Relatos de la MitologĂa Griega Por : Victoria Hernadez
La manzana de La Discordia
Cuando Peleo y Tetis se casaron enviaron invitaciones a la fiesta para todos los dioses y como no querían tener problemas en un día tan especial, decidieron que lo mejor sería no invitar a Iris, conocida como La Discordia. Iris se enojó tanto que se apareció en el banquete de bodas de todos modos. Furiosa se dirigió a la mesa donde se encontraban las diosas más hermosas: Hera, Atenea y Afrodita y arrojó una enorme manzana con una inscripción tallada que decía: "Para la más Hermosa". Hera dijo: Debe ser para mí. Pero al instante, Atenea y Afrodita también reclamaron la manzana y pusieron a Zeus como árbitro. Zeus, no quería tomar parte por ninguna de las diosas ya que sabía que por lo menos dos de ellas terminarían haciendo reclamos por su intervención o lo que es peor, enemistadas con él y decidió sacarse el problema de encima. No se le ocurrió nada mejor que enviar a las tres diosas ante el joven y hermoso Paris para que decidiera él.
Una a una las diosas fueron desfilando ante él cubriéndolo de promesas. -Prometo darte poder y riquezas si me eliges- Dijo Hera. Atenea le prometió: -Si dices que yo soy la más bella, te otorgaré gloria en las guerras y fama por doquier-. Pero, la sensual Afrodita, que era muy astuta, le ofreció la mujer más hermosa por esposa y esto lo convenció definitivamente. Afrodita obtuvo la manzana de oro y de allí en más Hera y Atenea se convirtieron en sus peores enemigas. Afrodita, fiel a su promesa le ayudó a Paris a conseguir el amor de Helena, que se convertiría en el motivo de la famosa guerra de Troya.
Eros y Psique
Psique era la menor y la más hermosa de tres hermanas, hijas de un rey de Anatolia. Afrodita, celosa de su belleza, envió a su hijo Eros (Cupido) para que le lanzara una flecha de oro oxidado, que la haría enamorarse del hombre más horrible y ruin que encontrase. Sin embargo, Eros se enamoró de ella y lanzó la flecha al mar; cuando Psique se durmió, se la llevó volando hasta su palacio. Para evitar la ira de su madre, una vez que tiene a Psique en su palacio, Eros se presenta siempre de noche, en la oscuridad, y prohíbe a Psique cualquier indagación sobre su identidad. Cada noche, en la oscuridad, se amaban. Una noche, Psique le contó a su amado que echaba de menos a sus hermanas y quería verlas. Eros aceptó, pero también le advirtió que sus hermanas querrían acabar con su dicha. A la mañana siguiente, Psique estuvo con sus hermanas, que le preguntaron, envidiosas, quién era su maravilloso marido. Psique, incapaz de explicarles cómo era su marido, puesto que no le había visto, titubeó y les contó que era un joven que estaba de caza, pero acabó confesando la verdad: que realmente no sabía quién era. Así, las hermanas de Psique la convencieron para que en mitad de la noche encendiera una lámpara y observara a su amado, asegurándole que sólo un monstruo querría ocultar su verdadera apariencia. Psique les hace caso y enciende una lámpara para ver a
su marido y queda asombrada al ver tan hermosa criatura de piel blanquecina y rizos dorados como el sol. Una gota de aceite hirviendo cae sobre la cara de Eros que despierta y abandona, decepcionado, a su amada. Cuando Psique se da cuenta de lo que ha hecho ruega a Afrodita que le devuelva el amor de Eros, pero la diosa le ordena realizar cuatro tareas, casi imposibles para un mortal, antes de recuperar a su amante divino. Como cuarto trabajo, Afrodita afirmó que el estrés de cuidar a su hijo, deprimido y enfermo, había provocado que perdiese parte de su belleza. Psique tenía que ir al Inframundo y pedir a Perséfone un poco de su belleza que Psique guardaría en una caja negra que Afrodita le dio. Psique fue a una torre, decidiendo que el camino más corto al inframundo sería la muerte. Una voz la detuvo en el último momento y le indicó una ruta que le permitiría entrar y regresar aún con vida, además de decirle cómo pasar al perro Cerbero, Caronte y los otros peligros de dicha ruta. Psique apaciguó a Cerbero con un pastel de cebada y pagó a Caronte un óbolo. Una vez allí, Perséfone dijo que estaría encantada de hacerle el favor a Afrodita. Una vez más pagó a Caronte y le dio el otro pastel a Cerbero para volver. Psique abandonó el Inframundo y al no poder evitar su curiosidad decidió abrir la caja, dentro estaba un «sueño estigio» que la sorprendió. Eros, que la había perdonado, voló hasta su cuerpo y limpió el sueño de sus ojos, suplicando entonces a Zeus y Afrodita su permiso para casarse con Psique. Éstos accedieron y Zeus hizo inmortal a Psique. Afrodita bailó en la boda de Eros y Psique, y la hija que éstos tuvieron se llamó Placer o, como la llamaban en Roma, Voluptuosa.
