D091108 D7 Especial - Cae el Muro de Berlín

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FIRMAS Guy Sorman: «La destrucción del Muro» Barbara Bollwahn: «Buen día, mal comienzo» Fernando Castro Flórez: «El Muro , límite del arte» REPORTAJES Rebeldes frente al Muro La huida del «paraíso comunista» La implosión de la Unión Soviética Felipe, el amigo de Kohl LA ENTREVISTA Lothar de Maizière: «Thatcher odia Alemania, Mitterand la temía»

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8 DE NOVIEMBRE DE 2009

Imagen Imagen captada captada por por el el fotógrafo fotógrafo Chema Chema Alvargonzález Alvargonzález durante durante la la caída caída del del Muro Muro

1989: Cae el Muro

Se hunde el comunismo Cuando se cumplen veinte años del desplome del Muro, ABC desgrana todas las claves de aquellas jornadas que cambiaron el mundo

EN PORTADA CHEMA ALVARGONZÁLEZ


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EL FIN DEL COMUNISMO

LA SUBLEVACIÓN

LA DESTRUCCIÓN DEL MURO Berlín no fue Jericó. El Muro no cayó por sí solo. Su destrucción fue deliberada y laboriosa. Los alemanes del Este acabaron con él a martillazos. Sin fusiles ya no era posible el comunismo

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aída del Muro? Sin embargo, el 9 de noviembre de 1989, el Muro de Berlín «no cayó»: lo destruyeron. ¿Cómo se ha generalizado la expresión «caída del Muro»? ¡Como si se hubiera desplomado solo! La destrucción fue deliberada y laboriosa: los alemanes del Este, protagonistas y no meros espectadores de esta «caída», sólo disponían de herramientas rudimentarias: acabaron con la muralla de hormigón a martillazos. Yo estuve allí; fui testigo de que, nada más atravesar el Muro, los alemanes del Este liberados se precipitaban a los supermercados del Oeste y volvían a sus casas cargados con lo que no se encontraba en el Este, especialmente pañales para bebés y plátanos. Como escribió Bertold Brecht en su Ópera de cuatro cuartos, «La revolución está bien; pero primero hay que comer». Así pues, Berlín no fue Jericó: la destrucción del Muro no fue instantánea, lo cual también podría hacer creíble la expresión «caída del Muro». Del mismo modo, no quedó claro de repente que Alemania del Este hubiera desaparecido, ni que Europa se hubiera re-

Guy Sorman Escritor, politólogo

Agosto de 1961. Un policía escapa de Berlín Este cuando se empieza a levantar el Muro

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unificado, ni que la Unión Soviética hubiera desaparecido del mapa o que la ideología comunista estuviera fuera de juego. La desintegración de la dictadura soviética avanzó lentamente y sólo llegó a buen término gracias al talento visionario de Helmut Kohl en Alemania, de George Bush en Estados Unidos y de Boris Yeltsin en Rusia: gracias a ellos, que supieron aprovechar la ocasión, Europa acabó reunificada y la URSS desapareció. En 1989, este fin de la historia comunista no obedecía a ninguna necesidad. En el bando soviético, en Europa del Este y entre algunos dirigentes occidentales como François Mitterrand, se esperaba que la destrucción del Muro abriera la vía a un nuevo socialismo de rostro humano: sin el Muro, ¿no podría el comunismo convertirse en legítimo y democrático? En diciembre de 1989, un mes después de la destrucción del Muro, François Mitterrand hizo una visita oficial a Alemania del Este y declaró: «Todavía nos queda mucho por hacer juntos». Alemania, muy a pesar de Mitterrand, no se reunificó hasta 1990. Lejos de anunciar de repente la victoria del capitalismo liberal, la destrucción del Muro se interpretó y se esperó, en su momento y en la izquierda, como la inauguración de una Tercera Vía, ni capitalista, ni comunista. Recordemos que Gorbachov se ilusionó con este mito de la sustitución hasta que Boris Yeltsin, que era demócrata, le puso fin en 1991. En Polonia, los miembros del aparato comunista intentaron también reconvertirse a una Tercera Vía: parte de la Iglesia Católica polaca y checa y los protestantes alemanes se sumaron a ella antes de que Juan Pablo II, sin entusiasmo pero lúcido, admitiera que sólo la economía de mercado podía sacar a Europa del Este de la pobreza. Así pues, hicieron falta dos años de controversias intelectuales, maniobras diplomáticas y reconversiones precipitadas para enterrar a la vez, bajo las ruinas del Muro, al comunismo duro, al comunismo de rostro humano y a la Unión Soviética. Al final de estos dos años de dudas, los pueblos directamente afectados y sus dirigentes admitieron que nunca ha-

bía existido más que un solo comunismo, el comunismo real. Y que no podía existir otro que fuera ideal y diferente de su experiencia histórica. La destrucción del Muro y el posterior debate revelaron por fin, sin lugar a dudas y por fuera de combate, la verdadera naturaleza del comunismo. No, no era una ideología alternativa a la democracia liberal; no era otra vía hacia el desarrollo económico; no era otra forma de democracia popular en contraste con la democracia burguesa. El comunismo había sido siempre una ocupación por las armas: sin fusiles, no hay comunismo. Nadie acepta, salvo si es miembro del aparato, vivir en un régimen comunista, a menos que se le obligue. Esto lo demuestra el hecho de que la destrucción del Muro sólo fuera posible porque la policía del Este no disparó. No se abstuvo de hacerlo por humanismo, sino porque Gorbachov había decidido


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Un grupo de berlineses hace pedazos el Muro: era el momento en que quedaba al descubierto la verdadera naturaleza del comunismo que la policía y el ejército no dispararían más contra el pueblo. Este cambio del régimen había comenzado en la primavera de 1989, en Letonia, cuando Gorbachov ordenó a sus tropas que no lucharan contra los independentistas de Riga. ¿Actuó así Gorbachov porque era pacifista, humanista o débil? Es más probable que no hubiera comprendido los fundamentos de su propio poder. Al contrario que Yeltsin y que los «duros» de su Partido, Gorbachov vivía con la ilusión de un comunismo humano, legítimo y eficaz. Pero, a favor de Gorbachov y de muchos otros, hay que recordar que la Historia sólo adquiere sentido después de los acontecimientos. La destrucción del Muro y la caída del comunismo soviético, que en la actualidad parecen inevitables, en realidad eran imprevisibles, no obedecían a una necesidad histórica. Prueba de ello es que, naturalmente, nadie lo había previsto y

que los que se aventuraban a profetizar lo interpretaban al revés: en junio de 1989, el Presidente de Alemania del Este, ratificado inmediatamente por el líder socialdemócrata de Alemania Occidental, Gerhard Schroeder, declaraba que el Muro estaría allí cien años. Sin duda, para preverlo exactamente, hacía falta una inspiración casi mística de algunos estadistas como Ronald Reagan, quien, en Berlín, en 1987, se atrevió a decir «derribe este Muro», dirigiéndose a Gorba-

La izquierda interpretó la caída del Muro como el principio de una Tercera Vía, ni capitalista ni comunista. Gorbachov se ilusionó con este mito hasta que Yeltsin le puso fin en 1991 Los hechos dan la razón a Fukuyama, quien no dijo que ya no habría más Historia, sino que ésta se definiría en función de un solo modelo de referencia: el capitalismo democrático

chov. Reagan estaba convencido de que si no lo escuchaba el Partido Comunista Soviético, lo escucharía la Providencia. La profecía es un género aleatorio, pero ello no impide que los hechos, desde hace veinte años, hayan dado la razón a la hipótesis de Francis Fukuyama, en el momento de la destrucción del Muro, sobre el Fin de la Historia. No escribió que ya no habría Historia en absoluto, sino que ésta se definiría en función de un único modelo de referencia: el capitalismo democrático. Desde hace veinte años, éste es efectivamente el caso: de buen o mal grado, tanto en tiempos de crecimiento como en tiempos de crisis, la reflexión política, la ciencia económica y las decisiones democráticas actúan todas, en todas partes, dentro del paradigma exclusivo del capitalismo democrático. Que algunos pretendan huir de él, y que algunos quizás lleguen a inventar ideologías de sustitución,

