Harry Potter y la sombra de la serpiente (I)

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El último fic que escribí. Después de muchas parodias y de una incursión en el fic “serio” que no llegué a terminar (podéis leer lo que escribí en “El león y la serpiente”) decidí probarme a mí misma, una última comprobación antes de lanzarme de lleno a escribir mis propias novelas. Quería saber si era capaz de escribir una historia completa, y JK Rowling me ayudó por el sencillo método de publicar “Harry Potter and the Half-Blood Prince” y dejarnos a todos con las ganas de conocer YA el final de la saga. Como no quería esperar, decidí escribir mi propio final. Y es éste. Muchos de vosotros conocéis la historia de este fan-fiction: cómo lo colgué en fanfiction.net (donde, por cierto, obtuvo un éxito que todavía hoy me asombra, y que todavía hoy me hace llegar reviews y mails de gente que lo lee y le gusta tanto como para ponerse en contacto conmigo; cómo alguien consideró que podía hacer un buen negocio con él, lo bajó y lo publicó por su cuenta y riesgo, y después se dedicó a venderlo como si fuera “el auténtico” libro 7 escrito por JK Rowling; cómo se montó un revuelo mediático que llevó mi fic (y también mi nombre, por gracia o por desgracia) a miles de sitios web y a algunos medios de comunicación. Para todos aquellos que fuisteis testigos de aquella historia, gracias por vuestro apoyo; para los que no, sólo decir una vez más que esta historia estaba escrita para mí y para otros fans de Harry Potter, y que en ningún momento quise hacer negocio con ella. Fueron otros los que se aprovecharon de mi trabajo y del trabajo de Rowling para enriquecerse. Allá ellos con sus conciencias. Mi fic lo regalé entonces y lo vuelvo a regalar ahora. Espero que os guste :)

— CAPÍTULO 1 — Privet Drive nº 4

El sol se había ocultado unos minutos antes detrás de los edificios bajos e idénticos, después de

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colgar durante un buen rato como una bola roja, deslumbrante, sobre Privet Drive. El aire cálido del anochecer brillaba fantasmagórico bajo los últimos rayos del sol, rojos como la sangre, que inundaban la calle desierta antes de dar paso a la oscuridad de la noche. El tinte sanguinolento de la luz que precedía al anochecer se mezclaba en un collage sin sentido con las luces provenientes de las ventanas de las casas, dorada e inmóvil en alguos puntos, cambiante y multicolor donde las ventanas dejaban salir el reflejo de la luz parpadeante de un televisor, formando figuras y dibujos imposibles de distinguir sobre el asfalto. Apenas se oía ningún sonido, aparte del ruido lejano de los televisores, una radio que emitía un programa musical a dos o tres casas de distancia, el rugido de algún coche que pasaba esporádicamente y los gritos de una madre llamando a sus hijos a cenar. En la ventana del primer piso del número cuatro un joven observaba la calle. Era difícil adivinar lo que pensaba sólo por su mirada. Los verdes ojos, tras las gafas redondas, miraban por la ventana con una expresión dura y fría, sin molestarse en apartar el mechón de cabellos negros que caía sobre uno de sus ojos, ocultando en parte la cicatriz en forma de rayo que brillaba tenuemente en su frente. La mirada de aquellos ojos desmentía su edad: era la mirada de quien ha vivido demasiado en muy poco tiempo. El único que podía saber lo que Harry Potter pensaba mientras veía cómo caía la oscuridad sobre la calle era Harry Potter. Sin embargo, un minuto después de uno de sus fríos ojos cayó una lágrima, que rodó, húmeda y ardiente, hasta su barbilla. Harry levantó una mano y se apartó el pelo de la frente, y su mirada se endureció aún más al rozar con la muñeca la gota que había recorrido su mejilla derecha, surcando la tenue marca rojiza, como la señal dejada por un latigazo, que cruzaba su rostro. La marca de su última lucha a muerte. Se apartó de la ventana y recorrió con la mirada la que hasta entonces había sido su habitación. Recordaba perfectamente el día que había trasladado sus escasas pertenencias hasta allí. Durante diez años había dormido en una alacena bajo la escalera de la casa de sus tíos, y éstos le habían permitido mudarse al segundo dormitorio de su primo, Dudley, a cambio de no leer la

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única carta que le habían enviado en su vida. De poco les había servido... Pocos días después, cuando cumplió once años, había leído aquella carta de todas formas, gracias a la amenazante figura del semigigante que había hecho de cartero. Lo que había leído, y lo que Hagrid le había contado, había cambiado su vida para siempre. Y lo que comenzó en aquella pequeña isla azotada por la tormenta la noche que Harry descubrió que era un mago le había llevado hasta ese momento, en el que permanecía en el que había sido su dormitorio durante seis años, esperando a que llegase la medianoche, esperando para salir por aquella puerta y no volver a entrar. Contrariamente a lo que solía suceder cuando estaba en casa de los Dursley, su habitación estaba bastante ordenada: el baúl preparado y cerrado, encima de él la jaula con la lechuza blanca como la nieve encerrada, la escoba de carreras apoyada junto a ella. No había rastro de prendas de vestir, de libros, de plumas, de rollos de pergamino diseminados por la habitación, e incluso la cama estaba hecha, con las sábanas dobladas formando un pulcro montón. No pensaba darle a tía Petunia un motivo más para despreciarle: la habitación se la dieron llena de objetos rotos y descartados de Dudley, y él a cambio la iba a abandonar como si nadie hubiera dormido allí varios años. Durante el último mes, paradójicamente, habían sido tres los habitantes de aquel dormitorio, para enojo de tío Vernon y de tía Petunia y terror absoluto de Dudley: Ron Weasley y Hermione Granger, sus dos mejores amigos, habían decidido no despegarse de él ni siquiera en verano y se habían autoinvitado a pasar los últimos días de minoría de edad de Harry con él, en casa de sus tíos. Había sido un momento realmente gracioso cuando tío Vernon y tía Petunia, que no habían ido a buscarle a la estación al volver del colegio porque no sabían que iba a volver ese día, habían abierto la puerta del número cuarto al llamar Harry al timbre. La primera y desagradable impresión al ver a Harry en el jardín dos semanas antes de lo previsto no fue nada comparada con la impresión que se llevaron al comprobar que le

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acompañaban dos compañeros suyos de colegio. Tío Vernon y tía Petunia siempre habían negado que Harry estudiase en el colegio Hogwarts de Magia y Hechicería, y no les hacía gracia que los vecinos comprobasen que Ron y Hermione no eran, precisamente, los alumnos que uno podría esperar encontrarse en el Centro San Bruto para Delincuentes Incurables. Y menos gracia aún les había hecho comprobar, de forma muy elocuente, que Ron y Hermione se negaban a marcharse de aquella casa hasta que Harry cumpliera diecisiete años. El temor a que montasen un escándalo cuando les expulsaran de su vestíbulo quedó completamente olvidado cuando aquellos dos jóvenes magos les explicaron, sin levantar la voz pero varita en mano, que ellos dos ya eran mayores de edad, que ellos dos sí podían utilizar la magia fuera de Hogwarts y que no dudarían en utilizarla si los Dursley se empeñaban en no invitarles amablemente a pasar una temporada con ellos. Ron había pasado el mes entero con Harry, evitando a los Dursley todo lo que podía. Hermione, por el contrario, se había empeñado en ayudar a tía Petunia a sobrellevar mejor la estancia prolongada de dos jóvenes con buenos estómagos. Los gritos de Petunia Dursley cuando sus platos empezaron a fregarse solos pasarían a formar parte de las leyendas urbanas de Little Whinging. Aunque más divertida aún había sido la cara de Dudley al descubrir, cuando volvió del colegio, que su casa había sido ocupada por un grupo de magos que no tenían ningún problema en acabar el trabajo de Hagrid y convertirlo en un cerdo completo si se pasaba de la raya. Ron había asumido como una tarea suya personal hacerle la vida más difícil a Dudley Dursley, y había conseguido que sus hermanos Fred y George le pagasen un sueldo a cambio de probar todos los nuevos artículos de broma que iban desarrollando. Aquello hizo que la salud de Fred y George mejorase notablemente (al no tener que probar ellos mismos todos los productos), que la salud económica de Ron también mejorase considerablemente (regateando, les había sacado a Fred y a George dos galeones por artículo probado), que la salud de Dursley se resintiera perceptiblemente (los productos de Fred y George no eran precisamente saludables, al menos en esa etapa de la investigación), y que Harry aprendiera a reír a carcajadas otra vez.

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Sin embargo, Ron había tenido que marcharse dos días antes a La Madriguera a petición de su hermana Ginny, que aseguraba que su madre se estaba volviendo loca y la estaba volviendo loca a ella también. Al parecer, la señora Weasley no llevaba nada bien tener que preparar una boda, y los últimos días antes del enlace de Bill, su hijo mayor, y Fleur, una bruja francesa de belleza increíble y acento catastrófico, estaban siendo una locura. De modo que Ron, después de asegurarle a Harry que cuando pasase la boda le daría igual lo que Ginny dijera y volvería con él, había partido de Privet Drive en el Autobús Noctámbulo, para alivio de Dudley. Hermione, por su parte, había recibido una carta de sus padres la noche anterior y también había tenido que marcharse. Los padres de Hermione eran muggles, como los Dursley, y le habían pedido a su hija que fuese con ellos al entierro de su abuela. Hermione le prometió a Harry que se reuniría con él dos días después y se Desapareció en dirección a Londres. De modo que Harry se había quedado solo en Privet Drive el último día antes de marcharse para siempre de aquella casa donde tan malos momentos había pasado. Al día siguiente, a las doce de la noche en realidad, cumpliría diecisiete años, la mayoría de edad en el mundo mágico, y desaparecería la única razón por la que había tenido que pasar su infancia con sus tíos: la protección mágica que cubría la casa y que protegía a Harry de su mayor enemigo, Lord Voldemort. La protección mágica que había puesto sobre aquella casa Albus Dumbledore. Al pensar en el antiguo director del colegio Harry todavía sentía un retortijón de dolor en el estómago. Dumbledore, el mago más grande y poderoso que había conocido, más grande incluso que Voldemort, había muerto hacía poco más de un mes. Había muerto delante de Harry. Harry se había preguntado en un primer momento si el hechizo de protección que Dumbledore había puesto, con la renuente colaboración de tía Petunia, sobre Privet Drive desaparecería al morir él, del mismo modo que había desaparecido la maldición inmovilizadora que le había impedido ayudarle, o morir con él. Sin embargo, durante aquel mes nada le había hecho pensar que ya no estuviera a salvo en aquella casa. Y suponía que, en caso de estar

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desprotegido, Voldemort no habría desaprovechado la oportunidad de matarlo... A partir de las doce, sin embargo, Harry tendría que andar con cuidado. Por eso no pensaba esperar más tiempo para marcharse de allí; no sólo porque no soportaba vivir con los Dursley, sino también porque suponía que, en caso de que Voldemort le atacase, allí no tendría ninguna posibilidad de salir con vida. Y, pese a lo odiosos que fueran sus únicos parientes, no deseaba que Voldemort les matase a ellos también para llegar hasta Harry. Ya había muerto demasiada gente por interponerse entre Harry y Voldemort, o incluso por estar en el lugar equivocado en el momento equivocado, como para que Harry desease que hubiera más muertes por su culpa. Después de la muerte de Dumbledore, Harry se había jurado a sí mismo que nunca volvería a permitir que otra persona librase sus batallas. Él era quien tenía que matar a Voldemort, y ya no había nadie entre Voldemort y él; nadie volvería a proteger a Harry, nadie moriría por impedir que Voldemort acabase con él. El siguiente en morir a causa de esta lucha personal entre Voldemort y él sería uno de los dos. A menos, por supuesto, que por el camino se encontrase con Severus Snape... el que había sido su profesor de Pociones durante cinco años y de Defensa Contra las Artes Oscuras el último curso... el que había sido compañero de colegio de James, su padre, y Sirius, su padrino... el que había propiciado la muerte de James y Lily Potter al contarle a Lord Voldemort la profecía que señalaba a Harry como el único capaz de matar a Voldemort... el miembro de la Orden del Fénix, antiguo mortífago, en quien Dumbledore había confiado hasta su último minuto de vida. El que había levantado la varita y había asesinado a Dumbledore a sangre fría. Ni siquiera en sus sueños había conseguido que aquella escena saliera de su mente. El horror, la impresión, la furia y el odio más amargo todavía inundaban el estómago de Harry cuando se recordaba a sí mismo, inmóvil, invisible, incapaz de hacer nada más que observar cómo el rostro de Snape se contorsionaba de odio y desprecio al mirar a Dumbledore, caído en el suelo, débil, desarmado, indefenso...

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Severus... Otra lágrima resbaló por su mejilla y cayó al suelo, del mismo modo que el cuerpo de Dumbledore había caído desde lo alto de la Torre de Astronomía cuando le golpeó la Maldición Asesina de Snape. Dumbledore había suplicado. Severus... por favor... Y Snape, en quien confiaba tanto como para enfrentarse a todo el resto del mundo mágico, le había matado. Harry no pensaba ir en busca de Snape, porque sabía que lo que tenía que hacer era perseguir y matar a Voldemort. Pero cuando todo aquello acabase... o si se lo encontraba por el camino... Un camino que, ahora lo sabía, no iba a seguir por donde todos esperaban. Su idea había sido terminar los estudios en Hogwarts (sólo le quedaba un curso) y después, si todo salía bien y conseguía las calificaciones necesarias (y también, por qué no decirlo, si el Ministro de Magia olvidaba que estaba muy enfadado con él por negarse a ayudarle), estudiar los tres años necesarios para convertirse en auror, en cazador de magos tenebrosos a cuenta del Ministerio de Magia. Y, de hecho, hacía días que le había llegado la carta en la que le informaban de que, pese a lo ocurrido hacía unas semanas, el camino que había elegido seguía abierto para él:

COLEGIO HOGWARTS DE MAGIA Y HECHICERÍA

Estimado señor Potter: Como ya debe saber, debido a los eventos ocurridos en el Colegio durante las últimas semanas del pasado curso la Dirección del Centro se planteó en un primer momento clausurar la Escuela hasta que se pudiera garantizar plenamente la seguridad de los alumnos y del profesorado.

