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Periodismo de investigación VANGUARDIA lunes 20 de enero de 2014 No.408
LA MEXICANA
La reina de la variedá Quien fuera una de las mujeres más hermosas de la vida galante de Saltillo, hoy vive de recuerdos, aferrada en las ruinas de adobe de una acequía donde era la Zona Roja.
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Por Jesús Peña / Fotos de Luis Salcedo / Video de César Gómez
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Flores en la cabeza, cabello trenzado, falda de Adelita y labios carmesí, encendía las noches de muchos saltillenses hace 40 años...
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años después, a sus 87 primaveras, la reina de la variedá en el bullicioso barrio de tolerancia instalado, con sus accesorias de adobe, sus ruidosos salones de baile y sus rameras de faldas coloridas y largas, en los terrenos de lo que hoy es la colonia González Cepeda, se retiró para siempre a vivir, pobre y vieja, en los márgenes de una acequia, “La Acequia de Venancio”, sombreada de platanares y carrizos. A la gente antigua, que vivió en el sector sanitario de los años cincuenta, no le extrañó. Martha “La Caballona”, aquella hetaira morena, alta, “g randota la vieja”, de nalgas y tetas protuberantes, que reunió a f ilas y f ilas de garañones afuera de su cuarto, había acabado de limosnera
y muerta de hambre en una plazoleta del centro de Saltillo… “La Candelilla”, como otras supervivientes de la vieja zona de tolerancia, había terminado su vida alcohólica y en la indigencia, “bien jodida, la pobre”, después de haber sido una de las mujeres más hermosas y cotizadas del sector pecaminoso. A nadie le asombró ver a “La Mexicana”, sentada en un bote de plástico, afuera de una privada, cuidando los carros de los nuevos ricos que llegaron a vivir detrás del camino que conducía al Pozo Azul, aquel manantial misterioso donde paraban, de cuando en cuando, las máquinas de vapor para abastecerse de agua. Entonces “La Mexicana” era la reina de la variedá, la que bailaba en los salones más renombrados de la zona roja, la que se encueraba delante de los voyeristas
Un día, “nomás de cabrona”, se fue de la casa, echó a andar por la carretera y se subió en el primer tráiler que paró cuando ella le hizo la señal de aventón con la mano. En ese entonces tenía 15 años. Así llegó a la Ciudad de México, y no hallando otro oficio mejor que desempeñar, se volvió callejera, rodadora, “ruletera”, dice ella. Taloneaba todo el día por el Zócalo y el Mercado de la Merced, lugares típicos de la profesión. Muy pronto empezó a asistir a las noches de cabaret en el “El Molino Rojo” y luego en el “Salón México”. A la vuelta de las noches se hizo mambera y conoció de cerca a “El Flaco de Oro” y al mismísimo Pérez Prado, “¡el del ‘mambo, mambo, mambo…!’”. Entonces sus amigas del gremio le decían “La Jarocha”, “La Jarocha” por aquí, “La Jarocha” por allá. Un día se hartó de la capital, agarró sus pocos trapos, y otra vez echó a andar por la carretera. Un tráiler la tiró en Pachuca y otro más en Veracruz, “buenas gentes que eran los traileros”, que ninguno se quiso propasar con ella, “no me hacían nada”.
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acérrimos, se tiraba al suelo y se abría de piernas. “Un desmadre “La Mexicana”, dicen quienes la trataron en su juventud; y “le voy a decir una cosa, abunda ella misma, perdonándome mi padre Dios que está allá, yo anduve muy joven y bien guapa aquí en los bailes”. Era una chaparrita, de piel ni blanca ni morena, que presumía buenas caderas, le gustaba el trago, la mariguana, (porque antes no había más que mariguana y pastas), y “era brava hasta la chingada”. No miraba falda o pantalones para rajarles la cara, nomás que le hicieran bronca. Soldadera era “La Mexicana”, puro militar le gustaba, “porque estaban bien guapos”, que hasta llegó a procrear a siete hijos de la milicia, de los que ahora sólo uno le queda, “El Mexicano”. “La Mexicana”, nació en Zacatecas, donde fue la Revolución que ella no vio, pero que sus padres le contaban “(dizque allí había sido La Toma de Zacatecas”). En esa ciudad vivió una infancia más bien efímera, de la que sólo evoca retazos de imágenes: su madre dándole de mamar, y “La Mexicana” jugando a la cuerda y a las muñecas con las chamaquitas de su barrio. De vez en cuando su mamá se la sonaba.
