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VANGUARDIA | lunes 07 de OCTUBRE de 2013 | No. 394 | www.semanariocoahuila.com

Periodismo de investigación

El INFIERNO

Si los adictos sienten que su mente es ya el mismísimo infierno, podrían estar equivocados, el infierno comienza aquí, en el Centro de Rehabilitación Sobriedad A.C. Esta es la crónica del reportero que abrió la puerta del inframundo para vivir ahí.


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ELINFIERNO

Por Redacci贸n

Cientos d estos ce propia le


de j贸venes son internados por sus familias en entros de rehabilitaci贸n que operan bajo su ey, convirti茅ndose en el mism铆simo infierno

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驴Lo vigilan?

El Grupo Sobriedad A.C. est谩 clasificado por la NOM-028-SSA2-1999, PARA LA PREVENCION, TRATAMIENTO Y CONTROL DE LAS ADICCIONES cuyo prop贸sito es apoyar al adicto en la resoluci贸n de su problema.


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iento como si millares y millares de cucarachas me caminaran por todo el cuerpo, y no estoy alucinando. Cucarachas que bajan por las paredes, que caen del techo sobre mi cabeza, mi cuello y mis hombros, para deslizarse, por debajo de mi playera, con sus patitas, como de navajas de rasurar, hasta mi espalda y mi tórax, buscado un escondrijo. Estoy alterado, tembloroso, quiero pegar de gritos, salir corriendo. “¿Apoco las siente?”, me sorprende “Chango León”, un viejo prieto y con cara de simio, al que sus hijos dejaron aquí, hace más tres meses, por borracho y, como dice la banda, “por andarla mamando la verga al tigre”. De vez en vez, cuando miro a una de esas alimañas corriendo por el piso descarapelado, apenas y tengo valor para levantarme de la silla y aplastarla de un pisotón. El tronido de su caparazón golpea mis oídos, cala en mis nervios, aguijonea mis ansias.

Mis compas de la sala de juntas, húmeda, semioscura y con olor a baño descompuesto, del centro de rehabilitación “Sobriedad A.C.”, se están riendo de mí con una risa demencial. Pero machín que no estoy delirando, no. “¿Qué güey?, ¿una cúcara”, oigo que me gritan desde fondo, es uno de los de la banda, se llama Javier, y es de los más picudos, de los más cabrones, de los más macizos de aquí. Y no estoy delirando, no. Lo que pasa es que en la mañana la banda se puso a echarle veneno a las cucarachas, que duermen con ellos en las literas guangas del cuarto de atrás. Es una pieza como de ocho por seis metros, con suelo cacarizo de cemento, techo de tablas, por donde chorrea la lluvia, y donde a diario pernoctan más de 17 hombres adictos, entre ellos tres morros de 12, 13 y 16 años, a los que sus familiares trajeron aquí por chemos, por locos, por rebeldes. Y como la banda echó veneno a las literas tembleques de tabla del cuarto de dormir, pos… empezó el corredero de cucarachas.

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Aquí la crónica de un reportero que vivió tres días sin paz

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Ahorita le damos un té con un traguito de vino, pero es nomás pa que se le baje…”