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Sin embargo, el Consejo Escolar de Hogwarts, a quien corresponde en última instancia tomar una decisión de ese calibre, ha decidido mantener abierto el Colegio, a pesar de la mancha en su historial que supusieron los eventos a los que anteriormente hacía referencia. El Ministerio de Magia se ha comprometido a incrementar la seguridad del Centro, y las normas de funcionamiento del mismo han sido revisadas y endurecidas para asegurar que todos los alumnos y profesores puedan contar con una seguridad superior, si eso es posible, a la que puedan tener en sus propios hogares. El Consejo y la Dirección comprenden que algunos de los alumnos puedan elegir no acudir al nuevo curso escolar en esta situación; en esos casos, garantizamos que dichos alumnos seguirán disponiendo de una plaza en Hogwarts, de la que podrán tomar posesión en siguientes cursos para retomar sus estudios. En caso de querer acudir a Hogwarts este año, le recordamos que el inicio del curso escolar está previsto para el próximo 1 de septiembre. El Expreso de Hogwarts saldrá de la estación de King´s Cross a las once en punto de la mañana, andén nueve y tres cuartos. Atentamente, Minerva McGonagall Directora

No tenía intención de hacerlo. Ya tendría tiempo de estudiar cuando matase a Voldemort, o, en caso contrario, no importaría que no tuviera terminados los estudios, porque estaría muerto... Pero no iba a esconderse en Hogwarts. Ya se habían acabado esos tiempos en los que era un niño al que había que mantener con vida y a salvo encerrado en el castillo. Harry iba a terminar la tarea que Dumbledore le había encargado, y para ello no necesitaba estar en Hogwarts supervisado y vigilado por la profesora McGonagall, sino justo lo contrario. El trabajo al que se enfrentaba ya era

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de por sí suficientemente complicado como para tener que darle explicaciones a la directora del colegio. Y, de cualquier forma, llamar "eventos" al asesinato del director a manos de uno de los profesores... El medallón, la copa, la serpiente, algo de Ravenclaw o de Gryffindor... Harry seguía repitiendo y repitiendo aquellas palabras, como si en ellas residiera también el secreto de su escondite y sólo con decirlas, en algún momento, se le revelaría dónde tenía que buscar esos objetos. Esa era la tarea que tenía que llevar a cabo antes de enfrentarse con Voldemort... porque en esos cuatro objetos, y en otros dos que ya habían sido destruidos (el anillo, el diario), residía hecha pedazos el alma de Voldemort. Por eso no se le podía matar: porque su alma no estaba entera dentro de su cuerpo. Y ese era el secreto que Dumbledore le había confesado antes de morir: el secreto de cómo matar a Voldemort. Aún quedaba mucho por hacer, sin embargo. Tenía que encontrar esos cuatro objetos, el medallón, la copa, la serpiente, algo de Ravenclaw o de Gryffindor, y después sortear las protecciones mágicas que Voldemort hubiera puesto sobre ellos y destruirlos. Sabía que la serpiente estaba con Voldemort, de modo que ese objeto en particular tendría que dejarlo para el final, a menos que tuviera mucha suerte. Pero el resto... Se sacó del bolsillo un medallón de oro, liso, pequeño, parecido a un relicario. Dumbledore había muerto a causa de los peligros que habían tenido que superar para conseguir aquel colgante. Si no hubiera bebido aquella poción horrible, en la cueva donde Voldemort había escondido su Horcrux, Draco Malfoy no habría tenido ninguna posibilidad de desarmarlo. Y todo había sido para nada: aquel medallón no tenía parte del alma de Voldemort en su interior, no tenía nada. Nada, excepto el pequeño trocito de pergamino que demostraba que la muerte de Dumbledore había sido inútil:

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Al Señor Tenebroso: Sé que estaré muerto mucho antes de que leas esto, pero quiero que sepas que fui yo quien descubrió tu secreto. He robado el Horcrux auténtico e intentaré destruirlo tan pronto como pueda. Me enfrento a la muerte con la esperanza de que cuando te encuentres con la horma de tu zapato serás mortal de nuevo. R.A.B.

Después de todo lo que había ocurrido aquella noche, Harry no había pensado mucho en aquello. Pero ahora que el dolor no se había mitigado pero sí podía pensar con más claridad, Harry sabía que aquel pergamino tenía mucha importancia. Porque debía encontrar el verdadero Horcrux, y no tenía más pista que esa notita que nunca llegaría a su destinatario, que Lord Voldemort nunca leería. Y bueno... la nota estaba bastante clara, no había mucho que adivinar. Evidentemente, R.A.B. conocía a Lord Voldemort, sabía su secreto, sabía que tenía el alma dividida, y también debía saber lo de la profecía... Porque, si no, ¿por qué decía lo que decía en el último párrafo? Harry sabía, y por una vez Hermione estaba de acuerdo, que al hablar de "la horma de tu zapato" se estaba refiriendo a él. Sabía lo de los Horcruxes, sabía lo de la profecía, conocía a Voldemort... ¿Quién sería R.A.B.? Tendría que adivinarlo para encontrar el medallón de Slytherin, y entonces sólo le quedaría descubrir el escondite de otros dos... La tarea era enorme, inmensa, desmesurada, pero Harry no tenía más remedio que llevarla a cabo, no sólo porque la profecía le señalase a él como el único que podía hacerla, sino también porque no había nada que desease más que matar a Lord Voldemort.

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Las farolas de la calle ya hacía rato que se habían encendido, y Harry dejó de pasearse por la habitación y consultó su reloj. En menos de una hora tendría diecisiete años, en menos de una hora sería mayor de edad, en menos de una hora se iría para siempre de aquella casa, en menos de una hora comenzaría la cacería que acabaría con su muerte o con la muerte de Voldemort. Acarició el medallón y volvió a guardárselo en el bolsillo. Ron y Hermione le habían prometido iniciar con él aquel camino oscuro y tortuoso al que se enfrentaba, pero sabía que, al final, los últimos pasos los tendría que dar a solas. Pese a que sabía que Lord Voldemort, aún con sólo una séptima parte de su alma en el cuerpo, era mucho más poderoso que él, no estaba especialmente asustado ante la idea de enfrentarse cara a cara con su peor enemigo: para bien o para mal, todo aquello tenía que acabar. Porque, si bien Voldemort había elegido disgregar su propia alma, Harry no había tenido elección: todo lo que había sucedido, todo lo que había comenzado aquella noche, en Cabeza de Puerco, cuando Sybill Trelawney profetizó su nacimiento frente a Albus Dumbledore y Severus Snape lo escuchó, todo había sucedido al margen de la voluntad de Harry. Y sabía que hasta que no terminase el trabajo no podría tener una vida. Esa era la única elección que había hecho al respecto... Acabar, acabar con todo, dejar de esconderse y enfrentarse a Voldemort. Porque Voldemort no iba a dejar de perseguirlo, no iba a dejar de intentar matarlo, no le iba a dejar vivir en paz. Aquella aventura ya le había costado las vidas de sus padres, de su padrino, del director de su colegio, incluso la vida de Cedric, que no había tenido nada que ver con él. Y también, en parte, le había costado su propia vida, porque no sólo no había tenido una infancia normal por culpa de Voldemort, sino que, una vez llegado a la edad adulta, tampoco se atrevía a tener una vida normal. Había tenido que dejar a Ginny, Ginny, en quien ni siquiera se atrevía a pensar, por miedo a que Voldemort leyera su mente... Y todo porque Voldemort intentaba llegar hasta él a través de los que más quería. Bien, en ese caso los Dursley no deben correr mucho peligro, pensó, burlón, al oír un ronquido especialmente fuerte proveniente de la habitación de su primo, Dudley. Y, hablando de

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los Dursley... ya iba siendo hora de salir de allí. Miró de nuevo su reloj. Las doce menos dos minutos. Iba a tener que contar los segundos... Sonrió, recordando la última vez que había contado los segundos que faltaban para su cumpleaños. En ese momento no esperaba que, al dar las doce, un gigante llamase a la puerta y cambiase su vida para siempre... Lo único que pensaba era que quizá podría despertar a Dudley para molestarlo. Y, bien pensado, no era tan mala idea... Su sonrisa se hizo más amplia al imaginar la cara de su primo si le despertaba para despedirse de él. Treinta segundos... ¿Y si les dejaba una nota, mandándoles al cuerno? Bah, pero eso sería un gasto innecesario de pluma y pergamino... Los Dursley ya sabían que Harry les mandaba al cuerno sin necesidad de perder el tiempo escribiéndoselo. Diez segundos... En cuanto dieran las doce iba a salir de allí disparado, y al cuerno con ellos. Las doce. Harry respiró profundamente, y se detuvo frente a su baúl. Sacó la varita. Sonrió de nuevo. Una pena que no hubiera podido hacer magia en esa casa hasta este momento... La vida podría haber sido muy interesante en Privet Drive con una varita en la mano. — Locomotor Baúl. El baúl se elevó en el aire, con la jaula de Hedwig encima, y flotó, esperando las órdenes de Harry. Ni se molestó en echar una última mirada a su habitación: Harry cogió la Saeta de Fuego, que no le cabía en el baúl, y, con un movimiento de varita, ordenó al baúl que saliera por la puerta. El rellano de la escalera, y toda la casa, en realidad, estaba a oscuras. Harry pensó: "Lumos", y su varita se encendió al instante. Volvió a sonreír. Ahora que podía utilizar la magia fuera de Hogwarts, la vida podría ser mucho más fácil... si no fuera porque tendría que utilizarla para cosas mucho más peligrosas y siniestras que transportar su equipaje o iluminar la escalera. Bajó las escaleras detrás del baúl, cuidando de mantenerlo en posición horizontal para que la jaula de Hedwig no resbalase. La lechuza era muy digna, y no le gustaba que la maltratasen. Si

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su jaula caía por las escaleras el escándalo que armaría sería capaz de despertar no sólo a los Dursley sino a todo Little Whinging. Llegó al piso de abajo y recorrió el vestíbulo de puntillas, dirigiendo el baúl en dirección a la puerta bajo la luz tililante de la varita. No sabía exactamente a dónde iría, aunque la idea de dejarse caer por La Madriguera no le disgustaba en absoluto. Pero no se preocupó por eso en este momento. Iba a salir de allí, y el resto no importaba. Cuando estuviera en la calle ya pensaría... — ¿Harry? Su corazón dio un brinco que estuvo a punto de hacerle perder la concentración y tirar el baúl y la jaula de la lechuza. Sorprendido, miró a su alrededor. La luz de la cocina se encendió: allí, recortada sobre la blancura inmaculada del alicatado de las paredes y de la enorme nevera, estaba tía Petunia. — ¿Puedes venir un momento, por favor? Aturdido, Harry no se movió. Tía Petunia debería estar en la cama desde hacía horas... Nunca se quedaba levantada hasta tan tarde. ¿Qué demonios hacía allí, completamente vestida, a estas horas? Harry la observó, con la varita apuntando todavía hacia el baúl para que no dejase de levitar. Tía Petunia tenía el mismo aspecto que siempre, alta, rubia, delgada, con el cuello excesivamente largo y los pequeños ojillos relucientes, observadores, en busca de los detalles más nimios. Nada en su apariencia podía explicar que sus hábitos horarios hubieran cambiado tan de repente. — Ven... Quiero hablar contigo, por favor — dijo tía Petunia. ¿Por favor? Harry no recordaba ni un sólo momento, en los últimos dieciséis años (el tiempo que llevaba viviendo con los Dursley), en el que uno sólo de ellos le hubiera pedido algo "por favor". Más aturdido todavía, Harry entró en la cocina, con cuidado de que el baúl lo siguiera sin rozar las paredes ni el techo. A la luz de la lámpara fluorescente, Harry vio que tía Petunia tenía una expresión extraña, inquieta, casi avergonzada. Asombrado, se quedó allí, de pie, inmóvil,

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esperando... Tía Petunia dirigió una mirada nerviosa en dirección al baúl, que flotaba en el aire tranquilamente. Encogiéndose de hombros, Harry hizo un giro de muñeca y lo posó en el suelo. — Gracias — dijo tía Petunia, lo cual dejó a Harry aún más atónito. Se quedaron allí un buen rato, mirándose el uno al otro, sin decir ni una palabra. Harry se inquietó: ya habían pasado las doce, y allí ya no estaba seguro... No quería retrasarse, de modo que abrió la boca para preguntarle a tía Petunia qué quería. Pero ella se le adelantó. — Te... te vas, ¿verdad? Señaló el baúl y la jaula de Hedwig. Harry desvió la mirada hacia su equipaje, y después volvió a mirar a tía Petunia. Se encogió de hombros. — Sabía que te irías ahora, que no esperarías a mañana — dijo tía Petunia, y esbozó una débil sonrisa —. Desde que... desde que ese hombre nos dijo que, cuando cumplieras diecisiete años... Harry volvió a encogerse de hombros. — No sabía que supieras cuándo es mi cumpleaños — dijo. Tía Petunia se ruborizó, dio media vuelta y se sentó en una silla junto a la mesa. Miró a Harry directamente a los ojos. — Claro que sé cuándo es tu cumpleaños — dijo —. Eres mi sobrino. Harry esbozó una sonrisa irónica. — No sabía que supieras que soy tu sobrino. Levantó de nuevo la varita y apuntó hacia su baúl, pero tía Petunia le detuvo con un ademán. — No... espera, por favor. No te vayas. Harry se giró hacia ella, con la misma mirada dura que tenía un rato antes, mientras miraba por la ventana.

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— No pretenderás que me quede aquí a vivir... — soltó una carcajada amarga, sin pizca de humor —. Ni de broma. Ya he tenido bastante. — No... — tía Petunia parecía más avergonzada que nunca, y en sus ojos brillaba algo que Harry tomó por un sentimiento de inseguridad —. No, yo sólo... — Mira — la interrumpió Harry —, aquí ya no estoy seguro. Lord Voldemort puede aparecer en cualquier momento para matarme, y no creo que quieras tener mi cadáver en tu cocina después de... — ¿Lord...? —. Tía Petunia se había quedado completamente blanca. — Sí, ya sabes — dijo Harry —. Ese que mató a mis padres. También quiere matarme a mí. Bueno, de hecho en realidad sólo quería matarme a mí, pero... — hizo un ademán indiferente —, no creo que te interese la historia. — Harry... — tía Petunia lo miró, asustada, pálida, pero directamente a los ojos —. Harry, sé que no... que no has sido muy feliz aquí, con nosotros... — Menuda novedad — se mofó Harry, impaciente por marcharse lo antes posible. — Pero... escucha — continuó tía Petunia —. ¿No podrías... no podrías olvidarte de esa gente, de ese colegio, y quedarte? Quiero decir... — vaciló —. Si... si te quitas de en medio, a lo mejor Lord... Lord Voldemort... se olvida de ti, y no te mata... Podrías esconderte aquí un tiempo... Harry la estudió un momento, y después, siguiendo un impulso, se acercó a la mesa y se sentó en otra silla. — ¿Qué sabes tú de Lord Voldemort? — preguntó. Tía Petunia evitó su mirada. — Yo... Bueno — dijo, insegura —, sé que es un m.. mago, y que no es bueno... — Vaya eufemismo — dijo Harry, sonriendo socarronamente. Decir que Lord Voldemort no era bueno era casi una broma. — Mató a tus padres — continuó tía Petunia —, y ha matado a mucha gente, ¿no? Y...