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Llevaba el pelo agarrado en una trenza que le colgaba hasta la cintura, una flor roja y otra blanca a ambos lados de la cabeza, los labios carmesí, tacones altos; le gustaba vestirse de blusas y faldas anchas, de colores, como esas que usan “las adelitas” de los bailes y desfiles revolucionarios, y por eso a alguien, quién sabe a quién, se le ocurrió ponerle “La Mexicana”, su nombre de batalla para siempre.
De aí pa’ delante se la pasó de andariega, conociendo muchos pueblillos de Hidalgo y Veracruz, hasta que se empachó de vagar y se estableció en Poza Rica. La gente la vio viviendo con un militar jarocho, pero al rato “chingue su madre, yo ya me voy”, porque el guacho la había querido matar con un machete cuando supo que un veracruzano “andaba volao” con ella. “Claro, estaba guapilla….”. Y otra vez a la carretera, a pedir raid a los traileros buenas gentes, que no se habían ido de las manos con ella. Andaba sobre los 17 cuando llegó a Saltillo. Halló lugar entre el resto de las cortesanas del sector del vicio de los años cuarentas, asentado en el centro, entre las calles de Leza y Terán, que entonces hervían de hombres ganosos, entrando y saliendo de cantinas, en busca de amores ambulantes con que quitarse la comezón. Llevaba el pelo agarrado en una trenza que le colgaba hasta la cintura, una flor roja y otra blanca a ambos lados de la cabeza, los labios carmesí, tacones altos. Le gustaban las blusas y faldas anchas, de colores, como esas que usan “las adelitas” de los bailes y desfiles revolucionarios, y por eso a alguien,
quién sabe a quién, se le ocurrió ponerle “La Mexicana”, el que se quedaría como su nombre de batalla para siempre. Pero su fama creció cuando, por instrucciones de la municipalidad, el vetusto barrio de tolerancia del centro se trasladó con sus bulines y rameras al monte, lejos de la ciudad, donde nadie las viera, pero a donde nadie, ni los colegiales, se escaparon de ir. Fue entonces cuando inició lo que pudiéramos llamar su época de oro. La popularidad de “La Mexicana” era tan grande como la de ¨Chela¨, la talonera de cuerpo despampanante y pícaro lunar en la cara. O como la de “La Chabelota”, “La Güera Paula”, “La Chicharra”, “La Piola”, “Las Escobas”, “Las Aguacatas” o la misma “Doña Meche”, aquella mujer, “ya muy señora”, que iniciaba en el sexo a los muchachitos y les daba café con galletas. Entonces “La Mexicana”, María Luisa Hernández Hernánez, era la reina de la variedá, a la que los bachilleres del Ateneo Fuente aclamaban pa’ que se encuerara y se tumbara en el suelo del “Blanco y Negro”, “El Foco Rojo”, “El Cádilac”, “El Montecarlo”, “El Huarachazo” y se abriera de piernas como un compás. “Queremos variedá con la Mexicanita”, rugían.
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Sus dedos y brazos largos se colmaron con los anillos y las pulseras de fantasía que le regalaban los estudiantes del Ateneo, nomás porque se metía a defenderlos de los gendarmes.
