Jennifer y Andrés

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Copyright ©Valeria Duque Valeria Duque Fotografía Fotografía: Verónica Ramírez Textos: La Libreta Morada Diseño: Marcela Restrepo Siegert Información de contacto: www.valeriaduque.net v@valeriaduque.net Tel: (+57) 317.853.8063 Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción parcial o total de esta obra, ni su almacenamiento o transmisión por ningún medio, ya sea mecánico o electrónico, incluída su fotocopia, grabación o almacenamiento de información, sin el permiso expreso y por escrito del propietario del copyright.

Impreso en Estados Unidos de América. 2021.


DICEN QUE LOS AMANTES INFALIBLES SON AQUELLOS QUE SE QUIEREN PORQUE CONVERSAN. Y CONVERSAN PORQUE SE QUIEREN. CONVERSAR ES UNA FORMA DE QUERER A ALGUIEN: TEJER CON EL OTRO, AGUARDAR, SILENCIARSE, ESCUCHAR, VOLVER A TEJER. ES ASIRSE DE UN CAMINO QUE NO TIENE FIN. ESO: VOLVERSE INFINITOS. INDISOLUBLES. ¿ACASO CUÁNTAS PAREJAS CUENTAN CON ESA SUERTE? JENNIFER Y ANDRÉS SE SABEN DENTRO DE ESE GRUPO ESCASO.


31 DE DICIEMBRE 2016 – 2017 Andrés le escribió por Facebook un mensaje de feliz año. Algo simple, pero que le hiciera saber que la recordaba. Que recordaba esa noche de fiesta empresarial en la que bailaron tanto. Que recordaba que no la había llevado a la casa, y que le debía una salida. Ella le respondió muy pronto. También recordaba al compañero nuevo, los seis meses de cruzarse por los corredores o en reuniones esporádicas, los bailes de aquella rumba y la salida pendiente, pero estaba en Nueva York visitando a su mamá. Algún día tenía que regresar, y ese día él aprovecharía para invitarla, para decirle —si contaba con la suerte— que siempre le pareció linda, muy linda, y que después la vio interesante; que quería saber más de ella, conocerla, quizás bailar si el ritmo se ponía a su favor. Jennifer aterrizó en Medellín un seis de enero y el sábado de esa semana pactaron salir. Si alguien podía describir la alegría con precisión ese era Andrés. Y mientras él se imaginaba el encuentro — a dónde irían, de qué hablarían, qué harían— le llegó un mensaje de ella: no voy a poder ir. Su mamá había llegado de sorpresa. Él creyó que era una excusa: ¿no había ella recién ido? ¿No habían estado juntas hacía una semana? Recuerda que invitó a algunos amigos a tomarse algo, estaba aburrido. No sabía muy bien por qué, pero sintió un sinsabor. Por fortuna, pocos días después las cosas tomaron cauce: saldaron deudas. Desde el momento en que estuvieron sentados, frente a frente, o lado a lado, la conversación fue lo que suelen ser las conversaciones entre ambos: un oasis, un bosque, el mar en calma, una noche estrellada; el lugar que les hace transitar el tiempo de otra forma, olvidar la turbulencia, el afán y el ruido de afuera. Esa noche terminaron tomando aguardiente en el mismo bar donde habían bailado tanto. Esa noche se dieron el primer beso. Esa noche él llegó sintiéndose como un adolescente: leve y apresurado. Vinieron más noches y un “seamos novios” en una hostería en Santafé de Antioquia —un 4 de febrero—. Vinieron más conversaciones y un noviazgo muy especial de cuatro años: de besos a escondidas en la oficina, de chocolates y flores, de noticas, de salsa, de planes tranquilos y familiares y de fiestas, de un café que comienza a las nueve de la mañana y termina a las once sin que se den mucha cuenta del paso del reloj, de caminatas al aire libre, de aprender y admirarse mutuamente. De entenderse, sobre todo, como un equipo. Eso: se dan la mano y como un conjuro que hacen al cielo, prometen, una y otra vez, acompañarse en los sueños del otro como si se tratasen de los propios. No es algo que fuerzan. Se les da naturalmente: están alineados, como el Sistema Solar; coinciden, como el río en el mar. Declaran los planes y los cumplen. Ella el sostén. Él la diversión. Los dos la incondicionalidad para el otro.