Perséfone y las estaciones
Cuenta la mitología griega que un día la joven y hermosa Perséfone, hija de Zeus y Deméter, estaba recogiendo flores junto a sus amigas las ninfas y junto a Atenea y Artemisa; cuando de pronto la tierra se abrió bajo sus pies con una enorme grieta, de la que emergió Hades, hermano de Zeus y dios de los infiernos, llevándose a Perséfone consigo. Deméter comenzó a vagar triste en busca de su querida hija y al ser la diosa de la cosecha, la tierra se volvió estéril por su tristeza. Zeus viendo así a Deméter optó por pedirle a Hades que devolviera a la joven. Sin embargo Hades le había ofrecido comida a Perséfone y aunque ella la hubiera rechazado al principio, en poco tiempo comió siete granadas, y todo aquél que probara algo del inframundo quedaba obligado a permanecer allí para siempre. Zeus no podía dejar a la joven siempre en el inframundo, porque de esta manera su madre Deméter seguiría triste y las tierras seguirían estériles. Por ello acordó con su hermano Hades que Perséfone viera a su madre, pero este le dijo a Deméter que su hija había comido site granadas de su huerto y por lo tanto debía regresar con ella al tártaro. Deméter furiosa contestó que si eso pasaba jamás haría que
las tierras volvieran a ser fértiles y que por lo tanto los hombres y los animales morirían, Zeus horrorizado por la respuesta de la diosa mandó a su esposa Hera a negociar con los dioses. Finalmente Deméter aceptó que Hades se casara con su hija. Perséfone debía pasar siete meses junto a su marido en el tártaro, un mes por cada granada que comió, y los cinco meses restantes junto a su madre. Por esa razón la tierra florece y fructifica en primavera y verano, cuando Perséfone visita a su madre, y está triste y seca en otoño e invierno, cuando Perséfone se encuentra con Hades.
Apolo y Daphne
Apolo, gran cazador, quiso matar a la temible serpiente Pitón que se escondía en el monte Párnaso. Habiéndola herido con sus flechas, la siguió, moribunda, en su huida hacía el templo de Delfos. Allí acabó con ella mediante varios disparos de sus flechas. Delfos era un lugar sagrado donde se pronunciaban los oráculos de la Madre Tierra. Hasta los dioses consultaban el oráculo y se sintieron ofendidos de que allí se hubiera cometido un asesinato. Querían que Apolo reparase de algún modo lo que había hecho, pero Apolo reclamó Delfos para sí. Se apoderó del oráculo y fundo unos juegos anuales que debían celebrarse en un gran anfiteatro, en la colina que había junto al templo. Orgulloso Apolo de la victoria conseguida sobre la serpiente Pitón, se atrevió a burlarse del dios Eros por llevar arco y flechas siendo tan niño: -¿Qué haces, joven afeminado -le dijo-, con esas armas? Sólo mis hombros son dignos de llevarlas. Acabo de matar a la serpiente Pitón, cuyo enorme cuerpo cubría muchas yugadas de tierra. Confórmate con que tus flechas hieran a gente enamoradiza y no quieras competir conmigo. Irritado, Eros se vengó disparándole una flecha, que le hizo enamorarse locamente de la ninfa Daphne, hija de la Tierra y del río Ladón o del río tesalio Peneo, mientras a ésta le disparó otra flecha que le hizo odiar el amor y especialmente el de Apolo.