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bueno, y según la... la carta de aquel hombre — el estómago de Harry se contrajo de dolor —, es posible que también quiera matarte a ti... Por eso tuvimos que quedarnos contigo. — No es que sea posible que quiera matarme a mí — dijo Harry —. Es que tiene que matarme. Tía Petunia se quedó tan blanca que, a su lado, la nevera casi parecía de color crema. — ¿Tiene que...? — Escucha — dijo Harry. Le parecía increíble ir a decir lo que estaba a punto de decir, pero en ese momento le parecía lo más apropiado —. Lord Voldemort mató a mis padres, pero en realidad lo que quería era matarme a mí. Y sigue queriendo matarme porque soy lo único, lo único — repitió —, que se interpone entre él y el poder absoluto. Te aseguro que no va a olvidarse de mí, aunque me esconda. — ¿Lo único...? — Sí — asintió Harry —. Yo soy el único que puede matarle. Y por eso quiere matarme a mí antes de que lo consiga. Tía Petunia abrió mucho los ojos, asustada. En aquel momento se parecía de forma asombrosa a Luna Lovegood. — Pero, entonces... entonces... — tragó saliva. — Sí — dijo Harry —. Voldemort no descansará hasta que acabe conmigo. Y yo no descansaré hasta que lo haya matado. Tía Petunia guardó silencio. Harry podía oír los engranajes de su cerebro funcionando a toda velocidad, tratando de descubrir una forma de retirar la invitación a que se quedara a vivir allí. Sonrió. — Tía — dijo —. No me voy para esconderme de él... me voy para buscar la forma de matarlo. Tía Petunia se quedó en silencio unos minutos. Después suspiró, y esbozó una sonrisa débil

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y triste. — Tu madre habría hecho lo mismo — dijo. Harry abrió mucho los ojos, asombrado; tía Petunia jamás hablaba de la madre de Harry —. Sí... A ella también le gustaba enfrentarse de cara a los problemas. En... en el colegio, antes de que recibiera la carta de... la carta de tu colegio, siempre era así... No permitía que nadie hiciera algo injusto, o... — se encogió de hombros —. Siempre me defendía. Y yo... Y, para asombro de Harry, una lágrima resbaló por la mejilla de tía Petunia. — Cuando ellos murieron, tu padre y ella... Yo... Bueno — hizo una mueca —, no sabía que su mundo estuviera en guerra, pero sí sabía que tenían problemas. Había... había oído hablar a Lily y a ese... a tu padre... — James — dijo Harry, enojado —. Se llamaba James. — Sí... — tía Petunia sonrió, triste —. James. Bueno, yo no sabía exactamente lo que ocurría, pero sé que tu... James le comentó a Lily algo... Acerca de ese Lord Voldemort. Por lo que oí, ellos dos eran de los que luchaban contra él... Y pensé que sería mejor alejarme de ellos todo lo posible, si es que estaban metidos en algo peligroso —. Se encogió de hombros —. Cuando tú apareciste en la puerta, yo... Bueno, no puedo decir que no me lo esperase, porque sabía que Lily estaba metida en algo peligroso, pero... La carta... — ¿Qué decía la carta? — preguntó Harry. Hacía tiempo que sentía curiosidad por lo que Dumbledore les hubiera dicho a los Dursley la noche en que lo adoptaron. — Bueno... Decía que Lily y su marido... — James — insistió Harry. — ...que Lily y James habían muerto a manos de Lord Voldemort, un m—mago tenebroso, y que tú habías conseguido derrotarlo — hizo otra mueca —, no se sabía cómo... Sin embargo, también decía que era posible que ese m—mago volviera, y que tú necesitabas protección... También explicaba no sé qué de la sangre de mi hermana...

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— Un hechizo — dijo Harry —. Para que yo estuviera protegido aquí. Pero no fue con la sangre de mi madre... — ...fue con la mía — terminó tía Petunia. Harry se la quedó mirando, atonito. Tía Petunia sonrió. — Oh, sí — dijo —. Aquello no se lo conté a Vernon... Cuando leímos la carta, decidimos quedarnos contigo, pero destruir esa carta para que tú no acabases siendo igual que mi hermana. A mí nunca me gustó la magia... — No lo jures — masculló Harry. — ...y la destruímos, claro, pero Vernon se fue a trabajar... Y entonces apareció aquel hombre. — ¿Dumbledore? — preguntó Harry, incrédulo. — Sí... ese que vino el verano pasado a recogerte. El que te protege tanto... — Ya no — dijo Harry, y sintió que una mano le retorcía el intestino —. Está muerto. — ¿Muerto? — susurró tía Petunia, pálida. — Sí — contestó Harry —. Murió el mes pasado. Lo mató... lo mataron los mortífagos. — Mortí... — Los seguidores de Lord Voldemort — explicó Harry. — Sí, lo sé — dijo tía Petunia, para asombro de Harry —. Vaya... Bueno, el caso es que vino y me explicó otra vez todo lo de la carta, y me preguntó si yo quería que tú te quedases aquí con nosotros. Yo... — esbozó una sonrisa avergonzada —, yo no quería, Harry, esa es la verdad... Pero ese hombre me dijo que si no te quedabas aquí era muy posible que murieses, y entonces... — se encogió de hombros —, bueno, le dije que sí. Yo no soportaba a mi hermana, pero no quería que muriese. Y tampoco quería que murieses tú, claro... Así que él me pidió que aceptase hacer el... el hechizo ese, porque dijo algo así como que con mi sangre... — Sí, la sangre de mi madre — dijo Harry —. Ella había derramado su sangre por mí, y tú

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eras su única familia... — Eso — asintió tía Petunia —. Dijo que había una forma de convertir mi sangre en... no sé, una especie de escudo, o algo... Y me pidió que se la diese. Harry la miró, con los ojos muy abiertos. ¿Que tía Petunia le diese su sangre a Dumbledore? Aquello no tenía ningún sentido... — Me hizo un corte — continuó tía Petunia en un susurro, aferrándose la muñeca derecha —, y luego me lo curó con la... — Con la varita — la ayudó Harry. — Sí... Y luego hizo algo muy raro, no sé, un hechizo o algo... Y hubo una luz... y después se marchó. Harry no dijo nada. No era capaz de imaginarse a tía Petunia permitiendo que Dumbledore le hiciera un tajo en la muñeca para protegerlo a él. Y tampoco se imaginaba a Dumbledore, el mismo Dumbledore que había dicho que dar un tributo de sangre a una piedra era tosco, pidiéndole exactamente lo mismo a Petunia. Se sintió extraño. En todo aquello había algo que le molestaba, algo que su cerebro le decía que no estaba bien, que, cuando tuviese tiempo para recapacitar, no le gustaría demasiado. — Yo... — siguió tía Petunia —, la verdad es que me dio miedo. No sé por qué lo hice, y decidí no contárselo a Vernon, por si se disgustaba porque yo hubiera aceptado participar en... en algo así... — Sólo era un hechizo — dijo Harry, irritado —. Y se trataba de protegerme a mí, no creo que fuera para tanto... Tía Petunia se encogió de hombros. — Pero ya no funciona, ¿verdad?... El... el hechizo... — No — contestó Harry —. Lo cual me recuerda que sería mejor que me fuera de aquí lo antes posible. Tía Petunia lo observó mientras se levantaba, con el rostro pálido y asustado.

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— ¿A dónde vas a ir? — preguntó en un susurro. — No lo sé — respondió Harry, encogiéndose de hombros —. A lo mejor me voy a casa de mi amigo Ron unos días, y después iré a casa de mis padres. — ¿Vas a...? — tía Petunia tragó saliva —. Vas a perseguirle, ¿verdad? Harry se detuvo a medio camino de la puerta, y dio media vuelta lentamente, para clavar los ojos en los de tía Petunia. Ella se encogió ante su mirada. — Sí — dijo Harry con fiereza —. Voy a perseguirle. Y lo voy a matar. Tía Petunia bajó la mirada. — ¿Es por eso que has dicho de que eres el único...? — No — la interrumpió Harry bruscamente —. Lo voy a matar porque quiero matarlo. Él mató a mis padres, mató a mi padrino, y ha matado a Dumbledore. Y yo, con profecía o sin ella, voy a matarlo. — ¿Profecía...? — Sí — dijo Harry, levantando la varita y agitándola en dirección a su baúl para que volviera a elevarse en el aire —. Hay una profecía que dice que soy el único que puede matarlo. Pero aunque no la hubiera, te juro que me lo voy a cargar. Tía Petunia levantó la vista. Harry sintió que el corazón le daba un brinco de sorpresa al ver que tenía el rostro surcado de lágrimas. — Ten cuidado — susurró tía Petunia, mirándolo a los ojos —. Ten cuidado, ¿de acuerdo? No... no dejes que te mate a ti también. Harry sostuvo su mirada unos instantes, y después, lentamente, asintió. — Y... y, cuando lo mates, vuelve y cuéntamelo. Harry sonrió. Dio media vuelta y condujo su baúl hasta la puerta principal, que se abrió sin un crujido a una orden mental suya. Salió a la calle y respiró el suave y cálido aire nocturno. Dejó caer el baúl en el jardín de entrada, y se adelantó unos pasos para comprobar que no hubiera

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muggles mirando. No había muggles. Pero sí había un hombre lobo.

— CAPÍTULO 2 — Fidelio

Harry se quedó clavado en el suelo, mirando fijamente al hombre que lo esperaba en la calle, frente a la puerta del número cuatro. — Buenas noches, Harry — dijo Remus Lupin, sonriendo.

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— Buenas noches — respondió, estupefacto —. Profesor Lupin, ¿qué hace...? — Oh, venga, Harry — dijo Lupin, todavía sonriendo —. Hace ya más de tres años que no soy profesor tuyo. ¿Cuándo piensas empezar a tutearme? Harry se encogió de hombros. — Nunca se me había ocurrido — respondió. — A Sirius le llamabas por su nombre — dijo Lupin, como si aquello fuera lo más lógico del mundo. — Sí, bueno — dijo Harry —, él era mi padrino... — Y yo era su mejor amigo — dijo Lupin —. No aspiro a ser tu padrino suplente, pero al menos podrías dejar de llamarme "profesor"... — De acuerdo — dijo Harry, encogiéndose otra vez de hombros —. Remus — añadió —, ¿qué haces aquí? — Oh, venga, Harry — se imitó a sí mismo Lupin, ensanchando su sonrisa —, ¿creías que no nos imaginábamos que te escaparías de casa de tus tíos en cuanto cumplieras los diecisiete? Por cierto, muchas felicidades — dijo, tendiéndole la mano para que Harry se la estrechase. — Gracias — contestó Harry, aceptando la mano —. ¿Entonces? ¿Has venido a escoltarme a algún sitio, o algo? — En realidad, sí — dijo Lupin —. Pero no pongas esa cara — añadió rápidamente —, no voy a obligarte a venir. Sólo es que me temo que necesitamos que vengas un momento a Grimmauld Place. Harry abrió mucho los ojos. — ¿Necesitáis...? ¿Por qué? — preguntó. No le hacía ninguna gracia que la Orden del Fénix siguiera insistiendo en vigilar todos sus movimientos, y menos gracia aún le hacía volver a la casa de Sirius... Su casa, ya que hacía un año que la había heredado —. Pensaba ir a La Madriguera, si los señores Weasley me invitan a pasar unos días...

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— Oh, no te lo aconsejo — dijo Lupin, haciendo una mueca —. Están todos bastante revolucionados con la boda... Ya sabes, arreglando la casa y organizando el banquete y todo eso. Hasta la semana que viene que se casan Bill y Fleur yo no me acercaría por allí. — Oh — dijo Harry, un poco abatido. No sabía exactamente lo que iba a hacer, pero lo que sí sabía era que no le apetecía en absoluto ir a Grimmauld Place nº 12. Aquella casa no le traía precisamente buenos recuerdos... — Verás, Harry — continuó Lupin, y su sonrisa desapareció de pronto —. El año pasado, cuando... cuando murió Sirius, tú nos dejaste seguir utilizando su casa como sede. ¿Recuerdas...? — Sí, claro — contestó Harry —. Y por mí podéis seguir usándola hasta... — Es que hay un problema — le interrumpió Lupin. — ¿Otro...? — Harry hizo una mueca —. ¿No será que Bellatrix Lestrange está empeñada en que es suya, ¿verdad? — No, no — Lupin sonrió —. Eso quedó bastante claro hace un año. No, verás... Después de... después de... — Lupin parecía un poco incómodo, y también un poco triste —. Después de la muerte de Dumbledore, la protección mágica de la casa ha desaparecido. — No es la única — dijo Harry con amargura, lanzando una mirada en dirección a la puerta de la casa de sus tíos —. ¿Pero qué quieres decir con...? — El problema — continuó Lupin —, es que, al no tener Guardián Secreto, la casa vuelve a ser accesible... Eso no tendría por qué importar, porque la casa misma tiene bastante protección y podemos defendernos, aparte de que ya de por sí está bastante escondida, pero... — ¿Pero...? — Pero hay que tener en cuenta que hay una persona que conoce la localización de la casa, que sabe que es la sede de la Orden, que conoce toda su protección y que ya no está obligado a guardar secreto porque el Guardián Secreto está muerto — dijo Lupin. — Snape — escupió Harry, sintiendo que el odio le abrasaba el pecho —. Snape lo sabe...

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claro. — Sí — asintió Lupin, también con bastante amargura en la voz —. Snape sabe todos los secretos de la Orden. No podemos seguir en esa casa sin Guardián Secreto. — ¿Y por qué no cambiáis de sede? — preguntó Harry —. A mí no me importa que la utilicéis, pero si ya no es un lugar seguro... — Oh, bueno — dijo Lupin —, no es un lugar seguro desde la muerte de Dumbledore, claro, por eso este último mes no la hemos utilizado para nada, pero es el mejor sitio que hemos encontrado hasta ahora... Aparte de que es tu casa, Harry, y no me parece justo que no puedas disponer de ella por culpa de Snape. Ya sé que no quieres la casa — añadió —, pero que no puedas usarla por su culpa... Harry no respondió. Sentía que, si hablaba, iba a soltar más tacos de los que se debían decir delante de un profesor, aunque hiciera tres años que no le diese clase y acabara de pedirle que le llamase de tú. — Creo — continuó Lupin bajando la voz —, que Snape ya te ha quitado demasiadas cosas, como para permitir que también te quite la casa, Harry... — Sí — dijo Harry fríamente —. Snape ya me ha quitado demasiadas cosas. Me quitó a mis padres. Me quitó mi infancia. Me quitó a Sirius, y a Dumbledore. Y le quitó demasiados puntos injustamente a Gryffindor como para que yo lo olvide fácilmente. Lupin sonrió. — Entonces, sabrás lo que hay que hacer... — Sí, supongo — dijo Harry —. Habrá que crear a otro Guardián Secreto para que oculte mi casa. ¿Y? ¿Para eso me has venido a buscar? ¿Tengo que darte permiso, o algo? Ya sabes que no me importa lo que... — No, no — dijo Lupin —, no se trata de eso, Harry. Verás... Hemos pensado que, vistas las circunstancias, y como la casa es tuya y todo eso, lo más apropiado sería que fueses tú el

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Guardián Secreto. Harry lo miró fijamente, aturdido. — ¿Yo...? — preguntó —. Pero... pero si yo no... — La casa es tuya — repitió Lupin con firmeza —. Y Dumbledore confiaba en ti. — No siempre — dijo Harry. — Sí — dijo Lupin con firmeza —. Decía que tú... que tú eras la mejor baza que teníamos a la hora de luchar contra Voldemort. Eso, creo, es confiar en alguien... — sonrió. — Yo no me fiaría de alguien simplemente porque Dumbledore confiase en él — dijo Harry con voz venenosa —. Mira lo bien que le fue por confiar en Snape. Lupin bajó la cabeza. — Me temo que incluso Dumbledore cometía errores, como muy bien dijiste tú mismo hace algún tiempo — dijo en voz baja —. Sin embargo, el hecho de que cometiera un error con Severus no quiere decir que... — Ya lo sé — dijo Harry —. Pero... ¿pero por qué no ponéis de Guardián Secreto a otro? No sé, tú mismo podrías... O la profesora McGonagall... — La profesora McGonagall está de acuerdo en que lo mejor es que seas tú, Harry — dijo Lupin —. De hecho, cuando se lo propuse ella también dijo que era lo más apropiado. Te lo repito: es tu casa, y si hay alguien en quien se puede confiar es en ti. Minerva tiene muchos problemas con el colegio, como ya habrás imaginado, y yo... Bueno, yo también tengo lo mío. — ¿Tú también tienes que dirigir un colegio en crisis? — preguntó Harry, sonriente. — No — Lupin le devolvió la sonrisa —. Pero me he creado un par de enemigos bastante curiosos en los últimos tiempos... Greyback no me deja en paz ni a sol ni a sombra, como te podrás imaginar. — Sí, me lo imagino — dijo Harry, recordando con un estremecimiento al hombre maloliente y salvaje que había participado en el ataque a Hogwarts, hacía poco más de un mes —.

