Descansa mi amor, descansa bebé...

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Periodismo de investigación

VANGUARDIA lunes 8 de septiembre de 2014 No. 442

DESCANSA MI AMOR, DESCANSA BEBÉ… …Métete en mi sueño y explícame qué pasó porque no entiendo.


En todo Acuña parece no haber respuestas que expliquen por qué Gerardo, a sus 11 años, se quitó la vida.

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Por Jesús Peña/Fotos y video: Luis Salcedo

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VANGUARDIa Lunes 08 de septiembre de 2014 / www.semanariocoahuila.com

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cuña, Coahuila.- a gente del barrio, no puede entender por qué Gerardo, 11 años, sexto grado de primaria, el bebé de la familia Mendoza Vázquez, “mamá, no me digas bebé”, reclamaba a Alicia, la madre, cada vez que ésta lo hacía ponerse rojo de vergüenza cuando lo llamaba así en público, hizo lo que hizo. ¿Qué problemas o qué preocupaciones podía tener un niño a esa edad, para tomar una decisión así?, se preguntan sus amigos del Fraccionamiento Las Américas, una colonia de la periferia de Ciudad Acuña. Pero eso es algo que sólo Gerardo podría responder y ya no puede, se llevó el secreto a la tumba la tarde que sus padres, sus hermanos, sus sobrinos, sus abuelas, sus tíos, sus primos, sus compañeros de escuela, sus vecinos, lo llevaron a enterrar al panteón “Jardines Amistad Eterna”, en medio de una algarabía de rosas, globos blancos y azules, lágrimas y canciones: “¡Descansa mi amor, descansa mi bien, descansa campeón, descansa bebé!”. Horas antes sus amigos de la cuadra habían salido a las calles de Acuña llevando unos botes de leche forrados con la fotografía en blanco y negro de la cara de Gerardo para reunir fondos y así ayudar a la familia con los gatos del funeral. Al final sobró dinero. “Si lo diría yo, a lo mejor pensaría ‘me está mintiendo’, pero mucha gente que lo conoció se lo confirmará: era un niño especialote, un rey, un príncipe, un niño que no tenía maldad, que se le quería. No nos explicamos por qué hizo lo que tuvo que hacer…”, me dice don José Pilar Mendoza Reyes, el padre, una mañana calurosa que platicamos en su casa de la calle Buenos Aires 416, en Las Américas, y que es a la vez su puesto de venta de tacos, burritos, gringas, tortas y hamburguesas para llevar. Don Pilar perdió su empleo de guardia de seguridad hace algunos meses, justo cuando se acababa de endrogar con un préstamo del banco y de algún modo había que salir a flote. Aquel sábado 23 de agosto, el último en la vida de Gerardo, el niño había estado ayudando a su padre a abrir el negocio de comida y barrer con la escoba la basura y el polvo de la calle. Don Pilar, que ya se preparaba para la venta, había sacado la televisión a la calle y puesto la canción de “El Pollito Pío”. Gerardo se puso a bailar y a dar vueltas con la escoba. Varios de sus amigos, que pasaban por la otra acera, vieron al chico bailando y lo festejaron, le hicieron adiós con la mano y le echaron mosca, “¡ese Gerardo!, ¡bravo!” y Gerardo más se movía.

Horas antes de que el cortejo saliera rumbo al cementerio, doña Anita vio a Gerardo metido en el ataúd plomizo, llevaba puesta la camisa blanca que ella le había llevado, el pantalón negro que le compró Alicia, su madre, “en la segunda”, - y que aunque no era de marca a Gerardo le había gustado -, su pata de conejo, para la buena suerte, y su habitual cachucha gris de Michael Jordan”.