El exterminio siguió por los rincones de la sala de juntas, por el techo de vigas, por las ventanas, por debajo de los cuadros, con propaganda de Alcohólicos Anónimos, que cuelgan de las paredes color fiucha. Las cucarachas salieron disparadas, despavoridas, enloquecidas. “Ái tan tus crías”, decía el “El Sicario”, a otro de los de la banda, y las cucarachas reptando por las paredes de la sala de juntas que está pintada al fondo con la cara de un perro chato encima del logotipo triangular que distingue a doble A. “El Sicario”, es un morro como de 12 años, pequeño y moreno, que cambió sus clases en la secundaria por la mota, el chemo y el spuk. Es lo que le dejó, dice, la escuela de calle, allá cuando tomaba clases con sus compas de la pandilla “Los Danys”, del barrio del Topochico. Y no estoy alucinando. ¿Cómo?, si apenas llegué ayer en la tarde. Unos compas buenas gentes del periódico me trajeron con varias cervezas encima y, como dice aquí la banda, medio dado a la verga, pero aquí estoy. “¿Cómo viene?”, dijo don Carlos Sosa, un señor con antiparas, moreno, delgado, bajo de estatura y de voz aguardentosa, que es el padrino, el líder espiritual del anexo “Sobriedad”, para alcohólicos y drogadictos, ubicado en la calle Matamoros número 955. “Ahorita le damos un té con un traguito de vino, pero es nomás pa que se le baje…”, me advirtió, después que mis compas buenas gentes del periódico le pusieron en la mano los mil 500 pesos de la inscripción y 200 pesos de cuota semanal, que cuesta “rehabilitarse” en este centro. A mi entrada no me ha recibido ningún médico, psicólogo o algo por el estilo. De volada me echaron pa dentro y “El Sapo”, otro alcohólico como de sesentaitantos años, chaparro, colorado, el encargado de la cocina, que siempre lleva un cigarro encendido en la boca y se la pasa escupiendo humo como una locomotora, y también palabrotas, me dio un té de jamaica cargado y caliente, y me sentó en la sala de juntas. En la sala de juntas con olor a drenaje, que sale de un baño al fondo protegido por una puerta de madera sin cerradura y con un boquete arriba por el que cabe una cabeza humana, a oír las historias desquiciadas de la banda. Y parece que hasta ahorita no me ha ido tan mal. Luis, otro interno, que, como la mayoría de la banda, ha pasado por todos los centros de rehabilitación para alcohólicos y drogadictos en Saltillo, me cuenta más tarde que cuando llegó al CRPEAD, otro anexo situado en la colonia Postal Cerritos, los guardias le quitaron la ropa y los zapatos que llevaba, y lo obligaron a ponerse los trapos sucios de otros adictos, sin calzones, y con una chancla diferente en cada pie. “Y a los que llegan bien prendidos les ponen esposas y los madrean entre varios cabrones. Ahí sí que hasta te quieres matar, sales odiando a tus jefes”, me dice Luis. Luis es un vato bronceado, regordete, chimuelo y de pelo rebelde, como él, que presume de haber probado

todas las drogas y todos los alcoholes baratos del mundo. Pero ahora yo estoy aquí, sentado en la sala de juntas de este anexo, y ya me quiero ir, pienso mientras me parece oír a lo lejos la voz calmosa del “Paisa”, que habla desde la tribuna en plena junta. “El Paisa”, es un cuarentón bajo, esmirriado y de rostro curtido por el sol que, jura la banda, haberlo visto pidiendo limosna pal chemo, pal tinaco, en las calles de la colonia Guayulera. “Sí paisanitos yo creo que saliendo de aquí me voy a la ‘macuarra’ (albañilería) y me dejo de andar con chiquilladas, y me dejo de andarle manado la verga el tigre. Porque yo tengo mi familia, paisanos, varios hermanos, una carnala que trabaja en la General (Motors). No, si es cabrona…”, va diciendo. “¡Preséntala!”, le dice “El Sicario”, el mocoso chemo de 12 años, y “El Paisa”, le revira más encabronado “míralo, pinche enano con bigotes, era pa que ustedes anduvieran con la tetota…”. Y la junta se calienta, hasta que el padrino Carlos Sosa, el director de la casa, sube a la tribuna y todos se callan. “Escuchando a estos pinches ojetes yo digo, sí se puede güey. Yo tengo 31 años de no beber una sola gota de alcohol, ¿ustedes por qué no van a poder güeeeey?. Es cuestión de creer en un ser superior, hijo de su puta madre güeeeey. No en ese puto que tienen en la cruz y que por más que le busco no le hallo la verga. Yo no creo en ese cabrón, pero sí en mi Dios, en mi propio Dios güeeeey, de eso trata…”, está diciendo. A mí me ha vuelto el escalofrío, el escozor, el horror, y no estoy alucinando. Ahora me parece ver una cucaracha, grandota, rubia, con alas, subiendo por el muro fiucha de la sala, justo arriba de la cabeza de otro de los compas que al mirarla brinca de la banca de palo, sin pintar, en la que ha estado sentado escuchando la junta, y tumba al bicho de un manotazo. La cucaracha, cae y va a dar contra las páginas del libro de los 12 Pasos que otro morro ha estado hojeando desde hace rato, el morro pega un salto y se arma el alboroto por la cucaracha que sale patinando. La banda se ríe con una risa demencial. De nuevo me persigue la sensación esa de millares y millares de cucarachas cayéndome en la cabeza y caminándome por todo el cuerpo, y no estoy delirando. “Todo ‘por andarle mamando la verga al tigre’, y querer saber lo que siente estar encerrado en un anexo para alcohólicos y drogadictos, sin ver la calle, el cielo, el sol, los automóviles”, medito, mientras observo desde lejos al padrino Carlos Sosa, el guía espiritual del grupo, que ahora tiene sentado en sus piernas a “Javito”. “Javito” es un vato treintañero, delgado, pelo negro, rostro aperlado, barbón y de ojos perdidos, que de tanta pinche loquera, cuenta la banda, se quedó en el avión. Como “Javito” he visto aquí a otros dos compas “Misa” y “El Cholo”, que se la viven vagando como fantasmas del cuarto de dormir a la sala de juntas, la banda tiene prohibido traspasar esas dos áreas, hablando o riendo solos por los recodos de la casa.


