Alejandro Solalinde: Diálogos de cómo un niño rebelde se hace santoSemanario 441

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VANGUARDIA lunes 01 de septiembre de 2014 / No. 441

Periodismo de investigación

ALEJANDRO SOLALINDE

diálogos de cómo un niño rebelde se hace santo

De niño lo expulsaron de la escuela por robarle el calzón a una niña, hoy lo quieren matar por defender migrantes.




UNA CERVEZA CON ALEJANDRO SOLALINDE


Con el hombre que creció en el barrio bravo de Santa Julia; el que fue expulsado de varias escuelas; el que se enamoraba cual padre Amaro; el que no le tiene miedo a la muerte ni a La Bestia, ni a los secuestradores, ni a las palabras ni a la verdad. Aquí la charla con el sacerdote que ha decidido ofrecer su corazón por los migrantes. Por: César Gaytán FOTOS: CUARTOSCURO Video: Alejandro Tomatsu

E

l sacerdote Alejandro Solalinde es uno de esos renglones torcidos de Dios que visten impecables. Rebelde, incorregible e incómodo, con camisa blanca de manga larga, pantalón café sin arrugas y zapatos negros que brillan de limpios. Me da un abrazo largo como si fuéramos amigos de toda la vida y se sienta a mi lado. A su derecha hay una ventana grande desde donde cualquiera podría verlo, dispararle y matarlo. Me pregunto si no le da miedo. Hace dos años tuvo que huir de México por estar amenazado. Es una de las pocas personas que, desde la iglesia, se atreve a denunciar las injusticias por las que pasan los migrantes. Un acto que en este país se paga con muerte. Pero ni los secuestros, desapariciones y ejecuciones han logrado arrancarle de su rostro una sonrisa enorme. Ríe. Y su risa clara, transparente, es un misterio que reconforta. Como si fuéramos amigos de toda la vida, como si este fuera un reencuentro para platicar de todo lo que ha pasado, lo que casi se ha olvidado con el andar del tiempo. Quizá por eso, por la confianza con la que me dice que hermano, se anima a pedir una cerveza. Ámbar, ligera, y sin hielo porque tiene que cuidarse la voz de tanto hablar en público. Al escucharlo pedir un tarro escarchado, las preguntas que había preparado cambian. Pienso que sí, que Alejandro Solalinde es uno de esos renglones torcidos de Dios, y que sus luchas son milagros. Milagros incomprendidos, rebeldes, incómodos. Él es tan directo, no como cualquier sacerdote, es un cura respetado en todo el mundo, que además ganó en 2012 el Premio Nacional de Derechos Humanos; con todo y eso accede a brindar con nosotros. Ahora me avergüenza –en verdad– haber pedido una limonada. Me siento hipócrita, y compongo pidiéndole al mesero también una chela. Oscura, para que la plática sea más sabrosa. Aunque se trate de uno de los defensores de derechos humanos más importantes en Latinoamérica, debo advertirles que esta tarde de verano poco charlaremos de migrantes. Me interesan otras cosas, otros detalles de su vida. Como el barrio donde creció este hombre al que en enero de 2008 encarcelaron

