Silvina Ocampo -

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S I L V I N A

c u e n t o s

p o e m a s

E D I C I Ó N

O C A M P O

b i o g r a f í a

E S P E C I A L


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Diseñado por Verónica Amigo Utilizando las tipografías de libre uso: Klinic Slab - Diseñada por Joe Prince Raleway - Diseñada por Matt McInerney. Farray - Diseñada por Adrien Coquet 1o edición; 120p; 21x28 cm; Buenos Aires, 17 de noviembre de 2014. © Nivel 2 - Ciclo lectivo 2014 FADU - Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo. UBA - Universidad de Buenos Aires. info@tipografíagonzalez.com www.tipografiagonzalez.com Reservados todos los derechos. No se permite reproducir parte alguna de esta publicación, cualquiera sea el medio empleado –impresión, fotocopia, etc.–, sin el permiso previo del editor.

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Lo Ăşnico que sabemos es lo que nos sorprende: que todo pasa, como si no hubiera pasado Silvina Ocampo

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E L L A 12 18 22

biografía silvina frente al espejo frente al espejo

C U E N T O S 40 46

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el vendedor de estatuas autobiografía de irene

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la casa de azúcar

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la expiación


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so単adora compulsiva la calesita

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el arrepentido

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silencio y oscuridad

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biografĂ­a

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silvina frente al espejo

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frente al espejo

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ELLA 11


b i o g r a f í a (Buenos Aires, 1906 - 1993) Escritora argentina. Era hermana de la escritora y fundadora de la revista Sur, Victoria Ocampo, y esposa del gran narrador argentino Adolfo Bioy Casares. Autora deslumbrante por la calidad literaria de sus cuentos, ha pasado a la historia de la literatura argentina del siglo XX por la crueldad desconcertante que supo imprimir en algunos protagonistas de estos relatos. Nacida en el seno de una familia hondamente arraigada en los círculos culturales argentinos, su primera vocación artística la orientó hacia el cultivo de las artes plásticas; pero, tras recibir lecciones de pintura de Giorgio de Chirico, abandonó los pinceles y se adentró en el mundo de las letras.

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i r r u p c ien ó nel epanorama n e l p a nliterario o r a m aargentino literario argentino Su irrupción vino de la mano de un libro de cuentos, Viaje olvidado (1937), que al cabo de los años acabaría siendo objeto del desprecio de la propia escritora. Tras este mediocre estreno en la narrativa, volvió a las librerías con su primer libro de versos, titulado Enumeración de la patria (1942), en el que se sumaba a la tendencia de recuperar los modelos clásicos de la antigua poesía castellana. Idéntico esfuerzo realizó en su siguiente poemario, Espacios métricos (1945), al que siguieron, dentro del campo de la lírica, otras publicaciones como las tituladas Poemas de amor desesperado (1949), Los nombres (1953) y Pequeña antología (1954). Tras un largo período de s i l e n c i o p o é t i c o en el que el cultivo de la prosa ocupó sus

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1937 Viaje olvidado

1945 Espacios métricos

1949 Poemas de amor desesperado

1940 Antología de la literatura fantástica

1946 Los que aman odian

1953 Los nombres

1942 Enumeración de la patria

1948 Autobiografía de Irene

1954 Pequeña antología

quehaceres literarios, en 1962 volvió a dar a la imprenta otro poemario, Lo amargo por lo dulce, que enseguida quedó considerado como uno de sus mejores logros en el género de la lírica. Finalmente, en 1972 publicó su última entrega poética, titulada Amarillo celeste. Pero las mayores cotas literarias las alcanzó Silvina Ocampo con sus incursiones en el género de la narrativa de ficción, al que contribuyó también con valiosas aproximaciones en forma de ensayos y antologías. Dentro de una de las tendencias congregadas en torno a la revista Sur, y constituida por autores de la talla de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Manuel Peyrou y Enrique Anderson Imbert, Silvina Ocampo apostó por la elevación de la literatura fantástica y policíaca a la categoría de géneros de primer orden. En compañía de su esposo y del mencionado Borges, preparó una Antología de la literatura fantástica (1940) que se convirtió en una de las piezas emblemáticas de la mencionada corriente. Además, aquel mismo año los tres autores presentaron una Antología poética argentina. Posteriormente, volvió a colaborar con Bioy Casares, pero ahora en una obra de creación, la novela

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1956 Los traidores

1962 Lo amargo por lo dulce

1972 Amarillo celeste

1959 La furia y otros cuentos

1966 El pecado mortal y otros cuentos

1987 Y asi sucesivamente

1961 Los invitados

1970 Los días de la noche

1988 Cornelia en el espejo

policíaca titulada Los que aman odian (1946). A partir de entonces se enfrascó en la escritura de numerosos relatos, que fueron viendo la luz en sucesivas recopilaciones: en 1948 apareció el volumen titulado Autobiografía de Irene, al que siguieron los relatos de La furia y otros cuentos (1959), Las invitadas (1961), El pecado mortal y otros cuentos (1966), Informe del cielo y del infierno (1969), Los días de la noche (1970), Y así sucesivamente (1987) y Cornelia frente al espejo (1988). Los cuentos de todos estas recopilaciones están poblados de seres fantásticos que aparecen enfocados desde la ironía y el humor negro de que hace gala su autora, o bien deformados por la extraña percepción de unos narradores incompetentes, incapaces de establecer cualquier pauta ética que les permita separar el bien del mal. Por medio de este recurso en la composición estructural de sus relatos, Silvina Ocampo consigue dejar plasmada una corrosiva crítica de las convenciones sociales de su tiempo, ya que su exagerado distanciamiento de cualquier pauta social establecida y de la realidad circundante pone un contrapunto de desasosiego -y a veces, de explícita crueldad- que amenaza con destruir el lenguaje y las estructuras tradicionales. Además de las obras ya mencionadas, Silvina Ocampo colaboró con el dramaturgo Juan Rodolfo Wilcock en la redacción del drama titulado Los traidores (1956).

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Descalzo silbaba, como un pájaro, Angel. Para ella ser pobre era una virtud, por eso se llamaba Angel el niño pobre que la seduciría. Las cúpulas de vidrio perpetuamente vívidas relumbraban abajo sobre el muro en que jugaba a la pelota, solo, aquel niño vendedor de limones, naranjas coloradas y jazmines del cabo, en el verano con gusto a pétalos de chirimoya. Molesta de pronto no saber el nombre de algo, o saberlo sin descubrir lo que nombra. No saber en este caso el de la primera niñera molesta, pero sé que tenía un nombre con ojos azules como alas de libélula; como la sopa, cutis de tapioca; olor a naftalina y a jabón de España, como los vestidos de invierno a veces, o las camisas de lino.

Debía de quererla mucho

Debía de quererla mucho, pues recuerda la confianza y el orgullo con el cual su madre pronunciaba su nombre, que ha olvidado, y luego su ausencia y la presencia de Rita, la intrusa que la reemplazó, como una puñalada en el corazón. En el largo corredor de servicio, con grandes ventanales altísimos, donde sólo se veía el cielo, buscaba a la niñera un día de calor y de sol.

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s i l v i n a e n e l e s p e j o

La casa parecía vacía, tan vacía y silenciosa que creyó asistir al fin del mundo. Tal vez pasaban por la calle el afilador o el vendedor de botellas, pero no los oía. Nada oía salvo el latido del corazón. Encontró bruscamente en aquel apocalipsis a la intrusa que estaba remendando medias negras. Se le antojó que las remendaba con su pelo, que era grueso y negro y no con suaves hebras del carretel habitual. Aquél era el sitio de la verdadera niñera: la acogedora silla de costura, bajita, con asiento de paja y el respaldo de madera sobada por las manos diarias que la acariciaban, era de ella. Para evitarle una pena, seguramente, su madre le dio más pena por no anunciarle el cambio. Pero sin el voluptuoso llanto su madre o su primera niñera sabían consolarla: pasaban agua fresca por sus ojos o un pañuelito por su frente. Se puso a llorar. París era blanco y frío, frío como un escalón de mármol.

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Los gorriones mansos, las puertas de vidrio giratorias, las escaleras mecánicas ¿existían?, los redondeles de manteca que servían en el hotel, la nieve, la bañera metida adentro de un ropero, las figuras de cera de un museo, algunas estatuas, cuadros tristes le gustaron, y más que todo una muñeca rusa que le regalaron. La muñeca era de madera pintada de azul, de rojo y de verde, y se destornillaba; adentro tenía otra muñeca que a su vez se destornillaba y tenía otra muñeca que también se destornillaba, con otra muñeca adentro y otras y otras y otras iban apareciendo hasta llegar a la última que era tan chiquita que no se destornillaba ni tenía cara. No convenía dejar la chiquita afuera mucho tiempo: podía desvanecerse, podía sufrir o hacerla sufrir.

Eso era París

Eso era París. Recuerda los vidrios coloreados, como un caleidoscopio, de las mamparas del hotel de París, cuando volvió. También las clases de dibujo, a las que asistían sus hermanas, en un cuarto ubicado no sabe muy bien dónde. Se escondía debajo de una mesa para espiar ávidamente y para recoger papeles destinados a la basura. Recuerda bocas, ojos, orejas, narices griegas, que sus hermanas copiaban de otros dibujos hechos sobre láminas limpias, blancas. Le gustaban las gomas de borrar, a veces comía un pedacito. Le gustaba el papel para que alguien le hiciera un barco o una flecha o un saltaperico, como lo llamaba su padre.

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No recuerda a ninguna persona que enseñara dibujo, de modo que podía hacer de cuenta que el profesor de sus hermanas era una mano sola, una mano que manejaba el lápiz y la goma con destreza. Ni siquiera recuerda cómo eran los puños del traje por donde emergía aquella mano solitaria, con un anillo tan impersonal, que también parecía salido de un dibujo. El gusto por las artes plásticas nació en ella junto con el de la música. Lloraba al oír a su hermana tocar en el piano a Chopin, a Schumann, a Schubert, a Reynaldo Hahn, pero ¿en dónde estaba ese piano? ¿En qué continente, en qué país, en qué ciudad, en qué casa?

Y aquel terror de irse al infierno a veces, Y aquel terror de irse al infierno a veces, a un infierno de hielo y no de fuego dentro del mosquitero de su cama, envuelta como un postre preparado por los demonios para Lucifer, oyendo el canto enardecido, agudo, del benteveo cruel entre las madreselvas de un florero de vidrio complicado con racimos violetas, hojas de vid que cubrían el sexo de Adán y Eva, brillante en el espejo del armario que era el emblema de su desventura, y alguna cara que le robó a Dios.

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Entrevista a Silvina Ocampo

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En los años ‘70, Silvina Ocampo no daba entrevistas. Pero se permitía coquetear por teléfono si escuchaba una voz joven. No se negaba de entrada. Imponía condiciones, con la seguridad de que no serían cumplidas. A mí me propuso que le enviara un cuestionario donde ninguna pregunta tuviera que ver con la literatura. Yo, alentada por una voluntad irresponsable, lo logré. Mi admiración por Silvina Ocampo se debía más a sus mitologías que a su calidad literaria. Yo imaginaba que ella amaba parar la oreja en las antecocinas, ser médium de las Clotilde Ifrán, las Ana Valerga y los Celestino Abril, nombres simples llevados de la cátedra oral barriobajera a sus personajes. Si Freud convirtió la pasión de Juanito por los caballos en miedo y a los caballos mismos en una suerte de ectoplasma del padre, ella había inventado los niños transedípicos. En el paidófilo que revela secretos en el cuarto de servicio, la maestra que amenaza con la estatua de los grandes próceres a los niños retrasados y la adivina que fabrica fajas y corpiños en sus ratos de ocio, los niños-personajes de Silvina Ocampo encontraban a ese alguien capaz de arrancarlos de una dialéctica familiar donde la megalomanía ilustrada de los padres convierte sus fornicaciones nocturnas en el fantasma privilegiado

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Por María Moreno Radar; Página 12 5 octubre de 2005

de la novela infantil. Por suerte, en los cuentos de Silvina Ocampo existían el rapto, la soga Prímula y el libidinoso perro Clavel, tan amables como la cacatúa verde que enamoró de niña a la princesa Bibesco. Yo, en esos años, repasaba y repasaba con fervor El antiedipo de Giles Deleuze y Félix Guattari. La entrevisté: Silvina Ocampo se sentaba en forma de esvástica, usaba piloto dentro de la casa y salía a la calle sin cartera. Me enamoré de ella. Y como juzgué que ése era un sentimiento reservado, dejé la cama matrimonial y me mudé a la habitación de mi hijo, que me miraba asombrado a través de los barrotes de la cuna. En esa época, la exageración y las relaciones prohibidas eran bien vistas. La entrevista duró cinco meses. Ella no cesaba de corregirla; yo, de ir a su casa con cualquier pretexto. Me le declaré. Me preguntó qué quería decir exactamente o, mejor dicho, exactamente qué quería hacer. Yo no tenía idea. Ella sonrió y dijo: “Sufro del corazón”. “Yo soy más linda que Alejandra Pizarnik”, le contesté y me fui dando un portazo. La ceguera de la timidez puede convertirse en audacia. Volví. Ella me saludó como si nada hubiera pasado. A modo de paces me prestó un retrato a la carbonilla de Manuel Mujica

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Lainez que acababa de hacer. Lo perdí en la redacción de El Cronista Comercial. Si ahora me pasara una cosa así, no sabría cómo disculparme, pero entonces la conservación de una propiedad privada valiosa me parecía casi indecente. Ella reclamó sin énfasis. Era una dama. En una ocasión, para explicarme su tardanza en abrir la puerta del departamento, me dijo: “No escuché el timbre. Me sumergí en una prolongada y detal- En e st a c a s a los s o n i d os s o n lista digresión acerca de la variedad, tan bajos como las voces que insistencia y capacidad de adaptación e s c u c h a b a J u a n a d e A r c o . de la cucaracha unida a su apariencia Deben ser las cucarachas las de eternidad. Se me acercó con compli- que ensordecen el timbre”. cidad y, bajando la voz, me dijo: “La cucaracha es el Ser”. A pesar de su deseo de controlar la entrevista sin que se le escapara nada, me confió que la anécdota de El pecado mortal, donde el personaje, poco antes de tomar la comunión, se entrega a juegos eróticos con un criado, era autobiográfica. Yo ni me di cuenta de lo que me estaba diciendo y no usé esa confesión en mi nota. Varias veces se quejó del éxito de Poldy Bird, a la que, apreciaba mucho porque la divertía; del de Silvina Bullrich, a la que quería por la misma razón. El otro día, una mujer me paró por la calle y me dijo: “Silvina, ¡qué emoción encontrarla! Compro todos sus libros, todos. ¡Cómo me gustó Los burgueses! Acá justo tengo mi ejemplar, ¿me podría dar su autógrafo?”. ¿Y usted qué hizo? Firmé: Silvina Burrrich. Una vez me hizo un cumplido: luego de intentar en vano hacerla opinar sobre ciertos escritores latinoamericanos, un profesor visitante se disculpó antes de retirarse, con la siguiente frase: “Bueno, es hora de abandonar esta bella conversación”. Silvina Ocampo me miró de reojo y me dijo con falso desdén: “Te llamó conversación. Qué raro, ¿no?”. Cuando la entrevista amenazaba con estar lista, me regaló un auto minúsculo que perdí dentro de la cartera. Yo le regalé un tapiz con un Cristo tercermundista que imitaba la artesanía popular salteña (era horrendo). Me contestó con una carta tan personal como una tarjeta de Navidad. Una vez entré bruscamente en el departamento de la calle Posadas. Estaban sentados en la oscuridad Borges, Silvina y Victoria Ocampo. No fui presentada. Victoria me pre-

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guntó si mi poncho salteño era auténtico. Por supuesto que no, pero no contesté. Buscaba la puerta. Escribo porque no me gusta hablar, para dejar un testimonio más de la vida o para luchar contra ese exceso de materia que acostumbra a rodearnos. Pero si lo medito un poco, diré algo más banal. ¿Cómo empezó? Apenas me acuerdo cómo. Escribí con tiza en los escalones de una glorieta: “Si no existiera el punto de interrogación, nadie mentiría”; acto que mereció una penitencia. Luego: “Me da miedo la sombra tan negra de la rosa, tan rosada cuando no es sombra”. ¿Por qué nunca abordó la novela? Lo he hecho algunas veces. Este plural me exime de referirle mis experiencias que serían muy largas de contar y equivaldría a escribir otra novela titulada Mi experiencia con las novelas. Además, por cábala, hasta no publicarlas (pues espero publicarlas algún día) no las contaré. Cuénteme el recuerdo más antiguoque tenga. Creo que es un pedazo de vidrio verde de botella rota que encontré en la orilla del lago de Palermo y creí que era una piedra preciosa. ¿Pensé que estaba en las excavaciones de Taormina? ¿Escondí la piedra preciosa dentro de mi mano para que nadie supiera que se efectuaban excavaciones tan importantes? Apreté el vidrio en la palma de la mano. Me lastimó, brotó sangre. No fue motivo para desencantarme, ya que en la piedra quedó una pincelada roja. Tal vez fue mi primera pintura. ¿Cómo empezó a pintar? En mi infancia, con lápices de colores o con pastel. Una de las pinturas mías que prefiero (y seguramente la prefiero porque la perdí) es la de la estatua de terracota que sostenía un jarrón que derramaba agua sobre una fuente. De la boca rota de la estatua manaba también agua debido a algún desperfecto de la instalación. Estaba en una quinta del Tigre, entre hojas de palmera y de

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bambú. En el fondo se vislumbraba una piragua sobre el río. Como no había llevado pinturas aquel día, dibujé con un lápiz prestado y un papel de esos que hay en las panaderías para envolver facturas. Pude colorear el dibujo con hojas gruesas, pasto y una flor cuyos pétalos largaban un jugo rojo; utilicé un lápiz labial que froté contra el papel. Usted no me creería si le digo que eso fue mi mejor pintura. Es claro que nadie puede comprobarlo porque la perdí. ¿Dejó alguna vez de pintar? Nunca. Por mucho que me lo proponga, porque tal vez me perturba. Ella me abandona a veces, me echa de su dominio severamente como si pintar fuera como rezar, una obligación mística. ¿De qué manera irrumpe lo fantástico en su vida? Como el canto de un mono en la noche. Y ese canto, ¿le resulta agradable o desagradable? Agradable... Un día, y a pesar de que siempre me trajeron mala suerte, quise comprar un pájaro. Un vendedor me los mostró, uno por uno. Yo deseaba elegirlo por su canto, no por su plumaje. El vendedor me señalaba, por ejemplo, un canario. Yo pensaba: detesto el canto del canario. Luego un zorzal, que me gusta tanto. Pero no me decidía. El vendedor me mostrabacalandrias, cardenales, tordos y hasta una cotorra que, según él, cambiaría mi suerte. Pero yo seguía resistiéndome. Entonces escuché un sonido muy extraño que provenía de las jaulas ubicadas en la parte inferior del cuarto. “Ese es el canto que quiero”, dije. El vendedor me indicó con un gesto el lugar de donde provenía. Me acerqué y vi un mono tan pequeño que su cara era como una mano.

No, aunque sólo de noche ocurren cosas tan misteriosas. ¿Era de noche?