Apolo la persiguió y cuando iba a darle alcance, Daphne pidió ayuda a su padre, el río, el cual la transformó en laurel. En otras versiones, Daphne pide ayuda a su madre Gea. La metamorfosis de Daphne ha sido magistralmente descrita por Ovidio: “Apenas había concluido la súplica, cuando todos los miembros se le entorpecen: sus entrañas se cubren de una tierna corteza, los cabellos se convierten en hojas, los brazos en ramas, los pies, que eran antes tan ligeros, se transforman en retorcidas raíces, ocupa finalmente el rostro la altura y sólo queda en ella la belleza”. Este nuevo árbol es, no obstante, el objeto del amor de Apolo, y puesta su mano derecha en el tronco, advierte que aún palpita el corazón de su amada dentro de la nueva corteza, y abrazando las ramas como miembros de su cariño, besa aquél árbol que parece rechazar sus besos. Por último le dice: -Pues veo que ya no puedes ser mi esposa, al menos serás un árbol consagrado a mi deidad. Mis cabellos, mi lira y aljaba se adornarán de laureles. Tú ceñirás las sienes de los alegres capitanes cuando el alborozo publique su triunfo y suban al capitolio con los despojos que hayan ganado a sus enemigos. Serás fidelísima guardia de las puertas de los emperadores, cubriendo con tus ramas la encina que está en medio, y así como mis cabellos se conservan en su estado juvenil, tus hojas permanecerán siempre verdes.
La caja de Pandora
Hace mucho, muchísimo tiempo, cuando nuestro mundo se hallaba en la infancia, había un niño llamado Epimeteo, que nunca había tenido padre ni madre, y para que no estuviera solo, otra niña, procedente de un lejano país, y que se llamaba Pandora, fue llevada a vivir con él. La primera cosa que vio Pandora al entrar en la casa en que vivía Epimeteo, fue una gran caja, y casi inmediatamente después de haber atravesado el umbral, preguntó qué había en ella. —Mi querida Pandora —contestó Epimeteo —es un secreto. La caja fue dejada aquí, para que estuviese bien guardada; y yo mismo no sé lo que contiene. —Pero ¿quién te la dio? —preguntó Pandora —¿De dónde procede? —Una persona de aspecto risueño e inteligente la dejó ante la puerta antes de que llegaras tú; y según vi, apenas podía contener la risa al hacerlo. —Ya lo conozco,—dijo Pandora pensativa—era Mercurio. Éste fue quien me trajo, y sin duda hizo lo mismo con la caja. Estoy segura de que es para mí, y probablemente, contiene hermosos trajes y juguetes o bien una golosina. —Es posible—contestó Epimeteo alejándose—pero hasta que Mercurio regrese y nos autorice para ello, no tenemos el derecho de abrirla.
—¡Qué muchacho tan tímido! —murmuró Pandora, cuando el niño salía de la casita. —Me gustaría que fuese más animoso. Y en cuanto Epimeteo se marchó, la niña se quedó mirando el objeto que había despertado su curiosidad. Las esquinas de la caja aparecían talladas con mucho arte y primor. En los lados había figuras muy graciosas de hombres, mujeres y lindísimos niños. La cara más bonita de todas había sido esculpida en alto relieve, en el centro de la tapa. Ninguna otra particularidad se advertía, exceptuando la obscura y lisa riqueza de la madera pulimentada y el rostro del centro con unas guirnaldas de flores sobre sus cejas. La caja permanecía bien cerrada y no por una cerradura u otro medio semejante, sino con una cuerda de oro cuyos dos extremos estaban atados de un modo tan complicado, que, probablemente, nadie habría logrado deshacer el nudo. Y, sin embargo, precisamente al ver tal dificultad, más deseos sentía Pandora de examinarlo, a fin de averiguar cómo había sido hecho. —Creo—se dijo—que ya sabré des-hacerlo y luego atarlo otra vez, y como de ello no ha de resultar ningún daño… Ante todo, trató de levantar la caja. Elevó un lado algunos centímetros y la dejó caer, produciendo algún ruido. Un momento después le pareció oir que dentro se removía algo. Aplicó el oido y escuchó. Sin duda alguna se percibían dentro algo así como murmullos apagados. Y al retirar la cabeza, sus ojos se clavaron en el nudo de la áurea cuerda. —No hay duda de que quien hizo este nudo es persona muy ingeniosa, se dijo —pero me parece que lo podré deshacer. Entretanto los brillantes resplandores del sol atravesaron la abierta ventana. Pandora se detuvo para escuchar, pero al mismo tiempo e inadvertidamente, retorció algo el nudo, y con gran sorpresa vio que la cuerda de oro se había desatado por sí misma, como por magia.