“Era un niño espléndido, a lo mejor nosotros lo teníamos demasiado consentido, pero al pasar esto nos dimos cuenta que no éramos nomás nosotros, era cantidad de gente que lo quería y lo quiere y que ahorita, como nosotros, está sufriendo, está llorando”, me vuelve a decir don Pilar, que ahora tiene los ojos vidriosos y la voz quebradiza. Ese día Gerardo, que jamás barría bien, porque prefería acabar pronto para irse a jugar, barrió la calle mejor que nunca; “Barrió parejito, recogió basura… Nunca hacía eso, Mi idea es de que él me quiso complacer, porque ya sabía lo que le iba a pasar”, dice don Pilar. Don Pilar es moreno, corto de estatura, tiene un bigote ralo, viste vaqueros, camisa formal y una gorra caladas hasta las cejas. Tiene una voz delgada, semblante liviano y a simple vista parece un padre bonachón. Sus vecinos del barrio dicen de él que es un hombre bueno, honrado, respetable. “Le digo que los papás de Gerardo, para mí son ejemplares, quién sabe qué pasaría…”, me contó después doña Viqui la vecina que vive al lado de los Mendoza Vázquez y que es abuela de Deisy, una de las varias novias que tuvo Gerardo y que no quiso salir a hablar conmigo porque, dice doña Viqui, quedó muy afectada, llora cuando habla de él. Esta mañana que estamos en su casa para entrevistarlo don Pilar está molesto, revela que es por el tratamiento que la prensa de Ciudad Acuña le ha dado a lo que sucedió con su hijo Gerardo, pero hoy hará una concesión y confiará en nosotros. Dice que si dudamos podemos preguntar a los niños, ancianos y señores de la cuadra, sobre el trato que la familia daba al niño y no nos dirán nada de lo que él

pueda avergonzarse. “Mi hijo hablaba de mí que su papi era de lo mejor, que no lo regañaba, que lo dejaba jugar… y toda la gente se hace la misma pregunta, ¿por qué? Los que nos conocen saben todo lo que lo queríamos y todo lo que hacíamos por él. Es algo, digamos, insólito porque no había motivo de que… dijera usté que nosotros lo maltratábamos”, dice don Pilar. La tarde del sábado 23 de agosto, como a las 5:15, Alicia, la madre, encontró a Gerardo, su bebé de 11 años, - “mamá no me digas bebé” -, el menor de sus cuatro hijos, colgado con un cinto por el cuello a un toallero del baño de su casa. Su grito de espanto se oyó por toda la cuadra. Le decía su bebé, porque que era el más chiquito, tenía dientes de leche y le gustaba dormir con ella y con don Pilar, el padre. “Tenía su lugarcito en un rincón, al lado de la pared, me ponía sus nalguitas y yo lo acurrucaba. Por eso digo que era mi bebé, aunque a él no le gustaba que le dijera así ‘no me digas bebé, ya estoy grande’. Le daba vergüenza con la gente, ‘si quieres en la casa dime bebé, pero aquí con la gente no’”, me cuenta Alicia, la mamá de Gerardo. Alicia, que hoy está agripada, - dice que porque le ha hecho mal el aire acondicionado que recibe de lleno en su cuarto, - en Acuña nadie puede vivir sin aire acondicionado con los 45 grados de calor que hace en el verano - es una de esas abuelas jóvenes que proliferan en los barrios populares mexicanos de todas partes. Tiene 41 años, la piel clara, el cabello negro, largo, quebrado, es chaparrita y tantito llenita. Esta mañana nos ha dejado entrar a su casa, a la sala, a la cocina, al cuarto mismo donde Gerardo dormía con ella y con don Pilar y en cuya puerta está pintado el emblema del Santos Laguna. La familia Mendoza Vázquez, que es originaria de Gómez Palacio, Durango, es “santista” de corazón y al propio Gerardo le encantaba el futbol, lo que más le gustaba era porterear y los amigos del “Chino”, el segundo de sus hermanos, le decían Ochoa desde aquella vez que atajó un gol con la cara. “ey ya tienen a su Ochoa…”. Alicia se disculpa una y otra vez por lo tirada que luce su casa en este momento. Ha pasado apenas un día desde que llevaron a enterrar a Gerardo y no han tenido cabeza para limpiar ni levantar nada. Al lado de su habitación, hay un altar con un cuadro de la virgen de Guadalupe y debajo unos ramos de flores artificiales, la cruz de cal y unas veladoras, protegidas por un… como banco de madera, que evitar que los tres sobrinos de Gerardo, todos pequeños, traveseen.



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Imágenes de Gerardo de su última fiesta de cumpleaños y de algunos momentos familiares especiales. Siempre sonriendo.

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Gerardo se había quedado como dormido dentro de su ataúd, cerrados para siempre sus ojos color miel y en sus labios dibujada una sonrisa tenue, la sonrisa apretada de Bob Esponja, su personaje favorito, que a él le gustaba remedar.

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Entonces a Gerardo le gustaba perfumarse, levantarse el copete con gel y vestir camisas ajustadas para presumir sus cuadritos y sus brazos atléticos.

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Pasaba horas y horas haciendo ejercicio con los aparatos de gimnasio de su cuñado Fidel, el marido de Regina, su hermana mayor, mientras escuchaba música de rap.