junto con 17 personas indocumentadas, precisamente por exigir justicia, por pedir dignidad. ¿Qué hay detrás de su vida para que en junio de ese año alguien rociara con gasolina el albergue que construyó y por qué quieren matarlo? Me intriga, lo juro, cómo una persona como él que se afirma creyente de un Jesús y su reino en los cielos, se llama a sí mismo “un padre Amaro cualquiera”. Quiero escuchar el nombre de las mujeres a las que ha amado, y quién fue la que, luego de haber sido ordenado presbítero, le hizo considerar dejar el ministerio y casarse. No. No es una entrevista sobre migrantes, sino una charla íntima para entender al sacerdote que se dice a sí mismo migrante. Como sus “ovejitas”. Su silencio es breve, pero parece eterno. En especial cuando uno quiere, necesita saberlo todo. A dos mesas de distancia están sus escoltas a quienes llama “sus angelitos”. Un par de ex marinos armados, vestidos de civiles que van con él a todas partes. Son garantía de las medidas cautelares dictadas por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos el 23 de abril de 2010. El más alto y de cabello chino me dice que con personas como el padre –así lo llaman–, sí da gusto trabajar. “Antes escoltábamos funcionarios, políticos que ni siquiera te saludan. Pero pocos tienen el valor de hacer lo que hace el padre. A él sí nos da gusto protegerlo y arriesgarnos”, cuenta mientras mira en todas direcciones para detectar algún peligro. No hay ninguno. Pero no lo hay. Aquí solo está un sacerdote que insiste sobre la mesa en que, sin conocernos, siente que puede tener toda la confianza del mundo porque somos su familia, yo que necesito contar su historia, y mis compañeros que lo escuchan atentos. El niño que bailaba mambo Solalinde dice que él no quiere comer, que con platicar le basta. Con eso y la cerveza. Imagino que para un hombre entregado a la pobreza deber ser incomodo venir a un restaurante donde los nombres de las comidas se le enredan en la lengua a quien solo habla español. Pero la respuesta que encuentra es más sencilla. Basta preguntar, cómo fue su infancia para que su memoria dibuje las calles de Texcoco, a 28 kilómetros del centro histórico del Distrito Federal. Sus recuerdos reviven las dificultades de una familia pobre en un México que

resentía la posguerra. Peros los tormentos que alguien de su edad podía tener, los espantaba con el baile. Cuando había mítines políticos y las calles eran fiestas con música, salía corriendo de su casa animado por los ritmos de los tambores y el sonar de las trompetas. Se ponía cerca de las bocinas y agarraba calle cual pista. En el kínder siempre lo elegían para que participara en los bailables. “A los cuatro años gané un concurso de mambo, que era el que estaba de moda”, suelta el cura con una carcajada. Entonces no sabía ni le importaba que esos alborotos que reunían a miles de personas los organizara el Partido Revolucionario Institucional. El PRI. Ese al cual ha maldecido por todo el mal que a su consideración le ha hecho a México. “Sí, he maldecido a un escudito tricolor”, confiesa. Con estas palabras no hay risas, no hay muecas. Solo una mirada que parece vacía. En esos tiempos tenía también una pandilla. La pandilla del Pajarraco que se daba de moquetes con la pandilla Chilaquil en el barrio bravo de Santa Julia. Él era el líder, el pandillero, mientras a su hermano Raúl le decía mosca muerta. El apodo de Pajarraco se lo habían ganado sus pelos alborotados, de los cuales hoy casi no queda rastro. Dudo que alguien creyera que un huerquillo revoltoso que confiesa haber sido bueno para los golpes, pudiera ganar en su vida adulta un premio con el nombre “Paz y Democracia”. La mayor parte de su vida está llena de rebeldías. Algunos considerarían que un cura que toma cerveza es uno de esos actos, pero él ni se inmuta. Alejandro está contento, sonriendo con esa risa clara y transparente. Y nosotros atentos. Boquiabiertos. Se acuerda que en tercero de primaria lo expulsaron de la primaria. Inexplicablemente, dice, se empezó a portar mal, a ser inquieto, y las religiosas que dirigían el colegio decidieron que no podía seguir. Lo metieron después a la escuela Estado de Hidalgo que según platica era de corte oficialista. Fue aquí donde empezó su complicada relación con las mujeres. Sus ojos escondidos tras los lentes se inquietan y lo delatan. Sonríe como los niños que han cometido una travesura y entonces habla su recuerdo. Unas niñas estaban de pie sobre una escalera. Supone que la ropa interior de una de ellas le quedaba muy grande. Sola, como si la gravedad las llamara, se cayeron entre sus piernas sin que lo notara.