No, aunque sólo de noche ocurren cosas tan misteriosas. Silvina Ocampo sonríe desde la penumbra. Detrás de ella, a lo largo de las abarrotadas bibliotecas, sobre la chimenea o la mesa ratona, decorada con escenografías de Norah Borges, al margen de toda ostentosidad o sentido de conservación, los objetos yacen circunscriptos a sus funciones específicas: los relojes, a la imperfecta medición del tiempo –ninguno anda–; los retratos, a la evocación

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o a la nostalgia; los pisapapeles, a la mera justificación de su nombre; el pasillo, al acercamiento geográfico o al diario y saludable cultivo del terror. Ella se pone de pie para encender una lámpara, cuya débil luz apenas logra disminuir la oscuridad del living, y permite el descubrimiento de algunas fotografías que, desde los anaqueles, motivan afectuosas presentaciones: Jorge Luis Borges, Pepe Bianco, Alejandra Pizarnik, André Gide, Franz Kafka... Tiene un tic: acariciar un colgante que le cae sobre el escote –con una piedra rota engarzada–, tal vez el mismo cuya pérdida y recuperación envió a las puertas del infierno a una mujer llamada Camila en su cuento Los objetos. Sus respuestas eluden obstinadamente la referencia temporal, la anécdota fácil protagonizada por hombres gloriosos, el relato de su propia existencia. “Yo no tengo autobiografía. Tendría que inventarla.” Cuando de pronto entra alguien, seguramente un empleado de la casa, para ofrecer una bebida, lo mira como a un desconocido, como si tener personal de servicio fuera algo que pudiera ignorar en su propia casa. ¿Por qué diría Sabato en Gente que a usted no le gustaba Bustos Domecq? A pesar de que hayan pasado ya veinte años de aquella época, yo diría que es una interpretación apresurada sobre mis gustos. Le haría notar además que yo no necesitaba irme a oír a Brahms cuando mi marido hablaba con Borges. Porque la música de Brahms estaba ahí, como las paredes, rodeándonos, pues en el cuarto donde oíamos música, charlábamos, leíamos, estábamos y no podríamos sustraernos de la música, cuando alguien ponía algún disco. ¿Por qué dice que es un juicio apresurado? Porque podría yo decir que las cosas que más me gustaron a veces son aquellas que me gustaron con cierta repugnancia al principio o casi simultáneamente; por ejemplo, el caviar. “No me gusta el caviar”, habré dicho alguna vez, y luego: “¿Sabés que no es tan feo el caviar?”, o bien: “No me gusta Goya, con sus brujas, cuando yo era chica dibujaba así”. Luego: “¿Sabés que me gusta bastante?”. Finalmente: “Creo que Goya es el pintor que más me gusta”. Sabato, que es tan sutil, ¿no comprenderá esto? Claro, comprende todo, pero se trata de un wishful thinking (algo así como expresión de deseos) retrospectivo.

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¿Por qué no le gustan las entrevistas? Tal vez porque protagonizo en ellas el triunfo del periodismo sobre la literatura. ¿Qué prefiere, su poesía o su prosa? Creo que son tan diferentes que se equilibran entre sí, hasta podrían matarse por contumacia. Pero escribir poesía me produce casi siempre una especie de empalagamiento intolerable, sin paliativo. En cambio, tengo el hábito resignado de la prosa. Con mi prosa puedo hacer reír. ¿Será una ilusión? Nunca, ninguna crítica menciona mi humorismo. ¿Podría ser que ese humorismo exista para usted sola? No, creo que algunos cuentos míos gustaron por su humorismo. A lo mejor éste es un poco especial y, porque no pueden catalogarlo ni compararlo conotros, los críticos lo olvidan. Pepe Bianco me dijo ayer: “Eramos cinco o seis personas, nos reíamos mucho leyendo algunos de tus cuentos”; “¿Pero les gustó?”, le pregunté. Bianco se impacientó: “Pero, ¿qué más querés?”. ¿Le gustó que le dijeran eso? Me encantó. Si me hubieran dicho: “Lloramos leyendo algunos de tus cuentos”, no me hubiera gustado. ¿De qué prejuicios es motivo su apellido? Nunca se me ocurrió que existieran esos prejuicios. Manuel Puig me llamó O Field; otras personas me dicen ¡Oh Campo! Naturalmente, estas variaciones me gustan mucho. Cuando se otorgó el voto a la mujer en la Argentina, ¿qué actitud tomó? Confieso que no me acuerdo. Me pareció tan natural, tan evidente, tan justo, que no juzgué que requería una actitud especial. Su hermana Victoria, por ejemplo, hizo polémicas declaraciones... Es que yo estaba en un claustro. ¿En uno verdadero o imaginario? En uno verdadero.

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¿En cuál? No sé. ¡Estuve en tantos! ¿Cómo incide la política en su vida? Como la peor y la más atormentadora de las materias de estudio. ¿Cuál es su opinión sobre las feministas? Mi opinión es un aplauso que me hace doler las manos. ¿Un aplauso que le molesta dispensar? ¡Por qué no se va al diablo! Hábleme bien de Victoria Ocampo. Es tan sincera que nunca disimula lo mucho que le gusta algo que a uno no le gusta nada. Hábleme mal de Victoria Ocampo. Es muy difícil hablar mal de ella sin hablar bien de ella. Por ejemplo: es tan sincera que nunca disimula lo poco que le gusta algo que a uno le gusta mucho. Por eso ser sincero es ser potente. ¿Cuál fue el encuentro más importante de su vida?

A . B . C . ¿Bastarán las tres primeras letras del abecedario para denominar un encuentro tan importante? ¿Podría contarme ese encuentro? No podría, sucedió en la oscuridad, la oscuridad de la sombra, cuando deslumbra el sol. (Mientras habla o entrega con reticencia sus respuestas mecanografiadas, se escucha a lo lejos el tintineo de una gotera. “Tengo que escribir algo sobre las goteras, sobre su música.”) ¿Cuál es el lugar más hermoso de la Tierra? El campo de la provincia de Buenos Aires, donde las nubes son las montañas; las flores moradas o el lino, el mar; los espejismos, la orilla de un lago. Hay muchos lugares más hermosos, pero éste me cautiva, no sé por qué misterio. Cuando viajé, siempre me llamaba

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la atención esa nostalgia tan arbitraria. Cuando oí cantar un ruiseñor, extrañé el nuestro, que es el zorzal. ¿Quiénes son sus fantasmas? Hoy, en cierto modo, todo resulta un poco fantasmal para mí, más aún que las personas, los objetos. Me acuerdo en especial de uno de ellos. Estaba en el centro de un jardín de invierno de la casa de mis padres, en la esquina de Viamonte y Florida. (Era en realidad la suma de tres casas que estaban separadas por sendos patios. En una de ellas vivíamos nosotros, en otra unas tías abuelas y en una tercera funcionaba el escritorio de mi padre.) El objeto al que me refiero es una estatua: un niño que luchaba contra un viento de mármol. Ese es uno de mis fantasmas favoritos. También recuerdo una claraboya verde, de ese vidrio con que se fabrican los frascos antiguos. Le dediqué un cuento que todavía me gusta y que se titula “Cielo de claraboya”. ¿Qué es la virtud? ¿Existe? La virtud es tan dominante y variada, tan ecléctica, que puede ser un defecto o una virtud gigante como los detergentes que deterioran, como el jabón en polvo, como los engañosos perfumes expuestos en las vidrieras de las farmacias en enormes botellas o en fascinantes envases de material plástico. Negar la virtud sería negar los defectos. Nada es tan maravilloso, deslumbrante, avasallador. ¿Cuál es su mayor pecado? M i v o z , con z y con s,

¿Qué es el mal? porque el prójimo es Un cuadro pintado con e l e s p e j o d e u n o m i s m o . acrílico: un durazno tan lindo que parece una alcancía, devorado por un gusano que parece un dragón. Cuénteme un sueño. Este es un sueño que no he olvidado y que puedo contar. Espero que no se duerma. A la caída de la noche yo subía, por un camino boscoso, una sierra. El sendero, entre arbustos con espinas, no era empinado. En el silencio, yo advertía crujidos de ramas que indicaban que alguien se escondía. Debía de correr algún peligro porque aceleraba mi marcha y de pronto el miedo me inmovilizaba. Ninguna luz brillaba entre las ramas de las plantas. Era un paisaje, tal vez en Córdoba, más bien invernal, de

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gran sequía. La oscuridad se volvió muy profunda. Después de caminar de nuevo entre el polvo de la senda, bruscamente llegué a una meseta iluminada por una intensa luz. Si el bosque era negro y gris, aquí la meseta era azul y dorada. Sobre una tarima vislumbré un piano de cola, negro y lustroso, como de ébano, con la tapa abierta y el interior del instrumento a la vista (por una extraña perspectiva). La visión de ese piano nítido, con su forma armónica, me produjo una intensa felicidad, como si del piano hubieran surgido todas las músicas dilectas. ¿Y una pesadilla? ¿ N o

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Con la flexibilidad de un cuerpo irreverentemente joven, se desplaza por el cuarto para mostrar unas fotografías: la primera es de una mujer de arena que ella misma modeló, y cuya pérdida a orillas del mar fue motivo de uno de sus mejores poemas; la segunda pertenece a una estatua que rescató o mandó rescatar de una antigua casona de Adrogué ya desaparecida y cuyas mutilaciones reparó con un poco de arcilla encontrada en el campo. El giro absurdo tomado por algunas preguntas parece no desconcertarla sino más bien satisfacer su deseo de seducción. ¿Y qué opinión tiene sobre esas muñecas de porcelana que están sentadas sobre los acolchados de algunas solteronas? Más interesante sería saber qué opina esa muñeca. Podría preverlo, pero sería el punto de partida de un cuento que ahora mismo se me ocurre y si tengo la suerte de escribirlo se lo dedicaría a usted. Yo conocí a un muñeco con un capuchón, todo vestido de blanco, que hablaba: “¿Querés jugar conmigo?”, susurraba, “no tengas miedo”; a mí me daba un miedo horrible, pero a los chicos los hacía reír muchísimo, “Brr, brr, qué frío tengo”. La muñeca de porcelana antigua no habla, desaparece enigmáticamente, tiene un vestido cuyas puntillas servirán para adornar las vestimentas de la moda actual. Sus ojos quedaron debajo de la almohada. También me dan miedo sus ojos, como la voz del muñeco que habla. En las cálidas antecocinas familiares, en cuartos del suburbio apenas adornados por una lechuza embalsamada y una piel de tigre

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comida por las polillas, en atiborrados saloncitos para la costura, tal vez Silvina Ocampo haya aprendido, con el placer de enfrentar un ritual prohibido, las sabidurías de la medicina doméstica, las sentencias simples que jamás se equivocan, a leer en las líneas de la mano el pequeño pliegue dejado por los celos, las islas de dolor que interrumpen el curso de la vida, el triángulo ínfimo que representa a la locura. Sospechosa de una erudición que jamás exhibe, prefiere deslizar ante su interlocutora los ecos de ese aprendizaje: “Los ojos dorados cambian de color todo el tiempo”; “¿No vio,cuando estaba embarazada, en la trama del L a v i d a tapiz que tejía, el rostro de su futuro hijo?”; p o n e s e ñ a l e s en todas partes, sólo que la gente Cuénteme un viaje. Por el camino de la montaña que lleva n o p e r m a n e c e a t e n t a ” a Megéve, en el mes de enero, en pleno L u e g o c o n t i n ú a e l j u e g o . invierno, avanzaba el automóvil como sobre algodón. Un precipicio a un lado, perfecto como una tapicería, la piedra abrupta del otro, leves como plumas de cisne, perfeccionaban la soledad. Pero la nieve no es tan buena como parece. De pronto un “convoy extraordinario” (así lo llaman en Francia) lentamente detuvo su marcha. Iba adelante, ocupando casi todo el ancho del camino. Las huellas que dejaban las ruedas del camión hacían patinar las de nuestro automóvil, empujándolo al abismo. Cuando se detuvo el camión y tuvimos que frenar, se deslizó ligeramente el automóvil. Caía la noche, íbamos a bajar del coche para pedir consejo al camionero. Me alcé las botas: la izquierda en el pie derecho, la derecha en el pie izquierdo. “ D i ce n q u e t r a e m a l a s u e r t e” , musité aterrada, cuando vi, pegados casi el vidrio de la ventanilla, cuatro farolitos que parecían de bicicleta. Qué extraño, pensé, ciclistas a esta hora, a esta altura y con esta nieve. Los farolitos subían y bajaban en el aire. Pensé que tampoco la acrobacia ciclística podía convenir a ese clima. Me saqué la bota izquierda, luego la derecha. Me calcé las botas, cada una, ahora, en su pie correspondiente. Cuando volví a mirar la oscuridad, me pareció esta vez que los farolitos eran ojos de gato o de perro. No me equivoqué, eran ojos, ojos de lobos que miraban. Recordé que había leído en alguna parte que cuando los lobos saltan alegremente es porque se preparan para un festín. Entreabrí el ventilete y grité al camionero: “Señor, ¿éstos son lobos o perros? ¿Perros

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o lobos?”, repetí, cambiando el orden de las palabras. Durante unos instantes pregunté en francés con mi mejor pronunciación: “¿Loups o chiens? ¿Chiens o loups?”. Creería el hombre que yo lo insultaba porque en francés armonizaban mal las palabras. Nadie contestó, conectamos la radio, movimos los diales, oímos algo de Schumann... Debía ser un gran pianista el que tocaba el piano. Los lobos debían escuchar porque no se movían. Aumentamos el volumen del sonido en el momento en que se oyeron los aplausos y la voz estruendosa de un locutor que habló de Schumann con énfasis: los ojos súbitamente desaparecieron. El “convoy extraordinario” se puso lentamente en marcha; en el momento de arrancar casi se nos vino encima. Detrás de esa mole peligrosa, pero protectora en cierto modo, reanudamos el viaje. Casi arrepentida de llegar tan pronto, ( p o r q u e e l m i e d o e s a v e c e s u n e l e m e n t o m á g i c o ) arribamos a Megéve. ¿En qué cree Silvina Ocampo? Creo de mil maneras: en la reencarnación, en la divinidad... Creo en el perro, hasta en la rosa, en Santa Rita porque lleva un libro misterioso en la mano que nunca he podido leer; en el Espíritu Santo, en el alma de las plantas. ¿También en el cielo? Y en el infierno, porque abruma creer que ha de haber tantas personas que no creen en nada. ¿Quién cree que la espera en el cielo? Me daría mucho trabajo contestar. ¿Y en el infierno? Todo el mundo. Tanta gente que apenas se oye lo que dicen. ¿A quién quisiera usted encontrar? A los que me esperan en el cielo. ¿Y al paraíso cómo se lo imagina? Si el que imaginó el paraíso fue tan omnipotente, ¿cómo podría yo imaginar un paraíso que no fuera más fácil de perder? Vanamente se transforma la manzana en durazno. Adán en Ceferino Namuncurá.

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El paraĂ­so seguirĂĄ siendo vulnerable.

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el vendedor de estatuas autobiografía de irene la casa de azúcar la expiación soñadora compulsiva la calesita el arrepentido silencio y oscuridad

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CUEN TOS 39


1937

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Viaje olvidado Buenos Aires, Sur

e l d e

v e n d e d o r e s t a t u a s Para llegar hasta el comedor, había que atravesar hileras de

puertas que daban sobre un corredor estrechísimo y frío, con paredes recubiertas de algunas plantas verdes que encuadraban la puerta del excusado. En el comedor había manteles muy manchados y sillas de Viena donde se habían sentado muchas mujeres y profesores gordos. Mme. Renard, la dueña de la pensión, recorría el corredor golpeando las manos y contemplaba a los pensionistas a la hora de las comidas. Había un profesor de griego que miraba fijamente, con miedo de caerse, el centro de la mesa; había un jugador de ajedrez; un ciclista; había también un vendedor de estatuas y una comisionista de puntillas, acariciando siempre con manos de ciega las puntas del mantel. Un chico de siete años corría de mesa en mesa, hasta que se detuvo en la del vendedor de estatuas. No era un chico travieso, y sin embargo una secreta enemistad los unía. Para el vendedor de estatuas aun el beso de un chico era una travesura peligrosa; l e s t e n í a e l m i s m o m i e d o q u e se les tiene a los payasos y a las mascaritas.

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En un corralón de al lado el vendedor de estatuas tenía su taller. Grandes letras anunciaban sobre la puerta de entrada: “Octaviano Crivellini. Copias de estatuas de jardines europeos, de cementerios y de salones”; y ahí estaba un batallón de estatuas temibles para los compradores que no sabían elegir. Había mandado construir una pequeña habitación para poder vivir confortablemente. Mientras tanto vivía en la casa de pensión de al lado y antes de dormirse les decía disimuladamente buenas noches a las estatuas. Sentado en la mesa del comedor Octaviano Crivellini era un hombre devorado de angustias. Estaba delante de los fiambres desganado y triste, repitiendo: “No tengo que preocuparme por estas cosas”, “No tengo que preocuparme por estas cosas”. El chico de siete años se alojaba detrás de la silla y con perversidad malabarista le daba pequeñas patadas invisibles, y esta escena se repetía diariamente; pero eso no era todo. Las patadas invisibles a la hora de las comidas, las hubiera podido soportar como picaduras de mosquitos de otoño, terribles y tolerables porque existe el descanso del mosquitero por la noche, las piezas sin luz y el alambre tejido en las ventanas, pero las diversas molestias que ocasionaba Tirso, el chico de siete años, eran constantes y sin descanso. No había adónde acudir para librarse de él. Debía

de tener una madre anónima, un padre aterrorizado que nadie se atrevía a interpelar.