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Proliferan centros de adicciones

La secretar铆a de Salud de Coahuila tiene un padr贸n de 84 establecimientos dedicados a la rehabilitaci贸n de adictos al alcohol y a las drogas.

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Mota, tinaco y chemo…

Las últimas encuestas revelan que los solventes y la mariguana siguen siendo las drogas de mayor uso.

Pocos se quieren certificar

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De acuerdo con datos de la Secretaría de Salud sólo cuatro centros de rehabilitación de adicciones en Coahuila se encuentran en proceso de certificación: l AlyNARA en Piedras negras l “Vida Nueva” en Torreón l “Mejores Caminos” en Saltillo l “Mesón del Cielo” en Saltillo

“Esos ya se quedaron así, ya tienen quemadas las pinches ¿cómo se llama?, las pinches ¿cómo se llama?, neuronas…”, me dijo a mi llegada uno de los de la banda, de cuyo nombre no me acuerdo. “¿Cómo estás mijo?, a ver un besito, un besito”, le está diciendo el padrino a “Javito”, al tiempo que le pone la mejilla y le extiende la mano para que se la bese como a un abuelo venerable. “Muy bien mijo, muy bien”, le dice el padrino a “Javito” riendo, chacoteando con la banda. Me da la impresión que nadie hace caso de la junta ni del vato que está en la tribuna vomitando sus diablos “Y cuando mi jefa me dijo que me iba a traer al anexo pensé ‘intérnese usté culera, pa que vea lo que siente estar encerrado…’”, está gritando el vato, con una voz que hace vibrar las paredes. De rato, cuando ha terminado la junta, creo que ya es de noche porque ya no hay luz que entre por la ventana que da al patio y el único que reloj que hay en la sala se quedó parado a las 7:40, veo deambular a varios hombres con escoba, trapeador y un cubo con agua sin detergente ni desinfectante. Es el servicio formado por los mismos adictos, que tienen la tarea de fregar los trastos, asear el baño, el salón

y el cuarto de dormir, con techo de tablas por donde se trasmina la lluvia, según un rol semanal pintado en un pizarrón blanco de plástico. Pero por más que los hombres limpian no pueden desterrar el olor a drenaje que flota en la sala de juntas y que, de cuando en cuando, me hace dar arcadas. Las tripas me están ladrando de hambre, la última vez que nos dieron de comer fue como a la 1:00 de la tarde, y yo calculo que han de ser como las 10:00 horas. La banda se ha puesto inquieta y empieza rumiar maldiciones, cuando “pongan las mesas”, se oye que alguien grita desde la cocina y “El Cholo” y “Misa”, los dos vatos avionados que he visto hablar y reírse solos por los rincones de la casa, corren y acomodan dos mesas y ocho sillas en el centro de la sala, que también es comedor. Es un par de mesas blancas, medio destartaladas, una de plástico gastado y la otra de lámina, con el logotipo al centro de la Cervecería Corona. Estoy doblado de hambre en una silla igual que el resto de mis compas, hasta que “¡Fila!”, oímos que otro vocifera desde la cocina y todos nos lanzamos afuera. Es “El Sapo”, que llama a formación en el patio para la cena.


