del delantal de organdí que Lidia y yo llevábamos ese día, ya que nos vestían iguales y con ropa muy bonita y fina. “Algo que ni Lidia ni yo olvidamos, fue la primera vez que fuimos a una fiesta de cumpleaños solas. Nos dejaron ir porque era en la casa de una amiguita que vivía a pocos pasos, en la vereda de enfrente. Le llamaban Yiyí ( tenía el extraño nombre de Aziyadé Morales). Cuando nos llevan al co14

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En el Liceo 1 de Niñas, Santiago, 1950.


Capítulo 5

Más sobre papá

Divirtiéndose, Guaylandia 1956.

Memorias Familiares

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Más sobre papá

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stamos en los años 40. En casa, papá había comprado una radio RCA Víctor, gran adquisición para la época, donde se podía escuchar la BBC de Londres y saber al minuto qué estaba ocurriendo en el frente de la Segunda Guerra. Era una radio grande, de sobremesa, con un ojo verde que al encenderse era grande y se achicaba a medida que se encontraba el punto justo del dial para escuchar nítido, es decir, para sintonizar bien.

comunicarse con sus proveedores y entre la casa y la tienda. Éramos de los pocos vecinos en el barrio que contábamos con este medio y siempre lo mantuvimos. Fue de los primeros también en tener auto en el modesto barrio en que vivíamos y también entre sus amistades de otros lados. Compró su primer auto, un Fiat Balilla de cuatro puertas, color beige, en el cual salía a hacer trámites y diligencias por su negocio y los domingos, a pasear con la familia. Al parecer, la paquetería rendía frutos.

A papá le gustaban más los alemanes que los aliados (franceses, británicos, norteamericanos), seguramente por la influencia que sobre él ejercieron sus primeros patrones, de Lange y Cía., que eran de esa nacionalidad. Muchas veces invitaba a mamá y a mi tía Carmen al cine Club de Señoras o al Real en el centro de Santiago a ver los noticieros UFA, que exaltaban a los nazis en el desarrollo del conflicto. Cuando no queríamos comer la comida que nos servían, siempre nos decía: “...ustedes mañoseando aquí y en cambio los pobres niñitos en Alemania ¡como sufren de hambre!”

El negocio abría de lunes a sábado todo el día, y cuando mi hermana y yo estuvimos más grandes, además de la Tatito, mi mamá comenzó a trabajar en él, lo que hizo durante casi toda su vida, salvo cuando tuvo que criar sus cuatro hijos. Cerraba solamente en domingo y los sábados por la tarde cuando empezó esta media jornada sabatina en el país, a fines de los años 50.

Pero no era fanático y como contrapartida, escuchaba también las noticias de la BBC de Londres en español y nosotras además, veíamos imágenes de la guerra en los dibujos y avisos de una revista famosa en esos años: el Reader´s Digest, de origen norteamericano pero en español para influir en las audiencias hispanas. Mi papá era muy moderno y le gustaba ir a tono con los avances de la tecnología que dan confort a la vida. Dentro de nuestro medio, fuimos los primeros en tener teléfono a comienzos de los 40. Lo consideró importante para 16

Memorias Familiares

Los domingos por la mañana, papá nos sacaba a pasear a Liliana y a mí. Íbamos a buscar a los Rosenthal y paseábamos por el parque Forestal o por el Cerro Santa Lucía. O bien solamente visitábamos a los Rosenthal, que vivían en calle Andrés Bello cerca de Loreto (hoy Antonia Lope de Bello), en una casona grande, de un piso, con los dormitorios todos enfilados hacia un costado y al otro, un corredor que daba a un largo patio con naranjos. La señora Uba (por Uberlinda) pelaba naranjas y nos convidaba gajos para refrescarnos en el verano, después de mucho jugar con la Shesty y el Tavito. Era una señora buena moza, aunque muy gorda, casi obesa, de pelo crespo y canoso. Siempre sonriente, pero al parecer, gruñona con su esposo, que era chico y delgado, con lo que hacían una pareja algo cómica


Más sobre papá

visualmente. Otras veces mi papá en domingo organizaba paseos en auto con toda la familia, es decir, con mamá y Tatito. Íbamos a recorrer la Gran Avenida, que era un barrio lejano para nosotros y tenía chalets muy lindos. Famoso por “El rosedal”, una grande y popular quinta de recreo donde los adultos iban a comer y a bailar las noches de los sábados y domingos. Fue todo un acontecimiento cuando allí se presentó por esos años el cantante de tangos Alberto Castillo. Todos los amigos de nuestros padres lo comentaban. Una tarde de domingo fuimos con los Rosenthal a la “Quinta Asturias”, un lugar de recreación ubicado en Los Guindos, Ñuñoa. Contaba con un restaurante en medio de un gran terreno con jardines y frondosos árboles. Como era verano, había mesas sobre un suelo de baldosas rojas que servía de pista de baile, y desde un escenario una pequeña orquesta ponía la música en vivo. Nos servíamos refrescos solamente, porque el dinero no alcanzaba para más gastos fuera de casa. Yo siempre pedía, además, “pollito” pero me complacían sólo si se festejaba mi cumpleaños o el de alguien del grupo. Nos entretuvimos mucho con Liliana, Nashesty y Tavito jugando en los jardines y deambulando entre las mesas. Esa tarde había un grupo musical que tocaba tangos, que hacían furor en el Santiago de los años 40. El local estaba muy concurrido. Un cantante interpretaba los temas más en boga mientras un bailarín que vestía camisa celeste – único color que se permitían los varones en aquellos tiempo en que todos usaban camisas blancas -, se deslizaba con su pareja por la pista con mucha habilidad al ritmo de la

canción de Buenos Aires. Al parecer lo hicieron muy bien, porque muchos semanas después comentábamos la destreza tanguera de “el camisa azul”. Otros domingos nos íbamos temprano a Buin, distante unos 40 km al sur de Santiago, a la parcela de los Leiva, unos amigos de la familia muy campechanos en sus modos, pero con un buen pasar. Ese paseo me encantaba. La casa, ubicada en el sector Villaseca, un barrio distante del centro del pueblo, era típicamente campesina, como aquellas descritas en alguna novela costumbrista. Una reja de alambres en forma de rombos separaba la casa de la vereda de tierra de la calle empedrada. En el jardín de entrada corría una acequia con su dulce murmullo. Al fondo se veía la casona con gruesas murallas de adobe, un corredor a ambos lados de la puerta principal y otro que rodeaba el gran patio de tierra de atrás, al centro del cual había una noria. Al entrar, a la derecha había una sala de estar con oscuros muebles antiguos, mesa de patas altas que sostenían plantas, sofás de medallones, poltronas y otras sillas de estilo que complementaban el ambiente de antigua distinción. A continuación de este living estaba el comedor, con enormes muebles de madera tallada oscuros y repisa de mármol blanco donde reposaban fuentes y soperas de porcelana. Una enorme mesa con una lámpara de flequillos nos acogía a todos en un almuerzo muy campesino, con tres o cuatro platos: empanadas caseras, cazuela de ave y carne asada con ensaladas. La presidía la dueña de casa, la señora MerMemorias Familiares

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cedita, una mujer delicada, menudita, delgada, de pelo entrecano que se peinaba con un moño alto sobre la nuca, siempre sonriente y de habla calmada. Estaba viuda desde hacía un tiempo, de modo que el “hombre de la casa” era su hijo Jorge Leiva, el amigo de mi papá, que entonces tendría 30 y tantos años (o tal vez menos, pues cuando una es niña, todos los adultos parecen más viejos de lo que son) y estaba aún soltero. Había otros familiares viviendo con ella o de visita ese domingo. El personaje principal para mí era la empleada, una campesina de unos 16 años, cuyo nombre, Vida, le venía de maravillas: era alegre, de aspecto muy saludable, siempre sonriente y ágil. Era el brazo derecho de la Sra. Mercedita que la quería como una hija. Con Vida íbamos a ver los pollitos al gallinero en la parte trasera del patio, o a mirar los canarios, o al horno a buscar el pan amasado. Después de almuerzo salíamos en auto con mi papá y Jorge a visitar el pueblo de Buin, que quedaba muy cerca. Luego, venía la once con pan amasado, leche al pie de la vaca, mantequilla, mermeladas, miel y otras exquisiteces, para lo cual otra vez la enorme mesa del comedor se cubría de platos, tazas y manjares. Nos volvíamos tarde de Buin, con mucho temor de mi mamá y la Tatito, porque mi papá se había tomado sus buenos vasos de chicha y de vino con Jorge y el tránsito de regreso a Santiago los domingos, aunque mucho menos intenso entonces, también era espeso. En algún momento, papá empezó a dejarse las tardes domingueras para salir solo y entonces la Tatito nos sacaba a pasear. Le encantaba que tomáramos el tranvía número 33 (Avenida 18

Memorias Familiares

Matta) y luego el 36 (Macul) y nos fuéramos a mirar los chalets del barrio alto. Para ella entonces “el barrio alto” eran las hermosas casas en Ñuñoa y Macul, como Los Guindos y otras avenidas de esas comunas del sur-oriente tras las cuales todavía había potreros. A mi abuela soñaba con vivir en una de ellas y después supimos que ahorraba plata de su pequeño negocio en calle Gay con el fin de comprar una para la familia. Otras veces nos llevaba donde sus primas, la Laurita Zúñiga y su hermana, que vivían en el barrio Independencia, en casitas modestas típicas de señoras solas (no sé si solteras o viudas) y pasaban la tarde hablando de enfermedades. Pasaron muchos años antes de que me diera cuenta: eran quienes la acogieron cuando quedó esperando a su hijo y su hermana Maché la echó de la casa en el Cerro La Cruz. La paquetería de Matta 350 abría de lunes a sábado todo el día, y cuando mi hermana y yo estuvimos más grandes, además de la Tatito, mi mamá comenzó a trabajar en él, lo que hizo durante casi toda su vida, salvo cuando tuvo que criar sus cuatro hijos. Cerraba solamente en domingo y los sábados por la tarde cuando empezó esta media jornada en el país, por ahí por los años 50. Papá, entretanto, dormía su sagrada siesta diaria y continuaba saliendo solo y sin indicar destino. Se suponía que se divertía con sus amigos de siempre Augusto Rosenthal, Eugenio Rojas y Julio Menadier, estos últimos, taquígrafos del Senado. Cada vez que armaban un panorama, tal vez con “pericas”, acordaban riendo juntarse en alguna parte “diez para las 7” de la tarde. Era su clave. También se arran-


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caba unos días en el verano con sus “amigotes” a las termas del Flaco o a las de Catillo, donde seguramente se hacían pasar por solteros o separados (papá nunca usó alianza matrimonial) y se divertían mucho los cuatro, a juzgar por los comentarios cifrados que se hacían después en casa. Mamá se quedaba triste, malhumorada, en casa. Y no hallaba nada mejor que… ¡limpiar los ternos de papá! Primero los limpiaba con una escobilla, luego agua con quillay y una vez secos, luego los planchaba. Por eso, cuando nos exigía que preparáramos en la misma forma el uniforme del colegio para el día siguiente, realizar esta tarea en la tarde del domingo me parecía la labor más triste del mundo. Tiempo después supimos que papá tuvo amores extramaritales con una mujer del barrio, y con la cual hubo un hijo llamado Luis, quien murió joven. Yo nunca los conocí, pero mi mamá sí a ambos, cuando iban a pedirle dinero al negocio y durante toda su vida sufrió mucho con esta aventura de mi padre. Las pocas veces en que ambos salían de noche, era todo un acontecimiento. Nosotras nos quedábamos al cuidado de la empleada o de la Tatito. Mi madre tenía ropa muy linda que poco usaba, y se veía muy hermosa cuando se arreglaba. Mi papá le compró un chaquetón de zorros plateados, muy de moda en los años 40, con el que se veía elegantísima, además de los consabidos sombreros con velo sobre la cara y una gran cartera de cuero de cocodrilo café clara. Ella nos contaba que causaba asombro en las casas donde mi papá “la llevaba”, porque no se explicaban por qué, siendo mi madre tan bonita y elegante, la tenía tan escondida en la casa.

En Rogelio Ugarte, en la vereda enfrente de la nuestra, había un chalet muy lindo y moderno, de dos pisos, donde vivía un profesor de dibujo del Liceo Barros Borgoño, don Lucho Solorza, junto a su esposa, la Sra. Rebeca, y su hija adolescente muy bonita, la Kekita. La chica recitaba muy bien, pero no era fácil oírla pues siempre se la veía triste y callada. Años después, ya adolescente, supimos que se había suicidado. La madre era una mujer triste también y llorosa aún antes del suicidio de su hija y al parecer compartía sus penas con mi madre. De vez en cuando visitábamos a los Solorza en su casa y un día mis padres, tras observar que Liliana y yo éramos buenas para el dibujo, nos tomaron unas clases de dibujo particulares con don Lucho. Asistíamos una vez por semana, durante las vacaciones o después de clases y nos entreteníamos mucho. Nuestra amiguita Nashesty Rosenthal también era muy buena para el dibujo y a las tres nos había dado por imitar las caricaturas de mujeres del dibujante Divito en la revista argentina Rico Tipo. Observando esto, mi papá convenció a su amigo Augusto de que le tomara clases de dibujo también y así, una vez por semana, de regreso del Liceo 1, donde también estudiaba, la Shesty venía a casa a almorzar y luego las tres cruzábamos la calle a clases de dibujo con don Lucho. Este panorama nos encantaba. En el 2003 tuve el gusto de revisar algunos de esos dibujos conservados por Liliana, donde se ve los temas que el profesor nos daba para dibujar. Fue divertido conocer cómo interpretábamos cada una a una abuelita, unos peces y una mujer, que por supuesto, era una chicas “Divito”, de gran moda entonces. Memorias Familiares

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CapĂ­tulo 6

Fiestas de San Luis

Lucho y MarĂ­a (sentados), Vicente Ruiz, Blanca,Claudio, Lidia, Gustavo Leiva, Vicente Encina,1968.

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Fiestas de San Luis

i padre era sociable, alegre, fiestero. Y con sus amigos e invitados armaba fiestas donde la música era el centro. Le encantaba el canto y la guitarra. Tal vez porque creció en este ambiente de fiesta en la casa de la tía Maché en el Cerro La Cruz.

ruano que vivía en el barrio y a quien apenas conocía, pero que tocaba hermosos valsecitos de su folclor. Manuelito provenía de Lima y trabajaba en la tienda de telas de sastre que se instaló enfrente de la Casa Baltra, en la esquina surponiente de Rogelio Ugarte donde había estado la primera paquetería.

Contaba que de chico lo mandaban a buscar marineros extranjeros al puerto para que fueran “a pasarlo bien” a su casa, es decir, hacían funcionar la casa como una picada turística donde se podía almorzar platos chilenos con música y alegría. Algo parecido a una casa de remolienda, pero sin el condimento sexo, ya que su familia era muy puritan y apegada a la Iglesia Católica. Muchas veces escuché comentarios de que Domingo Carrera, el primer marido de la tía Maché era “bueno para la botella”. Algo de esto heredó mi papá, que era muy serio y responsable en los días de trabajo, pero cuando estaba de fiesta, se animaba y se tomaba varios tragos demás.

En otra ocasión la invitada de honor fue la cantante folclórica Derlinda Araya, profesional en su oficio que vivía en Rogelio Ugarte casi frente a nuestra casa. Era una señora morena, baja, fiestera, alegre y buena para las bromas. Cantaba en programas de radio y había grabado discos aunque nunca estuvo en la lista de los “hit parade” de esos años.

Hacía amistad con personas que tocaran algún instrumento y los invitaba a su fiesta de San Luis, el 21 de junio (nunca se celebró para su cumpleaños, que era el 3 de enero). A mi papá le gustaba cantar, pero como sabía que no era su fuerte, se esmeraba en llevar el ritmo con maracas, lo que sí hacía bien. Formaba alegre dúo con Vicente Alcayaga, cuñado de la tía Violeta (una vecina del barrio con quien hicimos muy buenas migas), animado cantor que se acompañaba con guitarra. Don Vicho era número puesto en cualquier festejo familiar tocando temas tropicales como “El cascabel”, cuyos versos aún resuenan en mis oídos: “Yo tenía un cascabel/ con una cinta morada/ con una cinta morada/yo tenía un cascabel…” Para un San Luis, papá invitó a un músico pe-

Una tarde llegó a la tienda su hija de unos 7 años, a la hora de más movimiento, cuando todas las clientas del barrio estaban comprando. La chiquilla entró en la tienda y gritó desde la entrada: “¡Mi mamá quiere que le mande un par de calzones… dice que usted sabe la medida!” Eso le hizo tanta gracia a papá, que le contaba esta anécdota a medio mundo. Ante su insistencia, tomé clases con Derlinda Araya y aprendí a tocar guitarra e interpreter su repertorio tonadas, valses y cuecas. Nunca tuve carácter ni voz para emularla como quería papa, y sólo lo hacía a pedido suyo en las fiestas, acompañada por Liliana y solo por complacerlo. Me sentía incómoda actuando frente a otras personas, aunque fueran viejos amigos de la casa. Otro de los artistas que animaban el San Luis era su amigo Julio Menadier (abuelo de la actriz de telenovelas Patricia López-Menadier), un taquígrafo del Senado apasionado por la música y que tocaba muy bien el piano. Como también Memorias Familiares

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Fiestas de San Luis

le gustaba llevar la música a todos lados, había aprendido acordeón. Tiempo después, papá nos hizo tomar clases de acordeón a Liliana y a mí, lo que hicimos de buen gusto, porque ninguna de las dos tenía suficiente voz para cantar con la guitarra y con este instrumento, suficientemente potente, no necesitábamos hacerlo. Liliana aprendió por música (desde chica estudió piano, obligada también) y yo por oído y a cada una nos compró un instrumento. Hacíamos unos dúos estupendos. Nuestro “hit” era “Mi corazón pertenece a papito”, una canción norteamericana que Marilyn Monroe consagró en una de sus películas.

pectacular voz de barítono.

Recuerdos de Armando

“El segundo poema era “Kalabó y bambú,” que años más tarde descubrí se llama “Danza negra” y es del portorriqueño Luis Palés Matos. Con el ritmo que le daba a las palabras, Gutiérrez imitaba los tambores de la selva, lo que me sonaba muy africano. Parece que el Cholo Gutierrez le gustaba mucho la línea afro-antillana/ afro-cubana en la poesía en castellano. Nicolás Guillén cae justo dentro de ese esquema y es muy probable que él también haya recitado poemas de Guillén.

“Hace poco le contaba a algunos amigos como, cuando chico vi en Santiago algo que nunca mas he visto en ningún otro lugar de los muchos donde he estado: en las fiestas de la familia había no solo gente que cantaba y tocaba la guitarra o el acordeón, sino también recitadores que se lucían declamando todo tipo de poemas lindísimos. “El que más recuerdo era el actor argentino Carlos Bianquiet, casado con la también actriz, pero chilena, Alicia Rojas, hermana de su amigo Eugenio Rojas. Lo estoy viendo en el comedor de la casa de Avenida Matta, parado en su escenario imaginario, con su facha de galán de cine de los años 40, muy engreído, con los cabllos bien engominados y una faja bajo la camisa para esconder la guata, recitando poesías con su es-

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Memorias Familiares

“No me acuerdo qué recitaba Bianquet, pero si me acuerdo de los poemas de otros dos recitadores que me impresionaron. “Uno era un señor de la Guay, moreno de piel bien oscura: el Cholo Gutiérrez, peruano, que recitaba dos poemas bien impresionantes. No retuve el nombre, pero recuerdo aquel sobre un abuelito hablándole a su nieto a quien por primera vez vestían con pantalones largos. Al verlo, el abuelo le habla de la vida y lo que significa empezar a ser adulto.

“El otro recitador que me marcó mucho fue cuando - no sé como – llegó a comer a la Av. Matta el poeta costumbrista chileno Andrés Rivanera. Esa fue la primera vez que escuché el poema “Brotes de mi siembra,” y que mas tarde se hizo tan famoso con Jorge Yañez y su grupo “Los Moros.”


Capítulo 7

María Alba, “la mami”

María Alba Montaner Retamales, 1952.

Memorias Familiares

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María Alba, “la mami”

P

or todo lo alegre y dicharachero que era papá, mamá era el polo opuesto: introvertida, retraída y melancólica. Recuerdo que cuando éramos muy pequeñas, para hacernos dormir, o para entretenernos si estábamos enfermas, nos cantaba “La cruz de guerra”, una canción muy triste sobre una madre que pierde a su hijo en la guerra. Años después supe que esa canción se refería a un militar alemán condecorado con esa medalla teutónica histórica que también usaron los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Recordemos que Chile fue neutro durante el conflicto, al revés de la mayoría de los países latinoamericanos que se unieron a los Aliados occidentales. También conocería años después la razón íntima de su tristeza. Nunca hablaba de sí misma, pero después de muchos años con mis hermanos logramos juntar trozos de su vida que nos había contado por separado en distintas ocasiones. Así nos enteramos que era hija de Natalia Retamales, una mujer al parecer muy humilde, con quien nunca se casó mi abuelo, pese a que tuvieron dos hijos: mi madre y un varón llamado Alberto. Mi abuelo los ayudaba económicamente, pero como tampoco tenía muchos recursos mi madre vivió su infancia en un ambiente de pobreza. No terminó la educación secundaria, lo que no se le notaba pues su vocabulario y su forma de hablar eran los de una persona culta. A los 14 años, cuando su madre murió, mi abuelo la rescató del cordón de la miseria. Primero la sacó de los conventillos de Avenida La Paz donde vivía y se la llevó a vivir con 24

Memorias Familiares

la familia Galmes en un sector más acomodado de Santiago. En ese hogar María Alba comenzó a salir de la pobreza. Luego le ofreció llevársela a vivir con él y esposa en Valparaíso, con una condición: tenía que dejar en Santiago, librado a su suerte, a su hermano Alberto y olvidarse para siempre de él. Sin otra alternative, mi madre aceptó. Los Galmes le compraron ropa nueva y un día, por indicación de Ricardo, la pusieron en el tren a Valparaíso. Mi abuelo la estaba esperando en Limache, una estación intermedia. Fue ahí cuando le dijo que tenía que quedarse callada y nunca más hablar de su pasado, ni tampoco tratar de buscar a su hermano menor, el Beto. Le recalcó que si no le obedecía, la iba a llevar de vuelta a la Avenida La Paz. Ricardo Montaner recién se había casado con Blanca Jaimen cuando aportó esta hija al matrimonio, lo que habla muy bien de su esposa. Así, María Allba llegó a un hogar donde conoció a dos hermanastras: Silvandira, la mayor, hija de un desliz anterior de mi abueno, que se había casado con Eleodoro Aranda, un carnicero de la localidad de Casablanca en la Quinta Región. Y en la casa de la Avenida Francia, de Valparaíso, la esperaba la menor, Carmen, única hija suya con Blanca. Silvandira tuvo 10 hijos y era buena moza, muy parecida a mamá, pero en color castaño (mamá era rubia y de ojos azules). Ambas se parecían al padre, que era un hombre alto y apuesto. Ayudaba al sustento familiar atendiendo un kiosco de golosinas en ese pueblo situado entre Santiago y Valparaíso. Nunca supimos quién fue su madre, otra aventura de mi abuelo al parecer. Con mamá se tra-


María Alba, “la mami”

taban cariñosamente de “usted”. Nunca las oí tutearse. De pronto apareció un hermano varón, Octavio Montaner, quien al parecer era hermano de padre y madre de Silvandira. Se trataba de un hombre sencillo, apocado, que por algún motivo era discriminado por mi abuelo, y se mantenía al margen del resto de la familia. No tenía profesión, no le conocimos pareja y apenas podía mantenerse a sí mismo. Las pocas veces que mamá lo invitaba a almorzar a la casa siempre nos llevaba unos regalitos muy sencillos, de madera, de esos que se compran en las ferias y nos los entregaba diciendo: “con todo el cariño de su tío Verdejo”. Mi mamá se informaba periódicamente sobre la vida de Octavio a través de tía Silvandira, las pocas veces que veía a ésta. Años después. Silvandira - separada primero, viuda después - se fue a vivir con un hijo, Patricio, a San Francisco, California. En 1985, cuando Liliana se casó en Saratoga – ciudad del mismo estado - con el ex guardiamarina y entonces experto en informática, Hernán Reyes, viajamos con Claudio y, mama y al regreso, con Valeria la pasamos a ver a su pequeño departamento en el hermoso puerto californiano. Desde allí mandó Silvandira en diciembre de 1992 un saludo a su familia en Chile a través de una grabación en video que me prestó tía Carmen y nunca le devolví ni ella me lo pidió. En ese video, Silvandira aparece rodeada por uno de sus hijos, René Aranda, y por una nieta y una bisnieta. Envía un saludo de Navidad a sus hijos repartidos por Chile, a sus hermanas Carmen y María y a su hermano Octavio

y les pide a todos que la vayan a ver, porque ella – con más de 80 años – no estaba ya en condiciones de viajar. Un día del verano de 1993, su hijo mayor, Jorge Aranda, y su esposa Titina - que siempre fueron muy cercanos con mamá - pasaron a buscar en auto a mamá a la casa de Avenida Matta y la llevaron a Valparaíso a un almuerzo de reencuentro con Octavio. La sorpresa fue grande para ambos, pero especialmente para Octavio, quien estaba bastante anciano y delicado de salud, al cuidado de una señora porteña. En esa ocasión vieron juntos por la pantalla del televisor este saludo de su hermana en San Francisco. Alguien de los concurrentes a este encuentro histórico familiar grabó todo el almuerzo y la conversación entre estos hermanos que no se veían desde hacía más de 20 años. Mi mamá se veía muy contenta de estar con esa parte de su familia y en el video se la ve conversar animadamente con ellos a sus casi 80 años de edad Volviendo a sus años adolescentes en el puerto, mamá asistió al liceo, pero muy pronto dejó los estudios para trabajar con una familia japonesa. Nunca quedó muy claro qué hacía allí, pero al parecer era secretaria y sus patrones la estimaban tanto que a menudo la invitaban a su hogar japonés donde se encariñó con el hijo, Ishiro Sha, un niño del que siempre nos hablaba como un agradable recuerdo. Poco después ingresó a trabajar como secretaria al Banco Alemán, su mayor orgullo profesional. En esa época conoció a Luis Armando Baltra Cabrera, mi padre. Pero el dolor y la pesadumbre de haber dejado a su hermano abandonado a su miseria en Santiago, la persiguió toda la vida. Me lo conMemorias Familiares

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María Alba, “la mami”

tó pocos años antes de morir, en 2008. Cuando crecí, sabiendo que era físicamente muy parecida a ella (porque todos me lo decían), me hice el firme propósito de diferenciarme en el carácter. Yo sería extrovertida, conversadora, alegre, asertiva... Comencé a aprender chistes para contar entre las compañeras del liceo y durante un tiempo me hice famosa por ello. Pero no lo logré plenamente: seguí siendo la “cola” de Liliana, que era más bonita, más atractiva y amistosa por lo conversadora y alegre. Liliana se hacía fácilmente de amigas que la invitaban a tomar once o a fiestas; y yo iba siempre con ella, pues mis padres nos obligaban a salir juntas . Pero debo ser justa con mamá. Cuando no estaba papá cerca, era conversadora y hablaba muy bien. Le gustaba leer e ir al cine. Se sumergía en las historias que contaban las películas, que entendía a cabalidad y las comentaba muy bien. De ella y de mi tía Carmen

60º Aniversario de matrimonio, 1996.

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tal vez heredamos con Liliana ese amor por el cine. Además, mamá tenía una visión autocrítica de su vida y nos estimulaba siempre a tener un camino distinto al suyo: “estudien, tengan un título, aprendan inglés”, era su constante receta para “ser independientes del marido” y llevar una vida mejor. No se quejaba de mi papá delante de nosotras mientras fuimos chicas, pero se percibía que no era feliz con él. Años más tarde, ya cercana a la muerte, en sus alucinaciones por los medicamentos que debía tomar para frenar el Parkinsonismo que sufría, veía a mi papá como el “villano” y alegaba que no quería morirse para no encontrarse con él en el más allá. Sin embargo, cuando aquella mañana del 13 de febrero de 2000 lo vio amanecer muerto en el departamento de calle Coventry, en Ñuñoa, donde papá vivió sus últimos días, las auxiliares que los cuidaban la oyeron decir: “¡Cómo quise a este hombre y nunca se lo dije!”


Capítulo 8

Vacaciones en Valparaíso

María, Ricardo, Lidia y Liliana, Valparaíso 1943.

Memorias Familiares

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Vacaciones en Valparaíso

E

n el verano de los años 40 tomábamos el tren a Valparaíso en la Estación Mapocho para ir de vacaciones con mamá a la casa de su padre Ricardo Montaner Rojas. Allí vivía con la única mujer con quien se unió legalmente, Blanca Jaimen, y con la hija de ambos, Carmen, que entonces era una jovencita. Esa casa en la Avenida Francia, a los pies de uno de los 50 cerros de Valparaíso, el cerro La Cruz. es inolvidable. Mi abuelo administraba los ascensores de cinco de ellos: Los Placeres, El Peral, San Agustín y La Cruz, que quedaba justo en su casa. La casa se la daban como parte de su contrato de trabajo y desde allí podía vigilar de cerca el funcionamiento de al menos ese ascensor. Me fascinaba esa casona de tres pisos amarilla y con puertas y ventanas café al final de la Avenida Francia. Desde el ventanal del comedor al interior veíamos subir y bajar constantemente el ascensor del cerro La Cruz lleno de pasajerosa al mediodía y por la tarde. Desde la calle, había que subir primero por una escalera de cemento junto a todos los pasajeros del ascensor, muchas veces en fila para acceder a él. Luego, en un rellano a la derecha, nosotros nos desviábamos hacia la puerta de entrada de la casa del abuelo. Cuando desde arriba nos abrían la puerta y entrábamos a la casa, volvíamos a subir por una escala ahora de madera obscura, cubierta con un linóleo azul petróleo y dibujos amarillos con unas barras de bronce pulido que la sujetaban a cada escalón. En el primer rellano de la escala, a la izquierda, estaba el gran salón para las visitas, cuyos ventanales daban a la Av. Francia. El salón era grande, con el suelo cubierto también por linóleo azul, y lucía lindos muebles antiguos, tipo medallón, y con mesitas de patas altas a los 28

Memorias Familiares

costados que sostenían jarrones o maceteros con plantas. Lo principal allí era el piano de la casa, un piano negro brillante, con candelabras de bronce a cada lado, que nuestra abuelita (le decíamos “tía” Blanca) tocaba muy bien. Cada cierto tiempo le pedíamos que tocara algunas piezas. La preferida de mamá era el vals “Desde el alma”. Carmen, que entonces era una jovencita de unos dieciocho años, también lo interpretaba. Al lado de este salón había una habitación para “alojados” que ocupábamos con mamá. Tenía un enorme ropero y un peinador-cómoda con un lavatorio y jarro para el agua de loza floreada muy lindos. Completaba el juego para el aseo personal un recipiente con tapa para botar desechos u orinar por la noche, porque el único baño de la casa quedaba en el piso de más arriba. Retomando la escalera cubierta de linóleo se llegaba al hall de distribución con muebles de mimbre, que se usaba para visitas más informales como un vestíbulo de paso. Daba al comedor, a la pequeña cocina situada al lado del ascensor y por el otro estaba el baño iluminado por una claraboya. Enfrente de estas dependencias, hacia el lado de la calle, había una pequeña escalera de cinco escalones por donde se llegaba a los dormitorios de los dueños de casa. A la izquierda el grande del matrimonio Ricardo y Blanca, y a la derecha, uno más pequeño que ocupaba Carmen, ambos muy iluminados por sendos ventanales que daban hacia la Avenida Francia. Mi tía Carmen era de regular estatura, morena y regordeta. Ondulaba sus cabellos negros con una “permanente” y se maquillaba discretamente con polvos, colorete y lápiz labial. Al igual que su mamá, era muy católica, educada en el colegio de las monjas francesas y estaba empezando a trabajar como secretaria en una firma por-


Vacaciones en Valparaíso teña. Era alegre y muy cariñosa con nosotras. Le fascinaban el cine, la lectura, la música, la filatelia, la numismática. Tenía lindas colecciones de estas últimas en su entretenido escritorio de madera clara y tapa de acordeón que se cerraba bajando en curva. Si el dormitorio de los abuelos era grande, con muebles pesados, imponentes, el de Carmen era alegre y soleado. Todo lo que allí había me parecía atractivo. Allí nos entreteníamos con Liliana dibujando, escribiendo o mirando las colecciones de estampillas cuando su dueña nos lo permitía. Nos levantábamos temprano para tomar el desayuno todos juntos en el gran comedor de la casa, que tenía una enorme mesa, dos aparadores de madera oscura brillante con espejos, una mesita de arrimo y una máquina de escribir junto a la ventana por dónde pasaba el ascensor. La máquina de escribir Underwood era de la tía Blanca, quien también de joven había trabajado como secretaria y después la ocupó su hija Carmen. El “tío Ricardo” (así le decíamos, nunca abuelo) era serio y de pocas palabras. Alto, gordo, sonrosado, de ojos verde azulados pequeños, le gustaba bromear con Liliana y conmigo y nos sonreía a menudo. Acogía con risas nuestras preguntas o comentarios infantiles. Tía Blanca tenía un humor muy especial: con rostro serio hacía comentarios agudos y divertidos. A la pregunta por el menú que nos esperaba y que ella misma había cocinado, nos decía: “se llama come y calla”. Y el tío Ricardo, en medio de risas ahogadas, agregaba que de postre habría “volada en cartucho”. Se trataba de un postre de maicena muy rico que preparaba tía Blanca. Hasta mediados de 2006, esto es todo lo que podía contar de mi abuelo Ricardo Montaner. Pero su hija Carmen - que vivía mitad en Valpa-

raíso y mitad en Santiago y venía a almorzar al menos una vez al mes a nuestro departamento de la Plaza Ñuñoa -, un día de julio de ese año me trajo un sobre con una leyenda escrita por su propia letra: “Memorias inconclusas de Ricardo Montaner Rojas, mi padre, que le dejó a su nieta Lidia Baltra Montaner”. Le agradecí mucho la deferencia, sabiendo que era ella quien me hacía depositaria de esas memorias y no mi abuelo, que no alcanzó a saber de mi afición por la escritura. Eran 47 páginas manuscritas en un papel amarillo con membrete de la Liga Marítima de Chile – Valparaíso, donde con tinta ya ennegrecida y esa caligrafía menuda y pareja típica de persona antigua, de comienzos del siglo pasado, mi abuelo manifiesta una tendencia artística e intelectual que ninguno de sus nietos imaginó. Explica su escrito cómo el impulso incontenible de una persona, un artista, destinado a abrir su corazón porque “los artistas como los escritores, no deben tener secretos, sus almas de las que sus obras son reflejo y traducción, pertenecen al público…” Y luego de varias divagaciones donde demuestra su cultura literaria citando a Zola, Daudet, Fray Luis de León, narra detallada y apasionadamente la sublevación de la Escuadra en Valparaíso a fines del siglo XIX, es decir, los comienzos de la Revolución del 91. Lo más sorprendente es que toma partido por el Presidente Balmaceda. Estas Memorias de mi abuelo han sido una revelación. Siempre pensé en él y su hogar como la cuna del conservantismo, tal vez por la imagen de mi tía Carmen, tan religiosa y casta (nunca se casó y nunca le conocimos una aventura amorosa). Lamento no haber conocido mejor a mi abuelo, un hombre que vivió la experiencia de la guerra civil del 1891 en su Valparaíso, corazón Memorias Familiares

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Vacaciones en Valparaíso

mismo de la revuelta, y murió de una hemiplejía en noviembre de 1962, cuando comenzaba a disfrutar de su jubilación.

la muralla amarilla de nuestro patio, era hora de salir a pasear. Y le decía : “Madrina, ya es hora de ir a los juegos!”

Recuerdos de Liliana:

“Desgraciadamente, nuestro buen amigo Augusto Rosenthal, le pidió la casa a mi padre porque la necesitaba para una prima, (lo que no era cierto; después supimos que era porque la iba a vender, ya que necesitaba plata para construirse una casa en el elegante barrio alto de El Arrayán al tope de la comuna de Las Condes).

“Cuando mi mamá quedó esperando a mis hermanos mellizos, nosotras teníamos 7 y 6 años respectivamente. Desde Valparaíso vino a acompañarnos la madrina Lidia, por quien bautizaron a mi hermana con su nombre. Era la madrina de Lidia y prima de mi papá. Tenía un solo hijo, y tal vez ya estaba en la Escuela Naval y ella disponía de tiempo libre como para venirse a Santiago a vivir un tiempo con nosotros. “Ese verano, al pasar el calor, tipo cinco de la tarde, ella nos llevaba a los juegos de la Avenida Matta, con típicos columpios, balancines y resbalines. Yo sabía que cuando la sombra de cierta hoja de parra, con su respectivo pampanito, se reflejaba completamente en un lugar de

“Nos mudamos a otra casa en segundo piso, en la misma calle Rogelio Ugarte, a pocos pasos de la paquetería. ¡La casa era horrible! El comedor era oscuro, sin ninguna ventana y había que encender la luz para comer o almorzar allí. El baño ¡desastroso! Pero había que acatar la voluntad de mi padre: él quería almorzar en su casa todos los días y después dormir una breve siesta antes de volver a su negocio”.

(Desconocida), María, (Desconocida), Carmen, Liliana, Lidia, Playa Torpederas, Valparaíso 1941.

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Memorias Familiares


CapĂ­tulo 9

Rogelio Ugarte 1118

Liliana, MarĂ­a, Blanca, Blanky, Lidia, Armando, 1948.

Memorias Familiares

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Rogelio Ugarte 1118

D

e nuestra casa de Rogelio Ugarte casi esquina Santa Elvira, nos pasamos a otra más fea en esta misma calle, conveniente porque quedaba a pasos de la tienda, es decir, de Avenida Matta. Nuestro nuevo domicilio se situaba en Rogelio Ugarte 1118, era de altos (es decir, constaba sólo de un segundo piso), tras una larga escalera. Tenía dormitorios sin luz natural, salvo los dos únicos que daban a la calle, uno de los cuales era para nuestros padres y el otro para Liliana y yo. Había un hall de distribución al medio que se usaba también como comedor de diario, dos habitaciones oscuras, una para comedor y otra para sala de estar donde se instaló el piano que le compraron a Liliana para las clases que por años debió tomar con este instrumento. Allí, en marzo de 1945, poco antes de que terminara la Segunda Guerra, llegaron los mellizos, Armando y Blanca, mis hermanos siete años menores. Nos repartíamos la tarea: un bebé cada una, y nos disputábamos a la niña, ya que el varoncito nos parecía más llorón.

Recuerdos de Liliana

“Cada una adoptó un bebé… Yo tome a Armando y Lidia a Blanky. La ayuda consistía en darles sus patitos de agua de apio, entretenerlos con sus cascabeles o juguetes o mecerlos en sus cunas cuando lloraban”.) En un comienzo lo hacíamos de buena gana, pero con el tiempo nos impacientábamos rápidamente. Un día que estábamos hartas de cuidarlos, para aliviar la tarea inventamos el siguiente verso – que nos record Armando 32

Memorias Familiares

que les cantábamos en medio de los llantos: “Aquí tienen ustedes / a los mellizos meones Uno se mea en la cama / y el otro en los calzones” A esa casa llegaban a visitarnos nuestros amigos Nashesty y Tavo durante las vacaciones o bien, los sábados o domingos por la tarde. Ellos se habían mudado recién al enorme chalet, de color rosado, elegante y estrafalario para los tiempos, que don Augusto se había hecho construir con grandes esfuerzos económicos en pleno corazón de El Arrayán en los años 50. Allí los visitábamos los domingos por la mañana con papá en auto y a veces, en tiempo de vacaciones, nos quedábamos unos días. Era una residencia moderna y elegante totalmente opuesta a la nuestra. En Rogelio Ugarte 1118 mis papás hicieron una gran fiesta para celebrar el primer año de los mellizos. De Viña del Mar vinieron los padrinos de Armando: Humberto Jiménez y su buena moza esposa Fresia; y de Valpaaraíso, los de Blanky: Ricardo y Blanca, nuestros abuelos maternos. Por supuesto, llegaron los amigos de siempre, Guillermo y Violeta Alcayaga, los Rosenthal, los Rojas, los Menadier con su acordeón y la Lucha Arancibia que tocaba el piano desde la sala de estar, frente al hall principal. Lucha, una alegre solterona que siempre estuvo enamorada de papá, riendo comentaba que nunca se había podido casar porque en las fiestas siempre estaba sentada al piano, dando la espalda a sus posibles pretendientes.

Recuerdos de Liliana


Rogelio Ugarte 1118

“Corría el año 1945 y con la ayuda de nuestro amigo Rosenthal pudimos entrar al prestigioso Liceo Nº 1 de Niñas, donde estudiamos hasta el año 1955. De esos años recuerdo los apagones de luz en invierno debido al racionamiento de la energía para todo el país… Para hacer las tareas teníamos que usar velas o lámparas a carburo… que echaban un olor pésimo. “En casa teníamos dos empleadas puertas adentro desde que nacieron los mellizos: una cocinera y una niñera. Como ambas vivían en la casa en esas noches sin luz, nos contaban cuentos terroríficos del Diablo: que se aparecía frente un espejo si colocábamos una fuente con agua y dos velas a cada lado de ella. También contaban historias del diablo en el campo. Si subías a un cerro en la noche y hacías una cruz con azufre en el suelo, se te aparecía Satanás, que vestía de negro y tenía dientes de oro… “Un recuerdo más agradable es el siguiente. Mi mamá tenía un dormitorio para ella sola con los mellizos. Mi papá, otro para él, porque ¡el llanto de los bebés no lo dejaba dormir! Entonces, en las mañanas de domingo, Lidia y yo nos íbamos a su cama para que nos leyera historias de la revista norteamericana mensual Readers’ Digest. Entre ellas hay una que recuerdo con emoción hoy: muy pronto se podrían ver películas desde su propia cama, con un aparatito que se podría poner encima de “esa cómoda”, nos dijo, indicando el mueble que estaba a su lado. “Mi papá fue quien nos hizo adictas al cine. Todos los domingos en la mañana nos lle-

vaba al Teatro Metro en la calle Bandera del centro de Santiago, a las matinales para niños. ¡Cuántas cosas lindas vimos allí! Por ejemplo : documentales como los Voladores de Papantla, que hoy puedo ver en vivo y en directo aquí en el Parque de Chapultepec de Ciudad de México. Y los hermosos bailes y vestimentas del Istmo de Tehuantepec. Los cortos de Tom y Jerry eran nuestros favoritos en esos años, junto a las series de La Pandilla, con “Alfalfa”, un pecoso muy simpático; los Tres Chiflados, que no me gustaban para nada”). De la Escuela Moderna de barrio pasamos al Liceo Nº 1 de Niñas “Javiera Carrera”, en Compañía con Amunátegui, pleno centro de Santiago, que era considerado pituco porque sus directoras habían sido siempre señoras de importantes apellidos: Rosaura Dinator de Guzmán en un tiempo y el año que ingresamos, 1945, doña Marina Silva de Schnake, profesora de francés condecorada con la Legión de Honor en Francia, donde había hecho estudios de postgrado. Y también porque, a diferencia de los otros liceos donde iban los niños y niñas de clase media típica, el Liceo 1 no era gratuito: se pagaba el medio pupilaje obligatorio; es decir, se almorzaba en el colegio y esto tenía un costo. La jornada comenzaba a las 8 y media de la mañana terminaba a las 3 y media de la tarde. Era un casona enorme, antigua, con un edificio más reciente (la escuela-anexa) de hasta tres pisos. Contaba con enormes salas, patios de recreo, comedores, teatro (con hermosas cortinas de felpa azul), biblioteca, laboratorio de química, enfermería y clínica Memorias Familiares

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Rogelio Ugarte 1118

dental, gimnasio equipado, y hasta piscina temperada. Con Liliana entramos juntas a tercera preparatoria, es decir, tercer año básico y nuestra primera profesora fue la señorita Modesta Herrera, una mujer morena, sin una gota de pintura en el rostro, de moño en la nuca, donde se enrollaba una gruea trenza. Se enorgullecía de sus hábitos naturistas que nos trataba de inculcar, tales como hacerse friegas con agua fría en el baño todas las mañanas, invierno y verano, a lo largo del cuerpo y en determinada dirección (arriba-abajo). Cursamos allí todas las preparatorias (seis años de enseñanza básica), que constituían una escuela anexa al liceo, pues se suponía que los liceos sólo impartían enseñanza secundaria (la primaria se hacía en las escuelas públicas primarias) y hasta el día de hoy conservamos amigas de esos tiempos, como Cecilia León y Gabriela Gutiérrez. Liliana ha sido más fiel con estas amistades que yo, pero como fueron compañeras de curso de ambas con gusto he usufructuado de ellas. También fue compañera de esos años la actriz Anita Klesky, fallecida en 2001 de cáncer. Recuerdo que Anita era una persona retraída, algo extraña en su comportamiento. Ya adulta comprendí que se sentía discriminada por ser judía, condición que ocultaba tal vez para no sufrir más discriminación. Eran tiempos post Segunda Guerra Mundial y seguramente ella y su familia estaban traumadas por lo que había ocurrido en la Alemania nazi. Años después fui amiga de Teruca Corde34

Memorias Familiares

ro, Elena (Moni) y Cuqui Torres, que también estudiaban allí en esos mismos años. Y más tarde, fueron alumnas de ese liceo las Ministras Michelle Bachelet y Soledad Alvear, bajo el gobierno de Ricardo Lagos, la primera de las cuales llegó a ser la primera Presidenta mujer del país y la segunda, primera Cancillera. Papá nos iba a dejar en auto al Liceo todas las mañanas, junto con Hildita Sánchez, hija de una vecina y clienta de la tienda, y también con una prima de ella, Nidia, que vivía en el campo y que se vino a la capital - hospedándose en casa de sus tíos - para estudiar también en nuestro Liceo. En retribución, por la tarde, a la salida de clases, su mamá, la señora Hilda, nos iba a recogar para llevarnos en tranvía a casa. Era una mujer muy elegante que lucía tenidas distintas cada día, con sombrero y guantes, además de cartera y zapatos que combinaban a la perfección. Con ella cruzábamos todo el centro caminando largas cuadras por Compañía, desde Amunátegui hasta Estado o San Antonio para tomar el tranvía que nos llevaría a la Avenida Matta. La señora Hilda y su marido, un argentino bien pintoso también, nos acogían con mucho cariño cuando en las tardes libres de clase la Hildita nos invitaba a jugar en su casa de calle Lira casi esquina de Matta. Ella y su hermano tenían colecciones enormes de revistas argentinas famosas de la época como Patoruzito, Billiken y otras, y a nosotras con Liliana nos encantaba sentarnos a leerlas, lo que preferíamos a salir a la calle a jugar a la pelota, para disgusto de nuestros jóvenes anfitriones.