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¿Y Tonks? — Tonks tampoco quiere esa responsabilidad — dijo Lupin —. Y lo cierto es que la comprendo, Harry. Ahora que ya eres... que ya eres... — Mayor de edad — le ayudó Harry. — Entre otras cosas — asintió Lupin —. Bueno, Harry, lo normal, lo lógico, es que seas tú el que protejas tu casa. Harry lo consideró un momento, y después se encogió de hombros. — Sí — dijo al fin —, supongo que sí. Bueno... ¿y cómo se hace eso? — Vamos a Grimmauld Place — dijo Lupin —. Allí hablaremos con más calma... Me temo que este lugar ya no es seguro. — Ya, bueno — dijo Harry —. Y ninguno. No pudo evitar la amargura de su tono. Sin embargo, Lupin sonrió. — ¿Sabes Aparecerte? — preguntó. — Sí — respondió Harry —. Pero sigo sin tener carné. — Ah, bueno — Lupin sonrió más ampliamente —. No creo que el Ministerio venga a ponerte una multa a estas horas... — Yo me lo creo todo — dijo Harry —. Scrimgeour no me tiene mucho aprecio, me temo. — Ya, pero tampoco quiere que se le echen encima todos los magos y brujas del país por detener a "El Elegido" por Aparecerse sin carné... Harry sonrió. — No, no quedaría muy bonito en el periódico, la verdad. Lupin cogió la jaula de Hedwig de encima del baúl de Harry y se la pasó. Él aferró el mango del baúl. Miró a derecha e izquierda para asegurarse de que no había muggles en la costa. — Espero que no haya nadie mirando por la ventana. ¿Vamos allá? — Probablemente mi tía — dijo Harry —, pero no importa, porque ella ya sabe que somos

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gente de mal vivir... Lupin soltó una carcajada. Harry se concentró. Recordaba, como si le hubiera pasado en otra vida, las lecciones de Twycross, el pequeño e insustancial mago del Ministerio... Odiaba la Aparición, aunque no se podía negar que era un método de transporte muy cómodo. Sintió la ya familiar sensación de estar constreñido en un tubo de goma muy estrecho, de que unas bandas metálicas le oprimían el pecho como una anaconda de mal humor... Aguantó estoicamente la sensación de asfixia, y, cuando ya pensaba que no iba a soportarlo más, de nuevo las bandas se abrieron, el tubo desapareció, y él se encontró de pie, con Hedwig en la mano, en mitad de una pequeña y familiar plaza. Las fachadas de las casas, destartaladas, con las ventanas rotas, la pintura descascarillada y los montones de basura acumulados al lado de las puertas... Harry se estremeció, y se dirigió hacia uno de los laterales de la plazoleta, seguido de Lupin, que se había Aparecido justo detrás de él. — ¿Ves? — susurró Lupin. Harry asintió. Entre las puertas de los números 11 y 13, donde la última vez que vino no había habido nada, podía ver una puerta negra, con la pintura descascarillada, a la que se accedía por dos escalones de piedra. El llamador de plata tenía forma de serpiente enroscada. Lupin sacó la varita y golpeó la puerta. Hubo varios chasquidos metálicos y apagados, y el repiqueteo de una cadena. La puerta se abrió. — Rápido — susurró Lupin —. Este lugar es casi menos seguro que la casa de tus tíos. Snape podría presentarse en cualquier momento... — Me encantaría — masculló Harry entre dientes. Harry entró a la oscuridad casi absoluta del recibidor, seguido de Lupin, que cerró la puerta principal tras de sí. El lugar ya no olía como lo recordaba, a humedad, a polvo, a abandono: parecía que los dos años que la Orden del Fénix había pasado allí habían conseguido cambiar un poco el ambiente deprimente y tétrico de la casa, pero para Harry seguía siendo la casa más triste y

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angustiosa de la Tierra: más, incluso, que Privet Drive. Agitó la varita sin esperar a que Lupin terminase de cerrar la puerta, y encendió las antiguas lámparas de gas de las paredes. El recibidor estaba muy cambiado: habían desaparecido las telarañas, el papel hecho jirones de las paredes y la gastada alfombra, así como la mayor parte de los retratos ennegrecidos que antes colgaban de las paredes. Seguían allí, sin embargo, las lámparas y candelabros labrados en forma de serpiente y las cortinas, sucias y desteñidas, que ocultaban el retrato de la madre de Sirius. Sin una palabra, Harry siguió a Lupin escaleras abajo y a través de una puerta hasta la cocina subterránea, una habitación cavernosa con fuertes muros de piedra y gran cantidad de pucheros y ollas colgados del techo. Allí, sentados a la mesa de madera, había tres personas a las que Harry conocía muy bien. — ¿Qué hay, Harry? — saludó, como siempre, Tonks; era una bruja joven, que aquel día tenía el pelo de color verde chillón y llevaba una camiseta de color naranja y unos desteñidos vaqueros negros. Harry sonrió; Tonks ya no parecía deprimida ni se había vuelto a dejar el pelo de color marrón arratonado. Eso seguramente quería decir que Lupin no había vuelto a cambiar de idea respecto a ella... o más bien a él. — Buenas noches, Harry — dijo la profesora McGonagall. Harry no pudo evitar notar que estaba más delgada, que tenía más arrugas en el rostro y que su expresión parecía, si eso era posible, más severa que de costumbre. Y, sin embargo, el hecho de que le llamase por su nombre y no por su apellido quería decir, seguramente, que quería dejar a un lado por el momento el hecho de ser su profesora, la jefa de su casa y su directora. — Buenas noches, profesora — respondió, y dirigió una mirada hacia el profesor Flitwick, que sonreía sentado al lado de la directora de Hogwarts. La profesora McGonagall dirigió una mirada interrogante a Lupin, que asintió brevemente. — Está de acuerdo — dijo Lupin.

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— Bien — respondió la profesora McGonagall, y miró a Harry directamente a los ojos —. Harry, escucha. Ya te habrá contado Remus que necesitamos que... — Sí — la interrumpió Harry —. El año pasado le dije al profesor Dumbledore que la Orden podía seguir utilizando esta casa como sede, y lo sigo manteniendo, profesora. — Gracias — dijo la profesora McGonagall —. Pero, Harry, después de la muerte de Albus... — Lo sé — volvió a interrumpir Harry —. Ya le he dicho al profesor Lu... a Remus — se corrigió —, que no tengo ningún problema en que haya otro Guardián Secreto, y que, si ustedes quieren que sea yo, tampoco me importa... Aunque, la verdad, no tengo ni idea de en qué consiste ese encantamiento — se disculpó. — Para eso está aquí Filius — dijo la profesora McGonagall, haciendo un gesto hacia el pequeñísimo profesor Flitwick —. Como profesor de Encantamientos, es un especialista en ese tipo de... — No tanto, no tanto — dijo el profesor Flitwick con su vocecita chillona —. El Encantamiento Fidelio es complicadísimo, me temo... y se necesita mucho poder para poder realizarlo. — Pues entonces estamos apañados — dijo Harry en voz baja. Sin embargo, la profesora McGonagall le oyó. — No digas tonterías, Potter — dijo severamente —. Tienes poder suficiente para realizarlo, lo único que necesitas es saber cómo hacerlo. Harry no respondió. Era bastante obvio que no sabía cómo hacer ese encantamiento. No entraba precisamente en el temario de estudios de Hogwarts... al menos no de los seis primeros cursos. — ¿Y cuándo voy a aprender a hacerlo? — preguntó. No tenía muchas ganas de pasarse el verano encerrado en aquella casa, estudiando un encantamiento de los de tirarse de los pelos. Si ya

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había tenido problemas con el Encantamiento Convocador, no quería ni pensar en lo que podía tardar en aprender el Fidelio... — Ahora — dijo firmemente la profesora McGonagall —. Sé que es muy tarde, y que estarás cansado, pero hasta que no ocultemos de nuevo la casa no es seguro que nadie se quede aquí, y tú menos que nadie. Harry asintió. Si McGonagall y Flitwick, que le habían dado clase durante seis años (y se habían desesperado muchas veces cuando no pillaba los hechizos con la rapidez que ellos consideraban apropiada) pensaban que podía aprenderlo aquella noche, entonces no debía ser tan terrible. Y, quién sabe... a lo mejor ese hechizo le resultaba útil en algún momento. — Bien — dijo Flitwick con voz aguda —. En ese caso será mejor que saques la varita... Harry siguió las instrucciones del profesor Flitwick, aprendiendo la extraña fórmula mágica que le enseñaba. Era cierto, no había aprendido jamás un encantamiento tan complicado... Se sentía incapaz de realizar a la vez el florido movimiento de muñeca con el que se suponía que tenía que abarcar toda la casa, recitar las palabras mágicas, y concentrar toda su atención en guardar toda esa información dentro de su mente... Después de tres cuartos de hora, se dejó caer sobre una silla, abatido. — No puedo — dijo. — Claro que puedes — contestó la profesora McGonagall —. Es imposible que algo así te salga a la primera... — Tampoco es tan importante — dijo Harry —. Si no puedo hacerlo yo, hágalo usted, la casa estará igual de segura... — Harry — dijo Lupin, sentándose a su lado —. Te he visto aprender a hacer un patronus con trece años. Te aseguro que eres muy capaz de hacer este encantamiento, sólo necesitas un poco más de concentración... — Sí — chilló Flitwick —. Y...

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— ...practicar — terminó la frase Harry, con una sonrisa. Era lo que Flitwick les decía siempre a Ron y a él, en casi todas las clases de encantamientos. Suspiró. Iba a echar de menos Hogwarts... Se levantó, con la varita en la mano. — Bueno — dijo —. Si tengo que hacer esto, lo mejor es hacerlo lo antes posible. Y siguió intentando lo que Flitwick le decía que hiciera, con el mismo resultado. Giro, gancho, círculo... Promitto fidelitatis... giro, vuelta... Lorica fidele... — Lo importante — chillaba Flitwick — es que te concentres... No tanto el movimiento ni las palabras como saber lo que quieres conseguir... Tienes que estar decidido a ocultar la casa en tu mente... — Sí, como la Aparición, ¿no? — respondió Harry, cansado —. Destino, Decisión, Deliberación... — Pues sí, exactamente eso — intervino Lupin —. Conseguiste Aparecerte, ¿no?... Harry lo miró fijamente un instante, y después asintió. Cerró los ojos. Destino... acoger toda la casa en el interior de su mente. Decisión... ocultar la casa en su mente, entera, sólo allí, para que nadie más supiera dónde estaba... Deliberación... que la casa esté oculta mágicamente dentro de mi mente... — Promitto fidelitatis — dijo, en un tono que más que un conjuro era un juramento de fidelidad. Y bien, es lo que se suponía que debía ser... Levantó la varita e hizo un giro de muñeca que, en su mente, conectaba toda la casa y todo su contenido —. Lorica fidele — dijo, y su varita volvió a girar, conectando lo que había conectado con su propia mente —. Non sua sponte spondeo —. E hizo un último giro, rodeándose su propia cabeza con la varita. En ese instante sintió que algo le golpeaba, y se tambaleó hacia atrás, hasta caer contra la pared. No podía abrir los ojos, no podía moverse. Echó la cabeza hacia atrás, mientras una oleada de poder, una onda expansiva similar a la de una bomba atómica, recorría todo su cuerpo. En su

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mente, justo detrás de sus párpados cerrados, comenzaron a girar imágenes sin sentido, tan rápidas que no podía asimilarlas. No era doloroso: pero comprendió que su cerebro no era capaz de albergar tanta información. Era demasiado, era imposible, era abrumador... Soltó un gemido, y cayó al suelo. Un instante después la habitación dejó de dar vueltas, y Harry se quedó muy quieto, arrodillado, con las manos apoyadas en el suelo, la cabeza colgando entre los brazos. Podía sentir la fría piedra del suelo en las palmas, pero nada más: no había ni un sonido. Abrió los ojos, y levantó la cabeza lentamente. La cocina seguía exactamente igual que hacía... ¿un minuto? ¿media hora? ¿una noche?, y sus cuatro ocupantes lo observaban con distintas expresiones de desconcierto y desorientación. — ¿Qué ha pasado, Harry? — preguntó Lupin. — No... no lo sé — dudó Harry —. ¿No lo he conseguido? Nadie contestó. Harry sacudió la cabeza, mareado. — ¿Lo he conseguido? — repitió. No recibió respuesta. Harry levantó la mirada, atónito. La profesora McGonagall, el profesor Flitwick, Tonks y Lupin lo observaban, indecisos, como si él tuviera que dar el siguiente paso. Pero él no sabía lo que tenía que hacer... ¿Había funcionado? ¿Le quedaba todavía una parte del encantamiento por hacer? — ¿Qué... qué tengo que hacer ahora? — preguntó, vacilante. Se limitaron a mirarle, sin decir nada. Harry los observó, asustado. Se suponía que tenía que ocultar una casa en su mente, no dejar a toda una habitación amnésica o muda... ¿Qué barbaridad había hecho? — ¿No... no os acordáis? — preguntó —. El Encantamiento Fidelio... Pero la profesora McGonagall pareció entenderlo en sólo unos momentos. — Potter — dijo con su habitual tono severo —, ¿dónde estamos?

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— ¿Dónde es...? De repente lo comprendió. No había dejado a la habitación amnésica ni muda. Había funcionado. Él era ahora el Guardián Secreto de la casa... Y sólo él sabía dónde estaban. Era normal que estuvieran desorientados... — De modo que ahora sólo yo... — empezó, impresionado. — ¡Harry! — exclamó Lupin, impaciente. — Sí, claro... Estamos en la sede de la Orden del Fénix. — ¿Y eso está...? — insistió la profesora McGonagall. — En Grimmauld Place nº 12, en Londres — contestó Harry. Al instante, todos los ocupantes de la habitación se relajaron visiblemente. Tonks soltó una risita nerviosa, Lupin sonrió ampliamente, e incluso la profesora McGonagall se permitió el lujo de esbozar una sonrisa tensa. El profesor Flitwick parecía emocionado. — ¡Muy bien, Potter, muy bien! — exclamó —. ¡Lo has hecho estupendamente! — ¿Qué tal te encuentras? — preguntó Lupin, preocupado —. Te he visto caerte y he pensado que... — No... no ha sido nada — contestó Harry —. Sólo la impresión, supongo... — No es fácil esconder algo tan grande en una sola mente — dijo la profesora McGonagall —. No es extraño que te hayas caído. — ¡Pero lo has hecho muy bien! — chilló Flitwick. — Gracias — dijo Harry. Todavía estaba un poco desorientado, pero se alegraba de que todo aquello hubiera terminado. Igual que la Aparición, el Encantamiento Fidelio no le había gustado demasiado... aunque no era desagradable, como la Aparición; simplemente era abrumador. — Bien — dijo Tonks, reprimiendo un bostezo —. Yo me voy a ir a dormir... Mañana me toca guardia en Elephant and Castle, y esas siempre son moviditas. — ¿Mucha actividad mortífaga? — preguntó Harry.