Hacía ya una semana de aquella noche en que se había escapado de la casa detrás de él. Sin duda lo había visto repartir besos con un movimiento habitual de limpieza sobre las cabezas de yeso que se movían en la noche con frialdad de estrella. Tirso se rió destempladamente y cabalgó sobre un león con melena suelta y abultada. La luna hacía de la tierra un lago relleno de sombras donde lloraban ángeles de cementerio, alguna Venus de ojos vacíos, algu-

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No ha bía ad ón de ac ud ir pa ra lib ra rse de él

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na Diana Cazadora corriendo contra el viento, algún busto de Sócrates. Octaviano, al ver a Tirso cabalgando sobre uno de sus leones preferidos, abrevió rápidamente su despedida nocturna y se fue abrumado de vergüenza y terror. Tirso, creyendo que el vendedor inmóvil de estatuas no lo había visto, sintió que tenía un poder prodigioso de invisibilidad, y volvió a acostarse en puntas de pie con la sensación de haber presenciado un milagro. Desde ese día todas las noches lo había seguido hasta el corralón, se había familiarizado con las estatuas, con las manos y los pies de yeso guardados en los armarios, con los perros blancos. Octaviano en cambio se había distanciado de sus estatuas, las limpiaba ahora con escasas caricias delante del chico. Tirso empezó a cansarse de ese don de invisibilidad del que gozaba desde hacía poco tiempo. El jugador de ajedrez le había hablado dos o tres veces. El ciclista le había dado un caramelo. La comisionista le había probado un cuello de puntillas, confundiéndolo con una chica, un día que llevaba un delantal, pero el vendedor de estatuas no le hablaba. Cuando terminaron de comer, Octaviano se levantó como un chico en penitencia, sin postre -él, que hubiera deseado que Tirso se quedara sin postre.Se ató un pañuelo alrededor del pescuezo y salió como de costumbre. Tirso lo siguió. Empezaba a grabar su nombre con tiza colorada en las estatuas y Octaviano creía enloquecer de pena. Tirso lo desalojaba, le robaba su tranquilidad, lo asesinaba subterráneamente, y Tirso era inconmovible e independiente como lo son raras veces los grandes criminales. Cuando volvió a acostarse, al querer cerrar la puerta de su cuarto sintió una fuerza gigante que la retenía; hizo tentativas inútiles por cerrarla, hasta que de pronto, inesperadamente, se le vino encima, aplastándole casi el brazo. Pocos minutos después la puerta volvió a abrirse. No era necesa-

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rio ver quién abría la puerta con esa fuerza, no podía ser sino Tirso; y esta escena, como las otras, se repitió todas las noches. Las primeras veces trató de juntar toda su fuerza en los ojos al clavarlos sobre Tirso, pero los ojos de Tirso eran duros como paredes metálicas. Tenía unos ojos que nunca debían de haber llorado, y solamente matándolo se lo podía quizás lastimar un poco. En el fondo del corralón había un gran armario donde el hombre desesperado se refugió una noche. Tirso, al ver que no estaba allí el vendedor de estatuas, se fue decepcionado. Pero persistió en sus cabalgatas nocturnas. Empezó a notar que sus actos eran tan invisibles como su cuerpo: los nombres que había grabado en las estatuas, no los encontraba nunca la noche siguiente; por eso sacó su cortaplumas para grabarlos, como en los árboles, de una manera más segura. Una noche llena de perros que ladraban a la luna, el vendedor de estatuas se retiró más temprano que de costumbre en el refugio del armario. Tirso no se resolvía a bajarse de encima del león, pero al fin empezó a trotar en círculos y semicírculos enloquecidos, arrastrando un ruido de fierros oxidados por el suelo. El vendedor de estatuas después de un rato no oyó más nada; el silencio y el bienestar habían entrado de nuevo en la noche circundante. Iba a salirse del armario cuando Quedaba poco aire respirable, quizás alca- oyó dar a la llave dos vueltas nzaría para unas horas de vida; sintió que lo encerraban. desfilar todas las estatuas que había vendido y que no había vendido a lo largo de su existencia. Un ángel de cementerio estaba cerca de él y le indicaba el camino al cielo. Llevaba un nombre grabado sobre la frente. Tuvo miedo: sacó el pañuelo y borró largamente el nombre en la obscuridad del armario donde se acababan las últimas gotas de aire y de luz que todavía le permitían vivir.

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1948

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Autobiografía de Irene Sudamericana Buenos Aires

a u t o b i o g r a f í a d e I r e n e Ni a las iluminaciones del veinticinco de mayo, en Buenos Aires,

con bombitas de luz en las fuentes y en los escudos, ni a las liquidaciones de las grandes tiendas con serpentinas verdes, ni al día de mi cumpleaños, ansié llegar con tanto fervor como a este momento de dicha sobrenatural. D e s d e m i i n f a n c i a f u i p á l i d a c o m o a h o r a , “tal vez un poco anémica”, decía el médico, “pero sana, como todos los Andrade”. Varias veces imaginé mi muerte en los espejos, con una rosa de papel en la mano. Hoy tengo esa rosa en la mano (estaba en un florero, junto a mi cama). Una rosa, un vano adorno con olor a trapo y con un nombre escrito en uno de sus pétalos. No necesito aspirarla, ni mirarla: sé que es la misma. Hoy estoy muriéndome con el mismo rostro que veía en los espejos de mi infancia. (Apenas he cambiado. Acumulaciones de cansancios, de llantos y de risas han madurado, formado y deformado mi rostro.) Toda morada nueva me parecerá antigua y recordada. La improbable persona que lea estas páginas se preguntará para quién narro esta historia. Tal vez el temor de no morir me obligue a hacerlo. Tal vez sea para mí que la escribo: para volver a leerla, si por alguna maldición siguiera viviendo. Necesito un testimonio. Me aflige sólo el temor de no morir. En realidad pienso que lo único triste que hay en la muerte, en la idea de la muerte, es saber que no podrá ser recordada por la persona que ha muerto, sino, únicamente, y tristemente, por los que la vieron morir.

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M e

l l a m o

Me llamo Irene Andrade. En esta casa amarilla, con balcones de fierro negro, con hojas de bronce, brillantes, como de oro, a seis cuadras de la iglesia y de la plaza de Las Flores, nací hace veinticinco años. Soy la mayor de cuatro hermanos turbulentos, de cuyos juegos participé en la infancia, con pasión. Mi abuelo materno era francés y murió en un naufragio que abrumó y oscureció de misterio sus ojos en un retrato al óleo, venerado por las visitas en las penumbras de la sala. Mi abuela materna nació en este mismo pueblo, unas horas después del incendio de la primera iglesia. Su madre, mi bisabuela, le había contado todos los pormenores del incendio que había apresurado su nacimiento. Ella nos trasmitió esos relatos. Nadie conoció mejor aquel incendio, su propio nacimiento, la plaza sembrada de alfalfa, la muerte de Serapio Rosas, la ejecución de dos reos en 1860, cerca del atrio de la iglesia antigua. Conozco a mis abuelos paternos por dos fotografías amarillentas, envueltas en una especie de bruma respetuosa. Más que esposos, parecían hermanos, más que hermanos, mellizos; tenían los mismos labios finos, el mismo cabello crespo, las mismas manos ajenas, abandonadas sobre las faldas, la misma docilidad afectuosa. Mi padre, venerando la enseñanza que había recibido de ellos, cultivaba plantas: era suave con ellas como con sus hijos, les daba remedios y agua, las cubría con lonas en las noches frías, les daba nombres angelicales, y luego, “cuando eran grandes”, las vendía con pesar. Acariciaba las hojas como si fueran cabelleras de niño; creo que en sus últimos años les hablaba; por lo menos, fue la impresión que tuve. Todo esto irritaba secretamente a mi madre; nunca me lo dijo, pero en el tono de su voz, cuando le oía decir a sus amigas “¡Ahí está Leonardo con sus plantas! ¡Las quiere más que a sus hijos!”, yo adivinaba una impaciencia permanente y muda, una impaciencia de mujer celosa. Mi padre era un hombre de mediana estatura, de facciones hermosas y regulares, de tez morena y pelo castaño, de barba casi rubia. De él, sin duda, habré heredado la seriedad, la flexibilidad admirada de mi pelo, la bondad natural del corazón y la paciencia –esa paciencia que parecía casi un defecto, una sordera o un vicio–. Mi madre, en su juventud, fue bordadora: esa vida sedentaria dejó

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I


I r e n e

A n d ra d e

en ella un fondo como de agua estancada, algo turbio y a la vez tranquilo. Nadie se hamacaba con tanta elegancia en la mecedora, nadie manejaba los géneros con tanto fervor. Ahora, tendrá ya esa afectación perfecta que da la vejez. Yo sólo veo en ella su maternal blancura, la severidad de sus ademanes y la voz: hay voces que se ven y que siguen revelando la expresión de un rostro cuando éste ha perdido su belleza. Gracias a esa voz puedo averiguar todavía si son azules sus ojos o si es alta su frente. De ella habré heredado la blancura de mi tez, la afición a la lectura o a las labores y cierta timidez orgullosa y antipática para aquellos que, aun siendo tímidos, pueden ser o parecer modestos. Sin alarde puedo decir que hasta los quince años, por lo menos, fui la preferida de la casa por la prioridad de mis años y por ser mujer: circunstancias que no seducen a la mayor parte de los padres, que aman a los varones y a los menores. Entre los recuerdos más vívidos de mi infancia mencionaré: un perro lanudo, blanco, llamado Jazmín; una virgen de diez centímetros de altura; el retrato al óleo de mi abuelo materno, que ya he mencionado; y una enredadera con flores en forma de campanas, de color anaranjado, llamada Bignonia o Clarín de Guerra. Vi al perro blanco en una especie de sueño y luego, con insistencia, en la vigilia. Con una soga lo ataba a las sillas, le daba agua y comida, lo acariciaba y lo castigaba, lo hacía ladrar y morder. Esta constancia que tuve con un perro imaginario, desdeñando otros juguetes modestos pero reales, alegró a mis padres. Recuerdo que me señalaban con orgullo, diciéndoles a las visitas: “Vean cómo sabe entretenerse con nada”. Con frecuencia me preguntaban por el perro, me pedían que lo trajera a la sala o al comedor, a la hora de las comidas; yo obedecía con entusiasmo. Ellos fingían ver el perro que sólo yo veía; lo alababan o lo mortificaban, para alegrarme o afligirme. El día en que mis D e e l l a h a b r é h e r e d a d o l a b l a n c u r a padres recibieron del Neuquén un perro d e m i t e z , l a a f i c i ó n a l a l e c t u r a o lanudo, blanco, enviado por mi tío, nadie a l a s l a b o r e s y c i e r t a t i m i d e z dudó que el perro se llamara Jazmín y que o r g u l l o s a y a n t i p á t i c a p a r a mi tío hubiera sido cómplice de mis juegos. a q u e l l o s q u e , a u n s i e n d o Sin embargo mi tío estaba ausente desde t í m i d o s , p u e d e n ser o parecer modestos.

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hacía más de cinco años. Yo no le escribía (apenas sabía escribir). “Tu tío es adivino”, recuerdo que me dijeron mis padres en el momento de mostrarme el perro: “¡Aquí está Jazmín!” Jazmín me reconoció sin asombro; lo besé. Como un triángulo celeste, con ribetes de oro, la Virgen fue formándose, adquiriendo volumen en las distancias de un cielo de junio. Hacía frío aquel año y los vidrios estaban empañados. Con mi pañuelo limpiaba, abría pequeños rectángulos en los vidrios de las ventanas. En uno de esos rectángulos el sol iluminó un manto y una cara colorada, diminuta y redonda, informe, que al principio me pareció sacrílega. La belleza y la santidad eran dos virtudes, para mí, inseparables. Deploré que su rostro no fuera hermoso. Lloré muchas noches tratando de modificarlo. Recuerdo que esta aparición me impresionó más que la del perro, porque en esa época yo tenía alguna tendencia al misticismo. Las iglesias y los santos ejercían una fascinación

sobre mi espíritu. Rezaba secretamente a la Virgen; le ofrendaba flores; en vasitos de licor, dulces que brillaban; espejitos; agua de Colonia. Encontré una caja de cartón apropiada para su tamaño; con cintas y cortinas la transformé en altar. Al principio, al verme rezar, mi madre sonreía con satisfacción; después, la vehemencia de mi fervor la inquietó. Oí que le decía a mi padre, una noche, junto a mi cama, creyendo que yo dormía: “¡No vaya a volverse una santa! ¡Pobrecita, ella que no molesta a nadie! ¡Ella que es tan buena!” También se inquietó al ver la caja vacía frente a un cúmulo de flores silvestres y de velitas, pensando que mi fervor era el comienzo de una profanación. Quiso regalarme un San Antonio y una Santa Rosa, reliquias que habían pertenecido a su madre. No las acepté; dije que mi virgen estaba toda vestida de celeste y de oro. Indicándole con mis manos el tamaño de la virgen, le expliqué tibiamente que su cara era roja y pequeña, tostada por el sol, sin dulzura, como la cara de una muñeca, pero expresiva como la de un ángel. Ese mismo verano, en el bazar donde se surtía mi madre, en el escaparate, aapareció p a r e c la i ó virgen: l a v i era r g elan Virgen : e r a de l a Luján. Vi r g e n de Luj á n . No dudé que mi madre la hubiera encargado para mí. Con exactitud en el tamaño y en el color de la virgen, en la forma de su rostro. Recuerdo que se quejó del precio, porque estaba averiada. La trajo envuelta en un papel de diario.

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El retrato de mi abuelo, ese majestuoso adorno de la sala, cautivó mi atención a los nueve años. Detrás de un cortinado rojo, junto al cual se destacaba la efigie, descubrí un mundo aterrador y sombrío. Esos mundos agradan a veces a los niños. Grandes extensiones sonoras y oscuras, como de mármol verde, rotas, heladas, furiosas, altas, en partes como montañas, se estremecían. Junto a ese cuadro sentí frío y gusto a lágrimas en mis labios. En unos corredores de madera, mujeres con el pelo suelto, hombres afligidos, huían en actitudes inmóviles. Una mujer cubierta con una enorme capa, un señor de quien nunca vi el rostro, llevaban de la mano a un niño con un caballito de madera en los brazos. En alguna parte llovía; una alta bandera flameaba al viento. Ese paisaje sin árboles, tan parecido al que podía ver a la caída de la tarde, en las últimas calles de este pueblo –tan parecido y a la vez tan distinto–, me perturbaba. En el sillón, sola, frente al retrato, me desmayé un día de verano. Mi madre contaba que al despertarme pedí agua, con los ojos cerrados; gracias a esa agua que ella me dio, y con la cual refrescó mi frente, me salvé de una muerte inesperadamente prematura. En el patio de nuestra casa, por primera vez a fines de una primavera, vi la enredadera con flores anaranjadas. Cuando mi madre se sentaba a tejer o a bordar, yo retiraba las ramas (que sólo yo veía) para que no le estorbaran. Yo amaba el color anaranjado de sus pétalos, el nombre bélico (pues tenía la virtud de confundirse con las páginas de historia que estudiaba entonces) y el perfume tenue, como de lluvia, que se desprendía de sus hojas. Un día, mis hermanos, oyéndome pronunciar su nombre, comenzaron a hablar de San Martín y de los granaderos. En interminables tardes, los ademanes que yo hacía para retirar las ramas del rostro de mi madre, para que no le molestaran, parecían dedicados a espantar esas moscas que se quedan agresivamente quietas en un lugar del espacio. Nadie previó la futura enredadera. Una inexplicable timidez me impidió hablar de ella, antes de su llegada. Mi padre plantó la enredadera en el mismo lugar del patio en donde yo había previsto su forma opulenta y su color. En el mismo lugar en donde se sentaba mi madre (por alguna razón, debido al

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sol, tal vez, mi madre no pudo sentarse en otro rincón del patio; por alguna razón, la misma, la planta no pudo colocarse en otra parte). Yo era juiciosa y callada; no me alabo: estas virtudes subalternas originan a veces graves defectos. Por atonía o por vanidad, era más estudiosa que mis hermanos; ninguna lección me parecía nueva; me agradaba la quietud que permite el libro; me agradaba, sobre todo, el asombro que causaba mi extraordinaria facilidad para cualquier estudio. No todas mis amigas me querían, y mi compañera favorita era la soledad que me sonreía a la hora del recreo. Leía de noche, a la luz de una vela (mi madre me lo había prohibido porque era malo, no sólo para la vista, sino para la cabeza). Durante un tiempo estudié el piano. La maestra me llamaba “Irene la Afinada” y este sobrenombre, cuyo significado no entendí y que mis compañeras repitieron con ironía, me ofendió. Pensé que mi quietud, mi aparente melancolía, mi pálido rostro, habían inspirado el sobrenombre cruel: “La Finada”. Hacer bromas con la muerte me pareció poco serio para una maestra; y un día, llorando, porque ya conocía mi equivocación y mi injusticia, inventé una calumnia contra esa señorita que había querido alabarme. Nadie me creyó, pero ella, en la soledad de la sala, tomándome de la mano, me dijo una tarde: “Cómo puede usted repetir cosas tan íntimas, tan desdichadas!” No era un reproche: era el comienzo de una amistad. Hubiera podido ser feliz; lo fui hasta los quince años. La repentina muerte de mi padre determinó un cambio en mi vida. Mi infancia terminaba. Trataba de pintarme los labios y de usar tacos altos. En la estación los hombres me miraban, y tenía un pretendiente que me esperaba los domingos, a la salida de la iglesia. Era feliz, si es que existe la felicidad. Me complacía en ser grande, en ser hermosa, de una belleza que algunos de mis parientes reprobaban.

E r a fe l i z , p e r o l a r e p e n t i n a m u e r t e d e m i p a d r e , co m o d i j e a n t e r i or m e n te , determinó un cambio en mi vida. Cuando murió yo tenía preparado, desde hacía tres meses, el vestido de luto, los crespones; ya había llorado por él, en actitudes nobles, reclinada sobre la baranda del balcón. Ya había escrito la fecha de su muerte en una estampa; ya había visitado el cementerio. Todo esto se agravó a causa de la indiferencia que demostré después del entierro.