Rogelio Ugarte 1118

En Rogelio Ugarte 1118 festejamos nuestra Primera Comunión en 1947, que realizamos junto a todas nuestras compañeras del Liceo 1. Después de asistir a las obligadas clases de catecismo en el Liceo por varios meses, llegó el día de la ceremonia, efectuada en la iglesia de los Padres Franceses en Alameda. No recuerdo mucho la ceremonia en sí, pero de seguro nos veíamos lindas vestidas con nuestros mejores vestidos de organdí blanco. Luego se sirvió un desayuno con chocolate a todos los presentes. Y cada una de nosotras tenía una fiesta particular en casa a la que vinieron los abuelos de Valparaíso.

Recuerdos de Liliana

“Organizamos muy seriamente la fiesta de nuestra Primera Comunión en casa. Hicimos un programa en papel con dibujos alusivos a la Primera Comunión del cual entregamos copias a todos los invitados. “Indicaba quienes participaban y en qué actividad. Uno de los números principales era Juanita Martínez, hija de Agustín Martínez Hermoso, amigo de la Guay (YMCA), que estudiaba danza. Llegó con sus zapatillas de danza, su vestido de tul y su disco 78 con el “Danubio Azul” en la mano, que bailó esa tarde en el living de nuestra casa. “Otra “artista” en esa oportunidad era Lucía Brañes, compañera del Liceo que contaba chistes. No me acuerdo de otras participantes, pero de seguro que había varias que cantaban o recitaban”). Por esos años de pre adolescencia con Nashesty comenzamos a interesarnos por

los chiquillos del sexo opuesto (nuestro colegio era solamente de niñas). Allá en El Arrayán donde vivía ahora, Nashesty tenía amigos de su edad y uno de ellos, el Noli, era el favorito de todas. Pero también coqueteábamos en mi barrio, cuando desde el balcón de nuestra habitación veíamos pasar a varios chicos en bicicleta por calle Rogelio Ugarte, algunos de los cuales miraban insistentemente al balcón, sobre todo cuando estaba Nashesty de visita, pues era alta, buena moza, blanca y de cabellos negros lisos. Ella fue mi primera rival. Recuerdo que una empleada de la casa, la Adriana (que era muy compinche y con quien aprendí a fumar¡ a los 7 años!), le preguntó a uno de los chicos que miraba hacia arriba desde la acera, que cuál de las dos - Nashesty o yo - le gustaba. Y él, muy azorado, dijo “la de colorado”, y yo llevaba puesto un chaleco rojo, pero Shesty dijo que había dicho “la de morado”, porque ella llevaba un sweater azul marino que a la distancia, explicaba, podía confundirse por morado. Sin embargo, yo, sin saberlo, tenía un enamorado más cerca: el Tavito, hermano menor de la Shesty. Un día que estaba de visita en la casa, me robó un beso a la pasada. Yo me sentí sorprendida y ruborizada ante la audacia del hermanito menor cargante de nuestra amiga. Ciertamente, nosotras nos fijábamos en chicos mayores. Pasaron los años y supe que ya de joven adulto descubrió su homosexualidad y tal vez la asumió, no soportó los prejuicios de nuestro puritan país y se fue a trabajar a Alaska. Nunca más lo vimos. Memorias Familiares

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Capítulo 10

Sierra Bella 1315: con TBC

A

fines de los años 40 nos mudamos de Rogelio Ugarte 1118 a una casa de un solo piso que había comprado la Tatito con ahorros de su trabajo en la Paquetería “Lita”. Situada también en el barrio Avenida Matta, en Sierra Bella 1315, cerca de Santa Elvira, quedaba a cuatro o cinco cuadras del negocio. A todos nos gustó porque era una casa mejor: más moderna que la anterior, de un piso y fachada continua. Tenía seis habitaciones y un inmenso hall bien iluminado por una claraboya y con una chimenea (que no funcionaba). Papá nos instaló en él una mesa de pimpón donde jugábamos con él (llegué a ser bien buena) y donde hacíamos las tareas al volver del liceo. Cuando vivíamos allí, un día de 1949 mi papá llegó con mucho orgullo a mostrarnos el nuevo auto “importado” que había comprado: un De Soto de 1948, un lujo en esos tiempos. Era azul, sus neumáticos llevaban banda blanca y por dentro, los asientos eran de felpa gris perla que pronto se cubrió con un feo tapiz a cuadritos para protegerlos. A partir de entonces, sus amigos le decían “el magnate Baltra”. Con ese auto, suave como una cuna, hicimos muchos paseos fuera de la ciudad en los días domingo. Por ejemplo, íbamos con frecuencia los domingos a la parcela que el tío Guillermo Alcayaga y la tía Violeta tenían en Pirque. Violeta Frigerio era una vecina y clienta del negocio, alta, rubia, buena moza y muy conversadora, que se hizo muy amiga de la familia. Era un lugar con sembrados y muchos árboles frutales, que tía Violeta cuidaba y comerciaba. Allí seguí conociendo la vida del campo que 36

Memorias Familiares

había comenzado en Buin. Aparte de huertas y árboles frutales, los tíos tenían caballos, vacas, chanchos, aves y los infaltables perros. Los visitábamos casi todos los domingos. Como nos agradaba ir a pasear allá, llevábamos el almuerzo o gran parte de él, pues los Alcayaga no eran de grandes recursos y no queríamos cansarlos demasiado ni hacerlos incurrir en gastos por recibirnos tan seguido. Un verano papá consiguió que nos invitaran a Liliana y a mí veranear a esta parcela por unos quince días. El llegaba los domingo con mamá a vernos con las provisiones necesarias para ese día y para nuestro sustento del resto de la semana. Ese verano en Pirque aprendimos con Liliana a disfrutar la vida campestre: íbamos buscar leche al pie de la vaca a un establo cercano y allí probé por primera vez “el apoyo”, que es una leche gruesa, muy desagradable, del primer chorro que da la vaca destinada a su ternero. La tía Violeta nos llevaba en “el coche”, que era un tilburí (carro de dos ruedas tirado por un caballo, con un asiento) que ella misma conducía en el pescante, y nos llevaba a pasear por Pirque. A veces llegábamos hasta Puente Alto, que quedaba a pocos kilómetros. ¡Era una fiesta viajar en ese coche! También en esas vacaciones leí a escondidas la famosa novelita erótica “El caballero audaz”, que estaba en unos viejos estantes de libros en la galería de la casa. Y más de una vez le robé un cigarrillo a la tía Violeta y me iba a fumar al potrero, pues ya me gustaba ese vicio que había conocido de muy chica con Adriana, la empleada fumadora. Pero travesuras aparte, disfruté a concho la


Enferma en Sierra Bella 1315

experiencia de vivir en el campo, gozando del silencio, respirando aire puro y despertando con el trinar de los pájaros.

lares y gratuitas con la Sra. Elena Zamorano, la misma profesora nuestra en el liceo, que vivía en el barrio.

Pero ningún verano dejábamos de ir por otros diez o quince días al campamento Guayápolis, en El Tabo. Tanto disfrutábamos allí, que fue triste, tristísimo para mí cuando al enfermarme yo del pulmón, debimos cambiar el lugar de vacaciones. Tuve “sombra al pulmón”, como se llamaba entonces al “complejo primario” de la TBC, pero uno detectado a tiempo. Se produjo tal vez por un resfrío mal cuidado después de unas vacaciones en el campamento de Guayápolis. El verano de 1950 no pude veranear allá porque el clima húmedo y frío de la costa me sentaba mal.

“La Zamorano” era comadre de Liliana, pues le tomó tanto afecto que le pidió que amadrinara a su segundo hijo, nacido de un matrimonio tardío con un italiano refugiado de la guerra que se vino a Chile a vivir con ella. Visitaba la tienda a ver a mis papás y nos convidaba a su casa, una que se estaba construyendo con grandes dificultades en el barrio alto. Después la veíamos en otra pequeña de veraneo que le construyó su marido italiano en Punta de Tralca. Nos frecuentábamos mucho con ellos, pese a que Liliana no le gustaba mucho esta profe.

A comienzos de los años 50, recién se empezaba a usar la estreptomicina para combater al bacilo de Koch. Me lo recetó un médico muy bueno, el Dr. Héctor Borel, que tenía su consulta en Arturo Prat con Franklin. Nos lo recomendó la Sra. Marta Lechuga, una enfermera del barrio y clienta de mis padres, que generosamente se encargó de ponerme las inyecciones a diario y en forma gratuita. Nunca aceptó pago alguno.

Matemáticas estudié ese año con su hermana Luisa Zamorano que vivía en calle Santa Elena, cerca de Avenida Matta; y castellano, con la Srta. Estela Miranda, nuestra profesora-jefe en el liceo, a quien le teníamos simultáneamente respeto por sus enseñanzas y terror por lo exigente, por su mal genio y por su aspecto. Era medio deforme: flaca, pequeña, curca y suplía su miopía con grandes anteojos “poto de botella”. Cuando ponía orden en la sala, sus enormes ojos azules miopes vagaban por la sala con una mirada de hielo. Infundía miedo. Pero en su casa, donde me hacía las clases particulares, era suave, casi dulce y me enseñaba con mucha paciencia y dedicación.

Pasé dos meses en cama, pero con esos cuidados logré sanar completamente, pero ese año no pude asistir al colegio. Como me angustiaba tanto quedarme repitiendo, pese a que estaba adelantada un año, mis padres consiguieron que diera los exámenes en forma particular ante una comisión designada por el Ministerio de Educación. Liliana me prestaba sus libros y cuadernos para que yo siguiera las materias y en cuanto pude levantarme y salir, tomé clases de Historia particu-

Además, tuve los siguientes apoyos tomando clases pagadas: biología con una profesora joven en calle Los Talaveras en Ñuñoa; Inglés, con Eliana Zambrano, una mujer joven también a quien le sonaban las tripas mienMemorias Familiares

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Enferma en Sierra Bella 1315

tras me hacía clases. Años después sería compañera de departamento con Liliana, cuando debió irse a trabajar a la Universidad de Chile en Antofagasta. Así, con la ayuda de tantas, me preparé para dar exámenes privados. En ese año que estuve recluída en casa, escuchaba solo Radio Minería, la de mayor sintonía. Por las mañanas me entretenía con “Discomanía”, el famoso programa de música popular que animaba el locutor Raúl Matas primero y luego su sucesor Ricardo García. Ambos eran de gran calidad, pero fue con este ultimo, más joven, que comenzó a conocerse en Chile el oficio de “discjockey”. Por las tardes, Ricardo García – que tendría un gran desarrollo años después como como difusor cultural y persona comprometida con la justicia social - comenzó conduciendo el programa de la tarde “Feliz cumpleaños” y las calcetineras se morían por este locutor alto y buen mozo.Y en otro, que retrataba su esencia, leía pasajes de novelas de Zilahy Lajos o Stefan Zweig, autores en boga. Recuerdo que cuando caí enferma, me fue a ver uno de los amigos del campamento, Ralph Ernst, que era un chiquillo bastante buen mozo, de ojos claros, algo tosco, que había comenzado a estudiar para detective en la Escuela de Investigaciones. Yo nunca me di cuenta de que le gustaba y siempre pensé que iba por ver a Liliana… Cuando llegaba a verme y yo estaba en cama, si Liliana no había llegado del colegio mamá me acompañaba. En los años 50 no se concebía que yo pudiera quedarme sola en mi dormitorio con un muchacho. Por eso 38

Memorias Familiares

me chocaba tanto treinta años después, cuando mi hijo Ignacio, de 14 o 15 años, se encerraba con su pololita en el dormitorio en la casa de Sacramento. O cuando una mañana sorprendí a Valeria en la pieza de empleada donde se había “arranchado” para tener más independencia, durmiendo plácidamente junto su pololo de entonces, desnudos ambos… Cuando se me pasó la fiebre que me aquejaba principalmente por las tardes, el médico me autorizó a leer, que era una de mis entretenciones favoritas, pero a la que nunca había podido dar el tiempo suficiente. Cuando estaba sana, porque debía estudiar y hacer tareas para el colegio o bien, ir a la tienda – al igual que Liliana – para ayudar a vender. Aunque mi papá se preocupaba de que fuéramos buenas estudiantes, no le gustaba que leyéramos novelas, salvo que fuera obligatoria por el plan de estudios; lo encontraba una pérdida de tiempo. A mi abuela Tatito menos. Ella leía el diario con dificultad, susurrando las palabras y ayudada por una lupa. Era una semi-analfabeta por desuso. Prefería escuchar la radio y estaba enterada de todo cuanto pasaba en el país, o al menos, lo que a ella le interesaba. Por eso, cuando me hablaba y yo no respondía porque estaba absorta, leyendo, me retaba y se refunfuñaba: “¡Ya está otra vez la Lita metida en sus libros!” Y papá, cuando nos veía leyendo novelas, nos llamaba de inmediato a “hacer algo útil”, es decir, ir a la tienda a trabajar. Aunque también nos compraba enciclopedias y libros de buena literatura clásica que le vendía su amigo de la YMCA Agustín Martínez Hermoso, papa de Juanita.


Enferma en Sierra Bella 1315

Pues bien, ese año que estuve enferma leí grandes novelones, como por ejemplo folletines de capa y espada como “Los Tres Mosqueteros” y otras del estilo, como las aventuras del Conde de Nevers. También leí biografías escritas por Stefan Zweig. Papá me enseñó otro pasatiempo para mis obligados meses de reposo: seguir las carreras de caballo del Hipódromo o del Club Hípico haciendo apuestas imaginarias, mirando las guías y resultados que aparecían en los periódicos. La reclusión en cama primero y en casa después, es difícil a los 12 años. Me mejoré completamente al cabo de un año, di los exámenes y pasé de grado, de modo que en 1952 me reintegré al mismo curso con Liliana y mis antiguas compañeras del liceo, lo que me hizo muy feliz. Para mí era atroz solo pensar en repetir un año. Era muy “matea”, alumna de 5 y 6, salvo en matemáticas donde sólo lograba un 4. En la casa de Sierra Bella Liliana celebró sus 15 años el 27 de Julio de 1952 con una fiesta en que nos pusimos vestidos de tafetán – una especie de raso o satén - y bailamos en el enorme hall con música de los Cuatro Ases y Los Platters. Los invitados eran: nuestras compañeras del Liceo Elsa Faivovich, Gaby Gutiérrez, Lucía López, Cecilia León, entre otras; y por primera vez invitábamos muchachos, para festejar bailando. Ellos provenían del Colegio Hispanoamericano (donde estudiaba Armando) y casi todos eran de ascendencia española: Anastasio (Nacho) Casado, el chico Juan Vera, Germán Llorens, Juan Lecante... No recuerdo cuáles de ellos concurrieron. Memorias Familiares

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CapĂ­tulo 11

Negocio en la familia

Ricardo Montaner, el abuelo, 1913.

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Memorias Familiares


Negocio en la familia

A

comienzos de los años 50 papá respondió a un deseo de los Montaner de tener un negocito para enfrentar mejor el futuro, pensando en su hija Carmen. Ella era una buena secretaria de altos ejecutivos, pero querían mejorar sus perspectivas. Un día papá llamó al tío Ricardo y le propuso hacerse socios para abrir una cordonería en un local que se arrendaba en el bullente centro de Santiago, donde parecía haber mucho futuro. En esos años, el centro antiguo era el único importante desde el punto de vista comercial. Ricardo Montaner aceptó y así fue como en 1952, en la Galería Imperio - entre Estado y San Antonio por un lado, y Agustinas y Huérfanos por el otro -, inauguramos “Rylon”, una cordonería que existió hasta hace pocos años. El local era pequeño, pero bien amoblado e iluminado y mi papá con su experiencia supo surtirlo bien con lanas, hilos, botones, medias, etc. Fue el tercer negocio de papá, después del de Avenida Matta y la pequeña tienda de la Tatito en Gay con Carrera. Con Liliana pasábamos a visitarlo al salir del Liceo 1 y a veces, cuando había muchos clientes, ayudábamos a vender. Tía Blanca había aportado todos sus ahorros a esta emprendimiento para que Carmen dejara su oficio de secretaria en Valparaíso y se viniera a trabajar por su futuro en la tienda en Santiago. Carmen tenía 25 años y era algo tímida. Se alojó en nuestra casa de calle Sierra Bella un tiempo, hasta que su madre la echó tanto de menos que

decidió venirse a Santiago a acompañarla, para lo cual arrendaron una pieza para ambas en calle San Isidro cerca de la Alameda. Al quedar solo, mi abuelo se fue a vivir donde unos compadres: Mariíta Valana y familia. Ella era un personaje muy conocido para la familia por su aspecto de mujer frágil y sufriente y su carácter melodramático, eternamente alabancioso y quejumbroso a la vez. Siempre parecía estar estar llorando o a punto de hacerlo. Tía Blanca y Carmen no iban nunca a verlo porque ahorraban hasta el último centavo para que el negocio les diera los frutos esperados. Por desgracia, esto no ocurrió nunca para ellas. En los negocios, la mayor parte de las veces las ganancias se reinvierten en la compra de mercadería para no perder capital. A dos años de esta experiencia de negocios entre familiares, un día se enemistaron, rompieron relaciones y se acabó la sociedad. El tío Ricardo le habría pedido cuentas y al no creerle que el negocio aún no daba ganancias, lo denunció a Impuestos Internos para que enviaran inspectores a revisar las cuentas. Ambos, los Baltra y los Montaner, se sintieron engañados. Papá decía que mi abuelo Ricardo habían querido “estafarlo” cuando lo denunció a Impuestos Internos. Al menos así me lo contó mamá, que por supuesto hizo causa común con su marido, aunque después lamentaba la separación tan larga con la familia de su padre que siguió a la ruptura. Tal vez papá quiso decir que lo quiso “extorsionar”, pues como hacía las típicas trampas de los comerciantes Memorias Familiares

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Negocio en la familia

para evadir impuestos, con esa denuncia se asustó y angustió mucho. Impuestos Internos se hizo presente y aunque salió incólume de este examen, jamás perdonó a Ricardo Montaner por su actitud y, como resultado, rompió relaciones con él y las Montaner. Las dos familias se apartaron por un largo período.

Recuerdos de Liliana

“El papi compró los derechos de llave y arrendó la cordonería “Rylon” en 1949 o 1950. Vio un aviso en el diario, o le avisaron sus amigos árabes a quienes el les compraba mercadería. Era exitoso con su tienda de Avenida Matta y además con la “Paquetería Lita”, que trabajaba la Tatito. Le pareció buena ida abrir un tercer negocio. “La tía Blanca a menudo decía que ella quisiera tener “aunque fuera un carrito para vender helados” .... Seguro que se sentía oprimida de vivir con Ricardo sin sus propios recursos ya que antes de casarse ella trabajaba. Carmen dejó su trabajo en Valparaísoo para venirse a Santiago. “Tía Blanca y Carmen llegaron a Santiago a vivir con nosotros a nuestra casa de Sierra Bella. Les habilitaron la pieza que quedaba más cerca del baño. (¿Cómo nos arreglábamos tanta gente en una casa con un sólo baño…?) “Carmen y Blanca iban a atender Rylon en micro todos los días y regresaban al mediodía a almorzar a la casa del mismo modo y a las 3 de la tarde se iban de nuevo. Y como Rylon se abría los sábados por 42

Memorias Familiares

la mañana – como todos los negocios entonces - viajaban a Valparaíso los sábados por la tarde y regresaban el domingo. “En Rylon trabajaba Nicolás, un muchacho como de veititantos años a quien llamábamos “pajarón” porque era medio despistado. Esa palabra estaba de moda en esa época y nos daba mucha risa usarla ... El trabajaba en esa tienda desde antes. “Después, ya no iban a almorzar a la casa y comían en el restaurante Pimpilinpausha (en Matías Cousiño con Moneda) ... ¡Me acuerdo siempre de ellas cuando veo ese nombre! Décadas después tuvo una sucursal bien buena en Isidora Goyenechea, al lado del “Due Torri”. Y se fueron a una residencial en el centro para evitarse el traqueteo de las micros... “Un día que estaban en la Avenida Matta y estando yo presente el papi, encaró a la Carmen: “Porqué usted no dijo nada cuando su padre me acusó a Impuestos Internos? ¡Usted estaba todo el tiempo allí! ¡Su mamá estaba a cargo de la caja! Ustedes controlaban todo el dinero…” “Rylon se terminó no solo por el asunto de Impuestos Internos. La Galería Imperio se iba a remodelar y le pidieron a todos los arrendatarios que cerraran sus negocios por un tiempo”. Treinta años después, papá todavía estaba traumatizado por la experiencia. Un día que se reponía de una operación en la Clínica Indisa, por efectos de la anestesia


Negocio en la familia

quedó “desorientado”. Cuando Claudio lo visitó y le expresó su alegría por haber pasado bien la operación con un “¡Qué bueno, don Lucho, que ya pasó lo peor!”, papá le respondió: “No, Claudio, ¡lo peor va a ser cuando vengan los de Impuestos Internos…!” Las Montaner se volvieron a Valparaíso, pasaron años distanciados y Carmen nunca habló del tema. Las pocas veces que tratamos de abordarla sobre él, se disculpaba explicando que no supo bien qué había pasado, pues sus padres sólo le dijeron que no valía la pena arriesgar la unidad de su vida familiar por ese negocio. Pero ella sufrió las consecuencias porque siendo su única familia viva y queriendo mucho a mamá y a nosotros sus sobrinos, durante unos diez años no pudo pisar nuestra casa porque mis padres no lo permitían. Pasado un tiempo, mamá quería ir a ver a su padre y papá no la dejaba. Solamente se lo autorizó cuando Ricardo estaba agonizando, en 1962. Mi hermano Armando la acompañó al funeral y ayudó a llevar el ataúd, momento en que conoció, cumpliendo la misma tarea, a otro joven de su edad que luego supo se llamaba Ricardo Montaner. Tía Blanca y Carmen se pusieron furiosas de la osadía de ese muchacho de presentarse al funeral, pues era el fruto de un amor (otro más) clandestino de mi abuelo. Los tres yacen ahora en el Cementerio Inglés o Cementerio de los Disidentes en un cerro de Valparaíso y los añoramos como parte importante de la familia que ya partió. Memorias Familiares

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CapĂ­tulo 12

La tĂ­a Carmen

Carmen Montaner y su madre Blanca Jaimen, 1954.

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Memorias Familiares


La Carmela

M

i tía Carmen, a quien cariñosamente nombrábamos “Carmela” entre nosotros, porque a ella no le gustaba, merece capítulo aparte.

Cuando murió su padre, tía Blanca y Carmen dejaron la casa de Av. Francia y durante un tiempo vivieron en un departamento en calle Echaurren, cerca de la Plaza Aníbal Pinto de Valparaíso. Carmen siempre fue independiente, tuvo buenos trabajos como secretaria eficiente que fue, y se hizo de muchas amigas, solas como ella, con las que se reunía hasta el último momento y participó de grupos y organizaciones con sus compañeros de trabajo donde estaba predestinada a ser la secretaria. Nunca le pidió un peso a nadie y con su sueldo se las arregló para vivr con comodidad, vestir buena ropa y viajar a Europa y varias veces a Estados Unidos donde tenía una comadre. Fue secretaria de la Gerencia General de la empresa Indus Lever en Valparaíso y de allí, en 1960, pasó a la Universidad Técnica Federico Santa María, donde luego de trabajar en diversas Escuelas del plantel, llegó a ser secretaria del Rector Dr. Jaime Chiang Acosta cuando éste fue nombrado rector en 1969. Pronto ascendió a Jefa de Gabinete y por último, Agregada Técnica de la Vicerrectoría Docente en 1977. Nunca se le conoció un novio ni se casó. Pero tras su fallecimiento descubrí su secreto gracias a las a muchas fotografías de él publicadas en periódicos que ateso-

ró entre sus papeles y en confesiones a su diario de vida que me atreví a leer para conocerla más: el amor de su vida fue este jefe, el Sr. Chiang. Amor platónico, ya que él estaba casado y ambos eran católicos observantes. Sólo a mi hermana Blanca le confesó en vida esta pena de amor, pero tarde, cuando ambos ya eran viejos. Renunció al trabajo en la Universidad en 1978 para tomar un puesto en la Compañía Sudamericana de Vapores en Santiago, con buen sueldo y la oportunidad de volver a la capital, ciudad que le ofrecía tantos panoramas artísticos atractivos para distraerse, dejando vacío un flamante departamento nuevo propio, con vista al mar y los cerros, en el piso 17 de un enorme edificio de más de 20 pisos que se levantó en el barrio El Almendral del puerto. Cuando preparaba su venida le preguntó a mamá si podía alojar con nosotros mientras encontraba un departamento. Mi papá se opuso tenazmente. Su cuñada seguía vetada… Nuestra tía lamentó por años esta pelea familiar que la perjudicó mucho, pues, entre otras pérdidas, no pudo estar presente en el primer matrimonio de Blanky (con Sergio Jiménez Escobar) en Santiago, 1965, ni tampoco en el mío con Claudio un año después. Carmen debió buscar alojamiento en la capital y lo consiguió primero con una amiga del Opus Dei, Daisy Meza, con quien se llevó muy bien por largo tiempo. Luego arrendó una pieza en casa de Memorias Familiares

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La Carmela la ex senadora María de la Cruz, todo un personaje. Fue la primera mujer chilena que llegó con mayoría de votos a la Cámara Alta. Era muy entretenida y conversadora. Una vez que entraron en confianza, Carmen contaba que se iba por las noches a su dormitorio a charlar con ella. María de la Cruz había sido gran admiradora del Presidente General Carlos Ibáñez del Campo y en la Argentina, de su contemporáneo Juan Domingo Perón. Trataba de emular a Evita con sus discursos encendidos a favor de los más desposeídos. Carmen contaba que en su casa tenía una foto suya con Perón, a quien viajó a visitar en varias ocasiones, y una noche le confidenció que, después de Eva Duarte, ¡ella había sido el gran amor del general Perón! Carmen fue una autodidacta en las artes. Leía mucho y amaba la música, desde que aprendió el piano cuando adolescente. No se perdía conciertos, ballets o estrenos cinematográficos cuando vivió en Santiago donde luego de arrendar, sin saberlo, uno de esos departamentitos pecaminosos en calle MacIver frente a la Biblioteca Nacional, llegó a tener uno propio en calles Huérfanos y Riquelme frente a la Universidad Arcis. Cuando murió su madre, en 1971, Carmen quedó muy sola. En Santiago, yo era su nexo familiar y venía una vez por mes a almorzar con nosotros. Teníamos la afinidad del cine. Claudio no la quería mucho por momia y beata. Le molestó especialmente algo. Carmen escribía bastante bien y un día presentó un escrito al diario 46

Memorias Familiares

La Estrella de Valparaíso. Se lo publicaron y después, varios más, de lo cual ella se enorgullecía. Bromeaba diciendo que me seguía los pasos de periodista. En los años de la Unidad Popular escribió un artículo cuestionando la visita de Julio Cortázar a Chile para adherir al gobierno de Salvador Allende. Claudio no se lo perdonó en mucho tiempo. Pero al final, aprendió a apreciar sus méritos y se reconcilió con ella en esos almuerzos caseros. Finalmente vendió el departamento en Santiago y se volvió al suyo de Valparaíso, en el barrio El Almendral. Cuando Blanky se trasladó con su marido Mauricio Jacob, de su linda casa de campo en Curacaví a otra similar en La Retuca, Quilpué, V Región, fue su gran contacto familiar. La acompañó y asistió hasta el fin de sus días. Para nuestro gran pesar, Carmen falleció de un paro cardiaco luego de caerse en su casa, el 22 de febrero de 2015. Dejó a Blanky de albacea, o encargada de entregar este departamento a sus cuatro herederos, entre los que estaban su hijo mayor Sergio, mi hijo Ignacio, su ahijado de La Serena y la señora Teresa, que la acompañó y atendió tan bien en su vejez. Pocos días antes de su fallecimiento, a los 88 años y con dificultades para caminar por los achaques de la edad, Mauricio y Blanky la llevaron un día – como todos los veranos - de paseo a Guaylandia, nuestra comunidad de vacaciones. Disfrutando de la brisa y del mar una tarde, le escuché comentar sus nuevos planes turísticos: ¡buscaba una compañera de viaje para tomar un nuevo crucero!


CapĂ­tulo 13

Veranos pre-adolescentes: Villa Alemana

Algarrobo 1953: con Marta Palma (centro) y MarĂ­a Carrera (izq).

Villa Alemana 2006: casa-quinta de las Palma.

Memorias Familiares

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Veranos pre-adolescentes: Villa Alemana

H

abía sanado de mi sombra al pulmón, pero debía cuidarme para siempre. El médico me prohibió ir de vacaciones a la costa durante unos años. Necesitaba “clima”. Cerca del verano de 1952, mis papás se acordaron de sus viejas amigas de Valparaíso, la Nina y la Marta Palma, que tenían una vieja y hermosa casa-quinta en Villa Alemana, a 15 o 20 minutos de Valparaíso en el metro-tren. Allí hay un microclima especial para los afectados por enfermedades broncopulmonares que determinó justamente en esa zona el establecimiento del Sanatorio El Peral para enfermos o convalecientes de esas afecciones.

pasaba un hermano de ambas residente en Santiago. Compartían la casa además con sus sobrinas Adriana y Silvia. Cuando nosotros aparecimos en sus veranos, la primera estaba de novia o recién se había casado. Nos hicimos muy amigas con Silvia, que era unos 8 o 10 años mayor que nosotros.

Les hablaron de mi necesidad de descansar unos días bajo ese aire y arreglaron para que nos quedáramos los cuatro hijos con la Tatito una semana y otra con mi mamá.

Ella era alegre, festiva y buena para el baile. Tenía muchos amigos con los cuales nos juntábamos a bailar en el Club Sportivo Italiano, que quedaba en la calle principal, la Avenida Valparaíso, casi esquina Almirante Latorre donde estaba el Teatro Pompeya. Hoy el Paseo Latorre es peatonal, y ayer, paseo obligado de los jóvenes hacia la estación de ferrocarril.

La “quinta” era una casa antigua de un piso, con un amplísimo ante-jardín recorrido de unos 50 metros por un largo parrón desde la calle a la casona misma. A un costado había un estanque de agua donde las jóvenes dueñas de casa y sus visitas solían bañarse. Por cierto, a mí me estaba vetado. Papá venía sólo los fines de semana o el domingo solamente trayendo cosas ricas para comer y las provisiones para el resto de la semana. La idea era que las tías no gastaran nada, porque tenían reducidos ingresos. Nina (diminutive de Saturnina), que era mi madrina de confirmación, era empleada de una importante pero pequeña camisería en Valparaíso. La Marta no trabajaba, sino que vivía del dinero que le 48

Memorias Familiares

Si al comienzo estábamos muy tristes de haber cambiado Guayápolis por Villa Alemana, al poco tiempo lo empezamos a pasar muy bien. Era el verano de 1951 y con Liliana teníamos 15 y 14 años respectivamente. Los mellizos, apenas 6 años y poco se acuerdan. Nosotras nos entreteníamos mucho con Silvia.

Por las mañanas ayudábamos a Silvia a hacer el aseo en la casa mientras la tía Marta cocinaba. No había empleada. Terminada esta obligación, hacia el mediodía solíamos ir a pasearnos al centro, por Almirante Latorre. Allí a veces nos encontrábamos con algunos de los muchos amigos de Silvia, conversábamos y nos poníamos de acuerdo para el baile de la tarde. El bailoteo era de 7 a 9 de la noche, con discos de vinilo por cierto. Los Platters,


Veranos pre-adolescentes: Villa Alemana

Los Cuatro Ases y Frankie Laine, hacían furor. El lugar era lindo: la terraza de baldosas rojas de un lindo chalet estilo español que daba a la calle más comercial, la Avenida Valparaíso, en pleno centro de Villa Alemana. Adentro funcionaba el club donde los socios varones jugaban dominó, cacho, cartas, tomaban tragos o comían. Nosotros, sólo bailábamos con los amigos y conocidos de Silvia y a las 9 de la noche elegantemente nos despedian con el “Tango azul”, muy de moda en aquellos años. Entre los amigos de Silvia, que eran villa-alemaninos, los había muy sencillos (choferes de camión, empleados de tienda) y también estudiantes universitarios de Santiago y cadetes navales. Con todos ellos tuvimos mucho éxito. No perdíamos baile y rechazaba a muchos cuando me sacaban a bailar porque justo me “ligaban” los que no me gustaban. Entre los estudiantes de Medicina – veraneantes como nosotras – estaban Humberto Soriano, Pedro Ferrer (que pololeaba con Dora Ceruti, compañera de curso en el Liceo), Mario Mancilla y “el gordo” Soto. Más de una vez nos entretuvimos por la tarde en casa de este último jugando póker o escuchando música. Uno de los tres veranos que pasamos allá, me enamoré de Humberto Soriano. Lástima que él ya tenía polola. Nos la presentaron a ella y su hermana…, con lo cual ingresaron al círculo de amigos y yo debí hacerle le hice la cruz interiormente pues la polola de un amigo era sagrada. Me costó años borrarlo de la cabeza y del corazón. Cuando volvíamos a Santiago, Humber-

to nos visitó en nuestra casa de Avenida Matta con su amigo Eduardo (Lalo) Piderit, un chico alto y flaco, estudiante de Ingeniería, a quien yo le gustaba. Lo pasábamos muy bien con ellos, pues eran cultos y les encantaba escuchar música clásica. Con el tiempo, Soriano se casó (por supuesto, no con aquella pololita), y años después, Liliana los frecuentaba porque compartían el gusto por asistir a conciertos en el Teatro Municipal. Yo no lo volví a saber de él hasta hace poco, cuando salió una entrevista suya en el diario a raíz de algún evento médico pediátrico, su especialidad. Llegó a ser presidente de la asociación gremial de los pediatras. Liliana sí que tuvo su primer gran pololeo en Villa Alemana. Con Patricio Villalobos, un cadete naval primero y guardiamarina después, oriundo de la pequeña ciudad y por lo tanto, amigo de todos. El pololeo duró varios años y era casi noviazgo. A mis padres, eternos nostálgicos de Valparaíso, les encantaba este novio marino que por su quehacer y la distancia, no aparecía mucho por casa. A nuestras amigas también, porque a los 16 años era bien romántico tener un pololo marino por quien suspirar en Santiago. Cuando Pato hizo el tradicional viaje por el mundo en el buque-escuela “Esmeralda” le trajo hermosos regalos a Liliana y a mí, valiosas artesanías de Isla de Pascua. Esto, porque yo me había inscrito en algún lugar para amadrinar a una familia pascuense y le pedí a Pato que fuera a verlos llevándoles como regalos del “conti” algunos artículos de primera necesidad escasos en la isla Memorias Familiares

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Veranos pre-adolescentes: Villa Alemana

(jabón, pasta de dientes, hilos). Al regreso, me trajo regalos de ellos, pero me aconsejó cortar esas relaciones sin darme ninguna explicación. Me costó años entender que era por racismo, desconfianza por lo diferente. No le habían gustado los rapa nui, que son muy libertarios en sus costumbres y relaciones. El noviazgo duró sólo hasta que en 1956 entramos a la universidad y Liliana conoció a Mauricio Assael, del que hablaremos más adelante. Cuando rompió con él, el Pato Villalobos perdió la compostura y le pidió a Liliana que le devolviera todos los regalos que le había traído de ultramar. Menos mal que ahí terminó todo abruptamente, porque años después vendrían otras historias – violación de derechos humanos bajo dictadura - que lo dejarían peor parado. Después de almuerzo nos instalábamos en el jardín a jugar a las cartas. La Nina, la Marta y la Silvia eran muy aficionadas y con ellas aprendimos a jugar canasta. Cuando estábamos en casa nos pasábamos jugando ¡mañana, tarde y noche!. Sólo parábamos para salir a pasear al centro o ir al Sportivo Italiano a bailar. Desde entonces me gusta ese juego que años después perfeccionaría con mi cuñada Marcela y otras amigas. Cuando hacía mucho calor, todos se metían al estanque de agua que hacía las veces de piscina. Yo nunca, porque estaba aún convaleciente, y debía evitar cualquier posible resfrío. Otras veces hacíamos paseos a Valparaíso y Viña en automotor, tren local o metrotren que para nosotras, 50

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santiaguinas, era una novedad. Fuimos pocas veces, porque al rato de pasear por el Puerto o la Ciudad Jardín echábamos de menos el ambiente de Villa Alemana y queríamos regresar. Terminadas las vacaciones en Villa Alemana, invitábamos a Silvia a venir a Santiago el resto del verano. Y con ella salíamos a pasear al centro, a tomar helados, a ver alguna película, y a la piscina del Estadio Español, del cual éramos socias. A Silvia le gustaba mucho venir y a veces aquí en la capital se juntaba con su novio militar. Era simpático, como milico que era, algo autoritario. Nos invitaba a las tres a tomar bebidas y comer sandwiches al “Rhenania”, un antiguo restaurant y bar de Ñuñoa situado en Irarrázaval con Infante. Una vez que Silvia se volvía a Villa Alemana, llegaba Marta, la tía soltera que no trabajaba y que era buena moza, baja y gordita. Ella salía sola de paseo a ver amistades o parientes y a veces también con nosotras, aunque más bien se quedaba en casa mientras mamá iba a trabajar al negocio. Por las noches, a veces mis padres la invitaban al cine o a un espectáculo revisteril que solo existía en Santiago, como el Bim Bam Bun o el Picaresque. Marta tenía unos senos enormes que la acomplejaban; siempre se lamentaba de que los hombres sólo le miraban esa parte de su anatomía. Una vez volvió de una de esas funciones revisteriles comentando escandalizada, pero gozosa, cómo una de las vedetes se había abierto la blusa y le había mostrado “las pechugas” al public. Creo que esa vez se reconcilió con las suyas.


CapĂ­tulo 14

La casona de Avenida Matta

Residencia y negocio, 1954-1998.

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La casona de Avenida Matta

U

n día, papa se enteró de que el dueño de la esquina opuesta a la paquetería, en la vereda sur-oriente de Avenida Matta, un italiano llamado José Costa vendía toda la propiedad, que incluía varios locales en el primer piso y una casa habitación grande, con muchos balcones en un segundo, donde podríamos vivir. El local era bastante más grande que el que papá arrendaba enfrente (en Matta 350), y hasta tenía un subterráneo enorme para guardar mercaderías.

poco a poco los hijos nos fuimos yendo a cumplir nuestros destinos: Blanky, la primera, cuando se casó en 1965; Armando, en 1971, se fue a Inglaterra becado y no volvió más (de ahí pasó a Brasil y luego a Estados Unidos, donde reside hasta hoy); yo, cuando me casé en 1966, al regreso de Francia. Liliana fue la última en abandonarla, cuando en 1984 partió a Estados Unidos para casarse con Hernán Reyes. En 1986 volvió divorciada y no la abandonó hasta que en 1988 se fue a vivir a su propio departamento en Providencia.

Para gran desesperación de la Tatito, decidió comprar esa esquina a cambio de nuestras propiedades de la esquina de Carrera con Gay y la casa de Sierra Bella. La Tatito se opuso indignada. Estimaba que papá no podia entregarle “al viejo Piché” - como nombraba al italiano de malas pulgas que atendía allí su almacén de abarrotes - propiedades major calidad que la que recibía. Discutió, rabió y lloró para que desistiera, pero todo en vano: la mudanza se concretó en 1954. En esa esquina funcionaron nuestro hogar y la “Cordonería Baltra” hasta los años 80.

La vieja casona tenía forma circular y las habitaciones estaban alrededor de una galería con vidrios que llegaban hasta el cielo raso y le daban gran luminosidad. Era una de las gracias de esa casa, pero al mismo tiempo, la hacía calurosa en verano y muy fría en invierno. La primera pieza, al lado izquierdo de la escala, era oscura, pues no tenía ventanas hacia la calle, y se destinaba a los “alojados” o visitas de Valparaíso. Al otro costado del living, una bien luminosa, con dos balcones hacia Avenida Matta, quedó la sala de estar con el equipo de música primero y años más tarde, el televisor, cuando había uno por casa.

La vieja casa, edificada en 1914 (según lo testimoniaba un enorme número en lo más alto de su fachada principal), tenía por entrada una hermosa escalera de buena madera barnizada que desembocaba en un hall amplio con una galería de vidrios y claraboya al centro. Era muy grande. Una hilera de 7 habitaciones la rodeaban y todas, salvo una, bien iluminadas y con balcón a la calle, además de la cocina y dependencias del servicios (pieza de empleada, una bodega, un baño de servicio). En el baño de regular tamaño situado en medio del pasillo, papá instaló dos lavatorios para agilizar su uso por parte de la familia, que éramos siete, pues la Tatitlo ya vivía con nosotros. Estuvimos bajo este alero por años, hasta que 52

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A continuación venía el dormitorio de los papás, también luminoso y con dos balcones hacia a Avenida Matta, la habitación más grande, en toda la esquina de la casa, era la de Liliana y mía. Tenía 3 balcones, y el principal estaba en la esquina y veíamos toda la Avenida Matta con sus jardines, bancos y fuentes de agua en el bandejón central, diseño que conserva hasta hoy, más el agregado de una ciclovía. La primera habitación cuyo balcón daba a Rogelio Ugarte era el taller de mamá, el lugar donde tenía su máquina de coser Singer, a pedal, que luego modernizó con electricidad y un mueble con buena madera que le fabricó Rodolfo Ulloa,


La casona de Avenida Matta un amigo mueblista de la Guay. Años después, esa habitación la ocuparían Sergio y Armando, los hijos de Blanky, cuando eran pequeños y su hogar se vio dividido por la separación de sus padres. En seguida venía el baño con dos lavatorios que a todas las visitas llamaba la atención. Los papis se quedaron solos allí, en Avenida Matta 344, hasta 1988 cuando contra su voluntad debimos cambiarlos a un departamento moderno, más pequeño y soleado que los hijos les arrendamos en calle Coventry, en Ñuñoa. Ya tenían sobre los 80 años y con los achaques propios de la edad, ya no podían bajar y subir la hermosa pero larga escala de la casona. Pero hasta su muerte en 2000 papá, y en 2008 mamá, añoraban esa casa-esquina que los cobijó por 34 años. En el otro extremo, allí vivieron su adolescencia Armando y Blanky, él estudiando en el colegio Hispano Americano de los Padres Escolapios, en calle Carmen; ella, en el Liceo 1 de Niñas, igual que nosotras. Blanky cuenta que ella nunca fue muy buena alumna, a diferencia de Liliana y yo, que le parecíamos “insoportablemente mateas”. ¡Horror! Cuando las profesoras sabían que ella era nuestra hermana menor, nos ponían de ejemplo. Ella llevó una primera juventud distinta a nosotras: salía a la calle andar en patines con sus amigas del barrio o bien, se colgaba al teléfono para charlar con ellas mientras escuchaba a Elvis Presley o los Carr Twins. No le gustaba mucho leer y como su hermano mellizo Armando andaba por su cuenta, se aburría enormemente. Cuando quería ir a una fiesta el sábado por la noche, la obligaban a salir con su mellizo, pero apenas salían a la calle se separaban y se ponían de acuerdo para regresar al mismo tiempo. ¿Qué hermanos adolescentes no lo han hecho…? Memorias Familiares

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CapĂ­tulo 15

Veranos adolescentes: Guaylandia

Con Tatito y amiguito AgustĂ­n (der), Guaylandia, 1955.