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— No — respondió Tonks —. Mucho bromista suelto, eso es lo que hay en esa zona. Pero Scrimgeour últimamente no me tiene mucho aprecio... Creo que le ha dicho a Gawain Robards que me destine a los sitios menos interesantes —. Sonrió —. Llamar "poco interesante" a Elephant and Castle es no conocer mucho a la gente que se mueve por allí... Supongo que me encontraré con Arthur, todos los días acaba pasando por allí por una cosa o por otra. — Sí — asintió Lupin —. Es una zona conflictiva... Bueno, te acompaño — añadió, y se levantó de la mesa —. Harry, supongo que te quedarás a dormir aquí... — Sí, claro — dijo Harry —. Ya no son horas de ir a ningún otro lado. — Deberías irte a dormir — dijo Lupin —. Estarás cansado... — Espera — intervino la profesora McGonagall —. Quiero hablar contigo antes de que te acuestes. Sé que es muy tarde — dijo al ver la expresión abatida de Harry —, pero no puedo asegurar que pueda venir otro día, y quiero hablar contigo antes de que empiece el curso. Harry, que ya se había levantado, volvió a sentarse. El profesor Flitwick, por el contrario, saltó de su silla al suelo y se dispuso a marcharse. — Buenas noches, Harry — dijo Tonks, bostezando —. Y a ti también, Minerva. — Por cierto, Harry — dijo Lupin, poniéndose un raído jersey encima de la túnica parda — . En tu habitación hay unos documentos de Sirius, creo que, ya que estás aquí, sería mejor que los guardases en el banco, no vaya a ser que se pierdan. — ¿Unos documentos de Sirius? — preguntó Harry, sorprendido —. ¿Qué son? Lupin se encogió de hombros y se dirigió a la puerta. — Ni idea — respondió —. Dumbledore me los dio para que los dejase en la casa, y, como eran tuyos, pensé que lo mejor era que estuvieran en tu cuarto hasta que tú decidieras dónde guardarlos. — Buenas noches, Remus, Nymphadora, Filius — dijo McGonagall. Lupin y Tonks salieron por la puerta de la cocina. El profesor Flitwick se despidió con un ademán jubiloso y se

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Desapareció. La profesora McGonagall soltó un suspiro. — Sí, eso es otra de las cosas que tendremos que arreglar — dijo —. No me gusta que la gente vaya Apareciéndose y Desapareciéndose aquí... En fin. Se giró y miró a Harry directamente a los ojos.

— CAPÍTULO 3 — Hasta que no le quede nadie fiel

Harry sostuvo firmemente la mirada de la profesora McGonagall. Sabía lo que se avecinaba, y no quería mostrar ningún síntoma de inseguridad que pudiera darle a la profesora McGonagall armas para luchar contra su determinación. — Potter — dijo ella, y Harry comprendió que de nuevo había asumido la posición de profesora, jefa y directora —, supongo que habrás recibido la carta en la que informábamos a los

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alumnos que Hogwarts iba a permanecer abierto este curso, a pesar de... — Sí — contestó Harry. — Bien — dijo la profesora McGonagall, mirando a Harry por encima de sus gafas cuadradas —. No he recibido tu lechuza contestando si pensabas ocupar tu plaza o no... — No — dijo simplemente Harry. La profesora McGonagall siguió mirándolo fijamente un buen rato. Finalmente, suspiró. — Lo imaginaba — dijo, y su habitual mirada severa se suavizó un poco —. Potter — añadió —, sé que después de la muerte del profesor Dumbledore ninguno de nosotros nos sentiremos a gusto en Hogwarts... — No se trata de eso — la interrumpió Harry —. No es que no quiera volver a Hogwarts porque crea que no voy a poder soportarlo o algo así, profesora — dijo secamente —. Simplemente no puedo volver. La mirada de McGonagall se hizo más curiosa. — ¿Por qué...? — Ya se lo dije una vez — dijo Harry —. No puedo contárselo. Lo siento. La profesora McGonagall frunció el ceño. — ¿Te refieres a lo que pasó... la noche que murió el profesor Dumbledore? — preguntó en voz baja —. ¿A lo que hicísteis los dos antes de... antes de que...? — Entre otras cosas — contestó Harry —. Pero sí, tiene que ver con eso. — Creo — dijo la profesora McGonagall en tono severo — que ya es hora de que me cuentes todo lo que ocurrió aquella noche, Potter. — ¡No me llame así! — exclamó Harry con fiereza. La profesora McGonagall abrió mucho los ojos, sorprendida —. Deje de llamarme "Potter" — añadió en un susurro preñado de furia —. Así es como me llamaba... como me llamaba... Se calló, incapaz en ese momento de pronunciar el nombre de Snape. La profesora

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McGonagall, sin embargo, pareció comprenderlo, y su voz se suavizó. — Harry — dijo —, comprendo que aquella noche estuvieras un poco... impresionado, por lo que había ocurrido. Todos lo estábamos — se apresuró a añadir al ver que Harry entrecerraba los ojos —. Pero creo que deberías contarme lo que ocurrió... si Dumbledore se dejó una tarea a medias, soy yo la que debo hacerme ahora cargo de ella. — No — respondió Harry para sorpresa de la profesora McGonagall —. No — repitió en voz baja —. Dumbledore no dejó nada a medias... Simplemente comenzó una tarea que debería haber emprendido yo —. Hizo caso omiso de la expresión de asombro de la profesora McGonagall y continuó: — Esa tarea la tengo que terminar yo, profesora. Y el profesor Dumbledore me pidió que no le contase a nadie en qué consistía de modo que mi respuesta sigue siendo la misma. Aguantó estoicamente la mirada penetrante de la profesora McGonagall, sin apartar los ojos. McGonagall lo escrutó unos minutos y después volvió a suspirar. — Supongo — dijo —, que no puedes explicarme por qué tienes que ser tú, y no otro, el que debe terminar la tarea de Dumbledore... — No — repitió Harry, y esbozó una sonrisa triste —. Aunque pensé que, a estas alturas, ya lo habría adivinado todo el mundo... De cualquier forma — se encogió de hombros —, ya le he dicho que la tarea no era de Dumbledore: él simplemente la empezó en mi lugar. Hubo un silencio incómodo, durante el cual el único sonido que Harry podía captar era el crepitar del fuego en el hogar y el correteo distante de algún animalillo detrás del gastado rodapié que recorría la pared de extremo a extremo. — Harry — dijo al fin la profesora McGonagall —. No voy a seguir insistiendo en que me lo cuentes, porque sé que crees que es importante para ti cumplir la promesa que le hiciste al profesor Dumbledore. Eso no significa que esté de acuerdo... — No se trata sólo de cumplir la promesa que le hice al profesor Dumbledore — respondió Harry, negando con la cabeza —. Se trata de que tengo que hacerlo, y tengo que hacerlo yo, y

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nadie más va a hacer lo que es cosa mía. Dumbledore lo hizo porque yo no lo sabía; pero ahora terminar esa tarea depende de mí. — Harry — dijo McGonagall mirándolo fijamente —, no sé de qué estás hablando, y por tanto no puedo decirte que estás en un error, pero... — No lo estoy — la interrumpió Harry —. Fue Dumbledore el que me explicó que era yo el que tenía que hacerlo, y ahora que él ha muerto no me interesa la opinión de nadie más. Lo siento — se disculpó, temiendo haber sido demasiado brusco —, pero esa es la verdad. — Ya — dijo la profesora McGonagall, apretando los labios —. De todo esto, deduzco que la noche que murió el profesor Dumbledore habíais ido a hacer algo relacionado con esa misteriosa tarea que dices que sólo tú puedes llevar a cabo... Harry sonrió levemente. — Sí — admitió, y su sonrisa se congeló al recordar todo lo que había ocurrido aquella noche: el agreste acantilado... la cueva de Voldemort... los aterradores Inferi... y la poción, la poción que Dumbledore había bebido, que él, Harry, había tenido que obligar a Dumbledore a beber —. En parte — susurró amargamente —, el profesor Dumbledore murió a causa de esa... "tarea". Una tarea que era mía — añadió con rabia. — Creía — dijo la profesora McGonagall, enarcando una ceja —, que tú mismo habías dicho que el prof... que Snape había asesinado a Albus... — Sí — asintió Harry reprimiendo la furia que le había asaltado al oír de nuevo el nombre de su ex profesor —. Pero si no... si no hubiéramos ido antes a... a lo que fuimos — sonrió al ver la frustración de la profesora McGonagall —, Draco Malfoy no habría tenido ninguna posibilidad de desarmarlo, ni de retenerlo hasta que llegaron los demás mortífagos... Los labios de la profesora McGonagall temblaron levemente. — ¿Crees que es culpa tuya? — susurró al cabo de unos segundos —. ¿Crees que... que Dumbledore murió por tu culpa?

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Harry guardó silencio. Lo cierto era que aquella pregunta había dado demasiado cerca del blanco... Lo que llevaba carcomiéndolo por dentro desde hacía más de un mes, desde hacía más de un año a decir verdad, era que las últimas muertes que había presenciado le tocaban demasiado cerca. Y no sólo porque los muertos hubieran sido personas muy cercanas a él (Sirius, Dumbledore), sino porque tenía la marcada sensación de que ambos habían muerto por protegerlo a él. Más aún, sus padres también habían muerto por pretegerlo a él. E incluso Cedric Diggory, su antiguo compañero de Hogwarts, había muerto por estar a su lado en el momento equivocado en el lugar equivocado. La profesora McGonagall parecía saber exactamente lo que estaba pensando, porque se enderezo las gafas y lo miró con tristeza. — Harry — dijo en voz baja —. No sé qué estuvísteis haciendo el profesor Dumbledore y tú aquella noche, pero puedo asegurarte que, fuera lo que fuese, él lo hizo voluntariamente... Lo hizo porque quiso — insistió al ver la mueca de Harry —. Probablemente sabía a lo que se arriesgaba al hacerlo... Harry no contestó. Recordaba perfectamente lo que Dumbledore había hecho, según la profesora McGonagall, voluntariamente... Tragó saliva, tratando de arrancarse el recuerdo de la mente. — No quiero... No me obligues... Harry miró directamente el rostro pálido que conocía tan bien, la nariz partida y las gafas de media luna, y no supo qué hacer. — ...no me gusta... quiero parar... — lloriqueó Dumbledore. — No... no puede parar, profesor — dijo Harry —. Tiene que seguir bebiendo, ¿recuerda? Me ha dicho que tenía que seguir bebiendo. Tome... —. Odiándose a sí mismo, sintiendo repulsión por lo que estaba haciendo, Harry obligó a la copa a volver hasta la boca de Dumbledore y la volcó, para que Dumbledore se bebiese el resto de la poción que quedaba dentro.

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— No... — gimió, mientras Harry volvía a bajar la copa hacia la vasija y la rellenaba por él —. No quiero... no quiero... déjame irme... Harry agachó la cabeza y la enterró entre sus manos, tratando por todos los medios de no llorar. Una mano helada le apretaba el estómago. — Todo va bien, profesor — dijo Harry, con la mano temblando —. Todo va bien, estoy aquí... — Haz que pare, haz que pare — lloriqueó Dumbledore. — Sí... sí, esto hará que pare — mintió Harry. Vació el contenido de la copa en la boca abierta de Dumbledore. Dumbledore gritó: el sonido hizo ecos a lo largo de toda la vasta cámara, atravesando el agua muerta y negra. — No, no, no, no, no puedo, no puedo, no me obligues, no quiero... — ¡Todo va bien, profesor, todo va bien! — exclamó Harry a voz en grito, con las manos temblando tan violentamente que apenas pudo levantar la sexta copa llena de poción; la vasija estaba ya medio vacía —. No le sucede nada, está a salvo, esto no es real, le juro que no es real... tómese esto, venga, tómeselo... Y, obedientemente, Dumbledore bebió, como si fuera un antídoto que Harry le ofrecía, pero después de vaciar la copa, cayó de rodillas, temblando incontroladamente. — Todo es culpa mía, todo es culpa mía — sollozó —. Por favor, haz que pare, sé que me equivoqué, oh, por favor, haz que pare y nunca, nunca volveré a... — Esto hará que pare, profesor — dijo Harry, con voz quebrada, mientras vaciaba la séptima copa de poción en la boca de Dumbledore. Una lágrima ardiente rodó por la mejilla de Harry. Sacudió la cabeza. Dumbledore se encogió como si unos torturadores invisibles lo rodeasen; al debatirse, su mano estuvo a punto de tirar la copa nuevamente llena de las temblorosas manos de Harry, mientras lloriqueaba: — No les hagáis daño, no les hagáis daño, por favor, por favor, es culpa

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mía, heridme a mí en vez de a ellos... — Tome, beba esto, beba esto, se pondrá bien — dijo Harry desesperadamente, y una vez más Dumbledore le obedeció, abriendo la boca pese a que mantuvo los ojos fuertemente cerrados y temblaba de la cabeza a los pies. Y cayó hacia delante, gritando de nuevo, golpeando el suelo con los puños, mientras Harry llenaba la novena copa. — Por favor, por favor, por favor, no... eso no, eso no, haré lo que sea... — Sólo beba, profesor, sólo beba... Dumbledore bebió como un niño muerto de sed, pero cuando terminó, chilló de nuevo como si le ardiesen las entrañas. — No más, por favor, no más... Harry levantó una décima copa llena de poción y notó que el cristal arañaba el fondo de la vasija. — Ya nos queda poco, profesor. Bébase esto, beba... Sujetó los hombros de Dumbledore, y una vez más, Dumbledore vació la copa; Harry se levantó de nuevo y rellenó la copa mientras Dumbledore comenzaba a gritar con más angustia que nunca. — ¡Quiero morir! ¡Quiero morir! ¡Haz que pare, haz que pare, quiero morir! — Beba esto, profesor, beba... Dumbledore bebió, y en cuanto terminó chilló: — ¡MÁTAME! Avada Kedavra. La voz de Snape. — Harry — susurró la profesora McGonagall. Harry levantó la mirada desenfocada, tratando de ver a McGonagall entre la humedad que inundaba sus ojos. No se había dado cuenta de que estaba temblando. Tampoco se había dado cuenta de que la profesora McGonagall se había levantado de la silla y había rodeado la mesa hasta ponerse a su lado —. Harry... En un gesto que Harry no recordaba haberle visto nunca a la profesora McGonagall, había posado una mano sobre el hombro, como si intentase consolarlo. La sorpresa apartó de su mente la horrible isla rodeada de Inferi sumergidos en agua negra.