las mesas, mientras escuchan música en el radio de “Chago”, otro alcohólico al que la policía trajo aquí con el consentimiento de su familia, porque amenazó de muerte a su cuñada. “Le dije ‘te voy a matar hija de tu puta madre…’”, me cuenta. Tengo sueño y la cabeza me punza, se me va, creo que es hora de irme a dormir al cuarto que el padrino, Carlos Sosa, el director de “Sobriedad”, me asignó, no sé por qué, cuando llegué a este lugar. Es una estancia, ésta sí, con piso de mosaico, paredes recubiertas con yeso y techo de cemento. Hay dos literas, una televisión a color y un ventilador de pedestal. “Chango León”, el hombre al que su hijos dejaron aquí por briago, lo llama “el cuarto de los barberos, de los privilegiados”, porque aunque el cuarto de la banda tiene también televisión, el techo de tablas no para de chorrear como coladera con la lluvia que ha caído en los últimos días. “Chango León”, me dice también que cuando las literas del cuarto de dormir, he contado 15, no son suficientes, los internos nuevos tienen que acostarse en el suelo cacarizo de cemento, a merced del calor o la humedad, según el clima, y de las cucarachas. “¡Acuéstate güey, tira barra!”, oigo que me dice Javier, mi fornido compañero de cuarto, que es a la vez interno y encargado de la casa de rehabilitación, dicen que por eso, por fornido. Javier es un vato de tez blanca, cachetón, de estatura media, y de brazos boludos que resaltan fuera de su camiseta de tirantes. Varias veces lo he visto hacer ejercicio con mancuernas. Llegó aquí hace como un mes, crudo hasta la madre, pero caminando por su propio pie. “Yo vine solo güey, pero cuando se me bajó la cruda dije, ¿qué hice? Lo bueno es que una semana me voy de aquí, de estas juntitas cagadas”, me platica y cuando mira que me recuesto en la cama inferior de una de las literas me advierte, “al tiro güey, porque aquí hay cucarachos, hay un chingo de cucarachos”. Tengo escozor, comezón, parece que me ha vuelto la sensación de las cucarachas caminándome, con sus patitas afiladas, por todo el cuerpo y no estoy alucinando, machín que no. “¿Qué alucinas ‘Misa’?”, pregunta “El Sicario”, “El tren…”, responde “Misa” sin inmutarse. Es de mañana y los dos están en la sala de juntas, sentados uno al lado del otro. “Sicario”, el morro de 12 años y adicto de a madre al chemo y al spuk, tirando barra, “Misa” alucinando, riendo, hablando solo, haciendo ademanes como para dar sentido a su monólogo que nadie entiende ni atiende. “¿Y tú alucinabas?”, le pregunto al morro.

Yo vine solo güey, pero cuando se me bajó la cruda dije, ¿qué hice? Lo bueno es que una semana me voy de aquí, de estas juntitas cagadas”