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E r a

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C o m p r e n d í , u n a

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p u e d e n

p r e v é

t i n o

d e l

Aun hoy, después de tantos años, no olvida el anticipado vestido de luto, la fecha y el nombre escritos en una estampa, la visita inopinada al cementerio, mi indiferencia por esa muerte en el seno de una familia numerosa y afligida.“ Algunas personas me miraban con desconfianza. No podía reprimir mis lágrimas al oír ciertas frases sarcásticas y amargas, generalmente acompañadas de una guiñada. (Sólo entonces el olvido me pareció una dicha.) Se dijo que yo estaba poseída por el demonio; que había deseado la muerte de mi padre para usar un vestido de luto y un prendedor de azabache; que lo había envenenado para frecuentar sin restricciones los bailes y la estación. Me sentí culpable de haber desencadenado tanto odio a mi alrededor. Pasé largas noches de insomnio. Logré enfermarme pero no pude morir como lo había deseado. No se me había ocurrido que yo tuviera un don sobrenatural, pero cuando los seres dejaron de ser milagrosos para mí, me sentí milagrosa para ellos. Ni Jazmín, ni la virgen (que se había roto con sus recuerdos) existían. Me esperaba el porvenir austero: se alejaba la infancia. Me creí culpable de la muerte de mi padre. Lo había matado al imaginarlo muerto. Otras personas no tenían ese poder. Culpable y desdichada, me sentí capaz de infinitas felicidades futuras, que únicamente yo podía inventar. Tenía proyectos para ser feliz: mis visiones debían ser agradables; debía ser cuidadosa con mis pensamientos, tratar de evitar las ideas tristes, inventar un mundo afortunado. Era responsable de todo lo que sucedía. Trataba de eludir las imágenes de las sequías, de las inundaciones, de la pobreza, de las enfermedades de la gente de mi casa y de mis conocidos. Durante un tiempo ese método pareció eficaz. Muy pronto comprendí que mis propósitos eran tan vanos como pueriles. En la puerta de un almacén tuve que presenciar la pelea de dos hombres. No quise ver el cuchillo secreto, no quise ver la sangre. La lucha parecía un abrazo desesperado. Se me antojó que la agonía de uno de ellos y el terror anhelante del otro eran la final reconciliación. Sin poder borrar un instante la imagen atroz, tuve que

n o r m a l e s , l o s

t r a t a r a

i m á g e n e s ,

d e

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l a s

i m p e r i o s a .

cló con la tierra de la calle. Traté de analizar el proceso, la forma en que se desarrollaban mis pensamientos. Mis previsiones eran involuntarias. No era difícil reconocerlas; se presentaban acompañadas de ciertos signos inconfundibles, siempre los mismos: una brisa leve, una brumosa cortina, una música que no puedo cantar, una puerta de madera labrada, una frialdad en las manos, una pequeña estatua de bronce en un remoto jardín. Era inútil que tratara de evitar estas imágenes: en las heladas regiones del porvenir la realidad es imperiosa. Comprendí, entonces, que perder el don de recordar es una de las mayores desdichas, pues los acontecimientos, que pueden ser infinitos en el recuerdo de los seres normales, son brevísimos y casi inexistentes para quien los prevé y solamente los vive. El que no conoce su destino inventa y enriquece su vida con la esperanza de un porvenir que no sobreviene nunca: ese destino imaginado, anterior al verdadero, en cierto modo existe y es tan necesario como el otro. Las mentiras que dijeron mis amigas me parecieron a veces más ciertas que las verdades. He visto expresiones de beatitud en personas que vivían de esperanzas defraudadas. Creo que esa falta esencial de recuerdos, en mi caso, no provenía de una falta de memoria: creo que mi pensamiento, ocupado en adivinar el futuro, tan lleno de imágenes, no podía demorarse en el pasado. Asomada a los balcones, veía pasar con caras de hombres a los niños que iban al colegio. De ahí mi timidez ante los niños. Veía las futuras tardes con sus diálogos, sus nubes rosadas o lilas, sus nacimientos, sus terribles tormentas, las ambiciones, las crueldades ineludibles de los hombres con los hombres y con los animales. Ahora comprendo hasta qué punto los acontecimientos alcanzaron a ser como últimos recuerdos para mí. Con cuánta desventaja reemplazaron los recuerdos. Por ejemplo: si yo no tuviera que morir, esta rosa en mi mano, este momento, no me dejarían recuerdos, los habría perdido para siempre entre un tumulto de visiones de un destino futuro. Recatada en las som-

n u n c a : e n

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d e

i n e x i s t e n t e s

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p u e spresenciar l laonítidas muerte,ala sangre c o t e cmez-i m i e n que an los pocos días se

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c r e o

f u t u r o , p a s a d o .

t a n 55


bras de los patios, en los zaguanes, en el atrio helado de la iglesia, reflexionaba con devoción. Trataba de apoderarme de los recuerdos de mis amigas, de mis hermanos, de mi madre (porque eran más extensos). Fue entonces que la visión conmovedora de una frente, luego, de unos ojos, luego, de un rostro, me acompañaron, me persiguieron, formaron mi anhelo. Muchos días, muchas noches, tardó ese rostro en formarse. Esto es verdad: tuve el deseo ardiente de ser una santa. Quise con vehemencia que ese rostro fuera el de Dios o el de un niño Jesús. En la iglesia, en las estampas, en los libros y en las medallas busqué aquel rostro adorable: no quise encontrarlo en otra parte, no quise que ese rostro fuera humano, ni actual, ni cierto.

Pienso que a nadie le habrá costado tanto reconocer las amenazas del amor. ¡Oh deslumbrados llantos de mi adolescencia! Sólo ahora puedo recordar el tenue y penetrante perfume de las rosas que Gabriel, mirándome en los ojos, me regalaba al salir del colegio. Esa presciencia hubiera durado toda una vida. En vano traté de postergar mi encuentro con Gabriel. Preveía ya la separación, la ausencia, el olvido. En vano traté de evitar las horas, los senderos, los lugares propicios a su encuentro. Esa presciencia hubiera podido durar toda una vida. Pero el destino puso en mis manos las rosas y, ante mis ojos, sin asombro, al verdadero Gabriel. Inútiles fueron mis lágrimas. Inútilmente copié las rosas en papel, escribí nombres, fechas en los pétalos: una rosa podrá ser perpetuamente invisible en un rosal, frente a nuestra ventana, o en una mano enamorada que nos la ofrece; sólo el recuerdo la conservará intacta, con su perfume, su color y la devoción de las manos que la ofrecieron. Gabriel jugaba con mis hermanos, pero cuando yo aparecía con un libro o con mi bolsa de labores y me sentaba en una silla del patio, dejaba sus juegos para ofrecerme el homenaje de su silencio. Pocos niños fueron tan sagaces. Con pétalos de flores, con hojas, construía pequeños aeroplanos. Cazaba luciérnagas y murciélagos: los amaestraba. De tanto observar los movimientos de mis manos había aprendido a hacer labores. Bordaba sin ruborizarse: los arquitectos hacían planos de casas; él, cuando bordaba, hacía planos de jardines.

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¡Ah, cómo esperé penetrar, sin saberlo, en el claustral recuerdo de esos momentos! Con qué anhelo, sin saberlo, esperé la muerte, única depositaria de mis recuerdos. Una fragancia hipnótica, un murmullo de eternas hojas, en los árboles, acude para guiarme por los senderos tan olvidados de aquel amor. A veces un acontecimiento que me parecía laberíntico, lento en desarrollarse, casi infinito, cabe en dos palabras. Mi nombre, escrito en tinta verde o con un alfiler, en su brazo, que ocupó seis meses de mi vida, ocupa ahora una sola frase. ¿Qué es estar enamorado? Durante años se lo pregunté a la maestra de piano y a mis amigas. ¿Qué es estar enamorado? Recordar, en la complicación de otros espacios, una palabra, una mirada; multiplicarlas, dividirlas, transformarlas (como si nos desagradaran), compararlas, sin tregua. ¿Qué es un rostro amado? Un rostro que nunca es el mismo, un rostro que se transforma infinitamente, un rostro que nos defrauda... S i l e n c i o Ni aquellos lápices de colores, ni las pasd e c l a u s t r o s tillas de goma, ni las flores que me regaló, y d e r o s a s h a b í a nos delataron. Grababa mi nombre en e n n u e s t r o c o r a z ó n . los troncos de los árboles, con su corN a d i e p u d o a d i v i n a r taplumas, y durante las penitencias lo e l m i s t e r i o q u e n o s u n í a . escribía con tiza, en la pared.

Me amaba: en la noche, en el patio oscurecido de mi casa, yo sentía crecer, con la naturalidad de una planta, su amor involuntario.

–Cuando me muera le regalaré todos los días bombones y escribiré su nombre en todos los troncos de árboles del cielo –me dijo un día. –¿Cómo sabes que iremos al cielo? –le respondí– ¿Cómo sabes que en el cielo hay árboles y cortaplumas? ¿Acaso Dios te permitirá recordarme? ¿Acaso en el cielo te llamarás Gabriel y yo Irene? ¿Tendremos el mismo rostro y nos reconoceremos? –Tendremos el mismo rostro. Y si no lo tuviéramos, también nos reconoceríamos. Aquel día de carnaval, cuando usted se vistió de estrella y hablaba con una voz de hielo la reconocí. Con los ojos cerrados, después la he visto muchas veces. –Me has visto cuando no estaba. Me has visto en tu imaginación. –La he visto cuando jugábamos a los heridos. Cuando yo era

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el herido y me vendaban los ojos, adivinaba su llegada. –Porque yo era la enfermera, y tenía que llegar. Veías por debajo de la venda: hacías trampa. Fuiste siempre tramposo. –Sin trampa la reconocería en el cielo. Disfrazada la reconocería, con los ojos vendados la vería llegar. –¿Entonces crees que no habrá diferencias entre este mundo y el cielo? –Nos faltará lo que aquí nos incomoda: parte de la familia, las horas de acostarse, algunas penitencias y los momentos en que no la veo. –Tal vez sea mejor el infierno que el cielo –me dijo otro día–, porque el infierno es más peligroso y me gusta sufrir por usted. Vivir entre llamas, por su culpa, salvarla continuamente de los demonios y del fuego, sería para mí una dicha.

–¿Pero quieres morir en pecado mortal? –¿Por qué mortal y no inmortal? Nadie olvida a mi tío: cometió un pecado mortal y no le dieron la extremaunción. Mi madre me dijo: “Es un héroe; no escuches los comentarios de la gente”. –¿Por qué piensas en la muerte? Generalmente los jóvenes evitan esas conversaciones tristes y desfavorables –protesté un día–. Pareces un viejo en este momento. Mírate en un espejo.

No había ningún espejo cerca. Se miró en mis ojos. –No parezco un viejo. Los viejos se peinan de otro modo. Pero soy grande ya, y conozco la muerte –me contestó– La muerte se parece a la ausencia. El mes pasado, cuando mi madre me llevó por dos semanas al Azul, mi corazón se detenía, y en mis venas, en lugar de sangre, tristemente sentí correr un agua fría. Pronto tendré que irme más lejos y por un tiempo indeterminado. Me reconforta imaginar algo más fácil: la muerte o la guerra. A veces mentía para conmoverme: –Estoy enfermo. Anoche me desmayé en la calle.

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Si le reprochaba sus mentiras, me contestaba: –Sólo se miente a la gente que uno quiere: la verdad induce a muchos errores. –Nunca me olvidaré de ti, Gabriel.

El día en que le dije esa frase, ya lo había olvidado. Sin aflicciones, sin llantos, ya acostumbrada a su ausencia, me alejé de él, antes que se fuera. Un tren lo arrancó de mi lado. Otras visiones me separaban ya de su rostro, otros amores; despedidas menos conmovedoras. A través de un vidrio, en la ventanilla del tren, vi su último rostro, enamorado y triste, borrado por las imágenes superpuestas de mi vida futura. No fue por falta de entretenimientos que mi vida se tornó melancólica. Alguna vez confundí mi destino con el destino de la protagonista de una novela.

Debo confesarlo: confundí la prevista cara de una lámina con una cara verdadera. Esperé algunos diálogos que después leí en un libro, en una ciudad desconocida, en el año 1890. No me asombraba la anticuada vestimenta de los personajes. “Cómo van a cambiar las modas”, pensaba con indiferencia. La figura de un rey, que no parecía un rey, porque sólo mostraba la cabeza en una lámina de un libro de historia, en las penumbras de otoño me dedicaba sus miradas afectuosas. Antes, los textos de los libros y sus personajes no se me habían aparecido como futuras realidades; es cierto que hasta entonces no había tenido la oportunidad de ver tantos libros. Los libros de uno de mis abuelos estaban relegados al último cuarto de la casa; atados con piolines, envueltos en telarañas, los vi cuando mi madre decidió venderlos. Durante varios días

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los revisamos pasándoles trapos y plumeros, pegándoles las hojas rotas. Yo leía en los momentos de soledad. Alejada de Gabriel, comprendí milagrosamente que sólo la muerte me haría recuperar su recuerdo. La tarde que no me perturbaran otras visiones, otras imágenes, otro porvenir, sería la tarde de mi muerte y yo sabía que la esperaría con esta rosa en la mano. Sabía que el mantel que iba a bordar durante meses, con margaritas celestes y nomeolvides rosados, con guirnaldas de glicinas amarillas y una glorieta entre palmas, se estrenaría en la noche de mi velorio. Sabía que ese mantel iba a ser alabado por las visitas que me habían hecho llorar diez años antes. Oí las voces, un coro de voces femeninas, repitiendo mi nombre, gastándolo con adjetivos tristes: “ ¡ P o b r e I r e n e , d e s d i c h a d a I r e n e ! ” y luego otros nombres que no eran de personas, nombres de masitas, nombres de plantas, proferidos on doliente admiración: “¡Qué deliciosas palmeras, qué magdalenas!” Pero con la misma tristeza, y con insistencia de salmo, repetía: “¡Pobre Irene!” ¡Oh esplendores falsos de la muerte! El sol ilumina el mismo mundo. Nada ha cambiado cuando todo ha cambiado para un solo ser. Moisés previó su muerte. ¿Quién era Moisés? Yo creía que nadie había previsto su propia muerte. Yo creía Viví esperando ese límite de vida que me que Irene Andrade, acercaría al recuerdo. Tuve que tolerar esta modesta argentina, infinitos momentos. Tuve que amar las había sido el único ser en el mundo mañanas como si fueran definitivas, tuve capaz de describir su muerte antes de su muerte. que amar algunas sombras de la plaza, en los ojos de Armindo, tuve que enfermarme de fiebre tifus y hacerme cortar el pelo. Conocí a Teresa, a Benigno; conocí el Manantial de los Amores, el Centinela en Tandil. En Monte, en la estación, tomé té con leche, con mi madre, después de visitar a una señora que era maestra de labores y de tejidos. Frente al Hotel del Jardín vi la agonía de un caballo que parecía de barro (las moscas y un hombre con un látigo lo vejaban). No llegué nunca a Buenos Aires: una fatalidad impidió ese proyectado viaje. No vi perfilarse el oscuro tren, en Constitución. Y no lo veré. Tendré que morir sin ver los jardines de Palermo, la plaza de Mayo iluminada y el teatro Colón con sus palcos y sus artistas desesperados cantando con una mano sobre el pecho.

“¡Pobre Irene, desdichada Irene!”

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Contra un fondo melancólico de árboles consentí que me fotografiaran con un hermoso peinado alto, con los guantes puestos y un sombrero de paja adornado con guindas rojas, tan estropeadas que parecían naturales. Cumplí los últimos episodios de mi destino con lentitud. Confesaré que me equivoqué de modo extraño al prever mi fotografía: aunque la encontré parecida, no reconocí mi imagen. Me indigné contra esa mujer que, sin sobrellevar mis imperfecciones, había usurpado mis ojos, la postura de mis manos y el óvalo cuidadoso de mi cara. “En un pueblo todo se termina pronto. Ya no habrá casas ni personas nuevas que conocer”, pensaba para consolarme. “Aquí llega más pronto la muerte. Si hubiera nacido en Buenos Aires, interminable hubiera sido mi vida, interminables mis penas.” Recuerdo la soledad de las tardes cuando me sentaba en la plaza. ¿Hería la luz mis ojos para que no fuera de tristeza que lloraba? “Tiene treinta años y todavía no se ha casado”, decían algunas miradas. “¿Qué espera”, decían otras, “sentada aquí en la plaza? ¿Por qué no trae sus labores? Nadie la quiere, ni sus hermanos. A los quince años mató a su padre. El diablo se apoderó de ella, quién sabe en qué forma.” Estas pobres y monótonas previsiones del futuro me deprimieron, pero yo sabía que en esa región enrarecida de mi vida, ahí donde no había amor, ni rostros, ni objetos nuevos, donde ya nada sucedía, empezaba el final de mi tormento y el principio de mi dicha. Trémula me acercaba al pasado. Un frío de estatua se apoderó de mis manos. Un velo me separaba de las casas, me alejaba de las plantas y de las personas: sin embargo por primera vez las veía dibujadas con claridad, con todos sus detalles, minuciosamente. Una tarde de enero, yo estaba sentada junto a la fuente de la plaza, en un banco. Recuerdo el calor sofocante del día y la frescura inusitada que trajo la puesta del sol. En alguna parte, seguramente había llovido. Tenía la cabeza reclinada en mi mano; tenía en la mano un pañuelo: actitud melancólica, que a veces inspira el calor, y que en aquel momento parecía inspirada por la tristeza. Alguien se sentó a mi lado. Me habló una voz suave de mujer. Éste fue nuestro diálogo:

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-Para los que recuerdan, el tiempo no es demasiado largo.

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Para los que esperan es inexorable. 63


–Perdone mi atrevimiento. Por falta de tiempo desdeño los preámbulos de la amistad. Yo no vivo en este pueblo; la casualidad me trae de vez en cuando. Aunque vuelva a sentarme en esta plaza, no es probable que nuestra entrevista se repita. Tal vez no vuelva a verla, ni en el balcón de una casa, ni en una tienda, ni en el andén de la estación, ni en la calle. –Me llamo Irene –repuse– Irene Andrade. –¿Usted ha nacido aquí? –Sí, he nacido y moriré en el pueblo. –Nunca se me ocurrió la idea de morir en un lugar determinado, por triste o por encantador que fuera. Nunca pensé en mi muerte como cosa posible. –Yo no he elegido este pueblo para morir en él. El destino designa lugares y fechas, sin consultarnos. –El destino resuelve las cosas y no las participa. ¿Cómo sabe usted que va a morir en este pueblo? Usted es joven y no parece enferma. Uno piensa en la muerte cuando uno está triste. ¿Por qué está triste? –No estoy triste. No tengo miedo de morir y nunca me ha defraudado el destino. Éstas son mis últimas tardes, estas nubes rosadas serán las últimas, con sus formas de santos, de casas, de leones. Su cara será la última cara nueva; su voz, la última que oigo. –¿Qué le ha sucedido? –Nada me ha sucedido y felizmente pocas cosas han de sucederme. No tengo curiosidades. No quiero conocer su nombre, no quiero mirarla: las cosas nuevas me perturban, retardan mi muerte. –¿Nunca ha sido feliz? ¿No son esperanzas ciertos recuerdos? –No tengo recuerdos. Los ángeles me traerán todos mis recuerdos el día de mi muerte. Los querubines me traerán las formas de los rostros. Me traerán todos los peinados y las cintas, todas las posturas de los brazos, las formas de las manos del

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pasado. Los serafines me traerán el sabor, la sonoridad y la fragancia, las flores regaladas, los paisajes. Los arcángeles me traerán los diálogos y las despedidas, la luz, el silencio conciliador. –¡Irene, me parece que la conozco desde hace mucho tiempo! He visto su rostro en alguna parte, tal vez en una fotografía, con un peinado alto, con cintas de terciopelo y un sombrero con guindas. ¿No existe una fotografía suya, con un fondo melancólico de árboles? ¿Su padre no vendía plantas hace tiempo? ¿Por qué quiere morirse? No baje los ojos. ¿No admite la belleza del mundo? Usted desea morir porque en las despedidas todo se vuelve más definitivo y hermoso. –Para mí la muerte será una llegada y no una despedida. –Llegar no es tan agradable. Hay personas que ni al cielo llegarían con alegría. Hay que habituarse a los rostros, a los lugares más deseados. Hay que acostumbrarse a las voces, a los sueños, a la dulzura del campo. –A ningún lugar llegaría por primera vez. Yo reconozco todo. Hasta el cielo a veces me inspira temor. ¡El temor de sus imágenes, el temor de reconocerlo! –Irene Andrade, yo quisiera escribir su vida. –¡Ah! Si usted me ayudase a defraudar el destino no escribiendo mi vida, qué favor me haría. Pero la escribirá. Ya veo las páginas, la letra clara, y mi triste destino. Comenzará así: Ni a las iluminaciones del veinticinco de mayo, en Buenos Aires, con bombitas de luz en las fuentes y en los escudos, ni a las liquidaciones de las grandes tiendas con serpentinas verdes, ni al día de mi cumpleaños, ansié llegar con tanto fervor como a este momento de dicha sobrenatural.

D e s d e m i i n f a n c i a f u i p á l i d a c o m o a h o r a . . .