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Memorias Familiares


Veranos adolescentes: Guaylandia

A

sí como sufrimos cuando debimos abandonar el campamento de Guayápolis por Villa Alemana, sufrimos más cuando debimos dejar el veraneo en Villa Alemana por irnos a pasar los meses de verano a nuestra flamante casita de Guaylandia, condominio vecino a Guayápolís en las playas de El Tabo, V Región. Fue una de las 24 primeras que se construyeron para los pioneros, los que se atrevieron a construir sobre la arena, todos socios de la YMCA. Por eso, fue afortunado para Liliana y para mí que en en el verano de 1954 - año en que nos entregaron la nueva casa no estaban listos los muebles. Papá los había hecho fabricar expresamente para ella a su amigo y socio de la Guay, “el tío” Rodolfo Ulloa. Ese año seguimos yendo a Villa Alemana y sólo el verano de 1955 fuimos por primera vez a veranear a Guaylandia. La casita era linda, nueva, de hormigón pintado de verde nilo y piedra laja en la chimenea por fuera; y por dentro, pequeña (63 m cuadrados en total), pero suficiente para nosotros siete: los papás, la Tatito, los mellizos, Liliana y yo. Tenía (tiene) tres habitaciones, dos de las cuales llevan camarotes, lo que permite tener 7 camas dentro de la casa y 2 más en la pieza de servicio que queda afuera (hoy convertida en segundo baño), pequeñísima y con un diminuto baño. Ibamos con empleada y a veces ésta tenía un niño. Los muebles eran modernos, al estilo de esos años (similar al diseño Sur) y de buena madera. A diferencia de nuestras distintas casas santiagui-

nas, todo era nuevito en Guaylandia, nuestro segundo hogar, alegre y confortable. Nos fascinó la casa y, poco a poco, también la Comunidad de Guaylandia en su totalidad: las 24 casitas iniciales de colores pastel construidas sobre arenales, el camino rústico hasta la playa, que desde nuestra casa a la orilla de la carretera San Antonio-Algarrobo demoraba 15 minutos caminando… que parecía mucho más cuando volvíamos a la 1 de la tarde, luego de estar dos horas al sol en la playa, con sed y con hambre. Mi abuelita nos esperaba con rico almuerzo. A la flamante casa de playa nos íbamos primero con la Tatito y luego nos quedábamos con los papis. Debían turnarse porque no podían cerrar la tienda más de dos semanas y cuando ellos vacacionaban, la Tatito se volvía a Santiago para cuidar las pertenencias familiares. Ella estaba encantada con la casa veraniega, tan cerca de la naturaleza otra vez, como en su infancia, donde poder sembrar y regar plantitas y respirar aire puro. Más de una vez dijo que le gustaría irse a vivir allí sus últimos días. Nunca sucedió pues trabajó hasta el día que cayó enferma en 1957 y no se levantó más. Falleció de una trombosis en una clínica, donde se la llevaron a última hora después de pasar varios días en reposo en la Avenida Matta, tranquila, silenciosa, sin molestar a nadie. Fue la única vez que la vimos en cama enferma. Volvamos al verano de 1955. Con Liliana preparábamos nuestro Bachillerato, el teMemorias Familiares

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Veranos adolescentes: Guaylandia

mido examen previo exigido en esos años para ingresar a la Universidad, que se rendía a fines del año escolar y del ultimo año de la Enseñanza Media. Como siempre he sido “alondra” y estoy más alerta al amanecer, todas las mañanas me levantaba antes de las 8 para estudiar con el fresco matinal por una hora Historia de Chile, área en que me sentía débil para el Bachillerato. Estudiaba hasta que la Tatito nos llamaba para el desayuno y luego de ayudarla en el aseo, con Liliana bajábamos a la playa. Una playa grande, hermosa, de arenas blancas y mar de gran oleaje, muchas veces desierta o con escasos veraneantes. Pronto nos hicimos de amigas: Juanita Martínez también tenía su casa nueva allí y convidaba amigas o primas de Concepción a veranear con ella. Por las tardes, después de once, nos arreglábamos con esmero y nos íbamos caminando por la carretera al pueblo vecino de El Tabo a pasear o comprar dulces. La caminata duraba media hora, pero era muy entretenida porque muchas veces “hacíamos dedo”, lo que no era peligroso en esos tiempos. Pero como éramos muchas, por lo menos cuatro o cinco, rara vez algún automovilista nos recogía. Muy pronto descubrimos que al atardecer había bailoteo en la terraza del Hotel El Tabo, de propietarios alemanes, que quedaba a una o dos cuadras de la playa principal. Alcanzamos a ir allí un verano solamente, pues el hotel era selectivo y como no querían que llegara cualquier persona, cancelaron las tardes bailables.

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Pero se abrieron otras en el Hotel Bilbao, situado en la calle principal, la Av. San Marcos. También se desarrollaban con música envasada en un estricto horario de 19 a 21 horas, como en Villa Alemana. Pero aquí el tema para señalar que se acababa la fiesta eran las “Tonadas de Manuel Rodríguez”, con letra de Pablo Neruda y música de Vicente Bianchi. Los fines de semana, cuando venían amigos de Santiago a vernos en auto, solíamos ir a bailar al Hotel Rojas de El Quisco, que era mucho más animado. Y más adelante, ya veinteañeras, fuimos osadas y partíamos después de comida, con gran angustia de nuestros padres, a bailar al club nocturne “La Kantuta” del Hotel Jockey Club en San Antonio. En ese tiempo, en Guaylandia no había una sede social donde reunirse y bailar, de modo que nuestros padres debían tragarse sus angustias cuando los hijos salíamos al atardecer a divertirnos por otros lados. En “La Kantuta” veíamos el show, tomábamos piscolas y bailábamos. Nos sentíamos adultas. Nuestro amigo de San Antonio era dueño de un negocio de ropas en calle Centenario, buen mozo que “pinchó” con Liliana. Se llamaba Sabas Sarralde y teníamos en común nuestra admiración por Frank Sinatra, que en esos tiempos había vuelto a hacer furor con su voz y sus canciones. Sabas se las sabía todas y lo imitaba muy bien. Sus amigos sanantoninos y nosotros lo hacíamos cantar en medio del show de “La Kantuta”, recibiendo muchos aplausos del público presente, sanantanoninos y guaylandinos.


CapĂ­tulo 16

Amor adolescente

Lidia, playa El Tabo 1956.

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Amor adolescente

E

l año 1956 fue glorioso para mí. Con el doble ingreso a la Universidad – a Periodismo y a Psicología -, comenzó para mí la época de plenitud, en que me sentía joven adulta ya, con un amplio horizonte, segura de mis capacidades intelectuales, pero aún débil en el aspecto sentimental. Y ese verano, Walter Sahr, hijo mayor de los vecinos de la casa en la quebrada en Guaylandia, se fijó por fin en mí. No pasó nada hasta que terminó su breve pololeo con Juanita Martínez. Pero cuando volvimos a Santiago comenzó a llamarme y a invitarme a salir con su gran amigo Juan Easton, que era un industrial de muebles algo mayor que él. Walter había estudiado su enseñanza básica y media en el prestigiado colegio inglés Saint George`s, pero cuando terminó, de inmediato se puso a trabajar con el papá en una firma de importaciones y exportaciones de maquinaria agrícola. No tenía interés en estudiar y al parecer, tampoco le gustaba mucho que las mujeres estudiaran, aunque nunca me lo dijo directamente. La primera vez que salimos, yo me moría de nervios y de emoción. Mis padres exigieron que fuéramos ambas, con Liliana. Algunas veces salimos juntas y otras, nos poníamos de acuerdo para salir y regresar a la misma hora, pero hacíamos programas aparte. Liliana salía con su flamante pololo, Mauricio Assael. Walter era “apatotado”. Nos llevaba a reu58

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nirnos con su grupo de amigos del Barrio Alto como él, casi todos agringados, un poco mayores, y fanáticos del jazz, lo que a mí me maravillaba. Nos juntábamos en casas de sus amigas a oir música y tomar trago. Eran reuniones super informales, en un ambiente muy distendido, diferente a las fiestas a que yo estaba acostumbrada. No había una conversación ni un foco de atención central. Cada uno se sentaba donde quería, en el suelo, en la terraza, escuchaban música o conversaban en la cocina… Nadie te daba mucho boleto, sólo la música nos unía a todos. De repente algunos bailaban, otros tomaban algún instrumento y tocaban…A mí este ambiente me fascinó. Lo encontraba super adulto y además, como en ese tiempo era muy pro-yanqui, me sentía en Estados Unidos ya. Otras veces me llamaba al mediodía de un sábado o domingo y me decía que pasaría a buscarme en media hora. Al rato llegaba con algún amigo en auto y partiamos rumbo a Providencia a instalarnos en el restaurante y bar “München” a comer crudos o salchichas con cerveza. Era una manera distinta de divertirse, nueva para mí, y me gustaba mucho. Me sentía libre al conocer nuevos ambientes. El Walty – que así le decían sus amigos y en su casa - era tierno conmigo. Creo que le gustó ser mi primer pololo. Me trataba de “linda”, con mucha delicadeza. Una noche que me llevó de vuelta a casa, nos sentamos a escuchar música de LP (vinilos) en la sala de estar. Entornamos las puertas so pretexto de que mis padres ya estaban


Amor adolescente

acostados y no queríamos molestarlos (mi papá acostumbraba escuchar música por la radio antes de dormirse), se sentó en un sillón, me sentó en sus rodillas, me abrazó y me dio un beso. Mi primer beso de verdad. Yo tenía 18 años y él, 22. El Walty quería verme todos los días porque, como hombre de trabajo, él podía salir a divertirse después de las horas de oficina. Tuve que decirle que no, pues mis padres no me lo permitían y yo tenía que estudiar mi primer año en la Universidad. Le propuse vernos solo una vez por semana. Aunque no me lo dijo, sentí que no le gustó, pero al comienzo lo aceptó. Lo reemplazó por un diario llamado telefónico y luego de conversar algo, cada uno en su casa, nos poníamos a escuchar música, la misma música ambos: el favorito era el Concierto en La Menor de Grieg. El ponía la radio y yo sintonizaba la misma. Y así pasábamos… ¿media hora?... ¿Una hora? No sé, porque en esas circunstancias el tiempo vuela y a esa edad una es bastante irresponsable con el uso del teléfono. No recuerdo si mis padres me llamaron o no la atención por esta singular forma de pololeo, pero lo cierto es que no continuó por mucho tiempo. Un díaWalter me llama para decirme que suspenderíamos el pololeo hasta el verano, en Guaylandia. Confundida, inexperta, pasiva, me sentí descolocada, pero como no tenía alternativa… no me quedó más que aceptar. Yo estaba muy triste. Penaba y moría por él. Escribía todos mis cuadernos con sus

iniciales, esperaba su llamada telefónica inútilmente…A veces marcaba yo su número, y el corazón me latía fuertemente pero no me atrevía a hablar… y cuando alguien contestaba, colgaba. Nunca más volvimos a pololear. En el verano no se acercó a mí, nos veíamos de lejos o en grupos solamente, él llevaba amigos de afuera y no se juntaba con el lote nuestro. Y dejó de veranear a la casa de sus padres. Iba sólo algunos fines de semana, tanto en el verano como durante el año. Sus padres, fascinados con Guaylandia (Ewald Sahr fue miembro del Directorio y hasta Presidente de la Comunidad) seguían yendo a su casa de la playa todos los weekends. Eran vecinos amistosos, sobre todo don Ewald. Pasaron dos, tres años, y un día nos comunican que el Walty se casaba. Yo creí morir. La novia se llamaba Carmen Gloria Ossa, es decir, una chica de sociedad, casi recién salida del colegio Villa María Academy que no se interesó por los estudios superiores. La mujer ideal para el Walty y familia, ya que su madre tampoco trabajaba fuera del hogar. En ese tiempo yo no era muy conciente del machismo como una enfermedad de los hombres chilenos (y mundiales), pues aunque mi papá era bastante autoritario, él siempre quiso que estudiáramos una carrera. Y en cuanto tuvimos la edad necesaria nos enseñó a conducir el auto y luego hasta nos regaló uno para que con Liliana fuéramos a la Universidad. Memorias Familiares

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Amor adolescente

Una vez llevaron a la novia a Guaylandia y la conocí. Era alta, trigueña, con pecas, alegre. No podía encontrarle defectos… sólo que era su novia. Se casaron y se fueron a vivir a Estados Unidos, repitiendo la historia de los viejos Sahr, quienes también de jóvenes habían ido a establecerse por un tiempo en el país del norte y basaban en ello su éxito en la vida. Seguí fiel a este amor durante muchos años más. No miraba a nadie en la Escuela ni en el vecino Pedagógico. Ningún hombre me interesaba. Cada vez que mis padres iban a Guaylandia, yo iba feliz con ellos esperando ver, divisar al Walty... Romanticismo total. Con el tiempo, he llegado a pensar en que – además de las trabas efectivas para el pololeo por las reglas estrictas de mi hogar - hubo un problema de diferencia de clases. Don Ewald, el padre de Walter, se había hecho muy amigo de mi papá. Aparte de ser vecinos, dentro del Directorio de la comunidad hacían cosas juntos por el bien de ella. Subía siempre a nuestra casa a conversar y mi papá bajaba a la de él (vecina, en los bajos de la nuestra) con frecuencia. El era un tipo sencillo en su conversación, pero sus costumbres de vida eran de la alta burguesía. Los Sahr eran del Barrio Alto, les gustaba el “American Way of Life” y tenían un nivel de vida sobre el promedio gracias a su negocio de importaciones y exportaciones. Ewald provenía de una familia de inmigrantes alemanes de Concepción y Trussie, su mujer, era de ascendencia holandesa y 60

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por lo tanto, eran muy bien recibidos por la clase alta chilena. Nosotros en cambio vivíamos en la Avenida Matta de un pequeño comercio en el barrio, y yo había estudiado en liceo y luego en una universidad estatal. Era una típica representante de la clase media emergente: tenía vocación de estudiar una profesión con la cual planeaba realizarme y ganarme la vida. Dos mundos distintos. Un día don Ewald le comentó a papá: “Oye, Lucho, tú debes cambiarte al Barrio Alto para que las chiquillas puedan encontrar un buen marido….” Mi papá lo escuchó y lanzó una de esas carcajadas nerviosas, como acostumbraba cuando no le gustaba una idea, y le dijo que no, que él no se movería de su barrio. A nosotras con Liliana – y tal vez Blanky y Armando también – nos hubiera gustado cambiarnos de barrio porque donde estábamos era de “clase media sin piano” y nosotras, con nuestros estudios y esfuerzos y talento, nos sentíamos algo más. Por lo mismo, no encontrábamos amigos en el entorno que habitábamos. Nos gustaban las callecitas con chalets o bungalows del barrio alto, pero ni siquiera tan alto: nos habríamos encantado vivir en la cercana comuna de Ñuñoa, por ejemplo. En todo caso, era un afán de vivir confortablemente, de hacer cosas importantes en la vida, de abrirse y aportar algo al país y al mundo. ¿Era eso arribismo o sana ambición? La historia con Walter no termina aquí. Continuará más adelante.


Capítulo 17

Mi comadre Raqui

Con Raquel Correa en mis Bodas de Rubí, La Retuca, 2006.

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Mi comadre Raqui

S

e me comenzó a abrir el mundo cuando en 1956 ingresé a la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile. Me acogió un ambiente universitario distendido en las hermosas aulas del nuevo edificio que inauguramos ese año en calle Los Aromos de Ñuñoa. Estaba situado junto al parque del Pedagógico de la Universidad de Chile en Macul, similar a un campus norteamericano, y durante los recesos resonaban las voces y risas de los estudiantes. Era el marco perfecto para jóvenes inquietos como nosotros entonces. Con Liliana matriculada en el Pedagógico para estudiar Pedagogía en Inglés, y yo en la flamante Escuela de Periodismo vecina a éste, mi papá nos regaló un auto pequeño, usado, estilo station-wagon, marca Comer, inglés, para viajar ambas juntas a nuestras respectivas aulas. En la Comer sufrí mi primer y único accidente automovilístico. Una desagradable experiencia. Yo iba conduciendo. Cruzábamos Avenida Matta Oriente frente al parque Bustamante, para tomar la Avenida José Domingo Cañas cuando veo venir por Avenida Grecia un carretón de verduras tirado por un caballo. Pensé que alcanzaba a pasar y aceleré. Pero el carretón venía muy rápido, no pudo frenar y lo embestí. Un palo lateral al que va atado el caballo se atravesó en los vidrios de la Comer y sentí un estruendo horrible, el auto se detuvo bruscamente y de pronto estábamos con Liliana sin saber que hacer, rodeadas por las verduras que se habían derramado por el pavimento alrededor de nosotras y el 62

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caballo relinchando asustado. Afortunadamente no hubo daños humanos ni caballunos. Fue mi primer y último choque de tránsito bajo mi conducción. Durante el primer año, estudié también algunos ramos de Psicología en el Pedagógico, con Egidio Orellana, su notable viejo director. Allí conocí grandes profesores como Astolfo Tapia en Sociología (a quien también teníamos en Periodismo), Julio Vega Sandoval en Historia y Geografía (padre de un querido amigo guaylandino del mismo nombre) y Egidio Orellana en Sicología Al comienzo me gustaban ambas carreras, periodismo y sicología, en las cuales había quedado por mi buen puntaje del Bachillerato. Pero las exigencias de visitas a instituciones que me demandó Periodismo me impedían asistir a todas las clases y deberes hacia Psicología, de modo que al segundo año, me decidí por el primero. En mi primer curso en la Escuela tuve varias amigas y amigos. Entre ellas, Raquel Correa. Alta, delgada, buena moza, sobre todo impresionaba su agudeza y su modo de hablar tan directo y franco. Estaba recién casada y vivía con su marido, Eduardo Amenábar, en un departamento en calle Lyon que a mí me pareció muy elegante, lo mismo que su anillo de compromiso de brillantes, tradicional en los matrimonios de la alta sociedad. Nos hicimos muy amigas. Un fin de semana a fines de noviembre de 1962, invité a Raqui (que así la llamaban en familia) a descansar a la casita que mis padres tenían en Guaylandia, en las playas de El Tabo. Partimos las dos solas en mi Fiat


Mi comadre Raqui

600 blanco. Yo era soltera y el “rucio” (así le decía a su marido), no podía abandonar su trabajo en Santiago. No acabábamos de llegar, cuando la tarde del 1 de diciembre llega Eduardo muy agitado, acompañado por su hermano Jorge, para informarle que “la guagua” había nacido y tenían que ir a buscarla. Raquel y Eduardo no podían tener familia y decidieron adoptar un hijo que encargaron a las monjas de una casa donde llegaban niñas solteras embarazadas a ocultar su tropiezo. Felices, expectantes y nerviosos, partieron los tres a su fascinante misión. Meses después, me ofrecieron ser la madrina de bautizo del niño Juan Eduardo Amenábar Correa. Nunca olvidamos ese día. Yo, porque fue mi primer y único ahijado y ellos, porque volcaron todo su amor y atención sobre ese niño que nació con un grave problema neurológico. Al poco tiempo y de ahí en adelante, sus padres sufrirían lo indecible con el chico, diagnosticado con un “daño cerebral mínimo” que le provocaba convulsiones y alucinaciones, además de un retardo mental que lo mantuvo en la adolescencia hasta adulto. Raquel lo comentó así en una de las tantas entrevistas que le hicieron en medios, por sus méritos de periodista brillante: “Yo quería tener un niño… y Dios me dio un niño para siempre”. Para ambos, era su hijo querido, su felicidad, y cuando Raqui enviudó en 2004, fue su compañía y amor único hasta el final. Ella falleció en 2012. Juan Eduardo los sobrevivió a ambos. Memorias Familiares

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CapĂ­tulo 18

Becada en Nueva York

Universidad de Columbia, Nueva York , 1961.

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Becada en Nueva York

E

staba terminando el cuarto y ultimo año en la Escuela de Periodismo cuando con Raquel comenzamos a trabajar formalmente en el Departamento de Prensa y Radio de la Universidad de Chile. Su director, nuestro querido y admirado professor Raúl Aicardi, nos había ofrecido esos puestos. Hacíamos programas radiales para difundir lo que hacían las distintas áreas del plantel por programas que se transmitían los domingos por la mañana tan temprano que casi nadie escuchaba. Fue mi primer trabajo remunerado y con contrato. Antes había colaborado en el quincenario “La Voz”, periódico del Arzobispado de Santiago, donde hacía páginas religiosas al comienzo y luego de teatro y artes. Llevaba sólo meses trabajando en la Universidad, cuando el mismo Aicardi – de quien yo era alumna destacada de Periodismo Audiovisual – me ofrece un nuevo trabajo. Sabiendo de mi pasión por el cine, esta vez me dice que hay una vacante en Ecran, la famosa revista de cine que dirigía María Romero. Yo no me entusiasmé de inmediato. No era ese tipo de cine del que quería escribir. Pero lo pensé major y considerando que era el único lugar en Chile donde podia desempeñarme dentro de ese arte-industria, en enero de 1960 me cambié a la Empressa Editora Zig- Zag, que editaba esa y otras revistas. Pasaron unos pocos meses trabajando ahí cuando desde el Instituto Chileno Norteamericano – donde había postulado - me comunican que me había salido la beca para estudiar Periodismo en Estados Unidos. Me había ganado dos becas simultáneas: una de la Fulbright Foundation y otra de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP). Quedé fascinada ante la posibilidad de viajar a Estados Unidos. De modo que

hice los trámites necesarios para matricularme en una Universidad norteamericana y quedé aceptada en la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia, en Nueva York. ¡Mi sueño se hacía realidad y nada menos que en la más famosa institución del ramo! Mis padres estaban orgullosos. Yo era la primera en salir del país y además, a realizar estudios superiores. Mi hermana Liliana estaba por titularse de profesora de Inglés y de partir a Antofagasta a trabajar en la Universidad de Chile. Armando y Blanky tenían solo 16 años y todavía estaban en el colegio. Absorbida con mi profesión y mi trabajo, no tenía mucho contacto con ellos, pero los tenía muy presente. Recuerdo que con uno de mis primeros sueldos en Ecran llevé a Blanky a Bercovic, una conocida tienda de ropa femenina en Plaza Baquedano, a comprarse el vestido elegante que necesitaba para una fiesta quinceañera. Mis padres la consideraban “cabra chica” y no le hacían caso en este tipo de demanda. A fines de agosto de 1960 partí con permiso sin sueldo de la Empresa Editora Zig-Zag por ocho o nueve meses, lo que durara la beca. Papá me llevó en auto al aeropuerto de Cerrillos - el único internacional entonces -, acompañado por Armando. Era la primera vez que alguno de nosotros había salido a Estados Unidos ni a ningún país lejano. “Era una mañana de invierno y salimos con noche de la casa de Av. Matta - recuerda Armando -. En Cerrillos había mucha gente y mucho desorden por todas parte, y los altoparlantes no paraban de hacer anuncios de vuelos”. Mi maleta tenía sobrepeso y él me ayudó a abrirla Memorias Familiares

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Becada en Nueva York

en el suelo frente al mesón de la compañía para alivianarla sacándole ropas. Llegué a Estados Unidos en agosto de 1960 y permanecí allá hasta junio de 1961. Cambiamos de avión en Miami para tomar otro a Austin, capital del estado de Texas, donde el grupo de becarios chilenos con que viajé debimos seguir un curso instructivo de cómo se estudia en una universidad norteamericana. Allí nos unimos a unos cincuenta becarios de América Latina. Durante un mes aprendimos en la Universidad de Texas cómo escribir un paper (trabajo de investigación o tesis), cómo trabajar en una biblioteca, cómo se hacen las pruebas o exámenes, etc. y clases de reforzamiento del ingles de acuerdo a nuestro nivel. Me impresionó el intenso calor que hacía en esa ciudad, donde todos los edificios contaban con un fuerte aire acondicionado. Cuando salías a la calle, por contraste sentías un golpe de calor en el rostro. Hice buenas amistades con compañeros chilenos y latinoamericanos y con Armando y Carmen Gloria Uribe, una pareja de chilenos avecindada en Austin, que fue muy cariñosa con los becarios chilenos recibiéndonos varias veces en su casa. Al término de este entrenamiento nos ofrecieron pasaje por la vía y medio de transporte que quisiéramos para viajar a nuestra Universidad de destino. Yo elegí los buses interestatales Greyhound y la ruta Nueva Orleans – Washington - Nueva York. Quería conocer más Estados Unidos y para eso, era mejor ir por tierra. En otro lado cuento pormenores de este viaje que narré semana a semana en cartas a mis padres y que a papá le gustaron tanto, que las resumió en una sola que leyó a sus amigos en las reu66

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niones del Ys Men Club, el club de reflexión que formaron varios adultos mayores en la Y.M.C.A. ¡Tan orgulloso estaba de tener una hija viajando por Estados Unidos cuando nadie en su medio lo hacía! La de Columbia era una escuela de post-grado y la más prestigiosa en Periodismo y en varias otras áreas a nivel internacional. Se ubicaba en Nueva York, crisol de nacionalidades y centro financiero del mundo. Me alojé en un “dorm” (edificio de dormitorios) para mujeres del campus de Columbia llamado Johnson Hall, a pocas cuadras de la Escuela de Periodismo, con desayuno y cena, todo incluído en la beca. En su enorme sala de estar recibí muchas visitas chilenas. Entre ellos, Hernán Reyes, un amigo guardiamarina de los veraneos en Villa Alemana, que se había retirado de la Marina y había venido a tentar suerte en Estados Unidos. El venía llegando de Chile y como seguramente se sentía solo en la gran metrópoli, quería que nos frecuentáramos más. Pero yo estaba demasiado interesada en mis multiples nuevas actividades y nunca más supe de Hernán hasta que, años después… se convirtió en mi cuñado. Una visita que me causó algún trastorno fue la de Jonathan Seely, mi pololo gringo de 1959 en Santiago, “veterano” de la Guerra de Corea. Con él había tratado de sacarme “la espina” de Walter y fue un agradable episodio en mi vida. Pero para él parece que fue algo más. Estaba de vuelta en su país, vivía en las cercanías de NYC y quería reanudar nuestro pololeo, ahora con mayor compromiso. Yo sentía indiferencia frente a él, y me comporté acorde a este nue-


Becada en Nueva York

vo sentimiento. Al reencontrarlo, ví a un joven pelado (tenía escasos cabellos rubios), callado, fome. Me invitó a que fuera a conocer a sus padres, pero yo me desligué lo mejor que pude de la invitación. Mi interés por él había pasado y no tenía ningún deseo de quedarme a vivir en Estados Unidos. Poco después volvió a verme para presentarme a su hermana Mary y con ella fuimos a visitar el famoso monasterio The Cloisters, que era una maravilla medieval en medio de Manhattan. La otras visitas importantes fueron Sergio Vodanovic – el dramaturgo y compañero de Ecran, quien estudiaba en Yale, en el estado vecino de Connecticut - con su flamante esposa Betty Johnson; y Marina de Navasal con su esposo José María Navasal, que andaban de paso por la metropolis. Marina había quedado de directora de Ecran tras la jubilación de María Romero y mientras comíamos en un restaurant neoyorkino donde me invitaron, me ofreció ser la subdirectora de la revista. Acepté con mucha satisfacción ese alto puesto para una periodista joven como yo entonces. Fue una vida intensa la que tuve en Nueva York, donde la ciudad me parecía más atractiva que la Escuela de Periodismo. Aproveché cada instante de ver y asistir a los eventos interesantes que se ofrecían y sobre muchos de ellos escribí una columna para Ecran que se llamó “Aquí, Nueva York” y que aparecía con mi foto. Estuve nueve meses, pero ahora quiero relatar que al final de la beca se me dio otra vez la posibilidad de viajar por el interior del país durante un mes. Entre las muchas ciudades y estados de la Unión que visité en ese tour estuvo San Francisco y Oakland, la ciudad vecina al puerto

donde vivía Walter Sahr con su esposa Carmen Gloria. Don Ewald y la señora Trussie le avisaron desde Santiago que yo iba y me dieron su teléfono para que lo llamara cuando estuviera por llegar. Un enorme puente de dos pisos de autopistas sobre el mar separaba Oakland de San Francisco. No recuerdo bien esta parte del viaje. Parece que estuve muy nerviosa y emocionada. Pero en mi agenda anoté dos veces la palabra Oakland el jueves 13 y el sábado 15 de julio de 1961. Walter me fue a esperar al terminal del bus (yo andaba en los clásicos buses Greyhound) y luego me llevó en auto a un lugar donde tomamos un refresco y comimos algo. Conversamos un rato. Le conté de mi fascinación con Nueva York, de mis estudios y de este viaje por tierra de final de beca. No recuerdo bien lo que hablamos, seguramente de Chile y de nuestras familias y amigos. Yo estaba toda conmocionada por dentro y creo que no tenía capacidad de escuchar ni observar bien lo que le pasaba. Pero intuí que su matrimonio no andaba bien. Al final, me invitó a un “pastel de choclo party” en su casa para el sábado siguiente. Paseando por San Francisco con Judith, una amiga chicana que había conocido en Santiago en uno de esos viajes de intercambio estudiantil, esperé ansiosa esa fecha. La segunda vez que partí a Oakland, me recogió en el bus y me llevó a su casa donde nos esperaba Carmen Gloria. Hacía un año o más que vivían solos allí. No recuerdo cómo transcurrió ese almuerzo con pastel de choclo, pero me fui con la certeza de que la pareja no andaba bien y que Walter me había recibido con Memorias Familiares

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Becada en Nueva York

mucha nostalgia, aunque tal vez sólo por lo que yo representaba para él: Chile, su juventud, sus sueños… Poco tiempo después se separaron, pero Walter se quedó en Estados Unidos y se volvió a casar, esta vez con una gringa profesora de Matemáticas, con la cual tuvo dos hijas, que más adelante conocí cuando años después viajaron a Chile y estuvieron de visita en Guaylandia. El conoció también a Claudio cuando ya estábamos casados. y… ¡todo bien! Sentí sin pena que nuestros caminos estaban ya totalmente separados. La vida continuaba. Los Sahr desaparecieron prematuramente de este mundo. Primero falleció joven la hermosa hermana Lily; luego su madre Trussie y al final su padre, Ewald. Volví a ver al Walty cuando asistí al funeral de este último en una iglesia de Providencia. Le di el pésame con la sola emoción de despedir a ese vecino admirable que durante un tiempo fue Presidente de Guaylandia. La última vez que lo vi fue un verano en Santiago,cuando nos cruzamos atravesando la Alameda esquina de Nataniel. Iba en mangas de camisa, acarreando unos archivadores. No me vio. Poco después supe que terminó borracho y pobre, alguna vez hasta botado en la calle... lo que me causó gran impresión. Afortunadamente su familia más cercana ya no estaba para saberlo. Falleció a fines de los años 90. Un día que en familia se comentaba el triste final del Walty, Claudio comentó jocosamente: “¿Ve, don Lucho? ¡De lo que se libró la Lidia!” Y mi papa le contest: “No, Claudio, si el Walty se hubiera casado con la Lidia, no habría terminado así”. 68

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CapĂ­tulo 19

Mi hermano gay

Armando y Stan Young, California 2005.

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Mi hermano gay

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urante muchos años me sentí en deuda con mi hermano Armando. Poco o nada supe de su vida adolescente, del infierno que vivía cuando se dio cuenta de que era homosexual, ni de sus dificultades para entrar a la Universidad (¡él, que culminó su carrera con un doctorado en Lingüística en la Universidad Católica de San Paulo!). La suya ha sido una vida intensa e interesante. Cuando Armando cursaba la enseñanza secundaria en el Colegio Hispanoamericano de calle Carmen, invitó alguna vez a casa a un compañero, “el Ariztía”. Era tan simpático que nos cayó bien a todos, al punto que los papás lo invitaban a acompañarnos en paseos fuera de Santiago. Una tarde, al comentarle lo agradable que era su amigo, Armando me dijo bajando la voz y con un tono algo dramático: “Mi amigo tiene un problema…” Le pregunté cuál. Y él me respondió: “Se dio cuenta de que es homosexual…” Yo me quedé muda, sin saber qué responder a este tema nuevo para mí y del cual no sabía nada.. Mi hermano era un personaje algo lejano para mí entonces. Tenía problemas de entendimiento con mi papá, no le conocíamos amigos ni amigas ni pololitas. Salía solo, no sabíamos con quiénes se juntaba, pero sí que le atraían el teatro y el folclor y en ambos ambientes se sentía a gusto. Mientras solucionaba sus problemas con los estudios superiores, estudió teatro y a tocar guitarra. Unos veinte años más tarde, en 1978, durante mi primer viaje a Brasil por razones de 70

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trabajo, y ya viviendo él en ese país con su pareja, me explicó en su casa de Sao Paulo que él era homosexual y que yo debía considerar que él se había casado con Silas Braley, su compañero de varios años. Me quedé un tanto sorprendida por la forma tan abrupta de planteármelo, pero lo comprendí de una vez por todas: Armando era gay. En el viaje de regreso, me vine pensando que tal vez aquella vez, cuando era un adolescente, o un pre adolescente, y me hizo esa confidencia sobre su amigo Aristía, el que estaba aproblemado y necesitaba conversar el tema era mi hermano y yo no supe escucharlo. Nuestros padres nunca hablaron del tema en familia.Y aunque ya intuían o sabían de la característica especial de Armando, lo callaban. Me llama la atención esto sobre todo en mamá, a quien su “castañuela” (así le decía a Armando, por algún personaje de radioteatro que le alegraba la vida a sus viejos) había invitado a visitarlo en Brasil cuando ya vivía con Silas y hacía vida social con otros amigos de la misma onda. Y lo mismo años más tarde cuando se trasladaron a Fresno, California. Ella murió sin que yo le escuchara nada al respecto. En cambio papa sí manifestó alguna vez esta inquietud. Una noche en Guaylandia en que conversaban a solas con Claudio, le preguntó: “¿Qué cree usted, Claudio, Armando es o no homosexual?” Claudio no se atrevió a decírselo y evadió el tema respondiéndole: “No sé, don Lucho, pero a mí me parece que eso no es lo importante. Lo importante es que Armando es una persona agradable,


Mi hermano gay

culta, inteligente y que ha llegado lejos en su profesión”. Dice que mi papá se sintió muy aliviado con la respuesta. Su primera pareja fue Pedro Menéndez Préndez, perteneciente a una poderosa familia de hacendados de Magallanes, los Menéndez Braun de la Patagonia, colonos de ultra derecha y que dejaron lamentables recuerdos de exterminio de indígenas de la zona. Fue una relación secreta, tanto porque él era muy joven y vivía aún en casa de nuestros padres, como por la reserva que a Menéndez le exigía su elevada posición en la sociedad chilena. Cuando se cansó de esta vida hipócrita, de ocultar su identidad sexual por los prejuicios de un país muy conservador, decidió irse a uno más liberal, como Brasil. Entonces ya había encontrado a quien sería el compañero de su vida por muchos años, el norteamericano Silas Braley, a quien conoció en Nueva York en uno de sus viajes aventureros. Era un hombre varios años mayor que él, bioquímico y director del Centro de Estudios Médicos de la compañía Dow Corning Corporation. Entre muchas otras cosas había inventado la silicona que se usa para hacer todo tipo implantes en el cuerpo. También le gustaba la música y fue la persona que nos introdujo al dulcimer, un antiguo instrumento de cuerdas con teclado. Había estado casado y tenía tres hijos ya adultos. En el viaje que posteriormente hicimos con Claudio y mamá a California en enero de 1985 para el matrimonio de Liliana con Hernán Reyes, conocimos a su hermano Bill, y a dos de sus hijos, Michael y Bob, personas muy agradables ambas, quienes parecían aceptar sin ningún trauma la orientación se-

xual de su padre. Aunque no nos volvimos a ver, hicimos estrechos lazos con Michael, un norteamericano muy interesante para nosotros porque se identificaba con la izquierda californiana de Berkeley. Quería que le contáramos todo sobre Chile, el golpe military y la dictadura de Pinochet, contra la cual el y su esposa se habían unido a grupos de protesta internacionales. Pero volvamos atrás. Por ahí por 1981, cuando ya sus hermanas sabíamos de su orientación sexual, en una de estas Navidades en que Armando vino de visita a Chile nos pidió a Blanca y a nosotros que le permitiéramos hablar del tema de su homosexualidad a sus sobrinos, que ya eran pre-adolescentes. Estuvimos de acuerdo y preparamos el terreno para que saliera solo con ellos para conversarlo. Un día en que toda la familia venía a almorzar a nuestra casa de calle Sacramento, Armando pasó a buscar a Sergio y Armando, los mayores, y luego recogió a Ignacio y Valeria. Pocas cuadras antes de llegar a casa, detuvo el auto en una calle de la Villa El Dorado, tranquila como de día domingo, y se dio vuelta hacia el asiento trasero para conversar con sus sobrinos. Sergio y Armando se mostraron incómodos; Ignacio dijo que ya lo sabía porque Sergio se lo había cuchicheado antes y Valeria, que jamás había oído nada, dice que no entendió mucho de qué se trataba (tenía 10 años). Pero ya adultos, agradecieron que el tío los hubiera considerado aptos para hablarles con franqueza de un tema tabú en la sociedad chilena y en la familia. Memorias Familiares

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Durante los ´80 Armando vino de visita a Chile en muchas ocasiones con Silas y ambos fueron muy bien recibidos por mis padres y por toda la familia. Incluso llegaban a alojar a la casa de Avenida Matta. Pasamos inolvidables Navidades con ambos en nuestra casa de Vitacura y también en Las Mulas, la casa de campo que Blanky y su marido Mauricio Jacob construyaron en Curacaví. En 2009, fallecido Silas, su conviviente por 25 años (quince de los cuales fueron en Sao Paulo), nos visitó con su nuevo compañero Stan Young con quien desde 2005 vive felizmente en Rancho Mirage, Palm Springs, California. Lo trajo a Chile conocer a la familia. Alojaron en un hotel en Santiago y en La Retuca, Quilpué, en casa de Blanky y Mauricio. Desafortunadamente Stan no debe guarder buenos recuerdos de esa visita, pues contrajo una grippe y hasta debió ir al medico en Santiago, poco antes del regreso a Estados Unidos. Poco tiempo después, y luego de 8 años de vivir juntos, pudieron concretar una antigua aspiración del mundo gay: se casaron en 2012 gracias a la nueva legislación que lo permite en ese Estado de la Unión. Mis padres, fallecidos en 2000 uno y en 2008 el otro, no alcanzaron a conocer a Stan. Vamos a retroceder para conocer su vida estudianti y profesional, que comenzó en cero y terminó muy destacada. En su primera prueba de Bachillerato - diciembre de 1961 - no obtuvo el puntaje requerido para postular a una carrera universitaria. Lo dio por segunda vez en julio de 72

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1963 y ahí le fue mucho mejor, pero había que esperar hasta marzo del año siguiente para inscribirse en alguna escuela. El mismo cuenta que no tenia idea qué carrera estudiar y había postulado a Bioquimica y a Arquitectura. Como ya entonces la competencia para ingresar a una Universidad en Santiago era fuerte, nuestro padre llamó a Liliana, quien ya trabajaba en la Universidad de Chile en Antofagasta, y le pidió que lo matriculara allá en cualquier cosa. Era más fácil entrar a la universidad en provincias y después, en el segundo año se podía hacer el traslado a Santiago. Por primera vez, Armando estuvo de acuerdo con papá y le pidió a Liliana que le buscara “algo que estudiar… Ve si hay vacantes en Arquitectura, o Trabajos Manuales, o lo que sea…” No era que estuviera desorientado: a él le gustaban las artes, pero nuestros padres jamás hubiera permitido que se dedicara a ellas sin previamente tener un título en una carrera tradicional. El tampoco quería perder más el tiempo. No existían los “años sabáticos” que hoy se toman los jóvenes de familias acomodadas. Cuando llegó a Antofagasta, Liliana lo había matriculado en Pedagogía en Inglés, su área. Una vez allá, viviendo con Liliana y su compañera de departamento, la también profesora de inglés Eliana Zambrano (la misma que me hizo clases particulares cuando estuve enferma sin poder ir al liceo), entraron juntos al grupo Teatro del Desierto que el gran Pedro de la Barra había creado en esa ciudad. Con ello desarrolló también su lado artístico, tal vez su verdadero centro.


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Cuando aún era un colegial, descubrió la magia de la guitarra en una que yo tenía abandonada detrás de un sillón en la casa de Avenida Matta y comenzó a rasguearla. Aprendió solo, se entusiasmó y se integró a un grupo folclórico en su colegio, el Hispanoamericano. De ahí saltó al coro de la Universidad Católica, invitado por Ricardo Rosales, profesor de ambos grupos. Ahora cantaba acompañándose en guitarra. Su repertorio constaba de sajurianas, resbalosas y cuecas – del “Nuevo Folclor Chileno” en boga entonces - y muy pronto se pasó al folclor argentino, cantando tradicionales zambas como el “Sapo Cancionero” y otras, repentinamente de auge en nuestro país junto a guaynos y cachimbos del folclor andino que en esos años pusieron en onda Rolando Alarcón, Víctor Jara, Alfredo Sauvalle, Los Cuatro Cuartos, Silvia Urbina, Violeta Parra y sus hijos Angel e Isabel. De todos estos artistas, el único que no conoció personalmente fue a Víctor Jara, a quien únicamente observó muchas veces dirigiendo ensayos de una obra en el Teatro Camilo Henríquez. En 1965, ya de regreso en Santiago, cuando estudiaba inglés en el Pedagógico de la Universidad de Chile, una compañera lo invitó a participar de un grupo folclórico que se estaba formando en el Instituto de Educación Física conducido por Claudio Lobo. Fue un conjunto de gran éxito llamado “Aucamán” (auca= rebelde; man=cóndor en mapudungún) y con ellos se mantuvo hasta que se fue de Chile. Con él se presentó en los teatros Cariola y Silvia Piñeiro (hoy cine arte Normandie) en Santiago y realizó giras por varias ciudades de regiones y también al Perú, Bolivia y Argentina.

A fines de los 60 la lucha ideológica en el país iba in crescendo. Las corrientes políticas sacaban chispas dividiendo a los chilenos en ideologías de derecha, centro (demócrata cristianos y radicales) e izquierda. El conjunto folclórico se separó en dos: Aucamán con Claudio Lobos, de izquierda, y en Pucará, que era el de centro-derecha. Este ultimo, como era de esperar tras el golpe militar, sobrevivió a los vaivenes de la política y bajo el nombre de BAFONA (Ballet Folclórico Nacional) continuó presentando hasta el Tercer Milenio espectáculos de bailes con hermosas coreografías, al alero del Consejo de la Cultura y de las Artes. Armando ya estaba a miles de kilometros de distancia. Antes, en sus andanzas por los teatros universitarios Antonio Varas y Camilo Henríquez a mediados de los 60 conoció en Santiago al actor Ramón Núñez (hoy también director y docente, Premio Nacional de Arte 2009). Se hicieron muy amigos porque compartían el amor por el teatro y por el folclor, y cantaban juntos, entre otros temas, el repertorio de Violeta Parra. Además, Ramón tenía un gran sentido del humor y divertía a todos quienes lo rodeaban. Con él, Tito Noguera, su primera esposa Isidora Portales, y Anita Reeves compartió unas inolvidables jornadas de teatro un verano en Coquimbo, admirándolos por su creatividad. Ramón viajó a México con el TUC (Teatro de la Universidad Católica) y allí se encantó con la folclorista Chavela Vargas, a quien vio actuar vestida de Pancho Villa con un enorme puro en la boca. Hasta se aprendió uno de sus éxitos, “Pónme la mano aquí, Macorina”, difundiéndolo entre sus amigos de vuelta en Memorias Familiares

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Santiago, incluyendo a nuestra familia. Otro personaje notable que Armando conoció en esos años fue Rolando Alarcón, cantautor folclórico que entonces formaba parte del conjunto Cuncumén. Recuerda que alguna vez cantó con él en “El loro perjuro”, un restaurante de calle Merced casi esquina de Santa Lucía, donde algunas noches hacían “pitutos”. Mientras a fines de los 60 y comienzos de los 70 en el país más se calentaba la lucha ideológica, Armando más se distanciaba de la política. Estuvo cerca de la izquierda por sus amistades artísticas, pero también de la derecha por ligazones afectivas (su romance con Pedro Menéndez). Se sentía tironeado por fuerzas opuestas y extremas. Decidió no tomar partido y se fue del país.