A los cuatro años gané un concurso de mambo, que era el que estaba de moda”. Alejandro solalinde

sacerdote


“Entonces yo las jalé, y la eché para abajo”. La directora se enteró. Llamaron a su mamá. Le gritaron que era un depravado, que lo iban a reprobar. Y sí. Al final lo expulsaron. Las cosas que hace o dice podrían ser motivo de castigo para cualquier sacerdote. Él no cree que deba ser así. La siguiente pregunta se enfila rápido y lo encuentra. Padre, ¿y también lo han querido correr de la Iglesia? Por sus gestos de ceño fruncido y boca torcida supongo que escarba en su mente, pero no. Al menos no oficialmente. Sinceramente, pensé que la respuesta sería otra. Hace tiempo, un compañero le preguntó si no tenía miedo de que lo suspendieran, que ya no pudiera ser sacerdote. Respondió que no. Que lo más importante no es ser sacerdote, sino bautizado. ¿Y si lo reducen al estado laical?, insistieron. No. Para empezar, dice, eso no sería reducción, sino lo contrario. Engrandecerlo. Estar con la “laicada” sería un honor, dice. Las mujeres de Solalinde Hacemos una pausa involuntaria. Nosotros queremos seguir escuchando, pero Alejandro se calla. Durante su relato, el mesero puso al centro unas tapas. Pero ninguno de los que estamos a la mesa podemos probar bocado de tan interesante que es su charla. Hago un esfuerzo por dejar de escucharlo y tomó dos tapas, riquísimas por cierto. Con esta interrupción, viene una pregunta fogosa. Y pedimos perdón otra vez por si se ofende. ¿Se le ha presentado a Alejandro Solalinde la tentación carnal? ¿Ha deseado a una mujer? “Claro que sí. Muchas veces”, responde

como si la pregunta fuera común y le da otro trago a la cerveza -para darse valor- dice. Mientras los escoltas siguen al pendiente del padre y hay otros comensales que llegan al restaurante y ni siquiera lo reconocen, él lanza otra rebeldía hecha palabras: “La mujer de mi vida fue mi ex amor. Yolanda”. El rostro se le ilumina como los rayos del sol iluminan los altares de las iglesias por las mañanas. Eternamente Yolanda, como dice Pablo Milanés. Fue la mujer que dejó por elegir a Dios. ¿Por qué han sido tan pocos los que han escrito sobre este credo? Era originaria de Toluca, pero se conocieron en México. Llevaban tres años de novios y tenían planes de esos que la juventud ocupada en construir como castillos en el aire. Sería 1965, y el hoy sacerdote tenía 20 años. Fue entonces que la escuchó. Una voz muy clara. Fuerte. Una voz en su interior que no le permitió tener dudas. Era el llamado de Dios. La primera en saberlo debía ser ella. La citó en el parque España un noviembre de aire frío y hojarascas. Y ahí, sentados en una banca, hablaron de terminar su relación. Como si le doliera todavía, la voz del padre Alejandro apenas se arrastra. Vaya, incluso después de mucho, los sacerdotes también aman en la nostalgia. Cuenta que lloraron, se abrazaron y se besaron. La gente que pasaba no comprendía porque tanto dolor en ese par de jóvenes que sollozaba. La voz cortada y dulce de su chica lo consoló. “Si fuera una mujer, yo te pelearía. Pero con Dios no puedo luchar”. El tiempo acercó el momento de la despedida. Tenía el boleto de camión en la línea Estrella Blanca hacia Guadalajara.


Dudo que alguien creyera que un huerquillo revoltoso que confiesa haber sido bueno para los golpes, pudiera ganar en su vida adulta un premio con el nombre ‘Paz y Democracia’. La mayor parte de su vida está llena de rebeldías”



A sus más de 60 años, buscaba una forma de entregarse como misionero. Pasar sus últimos días en un lugar que le permitiera morir tranquilo. Lejos, donde nadie se acordara que existe. Así llegó con los migrantes”.

Una familia de secuestradores lo amenazó. Tenía el mismo apellido que el Mocha Orejas. Arizmendi. Un joven mensajero le dijo que si continuaba denunciando secuestros de migrantes, lo mataban”.