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— Harry — repitió la profesora McGonagall —, no sé qué... — No me lo vuelva a preguntar — la interrumpió Harry, y se pasó bruscamente el dorso de la mano por el rostro. — No... — la profesora McGonagall —. No — repitió con más firmeza —. Ya veo que no estás dispuesto a contármelo... En realidad, Harry — apartó la mano de su hombro y volvió a sentarse —, quería hablarte de otra cosa. Harry no dijo nada. No hacía falta: sabía perfectamente de qué quería hablarle la profesora McGonagall. De hecho, ya lo había insinuado al principio. — Respecto a lo de volver a Hogwarts... — No — dijo Harry tajantemente —. No, profesora. No voy a volver. La profesora McGonagall se puso tan tiesa que parecía que se le fuese a romper la columna. — Potter — dijo, e hizo caso omiso del gesto de Harry —. No acabo de entender muy bien tus motivaciones, y supongo que no me las vas a contar — hizo un gesto elocuente —, porque deduzco que están relacionadas con esa tarea que te encomendó Dumbledore. — No me la encomendó él... — Como sea — le interrumpió la profesora McGonagall con severidad —. De cualquier forma, si no quieres contármelo tendré que esperar hasta que te dés cuenta de que es lo que tienes que hacer. Pero sí creo que deberías reconsiderar tu decisión de no volver a Hogwarts este curso. Harry suspiró. Ya sabía que iban a llegar a aquello. — Profesora — dijo —, si le he dicho que no puedo volver a Hogwarts es porque no puedo. Tengo que... — Sí, ya — dijo severamente la profesora McGonagall —. Tienes que terminar la tarea que comenzó Dumbledore. Mira, Harry — lo miró por encima de las gafas —, como no sé en qué consiste no puedo decirte de qué forma puedes llevarla a cabo. Sin embargo, sí sé que la máxima prioridad de Albus siempre fue mantenerte a salvo, y en Hogwarts podemos...

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— Mantenerme a salvo — repitió Harry con una sonrisa irónica —. Sí, eso es lo que hizo Dumbledore. Mantenerme a salvo. Y, sin embargo — elevó un poco el tono de voz al ver que la profesora McGonagall estaba a punto de interrumpirle —, él mismo fue el que me dijo que esta es mi tarea, y que soy yo el que tengo que hacerla. Y le aseguro, profesora — añadió, mirándola fijamente a los ojos —, que esta misión que tengo puede consistir en muchas cosas y muy variadas, pero no incluye precisamente "mantenerme a salvo". La profesora McGonagall abrió mucho los ojos, asombrada. — ¿Me estás diciendo — preguntó en voz baja — que todo eso que decía El Profeta... todo eso acerca de El Elegido... de que tú... tú...? Harry bajó la mirada y no contestó. El asunto aquel de la profecía era algo que sólo sabían Hermione, Ron y él, ahora que Dumbledore había muerto. Y no tenía ni la menor intención de contárselo a la profesora McGonagall. Ella permaneció en silencio unos instantes, evaluándolo con la mirada. — Y tú crees — dijo McGonagall —, que venir a Hogwarts puede impedir que lleves a cabo esa misión, como tú la llamas... Harry se encogió de hombros. — Desde luego, no me ayudaría en nada — respondió —. Y me haría perder el tiempo. Un tiempo que no quiero perder, y lo siento si soy demasiado franco. No tenía la menor intención de esconderse de nuevo en Hogwarts mientras Voldemort y sus mortífagos seguían asesinando gente. — Harry — la profesora McGonagall utilizó un tono poco habitual en ella, un tono que casi, casi, era amable —, si, como dices, tú eres el único que puede llevar a cabo esa tarea, sea la que sea, entonces mi prioridad, como fue la de Albus, es mantenerte a salvo para que puedas terminarla. Harry chasqueó los labios. — Mantenerme a salvo — repitió —. Pero es que yo no quiero que nadie me mantenga a

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salvo, profesora... — dijo con suavidad —. Ahora mismo lo que quiero no es mantenerme a salvo, lo que quiero es acabar con esto, y acabar con esto cuanto antes. Lo siento — dijo una vez más —, pero estudiar un curso más en Hogwarts no me acerca a ese objetivo, sino más bien todo lo contrario. Quién sabe... — se encogió de hombros —. Si consigo terminarla, y sigo con vida, quizá vaya a verla y le pida que me deje estudiar séptimo más adelante. — Si sigues con vida... — susurró la profesora McGonagall. Harry pensó que la profesora tragaba saliva, y se sorprendió aún más. Últimamente la inflexible McGonagall estaba dando demasiadas muestras de debilidad... Pero un segundo después pensó que se lo había imaginado, porque la profesora retomó su expresión de severidad y volvió a enderezarse las gafas. — Entonces estamos en un callejón sin salida — dijo ella frunciendo el ceño —. Tú no quieres volver a Hogwarts, y yo no puedo permitir que el señor Weasley y la señorita Granger se vayan del colegio antes de terminar sus estudios sólo por seguirte a ti. Harry se quedó en silencio. Ante aquello no tenía respuesta: sabía que la profesora McGonagall tenía razón, porque él mismo llevaba todo el verano pensando exactamente lo mismo. — Intentaré convencerlos para que vuelvan — dijo en voz baja. La profesora McGonagall siguió taladrándole con la mirada. — No servirá de nada — respondió ella al fin —. Creo que en estos seis años he llegado a conoceros a los tres bastante bien, Harry — añadió con una media sonrisa —. Sé que a ellos sí les has contado en qué consiste esa tarea tuya. No te culpo — dijo antes de que Harry pudiera abrir la boca —. Si crees que es tan importante guardar el secreto, supongo que antes de decírselo se lo consultarías al profesor Dumbledore. Y también sé que, si ellos saben que es una misión, como tú has dicho, que consiste en muchas cosas menos en mantenerte a salvo, ellos querrán compartir el peligro contigo. Harry sostuvo su mirada con firmeza. La profesora McGonagall había deducido bien lo que

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ocurría, pero Harry no tenía nada que responder. — No voy a volver a Hogwarts — repitió —. Si puedo convencer a Ron y a Hermione para que vuelvan, lo haré. Pero yo no voy a volver. Al menos, por ahora. — Ya —. La profesora McGonagall levantó la mirada hacia el techo y pareció considerar su respuesta unos minutos. Después, suspiró —. Te propongo un trato, Potter. — ¿Un trato?... — preguntó Harry, sorprendido. — Sí — respondió McGonagall, y volvió a fijar la mirada en los ojos de Harry —. Ahora soy la directora, de modo que puedo hacer tratos con los alumnos si quiero, aunque si se entera el Consejo Escolar probablemente me meteré en un lío — sonrió. Harry sonrió también, pero la suya fue una sonrisa agridulce. Quizás la profesora McGonagall se pareciera más a Dumbledore de lo que él había creído... El anterior director no había tenido ningún reparo en hacer cosas a espaldas del Consejo y del mismísimo Ministerio cuando lo había creído conveniente. — Lo que te propongo — continuó McGonagall — es que vuelvas a Hogwarts... no, espera, déjame terminar — dijo al ver que Harry abría la boca para interrumpirla —. Tú vuelves a Hogwarts con el señor Weasley y la señorita Granger, y yo te doy permiso para salir de allí cada vez que consideres necesario para llevar a cabo esa "misión" tuya. Con el señor Weasley y la señorita Granger, si así lo quieren — añadió —. También te prometo prestarte toda la ayuda que necesites en esa tarea, algo que puede resultarte útil si, como dices, el profesor Dumbledore murió a causa de ella. Sin hacer preguntas — dijo cuando vio que Harry volvía a abrir la boca —. Si era importante para Albus, entonces tendré que confiar en que se trata de algo ciertamente importante. Harry la miró sin parpadear durante unos instantes. — Profesora — dijo al fin —, ¿me está diciendo que si yo desaparezco de Hogwarts con Ron y Hermione usted no va a hacer ninguna pregunta acerca de...? — Sólo te pido — le interrumpió McGonagall — que cuando vayas a salir me lo

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comuniques antes. No para seguiros ni para intentar descubrir lo que hacéis — se apresuró a añadir —, sino para saberlo, Harry, y estar prevenida por si... por si ocurre algo. Aunque los tres seáis mayores de edad, mientras estéis en Hogwarts sois responsabilidad mía —. Suspiró —. Dios sabe lo que diría Molly si supiera que voy a dejar que uno de sus hijos salga a escondidas del colegio para enfrentarse a vaya usted a saber qué... Aunque supongo que el señor Weasley lo haría igualmente, con o sin mi permiso. Harry sonrió. — Sí, supongo que sí — admitió. — De todas formas, Harry — continuó la profesora McGonagall —, quiero que me prometas que procurarás que ni el señor Weasley ni la señorita Granger corran demasiado peligro. Y, ya puestos — añadió —, intenta no exponerte tú tampoco. Ah, y si... si por una casualidad algo sale mal — lo miró fijamente y con firmeza a los ojos —, espero que tengas el suficiente seso como para pedirnos ayuda. De cualquier modo, daré instrucciones a la señora Pomfrey para que no os haga demasiadas preguntas si... bueno, si alguno de vosotros vuelve herido al colegio, ya me entiendes. Harry la observó, boquiabierto. Jamás habría imaginado que la profesora McGonagall, una de las personas más estrictas que había conocido jamás, estuviera dispuesta a darle permiso e incluso ayudarle a quebrantar las normas del colegio. Y precisamente ahora que se había convertido en la directora... — Profesora — dijo —, la verdad es que no entiendo... — No entiendes por qué hago todo esto sólo para que vuelvas a Hogwarts. ¿no es eso? — preguntó McGonagall. Harry asintió —. Bien, verás: pese a que no estoy de acuerdo, tengo que respetar tu decisión de no contarme lo que Dumbledore y tú os traíais entre manos la noche que él murió. También tengo que conformarme con lo que me has contado, eso de que tú eres quien tiene que continuar ahora con esa tarea —. La profesora McGonagall hizo una mueca, como si acabase

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de tragar una cucharada de un jarabe muy amargo —. Sin embargo, soy lo suficientemente inteligente como para darme cuenta de que se trata de algo muy importante y muy peligroso. De modo que, como no quieres decirme en qué consiste para que pueda ayudarte — lo dijo con un tono de recriminación que hizo que Harry desease por un momento meterse debajo de la mesa —, tendré que ayudarte sin saber a qué te estoy ayudando. Y para eso es imprescindible que vengas a Hogwarts. Además — continuó, haciendo caso omiso del sonido de protesta de Harry —, para realizar esa tarea tienes que estar vivo, digas lo que digas. — Profesora... — comenzó Harry, pero ella lo acalló con un gesto terminante. — Harry — dijo frunciendo el ceño —, ya me has dicho que no quieres que nadie te mantenga a salvo ni nada por el estilo. Sin embargo, todos sabemos, tú mejor que nadie, que ahí fuera — hizo un gesto en dirección a la escalera — hay bastante gente que está esperando encontrate solo y desprotegido para acabar contigo. No sólo Quien—Tú—Sabes: también Snape, Bellatrix Lestrange y todos los mortífagos, que son bastantes y bastante poderosos. No te estoy pidiendo que no hagas lo que dices que tienes que hacer: te estoy pidiendo que, en lugar de vivir sabe Dios dónde — hizo un gesto evasivo —, porque los dos sabemos que no vas a vivir en Privet Drive, y no te culpo, y que tampoco vas a quedarte aquí aunque sea tu casa... En lugar de vivir en cualquier lugar, te pido que te vengas a vivir a Hogwarts. Harry no respondió. La idea le atraía, pero ya había tomado la decisión de no volver, de no esconderse, de no descansar hasta haber destruido por completo a Voldemort.... Claro que, si vivía en cualquier otra parte, se expondría a sí mismo, y también expondría a Ron y a Hermione... Y si a ellos les hacían daño por su culpa, por no haber querido volver a Hogwarts, entonces no podría perdonárselo nunca. — Allí — insistió McGonagall —, aparte de completar tu educación mágica, algo que no te va a venir mal sea cual sea tu misión, estarás protegido mientras no estés haciendo esa... tarea. Por lo menos, podrás dormir tranquilo — añadió.

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Harry permaneció en silencio durante lo que le parecieron horas. Por un lado, ir a Hogwarts implicaba perder una libertad y tener que seguir unas normas que podrían dificultarle la búsqueda de los horcruxes. Por otro, si McGonagall le aseguraba que podría salir de allí para buscarlos cuando considerase necesario... Si le ofrecía su ayuda sin hacer preguntas, algo que llegado el caso podía resultarle muy útil... Y si además le ofrecía protección para el día a día, y, lo que era más importante, protección para Ron y Hermione... Y, aún así, volver a Hogwarts sin Dumbledore... — Sin embargo, sólo abandonaré de verdad el colegio cuando no me quede nadie fiel — musitó, ausente, y sonrió. — ¿Cómo? — preguntó la profesora McGonagall, sorprendida. Harry hizo un gesto evasivo con la cabeza, sin dejar de sonreír. De repente, había comprendido una cosa: por dramática y triste que fuera su muerte, la vida de Dumbledore no merecía tantas lágrimas. Venganza, quizás sí: pero, siendo Dumbledore como había sido, ¿no sería más digno recordarlo como quién fue, e intentar seguir adelante con lo que Dumbledore había iniciado en vida? Dumbledore había dedicado su vida a luchar contra las Artes Oscuras... Lo había demostrado no sólo en su enfrentamiento con Voldemort, que había durado casi sesenta años, sino también antes, cuando derrotó al mago tenebroso Grindelwald... Harry recordaba haberlo leído en los cromos de las ranas de chocolate. Volvió a sonreír. Si Dumbledore estuviera vivo, no habría dudado en volver a Hogwarts ese último año. Y ahora, McGonagall le ofrecía toda la libertad que necesitaba para continuar la tarea de acabar con Voldemort, e incluso su ayuda, sin necesidad de desvelar el secreto que Dumbledore había querido que guardase. Bueno... Quizás debería reconsiderar su decisión, aunque sólo fuese porque Ron y Hermione estuvieran a salvo (y a Hermione no le diera un ataque por perderse los ÉXTASIS), y si

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más adelante decidía que era mejor marcharse... bueno, siempre estaba a tiempo de hacerlo. De modo que miró a la profesora McGonagall directamente a los ojos, y asintió. — Comprendes — dijo la profesora McGonagall con severidad —, que lo que estoy haciendo es darte a ti la misma confianza que tenía en Dumbledore, ¿verdad? — Sí, profesora — dijo Harry en voz baja. — Bien — contestó ésta —. Espero no tener que arrepentirme, Potter. Harry no contestó. La profesora McGonagall se levantó de la silla e hizo un gesto de saludo tan seco como era habitual en ella. — Por cierto, Harry... — dijo, antes de marcharse —. Si tenías previsto reunirte aquí con la señorita Granger antes de la boda de Bill y Fleur, será mejor que le digas directamente dónde estás... o no será capaz de encontrarte. Y se desapareció.