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entra dentro de lo normal: Fukuyama vaticinó que la búsqueda de lo absoluto, por poco razonable que fuera, no cedería nunca ante el principio de realidad. Actualmente, en Alemania, en el resto de Europa del Este y en Rusia, hay una «intelligentsia» descontenta con el capitalismo liberal que no es que añore el Muro, sino que le da vueltas a la búsqueda insaciable de una sociedad más perfecta sin él. La añoranza del Muro afecta también, de manera no expresa, a los nostálgicos de una Europa esencialmente francogermana que, antes de 1989, aparecía ante sus dirigentes como una alternativa a la potencia estadounidense, una tercera fuerza entre la URSS y Estados Unidos. Pero la reunificación de toda Europa, generada necesariamente por la destrucción del Muro, acabaría también con esa Europa. La nueva Europa resulta (Pasa a la página siguiente)


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La destrucción del Muro

Una anciana de 77 años es ayudada a escapar del «paraíso comunista» del Este (Viene de la página anterior)

ser mucho más liberal en cuanto a la economía y más favorable a Estados Unidos de lo que lo fue nunca el dúo francogermano. Lejos de convertirse en la nueva tercera potencia, con la que soñaban De Gaulle y Mitterrand, la Unión Europea se convirtió en una extensa zona de libre comercio, y en una configuración cultural de identidad difusa que se parece más a lo que fue el Imperio otomano que a una tercera fuerza neutralista. Puede que la destrucción del Muro haya hecho perder fuerza y coherencia a la vieja Europa; pero ha conseguido que avance en la paz y en la prosperidad común. Los europeos, en su conjunto, han salido ganando. Demuestra cierta necedad del Este y del Oeste el que hayan esperado a la destrucción del Muro para llegar a la conclusión de que la ideología comunista nunca fue otra cosa que un maquillaje de la

ocupación militar. Esta verdadera naturaleza del comunismo habría debido imponerse como evidencia universal, no con la destrucción del Muro, sino desde que se levantó, en agosto de 1961. Porque la Historia está sembrada de muros, cercas y murallas, cuyo único objeto ha sido siempre prohibir a los bárbaros la entrada en la Civilización. Nunca se había visto un Muro para impedir que salieran. Por añadidura, el Muro de Berlín debía prohibir que se abandonase una sociedad presuntamente ideal por un capitalismo supuestamente odioso. Su objetivo era tan incongruente como los argumentos para justificarlo: los dirigentes comunistas decían en 1961, apoderándo-

El Muro prohibía que se abandonase una sociedad presuntamente ideal por un capitalismo supuestamente odioso. Su objetivo era de una incongruencia total

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se del vocabulario de la profilaxis, que era para proteger la pureza comunista de las «miasmas» capitalistas. Después de 1961, ¿cómo se pudo creer en Occidente que, sin el Ejército Rojo, el comunismo pudiera llegar a ser alguna vez una alternativa al capitalismo? Esta ilusión sólo engañaba a la izquierda: en los años sesenta, Raymond Aron, filósofo liberal aunque pesimista por temperamento, preveía una «convergencia» entre los sistemas económicos comunista y liberal. Ahora se acepta en Occidente comparar la quimera comunista con una especie de fe religiosa que lo hacía impermeable a la realidad. Es cierto. Pero eso sería subestimar la eficacia de la propaganda soviética, la complicidad política e intelectual, y el papel de la corrupción financiera en este amor excesivo de la intelligentzia europea de izquierdas por la URSS. Sería subestimar también que la pasión por la URSS era indisociable de la otra pasión, negativa ésta, que infecta permanentemente a la «intelligentsia» europea: el anti-americanismo. ¿Quizá el comunismo sólo ha existido en la imaginación, los deseos y el esteticismo de los que no vivían en un régimen comunista? El comunismo como ilusión idílica, pero en Occidente, no en el Este. En 1990, en Gdansk, Lech Walesa, entonces líder del sindicato Solidaridad, me aseguraba en una conversación que nunca había conocido a un solo comunista polaco: «¡Oportunistas sí, miembros del aparato también, pero comunistas nunca!». La observación irónica y profunda de Walesa era válida para el conjunto del mundo soviético, igual que es aplicable todavía a los pueblos aislados de China y Corea del Norte. Recordemos que no se han derribado todos los muros. Los chinos, los norcoreanos, los cubanos o los vietnamitas no son libres todavía para salir cuando quieran de su paraíso comunista. Esos muros ya no son de hormigón: el control de las fronteras o la censura de Internet son alternativas más sofisticadas que el primitivo Muro de Berlín. Pero el principio es el mismo: el aislamiento sigue siendo indisociable de cualquier régimen comunista, mientras que ningún país capitalista se ha aislado nunca. Se me puede objetar que hay un muro que separa Israel de Cisjordania y otro que divide a México y Estados Unidos. Se puede y se debe lamentar su existencia, pero su función es de seguridad, no ideológica: el Muro de Berlín y los que todavía se le parecen son los únicos que están solamente para representar una ideología. Así pues, la elección definitiva para la humanidad es la siguiente: vivir en el «infierno» capitalista pero con derecho a salir, o en el «paraíso» comunista con la obligación de quedarse. Dante no se había imaginado esa Comedia. "


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Helmut Kohl š Canciller alemán de 1982 a 1998

Fiabilidad para unir Alemania Parecía un político muy corriente, pero su actuación estuvo por encima de lo habitual. Fue el paciente artesano de una unidad germana en la que pocos creían POR RAMIRO VILLAPADIERNA. BERLÍN

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l mega-canciller que ganó cuatro elecciones y reunificó las dos Alemanias es tan práctico como imperioso: en cierto modo podría ser el alemán de la calle, incluso provinciano, si no hubiera sido también un político providencial. Tanto, que es el único canciller en no haber llegado al puesto por elección, sino por moción de confianza. El estribillo de «cada día Kohl», o sea, «coliflor» hasta en la sopa, se convirtió en los años 80 y 90 en el imprescindible menú diario de la política alemana. Era como la verdura: local, adecuada, insustituible, práctica y descomplicada, o sea, también algo berza: «Sirve, aun sin pensar para lo que sirve», explica su antiguo portavoz Karl Hugo Pruys. La clave de su éxito, escribe en su biografía la veterana corresponsal Patricia Clough, fue un «modo de ser corriente, superior a lo corriente». Una resuelta perseverancia en unos pocos principios y relax ante los dimes y diretes que le vinieran del exterior, especialmente de los periodistas, a los que despreciaba.

Es «alguien que cree en sí mismo», aunque también sin grandes amigos, señala el ex portavoz de la CDU en Bonn, Karl Hugo Pruys. Hijo del Rin y de Konrad Adenauer (primer canciller alemán tras la Segunda Guerra Mundial, el canciller de la recuperación económica), Helmut Kohl parecía tan preocupado por comer como por no saber «qué será de Alemania si no conseguimos crear Europa a tiempo», un objetivo que él veía vinculado a Francia y a la OTAN. Último de la política renana del consenso, Kohl se hizo omnipotente —«el partido soy yo»— y desmoralizador para amigos o enemigos, además de omnipresente: tanto por su descubrimiento de la televisión como porque siempre supo dónde estar en una elección. En «Anatomía de un éxito», Jürgen Busche considera su figura de pera, de 1,93m y 140 kilos, entre disuasoria y chistosa. Lo que hizo a «The Economist» dudar de si era un Jumbo o un Dumbo. Ponía histérica a Thatcher, de la que, sin embargo, admiraba su franqueza. No era un conservador como ella, pero tampoco hombre de letras como

Al margen de la política activa, el canciller Kohl hoy se siente en absoluta soledad Mitterrand, ni carismático como Reagan ni intelectual como Havel; era eficiente. Confiaba en eso que los alemanes califican de «camaradería entre hombres», trátese de Mitterand, Gorbachov, Yeltsin o Felipe González. En la UE, en Washington y en Moscú afianzó la confianza en la «fiabilidad alemana», inciada por Brandt. Por su «extraordinaria aportación a la integración y cooperación» fue nombrado —único tras Monnet— en 1998 ciudadano honorario de Europa.