El Seminario Menor lo esperaba. La escena del adiós fue un cliché del cine romántico que dudo por un momento si no la estará inventando. Un cilindrero en el andén tocaba Las Golondrinas. Un desgraciado cilindrero recuerda Alejandro. Todos lloraron, menos él. Solalinde se hizo el fuerte. Aguantó la respiración como quien aprieta el pecho para no romperse. Para hacer duro el corazón que comenzaba a reblandecerse. Como si estuviera orquestado, subió al camión con las últimas notas de la canción. Lo escucho hablar y pienso, ¿es real? ¿No estará describiendo la escena de una vieja película en blanco y negro? Su relato continúa cuando, sentado donde nadie lo veía, no pudo más. Un llanto desconsolado lo arropó. Nunca se había separado de su familia, y el recuerdo de Yolanda volvía todo más difícil. No lo había visto bien, pero el rostro del padre es un poco engañoso. Tiene esa enorme sonrisa, y sus ojos son grandes como dos lunas, pero algo invisible pareciera decir que está triste. Que siempre está triste. Quizá es solo la historia. Esta historia que pocos han contado.

Su mudez sugiere que no hay nada más que decir de Yolanda. Su ex amor. Pero eso es falso porque la volvió a ver 25 años después, y en serio que eso suena a un guión de telenovela. Ya se había ordenado como sacerdote, cuando alguien por teléfono le pidió que viera a un niño que se estaba muriendo. El cura accedió. Visitó al chiquillo, le dio su bendición y salió a consolar a la familia. La abuela del pequeño era Yolanda. Ese algo extraño que se mueve en el pecho cuando se habla de amor, Solalinde lo sintió. Un movimiento intenso en su interior. “No supe qué pasó con el niño. Me impresioné muchísimo”, dice el padre. Su voz, su voz vive del recuerdo. Su voz es recuerdo. Un padre Amaro cualquiera Pero esa tampoco fue su mayor tentación. Lo reconoce. Lo confiesa como si platicara a solas. Consigo y nadie más. Hubo una mujer que lo sedujo. Viene la mejor parte. Por eso mismo hay que hacer otra pausa y pedir de comer. Mientras él revisa el menú, los escoltas, los “angelitos” nos ven de reojo. Hacen su trabajo. Cualquiera,


desde la ventana donde estamos, podría dispararle y huir. Cada que me llevo las manos a la bolsa para sacar el celular y ver la hora, puedo sentir como su atención se clava en mí, en mi mano, revisando que no vaya a sacar una pistola o un cuchillo. Que no sea yo el que atente contra Alejandro Solalinde. Pero no. Sólo quiero ver la hora. A la mejor es la cerveza la que me hace pensar estas cosas. Llevo dos. ¿En qué momento me tomé la otra? Bueno, no importa. Una más para la comida. Su tarro de cerveza va a la mitad. No pide otra, pero sí se acomoda con una sonrisa pequeña, diferente, para decir que lo que está por contar lo convierte en un padre Amaro cualquiera. Sí. Uno de los defensores de derechos humanos de migrantes más importantes en el mundo acepta que fue noviero en su juventud, y que tuvo un amorío a los dos años de haber sido ordenado por el obispo de Toluca, Arturo Vélez. Le gustaba vestir con pantalones perfectamente planchados, camisas de las marcas más finas, y adornar su presencia con el aroma del perfume Guerlain, de esos que cuestan más de 800 pesos. Era encargado de un organismo de jóvenes a nivel nacional y vicario adscrito en la parroquia de Santa María de Guadalupe, en Toluca. La noche lo atrapó en el trabajo junto a una de sus compañeras. Una joven que no pasaba de 23 años, cuyo rostro no se le olvida y que la voz le tiembla al decir que era muy guapa. Se ofreció en llevarla a su casa. Las once de la noche en el reloj, y nadie abría. Las luces apagadas. El barrio dormido. Le propuso rentarle un cuarto de hotel para que pasara la noche. No había problema. Él pagaba. Pero la mujer anónima no quiso. Se dijo una señorita muy decente para pasar la noche sola en un lugar así. Alejandro le cambió el plan. Le prestaba su casa y era él quien pasaba la noche en un hotel. Aceptó. Una vez que la dejó, y dio la vuelta para irse a buscar dónde dormir, ella le pidió que esperara. Que le daba miedo estar sola, y como sabía que él era un caballero confiaba que la respetaría. Solo había una cama matrimonial grandísima, terapéutica, de lujo, dijo. La oscuridad fue cómplice. “Sucedió lo que tenía que suceder. Compartimos lecho”. Al final de la casa, en un pequeño pedacito de patio, había un baño. Alejandro entró y platicó con Jesús. Le dio gracias por esa experiencia. Hasta entonces temía que nunca pudiera disfrutar de tener una relación sexual. El padre Solalinde lo cuenta sin rodeos, sin eufemismos. Una de las autoridades morales más respetadas de la Iglesia Católica en México acepta que durante dos años sostuvo una relación amorosa y sexual con una mujer. Y él está tan tranquilo. Ahora soy yo el mojigato que necesita un trago profundo para asimilar lo que me compartía. Todos