Aquella noche Harry cayó dormido encima de su cama sin siquiera quitarse la ropa, y no despertó hasta bien entrada la mañana siguiente, cuando un chillido ensordecedor, agudo, capaz de romper los tímpanos de todo aquel que se encontrase en un radio de doscientos metros a la redonda, le hizo sentarse en la cama, desorientado, sin saber muy bien dónde se encontraba y cómo había llegado allí. — ¡REPUGNANTE SANGRE SUCIA, CÓMO TE ATREVES A VOLVER AQUÍ, A MANCHAR MI PROPIA CASA! ¡MALDITA BASURA, FUERA DE LA CASA DE MIS ANCESTROS! — ¡CÁLLATE, MALDITA BRUJA! ¡QUE TE TENGO YA ABORRECÍAAAA! Harry abrió mucho los ojos. — ¡Hermione! — exclamó, y se levantó de la cama de un salto, corrió hacia la puerta, la abrió de un tirón y salió al pasillo. Cuando llegó al rellano de la tétrica escalera, se asomó para ver

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el recibidor en penumbra. Una figura alta, de la que el rasgo más destacado era una densa mata de pelo castaño, luchaba por cerrar unas pesadas y ajadas cortinas de terciopelo, de donde provenían los desgarradores gritos. Finalmente logró volver a poner la cortina en su sitio, cubriendo el retrato de la madre de Sirius y devolviendo el silencio a la casa. Harry observó cómo se apartaba el pelo de la cara, haciendo un gesto de fastidio, y se enderezaba la camiseta que el forcejeo con la cortina le había torcido hasta límites prácticamente indecentes. Después, levantó la mirada hacia donde él permanecía, sonriente, apoyado sobre la barandilla. — Hola, Harry. — Hola, Hermione — dijo él, y bajó la escalera hasta el vestíbulo para darle un abrazo. Hedwig, su propia lechuza, salió volando del hombro de Hermione con un chillido ultrajado y subió apresuradamente a la habitación de Harry en un planeo ofendido. Harry la observó volar y después de volvió hacia Hermione —. Veo que Hedwig te ha encontrado sin ningún problema... — Sí — contestó Hermione, arrastrando su baúl por el vestíbulo lo más silenciosamente que podía para no volver a despertar a la señora Black —. Me ha despertado a las cinco de la mañana soltando chillidos desde la cocina. Supongo que querría que le diese algo de desayunar, pero a mi madre casi le da un ataque —. Volvió a apartarse el pelo de los ojos con un gesto de impaciencia —. Cuando he leído la carta me he imaginado que habrías... Bueno, en realidad no podía creerlo — dijo en tono de disculpa —, de modo que he venido lo más rápido que he podido... Harry la miró, alarmado. — ¿No habrás dejado la carta...? — La he quemado, por supuesto — respondió Hermione en tono de reproche mientras subían la escalera —. No sabía si era lo que creía que era, pero no me parecía seguro dejarla por ahí circulando, ni siquiera en casa de mis padres. Bueno — se volvió hacia Harry al llegar a la puerta del que había sido su dormitorio y el de Ginny cuando habían estado en aquella casa y dejó

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el baúl apoyado en el quicio de la puerta —, entonces, ¿lo has hecho? — ¿El qué? — preguntó Harry, desconcertado. — El Encantamiento Fidelio, por supuesto — dijo Hermione, mirándolo con ansiedad. — Oh... Sí — se limitó a decir Harry. Hermione soltó un chillido ahogado y lo obligó a entrar en su habitación, cerrando la puerta detrás de él. Después lo miró con los ojos desorbitados. — ¡Harry! — exclamó —. No podía creerlo, aunque cuando he leído la carta en la que me decías que la sede estaba aquí no se me ha ocurrido ninguna otra explicación... ¡Pero ya oíste que el profesor Flitwick dijo que era un encantamiento tremendamente complicado! ¿Cómo lo has conseguido? Tendrías que haberlo practicado durante meses para haberlo conseguido... He leído algo acerca de ese encantamiento y no sólo requiere poder y concentración, sino también... — Bueno... en realidad sí que me costó un poco — reconoció Harry con una sonrisa —. Pero fue el propio Flitwick el que me enseñó... — ¿Cuándo? — preguntó Hermione con el mismo tono ansioso —. Durante el curso no pudo ser, ¿no?... Ron y yo nos habríamos enterado... Y este verano hemos estado casi todo el tiempo contigo... — En realidad — dijo Harry —, ha sido esta noche. Hermione abrió aún más los ojos. — ¿Esta noche? — susurró —. Pero... ¿en una sola noche? Pero... pero... Pero Flitwick dijo... Dijo que era... Ni siquiera él... ¿Y cómo es? — preguntó apresuradamente. Harry soltó una carcajada. Le habría extrañado mucho que Hermione no quisiera saber, antes que nada, cómo se hacía un encantamiento que no conocía. — Es difícil — asintió —. Pero no creo que tú tuvieras tanto problema como yo en hacerlo... A mí me ha costado horas, y he estado a punto de dejarlo unas cuantas... — ¿Horas? — exclamó Hermione —. ¡Pero si es magia avanzadísima! Tendrías que haber

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tardado... — Hermione — la interrumpió Harry —. Sólo nos queda un curso, ¿sabes? Se supone que la magia avanzadísima ya no es "avanzadísima" para nosotros... — Pero esto supera con mucho el nivel normal de embrujo — dijo Hermione —. No está en el nivel del ÉXTASIS, eso seguro... — No — dijo Harry —. Y el Patronus tampoco, y los dos sabemos hacerlo desde hace años. Hermione cerró la boca de golpe, como si hubiera estado a punto de contestar y lo hubiese pensado mejor. Después, volvió a hablar. — Bueno — dijo en un tono un poco más sosegado —. ¿Y cómo es? Harry se lo explicó lo mejor que pudo: la fórmula, el movimiento de varita, la concentración, y la extraña sensación de haberse embutido dentro del cerebro mucha más información de la que era capaz de abarcar. — De modo — dijo Hermione, pensativa, cuando Harry hubo terminado de explicárselo — que al final lo conseguiste pensando en la Aparición... — Sí — contestó Harry —. Es curioso... se supone que son dos encantamientos que no tienen nada que ver. — Bueno — dijo Hermione, sonriendo ampliamente —. Por lo menos Flitwick y McGonagall no tuvieron que amenazarte con un dragón para que lo aprendieras rápidamente... Harry le devolvió la sonrisa. — Vale — continuó Hermione, haciendo giros ausentes con la varita, como si su subconscientes estuviera deseando comenzar a practicar el Encantamiento Fidelio —. Bueno... supongo que por eso estás aquí, y no en La Madriguera, que es donde tenía previsto ir a buscarte hoy... ¡Por cierto! — exclamó, y Harry se sobresaltó. Hermione se tapó la boca con la mano —. ¡Me había olvidado! ¡Muchas felicidades!

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Y plantó un sonoro beso en la mejilla de un Harry muy aturdido. — ¿Felicidades...? Hermione hizo una mueca. — Hoy es tu cumpleaños, ¿recuerdas? — dijo —. Diecisiete... Mayor de edad, y todo eso... — Ah... Sí, claro — respondió Harry. Él también lo había olvidado, con todo lo que había ocurrido la noche anterior —. Gracias... — Tengo una cosa para ti... espera — dijo Hermione, abriendo con dificultad las correas que cerraban su baúl y levantando la tapa. Después de rebuscar un momento en su interior sacó un paquete grande envuelto con un papel azul arrugado. Harry lo cogió, un poco incómodo. — Gracias... —. Abrió el paquete rasgando el papel, y extrajo un libro bastante grueso, con aspecto antiguo y tapas de cuero tan gastadas que la piel se había endurecido y parecía cubierta por una capa de cera y mugre. En la portada podían leerse unas letras góticas impresas en huecograbado, que en algún momento debían haber estado cubiertas por una pátina dorada, pero de las que sólo quedaba el hueco en el cuero: Grandes Maleficios de la Época Actual, y el nombre del autor, Urquhart Rackharrow. — Ese nombre me suena... — dijo Harry, volviendo el libro entre sus manos. — Vimos su retrato en San Mungo, ¿recuerdas? — respondió Hermione —. Cuando fuimos a visitar al padre de Ron. Fue el inventor de la Maldición Expulsaentrañas. No el padre de Ron, claro: Urquhart Rackharrow. Harry levantó la mirada, sorprendido. — Hermione, ¿me has regalado...? — Sí — contestó ella, clavando la mirada en él, desafiante —. Creí que no estaría de más que conocieras algunos de los trucos más sucios que los mortífagos pueden utilizar. Estoy segura de que este libro es uno de los libros de cabecera de los amantes de las Artes oscuras... o que ha servido de inspiración para muchos magos tenebrosos. Harry no pudo evitar esbozar una sonrisa.

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— Creía que me habías dicho que no estaba bien luchar contra ellos con sus propias armas... ¿No fuiste tú la que se horrorizó cuando utilicé magia tenebrosa contra Malfoy? ¿No te has pasado todo un año diciéndome que dejase de utilizar el libro del Príncipe Mestizo? — Y tenía razón — dijo ella sin inmutarse —. Además, no es lo mismo. Yo no te estoy diciendo que te aprendas estos hechizos, sólo quiero que les eches un vistazo para saber contra qué vas a tener que luchar cuando te enfrentes a Voldemort. — Supongo que Voldemort, igual que Snape, habrá inventando sus propios hechizos tenebrosos, sin necesidad de recurrir a los inventos de un mago medieval con problemas de adaptación. De cualquier forma, muchas gracias — añadió, al ver que el ceño de Hermione se acentuaba aún más —. Seguro que me resultará muy útil. — De nada — dijo ella, y arrastró su baúl hasta dejarlo junto a una de las dos camas que ocupaban casi todo el espacio disponible en la habitación. Se sentó sobre la colcha color tierra, y levantó la mirada hacia él —. Bueno — dijo —, ¿cuándo me lo vas a decir? Harry se quedó desconcertado. — ¿Decirte el qué? — preguntó. — Que vamos a volver a Hogwarts. Harry abrió tanto la boca que estuvo a punto de desencajársele la mandíbula. La miró fijamente, anonadado. Después, sacudió la cabeza. — En serio, Hermione — dijo, esbozando una media sonrisa —. Deberías haberte especializado en Adivinación. — No se trata de Adivinación, se trata de Lógica — dijo ella, sonriendo a su vez —. Me imagino que McGonagall tendría unas palabritas contigo ayer, aprovechando que te tenía aquí para convertirte en el Guardián Secreto de la casa, y de la Orden. — Sí — asintió Harry —. Pero, ¿cómo has adivinado lo que le había contestado? — Porque ni siquiera tú serías capaz de rechazar una oferta de protección como la que

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McGonagall te habrá hecho — dijo ella simplemente. Harry soltó una carcajada. — De verdad que a veces me das miedo, Hermione — dijo. Después se encogió de hombros —. Bueno, pues sí. He aceptado. Hermione le lanzó una mirada perspicaz. — ¿Por ti? — preguntó —. ¿O por protegernos a nosotros? — En parte, por las dos cosas — admitió él —. Ya tenía pensado intentar convenceros de que volviérais a Hogwarts este curso... Pero McGonagall me ha hecho "una oferta que no podía rechazar". Hermione soltó una risita. — Dicho así — comentó —, parece como si te hubiera amenazado con meterte en la cama la cabeza de tu caballo favorito... — Mi caballo favorito es una Saeta de Fuego — dijo Harry haciendo una mueca —, así que la amenaza no habría tenido mucha fuerza, la verdad. No — continuó —, me ha ofrecido utilizar Hogwarts como base de operaciones, por decirlo de alguna manera. Me ha dado permiso para que salgamos de allí cuando queramos, siempre que se lo comuniquemos antes. — ¿En serio...? — Hermione parecía muy sorprendida —. No me parece algo propio de McGonagall... — A mí tampoco — Harry volvió a encogerse de hombros —, pero eso es lo que me ha dicho. También se ha ofrecido a ayudarme sin hacer preguntas, y me ha asegurado que la señora Pomfrey tampoco las hará si... bueno, ya sabes — terminó, inseguro. Hermione permaneció en silencio unos segundos, con el ceño fruncido, como si estuviera evaluando la situación. Después, suspiró. — Bien — dijo —, supongo que McGonagall ha comprendido que era la única manera de que volviéramos a Hogwarts este curso. Es evidente que quiere mantenerte a salvo por encima de cualquier otra cosa, y que ha visto que la única forma era dándote permiso para quebrantar las

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normas. Si no, era obvio que no ibas a regresar... y nosotros tampoco — añadió, desafiante —. Y, como los tres somos mayores de edad, ya no puede obligarnos nadie a volver al colegio... Así que ha tenido que negociar. Muy inteligente por su parte — dijo, con la mirada fija en la pared que había frente a ella —, apelar a esa manía tuya de proteger a los demás, para conseguir protegerte a ti... Creo que McGonagall va a ser una buena directora. Harry se ruborizó. — No era necesario que me echases en cara otra vez eso de que "me gusta hacerme el héroe", Hermione — dijo, mortificado. — ¿Qué...? Oh... No — dijo Hermione rápidamente —. No me refería a eso... Quería decir que... — Déjalo, Hermione — dijo Harry, cansado. En ese momento se arrepentía de haber aceptado la propuesta de McGonagall. Hermione tenía razón: más que por estar él mismo a salvo, lo había hecho porque Ron y Hermione corrieran el menor riesgo posible. Igual que había dejado a Ginny. Igual que había ido a salvar a Sirius al Departamento de Misterios aquella noche... — De cualquier forma — dijo Hermione, ignorando al parecer de forma deliberada la petición de Harry —, has hecho bien en aceptar, Harry. Mientras buscas... mientras buscamos esos Horcruxes — se corrigió —, no estará de más que podamos contar con un lugar seguro para resguardarnos... Por lo menos podremos dormir tranquilos. Harry sonrió amargamente. — Has empleado las mismas palabras que McGonagall — dijo. — Sí, bueno — Hermione hizo un gesto evasivo —, en ese caso estoy de acuerdo con ella. Y, además, las clases pueden enseñarnos algo que más adelante nos sea útil. — Sí — admitió Harry. No podía evitar estar de acuerdo con ambas, McGonagall y Hermione. Sin embargo, había algo en Hogwarts con lo que no deseaba enfrentarse... y, pese a que se decía a sí mismo que se trataba del recuerdo de Dumbledore, que no quería volver al colegio sin

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él, lo cierto era que, en su interior, sabía que lo que no quería era compartir un curso más con Ginny. No podía arriesgarse a verla a todas horas en la sala común, en el Comedor, en los entrenamientos de Quidditch, por los pasillos... porque temía no ser lo suficientemente fuerte como para mantener su decisión. — Bueno — continuó Hermione sin inmutarse por el gesto sombrío que había hecho Harry —, ¿has pensado en cómo vas a empezar a buscar esos Horcruxes? Harry hizo un gesto de impaciencia. — Por el amor de Dios, Hermione — dijo —, hace sólo dos días que no te veo... ¿Cómo se me iba a ocurrir algo en tan poco tiempo? Por cierto, no te he preguntado por el entierro de tu abuela... — añadió, un poco avergonzado. Hermione, sin embargo, hizo un gesto de impaciencia. — Eso no importa ahora — dijo —. Fue como todos los entierros, ya te lo imaginas. — Sólo he ido a un entierro en mi vida — musitó Harry tristemente. Hermione, sin embargo, le ignoró. — Bien — dijo enérgicamente —, creo que deberíamos ponernos a ello inmediatamente. Tenemos poco tiempo antes de volver a Hogwarts, y tenemos que ir a La Madriguera unos días, así que no tenemos mucho tiempo para descubrir algo antes de ir a Hogwarts. Aunque podamos salir de allí cuando queramos, no creo que debamos abusar mucho de la permisividad de McGonagall. Además, una vez fuera de Hogwarts estaremos totalmente desprotegidos, así que no debemos entretenernos... — Estamos fuera de Hogwarts, Hermione — dijo Harry frunciendo el ceño. — Sí, pero aquí estamos seguros, ¿no? — respondió ella —. Mientras tú seas el Guardián Secreto, nadie puede encontrarnos aquí. — Excepto McGonagall, Flitwick, Tonks y Lupin — le corrigió él —. Y el resto de la Orden: supongo que tendré que decirles a todos dónde está la Sede, ahora que Dumbledore está