La gente todavía no podía creer que el niño alegre, cariñoso, amable, sociable, bromista, sentimental, amante de los animales, tierno, sonriente, respetuoso, servicial, popular, hiperactivo, pacífico, preguntón, lindo, famoso, y galán del barrio, - cuando fuimos a la colonia le contamos al menos cuatro novias -, se hubiera ido así nomás, sin despedirse de nadie, sin dejar siquiera un papel con un mensaje, una explicación del por qué hacía lo que hacía. Sino que la noche que lo velaban en casa de la familia Mendoza Vázquez, ante todos sus amigos del barrio, a muchos de los cuales sus padres ni conocían, Ana María de Jesús Duque Guerrero, doña Anita, una de las vecinas más veteranas de la cuadra y que convivió con Gerardo desde crío, llegó con una camisa blanca que el Gearardo le había pedido prestada la víspera porque, dijo, iba a hacer un viaje. Un día antes de morir Gerardo la fue a visitar, “me dijo ‘doña Anita, le encargo mucho una camisa blanca, Ándele vaya búsquemela, yo le ayudo a regar las matas’, le digo ‘nombre, ando muy ocupada mijo, mañana’, dice ‘no, ándele, yo le ayudo a regar las matas’, pero yo andaba tan ocupada que no le pude buscar la camisa. Se la busqué en la noche, pa otro día que pasara a la coca la recogiera. No vino ya por la camisa y de rato que me avisan que ya había muerto… Se la tuve que llevar cuando ya iban al panteón, se fue con su camisa blanca. “Esa día de la camisa le digo ‘oye Pascualillo, - así le decía yo-, ¿para qué quieres la camisa?, ¿te vas a graduar o qué?, porque ya no hay graduaciones’, dijo ‘no’, le digo ‘¿o te vas a casar?’, dice ‘ay doña Anita, ni modo que con la muerte’, me dijo así, pero me dijo riéndose y le digo ‘tas loco, no andes diciendo esas cosas’, dice ‘no, lo digo de broma’, le dije ‘¿pero para qué quieres la camisa blanca, por qué tanto apuro?’, dice ‘la quiero para ponérmela, porque voy a salir de viaje”. Esto me lo confió doña Anita una noche que conversamos afuera de su casa, bajo el nogal espeso a cuya sombra Gerardo solía sentarse o recostarse para paliar el calor de 45 grados que hace por este tiempo en Acuña. Horas antes de que el cortejo saliera rumbo al cementerio, doña Anita vio a Gerardo metido en el ataúd plomizo, lle-

vaba puesta la camisa blanca que ella le había llevado, el pantalón negro que le compró Alicia, su madre, “en la segunda”, - y que aunque no era de marca a Gerardo le había gustado -, su pata de conejo, para la buena suerte, y su habitual cachucha gris de Michael Jordan. Aquella cachucha gris con la que la gente del barrio lo veía todas las tardes de camino a la tienda de don Roberto, pateando con las rodillas el envase de 2.5 litros de refresco, a la hora de la comida. Al rato Gerardo llegaba a su casa con la soda caliente, nomás de andar platicando y haciendo mandados a la gente grande de la cuadra: “¿no encargan nada de la tienda?”, preguntaba casa por casa en su trayecto de ida y vuelta a la “Nueva Esquina”, el negocio de don Roberto. Así fue como lo conocieron sus vecinos de Las Américas, una colonia de la periferia de Ciudad Acuña, de familias humildes, pero luchistas. “Se tardaba y le decía yo ‘¿estás jugando verdá?, ¿te entretienes con los niños?’ y decía ´no pa, es que me topé a Paola’, ‘pos es que la soda viene bien caliente’, le digo ‘ve y viene, al cabo ya sabes que te dejo jugar’, decía ‘sí, está bien jefe’”. me platica don Pilar. Gerardo era un niño clarito, de pelo crespo, ligeramente castaño, mirada limpia, labios coquetos, pestañón y de una sonrisa amplia, que acapara todas las fotografías familiares. Como la foto aquella de su cumpleaños 10, en que Alicia lo festejó con piñata, globos, pastel, serpentinas. No era ni flaco ni gordo, se le había formado un cuerpo atlético por el ejercicio – a Gerardo le gustaba hacer pesas y lagartijas - , pero había aumentado unos kilitos desde que la familia volvió a abrir la venta de tacos y hamburguesas, cuando don Pilar se quedó sin empleo. “Me daba una friega con la comida, primero una gringa y luego que ‘me quedó poquita hambre’, y luego que ‘pos.. se me está atorando, una soda y…’, le digo ‘ahí compré soda de dos y medio’, dice mijo ‘no es que ahí tienes unas de sabor bien ricas de bote’ y pos órale. Todo le daba al canijo, todo lo que me pedía, ¿van a creerse que maltratábamos a mi hijo?”, dice don Pilar.