tenemos la misma cara incrédula. Con toda la atención que puede recibir, dice que ella nunca lo presionó para que le diera prioridad a esos encuentros sobre su responsabilidad del ministerio. El problema es que ella sí lo amaba; se lo dijo. Pero él no sentía lo mismo. “Le dije: estoy en una decisión de casarnos, vivir contigo, o irme a un lugar de mucha pobreza y dedicarme a la misión”. Ella respondió que lo pensara, y que cualquier respuesta la aceptaría. Fue otra vez esa voz clara, fuerte, inmensa, que solo él podía escuchar, la que le dio la respuesta: seguir el camino de Dios. No todos los días se escucha decir a un sacerdote que el sexo no es malo, y que el celibato debería ser opcional. En el norte como en el centro de México no es común que estas declaraciones vengan de la misma iglesia... pero las cosas son muy diferentes en el sur. Alejandro Solalinde dice que en la arquidiócesis de Oaxaca casi todos los sacerdotes tenían pareja o hasta estaban casados. Había reglas específicas para que sus compañeras no se metieran en las decisiones del ministerio. Todo estaba muy claro. Su relato retrata un lugar que él conoció en 1982, pero que, dice, no ha cambiado mucho. “Los arzobispos de Oaxaca siempre le dijeron al Papa lo que había. Aquí el 75 por ciento son casados, o el 60, según fuera. Casados por lo civil y la Iglesia”. En Oaxaca hay un caso muy sonado. Manuel Marinero vivía como la mayoría de los sacerdotes viven en el sur. Casado. Contrajo matrimonio civil con Alma Patricia Ramírez el 9 de mayo de 1997. Dos días después lo hizo público a sus parroquianos. Cinco semanas después, el arzobispo Héctor González Martínez le dijo que estaba fuera de la iglesia. Según Alejandro Solalinde su error había sido darle una entrevista a la revista Proceso. “No lo suspendieron por que tuviera mujer, sino por hablador”. Aun cuando el celibato se sigue por voluntad propia, añade, hay un secreto: un desahogo en sueños. “Sexualmente sigo activo. Me doy cuenta por eso. Uno sueña cosas. Escenas”. Renacer entre migrantes Las declaraciones de Alejandro Solalinde son enormes. Lapidarias. Aunque en ocasiones anteriores había cuestionado la postura de la iglesia ante celibato, su historia era todavía un secreto. A nadie se la había contado. Al menos nadie la había escrito. Qué fortuna invitarlo a comer y escuchar de su voz bajita las declaraciones de un padre incómodo. Un padre rebelde. Indomable por las leyes de los hombres, pero fiel a Dios. Insiste en que nos ve como su familia mientras me doy cuenta que sus cerveza nomás la está mareando, el panini ni lo toca, pero ahí va con su sopa de tomate que ya no despide humo.