—¡Que cosa tan extraña! —exclamó la niña. —¿Qué dirá Epimeteo? — ¿Sabré hacer otra vez el nudo? Hizo una o dos tentativas para conseguirlo, pero pronto vio que tal intento era muy superior a su destreza. Así, pues, nada podía hacer, sino dejar la caja desatada hasta el regreso de Epimeteo. Entonces la niña pensó que su amigo creería que había mirado el interior de la caja, y no siéndole posible evitar que así se lo figurara, díjose que lo mejor era justificar tal sospecha satisfaciendo su curiosidad… No habría podido asegurar si era ilusión o no, pero le parecía que algunas voces murmuraban dentro de la caja: —¡Déjanos salir, querida Pandora, déjanos salir! ¡Seremos para ti muy buenos compañeros de juego! ¡Oh, déjanos salir! —¿Quién será? —pensó Pandora.— Sin duda hay alguien vivo dentro. Sí, seguramente. Voy a dar una mirada, sólo una y luego volveré a cerrar. Pero ya es tiempo de que veamos lo que hacía Epimeteo. Aquella era la primera vez, desde que llegara su compañera de juegos, que iiabía tratado de divertirse solo, pero como se aburría, decidió interrumpir sus juegos y volver a donde estaba Pandora. En el momento en que iba a entrar en la casita, la mala niña tenía la mano a punto de levantar la tapa de la caja, y Epimeteo la vio. Si él la hubiera avisado dando un grito, Pandora, probablemente, habría retirado la mano de la caja; y tal vez no fuera conocido aún el fatal misterio que guardaba. Cuando Pandora levantó la tapa, el aire se obscureció porque una nube negra salió de ella y se extendió ante el sol, ocultándolo completamente. Luego, durante algunos instantes, se oyó un murmullo y una serie de gruñidos que pronto se transformaron en un fragor parecido al estampido del trueno… Pero Pandora, sin hacer caso de ello, acabó de levantar la tapa de la caja y miró a su interior.
Pareció como si una multitud de seres alados pasaran rozándole el rostro, huyendo del encierro, y en el mismo instante oyó la voz de Epimeteo que exclamaba en tono lastimero, como si experimentara algún dolor: —¡Oh, me han picado! ¡Me han picado! ¡Perversa Pandora! ¿Por qué has abierto esa maldita caja? La niña dejó caer la tapa e incor-porándose miró a su alrededor para ver qué le había ocurrido a Epimeteo. La nube que se había formado obscureció de tal modo la habitación que apenas podía divisarse lo que en ella había. Pero oyó un desagradable zumbido, como si por allí revolotearan enormes abejorros. En cuanto sus ojos se hubieron acostumbrado a la imperfecta luz que reinaba, vio un enjambre de feas y asquerosas figuras provistas de alas de murciélago y armadas de terribles aguijones en sus colas, una de las cuales fue la que picó a Epimeteo. Pocos ins-tantes después también Pandora empezó a quejarse, pues sentía no menos dolor y miedo del que experimentara su compañero de juegos, pero sus quejas fueron más ruidosas que las de Epimeteo. Un repugnante y ruin monstruo se posó en su frente, y la habría herido tal vez de gravedad, si Epimeteo no lo hubiera impedido. Ahora, si desea saber el lector quienes eran aquellos feos seres evadidos de La caja en que estaban prisioneros, le diremos que formaban la familia completa de los males. Había malas Pasiones, muchas especies de Cuidados, más de ciento cicuenta Dolores y Tristezas, gran número de Enfermedades y, en fin, más formas de Maldad de lo que es dable imaginar. Entretanto no sólo Pandora, sino también Epimeteo, ha-bían sido gravemente picados y sufrían mucho, cosa que les parecía tanto más intolerable, cuanto que era el primer dolor que sentían desde que existía el mundo. Por esta razón estaban de muy mal humor y muy disgustados uno de otro. Epimeteo se sentó en un rincón dando la espalda a Pandora y ésta, por su parte, se dejó caer al suelo, apoyando la cabeza sobre la fatal y abominable caja. Lloraba amargamente como si su corazón fuera a destrozarse. De pronto se oyó un golpecito proce-dente del interior de la caja.