Al fondo rugían las radiolas de a 20 centavos la pieza o tocaban los señores de guitarra y violín. A “La Mexicana” se la había pegado mucho la canción esa del “Rayito de Luna”, que andaba de moda. Amaneciendo caía la gendarmería en el barrio sanitario y todos los estudiantes del Ateneo iban a la demarcación, detrás de “La Mexicana”, quien desvelada, borracha, gritaba “no,
¿saben qué?, me van a soltar a esos chavos, porque ellos no son rateros, órale. Órale pinche bola de rateros, hijos de su puta madre, ¡suéltenos!” y otras lisuras, y los policías mansos, mansos, “sí jefa, no pues sí, jefa”. Sus dedos y brazos largos se colmaron con los anillos y las pulseras de fantasía que le regalaban los estudiantes del Ateneo, nomás porque se metía a defenderlos de los gendarmes. Era malhablada, brava “La Mexicana” y todos en la zona roja le tenían miedo, pavor, por su lengua suelta. Los custodios de la calle de Bravo, donde antes estuvo la cárcel municipal y ahora abre sus puertas plácidamente una biblioteca, la conocerían bien por todas las veces que había caído en presidio, cuando alguna de las viejas “gachas”, las viejas del barrio de tolerancia, le hacía bronca y “La
Mexicana” les pegaba y les cortaba la cara, las tasajeaba, “porque me buscaban pleito y no me gustaba que me mentaran la madre…”. O cundo se daba vuelo insultando al policía aquel, al que le gente de la zona llamaba “Mascafierro” y ella gozaba cambiándole el mote por el de “Mascahuevos”. Y “ái viene Mascafierros”, gritaba la gente de La Enramada y “ái viene Mascahuevos” vociferaba “La Mexicana” carcajeándose y el policía “no me andes diciendo así, porque te voy a tumbar...”. “Chingas a tu madre, a mí me la pelas”, ladraba “La Mexicana” y al rato estaba otra vez en la Delegación. Entonces había gobierno, la zona roja tenía su caseta de policía pa’ escarmentar a los que anduvieran armando camorra. Aunque nadie pudo salvarse de “El Sandía”, aquel terrible asaltante que se volvió el azote de los trasnochados que
Se ponía borracha, se quitaba la ropa y se le miraba el tatuaje de La Virgen de Guadalupe, que en México un chavo le había pintado en el hombro derecho
De ahí fue que le vino, como a ninguna, la fama de soldadera y hasta hace poco pensaba escribirle a un militar de León, Guanajuato que la conoció cuando era joven y bella, “pero no –se dijo –, mejor no”. Aunque a ninguno, palabra, había querido tanto como al papá de su hijo, “El Mexicano”, “mi viejo, bien guapo”, que había pertenecido al 12 Batallón de Infantería en Saltillo y del cual no volvió a saber más. Hasta que le preguntó a un
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regresaban del baile, caminando el monte en las madrugadas sin rayito de luna. Entonces “La Mexicana” volvía a gritarles lisuras a los policías. “¿Saben qué?, ustedes no sirven para una chingada, son unos rateros con la gente, llévense a los que acá…”, decía haciendo con la mano la seña de agarrar lo ajeno y los gendarmes volvían a encerrarla. Un día sí y otro no la echaban fuera y “La Mexicana” regresaba siempre a la colonia sanitaria, a dar su variedá pa’ los estudiantes del Ateneo Fuente, que mire usted, cómo la querían. Se ponía borracha, se quitaba la ropa y se le miraba el tatuaje de La Virgen de Guadalupe, que en México un chavo le había pintado en el hombro derecho. Y se le miraban las piernas macizas forradas de pulseras de fantasía, y todos “muy alegres” y ella “¡a güevo!” que sacaba su feria. Fue la época en que realmente hizo billete, pero así como lo hizo lo tiró… Años después, el puterío vio desfilar por su cuarto a un regimiento completo de soldados, de esos soldadotes de antes: corrientes, malencarados, torvos y a los que la misma “Mexicana” trataba con temor y respeto.