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Gerardo se habla ido creyendo todavía en la existencia de las hadas madrinas de los cuentos y, hasta hacía muy poco, en Santo Clos.

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Su madre tuvo que desengañarlo aquella Navidad que no hubo dinero para comprarle su regalo y Gerardo, sentimental como era, se echó a llorar, “no me hubieras dicho”.

Nunca los vecinos de la cuadra vieron a Gerardo haciendo destrozos en la calle ni le escucharon jamás decir una mala palabra, una grosería “A todo mundo le hacía mandados él, sin pedir nada, lo hacía por gusto, de corazón, no sé. Nos hacía mandados a nosotros, venía y mi esposa le decía ‘hazme un mandado mijo’, y decía ‘sí’. Le decía yo ‘vaya traiga la comida mijo’, y venía. Ya le daba yo un refresco, no te cobraba nada, decía ‘no, lo que tú me quieras dar’. Muy contento el niño, nunca vi que estuviera triste. Venía todos los días por su coca de 2.5 litros. Ya no volvió”, relata Roberto Cruz, el dueño de la tienda del barrio, un mediodía que afuera de su establecimiento me compartió su consternación. Se había ido Gerardo, el bebé de los Mendoza Vázquez, “mamá, no me digas bebé”, a quien le gustaba regalarle rosas a sus novias, admiradoras y amigas del barrio. “Recuerdo su cara, todos los días llegaba y me traía una flor, era muy bueno conmigo. En las noches pasaba y me decía ‘¿me acompañas a la tienda

a comprar una coca’, íbamos y platicábamos…”, me cuenta Paola, 10 años, a quien sus amigos del barrio conocen como “Pony”, todos los niños de la cuadra tienen apodo. “¿Te la cantó?”, le pregunto a la niña que es baja de estatura, delgada, cara bonita, “pos… me decía que si quería ser su novia y un día se andaba matando por mí”, responde. Todos los chicos que están alrededor escuchando la plática ríen. “Y tú que le dijiste?”, le vuelvo a preguntar a Paola, “pos que sí”, suelta. “¿Te dio un beso?”, le pregunto otra vez, “sí”, responde la niña entre apenada y risueña. Esa noche charlamos de espalda a unas máquinas de videojuegos que están en el porche de una casa donde Gerardo acostumbraba juntarse con sus amigos de la colonia para platicar y jugar. Desde aquella tarde del sábado 23 de agosto Paola, no volvió a recibir una flor más. Gerardo se había quedado como dormido dentro de su ataúd, cerrados para siempre sus ojos color miel y en sus labios dibujada una sonrisa tenue, la sonrisa


apretada de Bob Esponja, su personaje favorito, que a él le gustaba remedar. “Apretaba los dientes porque decía que tenía dientes de Bob Esponja. Toda la gente se acuerda de su sonrisa, contagiaba su sonrisa…”, dice Jenifer, la hermana que cuidó de Gerardo desde que era un crío, cuando ella apenas contaba nueve años. Esa tarde del sábado 23 de agosto fue la última vez que sus amigos del barrio lo vieron vivo. Después de haber cumplido con su deber de barrer la calle Gerardo pidió permiso a su padre para entrar en la casa y jugar con el xbox que Brayan, uno de sus mejores amigos de la cuadra, le había prestado la noche anterior. “Me dijo ‘¿ya puedo ir papi, ya puedo ir a jugar papi?’ y yo hasta sentí gusto, le dije ‘sí mijo, ya me ayudaste dejamos bien bonito mira…’”, relata don Pilar. Gerardo se fue a jugar. Pasadas de las 4:00 Alicia, la madre lo llamó para la ducha, Gerardo, que estaba muy entretenido le pidió esperar un poco más, ya le faltaba nada para completar sus puntos. Viendo que Gerardo no había hecho

caso a la orden de Alicia don Pilar vino desde la calle hasta la habitación donde jugaba el niño para pedirle que obedeciera a su mamá. Don Pilar jura que no lo hizo a regañadientes, está acostumbrado, dice, antes que a amonestar, a llegar a acuerdos con sus hijos sobre lo que hay que hacer, “le digo ‘oye hijo, ya te mandaron varias veces a bañar’, le dije ‘vete a bañar y ahorita vienes y juegas’”. Gerardo obedeció sin hacer berrinche, y sin dar señales de estar enojado. Su padre dice que incluso ese día él mismo había estado jugando con Gerardo, durante una hora y media, por la mañana a un videojuego de avioncitos. Según las autoridades ministeriales minutos antes de entrar al baño el niño había estado jugando “San Andrés”, un pasatiempo electrónico catalogado como violento. Gerardo no volvió a salir del baño con vida para terminar de jugar. “Lo ha soñado?”, le pregunto a Alicia, “no, yo le digo ‘mijo métete en mi sueño y explícame qué pasó’, porque no entiendo”, rompe Alicia toda desesperación.


