Colombia, biodiversidad, educación. Hace años, un amigo fugado de la ingeniería forestal para iniciar una carrera como abogado, intentaba persuadirme de que la diversidad biológica y cultural colombiana era una maldición, porque el resultado era un país ingobernable. El tiempo me ha enseñado que ese iniciado en las ciencias jurídicas me estaba revelando la nuez de un reto nacional: conocer las complejas reglas de eso que llaman naturaleza; entender las numerosas relaciones que establecemos con ella y que, silenciosas o no, signan nuestra manera de ser y estar en este terruño cada vez menos nuestro; y gestionarla en consecuencia, “iluminados” por ese conocimiento y entendimiento. Tareas titánicas para cualquier país, incluso para uno que no desestime y erosione sistemáticamente el valor y el derecho a la educación, como el nuestro. Vanguardistas en adopción de conceptos y paradigmas, bastante limitados en la investigación e instrumentación que nos permita modular y ponderar su utilidad, y muy mediocres en comunicación pública de su valor y en eficacia política de la gestión. Aún somos un país que no se reconoce megadiverso y, consecuentemente, no asume la riqueza de serlo. El creciente número e intensidad de las crisis y conflictos alrededor de su gestión podría indicar que la indiferencia y desinterés de todos tiende a disminuir, lo cual debería aprovecharse para tener discusiones cada vez más honestas, completas y contextualizadas acerca de la responsabilidad que tenemos en la conservación de la preciosa diversidad de la vida que aún pulula en nuestro suelo, y sobre la función que ella cumple en nuestras posibilidades y modalidades de bienestar. En un país anestesiado por múltiples violencias, la educación en biodiversidad debe ser un proyecto permanente de tolerancia, reconciliación, y humanidad. En Colombia, aquellos que hemos tenido el privilegio de la educación superior y además la dicha de formarnos en la comprensión de los procesos naturales y las dinámicas ecológicas tenemos la enorme responsabilidad profesional y ética de participar de forma cada vez más responsable, crítica y propositiva en el debate público sobre el desarrollo y en la apropiación ciudadana de la biodiversidad, en todas las escalas territoriales. No hacerlo es cada vez más reprochable e inconsecuente con la generosidad de la vida que hemos experimentado. La inaudita imaginación de la vida y la cultura en Colombia debe hacer parte esencial de toda práctica educativa, para que algún día podamos ser custodios serios y orgullosos de este paraíso del que hasta ahora sólo logramos ser parásitos. Por ello, la cultura y la educación deben fundarse sobre las notas, matices y sabores de nuestra fantástica policromía y polifonía. Necesitamos ese saber para poder bienparir reglas de juego cultural y ecológicamente apropiadas. De lo contrario, nuestras formas de habitarlo y las normas que tan prolífica y obsesivamente decretamos para regular las relaciones y transacciones que mantenemos con él, serán sólo la nítida expresión de nuestra estrechez y de nuestra torpeza, o el mandato de un puñado de mafiosos internacionales del bienestar. Y así, por ese camino, lo único que lograremos será exhibir en las ferias mundiales del turismo, con tamboras de acrílico y vacía vanidad, nuestra cada vez más fantasmagórica y mitológica biodiversidad.
@vasmujo