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“¡Eh hijos de su puta madre!, fórmense”, maldice “El Conejo”, cuando mira que todos salimos en tumulto y empujándonos. “El Conejo”, es un compa flacucho, canela, pómulos saltados y como de 20 años, el encargado de recoger las tortillas que todos los días algún alma tortillera caritativa del barrio regala al anexo. “El Sapo”, el señor como de sesentaitantos años, chaparro, colorado, y que siempre está fumando y escupiendo humo como locomotora, se halla parado en la puerta de la cocina repartiendo los platos a la banda. A su lado “El Conejo”, nos da las tortillas, tres por cabeza, y todos regresamos en montón a la sala de juntas. Cuando llego ya no encuentro lugar en la mesa y me siento en la banca de palo con otros compas a cenar, sosteniendo con una mano el plato y las tortillas y con la otra la cuchara, y me siento un malabarista. Esta vez nos han dado una pequeña ración de caldo de papas que no llega ni la mitad del platito hondo donde a diario nos sirven los alimentos. Y esta vez, como en la anteriores, tampoco nos han dado ni un vaso de agua para pasar la comida y siento que me estoy atragantando. “Aquí vienes a enflacar y no puedes pedir más porque son bien culos, ‘El Sapo’ es bien culo… y bien mamón”, me cuchichea “Chango León”, que se ha sentado junto a mi. Ahora estoy mirando cómo él, y otros compas, se empinan y lamen el plato, hasta dejarlo limpio. “Chango León”, el viejo al que la banda se goza en hacer reventar cada vez que puede con que “barre bien pinche chango, no seas mamón”, “no te estés durmiendo en la junta, viejo culero”, y “no pidas más tortillas pinche hambriento, porque ya no hay”. Mientras engullo las papas me acuerdo que en las dos pasadas comidas la cocina sirvió también patatas, por la mañana con frijoles aguados, y en la tarde con sopa de macarrón. De beber nada, ni un vaso de agua. WDicen que es para que valores lo que dejaste allá afuera”, me dice después Luis, el vato bronceado, regordete, chimuelo y de pelo rebelde. Y me cuenta que en el CRPEAD, la casa para adictos que está ubicada en la colonia Postal Ceritos, y en la que él estuvo recluido, a los internos les dan de comer algo que la banda conoce como “caldo de oso”, y que no son más que pedazos de repollo y otras verduras, la merma que el CRPEAD recoge del Marcado de Abastos, revueltos en agua, sin sal ni condimentos. “¡Servicios!”, suena la orden en la sala de juntas, la banda comienza a levantar las mesas y otra vez veo pasar a la cuadrilla de hombres con escobetas, un coleador y un bote con agua. Otros, las luces del centro se apagan a las 12:00 de la noche, se han puesto a jugar baraja en una de

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“Con el spuk…”, me responde, se queda pausado y sigue el hilo de la plática. “Haga de cuenta que las cosas que traía en las manos se me convertían en botellas de cerveza y así… bien, bien padre”, dice, pero está renuente a contarme de su familia y sólo me confía que su mamá lo trajo aquí, a él y a su hermano de 16, por chemo y, como dice la banda, “por andarle mamando la verga al tigre”. En la sala de juntas flota de nuevo ese olor de miados y excrementos que sale del baño. Y para colmo, parece que la banda hoy se ha levantado de malas, porque los morros, los niños, que duermen con el resto de la banda en el cuarto, se han pasado toda la pinche noche echando desmadre. Mi compa Luis me dice más tarde que en el CRPEAD, el centro de rehabilitación que está en la colonia Postal Cerritos, esas cosas no pasan, porque en cada pieza, además de dormir con la luz prendida, los internos son vigilados por dos guardias bien picudos, y cuidado el que se pase. “Que no te agarren jalándotela porque… Nooooo, se me hace que aquí son puñeteros”, me comenta Luis, una tarde que nos hemos quedado viendo la televisión en el cuarto de la banda, sobre cuya pared he visto, pintada a crayón negro, una imagen de la santa muerte tocando guitarra y junto un cuadro con la santa muerte piadosa. Estoy otra vez sentado en la sala de juntas, pensativo, y un ruido de golpes y gritos que llega desde el patio me saca de mis cavilaciones. Es Javier, el vato de la playera de tirantes, que entra al salón empujando y dando de puntapiés y puñetazos a “Javito”, el avionado que se las vive rondando los rincones de la casa y que hoy ha osado burlar el reglamento traspasando la sala de juntas, hasta la oficina del centro de rehabilitación. “Órele hijo de tu puta madre, pa dentro, pinche loco, ¿qué pendejo?”, le dice y “Javito” le devuelve las maldiciones y se repliega contra la pared sin meter las manos. Pero a mí ya no me asusta porque en los días que llevo aquí he visto a Javier, y a otros morros de la banda, hacer lo mismo con “Javito”. “A ver ‘Javi’, besito, besito…”, le dicen los morros poniéndole la mejilla o la mano cerca de los labios para que se las bese, tal y como hace en las juntas el padrino Carlos Sosa, el director de la casa. La banda se ríe con una risa demencial. El viejo “Chango León”, me cuenta de un vato que llegó bien prendido al centro de rehabilitación y al que los macizos de la banda tuvieron que calmar agarrándolo a putazos. “Llegó haciéndola de pedo y mentándole la madre a todos. Lo agarraron entre varios y lo aventaron contra la pared”, me relata. Hasta ahora me he cuidado de no tener pleitos con los compas de la banda, a no ser porque uno de ellos, al que llaman “El Quesos”, me ha bañado con un vaso de agua en la cara, que en realidad iba destinado a “Chango León”, quien estaba cabeceando en mitad de la junta. Así se acostumbra castigar en el grupo a los vatos que se quedan jetones durante las asambleas, que aquí son tres diarias. Yo ni hice gestos, puje pa dentro y sólo me quité la playera para orearla.