Gran pagador

Como saben en la UE, pagaba por casi todo. Kohl arregló con Polonia la frontera final del Ode para comprar la unidad. Y su hipoteca moral y económica con Hungría aún está en pie. Pagó al ejército ruso pa-

John F. Kennedy š Presidente de EE.UU. 1961-1963

Un berlinés de Massachusetts El líder soviético Nikita Jruschov hizo un análisis muy equivocado de John Fitzgerald Kennedy. Pensaba que era un bisoño niño de papá a quien podría intimidar. Pero, ante las amenazas, Kennedy dejó en claro que la OTAN entraría en guerra si los soviéticos intentaban apoderarse de Berlín Occidental. La respuesta del Kremlin fue el levantamiento del Muro, que dividió en dos a Alemania y Europa. Durante su visita a Berlín en junio de 1963, le habían preparado un discurso diplomático y contenido. Pero

Kennedy aún se sentía conmocionado por su reciente inspección del Muro. Y ante el pueblo berlinés improvisó un nuevo discurso. Dijo que aquel paredón era la muestra visible del fracaso de un sistema. Condenó la tentación del apaciguamiento y de intentar hacer negocios con la URSS. Y fue entonces cuando, para expresar su solidaridad, dijo aquello de «yo soy un berlinés», y que todo ciudadano del mundo libre debe sentirse berlinés. Fue un discurso que marcó doctrina. Como le dijo antes a Jruschov: «Un largo invierno nos espera».

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ra que se marchara en 1992. También compró a los alemanes del Este con la conversión del marco. Los hizo felices por una noche. Improvisar no es virtud local y así, tan súbita como vino, la reunificación resultó chapucera, aunque valiente. Busche opina que fue una mezcla de típica dilación y atípica improvisación alemana. Tal vez el Este de Alemania sea desagradecido con los inauditos 600.000 millones de euros que recibió por la reunificación —además de librarles de Honecker, el líder comunista que la gobernó. Pero en casa tuvo el mayor nivel de desempleo desde los años 70. Reconoció su derrota y el error de volver a presentarse en 1998. Y vivió en soledad el escándalo de financiación de su partido, retado precisamente por su «niña» Merkel. Tal vez no debió venir a Berlín, Debió haberse despedido con aquel discurso con el que cerró sesión en el último Parlamento de Bonn. Nunca ha sido reputado por su humildad ni cercanía, y sólo recientemente reconocía que «no volvería a hacerlo todo como lo hice, pues el camino ha estado marcado por altibajos y por mis propios errores», especialmente «por mi modo de comportarme con mis colegas, con el propio grupo parlamentario». Tras la dura muerte de su mujer, a sus 79 años ha rehecho su vida con la economista Maike Richter, de 45. El antiguo jefe de su Cancillería, Ulrich Pohlmann, lo ve en su relación «de nuevo en plena forma…», últimamente estimada en unos 160 kilos, que le provocan que le fallen las rodillas. El soberano ex gobernante dice sentirse solo en su enorme mismidad; solo también en su papel y representación ante la historia. "


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EL FIN DEL COMUNISMO

TESTIMONIOS

Eva Maria Hagen, madre de la primera punki de Alemania del Este, Nina Hagen (izq), y mujer del rebelde cantautor Wolf Biermann

Vidas partidas

Rebeldes frente al Muro El paredón que dividía en dos Alemania se alzó también por mitad del corazón de muchos germanos, cuyas vidas fueron quebradas y a menudo arruinadas en aras de una ideología fanática POR RAMIRO VILLAPADIERNA. BERLÍN

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uando Herta Müller presentó hace poco «Protocolo de un interrogatorio», del poeta disidente Jürgen Fuchs y el fotógrafo Tim Deussen, no sabía que pronto iba a convertirse en la premio Nobel de 2009. La vida ha dado muchas vueltas en el Berlín del último siglo. Hace años,en los tiempos del comunismo, tampo-

co Deussen sabía la historia en que le envolvería su nueva casa. Ni la antigua dueña de ésta que el Muro la apartaría de ella y sería okupa en el otro Berlín. Ni el poeta Fuchs, que moriría a consecuencia de su estancia en la cárcel. Ni que sería declarado enemigo público de la República Democrática Alemana (RDA) por criticar la deportación de su amigo Wolf Biermann, a

quien la Stasi le pondría sus maletas en la frontera cuando salió de gira en noviembre de 1976, lo que desataría uno de los mayores escándalos culturales de la guerra fría inter-alemana. Peripecias en el imperio del eufemismo protector y de su único intérprete, el partido de la Unidad Socialista (SED). En el homenaje, Herta Müller abrazó a la viuda de Fuchs, y Bier-


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Wolf Biermann, el rebelde cantante germanooriental a quien la RDA nunca le permitió volver de una de sus giras al Oeste

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mann a ambas. Veinte años habían pasado desde la caída del Muro y más de 30 desde los hechos que unieron como una familia a un grupo de escritores y artistas, violentados física y moralmente por su propio Estado y por algunos compañeros chivatos. En los 90, cuando Fuchs y Biermann solicitaron sus actas de la Stasi, descubrieron que los escritores Sascha Anderson, David Menzer y Fritz Müller estaban entre los topos. El llamado muro de «protección antifascista» fue edificado por mitad del corazón de mucha gente, tal y como titula su tragedia Sigrid Paul. Esta dentista tenía a su bebé enfermo en un hospital de Berlín Oeste el 13 de agosto de 1961, cuando la ciudad se cerró y ella quedó atrapada en el Este. Por intentar reunirse con su hijo, fue encerrada 19 meses en la prisión de Hohenschönhausen. A sus 75 años, Sigrid Paul ya «sólo desearía volver a hablar» con su interrogador. «Le he escrito, pero es tan cobarde… en la dictadura se sentían fuertes, en la libertad son basura». Su apartamento carece

Marianne Gross se marchó porque la veían como «enemigo de clase» de puertas y tabiques a resultas de su trauma, «ni siquiera cortinas», y aún llora al pensar en los cinco años que su hijo permaneció abandonado en aquel hospital. Berlín está taladrada de metralla, pasadizos y memorias por las que el frío de la historia y sus ideologías atraviesa vidas reales. El de Müller ha sido un Nobel a la literatura del desamparo y la persecución, como su propia andadura o la

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del fallecido Fuchs, o la del cantautor Biermann, ese Aute de la RDA casado con la actriz Eva Maria Hagen, madre de la primera punki del Este, Nina Hagen. Es difícil entender cómo el buen Fuchs pudo convertirse en enemigo público con poemas fotocopiados. En su despacho del MemorialPrisión de Hohenschönhausen, Hubertus Knabe recuerda que un régimen así «no podía permitirse

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la mínima disensión porque peligra». Y si la había, «requería de inmediato una autocrítica pública genuflexa. No era una simple dictadura bananera: el socialismo se investía de una justificación superior». El estudioso Knabe, cuyo padre nació en la RDA y luego cofundó Los Verdes en Alemania occidental, desmenuza un sistema que heredaba, «a la vez que encubría», usos del nazismo: «El llamado antifascismo sirvió a muchos para apañar biografías enteras». Dan cuenta de su vileza los 300.000 encarcelados en la RDA por motivos de opinión, supuestos o reales. «Hasta que sus crímenes no estén tan grabados en nuestras mentes como los del nazismo no habremos superado esa herencia», dice apuntando a la ola de nostalgia de Alemania del Este dirigida por el partido La Izquierda, heredero de quienes rigieron los destinos de la RDA y que, en Turingia, tiene su domicilio irónicamente en la nueva calle Jürgen Fuchs. Ellos se niegan a usar esa dirección en sus documentos oficiales. De aquellos tiempos, la cantante del Este Annet Louisan apenas recuerda que «te llevaban a la directora por llevar una camiseta de (Pasa a la página siguiente)


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TESTIMONIOS

Sibylle (junto a su familia) intentó escapar a los 19 años por Checoslovaquia. Fue atrapada y confinada para su «reeducación»

