Frutario. Mariana García Luna

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Perólogo Este es un libro que habla de frutas. No es un recetario. Habla de frutas que hacen agua la boca; frutas que esperan y desesperan; frutas que amargan los días; frutas que desbordan pasión, que lloran y ríen; frutas que sueñan, que añoran; frutas que refrescan los recuerdos con su jugo; frutas obsesionadas; frutas que saborean la libertad, que acarician la soledad; frutas que se deshacen en la boca de los extranjeros; frutas que agonizan; frutas perseverantes; frutas que se alejan y se acercan con su vaivén de aromas; frutas que impregnan el ambiente de ternura, que se sacrifican; frutas viajeras; frutas verdes, rojas; frutas que mueren; frutas que son para siempre; frutas que se encuentran, que se mezclan. Frutas que son como el amor.


Granada en Solilandia No son personas las que se unen, son soledades disfrazadas de amor; al desnudarse descubren que lo único que tienen en común son los ombligos.

Ella es Granada. Sí, la que está debajo del edredón de satín rojo tratando de esconderse de la luz del sol. ¿Ya la viste? Acércate un poco, tal vez alcances a ver la punta de su cabello rojo que se asoma por un costado de la almohada. Sí, ¿verdad? Es sorprendente el color de su pelo, lo mismo pensé cuando la conocí. Por supuesto, aunque no lo creas, es natural. El contraste con su piel tan blanca la hace ser la perfecta candidata para princesa de cuento. ¿Que no la ves? Mira, ahí, sí, ahí, un pedacito de su pie se asoma. Claro, Granada es coqueta también, como todas las mujeres. ¿Que te gustó el color de sus uñas? No, no sé de qué marca es su esmalte. No, tampoco sé el nombre del color, ¿que no es rojo?, ¿que hay muchos tipos de rojo? A mí qué me dices, yo solamente soy el escritor. ¿Que por qué sigue dormida hasta estas horas?… Está deprimida; hace unos días terminó con el octavo “amor de su vida”. ¿Que cómo sé que está deprimida? Sólo mira a tu alrededor… hay montones de trastes sucios, el cesto de la basura está lleno de pañuelos desechables y la caja casi vacía. Bueno sí, podría


ser gripa, pero no. ¿No sientes en el aire el olor a tristeza, a soledad? ¡Chsss!, no hagas ruido, baja la voz, mejor esperemos a que Granada despierte y sea ella misma quien te cuente su historia. No sé bien por dónde empezar. Sí, tienes razón, tal vez sea buena idea empezar por el principio. ¡Vaya, qué inteligente eres, qué astucia, qué…! Está bien, está bien, no te enojes, dejaré el sarcasmo para más adelante, entonces tú sólo sigue escribiendo y déjame a mí contar mi historia. Mi nombre, empezaré por mi nombre: Granada. Quisiera decir que surgió de una noche mágica, mística, cuando mis padres hacían el amor entre árboles de granada, que fue tanta la pasión que los frutos cayeron de los árboles rociando sus cuerpos con cientos de semillas color rubí. Pero no, no les diré eso porque eso no fue lo que pasó. Nada más ordinario como una mujer embarazada que, durante sus nueve meses, se obsesionó con esta fruta. Menos mal que no fueron papayas o chirimoyas. Nací, mi madre me vio y dijo: “Se llamará Granada”. Y en ese momento, un bucle colorado salió de mi cabeza. A los dos años ya lucía un “buclerío” completo con olor a granadina. Pero una tarde, no gris, no de invierno ni de fría lluvia, no, sólo una tarde de sol como muchas otras tardes de sol, vi a mi padre salir de la casa con una maleta. Yo jugaba en el jardín con mi perrita. Él se acercó, me cargó en sus brazos como era su costumbre antes de regresar al


trabajo, acarició mi pelo (le fascinaba jugar con mis rizos color granada), y dijo algo que no entendí. Me dio un beso y se fue. En ese momento, a pesar de mis cuatro años, tuve la sensación de que el sueño había terminado y la cruel realidad tocaba mis pequeños pies. Sí, “la cruel realidad”, sí, ya sé que es un lugar común, pero queda bien. Y ya no interrumpas por favor, sigue escribiendo. Corrí por toda la casa buscando a mi madre. La encontré con la cara pegada a la ventana viendo el camino por donde mi padre se había marchado. Los últimos rayos de sol entraban en la recámara, la hora cero aparecía; desde entonces odio los atardeceres. Jalé de su vestido, necesitaba una explicación. Volteó a verme, sin decir nada se hincó junto a mí y me tomó de las manos. Me miró un rato, primero con esos ojos llenos de lágrimas, de dolor; después con una mirada confusa, entre interrogación y extrañeza, y cuando pensé que iba a abrazarme, alarmada, me preguntó: “¡¿Qué te pasó?!”. Los bucles habían desaparecido, una cabellera lacia ocupaba su lugar. ! !


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