Por esos años, su amigo Ramón Núñez obtuvo una beca del Consejo Británico para estudiar arte dramático por dos años en la Royal Academy of Dramatic Arts (RADA), de Londres. En Europa se volvieron a encontrar. Cada uno recorría Europa por su cuenta y acordaron juntarse en el “Moulin Rouge” en París en los primeros días de enero de 1970. Lo lograron, pero su amigo andaba muy resfriado ese invierno parisino y cancelaron la diversión. Cuando llegó a Londres la primera vez, en febrero de ese año, Ramón lo acogió en su departamento, donde se quedó todo el mes. Se divirtieron mucho paseando por el West End - Armando envuelto en un poncho mapuche - y viendo muchas buenas obras del teatro británico como “The Boys in the Band” y el musical “Hair”.

No volvió más, principalmente porque ni su familia ni su país le permitían vivir su orientación sexual. Conquistó su libertad e independencia lejos de aquella y de un Chile conservador y homofóbico. Afuera pudo respirar, volar y crecer como ser humano y como profesional. Me contó así su hégira fascinante.

“Quedé tan fascinado con Londres – recuerda – que de vuelta en Chile me las ingenié para conseguirme un contrato de un año para trabajar en el Henry Compton School, un colegio público de Londres donde se enseñaba español, como ayudante del profesor oficial de ese idioma”. Así logró vivir en Londres entre agosto de 1971 y agosto de 1972, en plena Unidad Popular en Chile.

Se fue a Europa en un vuelo charter de Air France organizado por el Instituto Chileno-Francés de Cultura en Santiago donde estudiaba en ese tiempo, como buen aficionado a los idiomas que siempre ha sido. Era un pasaje a Paris que salía de Santiago el 1º de enero de 1970 y volvía el 3 de marzo del mismo año. Recorrió Francia, España y Londres con muchas aventuras, incluso conduciendo por España el auto de una ricachona norteamericana que no quería viajar sola.

“Después de un año maravilloso de mil aventuras y de una gran madurez intelectual y personal - cuenta -, volví a Chile decidido a “sentar cabeza” y ejercer mi profesión de profesor de Inglés”. Lo hizo en el colegio de los Sagrados Corazones o Padres Franceses, sede Vitacura, lo que abrió la ocasión para que durante varios meses viniera a vernos todas las semanas a nuestra casa de Sacramento en la villa Lo Matta. Fue una linda oportunidad para relacionarnos más

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estrechamente en esta nueva etapa. Pero luego de conocer Europa, se sentía incómodo en Chile. “Al volver me encontré con un país completamente dividido políticamente: para algunos de mis amigos comprometidos con la UP, yo era momio. Para los otros, era sospechosamente medio de izquierda. Lo peor era que después de haber visto la vida en el mundo afuera, volvía a Chile a lo mismo: una jornada como profesor de inglés de tiempo completo y un sueldo miserable que me condenaba a seguir viviendo con mis padres sin ninguna posibilidad de independencia económica”. En febrero del 73 partió a Sao Paulo, Brasil, en busca de mejores horizontes. Para esta aventura fue crucial haber conocido antes en Santiago una persona que le abrió puertas en ese país: “Entre las mil personas que conocí en el ambiente gay de Santiago en los años 60, y que jugó un papel importantísimo como apoyo emocional y social necesario para vivir una doble vida en un país completamente homofóbico, está Werner Bohm, quien se había venido a Chile arrancando de los horrores nazis en Europa”. Bohm era un homosexual casado y con dos hijos. Trabajador incansable, se había hecho de una buena situación económica con dos ferreterías, una en Santiago y otra en Valparaíso, y no solo estudiaba inglés en el Instituto Chileno- Norteamericano sino también Ingeniería Técnica en el Inacap. Como muchos empresarios de derecha, le temió al gobierno socialista de la Unidad Popular y aprovechando su experiencia comercial y

demás estudios (hablaba alemán, castellano e inglés), decidió irse a Brasil. Consiguió un empleo en una firma de ingenieros en Sao Paulo. “Con Werner admiré y aprendí a imitar los pasos del perseguido que tiene muy claro cómo luchar y tomar decisiones rápidas en un mundo hostil”, dice Armando. “Meses después, recibo una carta suya con instrucciones para que me vaya allá como inmigrante. Insiste que en Brasil hay mil oportunidades para gente como yo”. Siguiendo su consejo, partió a reunirse con él. “Me ayudó mucho a dar los primeros pasos en Sao Paulo. Sin su maravilloso empujón nada de lo que me ocurrió después habría sucedido. Brasil me colmó de regalos profesionales y me dio todo lo que añoraba”... Al fin de la primera semana en Sao Paulo ya tenía un trabajo excelente en el Instituto Británico (Sociedad Brasileira de Cultura Inglesa) con un buen sueldo. Gracias a su talento y capacidad, dos meses más tarde trabajaba además como profesor en el Departamento de Inglés de la Universidad Católica de Sao Paulo. “Y lo más importante – agrega -: descubrí con gran alegría que a los brasileños les importa mucho más la calidad humana y el profesionalismo de las personas, que las preferencias sexuales que ellas puedan tener. Había, por fin, encontrado mi paraíso en la tierra. Mis colegas profesionales, mis amigos y todo el mundo me aceptaba tal cual yo era. Ya nunca mas tendría que mentir y oculMemorias Familiares

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Mi hermano gay tarme del mundo. Y así aprendí a amar todo lo que era el Brasil. Me adapté rápidamente a esta nueva y maravillosa cultura, su música, su gente, sus costumbres, etcétera. Mi portugués llegó en esa época a tal nivel de perfección que nadie se daba cuenta que yo no era “paulista.” Eu tinha virado Brasileiro [me había hecho brasileño]”. Mas no se quedó quieto. Al mismo tiempo que daba clases de Inglés en la Universidad Católica, se matriculó como alumno en el programa de post-grado para un Masters en Lingüística. Allí descubrió que en esos años el lugar más importante para perfeccionarse en esa disciplina era en la Universidad de Edimburgo en Escocia. Consiguió una beca para llegar allí que le ofrecieron conjuntamente el Consejo Británico y el Instituto Brasilero-Británico (Cultura Inglesa) en Sao Paulo. Partió al Reino Unido e inició sus estudios en Edimburgo en agosto de 1975, obteniendo su título de Master of Science in Applied Linguistics en septiembre de 1976. Lo visitamos en Escocia en junio de 1976, cuando por primera vez viajamos con Claudio a Europa y llegamos a Edimburgo para visitar a Marcela, quien entonces vivía allí su exilio junto a Marcelita. Nos reunimos una tarde en casa de éstas y nos encontramos con un Armando contento y ambientado en esa ciudad extrema. Edimburgo queda tan al norte de Europa que en verano las noches son “blancas”, tan breves, que el sol solo desaparece al filo de la medianoche. De allí, con un nuevo título bajo el brazo volvió a trabajar en Sao Paulo, cada vez en puestos de trabajo más altos y con mejo76

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res remuneraciones. Ya tenía 34 años, pero no se quedó tranquilo: en 1979 comenzó a preparar un doctorado en un “Joint-Doctoral Program” entre la Universidad Católica de Sao Paulo y la Universidad de Lancaster en Inglaterra. Parte de los cursos los hizo con catedráticos británicos de esa universidad que venían a Sao Paulo a dar esos cursos y realizar investigación. Obtuvo el Doctorado en Lingüística Aplicada en junio de 1982. Después de permanecer en Sao Paulo más de 10 años, poco antes de la Navidad de 1984 Armando y Silas partieron a vivir en California. A mi hermano lo habían contratado como “visiting Professor” durante el Semestre de Primavera (enero-mayo 1985) en la California State University en Fresno. Dos años más tarde, ganó el concurso para profesor titular (professor) en el Departamento de Lingüística de esa Universidad. Habían postulado 85 candidatos y él fue uno de los cinco seleccionados para la entrevista final. “Este concurso era muy apreciado porque conducía a una “tenure track position” – explica -. Esto quiere decir que este puesto, después de un máximo de 6 años de trabajo satisfactorio y con las debidas promociones, lleva a la obtención de “Tenure,” que es un nivel de contrato catedrático del cual la Universidad ya no te puede despedir. Normalmente en este tipo de concurso se contrata a los profesores nuevos con el grado de “Assistant Professor.” El broche de oro para mi fue que, dada mi experiencia profesional previa, me contrataron ya con el grado de “Associate Professor,” que es el segundo de los tres niveles Universitarios. Es posible ser “Assistant Professor” y tam-


Mi hermano gay bién “Associate Professor” sin todavía tener “Tenure.” La promoción final al nivel mas alto (“Full Professor”) y la obtención de mi Tenure la logré en 1991, al final de mi cuarto año en esa Universidad”. Allí jubiló en 2006 con el título honorífico de “Profesor Emérito”, de lo que da cuenta pública su retrato colocado en una galería de fotografías de colegas que alcanzaron el mismo nivel en el Departamento de Educación de ese plantel en Fresno. Lo comprobé en una visita que hice a Fresno en 2011, cuando Armando nos invitó a Claudio y a mí a California a conocer su casa en Rancho Mirage, Palm Springs (Claudio no pudo ir porque cuando un mes antes cumplió los 80, lo atacó una hernia a la columna que le impidió moverse durante un tiempo). Fuimos a esa ciudad de California - a varias

horas de distancia en auto desde su casa - porque en el programa que Armando nos tenía preparado estaba visitar a Arnie, nuestro sobrino Armando Jiménez Baltra, que reside allí desde 1993. En esa ocasión me paseó por la ciudad y me mostró su Universidad. Yo me bajé a visitar la galería de Profesores Eméritos donde me sentí orgullosa de encontrar su retrato junto al de varios otros académicos. Resumiendo, lo admirable en mi hermano menor es que luego de haber comenzado sus estudios superiores a trastabillones seguramente debido a los problemas existenciales que le provocó su orientación sexual en un medio homofóbico -, de nosotros cuatro hermanos ha sido el que llegó más alto en la vida profesional.

Armando, Silas Braley, Claudio, Valeria, Fresno, 1985.

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Capítulo 20

Amores prohibidos

E

n septiembre de 1963 se organizó un festival internacional de coros en Antofagasta, donde residía Liliana como profesora en la Universidad de Chile con sede en esa ciudad.

Me sentía muy motivada a asistir y cubrirlo para Ecran y La Voz. Generalmente el folclor y, especialmente los coros, tienen poco espacio en los medios. Siempre me gustó el folclor chileno por mis contactos con tres grandes folcloristas e investigadoras musicales: Violeta Parra que iba a Ecran con sus nuevas grabaciones, Margot Loyola, a quien había entrevistado varias veces, y Raquel Barros, que dirigía la agrupación de bailes antiguos que lleva su nombre y que me había presentado mi amiga Alicia Vega. Ambas, Loyola y Barros eran investigadoras y colaboradoras del Instituto de Extensión Musical (IEM) de la Facultad de Ciencias y Artes Musicales de la Universidad de Chile. Ecran siempre tuvo algún pequeño espacio para actividades artísticas chilenas, de modo que aprobaron mi propuesta de reportaje al festival de coros y partí al norte. Creo que fue el primer y último artículo con texto y fotos mías, sobre la actividad coral chilena en la revista, a la que yo trataba siempre de dar toques menos frívolos difundiendo la cultura nacional. Durante el evento conocí a varios músicos ilustres como Fernando García, León Schidlovsky, Pablo Garrido y el español Vicente Salas Viú, director del Instituto de Investigaciones Musicales (IEM) de la misma facultad. Este último era un señor cincuentón de ojos verde pardos, cabellos castaño claro y frente amplia, de un humor muy fino y de gran cultura musical y artística en general. Mientras caminábamos ha78

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cia alguna actividad del Festival junto a Schidlovsky y Garrido, los oía recitar versos de Vicente Huidobro que me remecieron el corazón y me predispusieron para lo que vino. Nunca he podido olvidar la belleza de “Altazor” en la voz de Schidlovsky, que se lo sabía de memoria. Me sentí atraída por Vicente Salas Viú. Me impresionaron su cultura, su conversación, su humor agudo. Más aún cuando supe que había llegado al país en 1939 como refugiado en el mítico barco “Winnipeg”, al término de la Guerra Civil Española, esa histórica travesía que agenció Pablo Neruda para dar refugio en Chile a muchos exiliados de la España republicana. Y sin saber cómo, de mirarnos solamente, surgió un encantamiento entre ambos. El me doblaba la edad - yo 25, él 50 - y estaba casado, lo que me produjo un tremendo conflicto moral. También la edad me parecía una barrera, pero más que nada, su estado civil. Me asusté con este flechazo de Cupido. Mi fe católica me prohibía cualquier relación sentimental con un hombre casado. Comencé a evitar estar sola con él. Me sentía incómoda cuando él trataba de encontrarme en el hall, comedor o en el ascensor del Hotel Antofagasta. Cierta vez que descendíamos solos en éste, rumbo a algún concierto coral, adivinando que yo me escapaba del embrujo, me miró intensamente a los ojos y me dijo: “¡Tú necesitas que te quieran!” Sentí que había dado en el blanco. De pronto me di cuenta de que estaba enamorada y que, por primera vez en mucho tiempo, era correspondida… Pero al minuto ponía los pies sobre la tierra: efectivamente, yo necesitaba un enamorado, pero sentía que él no podía ser esa persona.


Amores prohibidos

Seguramente él también se sentiría raro con la situación, porque evidentemente no era un don Juan, sino un hombre maduro, casado y con hijos. De vuelta a Santiago, me llamaba por teléfono pidiéndome vernos y yo me negaba y le pedía que no me llamara más porque que nuestra relación no era posible, que él tenía su esposa… y para mí, el sacramento del matrimonio era sagrado. Raquel Barros se dio cuenta de la extraña y dramática situación. No pudimos evitar que se notara. Pero ella, católica observante también, nunca me habló ni a favor ni en contra. No hacía falta: ella conocía mi firme catolicismo de entonces y por tanto, sabía que esa relación no tenía destino. Tras muchos llamados y negativas de mi parte, Vicente me pidió que por una sola vez nos encontráranos a conversar la situación. Pensé que no podía dejar un asunto tan serio en el aire y acepté. Nos encontramos en Vicuña Mackenna, en mi auto Fiat 600 blanco, frente a un restaurante chino. Conversamos dentro del auto, porque tal vez a ambos nos parecía inapropiado que nos vieran juntos. Allí me declaró su amor y me besó. No hubo química. Y entonces me di cuenta de que aquello no era el amor en cuerpo y alma que todos buscamos. Y aunque seguí por largo tiempo viendo estrellitas a su alrededor, nunca más volvimos a juntarnos. Para los tiempos de Navidad, cuando ya habíamos cortado la poca relación que alguna vez hubo, me fue a ver a casa un día en que yo no estaba para llevarme de regalo un libro de arte religioso. Lo recibió mamá. Cuando volví, mamá me lo entregó y me preguntó con el ceño fruncido: “¿quién es este caballero?”

Se había dado cuenta de que algo pasaba con esta persona mucho mayor que yo, y la situación la alarmó. Le expliqué que era un intelectual español del Instituto de Investigaciones Musicales de la Universidad de Chile que había conocido en Antofagasta, y que no había de qué preocuparse. No recuerdo cuándo Vicente dejó de llamarme por teléfono. Seguramente también se dio cuenta de que era mejor abandonar este inoportuno enamoramiento. La diferencia de edad pesaba. El ya tenía su vida hecha y en cambio yo, comenzaba la mía con mi página del amor aún en blanco... Todavía arrastraba el recuerdo de Vicente, quejándome internamente de mi mala suerte sentimental, cuando en mi vida apareció Claudio Verdugo Mella. También fue una relación tormentosa en que hubo que superar muchas vallas. Hacía poco había conocido a Raquel Cordero, hija de Julio Cordero - un veterano del periodismo - en alguna proyección privada de alguna película para la prensa. Se había hecho periodista “a mano”, preparando diariamente la cartelera teatral de El Mercurio. En ese tiempo, así se denominaba genéricamente a la lista de programación diaria de “cines”, pues teatro propiamente tal había muy poco. A las salas de cine en general se las llamaba “teatros”. La gente invitaba: “¿vamos al teatro?” cuando en verdad se refería a una función cinematográfica. Raquel nunca reporteaba, ni hacía entrevistas ni escribía en sus páginas. Solo la cartelera de cines. En esos años El Mercurio no le daba importancia al tema. La televisión estaba en pañales desde que había empezado a raíz del Memorias Familiares

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Amores prohibidos campeonato mundial de fútbol de 1962 que tuvo lugar en Chile. Era una mujer agradable y entretenida. Un día se ofreció para hacerme unos “rayitos de sol” (visos) en mis cabellos en su casa, lo que acepté encantada. Estaban de gran moda y yo la había adoptado. Poco después, me invitó a su fiesta de Año Nuevo y meses después, al cumpleaños de su pareja, el también periodista Luciano Vázquez. Era el sábado 25 de abril de 1964. Esa noche, cuando llegué a su departamento de calle Agustinas con Cummings, ya había muchos invitados en la fiesta. Entre ellos, mi comadre Raquel Correa y Pancho Cordero, hermano menor de la dueña de casa, y que me “ligaba” desde la fiesta de Año Nuevo. Era un gordito simpático y muy bueno para bailar, de modo que estuve un rato con él, hasta que de pronto veo aparecer a un adulto joven, alto, delgado, de pelo negro. Entró con confianza, pues al parecer todos lo conocían. Se veía canchero, alegre y conversador. Me gustó de partida. Lo encontré buen mozo, “tincudo”, como decíamos entonces. Bailamos y conversamos. Me preguntó si era periodista, le dije que sí; me preguntó dónde trabajaba y al contestarle que en Ecran, tomó una cierta distancia, me miró muy serio hacia los pies y dijo: “ah, pero no eres la Marina de Navasal, porque ella tiene las piernas como patas de mesa de billar…” Repuesta del shock, me reí admirando su humor y su audacia para encararme. Seguimos bailando y conversando largo rato. Era entretenido y me demostraba mucho interés. Me contó que trabajaba en la sección Personal de 80

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la empresa Ferrocarriles del Estado en la Estación Mapocho. Entretanto, la Raqui, que tal vez me vio entusiasmada con él, me llevó hacia un lado y, sabiendo que para mí ese no era un mero detalle, me alertó: “Cuidado, que es casado…” Levanté mis defensas, pero continué conversando y bailando con él. Creo que no le di mi teléfono. Pero cuando se lo consiguió con Raquel Cordero, dudé poco: quería salir con él a pasarlo bien de vez en cuando, sobre todo para olvidar a Vicente. Total, ya había levantado otra vez mis barreras. De ahí en adelante, comenzó lo que podría llamarse un “acoso sentimental” de su parte. Me llamaba por teléfono todos los días, me invitaba a salir, me enviaba flores... Como yo me negaba, muchas veces me encontraba con él “por casualidad” a la salida del cine tras ver la película semanal que debía comentar en Ecran. Más tarde me confesó que consultaba en el diario qué películas se estrenaban esa semana y trataba de adivinar a cuál iría yo, sabiendo que las más importantes las veía mi jefa. Y no se equivocaba mucho. Nos encontramos varias veces así, hasta que me di cuenta de que estos encuentros no era tan al azar, lo que me halagó interiormente. Me gustaba también su sentido del humor: su estilo era sorprenderte lanzando cosas absurdas o extremas. Una vez, a la salida del cine, me invitó a tomar un café al “Jamaica”, que quedaba en Huérfanos con Estado. Le dije que estaría un ratito no más porque no me sentía muy bien. Me miró serio y me espetó: “¿No estarás embarazada…?” Otra vez me desconcertó y me hizo reír.


Amores prohibidos Pero también era románticamente atento. Una tarde me mandó un enorme ramo de copihues rojos recién llegados en el tren del Sur, a mi oficina en la Empresa Zig-Zag en la avenida Santa María. ¡Copihues que había encargado a Temuco a un conductor de Ferrocarriles! Un junior de la misma empresa llegó con el inmenso ramo de copihues preguntando por mí en el hall central. Todos los empleados administrativas y periodistas que salían a conversar en los pasillos de ese hall, se sorprendieron con el novedoso presente. Yo me sentí morir al ver tan expuesta mi vida privada… azorada, pero halagada al final de cuentas. La primera vez que le acepté una invitación fuimos a tomar un pisco sour al “Ding Dong”, que era un bar-discoteca ubicado en la calle Merced frente al Parque Forestal. Todo bien. La segunda vez fuimos a “La Chatelaine”, una discoteca muy de moda en plena plaza Pedro de Valdivia. En esta ocasión, ya preocupada por la vehemencia de su interés por mí, y con el trasfondo siempre presente de su estado civil, quise ponerle un corte. Sabiendo que sus ingresos como empleado de Ferrocarriles eran débiles, decidí corretearlo pidiendo un trago caro: un Old Fashioned. Claudio interviene diplomáticamente, advirtiéndome: “Este… ese trago tiene whisky…” (licor muy caro en esos tiempos por las barreras para importar). Me desarmó. No fui capaz de seguir con el truco y cambié mi opción por un pisco sour. Ya más avanzado el invierno, conociendo mis gustos algo bizarros – por ejemplo, yo al igual que él, fumaba “Cabañas Especiales”, únicos cigarrillos chilenos de entonces con tabaco negro - un día le mencioné una boite que muchos

amigos comentaban y yo sentía curiosidad por conocer: “La posada del Corregidor” de calle Santo Domingo, un local donde todo se desarrollaba a oscuras y el mozo te conducía a una mesa con linterna. Un lugar donde todos iban, obviamente, a “atracar” (en ese tiempo, “atracar” era manosearse y besarse). De inmediato me invitó a ir juntos una noche y le acepté como un desafío periodístico: los periodistas teníamos que conocerlo todo. Años después le oí comentar, sorprendido y satisfecho, que en esa ocasión yo no había aceptado ¡ni siquiera que él me tomara la mano! Así era yo por naturaleza, pero en especial para enfrentar esta aventura que no quería que pasara a mayores por ningún motivo. Me mantenía firme en que no éramos pololos, sino solamente amigos que salían para pasarlo bien. Imposible más: además de separado, Claudio era agnóstico, radical y masón. Todo lo opuesto a lo que yo era entonces. Mi primer viaje a Europa - que me regaló Marina de Navasal al cederme su invitación para asistir al Festival de Berlín en 1964 en representación de Ecran -, fue un recreo y una pausa que necesitaba en esos momentos. Más aún, cuando antes logré un cupo para asistir a las Jornadas de la Oficina Católica Internacional del Cine, OCIC, en Venecia (para lo cual, el Cardenal Silva Henríquez en representación de la Iglesia de Santiago, aportó 100 dólares, por ser yo periodista de La Voz). Pero Claudio no me daba tregua. Apareció inesperadamente en el aeropuerto de Los Cerrillos, cuando me despedían papá, Mario Zañartu y mi amiga María Olga. Todos sonreímos muy contentos a la cámara en esa foto del 16 de junio de 1964 que aún conservo. Memorias Familiares

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Capítulo 21

Crisis al regreso de Europa

V

olví feliz de mi fascinante primer viaje a Europa de Venecia a Berlín, coronándolo en París.

En Santiago, mi familia me esperaba expectante para que les contara del viaje y les mostrara las diapositivas en color que en cada viaje tomaba para estos efectos. Así como antes había sido la primera en viajar a Estados Unidos, también yo era la primera de la familia que viajaba a Europa y me complacía contarles de las dos más maravillosas ciudades que había conocido: Venecia y París. Pero también estaba de vuelta a mi encrucijada. Claudio continuó llamándome todos los días y yo, esquivándolo lo más que podía. No recuerdo cuándo fue la primera vez que lo interpelé acerca de su estado civil. El tema de esta gran barrera que nos separaba lo conversamos y discutimos largamente durante un año. Le dí muchos argumentos para no continuar la relación: que aún estaba enamorada de Vicente (cosa que ya no era cierta): “un clavo saca a otro clavo”, me contestó. Que mi trabajo me exigía mucha independencia y libertad de acción: él se adaptaría…. Que teníamos distintos proyectos de vida: los conciliaríamos… Y por fin, el de mayor peso para mí: que él era casado y ya tenía una familia, hecho ante el cual se oponían mi fé y también mis padres. Me argumentó que era mucho mejor un marido divorciado que un viudo, porque éstos nunca terminan de llorar a la esposa fallecida e idealizada. No sabía entonces lo porfiado y discutidor que podia ser. Paralelamente yo conversaba mucho mi conflicto con mi director espiritual, Mario, en el Centro Bellarmino, la casa de jesuítas en Almirante Barroso 82

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donde él residía desde que volvió de Nueva York. Ciertamente él me aconsejaba suave pero firmemente, por razones doctrinarias, que ese hombre no me convenía. También lo confié a mi amiga María Olga Cattani. De universitarias iniciamos una verdadera amistad tras habernos conocido en la educación básica en el Liceo 1 y fue mi confidente y apoyo en esos días de tanta presión y angustia que viví antes de viajar a Europa. Como sicóloga, era más permisiva con esta relación aunque también católica observante. Me decía que me hacía falta una compañía masculina en ese momento, lo que era cierto, y que saliera con Claudio no más, que más adelante se vería… Sospecho que María Olga también lo conversó con Mario, de quien también era amiga, y que ella contribuyó a que la actitud del cura a futuro fuera más amplia. Pero el asunto ya me estaba comenzado a angustiar. No sería fácil para mí desprenderme de Claudio, como sentía era mi deber hacerlo. Por un lado, porque él no aflojaba ni un centímetro en su acoso sentimental y tenía respuesta para todas mis vacilaciones. Era un incansable buen litigante. Recuerdo especialmente una noche de verano en los jardines de la piscina de la Hostería del Arrayán – donde ahora hay un colegio. Mirando el cielo estrellado y los cerros, y respirando un aire frío y cortante de montaña, decidimos profundizar el tema. Yo iba dispuesta a terminar con Claudio esa noche. Buscando algún argumento nuevo para que se alejara de mí y me dejara en paz, le hice una revelación que yo consideraba definitiva: que mis padres eran “hijos naturales”, cosa que en esos años era reprobado por la sociedad chilena. Me


Crisis al regreso de Europa

miró, se largó a reír, y me contó que tanto él como su hermana Marcela eran también, ellos mismos, hijos “naturales”, pues sus padres nunca se casaron. Su padre, don Pedro Verdugo Cavada, abogado, tenía una familia anterior en Concepción, muy burguesa y muy conocida en la zona. Un mal argumento que me echó abajo. Insistí volviendo al principal: por mi condición de católica observante, no podía unirme a un hombre ya casado por la Iglesia, como era su caso. Claudio se había casado en 1956 “por las dos leyes” con Angélica Sobral, con la cual tenía dos hijos, Claudio César de 8 y Angélica Paz, de 6. Me explicó que esa relación se había acabado hacía mucho, que habían convivido únicamente por dos años y que no fue él quien terminó con el matrimonio. ¡Que le preguntara yo a ella si lo quería de vuelta! Y como solución, insistía en que él podía anular su matrimonio para quedar libre de empezar juntos una nueva vida. Yo alegaba que eso no me bastaba, que para mí, siempre estarían unidos por el sacramento del matrimonio, aunque a él (ni a ella), nada les significara. Como persona tenaz, obstinada y para más remate “tinterillo”… ¡no tenía competidor! Me quedé sin más argumentos y la situación quedó en una impasse. Todo mi tranquilo universo se derrumbaba por esos días. En mi vida privada y en la profesional. Al enterarse del estado civil de Claudio, papa me había prohibido seguir viéndolo. Al menos, a la casa no podría llegar. En el trabajo, a mediados de 1964 todos habíamos renunciado a Ecran por problemas laborales de nuestra directora Marina de Navasal con los dueños de la Empresa ZigZag, con la que solidarizamos. Quedé cesante por primera vez. Memorias Familiares

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Capítulo 22

Buenos Aires con mamá

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on el dinero del desahucio y mis ahorros, decidí viajar a Buenos Aires donde la actividad artística teatral y cinematográfica era más intensa, las salas de cine más numerosas y con más estrenos internacionales que en Santiago. Allí podría realizar entrevistas y escribir artículos que ofrecería en diarios o revistas chilenas en el modo free-lance o periodista independiente. Mis padres, que habían lamentado enormemente mi salida de Zig-Zag, me apoyaron en esta decisión y decidieron que mamá me acompañara. Yo tenía 26 años, pero nunca había ido a la Argentina ni a ningún otro país que no fuera Estados Unidos o Europa, de modo que me gustó ir con ella, que había estado antes en la gran urbe vecina. Llegamos al modesto Hotel Adriático, en pleno centro antiguo de la capital federal, en calle Reconquista. Previamente le había escrito al corresponsal de Ecran Miguel Smirnoff. Nos recibió amablemente y hasta nos llevó a su casa, lo que es excepcional para un argentino. Miguel sabía todo sobre la actividad cinematográfica en la gran ciudad y conversar con él me sirvió de mucho. Pero más no podía hacer porque yo ya no representaba al medio del cual él seguía siendo corresponsal. Con la ayuda de Marina otra vez, publiqué las entrevistas que logré hacer en el diario Las Ultimas Noticias que dirigía entonces Nicolás del Campo, y donde éste la había acogido para escribir columnas. Me encontré con la cantante chilena Gine84

Memorias Familiares

tte Acevedo, que era muy famosa entonces en el país y estaba probando suerte en Buenos Aires con su marido, el agente de artistas Luciano Galleguillos. Ambos fueron amables, cariñosos y comprensivos cuando supieron del terremoto en Ecran. Nos invitaron con mamá a visitarlos a un hotel en El Tigre, el balneario bonaerense. Recuerdo que Ginette hasta me prestó un traje de baño para bañamos juntas en la piscina del hotel y luego paseamos los cuatro en lancha por el río Tigre. Otro de los días que estuvimos allá, mamá me acompañó a La Plata, ciudad capital de la provincia a dos horas de Buenos Aires, para visitar la Escuela de Cine de esa localidad, que tenía algún prestigio en el medio artístico sudamericano. Mi ambición era crear el ramo de Educación para la Pantalla dentro de la malla curricular de la Enseñanza Media. Era lo que promovía la UNESCO en esos años, de modo que todo material didáctico sobre el tema era importante para mí. Durante esa, mi primera visita a Buenos Aires con mamá, también hicimos turismo. Con ella aprendí a amar Buenos Aires. Caminar por su calle Corrientes hasta el Obelisco y más allá, la Plaza de Mayo, las librerías abiertas hasta medianoche, las confiterías, los barrios de La Boca y Caminito, que en ese tiempo estaban muy dejados de la mano de Dios. Lo que no logramos fue ir a un lugar donde pudiéramos escuchar y ver bailar el auténtico tango. En aquellos años no sabíamos de la existencia de “las milongas”, ni había tantos clubes nocturnos o restaurantes que hoy ofrecen esta atrac-


Buenos Aires con mamá

ción a los turistas. Mientras estábamos allá murió el gran cantante tanguero Julio Sosa y junto con lamentar su partida admiramos su grandioso funeral con un gigantesco cortejo de aficionados acompañando el paso de su féretro por calles y avenidas. También me contacté con mi compañera de Columbia, la profesora de inglés Amalia Varoli. Una tarde nos invitó a su casa, una vieja casona del barrio San Telmo donde vivía junto a su madre. San Telmo tampoco tenía el brillo que hoy ostenta en el itinerario turístico bonaerense. Ese primer viaje a Buenos Aires con mi madre lo guardo como un cálido recuerdo suyo. Sentí su cariño y su apoyo en mis momentos difíciles y aprendí a querer esa gran capital. Volví a Santiago y a mi cesantía… hasta que Mario Zañartu me consiguió un lugar de trabajo en el Instituto Fílmico de la Universidad Católica, que dirigía entonces el jesuíta Rafael Sánchez. Me incorporé contenta a trabajar en cine de verdad, pero en ese nuevo ambiente, sin máquinas de escribir, me sentía insegura. Tenía que adaptarme a mi nuevo trabajo de aprendiz de editora de películas y de scriptgirl, función que desempeñé para sus documentales sobre el tendido de un cable submarino en el Canal de Chacao. A todo esto, el cura Zañartu y varios otros amigos jesuítas del Centro Bellarmino me ayudaron con cartas de recomendación a postular a una beca para estudiar cine en Francia, que avizoraba como una manera hermosa de huir de mis problemas. Memorias Familiares

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CapĂ­tulo 23

Grandes decisiones

Claudio y yo, Santiago, 1965.

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Grandes decisiones

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n mayo de 1965 me atacó una gripe, algo que me ocurría frecuentemente. Con cada gripe yo caía a la cama, abatida, por unos cinco días por lo menos. Pero si alguna vez he tenido una enfermedad sicosomática, fue en aquella ocasión. La tormentosa relación con Claudio, el cambio de trabajo y la posibilidad de escaparme, huir a estudiar cine a Francia, todo eso me derrumbó en la cama agobiada. Los problemas me acosaban… La noche anterior me había desvelado analizando nuestra situación hasta que al fin, me iluminé y confirmé mi decisión. Creo que mamá, que me cuidaba llevándome las limonadas y la comida a la cama, me ayudó a tomarla. Aunque no lo expresaba con palabras, sino con una actitud positiva hacia mi situación, comprendí que ella le gustaba Claudio y decidí aceptarlo. Uno de esos días que aún reposaba en mi enorme dormitorio de la esquina de la casona de Avenida Matta (que compartía con Liliana, entonces estudiando en el extranjero), Claudio me fue a ver y me llevó un pedazo de kuchen de quesillo, que sabía mi favorito. En un momento en que quedamos solos, saqué fuerzas de flaqueza y le dije abruptamente: “Ya me decidí…”. “¿Si…y a qué?”, dijo él tranquilo pero expectante. Y yo lo miré a los ojos y le dije: “Me voy a casar contigo”. El me miró, puso “cara de poker” y me respondió: “¡Pero yo nunca te he propuesto matrimonio!” Yo lo miré confundida, y él soltó la carcajada: “¡No!... Si

era para sorprenderte!” Y mirándome a los ojos, feliz, me dijo que era lo más hermoso que me había escuchado decir. A los pocos días me llamaron de la Embajada de Francia para comunicarme que había obtenido la beca para estudiar cine a París y que ya me llamarían para algunas formalidades que había que cumplir. Me sentí feliz, pero complicada al mismo tiempo. ¡Irme becada nada menos que a París y a estudiar cine por un año! Feliz por este nuevo premio para mí, como había sido antes la beca a Nueva York, pero complicada por mi nuevo escenario sentimental. Era la ocasión que yo misma busqué para que, con el tiempo y la distancia, todo se acabara con este hombre separado, pero… ¿eso era lo que yo realmente quería ahora…? Cuando le conté a Claudio de esta beca a París, para él fue un balde de agua fría. Ante su desaliento, a modo de consuelo le comenté que así tendríamos el tiempo suficiente para que él arreglara su situación, es decir, su estado civil y yo me acomodara a la idea de unirme a un hombre separado, lo que significaba excomunión de la Iglesia Católica. Vacilante como nueva enamorada, agregué que si él no quería que me fuera, renunciaría a la beca, pero que yo consideraba que era mejor tener esos meses de separación para preparar nuestro futuro. Tras pensarlo un poco, me concedió la razón agregando por ningún motivo me privaría de ese viaje a Francia y menos si era para estudiar mi pasión, el cine. Que él haría planes para ir a reunirse conmigo allá… Memorias Familiares

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Grandes decisiones

Esto último, lo consideré una locura. Simplemente la expresión de un anhelo. El no tenía cómo irse a París. Su trabajo de empleado en Ferrocarriles era muy mal remunerado y tenía la obligación de mantener a sus dos hijos. A los pocos días me contó su plan: se iría de Ferrocarriles, conseguiría con sus buenos compañeros de allí que lo despidieran para obtener la indemnización por 16 años de trabajo, y una media jubilación. Que este dinero sería para sus niños, pero además, se compraría un auto para trabajarlo como taxi. Buscaría un nuevo trabajo en otra empresa y con este trabajo, más lo que le diera el taxi, se compraría el pasaje aéreo para ir a buscarme a París. El más desconcertado con esta nueva situación era mi papá. Seguía vigente la prohibición de venir Claudio a casa, pero ahora le argüí que eso no debía continuar, porque en cuatro meses más me iba del país y se acabaría el problema. Pero él se mantuvo firme y Claudio decidió ir a hablar con papá. Años después supe que mi mamá había ido secretamente a verlo a su oficina en la Estación Mapocho alentándolo a no desesperar porque ella nos apoyaba, y lo instó a hablar con papá. Y así lo hizo. Fue al negocio de Avenida Matta 344 y luego de saludarlo, le dijo que quería hablar con él. Desde detrás del mostrador, Luis Armando le contestó secamente: “diga no más...”. Claudio insistió en conversar en privado, en otro lugar, y lo convidó a tomar un café por ahí cerca. Mi papá le retrucó ofreciendo hacerlo en su auto, estacionado a pocos metros, a lo que Claudio accedió. 88

Memorias Familiares

No supe cuántos minutos estuvieron allí conversando, pero se me hicieron larguísimos. Claudio me contó su parte: le afirmó que él me quería y que su intención era separarse legalmente de su antigua esposa para casarse conmigo. Y que como yo me iba por un año al extranjero con una beca, él tendría tiempo de arreglar esta situación. Papá quedó conforme y de ahí para adelante, quedaron amigos y no puso trabas en que nos siguiéramos viendo. Yo tenía entonces 26 años. Claudio se retiró de Ferrocarriles, lo que fue un gran cambio en su vida. Había sido su primer y único trabajo por 16 años. Nunca había estado cesante y ahora buscaba trabajo. Pero era tan responsable que su jubilación de medio tiempo en Ferrocarriles y la casa que había comprado a través de la empresa en la población “Fernando Gualda”, cerca de Pajaritos, los destinó a sus hijos. Yo, con mi mala conciencia de sentirme “la otra”, quedé satisfecha con esta decisión así como con encontrar un nuevo trabajo y comprar un auto para trabajarlo como taxi en horas extra. Con su indemnización compró un auto inglés usado, un Vauxhall negro, del 1947, con asientos con forro de plástico rojo, le compró taxímetro y comenzó a manejarlo como taxi. No tenía práctica, ya que hasta entonces había sido un peatón. El auto en cuestión tenía la dirección bastante loca y alguno que otro defecto de auto viejo, pero con su humor característico, Claudio lo denominó “el supersónico”, aludiendo a un super héroe de historietas.


Capítulo 24

Becada en París

Cerrillos, 1965: papá, María Olga Cattani, yo, Mario Zañartu y Claudio.

Con Carmen Rojas en el “Laennec” rumbo a Francia, 1965.

Memorias Familiares

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Becada en París

C

uando partí a Europa, al aeropuerto de Cerrillos me fueron a dejar mi papá, María Olga, Mario Zañartu y mi ya novio Claudio. La despedida fue triste para mí, pero lo disimulé lo mejor que pude, ansiosa por emprender ya ese largo viaje.

Estaba celoso de los “franchutes” que viajaban con nosotras (mi nueva amiga Carmen Rojas, también becaria, y yo). Tuve que tranquilizarlo contándole que eran jóvenes de entre 21 y 24 años y que uno de ellos lloraba en mi hombro penas de amor por una novia que había dejado en la Argentina.

Aterricé en Buenos Aires el 15 de septiembre de 1965, y de inmediato me fui al Hotel Adriático de calle Reconquista (donde había estado con mamá hacía menos de un año), y en papel con membrete del mismo le escribí la primera carta a Claudio. A su petición, había obtenido el itinerario de viaje de la empresa Navifrance para enviárselo. Claudio quería escribirme a todos los puertos donde parara el “Laennec” en su ruta a Francia.

La carta que le despaché desde la segunda escala, el puerto brasilero de Santos (la primera había sido en Montevideo, donde pasé un triste 18 de Septiembre lluvioso en casa de una familia amiga de Carmen), era pesimista. Le expresaba mis dudas de haber partido, pero luego me reconfortaba pensando que esa separación de ocho o nueve meses nos serviría a ambos y especialmente a él, para reorganizar nuestras vidas. “A bordo del Laennec, 22 de septiembre de 1965” escribí: “Las últimas semanas en Santiago para mí fueron muy difíciles por la presión-ambiente, la actitud de mi familia y de los amigos curas. En ese sentido fue una liberación partir. El regreso será más fácil porque tu situación legal se habrá aclarado y mi decisión tendrá más peso por haberla mantenido a través del tiempo y la distancia”.

Y así fue. Durante el viaje en barco de Buenos Aires a Le Havre, en cada puerto – o casi - recibía sus cartas. La primera fue el 2 de octubre (día de su cumpleaños), cuando llegamos a Las Palmas, en las Islas Canarias, tras admirar los maravillosos manteles bordados que desde un bote nos ofrecían para la venta. Era curioso como la recibí. Previo anuncio por un altavoz “¡correspondencia!”, en un rincón del comedor de segunda clase en que viajaba, un marinero subido en un taburete empezó a gritar los nombres de quienes teníamos correspondencia… tal como se ve en las películas de guerra, cuando los jóvenes soldados están en el frente y reciben su cartas de casa. Me fui muy contenta a leer la mía a mi litera.