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Mickey al colegio». Y que la disciplina exigía empezar la mañana a la voz de «Por la paz y el socialismo: ¡Estad preparados!» Y «teníamos que contestar ¡preparados, siempre!». Annet Louisan tenía sólo 12 años en 1989, y supo que algo sucedía al ver llorar a su abuelo: «La emoción se le mezclaba con el miedo a las represalias y a los rusos». De repente, su madre mandó empaquetar... y ya «no paramos hasta llegar a casa de mi tía en Hamburgo. Teníamos hambre atrasada del Oeste». El mismo impulso de correr y no parar confiesa la escritora Barbara Bollwahn, que viajó hasta España y Latinoamérica; o uno de los últimos presos de Hohenschönhau-

sen, Manfred Haferburg, quien tampoco paró hasta llegar a París. Recuerda no haber dormido una sola noche durante su condena: «Cada 15 minutos te encendían las luces; sabían destrozarte los nervios». Tras rehusar entrar en el partido y ver «cómo destruían» su vida, su carrera y su familia, intentó huir. Lo atraparon. Cuando cayó el Muro «quería arrancarles las máscaras, que vieran sus almas sifilíticas. Hoy ya es irrelevante». Pero tampoco era un mundo en blanco y negro, sino envuelto en la más confusa bruma. Marianne Gross se marchó porque no podía estudiar: «Era un enemigo de clase. Mi padre fue propietario de este edificio y de la fábrica de tejas del patio», cuenta en el mismo edificio que ha vendido al fotógrafo Deus-

Erich Honecker š Líder de Alemania del Este

El autómata que mandó disparar

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Fue comunista ya desde los diez años. Un comunista rígido, siempre aliado con la ortodoxia. Un burócrata habituado a cumplir órdenes como un autómata y a quien le gustaba que le obedecieran en consonancia. Su obsesión fue que la comunidad internacional reconociera a Alemania del Este (la RDA) como un Estado legítimo y a él como a un honorable líder. Convirtió la RDA en una fachada que presumía de potencia industrial. Todo era mentira. Tras las cuatro calles-escaparate para turistas, el país se caía a pedazos. Entre otros motivos, el Muro se

desplomó por bancarrota del Estado. Fue tan reacio a la «perestroika» de Gorbachov que llegó a prohibir la difusión de publicaciones soviéticas. Aunque mucho más le irritó que aquella URSS no quisiera pagarle las incontables facturas impagadas. Creía que los súbditos de Alemania Oriental debían estar agradecidos de vivir en el «paraíso comunista» y que no tenían derecho a escapar. Fue él quien mantuvo en vigor hasta el último día la orden de disparar contra quien intentase saltar el Muro. A quien quisiera escapar de aquella siniestra farsa, tiros.

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sen. En Berlín-Oeste, esta «propietaria» se convertiría en okupa. «Me fui sobre todo porque mi madre era tiránica y quería libertad. Pero mi hermano no, y aquí se quedó» ¿Hablaban de política cuándo se visitaban? Gross, perpleja: «¿Y por qué?» Ella no huyó: «El muro no existía, sólo era entonces un control militar». Gross recuerda «la tarde de verano en que corrió el rumor de que empezaban a levantar el Muro. Oímos los tanques americanos, pensamos que empezaba otra guerra». Veintinueve años después se enteró de la caída del Muro por los súbitos timbrazos de su familia del Este: «Sobre todo, querían ver el campanario roto de la Iglesia-Memorial, la única imagen que conocían del Oeste». A sus 19 años Sibylle Gertler decidió escapar por Checoslovaquia: «Fui atrapada por un guardafronteras checo y encarcelada para reeducación». Al guardafronteras tampoco le había ido bien: era marino, pero estaba allí castigado por la fuga de su hermana. La libertad de Sibylle costó 12.000 euros a la RFA. La noche en que, 10 años después, contempló cómo la gente se encaramaba al odiado muro, lloró ante el televisor. Su marido, sociólogo de Düsseldorf, no encontró a sus primos orientales hasta la mañana siguiente. Wilfried y Doris se habían acostado temprano. «Esperábamos la libertad de viajar, de comprar lo que no había, de no esperar 20 años por un coche». Ahora tienen coche y su primo, el sociólogo, una cátedra en Jena, la ciudad de Fuchs, pero para los orientales es uno de los que vinieron a «quitarles» el puesto.

«Creía en el socialismo»

Más que el Muro duraría el matrimonio de Helga y Wolfgang Aue, separados en 1961 por su construcción. Con 24 años, Helga era «una ciudadana leal... creía en el socialismo», pero, sobre todo, estaba apegada a su barrio de Pankow, a sus padres y a su empleo. Wolfgang era viajante, del occidental Spandau, se habían conocido en el cine Babylon y casado cinco años antes del muro. «El partido me puso ante los papeles de divorcio, pero nuestra relación estaba por encima. Al principio llevaba a los niños a la Wollankstrasse, para que saludaran de lejos a su padre». Quedaban en verse en la feria de Leipzig, luego lograron pases de Navidad y Pascua y, finalmente, se organizaron para pasar las vacaciones juntos en Hungría… así hasta 1989. En «El cielo partido», de la escritora oriental Christa Wolf, la joven Rita llega a clamar: «¿Quién en este mundo tendría derecho a poner a un ser humano ante una elección que, elija lo que elija, exigirá una parte de su propio ser?». Una cuestión clasificada, según Knabe, como basura ideológica por cuantos «se atenían sólo al destino superior del socialismo». "


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LOS DOMINGOS DE

Un grupo de alemanes derriba un panel del Muro tras el que aparecen unos imperturbables guardias germano-orientales

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BUEN DÍA, MAL COMIENZO La autora nos relata su experiencia personal del primer día en que se abrieron las puertas del Muro y descubrió que, en Occidente, lo mejor es tomarse la libertad por la mano y no dejarse avasallar

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i comienzo en el Oeste fue el horror. En las semanas previas me había manifestado con miles de ciudadanos de la RDA por la libertad de opinar y poder viajar y, como todo el mundo, no pude creer cuando, el 9 de noviembre de 1989, de un minuto a otro, se abrieron las fronteras. Al amanecer, me fui directamente a la policía para pedir un visado de salida único: nadie sabía si volverían a cerrar la frontera. Con este visado tenía que dejar mi país en 24 horas. De noche, subí un taxi para viajar los 200 kilómetros de Leipzig a Berlín-Oeste. Los trenes estaban totalmente desbordados ya. Al alcanzar Berlín encontré lo que había esperado, lo que sabía de la otra Alemania, a través de amigos y la Televisión: tiendas con una oferta increíble, un consumo sinfín. Pero no había venido a por eso. Lo que me había llevado hasta allá era algo que no se podía ver ni comprar: la certidumbre de poder hacer allí por fin lo que quería, sin que nadie dictara mi vida. Fui a casa de una estudiante que había podido conocer años antes en Leipzig y que podía alquilarme una habitación. Ella me invitó a desayunar y pude comer el primer kiwi de mi vida: con cáscara y todo. Con un sabor aún peludo en la lengua, me encaminé a la policía a registrarme.

Barbara Bollwahn Escritora. Autora de «El enemigo de clase y yo»

Para mi sorpresa, el agente me dijo que tenía que marcharme al campo provisional de refugiados de la RDA, al sur de Berlín. En fin, no había remedio y allá me fui. Me encontré con tanta gente casi como días antes en las manifestaciones. Miles y miles de ciudadanos esperaban con paciencia infinita ser repartidos por los diferentes estados federados de la Alema-

nia occidental. No me cabía en la cabeza que les diera igual adónde los mandaban, a qué domicilio, a qué región. Nunca olvidaré al muchacho que entró con una mochila en una de las salas de espera diciendo: «Yo me voy a los Estados Unidos ¿Quién viene conmigo?» Pero yo ya tenía mi sitio en Berlín Oeste y estaba convencida de que sólo sería un trámite burocrá-

tico. Después de rellenar miles de papeles, entre otros una «solicitud de acogida en la RFA incluido Berlín», y muchas horas de espera, me atendió una mujer. Leyó mi solicitud, me dio un número de registro, el 928.065, y, sin mirarme, me dijo una frase que me heló la sangre: «Usted no puede quedarse en Berlín». Lo que me quedé es perpleja ¿Cómo? Ahora estoy estoy en el Oeste y, de nuevo, ¿alguien va a dirigir mi vida? Me explicó que Berlín Oeste ya había cumplido con su cuota de acogida y, como ni había nacido ni vivido en Berlín, no podía quedarme. Me mandó a la cola con destino a Renania-Westfalia, para ser alojada en un domicilio provisional. ¿Qué diablos iba a hacer yo en una región de la que no sabía ni donde estaba? Ni por un momento había dudado de que, ahora, iba a poder vivir donde quisiera. La mujer volvió a pedirme que hiciera cola para Renania-Westfalia y yo vi que estaba a punto de desmayarme. Era como si el suelo se hubiera abierto bajo mis pies... Entonces pensé: «¡Qué leches! ¡Ahora estoy en el Oeste! ¡No tengo por qué recibir órdenes de nadie!» Simplemente ignoré a la mujer, su instrucción y la cola. Despacito, empecé a caminar hacia la salida, no sin miedo de que un grito de «¿A dónde va usted?» me alcanzara como una bala en la espalda. Pero nadie me retuvo. Así me había imaginado el Oeste: poder ir a donde quisiera. Y así seguí y, poco después, llegaba España, donde al principio pensé que la gente se estaba peleando todo el día... Pero, gracias a ello, trabajé después con prensa española y, de hecho, me hice periodista para el «Tageszeitung»; y aún seguí viajando hasta llegar a Latinoamérica. Por fin mi horizonte alcanzaría hasta donde deseara. "