Y perdón que lo diga de nuevo, pero qué bueno que nadie lo ha seguido hasta aquí ni ha intentado rociarle gasolina al restaurante o dispararle a quemarropa. Así puede contarme ahora de cómo se acercó a los migrantes. A sus ovejitas como él les dice. A sus más de 60 años, buscaba una forma de entregarse como misionero. Pasar sus últimos días en un lugar que le permitiera morir tranquilo. Lejos, donde nadie se acordara que existía. El cambio más importante que ha vivido ocurrió un mañana de 2005. Entre octubre y noviembre de aquel año, se celebró una reunión sacerdotal en Ciudad Ixtepec. Pasó primero por el padre Alfonso Girón. A una cuadra de ahí se alcanzaban a ver las vías. Eran las ocho horas con treinta minutos.. Alejandro se quedó sin palabras. Su aliento se detuvo. Los vagones de los trenes, como plataformas para llevar maquinaria, estaban repletos de gente. Migrantes. Cientos. Pieles morenas con rostros desgastados, sucios. Pies cansados. Todos hambrientos. Todos sedientos. Solos, rodeados de gente sola. La mayoría eran hombres jóvenes. En ese entonces se veían pocas mujeres, pocos niños. “¿Ya te fijaste cuántos migrantes hay?”, le preguntó al padre Alfonso. Él respondió que sí. Que a veces había más. Ni siquiera los vio. Siguió caminando.

“Le digo, pero son tus ovejitas. A una cuadra de tu templo. No me contestó nunca”. En cambio, desvió el tema, y le prometió que llegando a Jalapa del Marqués, tendrían un desayuno buenísimo. Le pidió al obispo permiso para trabajar con ellos, con migrantes. Le respondió que no. Que tenía tres parroquias vacías y lo necesitaba en uno de ellas porque había personas sin misa. “Yo le dije, mire, esas personas están sin misa, pero a estas personas nadie las cuida”. Brotó su hartazgo. Ese de 30 años como sacerdote de parroquia, de oficina. Su hartazgo contra la iglesia que le parecía producía padres y obispos en serie, formados para un mundo que solo existe dentro de la iglesia. Estaba harto y sigue harto pronuncia con una voz más potente. De que fuera una iglesia con estructura monárquica, vertical, autoritaria, corrupta de dinero y poder. Su reclamo tuvo éxito. En 2006 fue nombrado coordinador de la Pastoral de Movilidad Humana por la Conferencia del Episcopado Mexicano para la región sur-sureste del país. Esto comprende Oaxaca, Chiapas y Guerrero. En 2007 comenzó con la construcción del albergue “Hermanos del Camino”, en Ixtepec. Así aprendió que a los migrantes los ven como moneda de cambio. Ya sean los criminales. Ya sea el gobierno.


Supo que el cártel del Golfo les cobra cuotas para atravesar el país. Cien dólares por tramo. Mil quinientos de frontera a frontera. El cártel de los Zetas prefiere secuestrarlos y cobrar entre mil y cinco mil dólares por rescate. Se enfrentó a la Policía Federal y el Instituto Nacional de Migración que cuando no están coludidos con los maleantes, extorsionan y agreden por su cuenta. ‘Que me remplace un sacerdote que no sea puto’ Alejandro Solalinde no le teme a nada. Ni a las amenazas ni a las palabras. No le teme a la muerte, aunque no quiera morirse todavía. Nos platica todo esto cuando su cerveza está a punto de acabarse, y todos los demás hemos terminado nuestros platos. Es difícil creer que tenga algo que decir que supere lo anterior, pero entonces nos sorprende. “Si me matan, por favor ponga un sacerdote en mi lugar, pero que no sea puto”, le dijo Alejandro Solalinde al arzobispo de Oaxaca. Puto. La palabra hace un eco fuerte. Más cuando lo dice el representante de una de las instituciones más tradicionalistas del mundo, y que en diferentes momentos ha sido señalada como discriminadora y homofóbica. El prelado ve la duda en nuestros rostros. ¿Lo dijo? Sí. Lo dijo. La historia se remonta a15 de abril de 2007; era un mar-

tes santo. Una familia de secuestradores en Oaxaca lo amenazó. Tenía el mismo apellido que el Mocha Orejas: Arizmendi. Un joven mensajero le dijo que si continuaba denunciando secuestros de migrantes, lo mataban. Estos crímenes constituyen las principales casusas de agresiones contra los y las migrantes. Sin embargo está considerada una cifra negra por la falta de denuncias y de investigaciones que arrojen números reales. El Informe Especial sobre Secuestro de Migrantes en México 2010 que elaboró la Comisión Nacional de Derechos Humanos señaló que solo en ese año se registraron 11 mil 333 víctimas. Claro que este caso fue de los primeros que el padre Solalinde enfrentaba. Dijo no sentir miedo. En vez de eso se preguntó quién seguiría su misión si algo le pasaba. Quiso tomar precauciones. El jueves siguiente le comentó al obispo de la arquidiócesis que los delincuentes lo habían buscado, que le diera su bendición. Estaba seguro que más de un sacerdote aceptaría tomar su lugar en el albergue “Hermanos del Camino” con intenciones diferentes de ayudar. Intenciones oscuras que a sus ojos los convertían en lobos. Igual que ocurre con los asesinos, narcotraficantes y funcionarios. Lobos. Lobos todos. Y él, como Jesús, sentía la necesidad