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Memorias Familiares

En general no fue agradable el viaje que hice en ese barco. La nostalgia de Claudio empezó a agudizarse. Me preguntaba a mí misma si había hecho bien en seguir adelante con la beca, pero de inmediato me convencía de que era lo acertado, dada la situación que dejaba atrás, tan incómoda para ambos... Porque ni Mario, mi director espiritual, ni mi papá estaban de acuerdo con mi noviazgo. A veces pienso que el cura movió todas sus influencias en la Embajada


Becada en París

de Francia para que me dieran esa beca y pudiera zafarme de ese idilio a todas luces inconveniente para una católica observante como yo… o el de un padre disconforme con un novio para su hija, separado, con dos hijos pequeños y sin un centavo. De Claudio solamente dependía la solución. Y para eso necesitaba tiempo. Las siguientes escalas fueron Río de Janeiro – donde almorcé con un antiguo amigo, el periodista gringo, Barry Lando, corresponsal de Time -, Las Palmas en Islas Canarias – donde no bajamos - , Lisboa – que sí bajamos a admirar -, Vigo en España – que visitamos por pocas horas – y por fin Le Havre, donde desembarcamos. En Boulogne-sur-Mer tomamos un tren a París. Dejamos las maletas en la consigna de la Gare Saint Lazare y partimos al Servicio de Acogida a los Becarios Extrnajeros. No encontraron nuestros nombres en las listas y debimos partir en busca de un hotel. Dimos bote en varios hasta que al fin me quedé en “Les capucines”, el hotelito pobretón (no tenía ninguna estrella) de la rue de Feuillantines que me había encantado durante mi visita a París un año antes, donde residía mi amiga Marta Harnecker. Le había pedido me reservara una habitación, lo que hizo antes de partir por unos días a España. Carmen se quedó en el hotel que le habían recomendado hasta que se solucionaron los problemas burocráticos respaldando su beca. Después de tres semanas de llegada a París, sin tener noticias de mi beca, en medio de esa incertidumbre, por fin supe que

me habían otorgado una de las buenas: la ASTEF (Association pour l´Organisation des Stages en France), aquella para estudiantes de post grado, mejor en cantidad y calidad que la que recibía la mayoría de los estudiantes extranjeros, como la de Carmen, que se perfeccionaría en la interpretación del órgano. Si bien su beca era más pobre, había quedado muy bien ubicada en la espléndida Cité des Arts, un condominio para artistas becados en todas las especialidades. Pero junto con esta buena noticia de la calidad de mi beca, supe otra mala. El director del IDHEC, Monsieur Remy Tessoneau, recibió por fin mis papeles y me informó que me esperaban para ¡el 1 de noviembre! Comprendí por qué no pudieran ubicarme antes en las listas de becarios: yo había llegado con 3 semanas de anticipación. Lo peor fue que me notificó que la beca cubría cuatro meses solamente, es decir, hasta febrero. Tuve sentimientos encontrados: me alegré porque así volvería antes junto a Claudio. Pero… la nulidad de su matrimonio no estaría lista. Cuando Marta regresó, muy contentas nos reunimos a conversar para ponernos al día. Y seguidamente, me introdujo al grupo de sus amigos chilenos y extranjeros. Ya no me sentí sola en París. Claudio me escribía dos veces por semana y yo hacía lo mismo, sin esperar la carta del otro. Hacia fines de noviembre, me llega la mala noticia: tuvo un accidente con el Vauxhall. Afortunadamente nadie salió herido, pero el auto quedó estropeado y deMemorias Familiares

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Becada en París

bió llevarlo a un garaje para su arreglo, sin saber cuándo lo podría sacar por falta de dinero. Tampoco había encontrado trabajo aún y sentí su desesperación. Lo consolé contestándole que no importaba que su viaje a buscarme a París se atrasara, pues eso le daba más tiempo para solucionar los asuntos pendientes… empezando por su nulidad matrimonial. El accidente fue un duro golpe para ambos, pero sobre todo para él, pues llevaba tres meses de cesantía y se sentía muy solo. Al menos, yo estaba en París conociendo y haciendo cosas interesantes. Por esos difíciles días, ambos tuvimos un sueño: que él iba a buscarme y que paseábamos juntos por París antes de volver a Chile para casarnos, con la nulidad terminada... Al despertar, la realidad se veía negra. Afortunadamente, a los pocos días le comunicaron que había sido aceptado como empleado en la empresa El Mercurio, donde lo había recomendado Luciano Vásquez, marido de Raquel Cordero. Su nuevo trabajo ponía término a esta mala racha y aunque el viaje a París se había esfumado, al menos estábamos felices de saber que a contar del 1 de diciembre ya tenía un trabajo. Un trabajo sencillo, de empleado de una oficina menor, pero nada menos que en El Mercurio… odioso como diario, pero una buena empresa al fin. Por Navidad recibí una carta de Santiago de María Olga, ya de novia con Javier Herreros, donde me contaba lo feliz que es con él. También me comentó de una larga conversación con Claudio, después de la cual 92

Memorias Familiares

comprende que seremos felices y que le gustaría mucho ser tan amiga de él como mía. Esto me dejó muy contenta. Una vez más, mi amiga me apoyaba. La tarde del 24 de diciembre, víspera de Navidad, la pasé con Carmen en su Cité des Arts, donde ella preparó nuestro tradicional cola de mono y comimos pan de miel, que fue lo más parecido al Pan de Pascua que encontré. Luego me acompañó al hotel a esperar el telefonazo de Claudio desde Chile. Estábamos en París, pero en los años 60, de modo que un llamado de larga distancia internacional requería mucha preparación. Para empezar, desde Nueva York me avisaron con dos días de anticipación para confirmer que voy a estar en ese teléfono (el del hotel) a las 23 horas el día 24… La llamada ocurrió a la hora exacta, y aunque Claudio me escuchaba bien, yo oía su voz entrecortada contándome acerca de los amigos desde la casa de Raquel Cordero. Yo estaba nerviosa y pienso que hablé tonteras en vez de decirle lo mucho que lo echaba de menos. Quizás cuánto le costó esa llamada y el dinero seguía escaso… ¡pero así era de loco! Fue un bálsamo y un regalo navideño para ambos ya que la comunicación por carta esos días andaba mal. El correo colapsó con tanto trabajo por las fiestas de fin de año. Las cartas de Chile no me llegaban y en Santiago no recibían las mías. Meses después, ya de vuelta en el país, Claudio me contó que estaba tan desesperado porque no le llegaba ninguna carta mía que un día cercano a la Navidad fue al Correo Cen-


Becada en París

tral en la Plaza de Armas, a reclamar y a exigir que lo dejaran buscar él su carta. ¡Tan seguro estaba de que lo esperaba una! El jefe de la sección lo escuchó y con mucha paciencia lo llevó a un balcón del segundo piso para mostrarle las decenas de mesones atestados de cartas donde muchos empleados trabajaban afanados en clasificar y distribuir... Al ver este panorama dantesco, se dio por vencido… Entretanto, mis finanzas habían mejorado porque en Santiago papá logró vender “el Magnífico”- el Fiat 600 blanco de Liliana y mío - como le habíamos encomendado para que nos enviara ese dinero como apoyo. Comenzaron a llegarme 100 dólares mensuales de este fondo. Con eso podría viajar a otros países cuando se presentara la oportunidad… y comprar objetos útiles y hermosos para mi futura casa en Chile. La noche de Año Nuevo en París fue inolvidable. Borrando temporalmente al novio de la mente, lo pasé muy bien. Como me gustaban a mí los Años Nuevos: con gente distinta que nunca había visto y tal vez nunca volvería a ver. Comimos con Carmen en su departamento y luego nos fuimos con su amigo pintor finlandés y su “pinche” libanés a una fiesta donde nos había invitado Marta. Con ellos contribuimos al cóctel de nacionalidades del encuentro internacional. Marta vivía entonces en un departamento antiguo, deteriorado, con muros sucios y raídos y un solo baño afuera en el pasillo ¡para los cuatro departamentos del piso! Cada vez que uno lo requería, había que conseguir la llave. Como dominábamos los

latinos, bailamos bambas, joropos, mambos, etc, dirigidos por una animosa ecuatoriana. El finés encontró la fiesta muy exótica y se esforzaba por moverse al ritmo latino. Con Carmen preparamos el cola de mono ahí mismo y todos probaron este “queu de singe”… pero sólo una inglesa pidió repetición. Cuando dieron las 12, todos empezaron a saludarse al estilo europeo: un abrazo con un beso en cada mejilla. Los libaneses daban dos besos en cada mejilla, al estilo francés … Se abrieron las botellas de champán y al cabo de un rato, salí con Antonio, un pintor español, a caminar hasta la colina de Montmartre con la idea de ver amanecer. Poco antes, en la fiesta, le había comentado que en Chile la gente se iba al Cerro Santa Lucía o San Cristóbal persiguiendo lo mismo. Como a las 4 salimos a caminar por las calles donde, pese a la hora, los autos hacían sonar sus claxon como seña festiva de Feliz Año Nuevo y la gente lucía gorritos de fiesta en las veredas. Todos de buen ánimo fiestero o sencillamente soules (borrachos). Llegamos al Sacré Coeur y efectivamente, el panorama era hermoso desde allí, con todo París iluminado a nuestros pies. Pero como en el invierno amanecía recién a las 8 y era mucho tiempo esperar a la intemperie en esa noche fría, nos conformarnos con lo visto y seguimos caminando lentamente en dirección a una estación de Metro hasta las 6 de la mañana, hora en que reabría el servicio. Allí nos despedimos y nunca más supe de ese pintor. Memorias Familiares

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Capítulo 25

Me visita Liliana

E

Liliana paseando por el Sena, 1966.

l 2 de febrero fui con Carmen a recibir a Liliana a la Gare Austerlitz, donde su tren llegaba a las 22 horas. Venía de un tour por España y se alojaría en mi hotel por unos pocos francos más en mi misma habitación. No nos veíamos desde que yo salí de Chile a Francia y ella había partido a Estados Unidos meses después, en 1966, a realizar un trabajo en el Departamento de Psicología Educacional en la Universidad de Texas, en Austin.

Estábamos contentas de reunirnos después de tanto tiempo, de modo que conversamos mucho esa noche antes de 94

Memorias Familiares

dormirnos. Llegó encantada con la Madre Patria, en especial, con Andalucía, y yo me sentía orogullosa de mostrarle mi París querido. Al día siguiente la llevé caminando a conocer paso a paso lo mejor de París: subimos a la torre de Eiffel, caminamos por los muelles del Sena, entramos a Notre Dame de París, paseamos por los Campos Elíseos, el Barrio Latino, los Jardines de Luxemburgo... Le encantó el studio de Carmen Wernli, quien nos había invitado previamente. Allí llegó también esa tarde nuestro amigo del Estadio Español Juan Pascual. Nos preparamos una comida rápida mientras


Me visita Liliana

escuchábamos a los Huasos Quincheros y a Los Chalchaleros y luego salimos al cine, pero al ver la cola para entrar, cambiamos rumbo y nos fuimos a caminar por los muelles de Sena y ver Notre Dame iluminada en esa noche de invierno. Otro día partimos a primera hora a Montmartre, que queda a pocas cuadras de mi hotel, y recorrimos una vez más sus bellas calles, la famosa plaza de Tertre, y la basílica del Sagrado Corazón. La segunda visita a este fascinante lugar fue de noche para que conociera “La Boheme”, una boite famosa por sus humoristas con chistes subidos de color. Aprovechamos la visita de Juan Pascual para ir con él y otro amigo a conocer el Bois de Boulogne, donde no nos atrevíamos a andar solas porque tiene fama de peligroso. Si bien no lo recorrimos entero, porque es enorme, lo que vimos no tenía nada de especial: una laguna y botes para pasear, como tantos parques, incluyendo la Quinta Normal o el Parque O´Higgins en Santiago. Por la noche fuimos a la famosa Opera de París a ver un ballet, “Noces”, con música de Stravinski. A Liliana le gustó la ópera-ballet y sobre todo, observar la gente que había allí esa noche, que le llamó más la atención que el teatro mismo: gente muy elegante al lado de otra muy hippie, como ya había observado yo en otra oportunidad. Nos encontramos con el crítico musical Pablo Garrido - a quien conocí en el festival de coros de Antofagasta - y él se alegró mucho de verme, tanto que

después de la función nos juntamos a conversar en el Café de la Paix, que queda a menos de una cuadra de la Opera (¡por fin entraba al famoso café donde comenzó el cine!). Para continuar con los sitios clásicos, también la llevé al Odeón, el teatro de la Comédie Française, a ver “Cyrano de Bergerac”. No guardo mayores recuerdos de esta función, ni siquiera de los actores, salvo que todo era muy onda clásica como debía ser. Liliana me acompañó una noche a mis conferencias pagadas de Pintura Francesa con el ex curador Claude Ferraton en el hermoso y también antiguo Teatro Madeleine. Esta vez el tema fue Matisse y a Liliana le encantó la experiencia. El teatro estaba lleno, como siempre, y todos atentos mirando las diapositivas de los cuadros de Matisse con las entretenidas explicaciones del profesor. Al comienzo los estudiantes, crueles con los viejos, se comportaban como chicos mal educados: tiraban palomitas al escenario o lo imitaban cuando tosía. Pero este anciano sabio lo tomaba con humor y al poco rato, se imponía el maestro con su palabra y sus conocimientos y los imprudentes jóvenes se callaban, escuchándolo atentamente en un silencio respetuoso. El día que Liliana se juntó con su ex “pinche” Claude Echard, yo me fui a las oficinas de la ASTEF donde me confirmaron la buena noticia de que me habían prolongado la beca hasta el 3 de junio. Ahora podía respirar tranquila y al mismo tiempo, hacer los planes para el regreso. Memorias Familiares

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CapĂ­tulo 26

Viaje por Italia

Liliana y yo en Florencia, 1966.

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Memorias Familiares


Viaje por Italia

L

iliana venía por todo febrero y me convenció de ir juntas a conocer Italia, por diez días, del 12 al 21 de febrero. Aunque el dinero escaso o justo, no vacilé mucho.

Tomamos un tren Paris-Milán-Florencia. El tren se detenía unas horas en Milán, lo que nos permitió bajar a conocer algunas de sus puntos sobresalientes: el hermosísimo Duomo, por cuyo techo nos paseamos y nos tomamos lindas fotos; el famosísimo Teatro de la Scala, cuya fachada no nos causó mayor impresión y no vimos el interior, pues no pudimos entrar; la galería de tiendas Vittorio Emmanuelle con sus hermosas baldosas y cúpula. Y eso fue todo lo que pudimos ver. Seguimos en tren a Florencia. El tren venía lleno, y quedamos en un compartimento con varios otros pasajeros. Un viejo campesino sentado frente a nosotras, luego de escucharnos un buen rato nos increpó: “¿e per ché non parla italiano…?”, creyendo que usábamos un dialecto. Le explicamos que éramos de Sudamérica, que no sabíamos italiano y hablábamos español, pero nunca supimos si lo entendió, pues siguió con el ceño fruncido el resto del viaje. Florencia es maravillosa, y daba gusto recorrerla a pie. Pero hacía tanto frío que cada tanto debíamos meternos en un café y pedir cualquier cosa para calentarnos y recuperar energías. Además, nos tocaron días lluviosos. Es malo hacer turismo en invierno en Europa, sobre todo sin plata, porque no puedes caminar todo lo que quisieras por esas hermosas calles, puentes, plazas, iglesias y museos, creando un gran ambiente

de épocas pasadas. Y tampoco tienes plata para taxi o para entrar a algún local a cada rato para recuperarte del frio. Los italianos nos parecieron muy atentos, pero nos molestó que nos confundieran con turistas inglesas y nos hablaran en inglés (“non parliamo anglese”, les decíamos). Nos quedamos boquiabiertas en la Piazza della Signoria, con su Palazzo Vecchio, sus esculturas (incluyendo una copia del David de Miguel Angel), y su mercado abierto donde está “El rapto de las sabinas”. Visitamos el Palazzo Uffizzi, que está al lado, con su magnífica colección de pinturas, y como llegamos un domingo, asistimos por la tarde a una misa en el Duomo, bajo el alero de su bella cúpula de Brunelesco. Al día siguiente recorrimos otro maravilloso museo, el Palazzo Pitti, recorrimos el Ponte Vecchio con sus tiendas de joyas finas y cruzamos hasta llegar a la Piazzale Michelangelo, que queda al otro lado del río Arno, con una espléndida vista sobre toda la ciudad, y de regreso a la pensión, pasamos por el Palazzo de los Medici. De ahí seguimos en un bus turístico a Roma, pasando por Perugia y Asís, donde pudimos bajarnos y admirar lo hermosos y antiguos que son. El camino también era lindo, con colinas cubiertas con cedros y olivos, igual como se ven en los cuadros renacentistas. Roma me pareció desordenada e inferior a las ciudades europeas ya conocidas. Lo que más nos gustó fueron las ruinas, el Coliseo y el Foro Romano por donde hace cientos de años pasaron tantos personajes Memorias Familiares

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Viaje por Italia

ilustres, como Marco Antonio. El primer día recorrimos el Panteón, antiquísimo templo de todos los dioses donde están las tumbas de Rafael y Victor Emanuelle II; la Fontana de Trevi, donde ciertamente cumplimos el rito de lanzar monedas para volver; y fuimos a la vecina Ciudad del Vaticano para conocer la Plaza de San Pedro, construida por Bellini, la Basílica de San Pedro (donde admiramos “La Pietá” de MiguelAngel), la Capilla Sixtina y los Museos Vaticanos. Inesperadamente logramos entrar a una audiencia con el Papa Paulo VI. Sucedió que ese día el Papa daba audiencia a los turistas y por casualidad lo supimos apenas llegamos. Nos dieron unos boletos de entrada y pasamos a esperar el acontecimiento en un gran salón del Vaticano, precioso como todos y ya casi lleno de gente de todas partes del mundo. A las 11 y 10 minutos al fonde de la habitación se abrieron unas cortinas rojas y apareció Pablo VI sonriendo y saludando con la mano en alto desde un anda e impartiendo su bendición. Yo levanté mi modesta cámara Agfa Sillette y tomé fotos (aunque no salieron muy buenas, dan testimonio del suceso). Por allí surgieron unos aplausos y aclamaciones de “¡viva el Papa!” que nos dieron mucha risa y ganas de replicar: “¡Y muera el getón del Diablo…!”, como en el viejo chiste. Nos pareció que el Papa era tratado como un objeto turístico más… Por la tarde llegamos a la Piazza di Spagna y ya de vuelta a la pensión, pasamos a visi98

Memorias Familiares

tar la famosa escultura del “Moisés” de Miguel Angel en la Iglesia San Pedro Il Víncole (San Pedro Encadenado). El segundo día recorrimos la iglesia de Santa María Maiore, la Chiesa de la Santa Scala, y San Juan de Letrán. Por la tarde, tomamos un tour a las Catacumbas, las termas de Caracalla y la Vía Appia Antigua, que nos recordaron películas italianas, en especial, de Fellini. El tercero y último día recorrimos el Coliseo y el Foro Romano, y por la tarde, fuimos a conocer la Villa Borghese, que es un museo de esculturas (donde sobresale la de Josefina Bonaparte) y parques muy hermosos, cerca de la Piazza del Popolo y la Vía Véneto. En esta última nos juntamos más tarde con mi amiga Valeria Sismondo (del crucero a la Isla Juan Fernández hacía 7 años), que vive en Roma, y nos invitó a tomar el aperitivo en un elegante “Café de París”, famoso por “La Dolce Vita”. Fue un agrado reencontrarme con Valeria, pero confieso que el local no me pareció tan chic como algunos restaurantes de los Campos Elíseos… ni Roma tan linda como París. La verdad es que esta primera vez que fui a Roma la encontré desordenada, sucia y bulliciosa, pero con sus monumentos históricos en medio de los edificios y del tráfico de la vida cotidiana toma unas dimensiones enormes. Años después, tras otras visitas, he aprendido a admirarla. La italiana Valeria Sismondo nos despidió en su casa en un cóctel muy agradable con amigos italianos e iraníes. También nos presentó a su novio Luigi. Me dí cuenta de que esa amistad llegaría hasta allí no más.


Viaje por Italia

Nuestros mundos eran muy distintos y lejanos. Por fin volamos con Liliana a Venecia, para ella el primero y para mí, el segundo viaje a esta hermosísima ciudad sobre las aguas del Mar Tirreno. Alojamos en el Hotel Lista di Spagna en la calle del mismo nombre. Nos pareció caro, pero sabíamos que todo es caro en esta ciudad inigualable donde uno se desplaza por canales en vez de calles, en vaporettos en vez de buses, mientras hermosas construcciones, casas y palazzos, desfilan bajo tu mirada. Al comienzo nos ubicábamos en los espacios al aire libre de los vaporettos, pero pronto nos congelábamos y debíamos entrar a abrigarnos con el calor humano de los interiores. La primera vez la visité en verano, pero Venecia es hermosa también en invierno, romántica, melancólica… Pensando en Claudio, me venía a la mente la bella “Venecia sin ti” que canta Charles Aznavour. Salí sola por un rato al aire libre para gozar del trayecto por los canales. El roce del vaporetto con las aguas sonaba a música. Ni el frío apagaba el hechizo de esas casas de cuento que se reflejaban en ellas, tamizadas por la tenue luz del atardecer. Me gustó revisitar estas bellezas con Liliana. El primer día fuimos a la Plaza San Marcos, visitamos la imponente basílica bizantina del mismo nombre con su campanil y el reloj de enfrente con sus leones y figuras; luego el Palacio Ducal y el Puente de los Suspiros sólo por fuera. De ahí nos fuimos a caminar por el Puente Rialto sobre el Gran Canal para vitrinear por sus tiendas coloridas de

souvenirs. Al día siguiente, que era domingo, tomamos un vaporetto que recorría las islas que componen Venecia, incluyendo Murano, donde nos bajamos para conocer sus hermosos trabajos en vidrio. Los precios eran prohibitivos para nosotras. Y por la tarde, fuimos a misa nada menos que a la Catedral de San Marcos. El tercer y último día tomamos el vaporetto que nos llevó a la isla del Lido, escenario del famoso casino y de la playa donde expira Gustav von Aschenbach (Dirk Bogarde), el protagonista de la película de Visconti “Muerte en Venecia”. Y, ciertamente, aquí, en un teatro Art Deco menos glamoroso que el antiquísimo hotel, se celebra anualmente desde el siglo pasado el famoso Festival de Cine. No nos gustó tampoco que el Lido tuviera calles por donde transitan autos y trolebuses ni su playa elegante, pero fría y sin vida. Bueno, era invierno. El italiano que hablan en Venecia es un dialecto que usa palabras griegas y latinas, según nos explicó el dueño del hotel. Con razón no entendíamos nada, a diferencia de Roma y Florencia. Quedamos agotadas, pero contentas al volver en avión a París. Liliana permaneció una semana más, lo que nos permitió las últimas actividades valiosas: visitar el cementerio de Pere Lachaise, donde pasamos por las tumbas de Alfred de Musset, Sarah Bernhadt y Edith Piaf (en el sector más moderno, con una foto suya y letreros como “rezamos por ti en Lisieux, el lugar donde Memorias Familiares

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Viaje por Italia

milagrosamente recobró la vista cuando niña), Molière, Lafontaine, Chopin (llena de flores porque había estado de cumpleaños recientemente). También visitamos el Museo de Arte Moderno, donde había un Matta muy destacado, y el de L ‘Orangerie, entonces, el de los impresionistas y Picasso; recorrimos el Marché aux Puces (mercado de las pulgas) con Raquel Zelesnak; paseamos en bateaux-mouche por el Sena y le presenté al cura Marc Gervais, con quien tomamos un café en “La Coupole”, el de los artistas e intelectuales. Uno de los hitos artísticos fue asistir con Liliana al famoso teatro “Olympia” a escuchar y ver a Gilbert Bécaud. Copio de la carta donde le narré esto a Claudio: “El teatro es bien choro, con unas acomodadoras muy bonitas y arregladas como hostesses de avión. En la primera parte del programa cantaron unas cabritas bien encachaditas y coléricas; acróbatas húngaros, marionetas de Leningrado y un cómico que por cierto, contó chistes colorados… En la segunda parte, Gilberto, que es harto encachadito pese a que ya debe acercarse a los 50, cantó estupendo y es muy “teatrero”: dramatiza y toca el piano. Esto unido a las lindas canciones y a la iluminación, lo hicieron un espectáculo estupendo. Terminó su show con “Nathalie” y “Et maintenant”. El lunes 28 de febrero la fui a dejar al aeropuerto. Liliana abordó su avión de regreso a Estados Unidos y ambas quedamos tristonas. Nos habíamos acostumbrado a la mutua compañía. 100 Memorias Familiares


CapĂ­tulo 27

Mi hermana Liliana

Liliana, 1952.

Memorias Familiares

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Mi hermana Liliana

A

parece en numerosos capítulos de estas memorias porque ha sido mi compañera de casi toda la vida. Tenemos una diferencia de edad de poco más de un año solamente (ella es la mayor) y por eso, y por voluntad de nuestros padres, hicimos juntas el kindergarten y luego la enseñanza básica y media en el Liceo 1 de Niñas. Dimos el Bachillerato juntas y cuando llegamos a la superior, en la Universidad de Chile, seguíamos geográficamente una al lado de la otra: ella en el Instituto Pedagógico a estudiar para profesora de Inglés y yo en la flamante escuela de Periodismo que inauguramos ese año de 1956 y que estaba pegada al campus de Macul. Teníamos las mismas amigas desde niñas y luego, el mismo grupo de diversión cuando adolescentes. Por eso la menciono tanto en estas memorias. Pero la vida de Liliana ha sido tanto o más agitada que la mía y merece unas líneas especiales. Comenzamos a separar nuestros caminos cuando nos preparábamos para dar el Bachillerato y Liliana comenzó a pololear con su segundo novio, Mauricio Assael, (porque el primero, cuando aún era colegiala, el guardiamarina Patricio Villalobos, como ella dice, fue solo “un largo pololeo de tres veranos”). También nos fuimos alejando cuando en la Universidad hicimos nuevos amigos y nos concentramos en distintos temas. Pero ya la bifurcación fue clara cuando yo comencé a trabajar y luego me fui a Estados Unidos a estudiar mi posgrado de Periodismo en 1960. Siguió pololeando con Mauricio, muy enamorada de este muchacho elegante, culto y atento con ella. Un día, al enterarse de que era judío, papá le prohibió continuar viéndolo. Algo de antisemitismo (tal vez de sus años trabajando con 102 Memorias Familiares

alemanes en Lange) hubo en esto, pero también deseos de proteger a su hija, porque según él, los judíos sólo se casaban con judías. Al enterarse de este rechazo, Mauricio se sintió herido en su dignidad de sefaradita y cortó el pololeo bruscamente. La dejó sin avisarle, partiendo a México a consolidar una relación con una prima a quien había conocido poco antes. Liliana sintió que el mundo se le venía abajo y el duelo por esta relación trunca se mantuvo por años. Pese a haber tenido numerosos pretendientes, decidió reponerse de su mal de amor dedicándose únicamente a los estudios y a su vida profesional. Quería ser una persona independiente, como mamá nos pregonaba. En los últimos años de Pedagogía en Inglés y, recomendada por una profesora, comenzó a hacer clases a niños en el colegio San Ignacio, primero en el de Avenida El Bosque en el barrio alto y luego en el de calle Alonso Ovalle. Cuando yo volví de Estados Unidos, ella se preparaba a partir a un postgrado en la Universidad de New Hampshire, Massachusetts, Estados Unidos, gracias a una beca otorgada por el mismo plantel complementada por otra Fulbright. Volvió a Chile en 1963 con un Magister en Educación y desde entonces comenzó a elevar vuelo al especializarse en Educación: metodología, evaluación, curriculum, laboratorios de idiomas e informática aplicada a la pedagogía. Pero antes de especializarse a estos temas, junto a un grupo de jóvenes profesionales se fue como pionera al Colegio Regional de la Universidad de Chile en Antofagasta. Era uno de los recién inaugurados Colegios Regionales que la universidad estatal creó en distintos puntos del país para preparar técnicos en distintas especialidades. Aun con ese cargo, la nombraron docente de


Mi hermana Liliana Fonología en la escuela de Pedagogía en Inglés de la Universidad de Chile. Ahora era profesora universitaria y como todo nuevo profesional de aquellos años, empezó su carrera en las regiones. Allí le tocó hacerle clases a nuestro hermano Armando, que recién iniciaba sus estudios superiores ayudado por ella. Durante un año vivieron juntos y con otra colega en un departamento que arrendaron en “la perla del Norte”. Y pese al grato ambiente intelectual y artístico que encontraron allá, con personajes como Pedro de la Barra (a cuyo Teatro del Desierto ingresaron ambos), el escritor Andrés Sabella, el poeta Sergio Hernández y otros, ambos no tardarían en regresar a Santiago. Armando, trasladado para seguir estudiando en el Pedagógico de Macul y Liliana, abrumada por la soledad del desierto de Atacama y echando de menos a su familia. Volvió a la casona de Avenida Matta y otra vez la acogió el colegio San Ignacio, donde se hizo de muy buenos amigos jesuitas. Combinó esta tarea con un nuevo trabajo que aceptó en Talca: enseñó gramática inglesa y literatura en otro Colegio Regional de la Universidad de Chile.

Educación, donde permaneció 15 años, terminando como directora del Departamento de Idiomas. Liliana afirma que lo más le gustó en este período fue recorrer distintas ciudades chilenas, de Arica a Punta Arenas, llevando nuevas técnicas pedagógica a los profesores de Enseñanza Media. Su contactos con el mundo académico y profesional anglófilo alrededor del British Council en Santiago le valieron una invitación en 1972 como Visiting Scholar para realizar una investigación en educación en el Ealing College of Higher Education en Londres. Pocos años después recibió otra para la famosa Universidad de Oxford en esta ciudad. Estudios que le reportarían grandes satisfacciones entonces y años después, cuando ya vivía en México. (Aquí se incorporó a un club de ex estudiantes de Oxford para apoyar el desarrollo de eventos culturales que encuentran gran acogida en el ambiente académico mexicano).

Estaba en eso cuando en 1966 el Departamento de Psicología Educacional de la Universidad de Texas la contrató para su equipo de investigadores, gracias a contactos con profesores tejanos durante intercambios estudiantiles entre ese plantel y la Universidad de Chile.

Dejó el CPEIP en los 80 para cambiar radicalmente su vida al decidir irse a vivir en Estados Unidos con su segundo pololo, nuestro común y antiguo amigo Hernán Reyes, de Villa Alemana, recientemente viudo. Desde su llegada a Estados Unidos en 1960 (cuando nos encontramos en Nueva York), Hernán había echado raíces y formado familia en Poughkeepsie, New York como experto en informática, dentro de la gran IBM y luego se trasladaron al Sillicon Valley, California.

Permaneció dos años en Austin, Texas, que aprovechó además como estudiante de postgrado candidata al doctorado. Regresó en 1968 a trabajar en el Departamento de Inglés del Centro de Perfeccionamiento, Experimentación e Investigaciones Pedagógicas (CPEIP) del Ministerio de

Cuando enviudó quedó solo con dos hijos adolescentes, Danny y Glenn. En ese momento llega Liliana a su vida, y tras unos meses de re-conocerse, deciden casarse. Tenía 48 años cuando se casó por el civil y por la Iglesia Católica en California, en enero de 1985. Memorias Familiares

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Capítulo 28

España y Cannes

V

El 21 de enero Monsieur Tessoneau me comunicó que me habían prolongado la beca hasta junio. Otra vez tuve sentimientos encontrados: alegría de seguir gozando con París y tristeza porque se alejaba el momento de reencontrarme con Claudio. Finalmente quedé contenta: me repetí que así había más tiempo para que concluyeran los trámites que lo dejarían en libertad.

Después que Liliana se volvió a Estados Unidos, para Semana Santa tome un tour estudiantil a España que en diez días agotadores nos llevó por Madrid, Toledo, Sevilla, Córdoba, Granada, Avila y Burgos. Recorriendo las calles de Avila y como curiosidad y pensando en mi novio en Chile, busqué, encontré y fotografié la “Casa de los Verdugo” que aparece señalada en todos los guías turísticos como una de las mansiones típicas de los siglos XI al XVII. En la puerta tenía el escudo de sus ancestros, donde destacaba un águila.

Lo único claro era que él era mi elegido. En esos días escribí mi primera y única carta (o párrafo) de amor: “Hasta ahora para mí el amor era una cosa no realizada, no correspondida de uno u otro lado… Amar era “sufrir por amor”, es decir, anhelar una meta inalcanzable, pero cuyo solo anhelo ya era felicidad. Todas mis experiencias sentimentales anteriores fueron así. Ahora por primera vez conozco realmente el amor, ese correspondido, realizado. Esto me da una confianza desconocida antes y por eso ya no tengo miedo de decir te quiero…”

Siempre con el horizonte presente de mi futuro hogar, compré hermosos “souvenirs” para adornarlo: entre otros, un enorme rosario de madera y un jarro de madera estilo medieval con el asa unida por unos enormes clavos que conservo. Soñábamos nuestro futuro “studio”, o nidito de amor, con paredes de distintos colores, entre las cuales, unas negras y otras rojas… Esto último nunca se cumplió, pero sí esos adornos nos acompañaron por mucho tiempo en las tres casas en que habitamos durante nuestra larga vida en común.

Como el segundo semestre era de práctica de cine para los que tomaban el curso completo y yo sólo había ido por un año, complementé mis clases teóricas con lo grandes profesores Georges Sadoul y Jean Mitry, con visitas a la filmación que hacían mis compañeros del segundo año y con algunas clases en la Sorbona: Música de Filmes, Historia de las Ideas y este curso de Pintura Francesa con Ferraton en el Teatro Madeleine. Todo muy enriquecedor.

Al regreso reanudé mi vida en París con mi nueva situación de “stagiaire” (pasante) visitando estudios cinematográficos y de la ORTF (Televisión Francesa) e incentivada por mi amigo el cura cinéfilo Marc Gervais, quien ya tenía la suya, me aboqué a conseguir una invitación al Festival de Cannes, que se desarrollaba en mayo, poco antes del término de mi beca.

olvamos a mis recuerdos de París, año 1966.

104 Memorias Familiares

Escribí a mis contactos periodísticos chilenos, que ahora, al no pertenecer yo a ningún


España y Cannes

medio de comunicación, eran débiles. Con la siempre cálida ayuda de Marina de Navasal, me ofrecí por carta como corresponsal de Las Ultimas Noticias a su director, Nicolás Velasco del Campo, pidiendo que este servicio fuera pagado. Este demoró tanto en responder (y por supuesto, sin pago como eran todas las corresponsalías entonces) que logré una, tampoco remunerada, pero rápida y eficiente, con El Heraldo de México a través de mi amigo Guillermo Vázquez Villalobos, ex corresponsal de Ecran. Cuando ya estaba en Cannes inscrita como corresponsal del diario mexicano me llegó la confirmación de Las Ultimas Noticias, de modo que representé a ambos periódicos y en ambos se publicaron mis crónicas. Mi experiencia en Cannes fue excelente. Ví muchas películas en ese Festival cuyo jurado presidia Sophia Loren, y conocí a muchos otros famosos actores, actrices y directores de cine de entonces que eran mis favoritos: Vittorio Gassman, Monica Viti, Joseph Losey, Jean Luc Godard, Orson Welles, Jean-Louis Trintignant, Anouk Aimeé… Y además, participé como miembro del jurado de la OCIC, donde hice nuevas amistades con curas cinéfilos. Le dimos el premio a la misma que ganó ese año la Palma de Oro: “Un hombre y una mujer”, de Claude Lelouch, con Jean Louis Trintignant y Anouk Aimée. Me despedí de Marc Gervais en Cannes, pues él partía a Roma al día siguiente a continuar sus estudios y yo, de vuelta a París. Me ofreció como regalo decir una misa por Claudio y por mí, para que nuestra relación tuviera el mejor desenlace. Nunca más lo

volví a ver. Fue el primer cura en bendecir nuestra futura unión. Después lo sería Mario. Avisé a mamá la fecha de mi regreso para el 3 de junio de 1966 y, como eso era distinto a lo que habíamos conversando antes de viajar a Francia, le expliqué que volvía a casa por un breve tiempo pues nos casaríamos con Claudio el 25 de junio, ya que los papeles de la anulación de su matrimonio estaban por salir. Agregué que así esperaba no tener más problemas con papá. Mamá me contestó que la fecha que le anuncié de nuestro matrimonio los emocionó mucho, pues nunca pensaron que sería tan pronto… Luego recibo una cariñosa carta de papá donde me reprocha que no les haya escrito todas las semanas como hice cuando estuve en Estados Unidos… O sea, ¡no se dio cuenta de lo dolida que yo estaba con él por su actitud hacia mi pareja! Me informa que con mamá decidieron darle 60 días a Claudio tras mi regreso para solucionar “sus asuntos”, y que puedo volver tranquila a casa, pues Claudio podrá venir a verme cuando quiera. Y agregó: “como persona no me desagrada y no tengo ninguna antipatía personal contra él: lo que me molesta es su situación, la que no puedo aceptar… Si él te quiere realmente, deben acercarse a mí y decirme los pormenores de estos trámites”. Desde entonces, lo que Claudio sólo le contaba a mamá, lo comenzó a compartir con papá. Las relaciones mejoraron notablemente. Y yo me sentí muy, muy aliviada, dispuesta a relajarme y subir un poco de peso ya que al volver de Cannes, donde la Memorias Familiares

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España y Cannes

última semana comía poco, estaba en los 56 kilos. Por su parte, Claudio me escribió que la casita en la población “Fernando Gualda” del barrio Estación Central que consiguió a través de Ferrocarriles se la había cedido a sus dos hijos, Claudio y Angálica, para que vivieran allí con su madre. Me alegró mucho esta noticia. Por ningún motivo quería que lo nuestro interfiriera con el bienestar de sus niños. Los problemas se iban arreglando… Durante mis últimos días en París, compré más objetos que anhelaba llevar a Santiago para adornar nuestro “studio”, y mi ajuar de novia: un vestido de lana de hermoso tejido blanco y un abrigo blanco de cuello subido y entallado estilo Jackie Kennedy. También un sombrerito blanco de plumas ajustado a la cabeza. Me sentí muy emocionada y orgullosa de llevar mi ajuar desde París, desde una tienda no elegante, pero sí cerca de los grandes bulevares. En los días siguientes, fui al IDHEC a despedirme de Monsieur Tessoneau y otras personas del establecimiento que fueron muy amables conmigo. Pasé a una peluquería para que me hicieran un corte de pelo bien francés y me tiñeran el pelo de color castaño y, entre esos ajetreos, por fin llegó el día de mi partida. Sólo Carmen me fue a dejar al aeropuerto de Orly ese jueves 2 de junio a las 10 de la noche. Nos despedimos con cierta tristeza, pero ella era feliz con su libanés en París. Tampoco la volvería a ver. Después supe que vivió una tragedia: al romper con el ára106 Memorias Familiares

be, éste le quitó a la hija que ambos tuvieron para llevarla a su tierra. Cuando terminó su beca, Carmen debió volver sola a Santiago, muerta de pena. Mi amiga sufrió en carne propia el problema de emparejarse con un árabe. Pese a mis nervios, algo dormí por la noche en el avión y al día siguiente viajamos todo el día, un día que se me hizo muy largo en los aires, hasta media tarde de ese viernes 3 de junio en que llegué a Cerrillos a la hora señalada, las 17.30 horas. Al bajar del avión, lo primero que veo al bajar por la escalera en la loza es a… Claudio. No me sorprendió. Se las había arreglado con amigos periodistas para conseguir que lo dejaran pasar hasta la escalinata misma del avión. Nos vimos, nos acercamos y nos abrazamos nerviosos ambos, pero felices… De aquí en adelante mis recuerdos se desvanecen porque ya no escribí más cartas semanales a Claudio contando todo lo que hacía o pensaba, ni anoté más en mi agenda, que fueron mis dos pilares para escribir estas memorias. Afuera me esperaba papá, el único de la familia con auto que estaba en Santiago en ese momento. Blanky vivía en Punta Arenas con su marido, el piloto de aviación Sergio Jiménez, su hijito Sergio de meses y esperando uno más. Pero había viajado a la capital y ese viernes por la tarde los fuimos a ver. Liliana continuaba en Texas, Estados Unidos. Armando seguía estudiando Inglés en el Pedagógico y estaba en clases. Luego de recoger el equipaje sin problemas, nos fuimos a la vieja casa de Avenida Matta con Rogelio Ugarte.


CapĂ­tulo 29

Claudio, compaĂąero de mi vida

Lidia y Claudio, Guaylandia, 1966.

Memorias Familiares

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Claudio, compañero de mi vida

Q

uién es este hombre que me enamoró hasta el punto de abandonar mi militancia católica y desafiar a la familia? Bueno, ya conté de su buen humor constante, pero no lo meritorio que eso es después de una vida con muchos altibajos. Más bajos que altos. Nació en Concepción como primogénito de una familia compuesta por su madre, María Zulema Mella y su padre Pedro Verdugo Cavada. Se conocieron cuando ella era estudiante universitaria de Pedagogía en Inglés. El era ya abogado conocido de la plaza, con bufete propio y un puesto de asesoría en Ferrocarriles del Estado. A los cinco años llegó una hermanita, Marcela, que sería el corazón de su familia para siempre. Vivían felices juntos como una familia normal. Lo que no supo hasta la segunda infancia era que su papá tenía un hogar anterior con tres hijos conformando una familia acomodada y muy conocida en Concepción. Fue cuando debió trasladarse con ella a Santiago al enfermar del pulmón la segunda hija, Carmencita, y necesitar un clima más seco. A María Zulema con sus hijos los trasladó a Angol, pero ya comenzaron a verlo menos frecuentemente. Muchas veces viajaron entre Concepción y Santiago para contactarlo, hasta que su padrino Pascual Sepúlveda los ayudó a trasladarse a la capital a vivir en una de las pensiones de su abuela, en Santiago Centro (alrededores de Alonso Ovalle). En 1942, la mamá enfermó de amor con 108 Memorias Familiares

esta separación y perdió parcialmente la razón. Claudio debió acompañarla en su encierro y alucinaciones y entretener a su hermana pequeña inventando mil juegos, por lo cual dejó de ir al colegio. Tenía once años. Cuando la mamá tuvo una mejoría, los ayudó en su educación ir semanalmente a sacar libros a la Biblioteca Nacional, que leyeron con ansias durante este difícil período. Después, fue recuperando clases en diferentes colegios. Cursó un año en el Instituto Nacional en la capital y llegó hasta tercero medio en el Liceo de Concepción. De ahí en adelante, fue un autodidacta, gran lector de diarios y revistas, que sabía de todo. Ya cuarentón completó su Educación Media en unos cursos vespertinos y hasta ingresó a la Universidad de Chile a estudiar Periodismo durante un año. Pero volvamos atrás. Cuando en 1949 su padre le consiguió un puesto de trabajo como empleado administrativo en Ferrocarriles del Estado en Santiago, se trasladó con su madre y hermana definitivamente a la capital. Claudio quedó de jefe de hogar a los 17 años, viviendo en distintas pensiones donde sufrieron peripecias: una se incendió con todas sus enseres adentro y de otra los pusieron en la calle porque la administradora no había pagado los arriendos al propietario. Encontraron refugio hasta en casa de la familia de Julio Cordero, un periodista muy conocido en los alrededores de La Moneda, en la época de los Presidentes radicales y luego del General Ibáñez. Se hicieron muy amigos de sus hijos. Fueron


Claudio, compañero de mi vida

su verdadera familia hasta mayores. Uno de ellos, Eduardo (Kiko) Cordero, junto a sus amigos Eudocio (Yocho) Campos y Pancho de Caso, lo acompañó en los momentos más difíciles, cuando a los 19 años, tras caerle un peñasco encima durante una excursión a la Cordillera en la quebrada de Macul, cerca de Santiago, perdió la mitad inferior de su pierna izquierda. Desde entonces debió usar prótesis, pero lo tomó tan bien con el apoyo de sus amigos que no perdió el buen humor y el optimismo. Cuando se rehabilitó en su nueva condición hacía una vida tan normal que muchos amigos nunca supieron que llevaba una prótesis que lo acompañó el resto de su vida. ¡Si hasta bailaba rocanrol y twist! En 1952 comienza su carrera como dirigente sindical de los ferroviarios apoyado por el Partido Radical, con el que simpatiza. Es electo Presidente del Comité del Departamento de Empleados. Ese mismo año conoce a la que sería su primera esposa, Angélica Sobral con quien se casaría cinco años después. El trabajo sindical lo apasiona y en 1962 es electo Presidente de la Asociación de Empleados de Departamento que incluye a unas 4 mil personas (de un total de 24 mil que tenía Ferrocarriles del Estado entonces). Sólo abandonó esta pasión cuando, para casarse conmigo, se retiró de FF.CC. del Estado con media jubilación y al ingresar como empleado a la empresa El Mercurio en 1965 le prohibieron continuar en estas lides… hasta la llegada de la Unidad Popular. Pero eso lo narro más adelante. Memorias Familiares

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CapĂ­tulo 30

El casamiento

ReciĂŠn casados saliendo del Registro Civil, Santiago 1966.

110 Memorias Familiares


El casamiento

L

a boda se realizó el viernes 12 de agosto de 1966 en el Registro Civil de calle Huérfanos a las 9 y media de la mañana.

Amanecí muy nerviosa ese día. Hacía frío de modo que me vino muy bien mi vestido blanco tejido de lana y mi abrigo del mismo color que había comprado en París. Me puse el pequeño sombrero, estilo cofia, de plumas blancas en la cabeza y unos zapatos blancos estilo “reina”, sencillos pero con tacos, que a poco de caminar me hacían doler los pies. Tomamos desayuno en el viejo comedor de Avenida Matta 344 con mi hermano Armando (el único que estaba en Santiago en ese tiempo), papá y mamá. Todos estábamos tensos y callados.

Salimos los cuatro en el auto temprano, como a las 8 y media, pero apenas habíamos recorrido un par de cuadras advierto que no llevo el carnet de identidad. Debimos devolvernos y esto nos hizo llegar con algún retraso a esas frías oficinas públicas. Claudio ya estaba nervioso, pero nos recibió con sus bromas de siempre: “¡creí que te habías arrepentido!” y “pensé que se te había caído la venda…”. Lo acompañaban su hermana Marcela y su marido Fernando (Kako) Cordero, más su amigo Eudocio (Yocho) Campos, que fue su testigo. Por mi lado, papa fue mi testigo y firmó el libro. Hacia el final de la ceremonia civil llegaron nuestros amigos Luciano Vásquez y Raquel (Gringa) Cordero. Durante los abrazos de felicitaciones y

las fotos de rigor. Claudio comentó divertido que yo, por “deformación profesional” dirigí al fotógrafo todo el rato indicándole desde cual ángulo tomar las fotos… Nos despedimos hasta más tarde, en que papa y mamá nos esperaban con un almuerzo en la casona de Av. Matta. Entretanto, nos fuimos a pasear al centro. Pasamos al Waldorf en calle Ahumada a tomar algo y allí nos encontramos con un amigo de Claudio que cuando supo que acabábamos de casarnos nos invitó a un pisco sour. En otra mesa estaban su otro amigo, Waldo López y su esposa Chabela, a quienes saludamos al salir y les contamos la feliz noticia. En casa, a los familiares se sumaron al almuerzo los compadres Raquel Correa y Eduardo Amenábar. Fue una comida sencilla y rica, servida en el gran comedor con la vajilla verde con que se atendía a las visitas en las grandes ocasiones. No recuerdo nada del menú, pero me parece que no hubo torta de novios. Tampoco recuerdo quién era la empleada de la casa en esos días, personaje infaltable en la casa paterna. Todo salió bien. Resultó una reunión alegre gracias al humor de Claudio y Marcela y del compadre Amenábar, a quien también le gustaba “revolverla”. Mis papás ya estaban más relajados. Esa misma tarde nos fuimos de luna de miel en bus a la casita de Guaylandia, que los papás nos prestaron. A Claudio le habían dado dos días hábiles libres ese fin de semana: ese viernes y el lunes Memorias Familiares

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El casamiento

siguiente. Pasamos nuestra noche de bodas en el dormitorio de los viejos, que años después sería el nuestro, y amanecimos felices y expectantes. Yo, aún incrédula de mi nuevo estado civil, bajo ese techo que tantas alegrías me había traído desde la adolescencia. Salimos a pasear, bajando hasta la playa. Como era de esperar, casi no había gente ese invierno, salvo los pocos residentes y los trabajadores. Nos encontramos sí con el administrador de la Co-

Papá, yo, mamá, Claudio en el Registro Civil, 1966.