Ronald Reagan š Presidente de EE.UU. 1980-1989

La fuerza del optimismo Estaba convencido de que el comunismo era un fracaso y de que el capitalismo hacía tiempo que había ganado la batalla. Cuando cada vez más políticos en Europa se habían acomodado a la división del continente y empezaban a tratar a Alemania del Este como un Estado respetable, Reagan recuperó el discurso de los principios y actuó con la convicción de que el comunismo terminaría desapareciendo tras haber mostrado toda su ineptitud. Supo también llevarse bien con Gorbachov, mantener su firmeza sin por ello renunciar a una mayor cooperación. En Berlín, dos años

antes de la caída del Muro, ante el líder soviético pronunció su famosa frase: «Señor Gorbachov, si busca la paz, si busca la prosperidad para la URSS, ¡abra esta puerta! ¡haga caer este muro!». Prodigó abrazos al creador de la perestroika, celebró con él varias cumbres, mantuvo el rumbo de la distensión. Pero nunca renunció a hacer frente con todos los recursos a su alcance a lo que quedaba de imperialismo soviético. Creía una estupidez la teoría de que los dos sistemas terminarían convergiendo. La de que podían competir le parecía mejor, porque sabía que el capitalismo ya había ganado

AP


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EL FIN DEL COMUNISMO

LA HUIDA

La gran escapada

Huir del paraíso comunista A la carrera y a la desesperada, en compartimentos ocultos en coches, en globo, en avioneta, a través de alcantarillas. Los alemanes del Este huían en masa y, a menudo, perdían la vida por escapar de un país que presumía de ser un idílico oasis, pero que no permitía a sus ciudadanos salir del «edén» TEXTO: RAMIRO VILLAPADIERNA. INFOGRAFÍA: FERNANDO RUBIO

S

Peter Fechter, albañil de 18 años, asesinado al intentar huir a través del Muro en 1962

EPA

e piensa que en las «democracias populares» (comunistas) no se vota, y no es así. Se vota, lo que no impide obtener «mayorías a la búlgara» (del 99 por ciento) para el partido del gobierno, con tongo garantizado. Ante lo que la población de Alemania del Este (RDA) creó su propia fórmula electoral, resolviendo la dicotomía entre votar y huir en un solo acto: «votar con los pies». Su símbolo imperecedero es el soldado de fronteras Conrad Schumann que, a sus 19 años, el 15 de agosto de 1961, soltó en un arrebato su fusil y brincó como una gacela en dirección Oeste en la Bernauerstrasse. Su foto —tomada por Peter Leibing— saltando las alambradas, como la del joven albañil Fechter (de 18 años) desangrándose en la Zimmerstrasse, o la de Jutta Gallus reclamando durante años a sus hijos en el Checkpoint Charlie, constituyeron una mala campaña electoral para el régimen oriental. Entre 1950 y 1953, cuando los soviéticos delinearon la frontera, un millón de germano-orientales se habían refugiado en el Oeste. La demarcación entre zonas, en palabras de Stalin, debía pasar «a ser considerada frontera, y no cualquier frontera, sino una frontera peligrosa… que los alemanes deben proteger con sus vidas». Berlín siguió siendo un coladero hasta que, en 1956, el indignado embajador soviético observó sagazmente que «ese contacto abierto entre los mundos socialista y capitalista suscita involuntarias comparaciones entre ambos, no siempre en favor de nuestro Berlín democrático (oriental)». Cuando Moscú dicta la construcción del muro al jefe de los comunistas del SED, Walter Ulbricht, en agosto de 1961, 3,5 millones de germanoorientales (uno de cada cinco, un 10 por ciento de la población laboral) ya habían emigrado. La pérdida de mano de obra fue calculada en 8.000 millones de dólares; y en 22.000 millones las pérdidas provocadas por la huida de intelectuales y universitarios.


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LOS DOMINGOS DE

EL MURO DE LA VERGÜENZA

Alemania en la «Guerra Fría»

Longitudes: Total del muro: 155 km En Berlín: 43,1 km

Berlín

Pasillo de vigilancia De 3 a 4 metros de ancho. Se utilizaba para la vigilancia motorizada y a pie

Farolas de cinco metros de alto

OESTE

Estructuras anti-vehículo (Pasillo de Stalin)

Del muro de hormigón: 107,3 km Torre de vigilancia

Muro de hormigón. Entre 3 y 4 metros de altura

Valla eléctrica. De 2 metros de altura

Primera valla de hormigón o de alambre. Con un dispositivo eléctrico

ESTE

Bonn

Vehículo blindado

Pankow

Reinickendorf

Valla metálica. De 2 metros de altura

Berlín Este

Reinickendorf

Zona de minas. Formada por una calle de tierra de 6 a 15 metros de anchura

Alambre de espino con un cable de alarma

Tubo de cemento. Imposibilitaba la escalada con ganchos

Pasillo para los perros de unos 2 metros de anchura

Berlín Oeste

Zehlendorf

MURO

Perros guardianes

Torres de vigilancia

Bunkers

600

302

22

Guardias de frontera

Personas arrestadas

14.000

3.221

Weissensee Prenzlauer Wedding Wedding Berg Spandau Spandau Tiergarten Mitte Friedrichshain Charlottenburg Charlottenburg Kreuzberg Wilmersdorf Schoneberg

Fugas con éxito

5.043

Neukolin

Steglitz Tempelhof

Lichtenberg

Kopenik

Treptow

MURO

Muertos en intentos de fuga

239 u 800*(*) Según distintas fuentes

Policías y soldados muertos

27

Métodos de huida

Coches con compartimentos escondidos

Así se pudieron realizar ocho fugas

La legendaria «gran escapada», conocida como la fuga de Colditz, de los oficiales británicos apresados por los nazis, parecería pronto un juego de niños comparada con las artimañas ideadas por los berlineses. «La bala en la espalda» se convirtió en dicho popular: era la bala que se arriesgaba a recibir el fugitivo. El primero en probarla fue el albañil Fechter. Le alcanzó en la pelvis, cuando colgaba del Muro. Cayó en la franja de la muerte y se desangró durante una hora a la vista de todos. El último caído «in situ», ya en 1989, fue el estudiante Chris Gueffroy: diez balas en el pecho recibidas junto al canal de Britz. Un mes después, y sólo seis meses antes de la caída del Muro, moría el electricista Winfried Freudenberg, al caer a tierra el globo de fa-

Pasaportes falsos Escondites en la capota del coche El fugitivo se esconde entre dos paneles colocados en la capota del automóvil

bricación casera en el que intentaba huir. Tumbas desconocidas, y escapadas heroicas, jalonan los 187 kms del Muro. A los personajes públicos les resultaba más fácil escapar. En 1961 huyó del circuito del Gran Premio de Suecia el campeón de motociclismo Ernst Degner tras sacar a su familia oculta en el bajo de un camión. En 1979 huyeron los futbolistas Lutz Eigendorf y Jörg Berger y, en 1983, Falko Götz. Los tenistas checos Lendl y Navratilova habían huido de la llamada «Normalización» en los años 70. La más famosa desertora, no obstante, fue la propia hija de Stalin, en cuyo homenaje tantas sesentañeras en el Este se llaman Svetlana. Tan desesperada como mediática fue la lucha de Jutta Gallus, conocida como «la mujer del Chec-

PASSPORT PASSPORT

Miles de germanoorientales escaparon con pasaportes falsificados por estudiantes del Oeste

