con los dientes y descubre a un perro que lo obser va fijamente, el lomo arqueado y erizado de pelo, los dientes pelados, las patas tensas, listo para saltar sobre él. Otros chasquidos del hombre parecen apaciguar al animal y éste saca algo de debajo de su capa y se lo da al can. Mientras el perro come, el hombre cruza el patio, rodeando la fuente llena de lirios acuáticos y de peces dormidos; llega al amplio corredor de rojas baldosas y colas de quetzal que cuelgan mecidas por el viento. Un batir de alas lo hace esquivar un murciélago que pasa a su lado para posarse en un árbol a saborear los jugosos duraznos que están suspendidos a pocos centíme tros de la entrada de su cueva en el tapanco de la casa contigua. Haciendo palanca con una herramienta, abre la puerta de una habitación y penetra a lo oscuro. En poco tiempo sus ojos se habitúan a las sombras y su extraordinario sentido de orientación lo lleva justo hasta un mueble y al abrir la gaveta, toma un joyero y hace su escape por el portón principal, de donde sale como Juan de su casa. A la mañana siguiente la señora descubre el robo y los gritos atraen a la servidumbre y la servidumbre observa en el piso las huellas claras y tantas veces descritas de pies enfundados en tela. -¡Fue él!, dice una mujer. -¡No cabe duda!, afirma un hombre. -¡Mis joyas, mis joyas!, lamenta la señora. -Vamos a deshacernos de ese perro que no sirve para nada, dice el señor. Del otro lado de la ciudad, una mujer recuerda el susto de su vida que se llevara la noche anterior. Un hombre se le acercó y le dijo: -Mirá vos, quiero que seás mía. -No, le respondió ella, temblando bajo los harapos. -¿Y por qué no?, le preguntó mirando sus ropas sucias y gastadas, yo te puedo dar todo lo que necesités. -¡Sí, pero no y no y no!, le dijo ella dispuesta a todo. -¡Ah, vaya!, le dijo el hombre después de mirarla de pies a cabeza.
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despojรกndose del ropaje provinciano de finales de
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mente encadenado a sus malas acciones, como ellos lo estaban y posible mente lo siguen estando.
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se
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Como dato curioso, añadiremos que Los duendes son unos pequeños hombres en miniatura que miden como medio metro de altura, usan boina grande y visten con pantaloncillos de colores. La mayor parte del tiempo andan juntos. Andan por los potreros, cafetales y caminos solitarios, no les importa si es noche o de día con tal de andar vagabundos. Al visitar una casa se hacen invisibles, molestan demasiado, echando cochinadas en las comidas, tiran lo que se encuentre en sus manos. Pero lo que más persiguen es a los niños de corta edad, los engañan con confites y juguetes bonitos; así se los llevan de sus casas para perderlos. Si el niño no quiere irse, se lo llevan a la fuerza; aunque llore o grite. Una vez un señor, quién me merece todo respeto, contó que una noche, cuando él iba a caballo con otro amigo vio saltar un chiquito a la orilla del camino. Al ver esa figurilla en ese camino tan solitario y en horas tan inoportunas ambos se extrañaron; bajaron el ritmo de los caballos para preguntarle hacia donde se dirigía. Voy a hacer un mandadillo dijo el pequeñín. Pero a pesar de que apresuraban el paso, el pequeñín los seguía a cierta distancia, con una habilidad increible. Aquel espectáculo los puso como piel de gallina, y no querían mirar hacia atrás; y cuando quisieron mirar, había desaparecido. Algo muy parecido a esta historia anterior le sucedió al hijo de un amigo. Sus padres lo buscaron por todos lados, se había perdido hacía dos días, quién estaba en un potrero lejano del pueblo. Cuando se le pregunto como había llegado allí, dijo que unos hombrecitos muy pequeños se lo habían llevado dándole confites y juguetes; pero cuando estaban lejos del pueblo, pellizcaban y molestaban y mientras lloraba, aquella jerga de chiquillos reían y bailaban. Este suceso se comentó mucho en aquel pueblo y es digno de estudiarse por lo misterioso del caso. Dicen las gentes que para ahuyentar los duendes de una casa, aconsejan poner un baile bien encandilado con música bien sonada.