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1959

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La furia Sudamericana Buenos Aire

l a a

z

c a s a d e ú c a r

L as supersticiones no dejaban vivir a Cristina. Una moneda con

la efigie borrada, una mancha de tinta, la luna vista a través de dos vidrios, las iniciales de su nombre grabadas por azar sobre el tronco de un cedro la enloquecían de temor. Cuando nos conocimos llevaba puesto un vestido verde, que siguió usando hasta que se rompió, pues me dijo que le traía suerte y que en cuanto se ponía otro, azul, que le sentaba mejor, no nos veíamos. Traté de combatir estas manías absurdas. Le hice notar que tenía un e s p e j o roto en su cuarto y que por más que yo le insistiera en la conveniencia de tirar los espejos rotos al agua, en una noche de luna, para quitarse la mala suerte, lo guardaba; que jamás temió que la luz de la casa bruscamente se apagara, y a pesar de que fuera un anuncio seguro de m u e r t e , encendía con tranquilidad cualquier número de velas; que siempre dejaba sobre la cama el sombrero, error en que nadie incurría. Sus temores eran personales. Se infligía verdaderas privaciones; por ejemplo: no podía comprar frutillas en el mes de diciembre, ni Al principio de nuestra relación, oír determinadas músicas, ni adornar la casa con esta supersticiones me parecieron peces rojos, que tanto le gustaban. Había ciertas encantadoras, pero después empezaron calles que no podíamos cruzar, ciertas personas, fastidiarme y a preocuparme seriamente. ciertos cinematógrafos que no podíamos frecuentar.

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Cuando nos comprometimos tuvimos que buscar un departamento nuevo, pues según sus creencias, el destino de los ocupantes anteriores influiría sobre su vida (en ningún momento mencionaba la mía, como si el peligro la amenazara sólo a ella y nuestras vidas no estuvieran unidas por el amor). Recorrimos todos los barrios de la ciudad; llegamos a los suburbios más alejados, en busca de un departamento que nadie hubiera habitado: todos estaban alquilados o vendidos. Por fin encontré una casita en la calle Montes de Oca, que parecía de azúcar. Su blancura brillaba con extraordinaria luminosidad. Tenía teléfono y, en el frente, un diminuto jardín. Pensé que esa casa era recién construida, pero me enteré de que en 1930 la había ocupado una familia, y que después, para alquilarla, el propietario le había hecho algunos arreglos. Tuve que hacer creer a Cristina que nadie había vivido en la casa y que era el lugar ideal: la casa de nuestros sueños. Cuando Cristina la vio, exclamó: - ¡Qué diferente de los departamentos que hemos vivido! Aquí se respira olor a limpio. Nadie podrá influir en nuestras vidas y ensuciarlas con sus pensamientos que envician el aire. En pocos días nos casamos y nos instalamos allí. Mis suegros nos regalaron los muebles del dormitorio y mis padres los del comedor. El resto de la casa la amueblaríamos de a poco. Yo temía que, por los vecinos, Cristina se enterara de mi mentira, pero felizmente hacía sus compras fuera del barrio y jamás conversaba con ellos. Éramos felices, tan felices que a veces me daba miedo. Parecía que la tranquilidad nunca se rompería en aquella casa de azúcar, hasta que un llamado telefónico destruyó mi ilusión. Felizmente Cristina no atendió aquella vez al teléfono, pero quizá lo atendiera en una oportunidad análoga. La persona que llamaba preguntó por la señora Violeta: Si Cristina se enteraba de que yo la había indudablemente se trataba de engañado, nuestra felicidad seguramente concluiría: no la inquilina anterior. me hablaría más, pediría nuestro divorcio, y en el mejor de los casos tendríamos que dejar la casa para irnos a vivir, tal vez, a Villa Urquiza, tal vez a Quilmes, de pensionistas en alguna de las casas donde nos prometieron darnos un lugarcito para construir ¿con qué? (con basura, pues con mejores materiales no me alca-

Violeta

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nzaría el dinero) un cuarto y una cocina. Durante la noche yo tenía cuidado de descolgar el tubo, para que ningún llamado inoportuno nos despertara. Coloqué un buzón en la puerta de calle; fui el depositario de la llave, el distribuidor de cartas. Una mañana temprano golpearon a la puerta y alguien dejó un paquete. Desde mi cuarto oí que mi mujer protestaba, luego oí el ruido del papel estrujado. Bajé la escalera y encontré a Cristina con un vestido de terciopelo entre los brazos. - Acaban de traerme este vestido - me dijo con entusiasmo. Subió corriendo las escaleras y se puso el vestido, que era muy escotado. - ¿Cuándo te lo mandaste a hacer? - Hace tiempo. ¿Me queda bien? Lo usaré cuando tengamos que ir al teatro, ¿no te parece? - ¿Con qué dinero lo pagaste? - Mamá me regaló unos pesos. Me pareció raro, pero no le dije nada, para no ofenderla. Nos queríamos con locura. Pero mi inquietud comenzó a molestarme, hasta para abrazar a Cristina por la noche. Advertí que su carácter había cambiado: de alegre se convirtió en triste, de comunicativa en reservada, de tranquila en nerviosa. No tenía apetito. Ya no preparaba esos ricos postres, un poco pesados, a base de cremas batidas y de chocolate, que me agradaban, ni adornaba periódicamente la casa con volantes de nylon, en las tapas de la letrina, en las repisas del comedor, en los armarios, en todas partes como era su costumbre. Ya no me esperaba con vainillas a la hora del té, ni tenía ganas de ir a teatro o al cinematógrafo de noche, ni siquiera cuando nos mandaban entradas de regalo. Una tarde entró un perro en el jardín y se acostó frente a la puerta de calle, aullando. Cristina le dio carne y le dio de beber y, después de un baño, que le cambió el color de pelo, declaró que le daría hospitalidad y que lo bautizaría con el nombre Amor, porque llegaba a nuestra casa en un momento de verdadero amor. El perro

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tenía el paladar negro, lo que indica pureza de raza. Otra tarde llegué de improviso a casa. Me detuve en la entrada porque vi una bicicleta apostada en el jardín. Entré silenciosamente y me escurrí detrás de una puerta y oí la voz de Cristina. - ¿Qué quiere? - repitió dos veces. - Vengo a buscar a mi perro - decía la de voz de una muchacha. Pasó tantas veces frente a esta casa que se ha encariñado con ella. Esta casa parece de azúcar. Desde que la pintaron, llama la atención de todos los transeúntes. Pero a mí me gustaba más antes, con ese color rosado y romántico de las casas viejas. Esta casa era muy misteriosa para mí. Todo me gustaba en ella: la fuente donde venían a beber los pajaritos; las enredaderas con flores, como cornetas amarillas; el naranjo. Desde que tengo ocho años esperaba conocerla a usted, desde aquel día en que hablamos por teléfono, ¿recuerda? Prometió que iba a regalarme un barrilete. - Los barriletes son juegos de varones. - Los juguetes no tienen sexo. Los barriletes me gustaban porque eran como enormes pájaros: me hacía la ilusión de volar sobre sus alas. Para usted fue un juego prometerme ese barrilete; yo no dormí en toda la noche. Nos encontramos en la panadería, usted estaba de espaldas y no vi su cara. Desde ese día no pensé en otra cosa que en usted, en cómo sería su cara, su alma, sus ademanes de mentirosa. Nunca me regaló aquel barrilete. Los árboles me hablaban de sus mentiras. Luego fuimos a vivir a Morón, con mis padres. Ahora, desde hace una semana estoy de nuevo aquí. - Hace tres meses que vivo en esta casa, y antes jamás frecuenté estos barrios. Usted estará confundida. - Yo la había imaginado tal como es. ¡La imaginé tantas veces! Para colmo de la casualidad, mi marido estuvo de novio con usted. - No estuve de novia sino con mi marido. ¿Cómo se llama este perro?

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- Bruto. - Lléveselo, por favor, antes de que me encariñe con él. - Violeta, escúcheme. Si llevo el perro a mi casa, se moriría. No lo puedo cuidar.Vivimos en un departamento muy chico. Mi marido y yo trabajamos y no hay nadie que lo saque a pasear. - N o m e l l a m o V i o l e t a . ¿Qué edad tiene? - ¿Bruto? Dos años. ¿Quiere quedarse con él? Yo vendría a visitarlo de vez en cuando, porque lo quiero mucho. - A mi marido no le gustaría recibir desconocidos en su casa, ni que aceptara un perro de regalo. - No se lo diga, entonces. La esperaré todos los lunes a las siete de la tarde en la Plaza Colombia. ¿Sabe dónde es? Frente a la iglesia Santa Felicitas, o si no la esperaré donde usted quiera y a la hora que prefiera; por ejemplo, en el puente de Constitución o en el Parque Lezama. Me contentaré con ver los ojos de Bruto. ¿Me hará el favor de quedarse con él? - Bueno. Me quedaré con él. - Gracias, Violeta. - N o m e l l a m o V i o l e t a

.

- ¿Cambió de nombre? Para nosotros usted es Violeta. Siempre la misma misteriosa Violeta.

Oí el ruido seco de la puerta y el taconeo de Cristina, subiendo la escalera. Tardé un rato en salir de mi escondite y en fingir que acababa de llegar. A pesar de haber comprobado la inocencia del diálogo, no sé por qué, una sorda desconfianza comenzó a devorarme. Me pareció que había presenciado una representación de teatro y que la realidad era otra. No confesé a Cristina que había sorprendido la visita de esa muchacha. Esperé los acontecimientos, temiendo siempre que Cristina descubriera mi mentira, lamentando que estuviéramos instalados en este barrio. Yo pasaba todas las tardes por la Plaza que queda frente a la iglesia de Santa Felicitas, para comprobar si Cristina había acudido a la cita. Cris-

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tina parecía no advertir mi inquietud. A veces llegué a creer que yo había soñado. Abrazando al perro, un día Cristina me preguntó:

- ¿Te gustaría que me llamara Violeta? - No me gusta el nombre de las flores. - Pero Violeta es lindo. Es un color.

- Prefiero tu nombre.

Un sábado, al atardecer, la encontré en el puente de constitución, asomada sobre el parapeto de fierro. Me acerqué y no se inmutó. - ¿Qué haces aquí? - Estoy curioseando. Me gusta ver las vías desde arriba. - Es un lugar muy lúgubre y no me gusta que andes sola. - No me parece lúgubre. ¿Y por qué no puedo andar sola? - ¿Te gusta el humo negro de las locomotoras? - Me gustan los medios de transporte. Soñar con viajes. Irme sin irme. “Ir y quedar y con quedar partirse.” Volvimos a casa. E n l o q u e c i d o d e c e l o s (¿celos de qué?), durante el trayecto apenas le hablé.

- Podríamos tal vez comprar alguna casita en San Isidro o en Olivos, es tan desagradable este barrio - le dije, fingiendo que me era posible adquirir una casa en esos lugares. - No creas. Tenemos muy cerca de aquí el Parque Lezama. - Es una desolación. Las estatuas están rotas, las fuentes sin agua, los árboles apestados. Mendigos, viejos y lisiados van con bolsas, para tirar o recoger basuras. - No me fijo en esas cosas. - Antes no querías sentarte en un banco donde alguien había comido mandarinas o pan. - He cambiado mucho. - Por mucho que hayas cambiado, no puede gustarte un parque como ése. Ya sé que tiene un museo de leones de mármol que cuidan la entrada y que jugabas allí en tu infancia, pero eso no quiere decir nada.

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- No te comprendo - me respondió Cristina. Y sentí que me despreciaba, con un desprecio que podía conducirla al odio. Durante días, que me parecieron años, la vigilé, tratando de disimular mi ansiedad. Todas las tardes pasaba por la plaza frente a la iglesia y los sábados por el horrible puente negro de Constitución. Un día me aventuré a decir a Cristina: - Si descubriéramos que esta casa fue habitada por otras personas ¿qué harías,Cristina? ¿Te irías de aquí? - Si una persona hubiera vivido en esta casa, esa persona tendría que ser como esas figuritas de azúcar que hay en los postres o en las tortas de cumpleaños: una persona dulce como el azúcar. Esta casa me inspira confianza ¿será el jardincito de la entrada que me infunde tranquilidad? ¡No sé! No me iría de aquí por todo el oro del mundo. Además no tendríamos adónde ir. Tú mismo me lo dijiste hace un tiempo. No insistí, porque iba a pura pérdida. Para conformarme pensé que el tiempo compondría las cosas. Una mañana sonó el timbre de la puerta de calle. Yo estaba afeitándome y oí la voz de Cristina. Cuando concluí de afeitarme, mi mujer ya estaba hablando con la intrusa. Por la abertura de la puerta las espié. La intrusa tenía una voz tan grave y los pies tan grandes que eché a reír. - Si usted vuelve a ver a Daniel, lo pagará muy caro, Violeta. - No sé quién es Daniel y no me llamo Violeta - respondió. - Usted está mintiendo. - No miento. No tengo nada que ver con Daniel. - Yo quiero que usted sepa las cosas como son. - No quiero escucharla.

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Cristina se tapó las orejas con las manos. Entré en el cuarto y dije a la intrusa que se fuera. De cerca le miré los pies, las manos y el cuello. Entonces, advertí que era un hombre disfrazado de mujer. No me dio tiempo de pensar en lo que debía hacer; como un relámpago desapareció dejando la puerta entreabierta tras de sí. No comentamos el episodio con Cristina; jamás comprenderé por qué; era como si nuestros labios hubieran estado sellados para todo lo que no fuese besos nerviosos, insatisfechos o palabras inútiles. En aquellos días, tan tristes para mí, a Cristina le dio por cantar. Su voz era agradable pero me exasperaba , porque formaba parte de ese mundo secreto, que la alejaba de mí. ¡Por qué, si nunca había cantado, ahora cantaba noche y día mientras se vestía o se bañaba o cocinaba o cerraba las persianas! Un día en que oí a Cristina exclamar con un aire enigmático: - Sospecho que estoy heredando la vida de alguien, las dichas y las penas, las equivocaciones y los aciertos. E s t o y e m b r u j a d a .

Fingí no oír esa frase atormentadora. Sin embargo, no sé por qué empecé a averiguar en el barrio quién era Violeta, dónde estaba, todos los detalles de su vida. A media cuadra de nuestra casa había una tienda donde vendían tarjetas postales, papel, cuadernos, lápices, gomas de borrar y juguetes. Para mis averiguaciones, la vendedora de esa tienda me apreció la más indicada: era charlatana y curiosa, sensible a las lisonjas. Con el pretexto de comprar un cuaderno y lápices, fui una tarde a conversar con ella. Le alabé los ojos, las manos, el pelo. No me atreví a pronunciar la palabra Violeta. Le expliqué que éramos vecinos. Le pregunté finalmente quién había vivido en nuestra casa. Tímidamente le dije:

- ¿No vivía una tal Violeta? Me contestó cosas muy vagas, que me inquietaron más. Al día

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siguiente traté de averiguar en el almacén algunos otros detalles. Me dijeron que Violeta estaba en un sanatorio frenopático y me dieron la dirección - Canto con una voz que no es mía - me dijo Cristina, renovando su aire misterioso -. Antes me hubiera afligido, pero ahora me deleita. Soy otra persona, tal vez más feliz que yo. Fingí no haberla oído. Yo estaba leyendo el diario. De tanto averiguar detalles de la vida de Violeta, confieso que desatendía a Cristina. Fui al sanatorio frenopático, que quedaba en Flores. Ahí pregunté por Violeta y me dieron la dirección de Arsenia López, su profesora de canto. Tuve que tomar el tren en Retiro, para que me llevara a Olivos. Durante el trayecto una tierrita me entró en un ojo, de modo que en el momento de llegar a casa de Arsenia López, se me caían las lágrimas como si estuviese llorando. Desde la puerta de calle oí voces de mujeres, que hacían gárgaras con las escalas, acompañadas de un piano, que parecía más bien un organillo. Alta, delgada, aterradora apareció en el fondo de un corredor Arsenia López, con un lápiz en la mano. Le dije tímidamente que venía a buscar noticias de Violeta. - ¿Usted es el marido? - No, soy un pariente - le respondí secándome los ojos con un pañuelo. - Usted será uno de sus innumerables admiradores - me dijo entornando los ojos y tomándome la mano -. Vendrá para saber lo que todos quieren saber, ¿cómo fueron los últimos días de Violeta? Siéntese. No hay que imaginar que una persona muerta, forzosamente haya sido pura fiel, buena. - Quiere consolarme - le dije. Ella, oprimiendo mi mano con su mano húmeda, contestó:

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- Sí. Quiero consolarlo. Violeta era no sólo mi discípula, sino mi íntima amiga. Si se disgustó conmigo, fue tal vez porque me hizo demasiadas confidencias y porque ya no podía engañarme. Los últimos días que la vi, se lamentó amargamente de su suerte. Murió de envidia. Repetía sin cesar: “Alguien me ha robado la vida, pero lo pagará muy caro. No tendré mi vestido de terciopelo, ella lo tendrá; Bruto será de ella; los hombres no se disfrazarán de mujer para entrar en mi casa sino en la de ella; perderé la voz que trasmitiré a esa otra garganta indigna; no nos abrazaremos con Daniel en el puente de Constitución, ilusionados con un amor imposible, inclinados como antaño, sobre la baranda de hierro, viendo los trenes alejarse”.

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Arsenia López me miró en los ojos y me dijo: - No se aflija. Encontrará muchas mujeres más leales. Ya sabemos que era hermosa, ¿pero acaso la hermosura es lo único bueno que hay en el mundo?

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Mudo, horrorizado, me alejé de aquella casa, sin revelar mi nombre a Arsenia López que, al despedirse de mí, intentó abrazarme, para demostrar su simpatía. Desde ese día Cristina se transformó, para mí, al menos, en Violeta. Traté de seguirla a todas horas, para descubrirla en los brazos de sus amantes. Me alejé tanto de ella que la vi como a una extraña. Una noche de invierno huyó. La busqué hasta el alba.

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Ya no sé quién fue víctima de quién, en esa casa de azúcar que ahora está deshabitada.

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1977

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Antología de la Literatura Fantástica Borges, Ocampo y Bioy Casares Edhasa-Sudamericana Barcelona

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e x p i a c i ó n

A ntonio nos llamó a Ruperto y a mí al cuarto del fondo de la casa.

Con voz imperiosa ordenó que nos sentáramos. La cama estaba tendida. Salió al patio para abrir la puerta de la pajarera, volvió y se echó en la cama. —Voy a mostrarles una prueba —nos dijo. —¿Van a contratarte en un circo? —le pregunté. Silbó dos o tres veces y entraron en el cuarto Favorita, la María Callas y Mandarín, que es coloradito. Mirando el techo fijamente volvió a silbar con un silbido más agudo y trémulo. ¿Era esa la prueba? ¿Por qué nos llamaba a Ruperto y a mí? ¿Por qué no esperaba que llegara Cleóbula? Pensé que toda esa representación serviría para demostrar que Ruperto no era ciego, sino más bien loco; que en algún momento de emoción frente a la destreza de Antonio lo demostraría. El vaivén de los canarios me daba sueño. Mis recuerdos volaban en mi mente con la mis- Vi, como pintado en la pared, ma persistencia. Dicen que en el momento mi casamiento con Antonio de morir uno revive su vida: yo la reviví esa a las cinco de la tarde, tarde con remoto desconsuelo. en el mes de diciembre.