En avioneta Thomas Knugen escapó en un avioneta deportiva

kpoint Charlie» en los años 80. La RDA le había impedido visitar a su padre moribundo y, tras protestar, perdió su trabajo y solicitó doce veces emigrar al Oeste. Finalmente, según cuenta hoy, «fui denunciada» e interceptada en la frontera al intentar huir con sus hijas por Rumanía. «Acabé en la prisión de Hoheneck y me quitaron a Claudia (de once años) y Beate (de nueve)». Dos años después, Alemania Occidental «compró mi salida de la cárcel, pero, cuando fui abandonada en la frontera, se me informó de que mis hijas quedaban retenidas para su reeducación» en la RDA. Era práctica socialista entregar los hijos de huidos, disidentes o presos a una familia adicta al régimen. Durante seis años, «bajo nieves y tormentas», pudo verse a Ju-

En globo Dos familias huyeron en un globo gigante

Huida a través del alcantarillado Utilizado por varios cientos de fugitivos

© ABC | Fernando Rubio

Túneles

Desde Berlín Oeste se excavaron 70 túneles para ayudar a escapar a ciudadanos del Este

tta manifestándose ante el Muro con un cartel al cuello que decía «Devuélvanme a mis hijos»; en 1985, «llegué a encadenarme en Helsinki» ante la cumbre de la Conferencia para la Cooperación y la Seguridad en Europa. Sólo un año antes de la caída del Muro «conseguí volver a ver a el rostro de mis hijos». Una historia, pese a todo, con final feliz. Más dramática es la historia de Sigrid Paul. «A mí me atravesaron el corazón con el Muro», señala al recordar su tragedia, cuando en 1961 su bebé enfermo quedó en un hospital del Oeste y ella, al querer recuperarlo, acabó en la prisión de máxima seguridad de Hohenschönhausen. Desde su libertad, en su apartamento no ha vuelto a haber paredes, ni puertas, ni contraventanas «ni siquiera cortinas». "


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EL FIN DEL COMUNISMO

ENTREVISTA

Lothar de Maizière ÚLTIMO PRIMER MINISTRO DE LA ANTIGUA ALEMANIA DEL ESTE

«Thatcher odia Alemania, Mitterand la temía» TEXTO Y FOTO: RAMIRO VILLAPADIERNA

F

ue el primer y último jefe de gobierno de la antigua Alemania del Este elegido democráticamente. El «liquidador» formal de aquella «República Democrática Alemana» (RDA), uno de los firmantes de su carta de defunción. En esta entrevista evoca aquellas históricas jornadas.

—¿Qué se siente como último presidente del gobierno de un país desaparecido?

—Recuerdo abrir mi primer Consejo de ministros diciendo «tenemos la misión absurda para un político de hacerse innecesario. Tenemos que desmontar nuestro país». Cuando despedí a la RDA el 2 de octubre de 1990, el propio Kurt Masur, que dirigía la Novena de Beethoven, me confesó su inseguridad ante la nueva Alemania. Y también había pena porque, aunque no queríamos mucho a ese país, era nuestra casa. Y no sabíamos cómo caeríamos en la nueva.

La Iglesia protegía a todos Nacido en una familia de origen hugonote. De Maizière emergió en el largo verano de 1989 con una dura crítica no sólo a los comunistas del SED, sino también a una Unión Democristiana (CDU) del Este que le parecía inservible para el momento. «En el verano de la huída por Hungría, había en medios cristianos un rumor creciente contra la cercanía de la CDU con el poder del SED... —¿Y qué papel desempeñó entonces la Iglesia?

—Hoy todos quieren ser desencadenantes de la revolución, pero la revolución pacífica no hubiese sido posible si la Iglesia no hubiera estado al frente. La protesta masiva nació de la oración por la paz de la parroquia de San Nicolás de Leipzig. Mucha gente ajena a la religión se nos unió por la libertad que allí encontraban. Pacifistas, ecologistas, grupos humanitarios, alternativos: todo el espectro de la insatisfacción estaba bajo la protección de la Iglesia.

—¿Cuándo quedó claro que la reunificación sería irreversible?

—Ya con el gobierno de Modrow, tras la caída del Muro, tuve acceso a las cuentas, y vi que la RDA estaba en la ruina. Pensé entonces que sólo nos salvaría la unión con el Oeste. La economía no tenía cura y, tras la caída del Muro, cada día se nos marchaban 3.000 ciudadanos. Había que darles alguna esperanza. La gente quería dinero occidental por encima de cualquier ilusión. Aunque el portazo interior a la RDA se produjo tras el aplastamiento de la Primavera de Praga, cuando perdimos toda esperanza de democracia. Entonces inmigramos interiormente.

—¿Cómo pudo durar tanto un régimen en el que todo era fachada?

—Un norteamericano dijo que, al margen de sistemas, los alemanes van a trabajar todos los días con puntualidad… Y así fue. La gente de la RDA era muy trabajadora, aunque la mitad del trabajo de nuestra vida fue a parar a Rusia.

—¿Se vio en algún momento haciendo Historia?

—En Moscú, la noche antes de disolver el Pacto de Varsovia, Havel nos comentó que si éramos conscientes de que un historiador como

Antall (jefe de Gobierno de Hungría), un filósofo como Mazowietzki (de Polonia), un escritor como él (de Checoslovaquia) y un músico como yo (de Alemania del Este) estaban jugando a cambiar la Historia. Y así fue: desmontamos la alianza más peligrosa de la Guerra

Lothar de Maizière, en su despacho, durante la entrevista

Fría. Unos meses antes, Havel estaba aún en la cárcel cuando recibió el Premio de la Paz de los Libreros Alemanes.

—¿Estaban ustedes preparados para la reunificación?

—La experiencia me enseñó que uno no puede prepararse para la


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Historia. Los cambios sorprendieron a todos menos preparados de lo que era de esperar y, para los alemanes del Este, fue un aprendizaje muy duro. Al galope tuvieron que acostumbrarse a un nuevo sistema de valores, político, económico, jurídico… Toda su experiencia vital se había vuelto inútil. En mi despacho tuvimos que tirar y comprar toda una biblioteca. Pero la reunificación fue una gran suerte para el Este porque, de lo contrario, habría caído en un caos político y económico. Lo duro fue ver cómo los occidentales pensaban que tenían que ser nuestros profesores.

—¿Fueron buenos profesores?

—No siempre. Además, con cincuenta años no se acepta muy bien que te digan cómo hacer las cosas. Pero lo hemos superado. Los del Este ya no necesitan paternalismo y han recuperado su autoestima. No somos tontos ni vagos, simplemente diferentes. Y también vemos nosotros diferentes a los del oeste, porque en el fondo los del Este se

mantuvieron más alemanes.

—¿Vivieron una reunificación diferente?

—Los del Este sabíamos que todo cambiaría, pero los del Oeste creían que para ellos todo iba a seguir igual. Los de Alemania del Este dijimos a los de Alemania del Oeste que no les iba a costar dinero, y luego ellos se sintieron timados. Tardaron en aprender que para ellos también habían cambiado las cosas. Y, además, han estado confundiendo problemas de la globalización con los de la reunifica-

«No nos querían. La CDU del Oeste era muy católica, mientras que aquí eran protestantes. Lo cierto es que Helmut Kohl quería la unidad, pero no a la gente del Este» «Los socialdemócratas se dividieron ante la reunificación. Vi llorar a Willy Brandt, pero gente como Lafontaine estaban en contra. Perdieron las elecciones con motivo»

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LOS DOMINGOS DE

ción. Esta crisis nos enseñará que solo podemos salir juntos y tal vez nos acerque más.

—¿Cómo fue la unificación de la moneda?

—Ante la ruina, un Estado empieza a imprimir dinero y a crear inflación. Nosotros no podíamos hacer algo así. Estaba viva la memoria de la gran inflación de los años 20. Así que dije a Kohl que debíamos dar a la gente una señal positiva, que debía ser la unificación del marco. La gente del Este quedó encantada de su poder de compra, de poder viajar, lo que nos dio un poco de tranquilidad para el pacto de la reunificación. Transformar una economía planificada en una de mercado y, sobre todo, llegar a ésta antes de que se declarase en bancarrota me tuvo noches enteras sin dormir.

—¿Se vendió barata la RDA?

—La gente no entendía que un producto sin mercado carece de valor. Y nadie quería comprar un coche Trabant. También era un problema socialista de traducción del término «justicia» por el de «igualdad»: si todos viven igual de mal entonces es justo. Trabajar más, entonces, era insolidario. Lo curioso es que el socialismo siempre se habla del principio de rendimiento, pero jamás lo aplica.