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Sólo había algo que a Gerardo Mendoza Vásquez no le gustaba y era la escuela. Su Talón de Aquiles.

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Había conseguido pasar de año a sexto grado con calificaciones de seis y siete y ocasionalmente se quedaba sin recreo cuando no cumplía con las tareas o trabajos escolares.

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Sus compañeros de salón lo recuerdan sentado en su pupitre, dibujando corazones, coches, casas flores, en sus cuadernos.


La noche de su desgracia estaba incontrolable y hubo que sedarla. La víspera de la tragedia que conmocionó a Ciudad Acuña, y a todo Coahuila, la vida de Gerardo Mendoza Vázquez, 11 años, estudiante del sexto grado de primaria en la escuela “Humberto Gómez Martínez”, turno vespertino, del fraccionamiento Las Américas, transcurrió en aparente normalidad. Gerardo era hasta entonces el galán del barrio, pieza codiciada al que todas las niñas guapitas de la cuadra asediaban, seguían, perseguían y celaban. Una tarde que volvimos a la colonia para platicar con sus amigos y amigas, salieron a relucir unas cuatro niñas que dijeron ser, o haber sido, novias de Gerardo, el galán de la cuadra, al que le gustaba regalar rosas y andar bien arreglado. “Decía ‘ya me voy a ver a las morras’ y luego ‘ira ya ando con ella’, pasaban días y decía ‘no, ya no ando con ella, ahora ando con otra’. Yo le decía ‘¿de quién sacaste eso?, eres bien pirujo’ y dice ‘pos de ti, tú me lo enseñaste’, le digo ‘ ta loco…’ y luego decía ‘yo no soy pirujo, me dejo querer, pero no soy pirujo’”, me cuenta “El Chino”, hermano de Gerardo. Entonces a Gerardo le gustaba perfumarse, levantarse el copete con gel y vestir camisas ajustadas para presumir sus cuadritos y sus brazos atléticos. Pasaba horas y horas haciendo ejercicio con los aparatos de gimnasio de su cuñado Fidel, el marido de Regina, su hermana mayor, mientras escuchaba música de rap.

“Venían las niñas a platicar con él por la ventana, porque mi papá a veces lo regañaba ‘no vas a salir mijo’ y de todos modos sus amiguitas ahí estaban y yo les decía ‘¡las voy a meter a lavar los trastes!’ y se desafanaban todas, se iban”, narra Jenifer, la hermana celosa de Gerardo y quien se considera su segunda madre desde que se hizo cargo de él cuando recién nacido, todo para que Alicia, su mamá, hiciera el quehacer de la casa y ayudara a don Pilar en el puesto de comida, allá cuando la familia migró de Gómez Palacio a Ciudad Acuña por la falta de empleo. Entonces Jenifer tenía nueve años y ya se desvelaba preparando los biberones calientes de Gerardo, “era mi bebé, mi cachorro”, dice. Ese cuarto embarazo de Alicia, que a la sazón tenía ya a sus tres hijos Regina, José Pilar y Jenifer, resultó más que afortunado, realmente feliz. Don Pilar le acondicionó su cuarto y le compró su aire lavado. Todo especialmente para recibirlo. Era un rey lo que venía, no era un niño común y corriente, era un rey que se fue como un rey, “Todo su castillo lo vino a visitar, la gente que lo conoció, porque a nosotros no nos conocían era a él al que venían a ver. Pasaban por un lado y ‘oiga ¿usté es el papá del niño?’, ‘sí, yo soy’”, me dice don Pilar esa mañana que charlamos en su casa. Gerardo se habla ido creyendo todavía en la existencia de las hadas madrinas de los cuentos y, hasta hacía muy poco, en Santo Clos.