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cabrón: “oye, ¿no sabes en qué quedó mi viejo, el papá del Mexicanito?”, y el cabrón le respondió que no, pero que “parece que lo mataron en la Alameda”. A la postre las muchachas del barrio de tolerancia, todas muy alegres y relajientas, la vieron ir y venir con una ristra de chiquillos, los hijos de sus amores militares, caminando, como en formación, detrás de ella. Ya no era más la reina de la veriedá, la que se encueraba, se tiraba en el suelo y se abría de piernas, ante la mirada atónita de los estudiantes del Ateneo Fuente. Ahora la habían puesto a cuidar a las 30 mujeres que bailaban en el Blanco y Negro. Les hacía los cuartos, les trapeaba y luego se ponía delante de la barra del salón a servir tragos. La paga era poca, pero pos “me daban de comer muy bien, carne” y todas a agarrarla de mandadera, “pobrecita”, y ella por el interés de que le dieran una moneda, les iba a traer las cervezas. Así se fue eclipsando el personaje de” La Mexicana”, de la prostituta que, dice la gente antigua del barrio de tolerancia, había tenido una hija producto de sus amoríos con un conocido cantinero homosexual de la zona, apodado “El joto Chilo”. “También tuvo que ver conmigo¨, abunda, porque le gustó y me dijo ´ay Mexicanita, tú vas a ser mi peor es nada´. Al mismo tiempo, comenzaba a tejerse el mito de la soldadera, de la autodidacta en el arte del striptease callejero. Hasta que la municipalidad dispuso que la colonia sanitaria se mudara, de nueva cuenta, con sus congales y sus putas, a otro solar apartado de la ciudad. “La Mexicana” no se quiso ir y se quedó viviendo, con otras mujeres, en las ruinas de adobe que, en los años de mayor gloria de la zona, habían sido el guapachoso salón “El Foco Rojo”.
Ya no era más la reina de la variedá, la que se encueraba, se tiraba en el suelo y se abría de piernas, ante la mirada atónita de los estudiantes del Ateneo Fuente.
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La gente la vio viviendo con su hijo a las orillas de la “Acequia de Venancio”, sentada a la sombra de los platanares, cuidando carros afuera de la privada, sin bañarse, vestida de harapos y mendigando comida en las casas ricas que sepultaron al viejo barrio sanitario.
En 1988 un huracán, el Gilberto, arrasó con las casas de la colonia González Cepeda, que se habían establecido en los antiguos terrenos del barrio de tolerancia, y ¨La Mexicana” y su hijo “El Mexicano”, el único que le había quedado de todos sus soldados, porque los demás “se me murieron en el desarrollo”, se fueron a la calle. Las otras se habían mudado a las viviendas que había donado el Gobierno federal y la Asociación de Artistas, en un predio bautizado como San José de los Damnificados, al oriente de Saltillo. Pensando que la arrancarían de su mundo de recuerdos, lleno de los ecos de las radiolas, el barullo de las suripantas y su rayito de luna, “La Mexicana“ no se quiso ir. Ni siquiera cuando ella y su hijo fueron al barrio de San Luisito, en la Aurora, para saludar de mano al
presidente Salinas, que andaba de gira por acá y les había ofrecido llevarlos a vivir a la tierra de Agualeguas, de dónde él era. “La Mexicana” había llorado nomás de verlo y el Presidente “¡no llore!”, le dijo mientras le limpiaba el llanto con sus propias manos. Pero “La Mexicana” no se quiso ir: “no señor, aquí nos quedamos”. Entonces la gente la vio viviendo con su hijo a las orillas de la “Acequia de Venancio”, sentada a la sombra de los platanares, cuidando carros afuera de la privada, sin bañarse, vestida de harapos y mendigando comida en las casas ricas que sepultaron al viejo barrio sanitario. Y aquí se las vive hasta el día en que, como a “La Candelilla” o como a “Martha la Caballona”, la sorprenda la hora de la muerte, “hasta que mi padre Dios diga ‘hasta aquí’, y ni pedo”.