“Discúlpame Carnal…”, me dijo “El Quesos” y se retiró dándome una palmada en la espalda. Horas después, Luis me contó que en el CRPEAD, el anexo que está por el rumbo de la Postal Cerritos, a los que se duermen en las juntas los guardias les meten un zape en la choya. Estoy sentado con los compas de la banda en la junta de las 3:00 de la tarde, oyendo a “Misa”, uno de los vatos que de tanta loquera se quedó en el viaje y que ahorita está parado en la tribuna, divagando. Por más que hago no puedo descifrar la historia de “Misa”. “Este pos sí, no compas, pos a güevo de que. Este pos sí, no… la jefa, la carnala y pos a güevo de que y luego mi jefe. Y este pos… sí, no, yo veía pájaros ¿no?, y entonces pos a güevo de que… Sí compas…”, dice. Pero la banda parece no escucharlo y los morros, como siempre, se la han pasado jugando, platicado, riendo, tirándose pedos en los asientos y lanzando, con una liga, bachichas de cigarro a la cara de los demás, porque a la banda le gusta fumar, he visto como en cada junta se rolan un cigarro entre camaradas o avientan una bachicha encendida al piso para que los otros compas la levantan y le den el último toque. En la sala de juntas se escucha todavía la voz de “Misa”, hasta que uno de la banda salta: “Por eso “Misa”, ya déjate de hablar con tatas pinches inteligencias güey. Tú eras culero pinche “Misa”, eras culero ¿No empanzonaste a la morra?, ¿eh?, háblate de eso güey…”, le dice. Y parece como si el silencio hubiera entrado de puntillas en la sala. “Este… pos sí, ¿no compas? a güevo de que, gracias compas, es todo lo quería decirles”, “Misa”, baja de la tribuna. Al rato oigo en el estrado la voz áspera del padrino Caros Sosa: “A mí me dicen los del gobierno ‘ya póngase un sueldo’, y yo no quiero güeeey, prefiero seguir con la obra, ayudando a los demás a que salgan güeeeey. Somos humildes, estamos jodidos, pero ái vamos güeeey¨, está diciendo. En ningún momento he visto que alguno de los niños de la casa suba a la tribuna para contar su historia. Se ha hecho de noche otra vez y hace rato que tengo ganas de ir al baño pero he tenido que aguantarme, con creces, porque he visto que en el sanitario hediondo del centro de rehabilitación no hay papel ni un pedazo, siquiera, de jabón para lavarme las manos. Ismael, otro adicto al resistol y a las píldoras, me cuenta cierto día, que cada vez que quiere defecar tiene que pedir permiso a los encargados de la casa para ir a la cocina y solicitar un poco de papel de ese para envolver tortillas. Después de horas, consigo ir al baño, con los tres cuadritos de papel rollo, y un chacho de hule, que me regaló “Chango León”. Ya es otro día. Y estoy con algunos compas de la banda en la sala de juntas observando los cuadros que adornan las paredes fiucha. Hay un retrato que ha captado mi atención, y es ese en el que se ve la imagen de la Santa Muerte cabalgando un corcel negro por las nubes. “¿Usté cree en eso? No sé por qué le dicen santa si