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Hacia calor ya, y cuando llegamos a nuestra casa, desde la ventana del dormitorio donde me quité el vestido y el tul de novia, vi con sorpresa un canario. Ahora me doy cuenta de que era el mismo Mandarín que picoteaba la única naranja que había quedado en el árbol del patio. Antonio no interrumpió sus besos al verme tan interesada en ese espectáculo. El ensañamiento del pájaro con la naranja me fascinaba. Contemplé la escena hasta que Antonio me arrastró temblando a la cama nupcial, cuya colcha, entre los regalos, había sido para él fuente de felicidad y para mí terror durante las vísperas de nuestro casamiento. La colcha de terciopelo granate llevaba bordado un viaje en diligencia. Cerré los ojos y apenas supe lo que sucedió después. El amor es también un viaje; durante muchos días fui aprendiendo sus Al principio, creo que Antonio y yo nos amába- elecciones, sin ver ni comprender mos parejamente, sin dificultad, salvo la que nos en qué consistían las dulzuras imponía mi conciencia y su timidez.Esta casa y suplicios que prodiga. diminuta que tiene un jardín igualmente diminuto está situada en la entrada del pueblo. El aire saludable de las montañas nos rodea: el campo queda cerca y lo vemos al abrir las ventanas. Teníamos ya una radio y una heladera. Numerosos amigos frecuentaban nuestra casa en los días de fiesta o para festejar alguna fecha de familia. ¿Qué más podíamos pedir? Cleóbula y Ruperto nos visitaban más a menudo porque eran nuestros amigos de infancia. Antonio se había enamorado de mí, ellos lo sabían. No me había buscado, no me había elegido; era más bien yo la que lo había elegido a él. Su única ambición era ser amado por su mujer, conservar su fidelidad, poca importancia le daba al dinero. Ruperto se sentaba en un rincón del patio y sin preámbulos, mientras afinaba la guitarra, pedía un mate, o bien una naranjada cuando hacía calor. Yo lo consideraba como uno de los tantos amigos o parientes que forman, casi podría decir, parte de los muebles de una casa y que uno advierte sólo cuando están estropeados o colocados en distinto lugar del habitual.

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“Son cantores los canarios”, decía Cleóbula invariablemente, pero si hubiera podido matarlos con una escoba lo hubiera hecho porque los detestaba. ¡Qué hubiera dicho al verlos hacer tantas pruebas ridículas sin que Antonio les ofreciera ni una hojita de lechuga ni una vainilla! Yo alcanzaba el mate o el vaso de naranjada a Ruperto, mecánicamente, bajo la sombra del parral, donde siempre se sentaba, en una silla de Viena, como un ferro en su rincón. Yo no lo consideraba como una mujer considera a un hombre, yo no observaba la más elemental coquetería para recibirlo. Muchas veces, después de haberme lavado la cabeza, con el pelo mojado, recogido con horquillitas, como un esperpento, o bien con el cepillo de dientes en la boca y con dentífrico en los labios, o con las manos llenas de espuma de jabón en el momento de lavar la ropa, con el delantal recogido en la cintura, barrigona como una mujer encinta, lo hacía pasar abriéndole la puerta de calle, sin mirarlo siquiera. Muchas veces, en mi descuido, creo que me vio salir del cuarto de baño envuelta en una toalla turca, arrastrando las chancletas como una vieja o como una mujer cualquiera. Chusco, Albahaca y Serranito volaron al recipiente que contenía pequeñas flechas con espinas. Llevando las flechas volaban afanosos a otros recipientes que contenían un líquido oscuro donde humedecían la punta diminuta de las flechas. Parecían pajaritos de juguete, palilleros baratos, adornos de una tatarabuela. Cleóbula, que no es maliciosa, había advertido, y me lo dijo, que Ruperto me miraba con demasiada insistencia. “¡Qué ojos!”, repetía sin cesar. “¡Qué ojos!” —He conseguido conservar los ojos abiertos cuando duermo —musitó Antonio—; es una de las pruebas más difíciles que he logrado en mi vida. Me sobresalté al oír su voz. ¿Era esa la prueba? Después de todo, ¿qué había de extraordinario en ella? —Como

Ruperto —dije con voz extraña. —Como Ruperto —repitió Antonio—. Los canarios, más fácilmente que mis párpados, obedecen mis órdenes.

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Los tres estábamos en ese cuarto en penumbra como en penitencia. Pero ¿qué relación podía haber entre sus ojos abiertos durante el sueño y las órdenes que impartía a los canarios? No era de extrañar que Antonio me dejara de algún modo perpleja: ¡era tan distinto de los otros hombres! Cleóbula también me había asegurado que mientras Ruperto afinaba la guitarra sus miradas me recorrían desde la punta del pelo hasta la punta de los pies, que una noche al quedar dormido en el patio, medio borracho, sus ojos habían quedado fijos en mí. En consecuencia perdí la naturalidad, tal vez la falta de coquetería. Para mi ilusión. Ruperto me miraba a través de una suerte de antifaz en el que se engarzaban sus ojos de animal, esos ojos que no cerraba ni para dormir. Como al vaso de naranjada o al mate que yo le servía, con una misteriosa fijeza me clavaba sus pupilas cuando tenia sed. Dios sabe con qué intención. Ojos que miraran tanto no existían en toda la provincia, en todo el mundo; un brillo azul y profundo como si el cielo se hubiera metido en ellos los diferenciaba de los otros, cuyas miradas parecían apagadas o muertas. Ruperto no era un hombre: era un par de ojos, sin cara, sin voz, sin cuerpo; así me parecía, pero así no lo sentía Antonio. Durante muchos días en que mi inconsciencia llegó a exasperarlo, por cualquier nimiedad me hablaba de mal modo o me infligía trabajos penosos, como si en lugar de ser su mujer yo hubiera sido su esclava. La transformación en el carácter de Antonio me afligió. ¡Qué extraños son los hombres! ¿En qué consistía la prueba que quería mostrarnos? Lo del circo no había sido una broma. Al poco tiempo de casarnos, muchas veces dejaba de ir a su trabajo, pretextando un dolor de cabeza o un inexplicable malestar en el estómago, ¿ T o d o s l o s m a r i d o s e r a n i g u a l e s ? En el fondo de la casa la enorme pajarera llena de canarios que Antonio había cuidado siempre con afán, estaba abandonada. Por las mañanas cuando yo tenía tiempo limpiaba la pajarera, colocaba alpiste, agua y lechuga en los recipientes blancos y cuando las hembras estaban por tener cría, preparaba los niditos. Antonio se había ocupado siempre de estas cosas, pero ya no demostraba ningún interés en hacerlo ni en que yo lo hiciera.

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¡Hacía dos años que nos habíamos casado! ¡Ni un hijo! En cambio ¡cuánta cría habían tenido los canarios! Un olor a almizcle y a cedrón llenó el cuarto. Los canarios olían a gallina, Antonio a tabaco y a sudor, pero Ruperto últimamente no olía sino a alcohol. Me decían que se emborrachaba. ¡Qué sucio estaba el cuarto! Alpiste, miguitas de pan, hojas de lechuga, colillas y ceniza estaban diseminados en el piso. Desde la infancia Antonio se había dedicado, en los momentos libres, a amaestrar animales: primero usó de su arte, pues era un verdadero artista, con un perro, con un caballo, luego con un zorrino operado, que llevó durante un tiempo en su bolsillo; después, cuando me conoció y porque me agradaban, se le ocurrió amaestrar canarios. En los meses de noviazgo, para conquistarme, me había enviado con ellos papelitos con frases de amor o flores atadas con una cintita. De la casa donde él habitaba a la mía se extendían quince largas cuadras: los alados mensajeros iban de una casa a la otra sin vacilar. Por increíble que parezca llegaron a colocar flores en mi pelo y un papelito dentro del bolsillo de mi blusa. Que los canarios colocaran flores en mi pelo y papelitos en mi bolsillo ¿no era más difícil que las tonterías que estaban haciendo con las benditas flechas? En el pueblo, Antonio llegó a gozar de un gran prestigio. “si hipnotizaras a las mujeres como a los p á j a r o s , n a d i e r e s i s t i r í a a t u s e n c a n t o s ”, le decían sus tías con la esperanza de que el sobrino se casara con alguna millonaria. Como dije anteriormente, Antonio no se interesaba por el dinero. Desde los quince años había trabajado de mecánico y tenía lo que deseaba tener, lo que me ofreció con su casamiento. Nada nos faltaba para ser felices. Yo no podía comprender por qué Antonio no buscaba un pretexto para alejar a Ruperto. Cualquier motivo hubiera servido para ese fin, aunque más no fuera una reyerta por cuestiones de trabajo o de política que, sin llegar a una riña a puñetazos o con armas, hubiera vedado la entrada de ese amigo a nuestra casa. Antonio no dejaba traslucir ninguno de sus sentimientos, salvo en ese cambio de carácter que yo supe interpretar. Contrariando mi modestia, advertí que los celos que yo podía inspirar enajenaban a un hombre que había sido siempre, a mi juicio, el ejemplo de la normalidad.

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Antonio silbó, se quitó la camiseta. Su torso desnudo parecía de bronce. Me estremecí al verlo. Recuerdo que antes de casarme me ruboricé frente a una estatua muy parecida a él. ¿Acaso no lo había visto nunca desnudo? ¡Por qué me asombraba tanto! Pero el carácter de Antonio sufrió otro cambio que en parte me tranquilizó: de inerte se volvió extremadamente activo, de melancólico se volvió, aparentemente, alegre. Su vida se llenó de misteriosas ocupaciones, de un ir y venir que denotaba un interés extremo por la vida. Después de la cena, ni siquiera encontrábamos un momento de solaz para oír la radio, o para leer los diarios, o para no hacer nada, o para conversar unos instantes sobre los acontecimientos del día. Los domingos y días de fiesta tampoco eran un pretexto para permitirnos un descanso; yo que soy como un espejo de Antonio, contagiada por su inquietud, iba y venía por la casa, ordenando roperos ya ordenados, o lavando fundas impecables, por una imperiosa necesidad de contemporizar con las enigmáticas ocupaciones de mi marido. Un redoblamiento de amor y de solicitud por los pájaros ocupó parte de sus días. Arregló nuevas dependencias de la pajarera; el arbolito seco, que ocupaba el centro, fue reemplazado por otro, más grande y más gracioso, que la embellecía.

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Abandonando las flechas, dos canarios empezaron a pelear: las plumitas volaron por el cuarto, la cara de Antonio se oscureció de cólera. ¿Sería capaz de matarlos? Cleóbula me había dicho que era cruel. “Tiene cara de llevar un cuchillo en el cinto”, había aclarado. Antonio ya no permitía que yo limpiara la pajarera. En aquellos días él ocupó un cuarto que servía de depósito en los fondos de la casa y abandonó nuestra cama matrimonial. En una cama turca, donde mi hermano solía dormir la siesta cuando venía de visita, Antonio pasaba las noches sin dormir, lo sospecho, pues hasta el alba yo oía sus pasos incansables sobre las baldosas. A veces se encerraba horas enteras en ese cuarto maldito. Uno por uno los canarios dejaron caer de sus picos las pequeñas flechas, se posaron sobre el respaldo de una silla y modularon un canto suave. Antonio se incorporó y mirando a María Callas, al que siempre había llamado “La reina de la desobediencia”, dijo una palabra que no tiene sentido para mí. Los canarios volvieron a revolotear. A través de los vidrios pintados de la ventana yo trataba de atisbar sus movimientos. Me lastimé una mano intencionalmente, con un cuchillo: de ese modo me atreví a golpear a su puerta. Cuando me abrió, salió volando una bandada de canarios que volvió a la pajarera. Antonio curó mi herida pero, como si hubiera sospechado que era un pretexto para llamar su atención, me trató con sequedad y desconfianza. En aquellos días hizo un viaje de dos semanas, en un camión, no sé a donde, y volvió con una bolsa llena de plantas. Miré de soslayo mi falda manchada. Los pájaros son tan chiquitos y tan sucios. ¿En qué momento me habían ensuciado? Los observé con odio: me gusta estar limpia aun en la penumbra de un cuarto. Ruperto, ignorando la mala impresión que causaban sus visitas, venía con la misma frecuencia y con los mismos hábitos. A veces, cuando yo me retiraba del patio para evitar sus miradas, mi marido con algún pretexto me hacía volver. Pensé que de algún modo le agradaba aquello que tanto le desagradaba, las miradas de Ruperto me parecían ya obscenas: me desnudaban bajo la sombra del parral, me ordenaban actos inconfesables cuando a la caída de la tarde una brisa fresca acariciaba mis mejillas.

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Antonio, en cambio, nunca me miraba o fingía no mirarme, según me lo aseguraba Cleóbula. No haberlo conocido, no haberme casado con él, ni conocido sus caricias, para volver a encontrarlo, el descubrirlo, a entregarme a él, fue durante un tiempo uno de mis deseos más ardientes. ¿ P e r o q u i é n r e c u p e r a l o q u e y a p e r d i ó ? Me incorporé, me dolían las piernas. No me gusta estar quieta tanto tiempo. ¡Qué envidia tengo a los pájaros que vuelan! Pero los canarios me dan pena. Parece que sufrieran cuando obedecen. Antonio no trataba de evitar las visitas de Ruperto. Por lo contrario, las fomentaba. Durante los días de carnaval llegó al extremo de invitarlo a quedarse en nuestra casa una noche en que se demoró hasta muy tarde. Tuvimos que alojarlo en el cuarto que Antonio ocupaba provisoriamente. Aquella noche, como la cosa más natural del mundo, volvimos a dormir juntos, mi marido y yo, en la cama de matrimonio. Mi vida se encauzó de nuevo desde aquel momento en su antigua normalidad: así lo creí, al menos. Vislumbré en un rincón, debajo de la mesa de luz, el famoso muñeco. Pensé que podría recogerlo. Como si hubiese hecho un ademán, Antonio me dijo: — No

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m u e v a s .

Recordé aquel día en que al acomodar los cuartos, en la semana de carnaval, descubrí, para mal de mis pecados, arrumbado sobre el armario de Antonio, ese muñeco hecho de estopa, con grandes ojos azules, de un material blando, como de género, con dos círculos oscuros en el centro, imitando las pupilas. Vestido de gaucho hubiera servido de adorno en nuestro dormitorio. Riendo se lo mostré a Antonio, que me lo quitó de las manos con fastidio. —Es un recuerdo de infancia —me dijo—. No me gusta que toques mis cosas. —¿Qué mal hay en tocar un muñeco con el cual jugabas en tu infancia? Conozco niños que juegan con muñecos, ¿acaso te da vergüenza? ¿No eres un hombre ya? —le dije. —No tengo que dar ninguna explicación. Lo mejor será que te calles.

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Antonio, malhumorado, colocó el muñeco de nuevo sobre el armario y no me dirigió la palabra durante varios días. Pero volvimos a abrazarnos como en nuestros mejores tiempos. Pasé la mano por mi frente húmeda. ¿Se me habrían deshecho los rulos? No había ningún espejo en el cuarto, por suerte, pues no hubiera resistido la tentación de mirarme en lugar de mirar los canarios que me parecían tan tontos. A menudo Antonio se encerraba en el cuarto del fondo y advertí que dejaba abierta la puerta de la pajarera para que entrara por la ventana alguno de los pajaritos. Llevada por la curiosidad, una tarde lo espié, subida sobre una silla, pues la ventana quedaba muy alta (lo que naturalmente no me permitía mirar hacia adentro del cuarto cuando yo pasaba por el patio). Miraba el torso desnudo de Antonio. ¿Era mi marido o una estatua? Acusaba a Ruperto de loco, pero él era más loco tal vez. ¡Cuánto dinero había gastado en la compra de canarios, en vez de comprarme una máquina de lavar! Un día pude entrever al muñeco acostado en la cama. Un enjambre de pajaritos lo rodeaba. El cuarto se había transformado en una especie de laboratorio. En un recipiente de barro había un montón de hojas, de tallos, de cortezas oscuras; en otro, unas flechitas hechas con espinas; en otro, un líquido brillante castaño. Me pareció que yo había visto esos objetos en sueños, y para salir de mi perplejidad conté la escena a Cleóbula, que me respondió: —A s í s o n l o s i n d i o s : u s a n f l e c h a s No le pregunté lo que quería decir curare. Ni sabía si me lo decía con desdén o con admiración. —Se dedican a las brujerías. Tu marido es un indio —y al ver mi asombro, interrogó—: ¿No lo sabes? Sacudí la cabeza con fastidio.

Mi marido era mi marido. No había pensado que pudiera pertenecer a otra raza ni a otro mundo que el mío.

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c u r a r e .


—¿Cómo lo sabes? —interrogué con vehemencia. —¿No has mirado sus ojos, sus pómulos salientes! ¿No adviertes lo ladino que es? Mandarín, la misma María Callas, son más francos que él. Esa reserva, esa manera de no contestar cuando se le pregunta algo, ese modo que tiene de tratar a las mujeres, ¿no bastan para demostrarte que es un indio? Mi madre está enterada de todo. Lo sacaron de un campamento cuando tenia cinco años. Tal vez eso fue lo que te gustó en él: ese misterio que lo distingue de los otros hombres. Antonio traspiraba y el sudor hacía brillar su torso. ¡Tan buen mozo y perdiendo el tiempo! Si me hubiera casado con Juan Leston, el abogado, o con Roberto Cuentas, el tenedor de libros, no hubiera padecido tanto, seguramente. Pero, ¿qué mujer sensible se casa por interés? Dicen que hay hombres que amaestran pulgas, ¿de qué sirve? Perdí la confianza en Cleóbula. Sin duda decía que mi marido era indio para afligirme o para hacerme perder la confianza en él; pero al hojear un libro de historia donde había láminas con campamentos de indios, e indios a caballo, con boleadoras, encontré una similitud entre Antonio y esos hombres desnudos, con plumas. Advertí simultáneamente que lo que me había atraído en Antonio era tal vez la diferencia que había entre él y mis hermanos y los amigos de mis hermanos, el color bronceado de la piel, los ojos rasgados y ese aire ladino que Cleóbula mencionaba con perverso deleite. —¿Y la prueba? —interrogué. Antonio no me respondió. Fijamente miraba los canarios que volvieron a revolotear. Mandarín se apartó de sus compañeros y permaneció solo en la penumbra modulando un canto parecido al de las calandrias. M i s o l e d a d c o m e n z ó a c r e c e r . A nadie comunicaba mis inquietudes. Para Semana Santa, por segunda vez, Antonio insistió en que Ruperto se quedara de huésped en nuestra casa. Llovía, como suele llover para Semana

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Santa, fuimos con Cleóbula a la Iglesia para hacer el Viacrucis. —¿Cómo está el indio? —preguntó Cleóbula, con insolencia. —¿Quién? —El indio, tu marido —me respondió—. En el pueblo todo el mundo lo llama así. —Me gustan los indios; aunque mi marido no lo fuera, me seguirían gustando —le respondí, tratando de seguir mis oraciones. Antonio estaba en actitud de oración. ¿Había rezado alguna vez? Para el día de nuestro casamiento mi madre le pidió que comulgara; Antonio no quiso complacerla. Mientras tanto la amistad de Antonio con Ruperto se estrechaba. Una suerte de camaradería, de la que yo estaba en cierto modo excluida, los vinculaba de una manera que me pareció veraz. En aquellos días Antonio hizo gala de sus poderes. Para entretenerse, mandó mensajes a Ruperto, hasta su casa, con los canarios. Decían que jugaban al truco por medio de ellos, pues una vez intercambiaron algunos naipes españoles. ¿Se burlaban de mí? Me fastidió el juego de esos dos hombres grandes y resolví no tomarlos en serio. ¿Tuve que admitir que la amistad es más importante que el amor? Nada había desunido a Antonio y a Ruperto; en cambio Antonio, injustamente en cierto modo, se había alejado de mí. Sufrí en mi orgullo de mujer. Ruperto siguió mirándome. Todo aquel drama ¿sólo había sido una farsa? ¿Añoraba el drama conyugal, ese martirio al que me habían abocado los celos de un marido enloquecida durante tantos días? Seguíamos amándonos, a pesar de todo. En un circo Antonio podía ganar dinero con sus pruebas, ¿por qué no? La María Callas inclinó la cabecita para un lado, luego para el otro, y se posó en el respaldo de una silla. Una mañana, como si me anunciara el incendio de la casa, Antonio entró en mi cuarto y me dijo: —R u p e r t o e s t á m u r i e n d o . Me mandaron llamar. Salgo para verlo.