Su madre tuvo que desengañarlo aquella Navidad que no hubo dinero para comprarle su regalo y Gerardo, sentimental como era, se echó a llorar, “no me hubieras dicho”. Ya van varias veces que “Bony”, la perra chihuahua color canela de la familia, se cruza silenciosa, - dice Alicia que ella también anda triste - por nuestros pies. Está preñada y está triste. Gerardo la había encontrado una tarde que había salido a jugar a la calle. Estaba flaca, sucia y tenía las orejas infestadas de garrapatas, de esas garrapatas grises y panzonotas. La bañaron, le quitaron las garrapatas y le dieron de comer. “Mi hijo me la dio, dice ‘es tuya”, el sabía que a mí me gustaban mucho las peritas y que yo quería una perrita así”, me cuenta Alicia. Y platica de otras veces en que el niño había rescatado de la calle y llevado a casa algún pájaro malherido, gatos, lagartijas lesionados que luego de curar liberaba. “No podía ver un animalito lesionado, buscaba la manera de que los animales no sufrieran…”, dice don Pilar. Y Jenifer, la hermana celosa de Gerardo, aprovecha para mostrarme en el celu-

lar una foto del chico sosteniendo en las manos a un pájaro que se había golpeado al caer de un nido y al que él había salvado de ser aplastado por los carros. A Gerardo le gustaba además el rap y rapear con la boca, pasear en bicicleta y jugar a las “luchitas” con sus amigos de la cuadra. Su familia no se extrañaba ya de que llegara a casa con los brazos o las piernas moradas y raspadas, pero Alicia lo amonestaba. “Le digo ‘no quiero que andes jugado a esos juegos, mira cómo vienes, ni yo te pego’, decía ‘es que así jugamos’, y yo le decía ‘no quiero que ande jugando así’”. Sólo había algo que a Gerardo Mendoza Vásquez no le gustaba y era la escuela. Su Talón de Aquiles. Había conseguido pasar de año a sexto grado con calificaciones de seis y siete y ocasionalmente se quedaba sin recreo cuando no cumplía con las tareas o trabajos escolares. Sus compañeros de salón lo recuerdan sentado en su pupitre, dibujando corazones, coches, casas flores, en sus cuadernos. “El maestro le decía que si quería dibujara, pero que no nos hiciera ruido a los demás que estábamos trabajando. A veces

lo regañaba, pero por lo regular siempre lo trataba bien“, dice Ingrid, una compañera de grupo de Gerardo. Pero el niño había prometido a su madre que este año, el último de la primaria, le echaría ganas y ella le creyó la tarde que en que llegó de la escuela con la noticia de que el profesor le había felicitado por haber dicho bien las tablas de multiplicar. Alicia le había ayudado a repasar los números y hasta un día de aquellos Gerardo le dijo que quería ser ingeniero. Por eso es que Uvaldo Silva, su profesor de sexto grado, no entendió y todavía no entiende por qué Gerardo hizo lo que hizo. “Nada que me hiciera sospechar que fuera a pasar esto. Estuvimos trabajando bastante bien, este año me sorprendió porque venía con muchas ganas. Era muy alegre el muchacho, muy querido. Le gustaba mucho el futbol. Era el que más goles metía”, me platica el profesor una tarde en la dirección de la escuela, rumbo la hora de la salida de los niños. En los patios, rodeados de salones pintados de amarillo, se nota cómo alguien falta. ¿Qué problemas o que preocupaciones podía tener Gerardo para tomar una decisión como esa?, se sigue preguntando la


gente del barrio Las Américas, nadie lo sabe, sólo Gerardo y ya se fue. “Todavía cuesta trabajo creerlo oiga que haya pasado eso ¿Qué lo orilló?, no lo sabemos. Nos quedamos muy sorprendidos con lo que pasó”, me dice con los ojos inundados María Eugenia Cruz, otra madre de familia del barrio con la que Gerardo platicaba y le hacía mandados. Algunos vecinos de la cuadra aseguran haber visto triste a Gerardo unos días antes de su partida. “Se veía tan triste… Le pregunté ‘¿qué traes Pascualillo?’, dice ‘¿qué onda doña Anita?’, le digo ‘¿te regañaron?’, dice ‘no doña Anita…’”, me cuenta doña Ana Duque, amiga del niño. Aquella tarde en el panteón sus amigos lo despidieron vestidos de blanco y cantando “Mi niño”, esa melodía de “El Komander” que de un tiempo a la fecha se ha vuelto famosa en los funerales de chicos. “Descansa mi amor, descansa mi bien, descansa campeón, descansa bebé…”. Alicia me platica de cierta vez en que sostuvo una atípica conversación con Gerardo. Él le había preguntado sobre lo que se sentiría morir de tal o cuál forma. Ella no le dio importancia. Gerardo había sido desde pequeño hiperactivo y preguntón.