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De acuerdo a la NOM para el control de las adicciones este centro debería: l Dar una alimentación balanceada e higiénica. l Contar con un reglamento de funcionamiento por escrito. l Explicar a detalle a los familiares las condiciones del sitio. l El ingreso y la permanencia del usuario debe ser estrictamente voluntaria. l Realizar un diagnóstico integral del paciente por un médico. l Si ingresa un menor de edad, deberá ser en un espacio adecuado. l Los establecimientos deben estar en perfectas condiciones de higiene, iluminación y ventilación.

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A mí me dicen los del gobierno ‘ya póngase un sueldo’, y yo no quiero güeeey, prefiero seguir con la obra, ayudando a los demás a que salgan güeeeey. Somos humildes, estamos jodidos, pero ái vamos güeeey”.

es una sierva de Dios, que llega cuando él se lo ordena ¿Usté cree en eso?”, me pregunta “El Sicario”, el niño de 12 años, le digo que no con fastidio y me pongo a contemplar otro retablo que hace días se desclavó y está tirado en el suelo. En él se aprecia una cantina y un billar en el que los parroquianos están representados no con figuras humanas, sino con dibujos de perros, de razas distintas, departiendo con botellas de vino y cerveza. Más allá miro los retratos en blanco y negro de dos hombres. Los retratos están puestos de cabeza. Son Bill W. y el doctor Bob, los fundadores del movimiento de alcohólicos anónimos, me dice Luis. Le pregunto entonces que por qué los tiene de cabeza y me responde que están castigados, “por recaídos los putos, aquí nadie se salva”. Es la junta de la mañana y lo primero que veo es al padrino Carlos Sosa, el director de la casa, sentado al fondo de la sala con “Javito” en sus piernas. “Besito mijo, besito”, le está diciendo y “Javito” le besa la mejilla y la mano, como a un abuelo. “Javito”, repela, echa maldiciones, se quiere zafar, consigue levantarse, pero el padrino le arrea una guantada en la espalda y lo sienta otra vez en sus piernas. Un compa, que no sé cómo se llama, ha tomado la palabra en medio de la reunión. “No pos… yo antes agarraba a ‘Javito’, ya no, y decía: ‘¿por qué ‘Javito’ la tenía más grande que yo?, ¿por qué?”, está diciendo el compa y la banda se ríe. Le pregunto a uno de los adictos la razón por la que este hombre está hablando así y me responde que porque “si no se trauma, tiene que sacar lo que trae, si no se trauma…”. En eso estoy cuando una bachicha me pasa rozando el ojo. Son los morros que ahí están otra vez echando desmadre, cagando el palo. “Ya culeros dejen de estar manado, ahorita se van a subir acá”, dice alguien señalando la tribuna. Es mi última noche en el centro de rehabilitación. Aquí estoy de nuevo oyendo las historias desquiciadas de la banda. Por fin he podido bañarme, ya llevaba varios días oliendo culero… Aunque en realidad no fue baño, fue nomás un remojón con agua fría, porque el calentador está descompuesto y no encontré jabón ni estropajo para tallarme. En medio de la junta me husmeo los sobacos y compruebo que todavía huelo mal. Ahora estoy viendo otra vez al padrino con “Javito” en las piernas, la banda riendo, los morros echando desmadre y de pronto muchos ecos en la tribuna. Y no estoy alucinando, neta: “Imagínate cabrón, ya cuando has llegado al colmo de manosear a tu hija, hijo de su puta madre…”. “De repente me conseguía una puta, pero ya andaba bien empiedrado y con la piedra a mí no se me para…”, “Ya bien loco y lujurioso pos… me daban ganas de ir a las camas de mis cuñadas…”. La cabeza me da vueltas, me duelen las sienes, siento asfixiarme como una cucaracha y no dejo de pensar que “ojalá y a mis compas del periódico no se les olvide venir por mi”.


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