2020 Jennifer y Andrés son una pareja particular. Se saben tan certeros, el uno con el otro, que no vacilan nunca cuando de planes trascendentales se trata. Compraron un apartamento que les entregaban a finales de 2020, y aunque no hubiera un anillo de compromiso empezaron a planear su matrimonio. Es que son sólidos, como un meteorito que atraviesa la tierra. Están al pie del cañón, pase lo que pase. Entonces, llegó la pandemia, pero siguieron —cada uno desde su casa— reuniéndose con la wedding planner. La mente optimista de ambos les decía que el virus sería algo efímero, que pronto habría anillo, compromiso, fiesta. Se reunieron de manera virtual con algunos proveedores, mientras Andrés pensaba en algún lugar donde la naturaleza prevaleciera, tal vez Santa Marta. Pero la pandemia se extendió, vinieron los encierros: hicieron citas a través de una pantalla, se cuidaron en la distancia, siguieron conversando como lo han hecho siempre. Recordaron que son árbol, —y raíces— que son roca —y solidez— y que son nube —y libertad—.


POR EL RESTO DE MI VIDA Julio. El Gobierno anuncia algunas excepciones. Traducción: Andrés aprovecha para organizar una tarde en Forest y preguntarle a Jennifer lo que los dos ya saben. Quiere sorprenderla, quiere que sea un secreto y un misterio, quiere que ella no sospeche. Se inventa un plan paralelo para lograrlo. Mi jefe y su novia nos invitaron a un asado en la casa de ellos, le dice. Es el viernes, en la tarde. ¿Cómo te vas a ir vestido?, le pregunta ella. Formal, le responde él. Llegan a Forest y a Jennifer no se le hace extraño. Quizás reservaron un lugar para asegurarse de estar al aire libre, piensa. Ve más carros. Quizás no somos los únicos invitados, piensa otra vez. Se bajan y nota que el lugar está decorado con flores y velas. Es un ambiente romántico, tenue. Tampoco lo encuentra atípico: así es él, de detalles fortuitos. Andrés le dice que no hay asado, que quería un momento especial para los dos después de varios meses sin verse. Hay un fotógrafo, un chef, un músico. Recuerdan esa tarde con precisión. La narran entre los dos. Mientras ella cuenta que comieron crema de tomate y pimentones, con arroz y solomito; él completa que la salsa de tamarindo y el vino estaban deliciosos. Ella dice que conversaban, como siempre, en una alegría infrecuente y escasa. Por fin otra vez juntos, por fin. Y, de pronto, el músico empezó a cantar canciones de Andrés Cepeda. Ella estaba feliz. Él estaba nervioso. La chaqueta —donde tenía guardado el anillo— ella la había hecho a un lado. ¿Quieres chicle?, se le ocurrió decir para tener una excusa. Cogió la chaqueta. Que infinito es este instante Que sagrado este momento De mirarnos frente a frente Y escucharnos en silencio Siento que lo más profundo Y en lo inmenso de esta calma Se resuelven para siempre Nuestra pena nuestros dramas Mas allá del placer y el dolor O del bien y del mal Que trajimos cargados A este punto del camino He dejado mi equipaje He vaciado mis bolsillos He llegado hasta tu puerta Para continuar contigo Por el resto de mi vida Y en el tiempo que me quede Viajaré sin rumbo fijo A donde nuestro amor nos lleve Desde el cielo más sublime Hasta el abismo de los días Voy amarte intensamente Por el resto de mi vida...

Cantó el músico. Como un augurio, como una propuesta, como un conjuro, como una promesa, como una suerte, como una nube. Entonces, él se lo preguntó. Y también se lo confirmó: que era la mujer de su vida, que previamente le había pedido su mano a su mamá, que habían sido los cuatro años más felices... Ella lo abrazó, tembló, lloró. Lloraron los dos. Y después rieron: porque el anillo le quedó grande, porque él se lo midió en todos los dedos, porque se había llevado uno de muestra y estaba seguro de que le quedaría bien. Qué importaba: ya lo importante estaba dicho. Ya lo importante estaba hecho. Fieles a esa convicción que tienen de proteger la intimidad, de cercar los momentos valiosos y dejarlos para ellos dos, no llamaron a nadie. Tampoco lo publicaron en redes. Siguieron, en su mansa serenidad, disfrutando del postre, de la música, del atardecer que caía lento. Luego, ya en la casa, donde siguieron celebrando —con torta, con vino, con rosas, con corazones cortados a mano— les contaron a las familias y a los amigos más cercanos. Es difícil identificar a la felicidad cuando está sucediendo, pero lo supieron allí: aquel era uno de los momentos sino más felices, más certeros. Y hay certezas que despiertan un goce único.