—Hay alemanes que aún creen que la RDA estaba bien pensada pero mal ejecutada.

—El comunismo había prometido la felicidad. Y la gente se dio cuenta de que con Honecker no iban a obtenerla. Luego pensaron que con Kohl funcionaría; pero tampoco. Así que ahora cavilan si tal vez el antiguo sistema no estaba tan mal. El comunismo ofrecía la convicción de una meta, pero despreciaba el camino y a la persona; la democracia dice que el camino y la responsabilidad de emprenderlo es el objetivo. Pero la gente necesita también una bella meta.

—Valore a las parejas de protagonistas: Kohl frente al jefe del último Gobierno comunista de Alemania del Este, Hans Modrow.

—Eran muy distintos pero los dos venían de familias humildes y lograban entenderse bien. Kohl es una persona robusta y pragmática, muy preso del día a día, y a quien le falta elegancia espiritual. Yo me sentía más intelectual. No me llevaba nada bien con él. Pero no era solo su culpa... A mí no me interesa el fútbol.

—¿Bush (padre) y Gorbachov?

—Se llevaban muy bien, ambos eran presidentes de grandes países. Las grandes naciones tienen rituales parecidos y están encantadas de haberse conocido. Ambos sabían la responsabilidad que suponía tomar la decisión más difícil de la historia reciente. Pero Gorbachov no sabía aún que fallaría en su misión. Gorbachov es buena persona, siempre espera lo mejor de la gente. A los rusos que lamentaban entregar Polonia o Checoslova-

quia, él les decía que no estaban dando nada que les perteneciera.

—Mitterrand y Thatcher

—Mitterrand vino en la Navidad de 1989 a firmar un acuerdo comercial con la RDA ¡para 5 años! Tuve que explicarles la estupidez que estaban haciendo. Él y Thatcher tenían en común su temor a que, si Alemania se unía, aspiraría al liderazgo europeo. Mitterrand temía que Alemania parase el proceso europeo. O que la UE se extendería hacia el Este y Francia y Reino Unido ya no serían el centro. Pasaban a convertirse en potencias medias. Thatcher pertenece a la generación de la guerra y, simplemente, odia a lo alemanes. Mitterrand, a partir de cierto momento, aceptó seguir trabajando por una Europa unida, pero Thatcher sólo quería molestar.

—¿Boicoteó la reunificación?

—Cuando comuniqué a Jacques Delors, entonces presidente de la Comisión Europea, que la economía de la RDA iba a necesitar de periodos transitorios para su integración —como todos los países que ingresaron después— Thatcher lo impidió. Entonces la economía del Este, ya muy debilitada, fue ajustada contra una moneda mucho más fuerte de un día para otro y sin ningún mecanismo de seguridad. Fue como enfrentar a un peso ligero con uno pesado.

—La reunificación fue un regalo para la Unión Democristiana ¿Cómo lo vio la oposición socialdemócrata?

—La generación mayor reaccionó feliz. Vi llorar a Willy Brandt el día de la reunificación. Pero gente como Lafontaine estaban en contra. El Partido Social-Demócrata (SPD) estuvo muy dividido. Perdieron las siguientes elecciones con motivo, porque no sabían qué hacer con la reunificación. También en la RDA había socialdemócratas que preferían una tercera vía hacia un socialismo suave. Los verdes del Oeste estaban decididamente en contra de la reunificación. Y fueron castigados por ello en las elecciones.

—Era una izquierda contra el cambio.

—No querían que cambiara nada. Gente que había dicho estar en contra de la RDA ahora la defendían. No se daban cuenta de que también ellos cambiarían.

—¿Qué clase de CDU (Unión Democristiana) sobrevivió a la dictadura en el Este?

—Era una CDU inservible, tuve que reformar el partido, construir su estructura desde abajo, elegir dirigentes y separarlo de los comunistas del SED. Un mes después de la caída del Muro fuimos los primeros en hacer un congreso. Allí dije por primera vez que nuestra primera meta debía de ser la reunificación, lo que produjo espanto en otros partidos y grupos de derechos humanos que sólo querían reformar la RDA. (Pasa a la página siguiente)


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ENTREVISTA

«Thatcher odia Alemania»

entre el Este y Oeste, entre el espacio franco-ibérico y el germano-eslavo, como lo fue en los años 20. Bonn no puede hacer eso.

—¿Ha sido la República de Berlín?

—Algunos creyeron que Alemania se iba a teutonizar, pero no ha sido así. Los diputados que votaron en contra admiten ahora que jamás volverían a Bonn.

—¿Y la fusión de Berlín con su región de Brandenburgo?

—Siempre lo defendí pero la capital tenía tanta deuda que Brandenburgo tuvo miedo de heredarla... y estaban cansados de cambios.

—¿En la reunificación se pensó en la economía y se olvidó a la gente?

—La economía puede ser manipulada, pero no el comportamiento de la gente. El ajuste económico fue caro y lento. Un día hablé con el embajador español en la RDA y le pregunte cómo lo hizo el Rey Juan Carlos. Me dijo que funcionó sólo porque era un país católico... El protestantismo es muy riguroso, y no funciona porque las personas no son ángeles.

—¿No es prematura la ola de nostalgia de la RDA?

1990. Lothar de Maizière visita las obras de derribo del Muro en el barrio de Kreuzberg (Viene de la página anterior)

—¿Se sentía comprendido por la CDU del Oeste?

—No nos querían. Desconfiaban de que no quisiéramos seguir haciendo socialismo. Y la CDU del Oeste era muy católica, mientras aquí eran protestantes. Lo cierto

es que Kohl quería la unidad, pero no a la gente del Este.

—El SPD no quiso la capitalidad de Berlín.

—La poderosa SPD renana quería que siguiera en Bonn. Yo luché por Berlín, no porque sea de aquí, sino porque pensaba que el deber de la futura Alemania era ser un enlace

Juan Pablo II š Papa, de 1978 a 2005

El Espíritu contra la fuerza bruta

AP

¿Cuántas divisiones tiene el Papa?, preguntó Stalin para mofarse del poder del Pontífice. El dictador soviético no comprendía que la historia no se mueve sólo por la fuerza de la sangre derramada. Diez años antes del movimiento de Solidaridad, el Papa pronunciaba en Varsovia una oración al Espíritu Santo en la que pedía la renovación de la faz de la tierra». Desde entonces, su prédica por la dignidad y libertad del hombre se convirtieron en motor de la caída del comunismo. Los polacos iban a Misa en masa, y lo hacían con un bloc para

tomar apuntes del sermón. Para entonces el pueblo polaco ya le había perdido el miedo al comunismo y se convertía en ejemplo para cuantos estaban ansiosos por liberarse del yugo totalitario. Karol Wojtyla conocía el comunismo desde dentro. Sabía que éste no era una mera doctrina política, sino que perseguía la eliminación del espíritu en la sociedad. Su pontificado fue todo un ejemplo de cómo hay fuerzas en la Historia mucho más poderosas que mil divisiones armadas.

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—La nostalgia es acordarse de la juventud. Además, que la RDA haya sido tratada de forma indiferenciada como basura produjo una nostalgia también indiferenciada. Habría sido mejor reconocer algunas cosas buenas. La reunificación dejó una generación perdida, la de quienes eran mayores para empezar pero jóvenes para jubilarse. Ahora están en paro, con pensiones bajas; pero ellos fueron quienes levantaron la RDA. Si observa la edad de los votantes de La Izquierda verá que son ellos. Esa sensación de estar olvidados aparece en momentos de ruptura. Aunque ahora el contacto entre jóvenes es más fácil. Para la primera generación reunificada la RDA es ya como la guerra de los Treinta años.

—¿Creyó alguna vez que habría un canciller alemán que sería del Este y protestante? ¿Y que no sería Vd.?

—Nunca pensé en serlo, estaba claro que me iba con la RDA. Yo recomendé a Kohl a Ángela Merkel. Ya vi sus capacidades analíticas, que son excepcionales. Pero nunca pensé que sabría abrirse camino de ese modo. Creo que es bueno para Alemania que haya una canciller del Este;. Y tiene mucho crédito en Europa, en las cumbres los presidentes tiemblan ante ella. Aunque, con los socialdemócratas primero y ahora con los liberales, ha descuidado el origen conservador de la CDU. Pero si consigue renovar la industria y la economía, será una gran canciller.