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munidad, Víctor País, el arquitecto amigo de la familia, que nos felicitó y ofreció sus mejores deseos para nuestra nueva vida. No recuerdo qué almorzamos ni dónde. Yo no sabía cocinar ni disponer las comidas y me aterraba ese aspecto de mi nueva vida. Supongo que habremos ido a comer a El Tabo esos días… Regresamos felices el lunes a instalarnos en nuestra casita de Larraín Gandarillas, en Providencia.


CapĂ­tulo 31

Vida en comĂşn

Claudio y yo en Portillo, 1998.

Memorias Familiares

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Vida en común

V

olviendo a nuestros primeros años de matrimonio, requerida por mi amiga y colega Nancy Grünberg, yo trabajaba a tiempo complete y con contrato en la revista Rincón Juvenil que ella dirigía en Zig Zag. Un día, la asistente social de la empresa, Maruja Díaz me ofreció inscribirme para comprar una casa propia de acuerdo al programa de viviendas del Presidente Eduardo Frei Montalva. Había que abrir una libreta de ahorro donde acumulabas dinero destinado a ese fin y al cabo de un tiempo, con ayuda del Estado comprabas tu casa que debías elegir entre las nuevas viviendas en construcción que exigía esa política pública. Yo lo dudé al comienzo porque nuestros ingresos eran todavía muy ajustados. Ni Claudio ni yo teníamos tanta urgencia de comprar una casa. Estábamos bien arrendando la casita de Larraín Gandarillas. Pero ella me insistió en que era una gran oportunidad y como realmente era muy fácil inscribirse y comenzar a ahorrar un porcentaje no muy alto de mi sueldo en Zig Zag, al final acepté. Nunca terminaré de agradecer a esta mujer suave y sencilla por este consejo. A todo esto, Claudio logró reunir el dinero para arreglar “el supersónico”, su viejo Vauxhall 1947 negro y una vez listo comenzó a trabajarlo como taxi después de las horas de oficina. Lo dejaron bien, pero seguía con la dirección muy floja y costaba mantenerlo recto. Claudio no lo notaba porque era su primer auto, pero a mí me ponía nerviosa subirme a él. Como 114 Memorias Familiares

la pintura era vieja y gastada, una tarde de domingo hasta lo pintamos con esmalte negro en la puerta de la casa. Así quedó muy lindo por un tiempo y Claudio lo trabajó como taxi un par de horas a la salida del diario. ¡Milagro que no le ocurrieran más accidentes! Como ya queríamos tener nuestros hijos, en 1968 quedé embarazada de Ignacio. Preveíamos que la casita de Larraín Gandarillas se nos haría chica muy pronto, por lo que nos alegraba habernos embarcado en el programa para la casa propia. Las cosas se precipitaron y debimos elegir la villa (así se llamaba en el barrio alto a las poblaciones) donde querríamos comprar nuestro nido. Ya conocíamos y nos gustaba el sector Lo Matta en Vitacura, donde periodistas y empleados de El Mercurio (entre ellos Luciano Vásquez y Raquel Cordero) habían comprado sus bungalows. Se nos ofreció la oportunidad y nos decidimos por uno en la misma villa que seguía creciendo. Elegimos el que construían en la esquina de Sacramento con Tupungato y comenzamos a visitarlo llenos de ilusiones mientras aún estaba en construcción. Ëramos felices imaginándolo terminado y planificando qué deberíamos comprar primero al momento de ocuparla: cortinas o persianas exteriores, patio de baldosín cerámico (la gran moda) o sólo de cemento… Llegado el momento, pedimos que nos pusieran más aislación en el entretecho para protegernos del frío y del calor, para lo cual debimos llevar nosotros mismos el material. El día en que íbamos a


Vida en común

comprarlo, a Claudio le robaron en el bus el dinero del bolsillo trasero del pantalón. Fue un gran traspié. Papá nos sacó del apuro prestándonos esa misma cantidad, con lo cual pudimos llegar a tiempo con el material aislante a la obra. En noviembre de 1968 nos cambiamos a nuestra flamante casa. Detrás de ella, en Tupungato con Sacramento, no había más que potreros y el ranchito de un cuidador con el que mantuvimos buenas

relaciones de vecinos. Al frente, un sitio eriazo enorme. Estábamos en los confines del barrio alto de Santiago. El camino para llegar a nuestro hogar se llamaba Avenida Lo Saldes, la que más adelante sería Avenida Kennedy, y el centro comercial más cercano, Lo Castillo, quedaba a más de 30 cuadras. Años después quedaríamos frente al primer supermercado Jumbo, que después quedaría inserto en el mall Alto Las Condes.

Claudio y yo en Sacramento 1123, 1988.

Memorias Familiares

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CapĂ­tulo 32

Primer hijo

Ignacio, 1975.

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Primer hijo

L

legó el momento de pedir mi licencia médica pre-natal (entonces, sólo 45 días antes de la fecha del posible parto) y me quedé reposando en mi nueva casa. Me sentía sola y angustiada ante mi nuevo rol de esposa y futura madre, aunque me levantaba el ánimo esa casa nuevecita y alegre.

Una tarde llegaron a verme Marina de Navasal con su hija Ximena. Recuerdo que entraron gritando mi nombre en esas soledades y dando saltos por la tierra, pues aún no teníamos baldosas ni sendero de cemento en la entrada principal. Me llevaron un juego de té de cerámica café con blanco, del cual aún conservo algunas piezas. Fue una tarde agradable que pasamos tomando tecito y recordando nuestros tiempos felices en Ecran y pelando a la revista actual, en otras manos luego de la ruptura de Marina y equipo con los propietarios de Zig Zag. Nos parecía que había perdido seriedad y se había puesto populachera al tratar de competir con las revistas de Guido Vallejos que arrasaban en popularidad, como Ritmo, Mi Vida, Cine Amor. Cuando se fueron, me sentí más sola. Ya tenía 8 meses de embarazo y carecía de ayuda doméstica, pues la querida y vieja Emelinda, que nos acompañó los dos años en Larraín Gandarillas, se acobardó de viajar todos los días tan lejos desde su casa en Providencia. Tampoco teníamos teléfono. En ese entonces había que esperar años después de inscribirse, para que te concedieran una línea. El teléfono público más cercano quedaba 30 cuadras más abajo, en Lo Castillo, el centro comercial más equipado de Vitacura.

Conversando con mis padres, decidimos que lo mejor era que yo me fuera a vivir con ellos las últimas semanas antes del parto, en la vieja casona de Avenida Matta. Estaría más socorrida por la presencia permanente de mis papás, por el teléfono de la casa, su cercanía con el centro, donde trabajaba Claudio, y de la Clínica Central, donde ocurriría el nacimiento. Y así lo hicimos. Me trasladé otra vez a mi antigua habitación de soltera de la esquina de Avenida Matta con Rogelio Ugarte a esperar el anuncio de la cigüeña. Liliana, mi compañera de pieza de toda la vida, seguía en Texas. Como toda “primeriza”, caí en una “falsa alarma”. Con Claudio partimos una tarde muy agitados a la Clínica Central al gran acontecimiento con mi maletín de parturienta… y al poco rato, ¡debimos devolvernos a casa! Había que esperar un poco más, aunque la fecha señalada por el médico estaba ya un poco pasada. Consultamos con el obstetra, Dr. Antonio Mery, y él dictaminó que habría que hacer una cesárea. Yo me sentí aliviada. Le tenía miedo a los dolores del parto. El día programado fue el 20 de enero de 1969. Me interné en la Clínica Central de calle San Isidro temprano en la tarde. Pero pasaban las horas y nada. El parto tuvo que ser inducido y a las 23.45 horas de esa noche y cuando el doctor Mery creía que venían dos bebés (porque en mi útero junto a la cabecito del bebé había crecido un mioma grande), nació Ignacio, pesando 3 kilos 800 y trayéndonos muchos más de alegría y felicidad. En la sala de espera, donde estaban mis padres y mi cuñada Marcela, se encendió una señal luminosa con un “huasito” (si era una niña, aparecía una “huasita”). Recordemos que no existían Memorias Familiares

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Primer hijo

las ecografías. Los rostros se encendieron también con alegría. Al día siguiente me trajeron a mi bebé de la sala de cunas de la clínica para que lo amamantara. Fue ese primer contacto con mi primer hijo una sensación indescriptible de alegría, satisfacción y plenitud. Parece que veo su carita pequeña en mi regazo mirándome con sus ojitos que aún no me veían, pestañeando rápido una y otra vez, como buscando mi contacto y experimentando otra vez la cercanía con un ser al que había estado unido tan fuertemente por nueve meses. Esa mañana disfruté la felicidad de ser madre. Cuando todavía estaba reponiéndome de la cesárea en casa de mis padres, llegó a Chile Guillermo Vázquez Villalobos, mi amigo mexicano corresponsal de Ecran a quien no veía desde hacía muchos años. Me visitó en mi lecho de primeriza, porque la herida de la cesárea aún no se cerraba, y conversamos de nuestras comunes ligazones periodísticas. Le agradecí una vez más sus gestiones para que yo pudiera representar a su diario El Heraldo en el Festival de Cannes tres años antes. El y su hermana Rosa habían conocido a Liliana durante uno de sus viajes a México… Y no teníamos mucho más de qué conversar… Yo ya estaba en otro mundo. Tras ser dada de alta, volví a nuestro hermoso bungalow de Lo Matta, en Vitacura. Pero… me sentí muy sola otra vez. Esos primeros días en esa casita alegre, pero alejada de la civilización, sin una empleada que me ayudara en los quehaceres hogareños y con mi guagua, criatura frágil a quien aún me atemorizaba sostener o mudar, sentí pánico, pánico de no saber cómo arreglármelas en esa nueva vida. Pánico de no saber cómo desempeñar mi nueva función 118 Memorias Familiares

de esposa y madre. Me sentía prisionera para siempre de una situación que no dominaba. No había sido educada para eso. Por el contrario, me sentía en mi salsa frente a una máquina de escribir, una grabadora o un micrófono. No cabía duda: me desempeñaba mejor con ideas que con sentimientos, por muy profundos que estos fueran por mi hijito, mi marido y mi hogar. Dicen que esto es la depresión post-parto. Pasaron los días y poco a poco me fui acostumbrando. Llegaron distintas “nanas” que me aliviaron en las tareas domésticas que me eran tan ajenas y sobre todo, con mi bebé, que creció feliz, por ejemplo, entre los enormes pechos de una mujer coquimbana, que cocinaba y hacía el aseo con él en brazos. Quizá cuántos hijos habría criado Adriana, quien debió dejar su hogar en Coquimbo para ayudar a los suyos con dinero desde la capital. La pobreza arreciaba en su zona debido a la gran sequía que golpeaba al Norte Chico en esos años. Cuando pudo regresar, ambas echamos lagrimones. Cuando ya estaba de vuelta al trabajo varias “nanas” desfilaron después de ella, algunas de ingratos recuerdos, pues permanecían pocos días y partían dejándome sola con mi guagua. Entonces busqué asesoras del hogar con algún hijo o hija. Eran más seguras y confiables porque tenían más responsabilidad de permanecer más tiempo en un lugar donde se las trataba bien, como era nuestro caso. Recuerdo especialmente a María Elena, de Petorca, y su hija Marisol; Carmen Oses y su hija Carmen Gloria; Rosita Lemunao, de Galvarino, y su hija Orfelina (quien después trabajó sola con nosotros); Bernardita, de Puerto Montt y sus dos hijos de distintos padres, el menor de los cuales vivió con nosotros y con la ayuda de Carlos Salinas


Primer hijo

le solucionamos su problema de atraso escolar colocándole anteojos. Pasé a depender totalmente de estas benditas mujeres, sin cuya ayuda no había podido criar a mis hijos, mantener mi hogar y mi trabajo al mismo tiempo. Mi homenaje y reconocimiento a ellas. Como el postnatal era de solo 45 días, ya en marzo de 1969 estaba de vuelta en las oficinas de Teleguía. Nancy se portó muy bien como amiga y como jefa mujer: muy comprensiva con mis preocupaciones hogareñas durante todo este período. Claudio me pasaba a buscar todos los días en el viejo Vauxhall para ir a almorzar a casa y darle pecho a Ignacio. Volvíamos dos horas después, cada uno a su trabajo. Pero como tenía poca leche y ya era necesario recurrir a suplementos recetados por el médico, decidí cortarla y así trabajar tranquila. Hoy en día eso se considera una aberración. Pero así eran esos tiempos de poca ayuda para las trabajadoras madres. Bautizamos a nuestro primer hijo en la parroquia de Los Castaños en Vitacura en junio de ese año. Mario Zañartu ungió el sacramento a Ignacio Claudio. Lo llamamos Ignacio. Yo, por mi admiración por San Ignacio de Loyola y la orden de los jesuítas; Claudio, por su tío poeta Ignacio Verdugo Cavada. Y como era partidario de legar su nombre a sus hijos, insistió también en agregarle Claudio a nuestro primogénito como el que ya llevaba su primogénito, Claudio César. Madrina fue Liliana, quien ya había regresado de Estados Unidos, y como seguía soltera, el padrino fue Francisco (Pancho) Cordero, hermano menor del Kako y de la Gringa Cordero. Memorias Familiares

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CapĂ­tulo 33

Nace Valeria

Valeria, 1975.

120 Memorias Familiares


Nace Valeria

D

os años después yo esperaba a mi segundo hijo o hija. Deseaba que esta vez fuera hija. Continuaba trabajando en Zig Zag, ahora en la revista Telecran, - fusión de Ecran y Teleguía, la revista que siguió a Rincón Juvenil -, también bajo la dirección de Nancy Grünberg. La nueva revista de espectáculos comenzó conducida por el periodista argentino Eduardo Novoa y yo fui su última directora antes de que Zig Zag fuera reemplazado por la Editora Nacional Quimantú, bejo el gobierno de la Unidad Popular. El alumbramiento se produjo el 6 de septiembre de 1971 a las 13.30 horas también en la Clínica Central de calle San Isidro. Pero esta vez, lo que apareció en el aviso luminoso de la sala de espera para la familia y amigos fue… ¡una huasita! Mi hija nació menudita, blanca y rosadita, de pelo oscuro y ojos pardo-celestes, con rasgos finos, como dibujados por un artista. ¡Muy linda! Estuvimos muy felices con Claudio. Se cumplía nuestro sueño de tener la parejita. El médico que ayudó a traerla a la vida fue el Dr. Ramón Rubio, a quien le agradeceré siempre haber aceptado ligarme las trompas cuando me hizo esta segunda cesárea. El médico se resistió un poco al comienzo recordándome que esto significaba no volver a tener más hijos. Yo estaba segura de no querer más. Además de que es peligrosa una tercera cesárea, a la cual ya estaba condenada desde la primera, había una situación familiar que lo exigía. Pese a que en un comienzo habíamos planeado tres hijos con Claudio, la realidad difícil del momento nos hizo detenernos en dos, pues ya

con ellos sumábamos cuatro hijos que criar y mantener: comenzando por Claudio César y Angélica, que ya tenían 14 y 11 años, respectivamente, y que eran parte de nuestra familia. Compartíamos con ellos todos los domingo, además de muchas vacaciones. Ellos recibieron con mucho cariño tanto a Ignacio como a su nueva hermanita y esta armonía fue siempre así. Yo también los acogí con cariño, sintiéndome siempre “en deuda” porque ellos estaban antes que yo en la vida de Claudio. Y aunque no era yo la causante del alejamiento del padre de su casa (cuando nos conocimos, ya estaba separado), sentía que el primer deber de Claudio era para con esos niños. Jamás le puse el menor obstáculo para que los atendiera ni para que los trajera a casa a compartir la vida familiar dominical cuando su madre lo permitiera, lo que nunca fue un problema. Cuando decidimos formar nuestro hogar, Claudio habló con Angélica Sobral y ella estuvo de acuerdo en realizar la nulidad (no existía el divorcio entonces); más aún Claudio le aseguró que por cierto cumpliría con la pensión alimenticia y todo lo que hiciera falta para mantener a los niños. Lo primero fue entregarles una flamante casa en Las Rejas que compró a través de su trabajo de 16 años en Ferrocarriles del Estado. Allí crecieron sin sobresaltos. Con el tiempo me he dado cuenta de que los tres mantuvimos la mejor actitud pensando siempre en esos hijos. Ellos crecieron conociéndome a mí y a sus hermanos menores de otra madre y hoy nos une un vínculo de amor común recíproco. Con Angélica madre también hubo buenas relaciones, ya que ambas nos conocimos en ambientes laborales y politicos, cuando Memorias Familiares

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Nace Valeria

yo trabajaba en comunicación con campesinos y ella también, pero en la arista sindical. Ambas éramos “compañeras” y eso nos unió antes de pronunciar una sola palabra. Volviendo a septiembre de 1971 y nuestra recién nacida hijita, decidimos ponerle Valeria (recordando el lindo nombre de mi amiga italiana de hacía tantos años). Claudio, aprovechándose de su privilegio de ir a inscribirla al Registro Civil mientras yo cuidaba mi bebé en casa, le agregó “Lidia” en mi honor, cosa que yo no quería pues no me gusta mi nombre. Al final quedó como Valeria Lidia, igual como nuestro primogénito se llamó Ignacio Claudio. Señal que él quería que nos perpetuáramos en nuestros hijos, lo que me parece algo prepotente, ya que no da bien cuenta de que los hijos son otras personas, distintas a sus padres. Claudio era contrario a imponer una religión a un niño, porque abominaba de las religiones en general, pero yo puse como condición antes de unirnos que debíamos bautizar a nuestros hijos en la religion católica, a la cual yo seguía siendo fiel hasta última hora. Poco después, automáticamente quedé fuera de

esa iglesia por el hecho de casarme con un “separado”. Y por eso lo agradecí tanto a Mario Zañartu cuando en 1966 bendijo nuestras argollas de compromiso una tarde en privado, en el Centro Bellarmino. Y también por todo lo que había crecido a su lado espiritual y políticamente. Por eso fue él a quien escogí para bautizar a Ignacio. Pero pasaron un par de años y la agitación política que se vivía en el país era grande. El haber abrazado nosotros al gobierno de la Unidad Popular en tanto que él seguía siendo fiel a la Democracia Cristiana, que estaba en la oposición, nos fue alejando cada vez más de nuestro cura amigo. Cuando llegó el momento de bautizar a Valeria, Claudio se puso firme en que el sacramento no se lo diera Mario, sino Luis Gutiérrez, el sacerdote capellán de Ferrocarriles, que había sido su amigo durante sus largos años de trabajo allí. Y así fue como Valeria fue bautizada en la Parroquia de San Bruno en Ñuñoa, por este cura ferroviario, teniendo como padrinos a nuestros grandes amigos de entonces Eudocio (Yocho) Campos y Gladys Rowlands.

Valeria rodeada por Ignacio y sus primos Sergio y Armando.

122 Memorias Familiares


Capítulo 34

Navidades

Cristina, Mamá, Carmen, Mauricio, Sergio, Claudio, Lidia, Valeria, Blanky, Liliana, Curacaví, 1987.

Recuerdos de Liliana

“Eran los años 70. Mis padres y yo salíamos de nuestra casa de Avenida Matta como a las 8 de la noche, cargados de comida y regalos para trasladarnos a casa de Lidia y Claudio en Vitacura. Todos nos vestíamos de gala, especialmente las mujeres. “La cena se preparaba con aportes de todos. Claudio estaba (y aún lo está) a cargo de la entrada: palta rellena con centolla falsa (carne de picorocos con pimentón cocido). Nuestra mamá, del pavo al horno. Yo regalaba el postre: una torta de merengue con lúcuma... “Los comensales éramos: Lidia, Claudio y sus dos hijos Ignacio y Valeria; Blanky y sus dos hijos, Sergio y Armando; nuestros padres

y yo. “En una de esas ocasiones, Armando y Silas vinieron desde Sao Paulo y en alguno de esos años empezó a asistir la tía Carmen Montaner, invitada por la mami. Pronto la Blanky incorporó a su nueva pareja, Mauricio Jacob, quien se integró a la familia. “El Col’e Mono y el Pan de Pascua, más los picoteos y el ponche, para los que no tomaban Cole’Mono, se servían en el jardín, debajo de un parrón. La cena, en el comedor de Lidia y Claudio, ¡en la misma mesa mesa redonda de madera café que tienen desde que se casaron hasta ahora! Había que poner una “mesa del pellejo” para los niños, más tarde jóvenes adolescentes.

Memorias Familiares

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Navidades

“En ese tiempo no jugábamos al “amigo secreto” (un regalo por persona para uno de los presentes, sorteado previamente). ¡Todos llevábamos regalos para todos! Era una locura de regalos. Elegíamos ”al niño símbolo”, pega que recaía en el más chico de la familia, en este caso Valeria, que con un gorrito rojo y blanco hacía de Viejito Pascual y entregaba los regalos uno por uno. Armando recuerda que esa idea de empezar por el más joven de la familia nos la enseñó Silas, quien contó que era eso lo que hacía en su casa en Midland, Michigan. Nos dábamos tiempo para que cada uno abriera su regalo y lo comentara. Entre medio, salían los chistes a propósito del regalo. O sea, terminábamos a la una de la mañana o más, muy entretenidos con el asunto regalos. ¡Eran unas Navidades muy alegres! “Otras Navidades inolvidables fueron en casa de Blanky y Mauro, en Curacaví, en el fundo Las Mulas. El Mauro construyó un comedor externo (quincho le llaman hoy), especialmente para fiestas y bailongos, donde celebramos varias de estas Navidades en familia. Recuerdo especialmente una, en que pese a que Sergio y su primera esposa Verónica Szabó ya estaban separados, ella y Estrella, su mamá, también fueron invitadas. Camilo, hijo de ambos, era un niño chiquito, como de tres años. “¡La cantidad de regalos en esa ocasión fue enorme! Hay fotos del Camilo “nadando” entre medio de los regalos. La mesa enormemente larga, incluía a Mauro, Blanky, papá y mamá, Lidia y Claudio, Sergio, Armandito, Ignacio, Valeria, Verónica. Estrella, Carmen Montaner y yo. En una ocasión también es124 Memorias Familiares

taban Armando y Silas, que vivían en Sao Paulo. “Carmen Montaner, como católica devota que era, comezó a llevar velitas, hojas con la letra de “Noche de Paz” para que cantáramos todos en coro y otras elementos alusivos a la festividad religiosa. Al comienzo, todos aceptamos estas sugerencias de ritual, pero una vez el Mauro dijo ¡basta! No estaba de acuerdo con toda ese religiosidad y él era el dueño de casa. A Claudio tampoco le gustaba ese aspecto de la Navidad familiar”.

Recuerdos de Armando

“En una ocasión, a la Carmen se le ocurrió traer mensajes del Niño Jesús en papelitos doblados que nos prendía en la solapa con alfileres de gancho al llegar a la casa. En un momento dado teníamos que abrir el papelito y leer en voz alta para que todos escucharan el mensaje de Jesús. Nosotros estábamos ya bien aburridos con esa imposición religiosa y leíamos los mensajes con poco interés. Cuando le llegó el turno a Claudio, abrió su papelito y leyó en voz alta: “Estuvo bien rico anoche, Negrita. ¡Ojalá que lo hagamos de nuevo esta semana!” Después de un breve silencio todos largamos la gran carcajada y hasta ahí no más llegaron los mensajes del Niño Dios…”

Recuerdos de Liliana

“Al año siguiente, se le dijo a la Carmen que si quería asistir a nuestra fiesta familiar de Navidad, tenía que adaptarse a lo que nosotros siempre habíamos hecho: nada de religioso la noche del 24. Entonces ella decidió no asistir más y si estaba viviendo en Santiago, se iba sola a la Misa del Gallo”.


Capítulo 35

P

Divisiones familiares y sociales

or los días de la Unidad Popular, todo el mundo tomaba partido: o estaba a favor o en contra del gobierno de Salvador Allende. La division del país era profunda.

La empresa El Mercurio era de “momios”, pero Claudio se barajaba muy bien entre ellos. Por su función de presidente del sindicato de empleados administrativos – al que lo habían inducido sus jefes mercuriales en tiempos difíciles para ellos como era el gobierno de la Unidad Popular - se hizo muy amigo de Andrés Guzmán, el “Negro” Guzmán, presidente del sindicato de periodistas. Era un hombre treintón, moreno de ojos vivaces y barba, lo que en ese tiempo lo clasificaba de inmediato como izquierdista. De mucha labia y argumentos, era su aliado en las discusiones del Pliego de Peticiones que se realizaba cada año para lograr beneficios para todos los trabajadores de la empresa. Pero ambos mantenían buenas relaciones con sus jefes y con sus compañeros de trabajo de derecha. Guzmán se llevaba muy bien con el gerente, Fernando Léniz, quien le había tendido una mano en varias ocasiones en que un hermano suyo comunista estuvo en peligro. Claudio compartió esta proximidad con Léniz y con otro jefe, Benjamín Saavedra. Este fue quien le ayudó a cambiar su modesto puesto de trabajo del comienzo por el definitivo en el Departamento de Cobranzas, donde los ingresos eran notoriamente mayores, lo que nos facilitó enormemente la vida en esos años difíciles. Andrés era casado con Rosita, una mujer sencilla, con la cual tenía tres hijas pequeñas. Vivían en un lindo bungalow en Vitacura, como todo empleado de El Mercurio en ese tiempo. Pasa-

mos muchos sábados o domingos de asado al mediodía y muchas noches de tragos en esa casa junto a simpáticos compañeros mercurianos como el Paraguayo Godoy y su compañera de entonces, Fresia Cortés; o con Lucho Martínez, un boliviano muy simpático que trabajaba en Cables, entre otros. Durante la semana, después de la jornada de trabajo, se juntaban en el bar “El ciclista” de calle Morandé a la vuelta de El Mercurio, a conversar los hechos del día junto a una botella y a jugar a la brisca. Casi todos los empleados de El Mercurio vivían en Lo Matta de Vitacura, reconocido barrio momio de la capital, auspiciados por su empresa. En nuestro caso la ayuda vino de Zig Zag, pero elegimos ahí nuestra nueva casa allí para estar cerca de los amigos y parientes. Claudio aceptó comprar casa en Vitacura porque en esa comuna, aunque unas veinte cuadras más abajo, vivían su hermana Marcela, casada con el Kako Cordero, entonces linotipista en El Mercurio (la casa la compró también con el apoyo del diario), y también nuestros amigos Raquel Cordero, hermana de Kako, y su marido Luciano Vázquez. Además de divisions políticas, los chilenos tenemos fuertes divisions sociales. Confieso que a mí - viniendo de la Avenida Matta - me gustaba ese barrio que, además de lindo, naciente, con casitas todas iguales pero nuevas al fin, sentía que adquiríamos cierto estatus… Sí, fui arribista de joven, especialmente mientras era simpatizante de la Democracia Cristiana, pues en ese círculo conocí gente muy interesante, intelectuales, profesionales, que además eran muy burgueses en sus costumbres y en sus gustos artísticos. Más tarde, con la escuela de Quimantú, la izquierda marxista, mi partido Izquierda Cristiana Memorias Familiares

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Divisiones familiares y sociales y la personalidad de Claudio muy lejos del arribismo, me desprendí de esa tara. Tras 16 años trabajando en Ferrocarriles, donde sus compañeros eran auténticamente gente sencilla, de clase media “sin piano” o simplemente obreros, Claudio adquirió modos y costumbres de clase media baja. Cuando lo conocí, me pareció una extraña mezcla de “roto choro” con persona culta, autocultivada y bohemio, que frecuentaba hasta altas horas de la madrugada el famoso bar “Il Bosco” de la Alameda. Tiempo después descubrí las razones de esta extraña mezcla: su paso por Ferrocarriles le daba el tono de “choro” para hablar y la picardía de sus cuentos y refranes; y por otro lado, su educación hogareña con un padre abogado y de “buena familia” y una madre culta que entró con las primeras mujeres a la Universidad, ese buen discurso de persona educada. A esto se sumaría más tarde su amistad con estudiantes universitarios de Medicina y Derecho miembros de la Fraternidad Juvenil Alfa-Pi-Epsilon. Volviendo a las divisions políticas, como decía, la Unidad Popular primero y el golpe military después, afectaron profundamente nuestros lazos de amistad con muchas personas y también con familiares. Como les ocurrió a casi todos los chilenos. Desde luego, estos hitos de nuestra historia reciente quebraron para siempre nuestra amistad con los Cordero, en especial con Raquel y marido, quienes desde un comienzo se pusieron del lado de la oposición a la Unidad Popular. Es decir, formaron parte de los momios. Con Luciano y Raquel éramos vecinos en la Villa Lo Matta de Vitacura. Más aún, Raquel era concuñada de Claudio y yo, amiga de Raquel por nuestra labor común en el rubro espectáculos de los medios. 126 Memorias Familiares

En su departamento de calle Agustinas nos habíamos conocido con Claudio en 1964 y nos frecuentábamos mucho. Más aún, fue Luciano quien recomendó a Claudio para conseguir trabajo en El Mercurio. Cuando lo logró, estaba con media jubilación, cesante por primera vez en su vida y ansioso por un nuevo empleo con el cual incrementar sus ingresos para casarse conmigo sin descuidar a su primera familia. Esos antiguos lazos de amistad y familiaridad se rompieron un día, durante los primeros años de la UP, en que invitamos a los Vásquez-Cordero a casa para ofrecerles ser padrinos de Valeria. Raquel lo interrumpió con un: “¡Nosotros no vamos a casas de upelientos!” Esa frase nos dolió y ofendió profundamente. A partir de ese momento, nos alejamos y nos mantuvimos así hasta hoy. En otro plano, también nos alejamos de Raquel Correa y familia, y por tanto, de mi ahijado Juan Eduardo. Su entorno familiar era demasiado conservador para alternar con ellos en esos años de fogosas discusiones sobre el diario acontecer. De sus doce hermanos y otros tantos cuñados, sólo uno era zquierdista. Y en la intimidad de la familia, solo Raqui se atrevía a contradecirlos en materias políticas. Durante mucho tiempo dejamos de frecuentarnos. En una ocasión, después del golpe militar, Raqui me envió una tarjeta de Navidad donde me reprochaba dulcemente nuestro alejamiento. Decía en ella algo así como: “Tan cerca que estuvimos de quedar tan lejos…” Nos impactó este lamento y de inmediato los invitamos a comer a casa y esa noche nos sinceramos. Les contamos lo que pensábamos nosotros del proyecto UP y sus nobles horizontes. Ella


Divisiones familiares y sociales nos habló de su calvario: nadie entendía sus esfuerzos de objetividad como periodista, para así llegar a la verdad. Sufría al no ser creída por ningún bando… Me emocionaron su sinceridad y su ingenuidad en medio de ese ambiente caldeado, donde se pertenecía a uno u otro bando, sin matices. Mi familia paterna era momia, y aunque no se metía en política y no conversaba del tema delante de nosotros, votaban por la derecha, salvo mi hermana Liliana que cuando estudiaba en el Pedagógico votó alguna vez por Allende. Papá leía El Mercurio todos los días y escuchaba sagradamente después de almuerzo, los comentarios politicos radiales de Luis Hernández Parker, ex comunista, quien era su oráculo. Se interesaba por saber qué pasaba en el país y en el mundo. Le gustaba invitar a casa a sus amigos Eugenio Rojas y Julio Menadier, pues ambos trabajaban como taquígrafos del Senado, y sabían mucho del acontecer politico por el lugar en que se desempeñaban. Eran radicales de derecha y nuestros puntos de vista diferían abismalmente; sabían que éramos upelientos y cuando nos encontrábamos, rara vez tocaban el tema. Mi hermana Liliana oía más a la oposición porque esos eran los ambientes en que se desenvolvía: los comentarios en casa de nuestros padres y lo que conversaban sus compañeros en el Centro de Perfeccionamiento del Magisterio en Lo Barnechea donde trabajaba entonces, que era un reducto DC. Influía también en ella la propaganda de los medios de comunicación de la derecha, pero siempre trató de mantener un equilibrio entre ambas posiciones y escuchaba con atención nuestros comentarios favorables al “camino al socialismo”. Memorias Familiares

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Capítulo 36

Israel y Grecia

Congreso Mujeres en Israel, 1973: Golda Meir (centro) yo a la izquierda.

E

n medio de tales tensiones, recibo un gran regalo: una invitación de Frida Modak, secretaria de prensa del Presidente Allende, para participar en junio de 1973 representando al Gobierno en un seminario en Israel. El tema acrecentó mi interés: “Mujer, Desarrollo y Medios de Comunicación” Los preparativos del viaje, pese a ser una invitación oficial, fueron difíciles, pues en esos tiempos de cambio a una economía cerrada ni para viajar se podían sacar dólares del país. Hice varias gestiones telefónicas con amigos vinculados al Gobierno, pero al final, la única que resultó fue un importante conocido de Claudio en el Banco Central: el gerente de administración Miguel Muñoz Schulz (tras el golpe iría a parar relegado a Isla Dawson). Le pedimos que me concedieran para divisas de viaje el equivalente a dos sueldos míos en dólares en lugar de uno como era la regla. 128 Memorias Familiares

Me otorgaron … 50 dólares, pues yo ganaba en Quimantú el equivalente a 28 dólares mensuales de entonces. Viajé con esos, más un aporte de otros 50 que conseguí en Quimantú para traer reportajes para algunas publicaciones. Cantidad que era nada en el exterior. El seminario en Israel fue espléndido. Organizado por una ONG llamada Montecarmelo, se desarrolló en un recinto universitario en Jerusalén, donde escuché conferencias de alta calidad en el tema de la mujer y su aporte al desarrollo. El idioma principal era el inglés, pero también había traducción simultánea al francés. Las israelíes estaban orgullosas de los logros de su país que en esos momentos lideraba la Primera Ministra Golda Meir. Como parte del programa de relaciones públicas, las 500 mujeres lideresas venidas de los cinco continentes al seminario la conocimos y además pudimos recorrer lugares históricos como Jerusalén, Be-


Israel y Grecia

lén, Galilea, así como Tel Aviv y Haifa. En Jerusalén, fascinante ciudad cuna de cuatro religiones, convivían árabes e israelíes no sin una velada tensión en esos momentos, después de la Guerra de los Seis Días (1967), en que Israel se anexó territorios palestinos. Visitante primeriza, me era difícil descubrir quién era quién. Recorrimos la ciudad vieja o Medina, y con gran emoción pisé desgastadas callejuelas por donde Jesucristo había caminado y orado las Doce Estaciones. Eran callecitas estrechas y zigzagueantes, con escalinatas para subir o bajar, ahora llenas de locales comerciales fascinantes, con ropa, artesanías, alimentos, etc. También visité con mucho recogimiento el Huerto de los Olivos y la iglesia donde se desarrolló la Ultima Cena. Me fasciné quitándome los zapatos para ingresar a la fabulosa Mezquita de Omar, aquella de la gran cúpula dorada que se ve en las postales, y me sorprendí observando a tantos peregrinos judíos depositar sus papelitos con peticiones o agradecimientos en los huecos del Muro de los Lamentos. Como Israel es pequeño, con apenas 20 mil kilómetros cuadrados, conocimos varios lugares históricos, unos más cercanos de Jerusalén que otros. Hicimos un paseo a Belén y visitamos el subterráneo de la iglesia en que nació Jesús, donde ahora había una especie de capilla. En Nazaret, conocimos la moderna iglesia de alegres colores donde estuvo la casa-taller de José y su sagrada familia. Visitamos también Cafarnaúm, el Mar Muerto, y pasamos por Jericó, la ciudad bíblica destruida. De vuelta a la modernidad, a mi llegada conocí

Tel Aviv y luego Haifa, que es un bello puerto con una magnífica universidad. Conocí por primera vez el fascinante mundo árabe y el conflicto del Medio Oriente, donde mal-conviven árabes y judíos, hermanos semitas hijos de Abraham enfrentados en su lucha por territorio. Estuvimos con la Primera Ministra, Golda Meir durante una recepción especial para nosotras en un hotel muy elegante y nos tomamos una foto con ella que aún conservo. Aprendí mucho acerca del tema de la mujer y nuestros esfuerzos por lograr la igualdad de oportunidades. Fue mi primer curso feminista serio y me dejó muy motivada para seguir con la causa. De regreso, hice un alto en Atenas un par de días y me fasciné paseando por la Acrópolis, colina en medio de la ciudad donde se ubica el majestuoso Partenón, y en sus alrededores el teatro de Dionisio, una maravilla de escenario al aire libre con buena acústica, donde todavía se hacen representaciones durante el verano. Hacía muchísimo calor y el sol relumbraba hasta enceguecerte mientras paseaba por esas maravillas de la Antigüedad o cuando recorría “la Placa”, centro turístico de artesanías, ropas, alfombras, muebles y artículos diversos que reproducen antiguas obras de arte. Los griegos son buenos mozos y afables, pero su idioma es ininteligible para un occidental. Usan alfabeto cirílico que te impide leer siquiera letreros en las calles. Era extraña la sensación de sentir que no te podías comunicar ni oralmente ni en forma escrita.

Memorias Familiares

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Israel y Grecia

El viaje de regreso hice otra escala en París. Por una amistosa recomendación de Payo Grondona, me alojé en casa de Osvaldo (Gitano) Rodríguez, el cantautor porteño tan amigo suyo, famoso por su composición musical “Valparaíso”. Payo lo había llevado de visita a casa una vez que estuvo en Santiago, y ahora él me acogía por un par de días en su departamento en mi segunda ciudad favorita (la primera es Venecia). Allá trabajaba como empleado de aseos en la Unesco, al tiempo que seguía cursos de arte. Entretanto, seguía componiendo canciones y cantando en caves su devoción por los pobres de Chile y su admiración por el gobierno de la UP. Recuerdo que dejé olvidada mi camisa de dormir en casa de Gitano, lo que se prestó para muchas bromas a mi regreso. Esos dos días se me hicieron pocos para recorrer mi amado París, el que no veía desde que viví allí entre 1965 y 1966. Aparte de revisitar los sitios clásicos, como el Sena, la Torre de Eiffel, Montmartre y el Sagrado Corazón, con mucha nostalgia fui a ver mis hoteles de estudiante de la rue de Feuillantines en el Barrio Latino y el de la rue de Navarin en Pigalle. Cuando se acercaba el momento de mi vuelo de regreso a Santiago me entero por mi anfitrión de que en Chile hay una asonada militar… Me asusté y angustié pensando lo difícil que sería regresar al país si el golpe triunfaba. Se cerraría el aeropuerto, filtrarían los ingresos de personas... Afortunadamente nada de eso ocurrió… y volví sin mayores problemas. Había tenido lugar el “tanquetazo” del 30 de junio de 1973 (no confundir con el “tacnazo” de 1970 del general Alberto Viaux Marambio), 130 Memorias Familiares

cuando el general Souper se rebeló con su regimiento y avanzó con sus tanques por las calles de Santiago hacia La Moneda. Como no tuvo seguidores, porque aún el ejército obedecía al Ministro del Interior de entonces, General Carlos Prats, el asunto abortó. Era un ensayo para el golpe cívico-militar que vendría tres meses después. A todo esto, la situación había cambiado en la Argentina. El dictador se había ido derrotado por las fuerzas peronistas y Héctor Cámpora había tomado el poder. Sobrevino una amnistía y los exiliados pudieron regresar. Nuestro amigo y compañero de Quimantú, el guerrillero argentino Ciro Bustos partió en agosto de 1973 y antes de irse nos dejó una hermosa prenda en guarda: una chaqueta de cuero café claro que había pertenecido al Che y que éste le había regalado al momento de acatar su orden de abandonar la guerrilla. Nos la entregó diciendo: “Por las dudas de lo que pueda ocurrir en mi país, prefiero dejarla en manos seguras… Ya habrá tiempo para juntarse con ella otra vez”. Para nosotros fue una emoción gigante: ¡tener en las manos la chaqueta del Che Guevara! La guardamos cubierta con un nylon en el closet de la pieza de Ignacio. La mantuvimos allí dos años, contemplándola secretamente y regocijándonos con ese lindo secreto. Y cuando pudimos viajar a la Argentina, en el verano de 1975, la llevamos y se la devolvimos a su dueño. Semanas después llegó el tan anunciado, tan temido y tan esperado golpe de estado en Chile.