“Dice ‘mami ¿cómo sería la muerte más fea?’, le contesté ‘yo digo que quemado’. A mí me habían saltado unas chispitas de aceite y le dije ‘si esto poquito arde, imagínate, estarte quemando todo, ha de ser feo’. Y luego dijo él ‘¿y ahogado?’, le dije ‘pues la desesperación, me imagino, ha de ser también feo’ y dice ‘¿y ahorcado?’ y le digo ‘me imagino que al colgarse de trancazo a lo mejor no sientes’, pero le dije ‘están mal los que hacen eso mijo, porque Dios nos presta la vida y es hasta que él quiera llevarnos. Estamos prestados’”. Por otra parte sus compañeros de clase y sus amigos del barrio afirman haber visto a Gerardo más de una vez jugando con un cinto amarrado al cuello. A veces se apretaba tanto el cinturón, dicen, que el semblante se le enrojecía. Otros aseguran haber escuchado al niño decir que ya quería morirse, pero sabiendo lo bromista que era, sus compañeros preferían tomarlo a juego. “Nos dijo a mí y a Paola que ya se quería morir, que ya no quería estar aquí, que ya no quería vivir. Le dije al profe y él dijo ‘no’ y cuando le preguntó Gerardo le dijo ‘sí profe, yo ya me quiero morir. El profe nomás se quedó callado”, me platica Ingrid, compañera de Gerardo.

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Aquella tarde en el panteón sus amigos lo despidieron vestidos de blanco y cantando “Mi niño”, esa melodía de “El Komander” que de un tiempo a la fecha se ha vuelto famosa en los funerales de chicos.

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“Descansa mi amor, descansa mi bien, descansa campeón, descansa bebé…”. Sus amigos del barrio, con los que Gerardo acostumbraba a jugar a las escondidas, al futbol, al rey o “la trai”, le habían colgado el apodo de “El Pordiosero”, ni ellos mismos saben por qué y dan entender que es más bien un asunto de camaradería.

Ellos son los amigos de Gerardo, quienes fueron vestidos de blanco a cantarle una canción al panteón.


La tarde – noche que estuve con los amigos de Gerardo en el porche donde hay dos máquina de viedeojuegos, me confiaron cómo últimamente algunos compañeros del salón, liderados por dos alumnos, uno de nombre Pedro y el otro llamado Sergio, molestaban al niño golpeándolo y diciéndole “joto”, por su costumbre de usar camisas ajustadas. “Yo lo defendía a veces, pero me ponían a mí oiga, me pegaban también”, cuenta uno de los amigos más cercanos de Gerardo y del cual me voy a permitir no decir su nombre. Al parecer Gerardo nunca platicó esta situación con sus padres. Sus amigos del barrio, con los que Gerardo acostumbraba a jugar a las escondidas, al futbol, al rey o “la trai”, le habían colgado el apodo de “El Pordiosero”, ni ellos mismos saben por qué y dan entender que es más bien un asunto de camaradería. En la cuadra todos los críos tienen su

mote. A Paola, una de las últimas novias que tuvo Gerardo, le dicen “Pony” o “La Unicornio”, por el lunar que tiene en la frente. “A Sergio le decimos frente de bocho convertible, porque está bien frentón y como tiene un copetillo, pos por eso, se lo levanta y se lo pone así. A este le decimos OL, por una película en la que sale un marcianillo maldicioniento, que está bien flaquillo y cabezón”, me explica Brayan, 12 años, otro amigo de Gerardo. Pero la cosa no era tanto y hasta una vez Gerardo invitó a todos sus amigos de la cuadra a ver películas en su casa. Todos se la pasaron muy bien y aquel es hoy uno de los momentos más recordados por ellos. La tarde de aquel sábado 23 de agosto, a los padres de Gerardo se les hizo que el niño tardaba demasiado en salir del baño. Ellos sabían que el chico acostumbra-

ba demorar de 30 a 40 minutos entre que hacía sus necesidades, - Gerardo padecía un problema de estreñimiento - y se duchaba. Pilar y Alicia reaccionaron al acordarse de que ese día no había agua en la casa. “Cuando empezamos a cocinar lo del puesto vi el piso y le digo a mi esposa ‘oye no seas ingrata, no trapeaste’, dice ‘es que no hay agua, no ha llegado’” y le digo ‘¿y Gerardo cómo se está bañando, con qué agua?”’. Alicia se dirigió entonces al baño y llamó con insistencia varias veces. Gerardo no respondió. Alicia empujó la puerta, que Gerardo había apenas emparejado, sin correr del todo el pasador. Cuando la puerta se abrió Alicia tuvo ante sí, como un relámpago, la imagen de su hijo colgado del toallero del baño por el cuello con un cinturón. Estaba vestido. Alicia trató de descolgarlo entre gritos, pero no pudo. Pilar vino entonces con un cuchillo y