EL VESTIDO, EL TRAJE Jennifer no sabía muy bien qué vestido quería, pero sí tenía algunos elementos claros: manguitas, cuello escotado en V, delicado, nada de brillo, con capa, fluido... Fue con su hermana a un showroom de Luisa Nicholls, pero ninguno le llamó mucho la atención. A los días siguientes estuvo en un evento de Alado y allí encontró el que la cautivó, con el check-list imaginado. Se lo midió tres veces, porque sentía que el vestido perfecto no se encontraba tan rápido, pero sí, en este caso sí: a veces, lo indicado se halla fácil y los que más te quieren te lo confirman: hicieron videollamada, al otro lado de la pantalla, su mamá, entre lágrimas, celebraba la alegría del primer momento. Andrés, en cambio, solo sabía que lo quería gris. Nada más. Fue de Carlos Nieto, pero Alado lo complementó con un chaleco, un corbatín y unos zapatos.




UN DÍA ANTES Mañana es un día soñado, pensaban las seis el día anterior: su mamá, sus tres hermanas, su tía y ella. Mañana es un día en el que las seis estaremos felices. Mañana es un día bonito. Y mañana llegó para Jennifer y para todas. Incluso para su papá, que estuvo presente en una medallita que no se quitó nunca; que, desde el cielo, seguramente, aplaudió y festejó. Mañana llegó y se arreglaron todas juntas. Mañana llegó y la alegría arrasó con lo demás. También para Andrés, que había amanecido en la casa de sus padres, que salió a caminar con su papá para hablar de la vida, del matrimonio, del amor, de la convivencia; para escuchar los consejos de quien ya ha transitado un camino más extenso. También fue una mañana profundamente alegre para él: desayunar con su mamá, con su papá, sentirse cobijado por sus primeros amores.





























UN CUATRO Y UN DOCE, O UN PARA SIEMPRE No fue efímero lo que creyeron efímero. No fue breve lo que creyeron breve. No se iba el virus, no se alejaba la pandemia. Calcularon: ¿cuándo podría ser el fin? ¿Cuándo habría un respiro? Un cuatro de diciembre se casaron por lo civil y un doce de junio por la iglesia. De esa última fecha se desprende un andamiaje que armaron juntos: fue fácil ponerse de acuerdo porque a ellos les resultan fáciles los acuerdos, el horizonte que ven es el mismo.



























Prometieron quererse, que es conversar. Prometieron conversar, que es quererse. Prometieron nunca faltar a esa promesa: aislarse del mundo cada que haga falta para encontrarse en el propio. Prometieron adoptar los sueños del otro. No declararon públicamente sus votos, sino que después de la ceremonia —que tuvo ritual de luz y de arras— mientras los invitados estaban en el coctel al ritmo del violín y el saxofón, ellos se adentraron en los árboles y se entregaron las palabras escritas.



























Forest. Naturaleza. Macramé. Elementos mixtos. Flores cálidas. Telar de luces. Plumas. Troncos. Colores otoñales. Lámparas en mimbre. Invitaciones con orquídeas y eucaliptos. Platos de barro con los nombres de cada invitado como recordatorios, porque si algo se disfrutaron ambos fue pensar en la esencia de cada persona. Por eso tuvieron postres para todos los gustos: brownies, barras de coco y nuez, galletas preparadas especialmente por la tía de Jennifer (que además fue una sorpresa) y alfajores perfectamente seleccionados. También hubo arroz, maní, un wok. Cremita para el frío. 75 personas acompañándolos. Intimidad. Cercanía. Conexión. Amor. Luz.











































Lo que vino después lo tienen grabado en el corazón: una fiesta con salsa, merengue, reguetón, con los mismos mariachis que Andrés había contratado para la víspera —y que nunca llegaron por un aguacero, y que esta vez la familia de Jennifer quiso regalarles— un yugo lanzado que se ganó la hermana menor de Jennifer y al final, ellos dos subidos en la tarima bailando al ritmo de la alegría de todas esas personas que los quieren y que ellos quieren. Fueron árbol, nube, roca. Raíces, libertad, firmeza. Fueron todo lo que prometen ser y son: amantes infalibles, el amor que conversa y se quiere hondamente, la pareja que se quiere hondamente y lo conversa, la felicidad del otro, los pies y las alas de los sueños. Lo indisoluble. Lo infinito.































Recordatorio para cuando pasen los años: ha pasado un año. De repente fueron dos. O tres. Ya van cinco. Ya las arrugas comienzan a surcar la piel. Han resistido la prueba del tiempo, lo siguen haciendo. Están de la mano. Leen esta historia. Fue un regalo de Jennifer para Andrés, porque a él le gusta leer, porque a él le gustan las historias. ¿Qué le piden al cielo si cierran los ojos? Ojalá más conversaciones, más camino juntos. Por si acaso: ustedes se quieren, se quieren un montón. Que no lo olviden.




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