Capítulo 37

A

quella mañana del martes 11 de septiembre de 1973 nos levantamos temprano como siempre para ir a trabajar. Claudio me iba a dejar todos los días a mi oficina en la Editora Nacional Quimantú, en Santa María 076, al lado de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, en Plaza Italia, y luego seguía viaje hacia el centro, a El Mercurio, su lugar de trabajo. Nuestros hijos eran pequeños. Ignacio tenía 4 años y Valeria, 2 y concurrían a sendos jardines infantiles en el barrio. Estábamos vestidos ya, tomados de desayuno, y dándonos los últimos afeites para salir, cuando de pronto en la radio escuchamos la fatídica noticia: la Armada estaba amotinada en el puerto de Valparaíso - donde se desarrollaba por esos días la Operación Unitas con la Armada de Estados Unidos -, y luego, una voz distinta irrumpe anunciando que se transmite desde un cuartel de las Fuerzas Armadas en Santiago donde el conjunto de ellas ha decidido que ante el desorden generalizado que hay en el país el gobierno de la Unidad Popular no puede seguir y han decidido tomar las riendas para hacerlo gobernable, enmendar rumbos… etc… Nos quedamos helados. Sintonizamos otras emisoras y… la misma cosa: los militares avanzaban hacia La Moneda y se instruía a sus moradores, entre ellos, nada menos que el Presidente Salvador Allende, de que debían entregarse y salir, pues a las 11 de la mañana el Palacio de Gobierno sería bombardeado… Las amenazas iban también para la casa de calle Tomás Moro en el Barrio Alto, domicilio particular del Presidente. Al país se le informa-

Golpe de Estado ba que los chilenos nada tenían que temer, que no perderían ninguno de sus derechos, que se mantuviera en calma y que, en lo posible, no fueran a sus lugares de trabajo y permanecieran en sus casas. Sintonizamos Radio Magallanes, que era del Partido Comunista, y escuchamos la voz de dos locutores, uno de ellos, la de nuestro antiguo amigo, el locutor (ex disc jockey) Agustín Fernández, leyendo un manifiesto que alentaba al pueblo afirmando que Allende no cejaría, que seguiría adelante con la ayuda de todos los chilenos democráticos y concluyó un fuerte “¡No a la guerra civil!”… En fin, todo un discurso de apoyo al Gobierno y de resistencia a los embates de la derecha (que más tarde supimos leía de las páginas del diario El Siglo de ese día). Radio Magallanes era una isla en el dial junto con Radio Corporación del Partido Socialista, que ya había sido acallada a bombazos, lo mismo que Radio Nacional, del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, MIR. La mayoría de las emisoras eran de derecha. Luego vinieron las históricas últimas palabras de Salvador Allende, llamando a confiar en el futuro. Pese que los rumores de un golpe de Estado se oían hacía tiempo, no estábamos preparados. Nos mirábamos las caras sin saber qué hacer. Salimos al jardín y vimos y escuchamos aviones de guerra invadiendo el cielo. Ya eran como las 8 y media de la mañana. Como militante de un partido del gobierno popular – por entonces, la Izquierda Cristiana – le manifesté a Claudio que yo tenía que ir a Quimantú y decidir allá, con mis compañeros, qué hacer. Claudio leyó la firmeza de mi decisión en mis ojos y, como siempre, me apoyó y dijo que él me iría a dejar y seguiría lueMemorias Familiares

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Golpe de Estado go al El Mercurio. Partimos mudos por la Avenida Kennedy y la Costanera hacia Plaza Italia. Detuvo la Renoleta en la puerta de Quimantú y me bajé. Entré con el corazón en ascuas y vi movimiento en los diferentes pisos… todo el mundo serio, concentrado escuchando radios portátiles, hablando en voz baja en halls y pasillos. Llegué a mis oficinas de Documentación (el ex Archivo de Zig Zag donde entonces trabajaba), y observé que todos estaban conmocionados. No había ninguno de los exiliados extranjeros que conformaban esa “Legión Extranjera”, como nos llamaban porque había compañeros argentines, uruguayos y brasileros. Personas de otras secciones o revistas venían a intercambiar información y opiniones en voz baja. De pronto, apareció el periodista Guillermo Gálvez Rivadeneira (hoy, un detenido desaparecido), jefe del Comité de Unidad Popular, CUP, y con un rostro inexpresivo, escondiendo cualquier emoción, duro como el mármol, dijo que la Central Unica de Trabajadores, CUT, ordenaba que permaneciéramos en los puestos de trabajo. Era lo que una quería escuchar en esos momentos: una orientación acerca de dónde sentirse más útil, dónde cumplir una función importante en la emergencia que vivíamos, incomparable con ninguna experiencia anterior. Entretanto, Claudio no pudo cruzar el río Mapocho hacia el centro, pues todos los puentes estaban bloqueados por el Ejército y volvió a buscarme. Salí a la calle y me acerqué a la Renoleta donde me esperaba. Y con voz grave, solemne, le dije: “Hay que quedarse”. “¿Estás segura?”, me 132 Memorias Familiares

contestó, mirándome profundamente a los ojos. “Sí”, le respondí. “Entonces, me quedo contigo”, respondió. Me estremecí… Ambos supimos, sin expresarlo, que con esa decisión estábamos dispuestos a todo: a morir ahí en Quimantú defendiendo al Gobierno Popular. Y en casa quedaban los niños… Estacionó el auto, lo cerró con llave y ambos subimos a Documentación. Allí continuamos conversando con los compañeros. Nos asomamos a la ventana y vimos un tanque que se había ubicado al otro lado del río Mapocho, en el centro de la Plaza Italia, y su cañón apuntando directamente a Quimantú, es decir, a nosotros. Claudio le preguntó a un compañero: “Bueno, y ¿hay con qué defenderse?” “No sé”, respondió con la mirada perdida, encogiéndose de hombros. Miramos a otros compañeros: todos lucían rostros perplejos, de no saber qué hacer… En eso pasa de nuevo Guillermo Gálvez, que recorría toda la empresa transmitiendo las instrucciones de la CUT. Repitió que teníamos que quedarnos en nuestros puestos de trabajo. Claudio lo interpeló: “Bueno, compañero, y ¿con qué nos vamos a defender?… ¿Hay armas aquí?” Gálvez le respondi impertérrito, con un tono en la voz mezcla de orgullo y dignidad comunista: “No, aquí no tenemos armas, compañero”. Claudio me miró y me dijo con voz muy firme: “Entonces, Lidia, ¡vámonos de aquí!” Yo lo miré dudosa, sin atinar a moverme, mirando a Gálvez y a él. “Espera un poco - le dije como para ganar tiempo -, voy a ver a la Marcela”. Subí a ver a mi cuñada que trabajaba en Paloma, revista para mujeres de clase media, la alternativa de Quimantú a la elegante Paula. El ambiente ahí, solamente con mujeres, estaba


Golpe de Estado también agitado. Le conté a Marcela que Claudio estaba conmigo en Documentación y que habíamos decidido retornar a casa en vista de que no había cómo defender el lugar de trabajo ni al Gobierno. Marcela manifestó que ella se quedaba porque así lo habían decidido todas y que ya habían mandado a buscar frazadas para pasar ahí la noche... Me pareció valiente la actitud de las “palomas”, pero mucho más atinado lo que decía Claudio. Además, estaban nuestros niños en casa… De modo que partimos de regreso. Horas después, los militares rodearon Quimantú e incluso hicieron algunos disparos hacia el edificio. La CUT ordenó que todos los trabajadores se fueran a sus casas para evitar una masacre. Pasamos encerrados en casa del martes 11 hasta el jueves 13, día en que se levantó el toque de queda total al mediodía pero sólo hasta las 15 horas, momento en que volvió a imperar. Recibí llamados telefónicos velados de mis compañeras Myriam Saa, tratando de calmar nuestro desasosiego, y de Verónica Martínez o de Rosita Parisi. Estas últimas nos pedían ir a rescatarlas al lugar donde las había sorprendido el golpe en cuanto se pudiera. Aquel mediodía en que se levantó el toque de queda partimos en la Renoleta con Claudio muy atemorizados a buscarlas a una esquina que nos señalaron en la calle Vergara del Santiago poniente. Podía ser una trampa en que ellas ya estuvieran en manos de la policía secreta, lo que afortunadamente no era así. Las fuimos a dejar a sus respectivas casas mientras intercambiábamos la poca información que cada cual tenía sobre los acontecimientos. Memorias Familiares

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Capítulo 38

Asilados perseguidos

P

oco después de que se levantara el toque de queda, el 13 septiembre, comenzó en la capital una actividad febril: personas perseguidas por la Junta Militar cuyos amigos los asilaban en embajadas.

Eran tiempos de dar refugio en casa a las personas perseguidas por su militancia o simpatía con los partidos de la Unidad Popular. O simplemente por ser sospechoso de serlo. Y aquellos que los ocultaban eran igualmente castigados por las Fuerzas Armadas en el poder. Muchos hogares dieron refugio a estos compañeros para que no cayeran en manos de los milicos o de la policía secreta que se creó, la temida DINA. Nosotros recibimos a varios. Como era peligroso que los vecinos vieran gente distinta en nuestro hogar, a nuestros hijos les decíamos que eran parientes que venían de regiones a pasar algunos días en la capital. Y cruzábamos los dedos para que ni siquiera esto lo comentaran con sus amiguitos del barrio. El primero fue el brasilero Chico López de Oliveira, compañero de Documentación, con llegó caminando desde la Remodelación San Borja, en Plaza Italia, donde vivía con Payo Grondona, hasta nuestra casa en Vitacura. Tenía todo el tipo del “terrorista extanjero” que los milicos pregonaban por la radio que había que denunciar: moreno, muy delgado, con barba y pantalones rojo fuego… Nos contó que para evitar que lo detu134 Memorias Familiares

vieran se vino sonriendo todo el camino, como si estuviera muy contento con el golpe militar… Apenas llegó le pedimos se cortara la barba y los cabellos, cosa que hizo de inmediato, pero no pudimos cambiarle los pantalones tan llamativos porque su talla era muy pequeña. Posteriormente, recibimos a Amanda Puz y Cheña Camus con Sergito, su hijito pequeño, y algunas otras personas más de paso, cuyos nombres jamás conocimos, porque entonces era mejor ignorar. Marcela tenía un verdadero refugio de perseguidos en su casa y a veces los compartimos, un día en una casa y otro en la otra. Le llevamos al brasilero, porque con seguridad podrían venir a buscarlo a mi casa, por ser compañeros de trabajo en Quimantú. Antes que Amanda tuviera que esconderse, nos enseñó a asilar perseguidos en algunas Embajadas que estaban dispuestas a recibirlos, pero en algunas había que introducirlos a la mala, saltando muros… El primero fue Sergio Díaz, el pololo de Marcela en esos días, un guatemalteco cineasta que había llegado a colaborar con el proceso de la UP en Chile Films. Lo hicimos saltar el muro de la Embajada de Honduras. Pero lo más insólito ocurrió con su esposa, Ina, una rusa que había llegado a verlo ¡ocho días antes del golpe!


Asilados perseguidos

El había estudiado cine en la Unión Soviética por varios años y allí se habían conocido y casado. Era bajita, rubia, algo gordita y de profesión, ingeniera en refrigeración para vuelos espaciales. El le había escrito a Moscú confesándole que en Chile había conocido a Marcela, que se habían enamorado y le pedía el divorcio. Ella viajó a Chile a “rescatar” a su marido sin entender lo que pasaba aquí, una semana antes del golpe. Cuando Sergio se lo informó a Marcela, ésta cortó de inmediato la relación. Por nada del mundo quebraría su matrimonio ni lo alejaría de su esposa e hija y con mucha pena le pidió que se olvidara de ella. De modo que cuando Ina llegó a Santiago el 3 de septiembre, Marcela ya se había desligado de él o al menos, trató... Horrorizada por los sucesos que acarrearon el golpe militar, sobre todo para los extranjeros, en cuanto se levantó el toque de queda y el día 15 pudo salir a la calle, Marcela acudió al departamento del “Guatemalo” en la Avenida Bulnes, en pleno centro cívico, frente al Ministerio de Defensa ya ocupado por los militares golpistas. Ina abrió la puerta y cuando vio a Marcela, se mostró reticente a abrirle paso. Detrás suyo apareció Sergio, y a ambos les dijo que venía a ofrecerles toda su ayuda en esas difíciles circunstancias. Concretamente, ofreció buscarles asilo en una embajada. El tradujo al ruso a su esposa lo que les ofrecían. Ella se negó a asilarse, tal vez porque no comprendía bien la

envergadura del conflicto que vivía Chile en esos momentos ni lo peligroso que era para todo extranjero, en especial si eran ciudadanos de la Unión Soviética. De modo que después de que él se asiló, Ina quedó sola en Chile, sin hablar más que ruso y francés, y con su acusadora facha de rubia eslava. Poniéndose a la altura de la situación, donde la vida era más importante que nada, con sus nobles sentimientos de siempre Marcela decidió hacerse cargo de ella y la fue a buscar para ocultarla en su casa. Luego concurrió a la Embajada de la India, que en esos días llevaba los asuntos soviéticos, para explicar el caso y solicitar asilo. Solamente consiguió que la registraran en sus libros por si algo le sucedía. Como tenía su casa con muchos refugiados y el lugar ya era peligroso, Marcela decidió llevarla a la nuestra mientras unos vecinos del Guatemalo buscaban otra salida para Ina. Estuvo pocas horas con nosotros pues le repetimos a Marcela que nuestra casa era muy vulnerable a los allanamientos siendo yo empleada de Quimantú y trabajando con la “Legión Extranjera”. Nos dejó de recuerdo seis típicos y hermosos vasos para vodka de artesanía rusa que todavía conservamos. Afortunadamente, la ingeniera soviética no alcanzó a estar mucho más en Santiago. Al poco tiempo, le encontraron asilo en la Embajada de Venezuela desde donde pudo volar a Moscú. Nunca más supimos de ella. Memorias Familiares

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Capítulo 39

“Casa de seguridad”

A

ntes de ser despedida, los nuevos jefes de la ex Quimantú (ahora Editora Gabriela Mistral) me obligaron a tomar vacaciones. Era noviembre del 73 y decidimos dejar a Jupy Alvarez, ex compañera IC y ahora mirista, encargada de cuidar la casa de Sacramento. Bajo ese “manto” nuestra casa se convirtió en una “casa de seguridad” del MIR. Desconociendo esto, durante nuestra ausencia, mi cuñada Marcela – sabiendo que estábamos en la playa - llegó un día a la casa premunida de una llave que le había dejado Claudio, para prestársela a una célula de comunistas que necesitaba un lugar de reunion seguro. Cuando vio movimiento adentro, asombrada tocó el timbre, y se encontró con que ¡estaba ya ocupada por otro grupo clandestino! En el viaje de regreso a Santiago de nuestras vacaciones forzadas en Guaylandia, veníamos en la Renoleta con la empleada, los niños y el auto cargado con maletas. En un lugar de la carretera antigua (aún no existía la Autopista del Sol) a la altura de Talagante o El Monte, nos detuvo una patrulla militar. El joven soldadito con casco y bayoneta miró hacia dentro y, como por rutina se acercó a la ventanilla del chofer y le preguntó a Claudio: ¿”Cuanta gente cabe aquí?” Había en su pregunta un evidente deseo de molestar porque de lejos el auto ya se veía atestado. Ïbamos con la empleada Carmen Osses, su hija Carmen Gloria, nuestros niños y algunas sillas y mesa pequeñas, 136 Memorias Familiares

cajas con enseres domésticos, bolsos con ropa, etc. Con rabia incontenida, Claudio le gritó: ”¡Aquí cabe mi familia! ¿Quién más quería? ¡Toda mi familia!”. El soldado no dijo nada pero siguió mirando y dio la vuelta observando el vehículo. Aburrido tal vez, volvió a la carga y llamándole la atención porque el equipaje no permitía mirar por el vidrio trasero. Claudio se bajó indignado, abrió la puerta trasera y comenzó a sacar maletas y bolsos. Algunas las dejó en el suelo y le dijo al milico: “¡se las dejo entonces!” El milico desconcertado le dijo que no, que no se podía., y comenzó a reordenar las cosas en la maleta del auto. En eso se cayó al suelo un tarro grande de Leche Nido, que por su escasez era oro entonces. Claudio se indignó más: “¡Por las re chuchas!…¿Ve que como estaba era la mejor manera?” Y dejó todo igual. Nosotros temblábamos adentro. Se sabía que por mucho menos, un soldadito con un arma en la mano podía reaccionar mal y… en esos días, todo estaba permitido. Afortunadamente, nos tocó un soldado de buen carácter, que ya se había entretenido mucho. “Tiene mal genio, usted, ¿no?” le comentó a Claudio. Y haciendo un gesto, nos dijo que siguiéramos. Dimos un suspiro de alivio. Le reproché a Claudio suavemente su comportamiento, que nos había puesto en riesgo a todos. Pero él seguía indignado y estimó que así había que tratar a esos “conch´e su madre”. Parecía haber descargado todo su odio contra los golpistas en ese soldado.


Casa de seguridad

En otro de esos funestos días, a Claudio lo llama por teléfono una ex compañera de Ferrocarriles, Marina Martínez, hija también de ferroviario y casada con Guaraní Pereda, periodista socialista del diario Ultima Hora, vocero de esa misma tendencia. Lo habían tomado preso cuando a fines de septiembre… ¡fue a cobrar su sueldo! Al salir de la cárcel se asiló rápidamente en la embajada de Suecia en calle Darío Urzúa, Providencia. Marina le pidió a Claudio que le llevara algunos enseres, pues ella no podía ya que estaba muy fichada de upelienta y, teniendo niños chicos, temía que la detuvieran. Claudio aceptó la misión y la cumplió sin demora. Aquella tarde de octubre de 1973 no se veía vigilancia en la embajada y luego de cumplir su cometido, satisfecho volvía a su auto cuando en la vereda lo interceptan unos “tiras” y le piden sus documentos. Les pasa su porta carnet abierto donde estaba su tarjeta de empleado de El Mercurio, que era mágica en esos tiempos. Uno de los detectives va al vehículo policial para consultar y al rato vuelve donde Claudio y le dice que está detenido. Sorprendido, Claudio alega enfatizando su calidad de empleado de El Mercurio y que no ha cometido ningún ilícito. El tira le informa que es por un cheque impago que aparece en el boletín comercial. Y era cierto. Hacía años que Claudio había contraído una deuda y la pagó con un cheque a fecha que olvidó completa-

mente. Fue a parar a la cárcel de Investigaciones en calle General Mackenna. Desde allá me llamó y me contó lo que pasaba. Como era un día viernes por la tarde, la situación se complicaba porque no podría arreglar el asunto hasta el lunes, y por tanto podía pasar preso todo el fin de semana. Le dije que buscaría ayuda y cuando se lo conté a Liliana, me dijo que ubicara a la Maruja Ruiz, hija de don Vicente Ruiz, amigo de Guaylandia y padrino de nuestro sobrino Sergio. Ella era jueza en San Miguel, justamente donde estaban los papeles inculpatorios de Claudio. Partimos con Liliana a General Mackenna con una frazada, un cepillo de dientes y ropa interior limpia para Claudio. De vuelta en casa, comencé a llamar por teléfono al juzgado de San Miguel, pero nuestra amiga ya se había ido. Por fin logré ubicarla ese viernes por la noche en su casa y por teléfono le expliqué la situación y le pedí ayuda. Me acogió muy amable y me dijo que fuera al juzgado a la mañana siguiente – sábado, día en que no se atendía público -, para buscar ese papel y liberar a Claudio. A la mañana siguiente estábamos tempranito en el juzgado. Maruja tardó un poco en llegar, pero cuando lo hizo, rápidamente ordenó le trajeran el mentado expediente y firmó los papeles para su liberación. Rápidamente fuimos a sacarlo a la cárcel. Claudio salió aliviado, pero todavía desconcertado por lo ocurrido. Memorias Familiares

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CapĂ­tulo 40

Mi cuĂąada Marcela

Marcela con Fernando, DarĂ­o y Marcelita, 1968.

138 Memorias Familiares


Mi cuñada Marcela

U

n día de fines de diciembre de 1973, Marcela nos comunica acongojada, pero con firmeza, que ha decidido abandonar el país. Que sus amigos se lo recomiendan porque su situación es peligrosa y ella ya no tiene nada que hacer en Chile. Que la tristeza la consume, que todos sus amigos y amores se fueron al exilio, que no tiene trabajo, en fin…

por haber defendido el gobierno del Pueblo. Nos matan los obreros, los médicos, las artes y al insigne Neruda lo entierran sin más trámite; prostituyen las mentes pidiendo delaciones, sólo se escuchan marchas, no hay versos ni canciones ni un poco de respeto para nuestros dolores.

Tras la muerte de Neruda, el dolor la inspiró para escribir “Padre nuestro”, poema que circuló como anónimo en publicaciones clandestinas y más adelante se publicó con escándalo en primera página de La Segunda y tiempo después, en La Tercera del 11 de noviembre de 1975. Esta vez lo encontraron en el dormitorio del sacerdote Rafael Maroto, tras un allanamiento que sufrió por su lucha contra los golpistas. Dice así:

Yo viví muchos años creyendo en la decencia de los uniformados que eran nuestra defensa y que hoy, asaltando al pueblo, se cubren de vergüenza. Es fácil detectarlos: allanan, violan, roban andan con metralleta y se visten de verde con armas y uniformes comprados por el pueblo, incendian La Moneda, matan al Presidente, persiguen a Ministros y masacran la gente. ¿Qué buscan qué persiguen? Prostituir la Patria, entregarla de nuevo convertirnos en parias, echando a los cubanos para darla a los yanquis…

Padre Nuestro

Padre nuestro que estás en los cielos quiero hablarte al oído y contarte mi duelo y decirte el inmenso dolor de mi pueblo. Yo también soy el pueblo y mi luto es muy negro; son tantos los dolores que llevamos por dentro, porque ni eso es posible: mostrar el llanto abierto. Es preciso ocultarse y sufrir en silencio; hay que poner bandera y mostrarse contento ignorando las burlas y los fusilamientos, sonreír en las calles ignorando los muertos, saber que en el Estadio torturan a los nuestros

Pretenden que olvidemos que dimos un gran paso y suponen, ingenuos, que el fusil lo ha logrado. Qué poco nos conocen, qué mal nos han juzgado, este baño de sangre consolida los lazos y nos llama a un presente más revolucionario ¿Nos disuelven la CUT? ¿Toman a Corvalán? Memorias Familiares

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Mi cuñada Marcela ¿Nos niegan reajuste? ¿Nos despiden en masa? ¿al más grande poeta le saquean la casa? ¿hay familias deshechas, hay huérfanos, hay viudas? ¿hay muchos compañeros viviendo en embajadas? ¿Se terminó el Congreso? ¿El periodismo ha muerto? ¿ la dignidad de Chile es ya sólo un recuerdo? ¿Se aleja el socialismo y resucitan los gringos? No importa; hay un mañana; nos quedan fuerzas e hijos y una frase muy cierta que hoy decimos sin ruido: “El pueblo estando unido jamás será vencido” y más tarde o más temprano lo habremos conseguido. Santiago de Chile, 23 de septiembre de 1973 (N. de la R: fecha de la muerte de Pablo Neruda). Claudio trató de convencerla de que no se fuera, pero fue inútil. Además, nosotros mismos temíamos que la detuvieran en cualquier momento, pues seguía ocultando en su casa a muchos “prófugos de la justicia”. Un 14 de enero de 1974, junto a un grupo de sus amigos la acompañamos al terminal de buses internacionales. Mi cuñada partió al norte, al Perú. Allí se asiló y buscó un país europeo que la acogiera. Su segundo destino fue Edimburgo, en Escocia, donde pasó tres años y luego su exilio 140 Memorias Familiares

continuó en Suecia por otros cuatro. Logró llevar consigo a su hija menor, pero sus dos hijos mayores se quedaron en Chile con el papá y luego se fueron los tres a la Argentina ya libre de dictadores. Este fue otro de los castigos de la dictadura pinochetista. Además de las nostalgias por la patria lejana, fue doloroso tener a la familia disgregada, sin saber cuándo se reuniría otra vez. Marcela llamaba por teléfono de tanto en tanto y así supimos detalles de su trayecto desde que la despedimos en Santiago. Viajó por tierra hasta Lima y allá se unió a un enorme grupo de refugiados chilenos. Mientras estuvo en esa capital, trabajó en lo que pudo, entre otras cosas, recorriendo las calles limeñas. en un Volkswagen como “taxista pirata”. Luego se incorporó oficialmente al grupo de los exiliados políticos y recibió un pasaporte de la ONU de refugiada, con la fatídica letra “L” que la imposibilitaba volver a su país. Siete meses después, consiguió que Gran Bretaña la acogiera como exiliada política y partió a Edimburgo, Escocia, a fines del 74. De allá también nos llamaba para contarnos de su vida y a veces, nos enviaba cartas grabadas en casete con algún amigo chileno viajero. Tras una visita a sus amigas Tirado, exiliadas en Suecia, Marcela decidió quedarse con ellas en ese país. Permaneció allí hasta 1981, fecha en que desapareció la “L” en su pasaporte y pudo regresar a Chile con su hija Marcela y Eive, un marido sueco que conquistó por allá.


CapĂ­tulo 41

Vivir bajo dictadura

Ignacio, colegio Francisco de Miranda, 1983.

Valeria, Francisco de Miranda, 1983.

Memorias Familiares

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Vivir bajo dictadura

E

ntre tanto, la vida en Chile continuaba por la superficie con grandes penurias. Mucha gente perseguida por la policía secreta o despedida de su trabajo. Hubo un vuelco en la economía que provocó un terremoto a nivel nacional.

En el año 1975, a comienzos de la dictadura el economista chileno Jorge Cauas, aunque no estuvo en la famosa Escuela de Chicago sino en la Universidad de Columbia, donde fuimos compañeros – fue nombrado por la Junta de Gobierno Ministro de Hacienda. En ese puesto llevó a cabo la economía de shock más brutal imaginable para ejecutar el cambio de una sociedad de bienestar, donde el Estado tenía un gran papel en la vida de los ciudadanos, al modelo neoliberal. Revolución económica que no habría sido posible en democracia porque se tradujo en un gran retroceso en las conquistas sociales. Centenares de trabajadores quedaron en la calle cuando sus industrias cerraron para abrir paso a la importaciones. Muchos amigos quedaron cesantes de la noche a la mañana y sin posibilidad de ubicarse en un nuevo puesto. Afortunadamente, nuestra realidad era muy distinta. La Empresa El Mercurio S.A.P., donde Claudio trabajaba y a la que Agustín Edwards Eastman había regresado desde Estados Unidos cargado de dólares, prosperaba y sus empleados recibían grandes migajas. Pero sucedían cosas más molestas. Si 142 Memorias Familiares

bien la tía Berta, al saber que yo había quedado cesante, nos eximió del pago de las últimas mensualidades del jardín infantil que dirigía y al cual asistía Valeria, a Ignacio debimos sacarlo de la escuela pública del barrio “Antártica chilena” de calle Las Hualtatas: en septiembre del 73 la profesora, que era esposa de un carabinero, le había dado como tarea buscar y pegar en su cuaderno de primer año básico, una imagen sobre “El glorioso 11 de septiembre”… Había que tomar medidas para el desarrollo de nuestros hijos de acuerdo a nuestros principios y valores. Matriculamos a Ignacio en el colegio Paidos de Ñuñoa, que dirigía Teresa Clerc, una educadora muy distinguida, demócrata cristiana humanista y conocida de Liliana. El colegio había sido planificado para niños superdotados y todavía guardaba esa imagen. Y si ya no era así, al menos sí tenía un método de enseñanza personalizada que pocos establecimientos de enseñanza básica chilenos utilizaban entonces. Al poco tiempo matriculamos a Valeria en un curso dos grados inferior, y así teníamos a los dos niños en un lugar con buena educación y donde los profesores no eran “juntistas”. Una opción importante para nosotros. Yo añoraba mis viajes, que habían sido tan recurrentes en mi primer período profesional, entre 1960 y 1973, y Claudio extrañaba a Marcela y soñaba con conocer Europa. Como nuestras finanzas nos permitían un viaje económico (alojamiento en pen-


Vivir bajo dictadura

siones, abundantes picnics de día), decidimos ir a verla a su exilio en Escocia. Nos respaldaba la bonanza que en esos años vivía El Mercurio, algunos ahorros que teníamos más la venta de nuestro segundo auto, el Fito rojo comprado con facilidades a los empleados de Cobranzas del diario Además, mi tía Carmen de Valparaíso nos prestó unos dolarcitos que tenia bajo el colchón, lo que le aceptamos agradecidos como un suplemento extra para posibles emergencias. Claudio había guardado tiempo de las vacaciones del verano último e incluso le quedaban restos de otras anteriores. Yo me acomodaba a las suyas, pues mi condición de trabajo “a contrata” no me daba derecho a vacaciones pagadas. Sólo tenía que adelantar trabajo para mis boletines de relaciones públicas en Sodimac, Unicoop y Pizarreño. Lo más problemático era dejar a los niños por tanto tiempo. Tenían 6 y 4 años apenas. Liliana, que como buena tía los quería y frecuentaba mucho, se ofreció para irse a vivir a nuestra casa para acompañarlos durante el tiempo que estuviéramos ausente. Contábamos además con una asesora del hogar muy buena, María Elena Bustamante, una campesina de Rengo, gordita, joven y buena moza, que los atendía muy bien. Ya estábamos de acuerdo con Marcela, quien también había reservado unas tres semanas de vacaciones coincidentes con las nuestras para juntarse con nosotros en España y recorrerla juntos. Memorias Familiares

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CapĂ­tulo 42

En auto por Europa

Universidad de Edimburgo, Lidia, Marcela, Claudio, Armando, 1976.

Casa de Marcela en Edimburgo, 1976.

144 Memorias Familiares


En auto por Europa

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artimos en Lan Chile una mañana del 10 de mayo de 1976 rumbo a Madrid. Habíamos planeado el con prolijidad los dos meses de recorrido en auto por Europa, calculando a escala los tiempos de cada tramo. Mapas ruteros y fósforos en mano (para medir las distancias), hicimos nuestro itinerario por España, Italia, Francia y Gran Bretaña. Rafael Rambaldi antiguo amigo de Claudio (y hermano de María Teresa mi compañera de la Escuela de Periodismo) que había vivido muchos años en España, nos pasó el dato de un comerciante en Madrid que vendía autos usados a precios muy convenientes a los turistas, y al regreso, los recompraba, de modo que era igual que un arriendo. Entonces no se conocían los Rent-a-car, ni Avis, ni ninguna de esas empresas que rentan autos a los turistas en la España recién saliendo de la dictadura de Franco. Claudio lo contactó por teléfono explicándole lo que buscábamos y quedó conforme con lo ofrecido. Y lo más importante: Rafa nos relacionó por carta y teléfono con un veterano español viudo, emparentado con su esposa actual Maricarmen, que vivía solo, amaba a los chilenos y estaba dispuesto a recibirnos en su casa. De modo que cuando llegamos, lo primero que hicimos fue tomar un taxi desde Barajas hasta la casa de don Antonio López Algar en “Calle de Velázquez número 26, segundo, derecha”... Pleno centro de Madrid de antiguo esplendor. El conserje nos recibió con un: “¿ustedes son los primos de América…?” Franco se había muerto sólo seis meses antes de modo que seguían vivos muchos vestigios de su dictadura de cuarenta años, por ejemplo estos con-

serjes/vigilantes entrenados para saber todo de quien entraba o salía de los edificios. Don Antonio era un español de 79 años, bajito, pelado, delgado, parco de palabras, pero muy cariñoso a su manera, según lo fuimos conociendo. Nos recibió muy afable en su antiguo y amplio departamento con muchas piezas vacías desde su viudez. Su único hijo había formado nueva familia y vivía aparte. Sólo lo acompañaba una empleada que venía algunos días a hacer el aseo y cocinar. Nos dio la mejor habitación, aquella con su cama matrimonial. Nos acomodamos, descansamos del largo vuelo de 17 horas entonces, y luego almorzamos con él en su viejo comedor, con pesados muebles antiguos y un televisor grandote frente a su puesto. La empleada nos sirvió un puchero muy rico y comimos conversando y mirando las noticias al pasar, como era su costumbre de solitario. Le comentamos que debíamos ir a comprar un auto y en seguida, a Barajas a buscar a nuestra hermana Marcela que venía de Inglaterra con su hija de 13 años. Le preguntamos por algún hotelito cercano donde pudieran quedarse. Y ante nuestro asombro y agradecimiento, insistió en que las trajéramos a su casa, que aquí nos acomodaríamos todos. Apenas terminamos el almuerzo, salimos en busca del comerciante en autos recomendado. Llegamos a su oficina y nos llevó de inmediato a ver los autos que tenía a disposición. No era lo que esperábamos. El auto más barato costaba USD 800 y nuestro presupuesto era máximo de USD 500. En eso suena el teléfono de la oficina y preguntan por Claudio. Era Memorias Familiares

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En auto por Europa Marcela, desde el aeropuerto, diciendo que no las habían dejado entrar a España porque no tenían visa, en circunstancia de que los chilenos no la necesitamos. Pero por su pasaporte de refugiada de la ONU, no la consideraban chilena. En suma, las devolvían a Londres en el próximo vuelo. Nos afligimos mucho, pero ¡qué hacerle! Claudio la aconsejó que en cuanto llegara a Londres consiguiera las visas lo más rápido posible y le dio nuestras señas en Madrid para que nos avisara por teléfono cuándo volvía. Quedamos muy contrariados y preocupados. Al día siguiente, don Antonio nos llevó donde un conocido suyo que tenía el mismo rubro de venta-con-recompra de autos a turistas. El señor Segovia tenía su local cerca del paseo de La Castellana y allí encontramos el auto que necesitábamos: un Morris inglés verde oscuro de cinco asientos, pequeño por fuera pero muy amplio por dentro, que compramos tan sólo en USD 500 y con promesa de recompra. Una vez más don Antonio nos salvaba. Al regreso a casa recibimos la llamada de Marcela anunciando que llegaba esa tarde y partimos a buscarla en nuestro flamante auto inglés con patente madrileña. El abrazo que nos dimos en Barajas fue apoteósico… con lágrimas y risas. Habían pasado dos años desde aquel día de febrero de 1974 en que había partido en bus hacia un exilio voluntario pero igualmente doloroso. Marcelita, que ya tenía 13 años, venía con una tenida muy gringa, que incluía un sombrero con flores para protegerse del sol español. ¡Venía de esas tierras escocesas húmedas y neblinosas, ansiosa de sol Durante el trayecto a Calle de Velázquez, 146 Memorias Familiares

Marcela nos contó su odisea. Cuando arribó a Barajas la primera vez, el hombre de policía internacional le rechazó su pasaporte porque no tenía visa y se lo tiró en la cara. Cuando ella le replicó que los chilenos no requeríamos visa para entrar a España, el funcionario le espetó con desprecio y agresividad que ellas no eran chilenas, que eran unas apátridas y las obligó a devolverse a Londres. Una vez aquí, debió ir al Ministerio de Relaciones Exteriores, sección inmigrantes, y hacer los trámites para conseguir las visas, lo que afortunadamente fue rápido. Alojaron esa noche en el primer hotelito que encontraron y al día siguiente partieron en el primer vuelo disponible hacia Madrid. Don Antonio hizo poner una cama más para Marcela en nuestro dormitorio y a Marcelita la acomodó en un sofá-cama en su living. Estábamos listos para comenzar a conocer ellos (y a “re conocer” yo) la hermosa España recién liberada de su dictador de 40 años. Además, se convirtió en nuestro chaperón y anduvo con nosotros a todas partes durante los cinco días que estuvimos en Madrid. Lo primero que él sugirió fue ir a El Escorial y el Valle de los Caídos, en las vecindades de la capital, donde pudimos cumplir nuestro sueño de visitar la tumba de Franco… y escupirla. Una canción popular de la Guerra Civil española en su último verso se refiere a este lugar dice: “cuando vayas a su tumba/no te olvides de escupir”… Don Antonio se quedó en el auto descansando y nosotros partimos a recorrer el lugar donde tantos mártires de la República cumplieron pena por haber creído en su proyecto social elegido democráticamente, construyendo ese enorme mausoleo y dejando allí sus pocas energías, su salud y hasta sus vidas.


En auto por Europa Franco había muerto hacía menos de un año y su tumba seguía rodeada de guardias uniformados de rojo y con oropeles, parecido al estilo colorido de los guardias suizos del Vaticano. Pero estos vigilaban con cara severa a todos quienes se acercaban al lugar donde desde hacía meses reposaban los restos del dictador. No era fácil así cumplir nuestra promesa. Debimos recurrir a un subterfugio hipócrita: cada uno escupió en una mano cerrada y al pasar por la tumba, disimuladamente dejó caer la saliva… Nos retiramos medianamente satisfechos. Esos primeros días del re-encuentro, conversamos incansablemente con Marcela. Nos contó todos los detalles desde que la despedimos en Santiago aquel verano de 1974. Sobre todo por las noches, cuando don Antonio no estaba presente. Pero luego él nos despertaba a las 8 de la mañana con “¿Habéis venido a dormir o a conocer Madrid…?” Con una agilidad y energía increíbles para su edad nos hizo trotar por todos lados. En ese viaje de dos meses, recorrimos en nuestro Morris verde botella las ciudades de Toledo, Sevilla, Córdoba, Granada, Valencia y de allí, hacia el norte por la Costa Brava, Casteldefels, Barcelona. De allí seguimos a Francia donde a la llegada por Montpellier nos emocionamos con un afiche promoviendo un recital de los Quilapayún y de Angel Parra en el mismo programa, que había tenido lugar hacía poco en esa ciudad. De allí nos fuimos a Lyon a visitar a nuestra amiga exiliada Amanda Puz. Amanda había sido bien acogida por los franceses y hacía clases de cultura latinoamericana en una universidad. Al contrario de ella, sus hijas estaban casi totalmente afrancesadas

hablando bien el nuevo idioma. En esos días una de ellas, María Claudia, hizo por segunda vez la primera comunión - la anterior había sido en Chile -, porque quería integrarse mejor. En cambio Amanda nos confesó: “no he deshecho las maletas”, siempre pensando en el retorno a la patria y que todo el amoblado de su departamento lo conformaban préstamos de amigos franceses y chilenos. Dejamos con pena Lyon, pero pronto lo olvidaríamos al continuar nuestro itinerario y admirar las bellezas de la Costa Azul. Paramos en Cassis, un hermoso pueblo francés vecino a Marsella con un puerto deportivo precioso. Lo abandonamos al día siguiente y ya estábamos en Italia, en el vecino San Remo. Al famoso balneario llegamos a almorzar unos ricos spaghetti alla vongole. El mozo nos preguntó de dónde veníamos y por temor a que fuera un soplón vinculado a la DINA le dijimos que de Argentina, lo que él celebró pues tenía parientes allí. Cada vez que cruzábamos una frontera temblábamos, temiendo que los pasaportes de refugiadas de Marcela y Manyiyi fueran rechazados por las autoridades locales, luego de su negra experiencia al entrar a Madrid. Pero nunca ocurrió nada. Al contrario, ni miraban nuestros pasaportes y en una ocasión, ¡no nos dimos cuenta cuando pasamos la aduana y la policía de frontera! Seguimos a Mónaco, Montecarlo, y nos alojamos en una sencilla pensión. Nos despertamos con un zumbido envolvente, como de abejas, sin saber de qué se trataba. Al desayuno, la empleada de la pensión nos informa: ¡era la famosa carrera de autos! Habíamos arribado uno de los días de la carrera Grand Memorias Familiares

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En auto por Europa Prix, con autos Fórmula 1. Inmediatamente nos fuimos a instalar a una terraza pública con una vista maravillosa sobre la bahía. Desde allí pudimos observar su desarrollo y hasta vimos al famoso corredor brasileño Emerson Fittipaldi rugiendo por las carreteras en su Formula 1. ¡No podíamos creer nuestra buena suerte! Por la noche visitamos el legendario Casino de Montecarlo. Las mujeres nos vestimos con trajes largos que Marcela había llevado “por si acaso” y Claudio se puso su terno gris claro con un beatle blanco, de modo que también se veía muy elegante. Cuando llegamos esa noche al templo del juego, Manyiyi fue rechazada en la puerta por ser menor de edad y la pobrecita debió quedarse en el auto esperándonos… Me sorprendió negativamente que a la entrada del Casino, en lugar de un hall de lujo nos encontramos en un enorme vestíbulo embaldosado iluminado con luces fluorescentes y múltiples máquinas traga-monedas. ¡Pésima impresión para un lugar de esa categoría! … ¿Qué pasó? Nos habíamos equivocado y entramos desde el lugar de estacionamientos por una puerta trasera y no por la principal. Una vez adentro, en los grandes salones, había gente con trajes comunes o tenida deportiva, incluso blue-jeans y polera. Uno de estos personajes vestido tan informalmente estaba en una gran mesa de juego y donde nosotros – provincianos “elegantes” - apenas si arriesgamos cinco dólares, él lanzó con indiferencia gruesos billetes al tablero… Quisimos subir en el ascensor para conocer otros pisos, pero fuimos rechazados por el empleado cuando no pudimos mostrarle la 148 Memorias Familiares

acreditación de socios, requisito para pasar a esos salones…Volvimos al primer piso y nos conformamos con sentarnos en el mesón del bar del enorme salón principal a tomarnos un “coñac” nacional … claro que este coñac nacional era un Martell, licor muy apreciado por los chilenos en esos tiempos en que aún había barreras arancelarias para las importaciones... Nuestra siguiente parada era Florencia, primera joyita en Italia. Cuando visitábamos el Mercado de la Paja, cerca de la Plaza de la República y mirábamos los diversos objetos de cuero, paja, cerámicas, etcetera, que se exhibían, escuchamos a un tipo cerca de nosotros tararear el himno de la Unidad Popular “Venceremos”. Claudio y yo nos miramos y sin decir una palabra pensamos lo mismo: podía ser una trampa. Por esos días, circulaban en el extranjero muchos agentes de la DINA cazando presas. Disimulamos la sorpresa e hicimos como que no habíamos oído nada. Así vivíamos: en alerta hasta en las vacaciones, en Chile o fuera del país. Nos deleitamos visitando la catedral de mármol en tonos pastel con su famoso Duomo; la Piazza della Signoría; la copia del “David” de Miguel Angel de allí y el verdadero en la Academia. Nos cansamos felices recorriendo el Palazzo Uffici y el Pitti, grandiosos templos del arte medioeval y renacentista. Fue muy triste ahí, en Florencia, después de disfrutar juntos sus maravillas, ir a despedir a Marcela y a Manyiyi al tren. Tenían que regresar ya al trabajo y a clases. Pero había un consuelo: nos volveríamos a encontrar cuando en unos días más, siguiendo nuestro itinerario, llegáramos en nuestro Morris a visitarlas en su


En auto por Europa residencia de Edimburgo. Así estaba planeado en nuestro itinerario europeo. Antes recorrimos y paramos o pasamos por varios lugares de ensueño como Venecia (donde Claudio no podía creer que no pudiéramos entrar con el auto)… de belleza sorprendente como Milán y su Duomo… del frío y silencioso aire montañés en Aosta… o de tranquilo paisaje campestre en Somberon, un precioso pueblito cerca de Dijon donde primero alojamos en Francia. Nos detuvimos unos días en las grandes capitales, París y Londres, para apreciarlas mejor. Fue una hazaña llegar sin vacilar – yo conduciendo y Claudio guiándome mapa en mano desde la carretera a la rue Cujas y al hotel “San Michele” de Madame Sauvage, en París… Así como manejar por la izquierda cuando cruzamos en ferry el canal para llegar a Gran Bretaña: el alma se te pone en un hilo al llegar a una rotunda porque debes mirar el paso de los autos al lado contrario de lo acostumbrado por las especiales características del tránsito británico. Y llegamos a Edimburgo a la hora señalada: las 7 de la tarde del 19 de junio.. Marcela trabajaba como asistente en un asilo de ancianas (“lavando viejos potos ingleses”) y por lo tanto, contaba con el mínimo para vivir. Nos había advertido que el suyo era un barrio para gente de bajos recursos. Al centro del conjunto habitacional estaba esta plaza, Walkop, sin árboles ni jardines y las viviendas de tres o cuatro pisos que la rodeaban – una de las cuales habitaban ellas - eran de color gris oscuro y ventanas pequeñas. Comparado con nuestras poblaciones, no nos pareció tan pobre.

Las Marcelas nos recibieron felices en su viejo departamento en Walkop Square. Nos esperaban también sus amigos, a los que ya conocíamos de nombre por las cartas y casetes, que deseaban conocernos. Lo más sorprendente fue encontrarnos con mi hermano Armando en esta ciudad. Ese mismo año estudiaba un magister en Educación en la Universidad de Edimburgo. Fue emocionante estar con los dos hermanos juntos en un lugar tan lejano de Chile. Con Armando y un amigo suyo partí un día en auto a conocer St. Andrews, otra hermosa ciudad al norte de la capital escocesa. Su amigo daba una charla en la Universidad del mismo nombre y Armando iba en busca de material para su tesis. Me deleité conociendo más del paisaje de Escocia por un camino que enfilaba hacia el norte, rodeado de praderas con ese verde inigualable al de ningún otro punto del globo, bosques y casas con el típico techo “thatched” (paja apisonada) de esta zona. Volvimos a Edimburgo a juntarnos con las Marcelas y Claudio. Hicimos varias paseos turísticos más durante la semana que estuvimos allí, com a comienzos de los 90 o visitar el famoso Castillo medieval que domina el panorama desde una colina, ir a un pub a tomarnos una “pinta” (cerveza en jarro), vitrinear por una super tienda en Princess Street, la calle principal… Y así llegó la hora del segundo adiós. Fue más triste esta vez porque no sabíamos cuándo nos volveríamos a encontrar. Marcela tenía marcada en su pasaporte la fatal “L” que le impedía volver a Chile. Debió esperar cinco años más para regresar con Manyiyi. Memorias Familiares

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CapĂ­tulo 43

Matrimonio en California

Liliana y sus damas de honor: Valeria y vecinita.

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Matrimonio en California

U

n mes antes de la fecha del matrimonio con Hernán, Liliana invitó a Valeria a visitarla para que conociera su nueva vida. Ella conoció bien a Danny y Glenn, los hijos de Hernán, unos adolescentes en plena agitación propia de la edad. Valeria ha comentado que ese viaje le cambió su visión de la vida. En enero de 1985, volamos con Claudio y mamá a acompañarla en la ceremonia. Me había elegido como una de sus “damas de honor”. Fue una fiesta en grande. Liliana se había hecho un traje especial rosa pálido con el que se veía muy linda. Le compró uno de fiesta a Valeria y nos pidió a mamá, a Claudio y a mí que luciéramos tenidas ad hoc. Entre los numerosos invitados a la gran fiesta - organizada por profesionales en este ramo en la casa de Hernán -, también concurrió Armando, que ya vivía y trabajaba en California. La pequeña iglesia católica donde Liliana y Hernán se casaron quedaba en San José. cerca de su casa de Saratoga, y aparte de bonita y elegante, me llamó la atención que estuviera calefaccionada logrando en ese invierno californiano un grato calor ambiente, donde se podia estar sin abrigos. Pasamos lindos días con Liliana y Hernán en Saratoga tanto en su casa como recorriendo los alrededores: San Francisco, Sausalito, Carmel, Santa Clara, Los Gatos… En San Francisco fuimos con mamá y Valeria a visitar a su hermana Silvandira al departamento donde vivía desde hace años junto a Patricio, el menor de sus hijos. Terminada nuestra estada en esa zona de California, nos despedirnos para ir a visitar a Armando con Silas, su pareja, a Fresno.