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Esperé a Antonio hasta mediodía, distraída con los quehaceres domésticos. Volvió cuando yo estaba lavándome el pelo. —Vamos —me dijo—. Ruperto está en el patio. Lo salvé. —¿Cómo? ¿Fue una broma? —Ninguna. Lo salvé, con la respiración artificial. Apresuradamente, sin comprender nada, recogí mi pelo, me vestí, salí el patio. Ruperto, inmóvil, de pie junto a la puerta miraba ya sin ver las baldosas del patio. Antonio le arrimó una silla para que se sentara. ¡ P o r q u é n o u t i l i z a b a s u i n g e n i o p a r a s a n a r a R u p e r t o ! Antonio no me miraba, miraba el techo como conteniendo la respiración. De improviso Mandarín voló junto a Antonio y le clavó una de las flechas en un brazo. Aplaudí: pensé que debía hacerlo para contentar a Antonio. Era sin embargo una prueba absurda. Aquel día fatal Ruperto al sentarse se cubrió la cara con las manos. ¡Cómo había cambiado! Miré su cara inanimada, fría. Sus manos oscuras! ¡Cuándo me dejarían sola! Tenía que hacerme los rulos con el pelo mojado. Interrogué a Ruperto disimulando mi fastidio: —¿Qué ha sucedido? Un largo s i l e n c i o que hacía resaltar el canto de los pájaros tembló en el sol. Ruperto respondió por fin: —Soñé que los canarios picoteaban mis brazos, mi cuello, mi pecho: que no podía cerrar mis párpados para proteger mis ojos. Soñé que mis brazos y que mis piernas pesaban como sacos de arena. Mis manos no podían espantar esos picos monstruosos que picoteaban mis pupilas. Dormía sin dormir, como si hubiera ingerido un narcótico. Cuando desperté de ese sueño, que no era sueño, vi la oscuridad: sin embargo oí cantar a los pájaros y oí los ruidos habituales de la mañana. Haciendo un gran esfuerzo llamé a mi hermana, que acudió.

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多Tuve que la amistad importante

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admitir que es mรกs que el amor? 93


Con voz que no era mía, le dije: “Tienes que llamar a Antonio para que me salve.” “¿De qué?”, interrogó mi hermana. No pude articular otra palabra. Mi hermana salió corriendo, y acompañada de Antonio volvió media hora después. ¡Media hora que me pareció un siglo! Lentamente, a medida que Antonio movía mis brazos, recuperé la fuerza pero no la vista. —Voy a hacerles una confesión —murmuró Antonio, y agregó lentamente—, pero sin palabras. Favorita siguió a Mandarín y clavó una flechita en el cuello de Antonio, María Callas sobrevoló un momento sobre su pecho donde le clavó otra flechita. Los ojos de Antonio, fijos en el techo cambiaron, se hubiera dicho, de color. ¿Antonio era un indio? ¿Un indio tiene los ojos azules? De algún modo sus ojos se parecieron a los de Ruperto. —¿Qué significa todo esto? —musité. —¿Qué está haciendo? —dijo Ruperto, que no comprendía nada. Antonio no respondió. Inmóvil como una estatua recibía las flechas de aspecto inofensivo que los canarios le clavaban. Me acerqué a la cama y lo zarandeé. —Contéstame —le dije—. Contéstame. ¿Que significa todo esto? No me respondió. Llorando lo abracé, echándome sobre su cuerpo; olvidando todo pudor lo besé en la boca, como sólo podría hacerlo una estrella de cine. Un enjambre de canarios revoloteó sobre mi cabeza.

Aquella mañana Antonio miraba a Ruperto con horror. Ahora yo comprendía que Antonio era doblemente culpable: para que nadie descubriera su crimen, me había dicho y lo había dicho después a todo el mundo:

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—Ruperto se ha vuelto loco. Cree que está ciego, pero ve como cualquiera de nosotros. Como la luz se había alejado de los ojos de Ruperto, el amor se alejó de nuestra casa. Se hubiera dicho que aquellas miradas eran indispensables para nuestro amor. Las reuniones en el patio carecían de animación. Antonio cayó en una tenebrosa tristeza. Me explicaba:

—P e o r q u e l a m u e r t e e s l a l o c u r a d e u n a m i g o . Ruperto ve pero cree que está ciego. Pensé con despecho, tal vez con celos, que la amistad en la vida de un hombre era más importante que el amor.

Cuando dejé de besar a Antonio y aparté mi cara de la suya, advertí que los canarios estaban a punto de picotear sus ojos. Le tapé la cara con mi cara y con mi cabellera, que es espesa como un manto. Ordené a Ruperto que cerrara la puerta y las ventanas para que el cuarto quedara en completa oscuridad, esperando que los canarios se durmieran. Me dolían las piernas. ¿El tiempo que habré quedado en esa postura? No lo sé. Lentamente comprendí la confesión de Antonio. Fue una confesión que me unió a él con frenesí, con el frenesí de la desdicha. Comprendí el dolor que él habría soportado para sacrificar y estar dispuesto a sacrificar tan ingeniosamente, con esa dosis tan infinitesimal de curare y con esos monstruos alados que obedecían sus caprichosas órdenes como enfermeros, los ojos de Ruperto, su amigo, y los de él, para que no pudieran mirarme, pobrecitos, nunca más.

Lentamente comprendí la confesión de Antonio.

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1989

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Cornelia frente al espejo, Editorial Tusquets Barcelona

s o ñ a d o r a c o m p u l s i v a Había un millón de miradas en mis ojos, por eso pensé que un

milagro me había hecho nacer en un lugar de rocas y de mar sin límites. Pensé muchas cosas que no me acercaban a la verdad y ya cansada dejé de mirar y resolví entregarme a la magia sin temor y sin remordimientos. Había un mazo de cartas en nuestra casa; lo tomé y lo oculté bajo mi abrigo. Nunca nadie me vio jugar con naipes, ni me enseñó ningún juego... Trabajaba en casa una mujer que sabía tejer y destejer y que afirmaba que el tejido se parecía íntimamente a la adivinación del porvenir, sin dificultad. Acepté la idea y así empezó mi carrera de adivina. Todas las cosas que aquí relato, o casi todas, las soñé antes de vivirlas. Guardo el mazo de cartas debajo de la alfombra del cuarto. Si mi madre lo encuentra, me pone en penitencia. Yo no hago ningún mal en adivinar las cosas. Los otros días, al salir para la escuela, se me acercó una señora muy bonita con la que soñé y, acariciándome el pelo, me dijo: —Me han dicho que sos adivina, ¿es verdad? —Es verdad, pero mamá no me deja serlo. Dice que el mundo es muy inmoral y que no tengo por qué enter- En mis sueños arme de lo que hacen las personas mayores. descubro todo y los ¿Por qué voy a enterarme? Si yo adivino, adi- sueños no son pecado. vino, y nadie me cuenta nada.

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C u a n d o

l l e g u é

t a r d e . q u e r e a l

M e

m e

La señora me miró sonriente.

a t é

c a í d o

u n

—Esas son cosas de personas mayores —dijo—. Si vos no fueras la hija de tu mamá, esa señora no te hubiera dicho esas cosas. A lo mejor tiene miedo de que adivines los secretos de su casa o de sus amigas. —A mí me parece muy natural. Yo estoy de acuerdo con vos y me parece que vas a ser una persona muy importante, porque van a venir a consultarte de todas partes del mundo. Ahora ¿vas al colegio? —Sí. Tengo que apurarme. Son las ocho. —Miré el reloj de pulsera y vi que eran las ocho menos cinco —. Tengo que correr.

l r e d e d o r s u e ñ o s .

d e

E n

h i s t o r i a

La señora se agachó y me dijo:

c o l

d i s c u l p é

h a b í a

m e

a l

c y

p a ñ u e l a

r o d

c u e s t i o n e

y

g e o g r a f í

—Me llamo Lila. ¿No te olvidarás de mí, verdad?

¿Te gustan i n a c i ó n las flores?nEntonces o te acordarás f deu n c i o n a b mí cuando pienses en las lilas. ¿ Y vos cómo te llamás? —Me llamo Luz. Y como usted siempre estará viendo la luz, se acordará de mí, ¿no es cierto?

m a t e m á t i c a s ,

t a m p o c

La señora me dio un beso y yo salí corriendo. Cuando llegué al colegio, pensé que era tarde. Me disculpé con una mentira. Dije que me había caído y para que pareciera real me até un pañuelo alrededor de la rodilla, como un mis sueños. En cuestiones de historia y geografía, mi don de adivinación no funcionaba. En matemáticas, tampoco. Yo necesitaba algo humano, apasionado y lleno de complicaciones. Estudiar no me gustaba. Cuando volví a casa, mi madre me esperaba en la puerta. Me pidió que le mostrara los cuadernos.

e c e s i t a b a o n a d o e s . a

y

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l l e n o

h u m a n d e

E s—Qué tdesprolija u —meddijo—.i Nadiea dirárque este cuadern o no es de una chica de once años. No comprendo por qué no sigues nuestra costumbre de mantener el orden.

c a s a ,

t a .

a l g o

M e

m i

m a d r e

p i d i ó

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l e g i o , o n

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p a r a l o

a , a . o .

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m e n t i r a .

q u e

e r a D i j e

p a r e c i e r a

Yo la oía hablar pensando en otra osa. Pensaba en la señora que me había tratado tan bien en la calle y que me admiraba por mi sabiduría.

a

d i l l a , s

p e n s é

d e m i E n Y o

Mi madre frunció el ceño y me dijo:

c o m o

u n

m i s

—Si seguís así, voy a tener que ponerte en penitencia. Crees que sos una persona muy importante, a tu edad. ¿No sabés que el orgullo es el peor de los pecados? Le contesté: —¿Por qué va a ser el peor? La concupiscencia es peor, el coito. —No hables de cosas que no sabés.

d o n

d e

a d i v -

Durante esa conversación, distraídamente, pues soy muy distraída, levanté con la punta del pie la alfombrita de mi cuarto, donde estaban escondidas las barajas. Mi madre miró con espanto.

n

—¿Por qué tenés escondidas esas barajas? Son las barajas de tirar la suerte. Las usan las adivinas. Por algo las has escondido. Vos no das puntada sin nudo. Me arrodillé para juntar las barajas por donde se asomaba la reina de corazones, igualito que en mis sueños.

a p a s i

Mi madre me dijo:

p l i c a c —Dame i olas barajas n inmediatamente.

—No te las puedo dar porque me prestó una chica del colegio —Dámelas inmediatamente. —¿Quieres que me porte mal con ella? Le prometí devolvérselas y no dárselas a nadie. —No me interesan tus promesas. ¿Cómo se llama la chica? —Rufina Gómez.

u s t a b a .

C u a n d o

e s p e r a b a

m o s t r a r a

e n l o s

l a

v o l v í p u e r -

c u a d e r 99


—No me dijiste que esa chica era amiga tuya. —¿Acaso voy a pedir permiso para tener una amiga? —Permiso no, pero ocultarlo tampoco. —Sépaselo que yo no oculto nada. Si usted no adivina, no es mi culpa. —Más buena eras en mi sueño. —¿Dónde aprendiste a hablar con tanto orgullo? —En esta casa. Usted es la única orgullosa. —Este diálogo ridículo tiene que terminar. Dame las barajas. Le di las barajas. Son unas barajas muy bonitas. Rufina Gómez casi nunca juega con ellas, ni siquiera aprendió a tirar las cartas. Además, es facilísimo, porque cada carta lleva escrito en francés lo que le va a pasar a la persona que le toca la carta. Uno no sabe nada, en realidad; simplemente baraja varias veces, coloca una por una sobre la mesa y, después de contarlas, va saliendo la carta que pertenece al consultante. Es divertidísimo. Pero ya no podía tener esas cartas y me arreglaría lo mismo con cualquier tipo de cartas.

En el fondo, la adivinación es una cosa muy fácil: las personas que te consultan te dicen simplemente lo que les va a pasar, el carácter que tienen, la edad, las enfermedades, los peligros que les amenazan, todo, todo lo sabe el consultante y te lo dice preguntándote: “Usted cree que voy a ser desdichada?” o “¿Usted cree que voy a ser feliz?” o “¿Usted cree que me voy a enamorar?” o “¿Usted cree que me van a ser infiel?”. Todo ya está adivinado. Uno no tiene que hacer ningún esfuerzo. Aquella noche me acosté perturbada. No por remordimiento, lo confieso. Pensé que mi madre estaba tan alejada de mí que ni siquiera sabía que me había ofendido. Tengo once años. ¿Cómo es posible que se me hable en esta forma? En esta época en que vivimos, a los niños se los respeta como a los grandes. ¿Con qué derecho me hablaba de esa manera? Si le digo a mi madre que mi carrera es la adivinación, creo que me insulta. Trataré de decírselo en mi sueño. No sé el tiempo que tardaré en ser una persona respetable, pero creo que esperaré con paciencia. Buscaré un lugar retirado para instalar mi consultorio, y todo el mundo vendrá a pedirme consejos y yo usaré las barajas comunes, para que no digan que lo hago por diversión. Apago la luz. Quiero dormir y no puedo.

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No pienso en otra cosa que en el tipo que me habló el otro día en la calle. Antes de verlo personalmente lo vi en un sueño. Era rubio, era alto; pero no era eso lo que me gustaba: era el color de sus ojos azules verdes violetas. Nunca sabré de qué color eran sus ojos. Tal vez si lo supiera no me gustarían tanto; pero también su voz era única, esa inflexión extraña cuando decía: “Qué tal, cómo te va” o “Querés que te lleve al cine; no, porque sos muy chica. Seguramente no te dejan”. “Y vos ¡cuántos años tenés?”, le pregunté. Contestó: “¿Yo? Diecisiete. ¿Qué te parece?”. “A mí, nada. ¿Qué querés que te conteste?” Después de esta conversación no nos vimos. Tendría que averiguar su nombre. Voy a consultar las cartas. Mezclé las barajas y las extendí sobre la mesa. Mamá había salido. Cerré los ojos: es la manera más segura de adivinar. Cerré los ojos y abrí las manos. ¿Cómo se llamará? Pensé, pero ningún nombre venía a mi mente.

T r a t é d e s o ñ a r. S i e s t a v e z a d i v i n o , s o y u n a a d i v i n a .

Pensé en todos los nombres que existen hasta que llegué a uno solo: Narciso. No es porque me gusta. Ninguno podría contentarme salvo éste. No comprendo por qué. Busqué a mi alrededor todos los nombres hasta encontrar el que buscaba. Finalmente me dejé caer en un sillón y pensé que se llamaba Armindo. ¿Por qué Armindo? Me di cuenta, no tenía que dudar de mi intuición. Al día siguiente al salir del colegio lo vi venir hacia mí. Me dijo: —Cuánto tiempo que no te veo. ¿Sabés que te extraño? —Armindo, yo no te extraño—le contesté. —¿Cómo sabés que me llamo Armindo? —U n s u e ñ o m e l o d i j o . Armindo es un nombre común. Cualquiera se llama Armindo. —Yo no soy cualquiera. —Yo tampoco. Nos despedimos sin mirarnos y sin la esperanza de volver a vernos. Yo me encerré en mi cuarto, y mamá me preguntó: —¿Por qué te encerrás?

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—Porque me gusta estar encerrada. Hay tanta gente en casa. Prefiero el silencio absoluto. —Pero no tenés edad para imponer tus gustos. —¿Hay una edad? —No sé, pero creo que una niña de tu edad no tiene derecho de hacerlo, de ningún modo. Me levanté del asiento y corrí fuera del cuarto porque no me interesaba el diálogo. Me asfixiaba. En el colegio las cosas no andaban bien. Le dije a mamá que estudiar no me gustaba y me contestó con la misma insolencia de siempre. —Seguirás estudiando hasta que te recibas. Fue aquel día cuando tuve un sueño extraño. Soñé con un perro que me seguía por todas partes. Lo adopté. Era divino, blanco, con manchas negras y me hablaba. Me hablaba de su vida, como una persona grande.

Durante el día no hice más que extrañarlo hasta que de pronto, como por encanto, en un momento en que alguien dejó la puerta de calle abierta, apareció. Se acercó a mí y se acostó a mis pies. Tenía un collar de cuero con clavitos y su nombre escrito en letras doradas: Clavel. “Clavel”, le dije, le di un beso, no en la boca porque mi madre no me lo permite, y lo acaricié hasta la hora de dormir. Le preparé una cama con un almohadón y una sábana pequeña. Mi madre me dijo: —¿Dónde encontraste este perro? ¿Alguien te lo regaló? —No, mamá. Nadie me lo regaló. —Entonces...¿cómo se llama? —Clavel —le dije—. Es mío y nunca lo olvidaré. Esta circunstancia nos unió a mamá y a mí.

No nos pelearíamos más. Dejó que el perro durmiera conmigo y es raro imaginar que mi madre empezara a creer en mi poder de

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adivinación no sé por qué misterio, y me preguntara, si alguien se enfermaba: —¿Qué tendrá esa persona? ¿Qué remedio le daré? Yo le aconsejaba remedios raros que había oído nombrar, y ella en seguida los aplicaba con éxito y me agradecía. Un día me presentó a la familia. Yo no sé si era en broma o en serio. —Aquí les presento a nuestra adivina. Consúltenla. Ella sabe todo lo que va a suceder. Fue así como me volví abiertamente adivina y salí unos años después en un diario con Clavel. Anunciaba con un titular en letras grandes LA ADIVINA COMPULSIVA. Pero tengo que relatar los vastos experimentos de mi vida. Ustedes saben que yo tenía un pelo muy bonito y enrulado, con ojos tan misteriosos que todo el mundo que los miraba no los olvidaba nunca. Mi madre tenía una boutique donde vendía antigüedades inventadas y a veces verdaderas. Trabajé para ella y recuerdo que mis invenciones tuvieron mucha suerte. Un ángel que armé con cartón y plumas de paloma fue muy solicitado. Me respetaban no sólo por adivinadora sino como artista. Ganamos mucha plata. Una familia norteamericana me encargó varios adornos, que formé con mis manos. Inventé barajas para adivinar la suerte y todas fueron especialmente instructivas. Una tarde, en la boutique, donde ayudaba a mi madre en la venta de objetos, apareció Armindo, como en mis sueños. Se dirigió directamente a mí. De pronto me dijo: —¿Qué hacés aquí? Te esperé varios días en la esquina de tu casa pensando que no me habías olvidado. También te esperé a la salida del colegio. ¿Crees que por ser una niña cualquiera puedes permitirte insolencias como las que te permites? A mí

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no me gusta tu manera de ser, como no me gustan tu peinado ni tus ojos ni los adornos que llaman antigüe- Me acerqué tapándome las orejas. dades en la boutique de tu madre. No me gusta ¿Dónde estaría el encanto que yo le nada de lo que se refiere a vos. había descubierto el primer día en que lo vi? Le dije con una voz difícil de reconocer:

—Váyase de aquí inmediatamente. —y, viendo que no obedecía mis órdenes, llamé a Clavel y le dije en alemán fass, que significa “chúmbale”. Clavel salió de debajo del piano donde estaba dormido y se abalanzó sobre Armindo. Le mordió un brazo hasta que brotó sangre. Herido por el perro, Armindo salió gritando: —Me las vas a pagar, puta del diablo.