—¿Quién podrá ser? —se preguntó Pandora, levantando la cabeza. En cuanto a Epimeteo, o no había oído el golpe, o estaba demasiado preocupado para hacer caso de él. Sea como fuere, no contestó. —¿Por qué no me hablas? —exclamó Pandora sollozando Y entonces se oyó nuevamente el golpecito, procedente del interior de la caja. Era tan suave que parecía como si lo dieran los dedos de una hada. —¿Quién eres? —preguntó Pandora sintiendo aún cierta curiosidad. Una vocecita dulce contestó a sus palabras, diciendo: —¡Levanta la tapa y lo verás! —No, no—contestó Pandora echán-dose a llorar de nuevo. —Ya estoy escarmentada de haber abierto la caja. ¡Ya que estás encerrada, no saldrás! Y miró a Epimeteo mientras hablaba, solicitando su aprobación a lo que acababa de decir. Pero el muchacho sólo murmuró que tal prueba de buen iuicio era tardía. —¡Ah! dijo nuevamente la dulce vocecita —obrarás bien dejándome salir. No soy como esos monstruos que tienen aguijones en la cola. Ven, hermosa Pandora. Estoy segura de que me de-jarás salir. Y había un encanto tal en el tono de aquella voz, que casi era imposible negarse a lo que pedía. Pandora, al oiría, sentía disiparse su tristeza y Epimeteo, que continuaba en su rincón, volvió la cabeza mostrando en su aspecto mejor humor que antes. —Querido Epimeteo—exclamó Pandora, —¿has oido esa vocecita? —Sí, contestó él, todavía malhumorado—y ¿qué? —¿Te parece que abra otra vez la caja? —Obra como quieras —replicó Epimeteo. —Después de lo hecho ya no importa que repitas tu imprudente acción.
—Podrías hablarme con alguna mayor bondad —murmuró la niña enjugándose los ojos. —¡Si estás deseando verme!—gritó la vocecita, dirigiéndose a Epimeteo. —Ven, querida Pandora, abre porque tengo gran prisa por consolarte. —¡Epimeteo! —exclamó Pandora —Suceda lo que quiera, estoy resuelta a abrir la caja. —Y, como la tapa parece muy pesada, —dijo el niño atravesando la habitación —yo te ayudaré. Y así los dos niños unieron sus fuerzas para abrir nuevamente la caja. Salió de ella un personaje sonriente, cuyo cuerpo parecía formado con rayos de sol. Empezó a revolotear por la estancia, iluminando los lugares en que se posaba. Se llegó a Epimeteo, y tocó ligeramente con uno de sus dedos el lugar donde le había picado el Dolor y en el acto el niño dejó de sentir sufrimiento alguno. Luego besó a Pandora en la frente y el daño que le causara el Mal fue tambiér inmediatamente curado. —¿Quién eres, hermosa criatura?— exclamó Pandora— —Soy la Esperanza —contestó el brillante ser. —Tus alas tienen el color del arco iris —añadió la niña. —¡Qué hermosas son! —Sí, son como el arco iris —dijo la Esperanza —porque aun cuando mi naturaleza es alegre, estoy formada de lágrimas y de sonrisas. —¿Querrás quedarte para siempre a nuestro lado? —preguntó Epimeteo. —No me moveré mientras me necesitéis —contestó la Esperanza sonriendo. —No os abandonaré mientras viváis en el mundo. Sí, queridos niños, sé que más tarde os será otorgado un don inapreciable.
—¡Oh, dínos cual! —No me lo preguntéis —repuso la Esperanza poniéndose un dedo en sus rosados labios. —Pero no desesperéis, aun cuando nunca gozaseis en esta vida de la felicidad que os he anunciado. Creed en mi promesa, porque es verdadera. —¡Creemos en ti! —gritaron a coro Epimeteo y Pandora. Y así lo hicieron, y no solamente ellos, sino que también todo el mundo ha confiado en la Esperanza, que desde entonces vive en el corazón de los hombres. Tal es el poético ropaje con que la imaginación griega ha vestido la caída de los progenitores del linaje humano, que con diversas formas se nos presenta en las tradiciones y mitos de los pueblos antiguos.