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Las mariposas nocturnas

Las mariposas nocturnas

A Ana y Francisco Segovia.

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Para el fiel corazón que apenas llora, Es aquélla, región consoladora, Para el alma que en sombras se adelanta, ¡Oh, es celeste Eldorado y Tierra Santa! Mas quien cruza sus lindes aún viviente, No osa nunca mirarle frente a frente; Sus secretos profundos jamás fía, ¡Jamás! a ojos abiertos todavía. Tal lo manda su Rey, su Rey nos veda Que allí el párpado inquieto alzarse pueda; Y si ante el alma que llegó, se esfuma Todo aquel mundo entre hechizada bruma. Por una senda oscura y desolada, Sólo de ángeles malos frecuentada Donde un ídolo reina, que se nombra La noche, en trono de misterio y sombra, Alcanzará, quien visionario ambule, Aquella penumbrosa, última Tule. Edgar Allan Poe

Cuando lo vi rozarle la mejilla con el fuete, supe lo que yo tenía que hacer. Era extraño porque a él le gustaban las adolescentes. Ésta tenía como dieciocho años. Para impresionarla llegué en el bugui desde el primer día. Eso no le hizo el menor efecto. Me di cuenta de que era una empresa difícil y comencé a visitarla todas las tardes, a la caída del sol. Calculaba que estuviera terminando de corregir los trabajos de sus alumnos de quinto y sexto año, que ella tenía a su cargo en la escuela que don Hernán sostenía. A veces había algunos buenos que me daba a leer, radiante, y supe entonces por dónde debía atacar. Me gustaba visitarla. Comencé a prestarle libros, que devoraba. Tragedias griegas, novelas de Musset, de Jorge Sand… en fin, todo lo que se me iba ocurriendo; libros de arte, de viajes. Su cara ovalada, de cutis muy fino, se ensombrece o se ilumina conforme va leyendo. Porque no se cuida de mí ni gasta formalismos. Lee o mira minuciosamente los álbumes como si estuviera sola. Únicamente cuando me necesita para algo, levanta los delgados párpados y me pregunta. Sobre Francia, sobre la India, Europa. Sí, yo he estado allí con él y en otras muchas partes, y le cuento todo lo que puedo. Cómo, con miles de meticulosidades, él ha traído de los diferentes países árboles y pájaros. No me impaciento: estoy simplemente cumpliendo con mi deber. Su boca fina, su frente amplia, la nariz delicada y los enormes ojos negros, sombreados, quizá conmuevan a muchos, pero no a mí. No quiero. Alguien le ha dicho algo. Lo noto en su silencio reticente y en los párpados bajos, en la falta de preguntas y de interés por algunos días. Pero estoy decidido, ella no tiene padres, está sola, es muy conveniente. De pronto comienza a preguntarme sobre la casa-hacienda. Si es verdad que hay todo un piso que es enorme jaula para pequeños pájaros de todas las variedades y clases; sobre la alberca rodeada de pilastras dóricas, sobre los flamencos, los pavorreales y los jardines. Esta curiosidad ya no me gusta, y le traigo más álbumes y más libros. Ahora vuelve a un dilatado ensueño mientras observa o lee. Ya no me pregunta nada sobre nada. Creo que ha llegado el momento. —¿Eres virgen? —Sí. —Te ofrezco quinientos pesos en oro por tu virginidad. Dos horas de una noche. Nada más. Nunca volverás a ser molestada ni nadie lo sabrá. No hay el menor peligro de embarazo. (Arredondo, I., 1979, pp. 166-167)

En este cuento, Inés aborda el tema de la soledad desde el personaje de Manuel, un hombre que viene de China y se dedica a sembrar diversas plantas para luego venderlas. Nos narra que vive en Culiacán y lleva muchos años asentado en ese lugar, pues ahí contrajo matrimonio con Lu y tuvieron tres hijos. Sin embargo, Manuel se siente fuera de lugar, pues su pronunciación falla y esto le impide comunicarse efectivamente con los demás “y eso era todo: suficiente para que lo consideraran inferior, todos, todos” (Arredondo, 1979).

Manuel es incomprendido, ni siquiera con sus hijos puede compartir el gusto por apreciar el arte o de observar las cosas como la luna, todos a su alrededor parecen no entender ni querer hacerlo. La única persona que demuestra aprecio por él y su intelectualidad, es don Hernán- personaje que también aparece en otro de los cuentos de Arredondo-, quien es su amigo e incluso le prestó las tierras en las que vive y siembra.

Manuel se siente y de alguna manera está solo, Lu lo ha dejado hace algunos años y sus hijos no se preocupan por él, en el pueblo lo creen tonto y “hay tantas cosas que quisiera decir, que ha intentado decir, pero renunció a ello porque suenan ridículas, él las oye ridículas en su tartajeo de niño que todavía no sabe hablar” (Arredondo, 1979), por lo que tiene que buscar la manera para protestar, para decir todo lo que no pudo decir.

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