—¿Mantienen el contacto?

—Tenemos una buena relación, pero sólo la molesto por trabajo, como presidente del foro Diálogo Alemania-Rusia. Le insisto en que la relación entre Rusia y Alemania no puede limitarse al gas y el petróleo, Europa debe tener una cultura espiritual común. "


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cesitar cuantiosos fondos para situarse a la altura de los de la República Federal y eso podía ir en detrimento de los que necesitaban las regiones españolas más atrasadas. Pero Kohl supo agradecer con hechos la apuesta estratégica de Felipe González. En marzo de 1990, cuando aún no se había llevado a cabo la reunificación, Kohl despejó las dudas de González mientras navegaban por el Lago Constanza, a bordo del «Gran Zeppelin», durante una de las cumbres bilaterales anuales que ambos habían instituido en 1984.

Cumbre de Maastricht

El canciller Kohl con Felipe González, cuyo gobierno apoyó la reunificación alemana sin reticencias

ABC

El amigo Felipe

Kohl supo ser agradecido El canciller alemán nunca olvidó que González fue el único dirigente europeo que apoyó abiertamente el proceso de reunificación alemana, tras la caída del Muro de Berlín. El apoyo de Kohl resultó clave para que se creara en la UE el Fondo de Cohesión del que tanto se benefició España TEXTO: LUIS AYLLÓN

E

l 26 de noviembre de 1993, Felipe González acompaña a Helmut Kohl por las calles del Albayzín granadino. Se dispone a enseñarle la magnifica vista de La Alhambra que se contempla desde el mirador de San Nicolás, cuando una mujer, bien entrada en carnes y vestida de riguroso negro, llama la atención del entonces presidente del Gobierno: «Felipe, Felipe». González se acerca para estrecharle la mano, momento en que la mujer lanza, con un marcado acento andaluz un «bienparío», que le hace sonreír. A su lado, Helmut Kohl parece divertido, aunque, naturalmente, no alcanza a entender el piropo. De haberlo hecho, tal vez lo hubiera suscrito, porque, a lo largo de la relación que mantuvieron los

dos gobernantes durante casi catorce años, el democristiano Kohl siempre mostró un gran afecto por González, sobre todo desde que éste fue el único de los dirigentes europeos que abiertamente apoyó el proceso de reunificación alemana, tras la caída del muro de Berlín. Margaret Thatcher le había dicho abiertamente que prefería dos

El desarrollo español de las últimas décadas debe mucho a la buena sintonía que mantuvieron siempre los dos gobernantes, por encima de sus diferencias ideológicas Tres años después de la reunificación, Kohl, de visita por Granada, bromeó proponiendo que en el Carmen de los Mártires se erigiera una estatua al entonces jefe del Ejecutivo

Estados alemanes a uno sólo. François Mitterrand, más solapadamente, metía palos en la rueda de la reunificación, temeroso de una gran Alemania. Y Giulio Andreotti decía cínicamente que quería tanto a Alemania, que prefería que hubiera dos. En esa situación, Kohl valoró enormemente las llamadas de Felipe González no sólo a él sino a todos los líderes alemanes, asegurando que España apoyaría, sin reservas, el proceso de recuperar la unidad de Alemania. Además, el canciller era consciente de que para España no resultaba fácil respaldar algo que podía poner en peligro las ayudas que nuestro país recibía de la Unión Europea, donde Alemania era uno de los principales contribuyentes. Los «landers» de la RDA iban a ne-

En diciembre de 1991, el jefe del Ejecutivo español comprobó que Kohl cumplía su palabra. Durante el Consejo Europeo de Maastricht no sólo se puso en marcha la Unión Económica y Monetaria, sino que se acordó, como quería España, que la cohesión económica y social quedara incluida en el Tratado como protocolo con carácter jurídico vinculante. Se creó así el Fondo de Cohesión, destinado a financiar proyectos que permitieran a los países de la UE con rentas per cápita más bajas acercarse a los más ricos. España sería, con el tiempo, una de los grandes beneficiadas. En aquella cumbre europea, la intervención de Kohl también fue decisiva para incorporar el concepto de ciudadanía europea, una propuesta de Felipe González, que daría a los naturales de los Estados miembros de la Unión libertad de circulación y de residencia en todo el territorio comunitario. La ayuda del canciller alemán no terminó ahí. Cuando un año más tarde, en el Consejo Europeo de Edimburgo, hubo que debatir las perspectivas financieras de la UE para el periodo 1993-1999, Kohl fue un firme aliado de González, al que inoportunamente el entonces líder de la oposición, José María Aznar, había calificado de «pedigüeño» por sus reclamaciones. Gracias a ese respaldo, se consiguieron 8,9 billones de pesetas en fondos estructurales y unos 244.000 millones más para el recién creado Fondo de Cohesión, que resultaron claves para el desarrollo español. El canciller alemán siguió apoyando muchas de las propuestas de González en Europa e incluso llegó a proponerle como presidente de la Comisión Europea, algo que el dirigente socialista rechazó. Tal vez por eso, en aquella visita a Granada de 1993, mientras paseaban por El Carmen de Los Mártires, en cuyos jardines había unas estatuas de Fernando VI y Carlos III, Helmut Kohl se permitió proponer al alcalde que pusieran allí otra de Felipe González. Era una broma, pero cuando el alcalde le preguntó si a tanto llegaba su admiración por González, Kohl respondió: «Y más». Desde luego, no era sólo por los jamones pata negra que le enviaba. "


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Lo contrario de una guerra TEXTO: RAMIRO VILLAPADIERNA FOTOS: CHEMA ALVARGONZÁLEZ

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ara quien ha rastreado con su cámara el movimiento que subyace tras la inmovilidad de las ciudades, la caída del Muro sólo pudo ser la apoteosis. «Fue lo contrario a una guerra», buscaba explicar el fotógrafo Alvargonzález revisando hace días estas fotos de entonces, cuando era un estudiante vecino del Muro y vio aquella noche cómo se le abría Europa entera sobre la Potsdamer Strasse: «Una monumental energía de cambio que sacó lo mejor de nosotros mismos». Chema Alvargonzález ansió hasta el último momento este proyecto. Y aquí está, con lo poco que le dio tiempo a hacer antes de fallecer. Una mirada tan reputada como personal del momento que quiso prestar a ABC como hicieron otros artistas a lo largo de un siglo. Le emocionaba situar su nombre junto a los de Cecilio Plá, Vázquez de Sola, Saura, Alberti o Tapiès, en una tradición y compromiso gráfico únicos en España. Sus imágenes están tiradas en un viejo formato de 9x12 y, con su manera de electrificar y hacer fugaz la quietud, aún pensaba tratarlas. Pero así publicadas, con permiso de una familia que ha respetado su último esfuerzo creativo, cuentan con la espontaneidad de la noche en que «se despertaron todos nuestros sueños». Así la verá un día el hijo que estaba ya para nacer. El artista había aterrizado en Berlín un año antes de la caída del Muro para proseguir estudios en Bellas Artes. Quedó para siempre impregnado de su tono de luz, así llegaran luego sus éxitos, proyectos, exposiciones y trasplantes, y Berlín adquiriera una capitalidad en la escena gráfica mundial. Una luz que veía como una vaharada sobre los tonos, los vacíos y las formas urbanas, que le recordaban a Goethe clamando «¡Más luz!» en su lecho de muerte. Cuando, el 9 de noviembre de 1989, fotografió a la gente picando el muro, vio en los golpes «una rabia acumulada de décadas contra lo que partió sus vidas». Y luego «la generosidad natural de las personas al reencontrarse, abrazándose y regalándose». Aquella noche marcó su relación con Berlín, donde deja huella y proyectos en marcha. Aquí pensaba en celebrar su 50 aniversario, así que éste es su regalo; que lo es en realidad suyo, a los lectores. "

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LOS DOMINGOS DE

Sobre estas l铆neas, una multitud jubilosa se alza sobre el Muro, junto a la puerta de Brandenburgo. El encuentro de un pueblo que nunca se dej贸 separar. De izquierda a derecha, un vecino arranca una esquirla del pared贸n con su martillo. Detalle de quienes se apoderaron del Muro en una jornada de euforia. Unos guardias del Este observan el panorama con total pasividad


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