Salió de la boutique. Nadie quiso intervenir en la ridícula disputa y Clavel volvió a su lugar debajo del piano. Por suerte mi madre no oyó la palabra “puta”, que no le gusta. A mí tampoco. Aquella noche tuve un sueño premonitorio. Dormía en mi cama tranquilamente cuando entró Armindo con el propósito de violarme. ¿Traía un cuchillo en su abrigo? ¿Yo lo sentía? Si Clavel le ladraba, ¿Armindo lo iba a matar? Nada de todo eso sucedió. Mis sueños ya sabían que yo no les obedecía. Armindo se acercó a mi cama, sacó el cuchillo y me lo clavó en el corazón, única manera de matarme; pero no me mató ni sentí dolor. Me reí de él hasta las lágrimas.

Cuando desperté, la vida siguió su curso y fue después de muchos

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días en que la noche no me permitía dormir cuando llegué a la convicción de que Armindo me amaba incontrolablemente y que yo era una adivina que peleaba contra sus sueños. Soñé que subía al altillo, con una canasta con botellas. La escalera era muy empinada y en la oscuridad perdí el pie; fui cayendo del quinto piso, del cuarto piso, del tercer piso, del segundo piso y seguí cayendo, sin pisos ya, en la oscuridad. No era un sueño, era una pesadilla. Al caer sentí ruido del ascensor, los cables se entrechocaban, me envolvían, me destruían.Pensé que nunca me despertaría y me pareció que me encontraba en la Iglesia. Cuando desperté, no sabía dónde estaba. Temblando me levanté de la cama. Entonces resolví inflexiblemente ir contra mis sueños. Nunca subía al altillo. Al día siguiente resolví subir llevando una canasta, como en mis sueños. Subí con cuidado. Llegué arriba aliviada. No me pasó nada. Pocos días después volví a subir con libros, cien libros y revistas. Subí con cuidado, un infinito cuidado. Día tras día subí descalza por la escalera del altillo llevando diferentes cosas y cada vez lo hacía más rápidamente, sintiendo el alivio de desobedecer a mi sueño. Mataba mis sueños. Fui destruyendo mi poder de adivinación para no morir jamás. Clavel me seguía. Armindo vino a buscarme varias veces en sueños. Después, al despertar, no quise verlo. soñé que me casaba. El sueño de mi boda quedó fotografiado en las paredes de mi dormitorio. Cerré los ojos. Sólo acepté un vestido precioso que tengo puesto y una pulsera de oro verdadero. ¿Qué adivina tiene la fotografía anticipada de un amado de ojos azules verdes violetas que me sirven de noche de velador? ¿Qué adivina ha logrado que sus sueños queden fotografiados en las paredes de su dormitorio? Soy una adivina muy especial, sin duda. Y a pesar de ir contra mis sueños, sigo siendo, pobre de mí, una adivina. En la escuela me pusieron el sobrenombre de extraterrestre. Mi carácter había cambiado. Ya no me importaba nada. Era muy atrevida y recuerdo que, en los jardines donde había columpios, me lanzaba en el aire como si tuviera alas. Mis sueños comenzaron a cambiar. No soñaba con Armindo ni con mis amigas; todo se parecía a lo que veía en el cine y en el televisor. Pensé que podría

Entonces resolví inflexiblemente ir contra mis sueños.

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inventar una historia que despertara la curiosidad de todo el mundo, pero tenía que vivirla, porque contarla no era bastante. Fue en aquella época cuando me saqué un premio en los juegos para niñas de los concursos de la televisión y me saqué un pasaje a Bariloche, con patines para patinar en la nieve. En mi sueño, en cambio, el calor era horrible. Había que bañarse en el agua del Río de Janeiro. No quería vivir aquel sueño. Un conjunto de ropa tejida incluía el premio. Mi madre me regaló una valija muy bonita, que todavía conservo. Ahí puse la ropa de lana, el gorrito y los guantes. La noche del día en que recibí el premio, no pude dormir. Teníamos que tomar el micro de excursión a las siete de la mañana. A las cinco ya estaba lista, pero las otras chicas llegaron tarde y, como yo ya no dependía de mis sueños para guiarme, visité el lugar donde llegan los trenes, en Constitución. Tomé un café muy caliente y, aunque digan que el café pone nerviosa a las personas, me tranquilizó. No me había despedido de mi madre, pero eso no me preocupaba, de modo que, cuando subí al micro, me sentí liviana como un pájaro y tan feliz que todas mis compañeras me envidiaban. “¿Envidiarme? ¿a quién importa que la envidien?”. A mí me parecía muy divertido y que formaba parte de mi aventura. Me olvidé de mi casa, del jardín, de todas las flores: iba a conocer otro mundo, mucho más divertido, otras caras. Si los hombres se estuvieran viendo todo el tiempo tal vez nunca llegarían a quererse. Habría que ver todos los días a personas distintas.

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No quería v i v i r a q u e l sueño... 107


2006

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Las repeticiones Sudamericana Buenos Aires

l a

c a l e s i t a

En el jardín donde ellas juegan el día está tan claro que pueden

contarse las hojas de los árboles. Mis hijas son de la misma altura, llevan gorritas de sol hechas de un género escocés. No se les ve el color del pelo porque lo llevan totalmente escondido debajo de la gorra, no se les ve el color de los ojos porque están velados de sombras: sombras extrañas de forma escocesa enjaulan los ojos de mis hijas. Las dos son de la misma altura, tienen un peso y una altura que corresponde bien a la edad de cinco años: ese dato que me llena de alegría lo he verificado por veinte centavos en la balanza de la farmacia. Las alegrías que tengo son variadas e infinitas como las hojas de estos árboles, siendo algunas de un verde muy tierno y otras de un verde encendido y azul de fondo de mar. Salgo de la casa. Es una mañana traslúcida y nacarada. Los pájaros atraviesan el espacio que hay entre cada árbol con indecisión intrépida de bañista. Los rosales están cubiertos de telarañas; no les tengo miedo. No les tengo miedo a las arañas en el jardín, les tengo miedo en los cuartos, congregadas en el techo de la sala e iluminadas por las arañas con caireles del hall. Se diría que todo está tejido con hebras brillantísimas de seda. Salimos caminando juntas, abrimos el portón y salimos a pasear porque el jardín no nos alcanza para mover nuestro asombro, tenemos piernas Las tres hemos nacido en la alta casa anaranjada que en los días ligeras como alas. de tormenta brilla entre los árboles madurando un color rojo. Las tres hemos jugado en el mismo jardín y estamos hermanadas por los mismos juegos detrás de los mismos árboles. Las tres nos hemos escondido en el mismo invernáculo que contiene plantas

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prisioneras entre los vidrios rotos. Las tres hemos subido siempre con preferencia al tercer piso de la casa porque allí reinan las palanganas llenas de agua con lavandina, el azul, el agua jabonada, las planchas, las flores de estearina, la ropa tendida, las viejas niñeras que duermen en un cuarto muy adornado de fotografías o de estampas con olor a sémola. Allí suben como al cielo las lavanderas cantando de tener las manos siempre en el agua. Allí suben las opulentas planchadoras con los ojos llenos de bienaventuranza. Mis hijas y yo tenemos los mismos secretos: sabemos el imposible misterio de andar en triciclo sobre los caminos de piedras. Las tres tenemos una calesita. Me la regalaron en mi infancia. Pintada de color verde y rojo, tenía, o más bien tiene aún, cuatro asientos que dan vueltas mediante un movimiento combinado de manubrios y pedales. Mi alegría daba vueltas vertiginosas con música de muchos colores el día que desempaquetaron la calesita que mi padre había hecho venir de Alemania. Todavía me acuerdo como si fuese hoy: mi padre, el jardinero y un señor muy bajito con grandes bigotes blancos que estaba de visita, tuvieron que armarla entre los tres, mientras yo esperaba la sorpresa en el otro extremo del jardín. Llegaban volando los papeles que la envolvían porque era un día de viento y no un día tranquilo como éste. No se mueve una sola hoja. Llegaban volando los papeles hasta que llegó el último desplegando túnicas y alas como un mensajero muy blanco. Entonces mi nombre empezó a llenar el jardín. Todo el mundo me llamaba. Pero yo no corrí, fui caminando con la cara encendida y me detuve cerca de los árboles de magnolia hasta que volvieron a llamarme. Los regalos me dolían en proporción a su tamaño, pero me acerqué buscando alivio; la calesita estaba frente a mis ojos, nunca tuve un juguete tan grande y complicado. “Súbase niñita” - “Súbase muñeca” - “Subite mi hijita”, me decían voces por todos lados. Yo me resistía. La calesita parecía frágil y transparente como una lámina de papel, pero insistieron tanto que finalmente tuve que subir. Los manubrios eran duros, los pedales eran duros. No podía hacerla andar. No había música, no había vueltas vertiginosas ni caballos deslumbrantes como en las calesitas de París. “Hay que enaceitar-

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la”, dijo mi padre y sentí ganas de pedirle perdón. Al día siguiente la enaceitaron, pero no anduvo mejor. En cuanto yo subía en la calesita se desvanecía, en cuanto me bajaba de ella volvía a encontrarla con sus vueltas, sus músicas y mi anhelo por subirme. Hace pocos días que mis hijas descubrieron la vieja calesita arrumbada en un rincón del garaje. Enseguida quisieron andar en ella. El jardinero, ayudado por un peón, transportó la calesita al jardín mientras mis hijas echaban la cabeza para atrás haciendo gárgaras extrañas en signo de júbilo. “Una calesita, una calesita”, gritaban moviendo los brazos en forma de vuelos rápidos y repetidos. Pero no la podían hacer andar. Igual que en mi infancia, recién cuando se bajaban de la calesita andaban en ella. Y pasaron muchos días subiendo y bajando desesperadamente, buscándole vueltas, músicas y caballos como si hubiesen calcado mis movimientos de entonces. Pienso todas estas cosas y sin darme cuenta camino cada vez más despacio. Mis hijas están protegidas por infinidad de movimientos. Estamos paseando por una calle de paraísos con racimos azules de flores. Un aguaribay nos ofrece su follaje llovido de frescura adentro de una quinta. Nos encaminamos hacia la plaza que queda frente a la iglesia. Dos cuadras antes de llegar les digo a mis hijas para hacerlas correr: “Tomen ese camino, yo tomaré éste. Veremos quién llega antes a la plaza”. Mis hijas salen corriendo entre los árboles. Pero de pronto la cuadra se llena de gente. Las he perdido de vista. “¿Dónde están mis hijas?” Estoy cercada por mis propios gritos. La calle se llena de chicas con gorritas escocesas. No conozco el rostro de mis hijas. Me doy cuenta de que nunca he visto ni mirado el rostro de mis hijas. Voy corriendo y mis llantos llenan la cuadra. Me parece que estoy soñando. Oigo que mis labios repiten una misma frase para apiadar a los Las he perdido para siempre. Sólo recuerdo el transeúntes: “Mis hijas perdidas en la revolu- color del género de las gorritas y la orfandad ción española”, pero nadie me escucha, yo sola en que me dejaron. Era verde, blanco y estoy conmovida por mis palabras. Se multi- azul con líneas finísimas de rojo y plican las chicas con gorritas de sol escocesas. negro. Pero debajo de esas gorritas nunca conocí el rostro que llevaban.

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e l

a r r e p e n t i d o L a rama que acariciaba mi cabeza, me deleitaba cuando salía

del sueño. El amor me seducía en momentos inesperados, y lo que prefería era triturar un pedazo de carne entre mis dientes y después beber agua helada entre las piedras que bajan de la vertiente. Dicen que me parezco al hambre, a la violencia, al infierno; fui feliz como un rey hasta que la conocí. Si fuera un niño estaría llorando, si fuera un santo los silicios hubieran consumido mi cuerpo, si fuera una hiena devoraría mis propias entrañas. Si fuera Dios volvería a crearla. El mundo es antiguo y no sé lo que tendría que envidiar, pero este instante es mi eternidad. Los días pasan tan lentamente que esperar la luz por la noche se vuelve intolerable, sin esperanzas. ¿Cómo es el sol? Olvido su forma, su color, la impresión que me causa. Al verlo caigo desvanecido, y luego

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Las repeticiones Sudamericana Buenos Aires

el lento aprendizaje del día, de la luz que no sirve para iluminar algo que valga la pena me mata y me hace esperar la noche que tampoco llega y que tampoco recuerdo. ¿Qué es la noche? ¿Cómo es su faz? Caigo desvanecido cuando llega y advierto que no oculta nada en su oscuridad, ni un tesoro. A veces cuando llueve y no me preocupan ni la oscuridad ni la luz, algo que descansa más que el sueño me ocurre, me deslizo sobre el barro a una velocidad increíble, mi piel se desgarra y caigo al pie de las montañas como una piedra, con las mandíbulas cerradas, cubierto de barro y escarcha. Cuando me volvía para mirar hacia atrás a veces me faltaba una oreja, otras veces una pata o la cola, otras veces la lengua que es tan necesaria. No me lo confesaba a mí mismo. Me daba vergüenza. Me preocupaba. Tardé en darme cuenta de lo que ocurría: soy un sueño, estoy en el sueño de alguien, de un ser humano. Busqué a la persona que soñaba conmigo: era una niña dormida. De un zarpazo la maté, jugué con ella, con su vestido bordado y sus trenzas largas, atadas con nueve cintas rojas. La escondí en un lugar del bosque sobre las altas matas de pasto porque no tenía hambre. Cuando volví a buscarla ya no estaba. Mirando la luna aullé toda la noche esperando que algo me la devolviera. Sobre la tierra quedaba su olor y el gusto de su sangre. Los pájaros se burlan de mí y las hembras de mi estirpe me fastidian siguiéndome a todas horas, queriendo adivinar un secreto que no pueden comprender. Pude morir en un incendio, pero atravesé las llamas como las piedras, apenas chamuscado; pude morir despeñándome por una montaña, pero llegué al fondo de un precipicio sin una herida para relamer; pude morir en un pueblo donde entré para devorar a un hombre, pero huí entre los balazos como en los días de tormenta bajo el granizo. Los días son monótonos, sin peligro. ¡Por qué no devoré a esa niña que soñaba conmigo! Hubiera cumplido con un deber de tigre; ya que soy inmortal, por lo menos quisiera tener una conciencia pura.

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s i l e n c i o y o s c u r i d a d E n letras luminosas se veía anunciado en el frente del edificio

S I L E N C I O Y OSCURIDAD. El cartel llamaba la atención. La entrada no estaba permitida a los mayores de cincuenta años, el espectáculo podía deprimirlos o causarles un infarto. A los menores de catorce tampoco les estaba permitida la entrada, podían protestar lanzando petardos, hacer bulla y molestar al público. En la sala celeste y fresca, sentados sobre mullidas butacas, los espectadores cerraban los ojos siguiendo las instrucciones que se repartían en la entrada del teatro; luego, siempre de acuerdo a las instrucciones, para que la impresión no fuera demasiado fuerte al abrir los ojos, echaban la cabeza hacia atrás para contemplar lo que no veían desde hacía tiempo, la absoluta oscuridad, y para oír lo que también hacía tiempo que no habían oído, el silencio total.

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Hay diferentes grados de silencio como hay diferentes grados de oscuridad. Todo estaba calculado para no impresionar demasiado bruscamente al público. Había habido suicidios. En el primer momento se oía el canto infinitesimal de los grillos que iba disminuyendo paulatinamente hasta que el oído se habituara de nuevo a oírlo surgir del fondo aterrador del silencio. Luego se oía el susurro más sutil de las hojas, que iba creciendo y decreciendo hasta llegar a las escalas cromáticas del viento. Después se oía el susurro de una falda de seda, y por último, antes de llegar al abismo del silencio, el rumor de alfileres caídos sobre un piso de mosaico. Los técnicos del silencio y de la oscuridad se las habían ingeniado para inventar ruidos análogos al silencio para llegar por fin, gradualmente, al silencio. Una lluvia finísima de vidrios rotos sobre algodón sirvió para esos fines durante un tiempo, pero sin resultado satisfactorio; un crujir lejano de papeles de seda parecía mejor pero tampoco dio resultado; a veces los primeros inventos son los mejores. En la entrada del teatro, en unos enormes mapas del mundo se veían trazados en colores los sitios donde el silencio podía oírse mejor y en qué años se modificaba de acuerdo a las estadísticas. Otros mapas indicaban los lugares en que podía obtenerse la oscuridad más perfecta, con fechas históricas hasta su extinción. Mucha gente no quería ir a ver este espectáculo tan importante y tan a la moda. Algunos decían que era inmoral gastar tanto para no ver nada; otros, que no convenía acostumbrarse a lo que hacía tanto tiempo habían perdido; otros, los más estúpidos, exclamaban: “Volvemos al tiempo del cinematógrafo”. Pero Clinamen quería ir al teatro de la oscuridad y del silencio. Quería ir con su novio para saber si realmente lo amaba. “El mundo se ha vuelto agresivo para los enamorados”, exclamaba vistiéndose con una minifalda. La luz pasa a través de las puertas, el ruido atraviesa cualquier distancia.

“ Sólo en la osc u rid a d y en el silen cio an t iguos sabré decirte si te q ui er o”,

dijo Clinamen a su novio. Pero el novio de Clinamen sabía que todo lo que su novia hacía lo hacía por timidez. No la llevó al teatro del silencio y de la oscuridad y nunca supieron que se amaban.

No la llevó al teatro del silencio y de la oscuridad y nunca supieron que se amaban.

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Viaje olvidado, Buenos Aires, S u r, 1 9 3 7 Los sonetos del jardín, Buenos Aires, S u r, 1 9 4 6 Autobiografía de Irene, Buenos Aires, Sudamericana, 1948 Los nombres, Buenos Aires, Emecé, 1953. La furia, Buenos Aires, S u r, 1 9 5 9

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Antología de la Literatura Fantástica, compilación de Borges, Ocampo y Bioy Casares, Edhasa-Sudamericana, Barcelona, 1977 Cornelia frente al espejo, Barcelona, Tusquets, 1988 Las repeticiones, Buenos Aires, Sudamericana, 2006 Radar; Página 12, 5 de octubre de 2005


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Este libro se terminó de i m primir el día quince d e novi e m bre de l d os m i l cato rce , e n los talleres g r áficos FADU.

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