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Sus amigos del barrio, con los que Gerardo acostumbraba a jugar a las escondidas, al futbol, al rey o “la trai”, le habían colgado el apodo de “El Pordiosero”, ni ellos mismos saben por qué y dan entender que es más bien un asunto de camaradería.

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Pilar vino entonces con un cuchillo y rompió el cinturón, después arrebató de los brazos de Alicia el cuerpo de Gerardo y salió rayando llanta en su camioneta rumbo al hospital.

rompió el cinturón, después arrebató de los brazos de Alicia el cuerpo de Gerardo y salió rayando llanta en su camioneta rumbo al hospital. “Yo sabía que mi hijo ya iba muerto y como quiera lo llevé”, cuenta Pilar. Una mujer de bata blanca y estetoscopio salió a la sala de espera de la clínica 87 del IMSS sólo para decirle que ya no había nada que hacer. “¿Por qué hijo, por qué lo hiciste, te queremos chingos?’”, preguntó Pilar frente al cuerpo de Gerardo, postrado en la camilla del hospital. Le respondió el silencio del cuarto y don Pilar contestó con dos puñetazos a la pared. Todavía tiene la mano amoratada, negra, de los golpes. Los gritos de Alicia, que había alcanzado a Pilar, con sus demás hijos después de dar vueltas y vueltas en un taxi buscándolo en todas las clínicas, la 81, la 13, lo sacaron de su estupor. Ella había tenido la esperanza de que

los doctores hubieran revivido con sus aparatos a Gerardo. Cuando vio que una carroza parqueó afuera de la clínica perdió el juicio y se perdió toda ella. “Mi hija se adelantó corriendo con mi esposo, ya nomás vi que se agachó gritando y dije ‘no, mijo ya no… No me lo revivieron”, narra Alicia. En sus ojos llueve. La noticia se regó por todo el barrio y las calles de la colonia “Las Américas” se anegaron de lágrimas. “Ese día yo me había ido a una alberca y cuando llegué me dijeron lo que había pasado, les dije que no era cierto, que no jugaran con eso, me dijeron ‘no, es de verdad’, Lloré bastante…”, me narra Brayan, 12 años. La tarde en el panteón, fue el acabose. Alicia, que se había pintado y puesto bonita para despedir a su bebé, - a Gerardo le gustaba chulearla aunque ella no anduviera arreglada -, no soportó ver bajar a la fosa el féretro de su hijo, que le echaran tierra, que lo metieran ahí, que se fuera a

agusanar. Quería que su marido la sepultara con él. “Échenme ahí, con mijo, ahí quepo”, gritaba. Pero eso es lo que todo mundo sabe y Gerardo ya no regresará más para aclarar lo que falta: ¿por qué se fue? Aunque a la familia le han llegado noticias de que Gerardo ya ha andado haciendo travesuras por las casas de sus vecinos, A doña Anita, una vecina del barrio, le pareció escuchar en su casa el sonido que hacía el envase de refresco de 2.5 litros cada que Gerardo pasaba por la calle pateándolo con las rodillas. Y el mismo don Pilar jura haber visto vagar por la casa la sombra del niño la noche en que lo velaban. Alicia quiere verlo, añora verlo con toda su alma. Tiene algo muy importante que preguntarle, dice. “Te quiero aquí, conmigo hijo. Métete en mi sueño y explícame qué pasó, porque no entiendo…’”.

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/diseño: Marco Vinicio Ramírez R.

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Alicia trató de descolgarlo entre gritos, pero no pudo.

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Cuando la puerta se abrió Alicia tuvo ante sí, como un relámpago, la imagen de su hijo colgado del toallero del baño por el cuello con un cinturón. Estaba vestido.


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La tarde en el panteón, fue el acabose. Alicia, que se había pintado y puesto bonita para despedir a su bebé, - a Gerardo le gustaba chulearla aunque ella no anduviera arreglada, no soportó ver bajar a la fosa el féretro de su hijo, que le echaran tierra, que lo metieran ahí, que se fuera a agusanar. Quería que su marido la sepultara con él.



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