Salimos de la casa de los Reyes manejando un auto enorme y antiguo que había pertenecido a la primera esposa de Hernán y que les había vendido a sus vecinos de Fresno en ¡un dólar! Acordaron hacerlo así con Armando durante los días de la boda para tener los papeles en regla. Partimos en ese tremendo auto manejando por las estupendas autopistas con Valeria solamente, ya que mamá ya había regresado a Santiago en avión. En un tramo del camino nos entusiasmamos y la policía carretera casi nos multa por exceso de velocidad… afortunadamente fue solo una “advertencia” de mayor cuidado. De la casa de Armando y Silas en Fresno no recuerdo mucho, solo que Silas nos acogió muy bien y nos sorprendió tocando su dulcimer, un instrumento musical antiguo, como clavecín. Paseamos por la ciudad y al segundo o tercer día partimos hacia Los Angeles en tren, invitados por Bill Braley, hermano de Silas, quien vivía en la comuna de Hollywood. Bill nos esperó en la estación en un hermoso Mustang rojo y nos llevó a almorzar al “Morocco”, uno de los restaurantes más elegantes y caros de Hollywood, de esos que se conocen por las películas y los diarios. Su departamento también era elegante y con vista a la colina donde aparece el nombre de Hollywood en las famosas letras blancas, enormes con la “D” caída al final. Estaba decorado con cuadros y otros objetos valiosos, extraños para nosotros – como un óleo con un hombre desnudo de espaldas - en los que creímos descubrir el sello gay de su dueño, que entonces tenía por compañero a un muchacho hondureño. También vivía con su sobrino Bob Braley, un joven veinteañero hijo de Silas. Bill le cedió a Valeria su entrada para que fuera con Bob a Memorias Familiares

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Matrimonio en California ver el musical “Cats”, entonces de gran éxito en Los Angeles. Bill nos acogió muy cálidamente, nos preparó unos inolvidables desayunos con frutas, huevos y embutidos y con Valeria hasta nos bañamos en el jacuzzi que tenía en la terraza, para espanto (disimulado) de Claudio. Como era a mediados de los años 80, recién se estaba conociendo la epidemia del Sida que azotó a la comunidad homosexual, y todo el mundo temía contagiarse al menor contacto. Por eso, durante los días que estuvimos en esa casa, cada vez que íbamos al baño envolvíamos la cubierta de la taza del W.C. con mucho papel confort para no tocarlo con la piel... Y esta fue la razón para que Claudio se espantara cuando ¡me metí al jacuzzi con Bill!.

casa remuneración que no le permitía independizarse. Eso y la gran depresión que le causó la ruptura de su matrimonio (se divorciaron en junio de 1986) la hicieron volver una vez más al nido familiar paterno en Santiago ese mismo año. Gracias a sus contactos del ambiente de profesores de inglés, logró un puesto en un instituto de enseñanza de inglés para ejecutivos. Pero este sólo fue una transición hasta que la llamaron a ejercer como Directora Académica en el Instituto Chileno-Norteamericano de Cultura, la mayor institución para el aprendizaje del inglés a extranjeros, con alrededor de 5 mil alumnos solo en Santiago.

Fue una lástima que el matrimonio de Liliana con Hernán en California durara apenas un año. Fracasó por la interferencia insoportable para ella de los hijos de Hernán, expresión viva en ese momento de las taras de los adolescentes norteamericanos.

El estrés por el ambiente laboral que vivió en este establecimiento le provocó una enfermedad autoinmune que la obligó a retirarse luego de diez años de labores. Cuando se recuperó y volvió a trabajar, se desempeñó como Directora Académica en el área de inglés en el centro de formación técnica INACAP, donde permaneció un par de años.

Huyó de Saratoga y se fue a vivir con Armando, que se encontraba ya establecido en Mission Viejo, California, y trabajando en la Universidad de California, Irvine. En medio de la desilusión, aprendió allá, con Armando una nueva destreza: el uso de la computación en la enseñanza del inglés, lo que era una gran novedad en los 80, cuando la informática recién nacía para los usuarios particulares. Sus mentores fueron: primero Hernán, experto por su trabajo de años en la IBM; y luego Armando, que ya había descubierto las maravillas del sistema Apple y lo contagió a toda la familia.

Pero lo que más le satisfizo fue su última labor en Chile, antes de jubilar, fue ejercer como profesora de Lengua Inglesa en el Departamento de Lingüística de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile en Macul, y al mismo tiempo en el Centro de Estudios Pedagógicos de la misma. Aquí reencontró viejas amistades y sembró buena semilla con alumnos otra vez. Se retiró en 2007 solamente para volver a partir del país, ya jubilada, en una nueva aventura romántica: unirse con Mauricio Assael, su pololo de los 18 años.

Consiguió trabajo en California como profesora adjunta del Orange Coast College, cargo de es-

Recordemos que la había dejado sin aviso siquiera, para establecerse en México en 1962,

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Matrimonio en California donde se casó con una prima mexicana. Pasó medio siglo y sorpresivamente, Mauricio la llamó por teléfono desde ese país, a los cinco meses de quedar viudo. Comenzaron las explicaciones para aclarar la antigua situación a larga distancia. Luego, Mauricio vino a verla a Santiago, donde terminaron de reconciliarse: de las cenizas había renacido el amor. Siguió un nuevo pololeo a través del teléfono y viajes Santiago-México y viceversa, hasta que en 2007 él le pidió que se fuera a México a vivir con él. Liliana se despidió de sus compañeros de trabajo y de sus amigas y amigos, y se lanzó en esta nueva aventura sentimental, partiendo otra vez a vivir fuera del país. Allá está desde entonces, formando hogar con Mauricio, que estaba solo desde que enviudó y sus dos hijos se habían ido ya de la casa a crear nuevas familias. Liliana y Mauricio pudieron vivir plenamente su primera luna de miel... después de casi medio siglo de su primer pololeo. Establecida en Ciudad de México en un lindo departamento en el elegante barrio de Polanco, ha seguido dando rienda suelta a sus inquietudes artísticas y literarias. En el tema música, a los largos y sufridos años de clases de piano obligadas en sus años de infancia y adolescencia, en su juventud siguió una afición por el acordeón, influida tal vez por Julio Menadier, el amigo músico de papá. Yo también me motivé con este instrumento y aprendí a tocarlo “de oído”, es decir, no por música y formamos un dúo de acordeones con un breve repertorio que ofrecíamos en fiestas familiares y durante algunos veranos en Guaylandia. Su afición por el teatro nació en los 60, en Antofagasta, con su incorporación al Teatro del

Desierto con Pedro de la Barra, y a su regreso a Santiago continuó con cursos vespertinos de teatro en la Casa de la Cultura de Ñuñoa, bajo la dirección de Domingo Tessier y con profesores como Víctor Jara y Gustavo Meza. En México, con la participación activa a través del e-mail de otros dos compañeros – uno en Chile y otro en Estados Unidos -, se dedicó a escribir su experiencia en el Pedagógico (“Memorias de una generación privilegiada”, Forja, 2013), que se lanzó en la Feria del Libro de Santiago ese mismo año. Anteriormente, mientras aún estaba en la Universidad de Chile como catedrática, incentivada por su amigo Michael Predmore, profesor de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Stanford, se había abocado a la gran tarea de traducir al inglés la obra “Desolación” de Gabriela Mistral. Obedecía al deseo de este académico de hacer más conocida la obra de nuestra primer Premio Nobel al público de habla inglesa, pues hasta ahora sólo había antologías en ese idioma. La idea surgió en Santiago, mientras Predmore realizaba cursos de verano a estudiantes de Stanford y prosiguió durante siete años. Pero como Predmore reside en Palo Alto, California y Liliana ya estaba en Ciudad de México, el intenso trabajo continuó por e-mail y por teléfono, más un par de viajes a California. Les costó conseguir una editorial que se interesara en publicarla, y finalmente la obra se editó en 2014 con una presentación pública histórica: se lanzó en septiembre de ese año en el Instituto Cervantes de Nueva York , el mismo que publicó la primera obra de la Mistral en 1922, con asistencia de autoridades locales y de la Fundación Gabriela Mistral de Nueva York. A esta siguió una nueva presentación dos días después en la Memorias Familiares

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Matrimonio en California Embajada de Chile en Washington en presencia del jefe de la misión, Juan Gabriel Valdés, y de Doris Atkinson, la heredera del legado literario de Gabriela, a quien conoció en esa ocasión. Doris, le expresó su satisfacción por el trabajo realizado y han continuado en contacto desde entonces. En la actualidad, Liliana sigue trabajando en este campo: traducir literatura chilena al inglés, acompañada por una amiga profesional norteamericana. Y por otro lado, trabaja en otros proyectos en español con una colega chilena, Blanca del Río (ex presidenta del Pen Club de Chile), empeñadas ambas en promover el conocimiento de autores chilenos. Y eso no es todo. También últimamente se ha dedicado a las artes plásticas como “marchante d´art” o “art dealer”, debido a que Mauricio heredó de la familia de su madre unas famosas tiendas de arte en México, las Galerías Misrachi. De las tres que hubo en su mejor momento, a Mauricio hoy no queda ninguna por mal manejo de una administradora y por las artimañas de un primo que litigó contra él hasta quedarse con la prestigiosa marca Misrachi que le permite aplicarlo únicamente en la última que quedó, y que pertenece al primo, Alberto Misrachi... Mauricio conserva muchas obras valiosas de buenos pintores mexicanos en la bodega de su departamento, que siguen vendiendo y en lo que Liliana ha mostrado ser una eficiente colaboradora. Pero indudablemente, lo que más satisfacción le ha dado este nuevo rubro en su vida es que le ha permitido cultivarse cada vez más en artes plásticas y pintura, con nuevas alegrías para el alma. 154 Memorias Familiares


CapĂ­tulo 44

Mi hermana Blanca

Blanky con Mauricio Jacob, Las Mulas, 1995.

Memorias Familiares

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Mi hermana Blanca

M

e ha pedido que la omita de estas memorias familiares, lo que debo cumplir, salvo en este recuento mínimo que sirve para unir lazos famiiares en esta historia.

Mi hermana menor, a quien siempre llamamos Blanky como diminutivo, es melliza con nuestro único hermano varón, Armando. Estudiaba el primer año de Educación Física en la Universidad de Chile cuando conoció a Sergio Jiménez durante unas vacaciones en Guaylandia. Se casó a los 19 años con este oficial de la Aviación y durante cinco años vivieron en las bases de El Bosque en Santiago, en Punta Arenas y luego en los departamentos de la FACH en Avenida Grecia. Tuvieron dos hijos, Sergio ,y Armando y al poco tiempo, el matrimonio se separó. Blanky entró a trabajar como secretaria al Centro de Perfeccionamiento, Estudios e Investigaciónes Pedagógicas (CPEIP) del ministerio de Educación, presentada por Liliana, y luego pasó a trabajar como secretaria ejecutiva en Canal 13 y después, Televisión Nacional. De allí emigró a una importante compañia minera. Conoció a posibles novios, entre ellos Heriberto, con quien compartimos agradables paseos, como uno al Lago Vichuquén del que disfrutaron todos nuestros hijos. Hasta que finalmente conoció a Mauricio Jacob, un ingeniero informático que sería su compañero definitivo y con quien lleva décadas de casados. A comienzos de los 90 su hijo Armando se fue a vivir a Fresno, California siguiendo a su tío Armando, que ya estaba establecido allí con un sólido trabajo como profesor de lingüística aplicada en la Universidad Estatal de California. Solo Sergio, el mayor, se quedó en Chile con su 156 Memorias Familiares

madre y Mauricio. Sergio viajó en una ocasion a visitar a su hermano y a su tío en el país del Norte y posteriormente la familia se ha reunido con Arnie casi todos los años en el hemisferio norte. Pese a nuestras diferencias en materia política, con Blanky y Mauricio nos llevamos muy bien. Una de las condiciones autoimpuestas es no tocar ese tema cuando estamos juntos y así gozar del placer de la relación familiar. Así hemos disfrutado de varios viajes de recreación: el primero fue a Chiloé, en 1985 (con Carlos Salinas y familiares), y en 1997 a conocer el Desierto Florido en la región de Atacama. Y luego saltamos “el charco” (Océano Atlántico) juntos para ser sus anfitriones en su primer viaje a Europa (antes, ellos siempre habían ido a Estados Unidos, donde Mauricio estudió y trabajó). En 1998 recorrimos España, Francia y Alemania. En Colonia tomamos un crucero por el Rhin hasta Frankfurt. Nos dio pena separarnos aquí, para nosotros seguir viaje por Italia. Cuatro años después partimos a España y Egipto, tomando aquí un crucero por el Nilo. Y el ultimo fue un crucero de Génova a Buenos Aires en 2006, previa visita a Roma, donde arrendamos un auto para seguir por tierra a Florencia, Pisa, Lucca, pasando por Rapallo, Portofino, Santa Margarita de Ligure y Génova, donde debíamos tomar el crucero (Valencia, Casablanca, Tenerife, Fortaleza, Maceió, Salvador de Bahía, Santos, Punta del Este) hasta Buenos Aires. Viajes que nos sirvieron para conocernos mejor y que, por el paso del tiempo y sus repercusiones físicas en nuestros organismos ya gastados, ya dejamos de hacer.


Capítulo 45

La familia Verdugo

Adriana Gormaz, Darío, Jaime y Carmen Verdugo, Eduardo Morales, Claudio y yo, 1995.

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n 1976 a los 86 años, murió Pedro Verdugo Cavada, padre de Claudio. Se frecuentaban poco últimamente. Hacía meses que no lo veía. Cuando Pedro estaba más joven y todavía iba a su oficina de abogado en el centro de a Santiago, solían juntarse en el café “Flora” de calle Teatinos a tomar una leche con frutas y a conversar. Una vez, estando nosotros recién casados, lo encontramos paseando por Providencia con su hermano Ignacio Verdugo Cavada, el poeta autor de “El copihue rojo”, entre otros poemas de su libro “Alma de Chile”. Me presentó como su nueva esposa y después de intercambiar unas palabras y sonrisas, seguimos nuestros caminos. Fue la única vez en que lo vi. Un día del verano de 1976, Claudio recibió un inesperado llamado: era su cuñada Adria-

na Gormaz de Verdugo, a quien no conocía, esposa de su hermano mayor, el doctor Darío Verdugo Binimelis. Por teléfono le dijo que su padre estaba gravemente enfermo y que pedía que lo fuera a ver. Invadido de nuevas emociones, las de presentarse por primera vez ante la otra familia de su padre en pleno, esa misma tarde Claudio llegó a la calle Las Malvas de Las Condes. Allí se encontró con sus hermanos: Darío y Carmen, y su cuñada Adriana (al tercero y más joven, el sacerdote diocesano Jaime, lo conoció días después). Lo saludaron con amabilidad y lo hicieron pasar al dormitorio donde yacía el padre. Comenzó un período en que los hermanos se turnaban para acompañarlo. En una de esas ocasiones conoció a la esposa de su padre, Carmelita Binimelis, madre de sus hermanos, una señora afable y muy mayor, que lo reciMemorias Familiares

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La familia Verdugo bió mirándole a los ojos y con un beso en la mejilla. Así terminaron décadas de separación con este grupo familiar. Claudio recuerda especialmente una vez que sacó al papá a pasear en su silla de ruedas hasta el Faro de Apoquindo y el enfermo le pidió un pisco sour, a lo que el hijo accedió de inmediato (pecado venial del que más tarde sería absuelto por Darío, el hermano médico). Poco después, durante una visita, éste lo llevó al pasillo y le informó que les habían ofrecido conectarlo a una máquina para mantenerlo vivo, pero ninguno de ellos lo quería y ahora se lo preguntaba a él. Claudio le manifestó su acuerdo con los hermanos. Poco después, don Pedro Verdugo fallecería. Ese atardecer, cuando se acercó a su lecho de agonizante y le dio un beso en la frente, el padre abrió los ojos, lo miró y con picardía y le susurró: “¿Cuántas mujeres tienes?” Siguiéndole el juego le respondió: “Ocho”. El padre replicó: “Pocas son…” Eso fue lo último que hablaron. A raíz de esto se inició una relación regular con la familia de su padre, principalmente fomentada por Carmen, su hermana mayor, a quien siempre nombramos Carmencita. Con el apoyo de su marido el doctor Eduardo Morales Miranda, nos invitó un día a comer a su casa. Era un chalet elegante en calle San Sebastián de Las Condes, decorado al estilo tradicional, con muebles y alfombras finas. La comida tuvo lugar en un imponente comedor donde nos sentamos a cenar con todas las reglas del buen recibir. Claudio cayó bien inmediatamente en ese hogar, donde los tres hijos ya adultos se habían ido y tenían sus propios hogares. 158 Memorias Familiares

Su hermana Carmen era veinte años mayor que él y su marido Eduardo, un médico otorrinolaringólogo de Valdivia ya jubilado, había dejado la práctica de su profesión a los cuarenta para fundar la Universidad Austral. Notable hazaña para esos tiempos en que había muy pocas universidades en provincia. Los Morales Verdugo se interesaron por conocernos mejor y comenzamos a frecuentarnos, frecuentándolos en su casa. Se sorprendieron al conocer mi trayectoria de periodista y nuestra posición política de izquierda. Un día de verano nos invitaron a la piscina de su casa, donde Eduardo, septuagenario ya, nadaba todos los días. En un momento de descanso, Eduardo me propuso que como yo era periodista, le gustaría que escribiera la historia de la Universidad Austral de Valdivia que él había fundado. Me sentí honrada porque era una buena historia. Desde hacía tiempo admirábamos su creación, única universidad privada en el sur del país en esos años, levantada por un particular sin padrinos (la otra de esa época, la Universidad de Concepción, había tenido apoyo de la masonería) y con el objetivo principal para él de formar hombres y mujeres en los valores del humanismo clásico y contribuir al desarrollo de esa zona agropecuaria. Eduardo, mi con-cuñado, era un hombre de personalidad fuerte como todos los fundadores de grandes obras. Seco y de pocas palabras. Con sus pocos amigos afable, con sus enemigos implacable. Decía lo que pensaba, sin importarle herir al otro. En las relaciones familiares también era un tipo odioso. Sólo era amable y cariñoso con Carmencita de quien se declaró eterno enamorado. Pero


La familia Verdugo ella sufría porque siempre se peleaba con sus hijos Pilar, Eduardo y Consuelo con los que discutía ácidamente. Con el hijo varón terminó sus días enemistado, sin hablarse. Con Claudio y conmigo fue siempre muy cuidadoso. Seguramente a él, que se declaraba católico y monárquico, que leía a Aristóteles, Séneca y otros clásicos de la Antigüedad, le llamaba la atención que fuéramos de izquierda y hubiéramos sido upelientos. Con seguridad, nadie en su entorno tenía este tinte y le gustaba escuchar nuestros puntos de vista. Intercambiábamos ideas, pero nunca discutimos hasta enojarnos. Luego de aceptar el desafío de escribir la historia de la Universidad Austral de Valdivia, empezamos a juntarnos periódicamente, yo grabadora en mano, para que él me contara cómo se gestó la idea en su mente, los esfuerzos realizados para conseguir financiamiento y para llevarla a cabo. Después de largas sesiones, le entregué el texto final. No le gustó lo que escribí. Yo, con mi estilo periodístico de dar a conocer ambas caras de la medalla, exponía también - demasiado tal vez para su gusto - las razones de sus detractores y las tendencias políticas de esos tiempos en Valdivia, donde predominaba una colonia alemana, gran parte de la cual

había estado con el Tercer Reich. Y aunque nunca se habló este tema, yo mencioné en mi texto que entre sus colaboradores seguramente hubo más de algún nazi. Resultado: le entregó mi escrito dactilografiado al escritor y dramaturgo Manuel Arellano Marín, amigo de la familia para que lo limara y puliera. Y ese texto reescrito fue lo que se publicó. Como se sabe, “el que pone la plata, pone la música… “ Eduardo pagó a la imprenta Talleres Gráficos Corporación, que concretó el librillo de 107 páginas, en marzo de 1977. Nunca sentí “Nace una Universidad” - aparecido en librerías en abril de 1977 -, como “mi primer libro”. Nunca le expresé mi molestia ni desazón a mi con-cuñado en razón de su edad (ya estaba en los 80 años) y su carácter obcecado y autoritario. Estimé que era más importante tener un impreso que por fin recogiera y resaltara su gigantesca obra, en esos años olvidada. Eduardo Morales murió en Santiago en 2013 a los 102 años, poco después que su esposa Carmencita. Antes habían fallecido el cura Jaime y el médico Darío. Pero aun cuando de vez en cuando tenemos alguna noticias de sus hijas, cuando partieron Eduardo y Carmencita se cortó el lazo que tuvimos con la Familia Verdugo Cavada.

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Capítulo 46

Asesoría en Quito

Q

Inés Pertuiset, Claudio y yo con Valeria e Ignacio, Otavalo, Ecuador, 1982.

uizá como indemnización por los dos años trabajados en el programa campesino que desarrollamos en ICECOOP, a su término, el director Daniel Navas me recomendó a sus amigos cooperativistas y demócrata cristianos ecuatorianos para hacer una asesoría en comunicación rural en su país. Una tarea pagada en dólares. Tuve el agrado de permanecer dos meses en Quito, enero y febrero de 1982, recorriendo mucho de esa bella nación. Y principalmente por la satisfacción de reeditar mi experiencia de comunicación rural chilena en el Instituto Nacional de Capacitación Campesina (INCCA) de Ecuador.

Fue un hermoso trabajo que me permitió conocer más a fondo un país latinoamericano entrañable para lo cual tuve la ayuda de varios chilenos residentes, como el comunicólogo Eduardo Contreras Barros, y el periodista Mario Dujisín, 160 Memorias Familiares

jefe de la agencia Inter Press Service en Quito. También me significó unos buenos honorarios que nos sirvieron para el ahorro familiar donde hasta ahora sólo Claudio aportaba. Fue el broche de oro que cerró mi paso por el mundo cooperativo rural. Claudio aprovechó sus vacaciones y hacia fines de febrero viajó a buscarme con Ignacio y Valeria para recorrer juntos este nuevo destino. Nos hicimos muy amigos con los Dujisín, Mario y su esposa húngara Katy quienes nos recibieron en su casa y hasta nos prestaron su automóvil para facilitar nuestro turismo por el país. A todo esto, mi jefe de ICECOOP Daniel Navas llegó con su esposa Inés con el mismo objetivo, de modo que con ellos recorrimos varios hermosas ciudades como Ambato, Riobamba, Cuenca, Otavalo (con sus laboriosos otavaleños y famosa feria sabatina) y localidades artesanales como Chorlaví y San Antonio de Pichincha, donde admiramos sus grabados en madera.


CapĂ­tulo 47

Tour por Cusco y Machu Picchu

Claudio y yo con Ignacio y Valeria, Machu Picchu, 1982.

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Tour por Cusco y Machu Picchu

C

omo parte del plan de vacaciones familiares de ese verano, de Quito volamos al Perú y nos quedamos en Cusco unos días para saltar a Macchu Picchu. Otro destino a las raíces de nuestro continente, quizás el más hermoso y subyugante para quienes recién despertábamos al conocimiento de nuestros pueblos originarios. De partida nos fascinó Cusco, capital del imperio inca y primera capital del Virreinato del Perú tras la llegada de los españoles. En cuanto aterrizamos, por estar a 3.400 metros de altura sobre el nivel del mar, lo primero que nos aconsejaron los cusqueños fue descansar antes de salir a caminar y previo a esto, una taza de “mate de coca” para resistir mejor el cambio. Fue un excelente remedio. Recorrimos sin molestias físicas sus hermosas calles adoquinadas, iglesias, plazas y conventos donde se mezclan la cultura barroca y neoclásica española con la inca ancestral: el palacio del Obispado, la iglesia principal y su Sagrario en la plaza central, con una placa a la entrada donde se recuerda el sacrificio del líder inca Tupac Amaru, que enfrentó con sus huestes a los conquistadores españoles y fue ejecutado con crueldad en ese mismo lugar. También visitamos en las afueras las ruinas de Sacsayhuamán (Valle Sagrado de los Incas o para otros, una fortaleza militar), en cuya gran explanada el 24 de junio se celebra anualmente el Inti Raymu o solsticio de invierno. Y a corta distancia, Ollantaytambo, otra ruina inca donde los peregrinos que transitaban por ella se abastecían de agua. 162 Memorias Familiares

Esta visita a los alrededores de Cusco nos sirvió de plato de entrada para el viaje al día siguiente, a ese monumento de las bellezas incas que es la ciudad de Macchu Picchu. Tomamos el tren temprano en la mañana y viajamos un par de horas bordeando el río Urubamba – angosto caudal de aguas torrentosas de color café claro - hasta llegar a Aguas Calientes, localidad donde hay que abandonar el tren y tomar un bus que sube por una ladera escarpada a las famosas ruinas del imperio incaico (trayecto que los niños nativos suben y bajan corriendo varias veces al día) Ignacio, de 13 años, se había documentado muy bien sobre Machu Picchu y nos sorprendió gratamente cuando durante el viaje en tren instruyó muy acertadamente a unos turistas brasileños sobre lo que íbamos a ver. A la llegada, la belleza del lugar nos dejó embelesados. Ni siquiera la empañó el incesante movimiento y ruido de numerosos turistas que ya estaban recorriendo senderos, ruinas de antiguas casas, torres militares y templos religiosos honrando al dios Inti (sol). Llevábamos con nosotros para leer in situ el “Canto General” de Pablo Neruda, donde está el famoso poema “Las Alturas de Macchu Picchu” y presentes en la memoria las imágenes y sonidos de la versión musical del conjunto chileno Los Jaivas. Lo habían grabado pocos meses antes en ese mismo escenario, ahora frente a nuestros ojos, para un especial de televisión de Canal 13 con la TV peruana dirigido por Reynaldo Sepúlveda, con la narración y presencia in situ del Premio


Tour por Cusco y Machu Picchu

Nobel de Literatura peruano Mario Vargas Llosa. Una joya por donde se la mire, que se transformó en un VHS primero y luego en un DVD de colección. Tratamos de retroceder en el tiempo e imaginarnos la vida cotidiana bajo los incas. Llegamos hasta el Inti Huatana o piedra sagrada semejante a un altar donde se celebraban

ceremonias en honor del dios Inti y que está rodeada por construcciones notables como “la casa de las tres ventanas” y la “casa del sacerdote”. Ignacio y Valeria jugaban deslizándose por algunas piedras lisas inclinadas que hacían las veces de tobogán. Claudio hizo amistad y se tomó fotos con los Vilcunca, una familia de ascendencia indígena vestida con sus hermosos trajes típicos.

Claudio, Ignacio (atrás) y yo en el Inti Watana (reloj solar).

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Capítulo 48

Accidente automovilístico

Valeria, Marcela, Manyiyi y yo en silla de ruedas, Sacramento, 1982.

A

penas unos días después del regreso de Ecuador y Perú, en marzo de 1982, sufrimos un grave accidente automovilístico. Una mañana que nos dirigíamos como era habitual a dejar a Ignacio y Valeria a su colegio, el Francisco de Miranda en La Reina, un auto nos chocó por el costado, justo en el lado vecino al conductor donde yo iba sentada. El choque ocurrió en la esquina de Las Hualtatas con Las Tranqueras en Vitacura y como resultado, perdí el conocimiento por varias horas, me rompí el cotilo derecho (cadera) y se me desprendió la cabeza del femur, por lo que fui a parar a la Clínica Alemana. Claudio había quedado choqueado 164 Memorias Familiares

y contuso con el accidente y Valeria (10 años) que iba en el asiento trasero detrás de mí, con la mandíbula quebrada. Sólo Ignacio, que iba en el asiento detrás del chofer, (13) salió incólume. La noticia se difundió por los medios porque estuve en grave peligro y yo entonces era dirigenta del Colegio de Periodistas. Mi amiga y colega María Ester Aliaga, que lo había escuchado en la radio, alarmada partió a verme. Al llegar a la Clínica Alemana, observó que nadie me atendía mientras yo seguía inconsciente, abandonada en un pasillo de ese centro médico elegante, caro e ineficiente y alarmada, llamó a médicos y para-médicos para que se hicieran cargo de mí.


Accidente automovilístico

Alguien tomó la iniciativa, y por consejo de mis compañeros de ICECOOP me sacaron de allí y me llevaron rápidamente al Hospital del Trabajador. Aunque yo desde hacía algunas semanas ya no pertenecía a la cooperativa, mi ex jefe Daniel Navas hizo valer para mí el seguro médico que su institución había contratado para todos sus empleados con la Asociación Chilena de Seguridad (ACHS). Así logré la mejor atención del mejor lugar de tratamiento traumatológico chileno en forma totalmente gratuita. Me operó el entonces director de ese recinto hospitalario Dr. Mario Mancilla, viejo amigo de los tiempos adolescentes cuando veraneábamos en Villa Alemana y él era un estudiante de Medicina. Recuerdo que en mi camilla en la UTI (Unidad de Tratamiento Intensivo) me reconfortó su voz en el oído diciendo que no me preocupara, que estaba en sus manos y todo saldría bien. Me repararon el cotilo y luego lo unieron al fémur con una “Y” de acero inoxidable que llevo desde entonces. Luego de la operación, la rehabilitación fue larga y debí concurrir a muchas sesiones de kinesiología al Hospital del Trabajador, para lo cual, como yo quedé limitada de movimientos, una van del servicio me iba a buscar y a dejar. La primera vez que salí a la calle, me invadió un gran temor de solo verme rodeada de vehículos en tránsito. De regreso a casa, mi cuñada Marcela con su cariño y calidez acostumbradas me cuidaba diariamente con gran dedicación los dos o tres meses que estuve en cama. In-

cluso dejó su trabajo de telefonista en Entel para dedicarse a mí. Permanecía en casa hasta que llegaba Claudio de su trabajo y una vez que yo me dormía, ambos se iban a la habitación vecina a jugar al “Mario Gross” en el Nintendo, hasta altas horas de la noche. Todavía gozan al recordar esas partidas. Después de un largo período en cama comencé levantándome en silla de ruedas y seguí caminando en la casa apoyada en muletas (las mismas que usa hoy y que compramos en Arequipa para Claudio cuando estuvo enfermo por una temible bacteria que le infectó una pierna el año anterior en un viaje a Perú). Cuando ya pude levantarme y dar los primeros pasos, la sensación de poder desplazarme por la casa primero y luego por las veredas de mi barrio - Lo Matta de Vitacura - fue de un gozo indescriptible. Comprobé entonces que el cambio de la inmovilidad total al movimiento es uno de los placeres de la vida. Comprendo major ahora la desgracia de los parapléjicos en su encierro físico. Una vez que me dieron el alta, debí continuar sola haciendo ejercicios todos los días para recobrar la musculatura de la pierna derecha, tarea que cumplí rigurosamente durante muchos meses más. Gracias a esto, no quedé coja definitivamente. Y cuando por fin ya caminaba más o menos normalmente, luego de una larga convalecencia de 8 meses, volví a trabajar a mi nueva ONG. Esta vez, el Grupo de Investigaciones Agrarias, GIA, de calle Ricardo Matte Pérez, en Providencia, muy cerca de mi antiguo empleo. Memorias Familiares

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Capítulo 49

Tren al sur

Eugenia Pardo, Carlos Salinas, Ignacio, Blanky, Claudio y Mauricio, Osorno, 1985.

A

lcanzamos a gozar de los viajes en tren cuando todavía la única línea férrea longitudinal funcionaba desde Santiago a Puerto Montt (poco más de mil kilómetros). Pero también los de la línea Santiago-Valparaíso que demoraba unas 3 horas, con mamá o Tatito, cuando de niñas íbamos a veranear al puerto, donde los abuelos Montaner. Y del Transandino cuando fuimos de luna de miel atrasada con Claudio a la Argentina y Uruguay, en noviembre de 1967. Era un tren de trocha angosta que recorría lentamente desde Los Andes a Mendoza cruzando la Cordillera de Los Andes en medio de parajes cordilleranos maravillosos. Recuerdo que hicimos una parade en la Laguna del Inca, 166 Memorias Familiares

donde está el Hotel Portillo, para respirar aire puro y admirar la belleza del lugar. Como Claudio era jubilado de medio tiempo de Ferrocarriles del Estado (por 16 años de trabajo), tenía una tarjeta que le permitía viajar gratis por su red durante un primer tiempo y luego con grandes rebajas, circunstancia que aprovechamos en varias oportunidades para ir a ver a su mamá a Concepción y otras veces, por vacaciones, hacia el “sur profundo”, es decir, a la región de los Lagos, antes de que tuviéramos auto capaz de recorrer esas distancias. La primera vez, casi recién casados, viajamos Claudio y yo solos. Tiempo después


Tren al sur fuimos en tren a Concepción con los cuatro hijos, incluyendo a Claudio César y Angélica, a visitar a su madre, María Zulema Mella, que vivía sola allá en una residencial. Queríamos que todos conocieran a su abuela paterna. A Concepción se viajaba en unas 4 o 5 horas durante el día, de modo que en estos viajes gozábamos solamente de transitar por la vía con su incesante traca-traca mientras por nuestra ventana desfilaba el paisaje cambiante de la zona central a la zona sur y por el pasillo pasaban los conductores (los que revisan y cortan los boletos), y los vendedores de refrescos, sandwiches o golosinas, diarios y revistas. También en tren fue el viaje Santiago-Osorno que hicimos con Claudio e Ignacio en 1985, durante el feriado largo de Fiestas Patrias, a conocer Chiloé con Blanky y Mauricio, Carlos Salinas, su esposa Quenita y su hija Milena. (Valeria no fue porque ya tenía 14 años, empezaba a rebelarse y seguramente tenía otro panorama). Entonces se podia embarcar el auto hasta hasta Osorno y desde allí desembarcamos el moderno station-wagon blanco de Carlos con tres corridas de asiento (le decíamos “la ambulancia”) para continuar al sur y recorrer la Isla Grande.

dera caoba, rezagos de tiempos mejores cuando el ferrocarril era el principal medio de transporte para las grandes distancias. Cuando aún no sufrían la competencia de buses ni aviones. El tren al sur Santiago-Puerto Montt recorría 1.000 kilómetros en unas 15 horas. Salía al atardecer y llegaba a su último destino al mediodía siguiente. En el tren al sur había “departamentos” para familias con dos camarotes, lavatorio y camas individuales. Toda la cabina era forrada en caoba brillante y con rejillas, lámparas y grifos de bronce.Durante el día, las camas se transformaban en dos cómodos asientos para cuatro, enfrentados, junto al ventanal por donde desfilaba el cambiante paisaje. Por la noche, mientras se servía la cena en el comedor, venía un mozo a transformar los asientos en camas, una arriba de la otra, como camarote. Para equiparar nuestros kilos y también por facilidad para Claudio, yo subía con Ignacio al camarote del segundo piso, y Claudio se quedaba en la cama baja con Valeria, que era más menudita.

Pero las veces que por vacaciones tomamos “el Longitudinal” (así le llamaban) hasta distancias mayores, pudimos disfrutar también del placer de comer y dormir en tren.

Una vez viajamos de vacaciones a Valdivia con los cuatro hijos, los nuestros más Claudio César y Angélica. Su prima Pilar Morales Verdugo, hija de Eduardo Morales y Carmencita Verdugo, su media hermana, nos habían prestado su casa en esa ciudad mientras ella y su marido, Ingo Wagemann, se iban de vacaciones al fundo que tenían en Paillaco, a corta distancia de allí..

Conservaba bien sus coches-dormitorios y su coche-comedor de reluciente ma-

Los mayores ya estudiaban en la Universidad: Claudio César (20) en Derecho, Memorias Familiares

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Tren al sur

Angélica (18) entraba a Medicina, ambos en la Universidad de Chile. En tanto que Ignacio (9) y Valeria (7) iban al colegio. Esa vez viajamos hasta con Laura, la empleada mapuche que teníamos en ese momento. Yo viajé con las dos hijas mujeres en tren y Claudio partió con los hijos varones y Laura en la Renoleta para que así pudiéramos recorrer la zona en auto, teniendo como centro de operaciones la casa de Valdivia. Lss que íbamos en tren debimos dormir en camarotes individuales – que eran otra posibilidad para gente que viaja sola o que no puede costear un departamento -, lo que ya era toda una aventura. Además, debíamos cambiar de tren en Antilhue, lugar donde había desvío de líneas a Valdivia una y a Puerto Montt la otra. Todavía recuerdo la tensión experimentada al tener que bajarnos volando del tren esa mañana. Terminábamos tranquilamente nuestro desayuno en el coche comedor, cuando nos percatamos de que habíamos llegado al lugar donde el tren se bifurcaba. Descendimos como flecha a última hora con Angélica y Valeria y debimos correr saltando vías para alcanzar a subirnos al otro tren, el que seguía a Valdivia. Todo lo demás anduvo bien. Nos reunimos en esta ciudad con los viajeros de la Renoleta y disfrutamos todos juntos de unas hermosas vacaciones recorriendo los lagos Riñihue, Panguipulli, Calafquén…, y por cierto el bello río Valdivia. Hasta la siempre enfurruñada Laura se veía contenta de volver a su añorado sur y hasta sonrió cuando Valeria logró sacarle sonido a una trutruca que había en la casa. 168 Memorias Familiares


Capítulo 50

Guaylandia ve crecer a la familia

Claudio, yo, mamá con Valeria bebé, papá, Liliana. Abajo: Claudio César, Angélica e Ignacio.

S

ólo pudimos repetir estas vacaciones con los cuatro hijos cuando nos construimos una cabaña en el amplio sitio detrás de la casa de mis padres en Guaylandia. Unicamente nos prestaban la casa en enero, porque la familia central iba en febrero, y como nosotros también queríamos ir en este mes y en algunos feriados largos como Fiestas Patrias o Semana Santa, decidimos construirnos una mediagua con cuatro camarotes. Se la encargamos al maestro Carlos Navia, que era el jefe de los trabajadores entonces. Recuerdo que la inauguramos algún fin de semana en que fuimos por el día a conocerla con nuestros amigos mendocinos Ciro Bustos y Ana María, es decir, por ahí por 1972. Más tarde la bautizamos como “Stratford-On-Avon”, porque nos traía recuerdos de alguna que vimos en ese lugar en Inglaterra.

Le encargamos también a Navia que nos hiciera una mesa con bancas alrededor para hacer ahí nuestras comidas. Vacacionar allí toda la familia no perduró mucho. Armando ya no estaba en el país, Liliana al parecer salía a viajar al extranjero y Blanky andaba “en otra”. A comienzos de marzo de 1985 sobrevino un fuerte terremoto de 7.1 grados Richter que afectó mucho la zona del litoral central. A nosotros con el grueso de la familia, nos sorprendió regresando de vacaciones y entrando ya a Santiago, pero Claudio César e Ignacio estaban aún en Guaylandia. La casa de Guaylandia sufrió graves trizaduras y como ya los hijos nos habíamos hecho cargo de ella y compartíamos sus gastos (cuotas sociales, luz y mantención), había que enfrentar su reparación. Pero en esta ocasión, ni Armando ni Liliana quisieron hacerlo porque ya estaban viviendo en California. Y Blanky tenía intereses Memorias Familiares

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Guaylandia ve crecer a la familia en los emprendimientos rurales de Mauricio en Curacaví. Claudio y yo, que sí estábamos muy interesados porque pasábamos hermosos veranos en ella, nos hicimos cargo de la tarea. Encomendamos su reparación a nuestro amigo arquitecto guaylandino Hugo Lepe (destacado ex futbolista), quien dirigió al maestro Custodio Santander y hermano, para que hicieran el trabajo. Este incluyó hasta reparar la T principal de la casa, el eje sobre el living-comedor, que se había quebrado, aparte de otras roturas. Fue un trabajo difícil y caro, pero que quedó muy bien realizado porque la casita soportó bastante bien el gran terremoto siguiente, de febrero de 2010 (de 8.8 grados Richter). Para compensar este esfuerzo y por nuestro obvio interés por la casa, cuando papá tuvo que venderla, nos la ofreció en primer lugar a nosotros. Hacía tiempo que quería venderla porque ya necesitaba esos recursos, que eran toda su “jubilación”, como pequeño comerciante independiente que era. La vez anterior yo me opuse aduciendo que no podía venderla “porque la casa es de todos nosotros”… Bueno, esta vez estaba más viejo y nosotros más maduros, de modo que lo entendimos mejor. Y como nos la ofreció a un precio muy rebajado (1 millón de pesos y en cuotas), y ahora podíamos pagarla, le aceptamos. Comenzamos a pagarla haciéndonos cargo del pasaje de mamá Santiago-California-Santiago en 1986 para que fuera a buscar a Liliana, que se acababa de separar. Claudio tenía facilidades para comprar pasajes a través de El Mercurio y como tenía buenos ingresos como cobrador en ese momento y yo también trabajaba (aunque con salario menor en mis ONGs rurales), ni nos dimos cuenta cuando teníamos saldada la cuenta. 170 Memorias Familiares

De ahí en adelante, la casa siguió recibiendo a todos los hijos y nietos de papá y mama, dueños originales y tronco familiar. En especial nos preocupamos de ofrecerla a “los malditos azules”, como les decíamos jocosamente por sus travesuras a Sergito y Armandito, en recuerdo de personajes de “El submario Amarillo” de Los Beatles. Ellos hasta adolescentes lo pasaban espléndido con sus muchos amigos guaylandinos… pero nos daban dolores de cabeza de vez en cuando. Ya adultos, dejaron de venir, pues Armando Jiménez se fue a vivir a Fresno, California y Sergio ya tenía hecha su vida entre las parcelas de Curacaví y La Retuca. Entretanto, la cabaña quedó para que alojaran los niños de la familia, a quienes les encantaba pernoctar ahí, y aquí se incluyen los nietos. Y cuando fueron mayores, refugio para parejas… Ignacio la ha tomado como su albergue preferido en vacaciones desde su unión con Claudia Aravena y su pequeño Matías. De ella hemos podido disfrutar con los cinco nietos que juntamos entre ambos. Claudio aporta a Camila Cavieres Verdugo, la mayor, por el lado de su hija Angélica (Keka); y a Javiera y Tomás Verdugo Schulz por el lado de Claudio César. Ignacio nos aportó a Antonia Verdugo Campos y antes, a Francisca Silva Campos, la hija que heredó de su primera esposa Ximena Campos quedar viuda. Por ultimo, a Matías, el hijo de su nueva compañera Claudia. Solamente Valeria no nos aportó ningno, escogiendo como modelo a su tía Liliana, que nunca tuvo hijos tampoco. La casa se ha hecho chica (“… pero qué se le va a hacer”, como reza un simpatico mosaico que le regalaron a papá, en lugar del tradicional “… pero el corazón es grande”) para la familia que ha crecido. Cuando eran pre -adolescen-


Guaylandia ve crecer a la familia tesnos nos preocupamos especialmente de ponerla también a disposición de Sergio Jiménez Baltra, nuestro sobrino, que junto con su hermano Armando Jiménez Baltra crecieron veraneando en Guaylandia en la casa del abuelo Lucho junto a sus primitos. Pero de adultos jóvenes, ellos emigraron a otros lugares. Ciertamente, ya no cabemos todos juntos y para seguir disfrutando de los meses claves del veraneo en Guaylandia al que Claudio César y Angélica se acostumbraron también de chicos, ellos arriendan otras casas durante el mes de febrero y así es como las tres generaciones podemos seguir compartiendo la hermosa playa y los asados familiares. Se lo pueden permitir gracias a la mejor situación económica que les brinda el tener profesiones liberales, abogado y médica respectivamente. Ignacio y Valeria escogieron la onda artística: actor y diseñadora gráfica, respectivamente.

En suma, la casa de Guaylandia ha sido un lugar de recreación y centro de unión familiar desde 1955, cuando empezamos a veranear en ella. Cuatro generaciones. Todos hemos hecho grandes amigos en esta exitosa comunidad de veraneo de ex socios de la Guay (YMCA), que ya tiene 67 años de vida y tres generaciones de veraneantes. Con mucha razón el querido comunero guaylandino ya desaparecido, el Indio Buguñ,á me la describió una vez como “el paraíso en la arena”. Es el título que use para el librito que escribí con su historia en 1999, descripción que todos los guaylandinos han hecho suya. Y aquí finalizan estas Memorias Familiares, que tratan de registrar el desarrollo de una familia desde sus primeros brotes en Los Andes, Santiago y Valparaíso, hasta multiplicarse en muchas semillas más con los nietos de la cuarta generación, parte de los cuales los bisabuelos Luis Armando y Maruca alcanzaron a conocer.

Claudio César, Ximena Campos, Ignacio, Antonia, Javiera, Valeria, Claudio y Tomás.

Memorias Familiares

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Memorias Familiares Lidia Baltra Montaner

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Memorias Familiares Lidia Baltra Montaner

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