de cuidar a sus ovejas. A sus ovejitas, dice. Cuidarlos de los lobos de afuera y de adentro. Monseñor José Luis Chávez Botello lo miró y le dijo en confianza: “Ay, Alejandro. Puto o no, nadie va a querer ponerse en tu lugar”. Él mismo pidió verlos. Hablar con ellos. Cuenta que lo recibieron: sin teléfonos, sin celulares, sin grabadoras. Acordó no dar detalles. ¿Es posible no sentir miedo en situación así? Solalinde todavía sostiene que sí, pero confiesa que le pasó algo muy raro, algo que perturbó su descanso. Varios meses después tuvo una pesadilla. Se soñó en un automóvil. Él viajaba en el asiento del copiloto, y no recuerda quién conducía. Llegaron a un semáforo con la luz roja. A su lado, una camioneta se detuvo, y por la ventanilla un arma larga les apunto. “Pícale, pícale, pícale, pícale, pícale”, pronunció apurado al conductor. Despertó con taquicardia a las tres de la mañana antes de poder escapar. “¿Qué pasó Alejandro? No que no tenías miedo”, se dijo a sí mismo. Quisiera morir de cáncer Han pasado casi dos horas. Alejandro Solalinde tiene cosas que hacer. Cosas como presentar testimonios en la preaudiencia del eje de migración en el capítulo México del Tribunal Permanente de los Pueblos.


Una cerveza que apenas termina le bastó para contarnos su vida, que no es nada de lo que esperábamos. Es más. Insuperable, poco común para un padre. Me inquieta todavía que en cualquier momento alguien pudo dispararle desde la ventana. Estaba justo en el lugar donde nadie hubiera podido protegerlo. ¿Y si ocurriera? Si llegaran unos criminales y lo intentaran asesinar. De ser así, dice con la misma sonrisa grane, clara, transparente del principio, su último mensaje no sería para la gente, ni para los pobres, ni para los migrantes. No. Sería para los criminales, para los asesinos que fueran por él. Les daría la bendición. Les diría que son hijos de Dios y que los quiere mucho, los ama. Que hacen cosas malas porque están ciegos y no han conocido a Jesús, o su palabra de Jesús, o el evangelio. Les diría que está seguro que están sufriendo, que no lo engañan. Pero si pudiera elegir su muerte, quisiera morirse de cáncer. Así sabría que el final está cerca, y comenzaría a planear sus últimos días. Haría las cosas con calma, vería a las personas que quiere ver por última vez. Haría todo aquello que desearía antes de partir con Dios. Pero sabe que no puede elegir, y que por el camino que ha trazado, tampoco tendrá una muerte tranquila en una cama. Aun así está tranquilo, se le nota en su mirada apacible. No hay un día de su vida que quisiera volver a vivir. No le angustia el pasado, no aspira a un futuro deslumbrante: “No me hace falta nada. Soy feliz. Me siento pleno”. Es hora de irse. Como a los demás, me despide con una abrazo largo. Un abrazo igual de cálido que al principio. Un abrazo de hermanos, de familia. No puedo creer que Alejandro Solalinde, uno de los defensores de derechos humanos más importantes de Latinoamérica haya estado con nosotros, que se haya confesado de toda su vida, que nos hayamos tomados unas cervezas juntos. Como un amigo, como un hermano. Una cosa más antes de irse. Dice que va a estar en Saltillo en noviembre, que espera vernos para saludarnos, para volver a charlar, pero sobretodo que “yo también espero verme todavía por acá”, afirma sonriendo.




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