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muerto y la casa está encerrada en mi cabeza. Pero que me ahorquen si pienso decírselo a Mundungus — añadió, entrecerrando los ojos con ira. — No, claro — asintió Hermione, mirándolo con simpatía —. Probablemente seguiría vendiendo toda tu vajilla en el rastrillo de los martes... — Otro que no se merecía la confianza de Dumbledore — escupió Harry en tono venenoso. — Harry — Hermione se puso seria de repente —, no irás a comparar a Snape con Mundungus... — No, claro que no — dijo él con voz engañosamente suave —. A Snape pienso matarlo en cuanto se me ponga delante; a Mundungus sólo tengo intención de hacerle mucho, mucho daño. Hermione lo miró, vacilante, como si no supiera si estaba bromeando o no. Sonrió tímidamente, decidiendo, al parecer, que era lo primero. Mejor, pensó Harry; porque no quería que Hermione supiera por el momento que no bromeaba en absoluto. — Bueno... — Hermione carraspeó, y su rostro dejó traslucir claramente que deseaba cambiar de tema lo antes posible. O, al menos, dejar a un lado a Snape y a Mundungus —. Entonces... ¿no has pensado en algún sitio donde Voldemort pueda haber escondido sus Horcruxes? — No — negó Harry, sombrío —. Ya te lo he dicho: Dumbledore tardó meses, incluso años, en encontrar esos dos Horcruxes, el anillo y el medallón. No tengo ni idea de dónde pueden estar los demás. Bueno, en realidad no tengo ni idea tampoco de dónde puede estar el verdadero medallón — añadió. — Bien — Hermione parecía más animada y enérgica de lo que Harry, con su estado de ánimo sombrío, pensaba que era decente —. Quizás los de la Orden puedan decirnos algo de R.A.B... No hace falta que les expliquemos nada — se apresuró a añadir al ver que Harry fruncía el ceño —, pero podemos preguntárselo, ¿no?... — En último caso, siempre se lo puedo preguntar a McGonagall — dijo Harry

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encogiéndose de hombros —. Estoy convencido de que Dumbledore lo habría sabido, si hubiera llegado a leer esa nota. Quizás ella lo sepa... — Puede ser — contestó Hermione, aunque Harry pensó que había cierto escepticismo en su voz —. Bueno, dentro de una semana es la boda de Bill y Fleur. Podemos aprovechar para preguntarles a los de la Orden si saben algo de R.A.B., o si saben algo de la vida de Voldemort que Dumbledore no te haya contado. — Vale — aceptó Harry sin muchas ganas. No creía que los de la Orden pudieran saber algo que a Dumbledore se le hubiera escapado, pero por preguntar no se perdía nada. — Aunque creo — continuó Hermione — que también deberíamos aprovechar para intentar descubrir el paradero del séptimo Horcrux, porque a la larga vamos a necesitar saberlo, y quizás más adelante sea más peligroso hacer indagaciones. — ¿Qué séptimo Horcrux? — preguntó Harry, frunciendo el ceño. Hermione lo miró, exasperada. — Voldemort — dijo simplemente. — Ah... No se le había ocurrido, pero Hermione tenía razón: Voldemort habría protegido muy bien sus Horcruxes, y los habría escondido de forma que fuese casi imposible encontrarlos, pero Harry contaba con una ventaja: Voldemort no imaginaría que nadie supiera siquiera que existían, por lo que Harry, al buscarlos, no se encontraría con el mismo Voldemort o alguno de sus mortífagos protegiéndolos. Por lo que él sabía, ni siquiera los mortífagos conocían ese secreto: que su señor había dividido su alma en siete... Sin embargo, el mismo Voldemort, a quien Harry debía destruir en último lugar si quería acabar con todo aquello, estaría muy bien escondido... Y no sólo eso, sino que también estaría protegido por sus mortífagos, y por su propio e inconmensurable poder. Y, si Harry conseguía destruir el resto de los Horcruxes, podía ser que Voldemort se diese cuenta, en cuyo caso su misión se haría mucho más peligrosa que cualquier otra cosa a la que Harry se

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hubiera enfrentado antes. — Además — se dijo, aunque Hermione lo escuchó con atención —, para encontrar a la serpiente tengo que encontrarle a él... — Exacto — dijo Hermione —. Creo que también podríamos intentar averiguar si los de la Orden saben dónde se esconde Voldemort. — De acuerdo, pero no lo creo — dijo Harry —. Si lo supieran, ya se habrían enfrentado a él en alguna ocasión, ¿no? — Puede ser — Hermione se encogió de hombros —. Aunque también es posible que estén esperando el momento adecuado. — ¿El momento adecuado? — preguntó Harry, enojado —. ¿Para qué? ¿Para que se canse de matar gente y pillarlo desprevenido? — No lo sé, Harry — dijo Hermione pacientemente —. Pero no está de más preguntarlo, ¿no crees? Harry chasqueó la lengua y asintió de mala gana. — De todas formas, Harry — continuó Hermione —, sí que hay algo que tienes que hacer antes de que vayamos a la boda de Bill y Fleur. Algo que vas a necesitar si quieres pasarte todo el curso saliendo y entrando de Hogwarts y recorriéndote toda Inglaterra. — ¿Ah, sí? — preguntó Harry, curioso —. ¿Y qué es? — Tienes que sacarte el carné de Aparición — sentenció Hermione.

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— CAPÍTULO 4 — Aparición

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— Bienvenidos al Ministerio de Magia — dijo una gélida voz de mujer —. Por favor, digan sus nombres y el motivo de su visita. — Er... Harry Potter. Vengo a hacer el examen de Aparición... — Hermione Granger — dijo Hermione a su lado, mirando hacia las acristaladas paredes de la cabina tenefónica como si desease que la fría e indiferente mujer se dignase aparecer para enfrentarse con ella cara a cara —. Vengo a acompañarlo. — Gracias — dijo la voz de mujer —. Visitantes del Ministerio, cojan la chapa y colóquensela en la ropa en un lugar visible —. Un tintineo metálico surgió de la ranura del cambio del teléfono. Harry cogió la suya: como en las otras dos ocasiones que había entrado al Ministerio de Magia, se trataba de una chapa cuadrada de plata, que esta vez tenía grabadas las palabras: Harry Potter, examen de Aparición. La de su compañera, a la que pudo echar un vistazo mientras se la prendía de la solapa de la chaqueta, decía: Hermione Granger, apoyo moral. En cualquier otro momento se habría reído, pero no en esta ocasión: le daba la impresión de que, si soltaba una carcajada, se le iba a salir el páncreas por la boca. Hacía tiempo que no estaba tan nervioso: probablemente desde la primera vez que entró en el Ministerio de Magia, cuando se enfrentó a un juicio frente a todo el Wizengamot y a la posibilidad de que lo expulsasen de Hogwarts. — Visitantes del Ministerio, tendrán que someterse a un cacheo y entregar sus varitas mágicas en el mostrador de seguridad, que se encuentra al final del Atrio. La cabina telefónica se hundió en el suelo del callejón donde se alzaba, sin que los tres muggles que hacían cola para llamar por teléfono (y que, al parecer, no se habían dado cuenta de que los cables del auricular estaban arrancados) diesen muestras de notarlo. Se encogió de hombros, nervioso, mientras veía a través de los cristales cómo la tierra se alzaba para envolver el asfixiante y reducido habitáculo. Un minuto después la cabina, Hermione y él emergieron en el

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luminoso Atrio del Ministerio de Magia. Estaba tal cual lo recordaba, como si la última vez que estuvo allí no hubiera visto cómo destrozaban la sala entera (y contribuído a ello, todo había que decirlo). El larguísimo vestíbulo seguía teniendo el mismo suelo de madera pulimentada, los mismos paneles de chapa de madera, las mismas chimeneas a ambos lados para que los magos y las brujas que trabajaban allí o tenían que visitarlo por cualquier motivo entrasen y saliesen. Incluso la Fuente de los Hermanos Mágicos permanecía en mitad del Atrio, intacta, con sus cinco figuras como nuevas y sus cinco chorros de agua cayendo alegremente sobre la pila. Nada parecía señalar que allí se hubiera desarrollado una lucha a muerte. Nada mostraba señales de que allí hubieran luchado dos hombres que ahora estaban muertos... El nudo que sintió en el estómago al pensar en Sirius y en Dumbledore se unió al que ya sentía en el resto de su aparato digestivo y en otros muchos órganos de su cuerpo que no sabía muy bien para qué servían, y Harry temió vomitar en la pileta donde se suponía que tenía que echar un donativo para el Hospital San Mungo. Tragó saliva mientras Hermione y él se dirigían hacia una mesa, detrás de la cual se sentaba el mismo mago vestido de color azul eléctrico y mal afeitado que le había registrado la primera vez. Eric, recordó que se llamaba. Con el mismo gesto de aburrimiento, Eric levantó una varilla larga y dorada y recorrió con ella los cuerpos de Harry y de Hermione, que apretaba los labios como si aquella operación le recordase demasiado a Argus Filch. Después les pidió las varitas, y las dejó caer, una detrás de la otra, sobre la curiosa balanza de un solo brazo, que vibró y soltó dos pequeños pedazos de pergamino. Eric los cogió y los leyó detenidamente. — Mmmm... — dijo, y miró a Harry con los ojos entrecerrados —. Sí, esta varita ya ha entrado otra vez en el Ministerio, ¿no?... Acebo, veintiocho centímetros, núcleo central de pluma de fénix, seis años en uso. — Sí — asintió Harry, alargando la mano para que le devolviese la varita. El mago de

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seguridad se la dio con el ceño fruncido y estudió el segundo pergamino. — Madera de parra, treinta centímetros, núcleo central de nervios de corazón de dragón, también en uso desde hace seis años. ¿Es correcto, señorita? — Así es — respondió Hermione. Eric asintió y le devolvió la varita; después clavó los dos trozos de pergamino en un pinchapapeles de latón. — Que tengan un buen día — dijo —. Y, señor Potter... Harry, que ya había hecho ademán de marcharse, dio media vuelta y lo miró. El mago de seguridad sonrió, burlón. — Todos tenemos mucha fe en que El Elegido acabe con El—Que—No—Debe—Ser— Nombrado — dijo en un susurro —, pero, por favor, no cause más destrozos en el Ministerio cuando sea mi turno. Todavía no he conseguido que me retiren la suspensión de sueldo. Harry le devolvió la sonrisa. — Veré qué puedo hacer — respondió, y se alejó, seguido de Hermione, hacia los ascensores. — Harry — susurró Hermione, apremiante —, ¿qué has hecho? — ¿Qué he hecho? — preguntó Harry. — ¡Te ha faltado decirle que sí que eres El Elegido! — exclamó ella. Harry se encogió de hombros. — Qué va — dijo, mientras entraba en el vestíbulo más pequeño que salía del Atrio, donde se alineaban una veintena de ascensores —. Ese tío no se entera de nada, no te preocupes. Y, de cualquier forma — añadió —, ahora mismo tengo cosas más importantes que... — ¡Harry, esto es sólo un estúpido examen de Aparición! ¡Lo que le has dicho a ese hombre es mucho más importante! Harry se detuvo frente a uno de los ascensores y la miró, exasperado. — Mira, Hermione — dijo en un susurro, para evitar que los magos y brujas que hacían

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cola delante de ellos le oyesen —, no le he dicho nada, así que no puede interpretar nada de mis palabras. Además, me da igual. Nadie iba a creerle en caso de que fuera por ahí diciendo tonterías sobre que yo he reconocido que soy El Elegido. Y ahora déjame que me concentre en lo enfermo que me encuentro, por favor. Hermione sonrió. — No tienes por qué ponerte nervioso — dijo, aunque, por la mueca que hizo, Harry estaba seguro de que sólo había postpuesto el tema de Eric —. Lo harás bien, ya lo verás... Sólo recuerda las tres... — Estoy hasta las narices de las malditas tres "Des" — dijo Harry abruptamente —. Lo único que quiero es quitarme de encima este maldito examen de una vez por todas. Hermione tenía razón: no tenía por qué ponerse nervioso, sabía Aparecerse perfectamente e incluso en una ocasión había transportado cientos de kilómetros a otra persona... a Dumbledore. El nudo de su estómago volvió a transformarse de nervios en pesar y tristeza en apenas un segundo. Apretó los labios y dirigió una mirada determinada en dirección al ascensor que acababa de aterrizar frente a él. Cuanto antes hiciera el examen, antes se libraría de él. Entró en el ascensor, y él y Hermione se apretujaron contra una pared, mientras lo que parecían ser cientos de personas luchaban por hacerse con un hueco en el cubículo. Una mujer regordeta que le daba la espalda se echó hacia atrás y lo aplastó contra la pared forrada de madera. Harry soltó un quejido, y la mujer se dio la vuelta, sorprendida de ver a alguien detrás de ella. A primera vista, parecía estar muy poco acostumbrada a las aglomeraciones de ese tipo, como si pocas veces hubiera subido en un ascensor. A segunda vista, llevaba una horrible túnica de color malva y una toca de punto acabada en unos largos y esponjosos flecos. A tercera vista, Harry descubrió que odiaba toda su persona, desde el lazo negro que adornaba sus rizos grisáceos hasta los pequeños pies enfundados en zapatos planos. Y no sólo porque acabara de aplastarle todos los órganos del cuerpo. Inconscientemente, se frotó el dorso de la mano derecha.

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— Vaya, vaya... — dijo la mujer con una aborrecible voz infantil y una amplia sonrisa —. Señor Potter... Qué alegría verle por aquí. Harry sintió que una oleada de furia y asco le inundaba por dentro, haciéndole olvidar todo el nerviosismo y el dolor que sentía segundos antes. A pesar del zumbido que provocaba en sus oídos toda la sangre de su cuerpo, que había decidido subir hasta su cabeza, pudo oír los murmullos que recorrían todo el ascensor, susurrando su nombre, e incluso escuchó a un hombre musitando en dirección a la mujer que tenía al lado: — Debe haber venido a ver a Scrimgeour... Seguro que es por algo relacionado con Ya—Sabes—Quién. Sonrió fríamente. Si aquella gente supiera lo que había venido a hacer en realidad... Aunque debería haberlo pensado antes. Al acudir al Ministerio aquella mañana, en realidad le había seguido el juego a Scrimgeour. Se encogió de hombros. Cuando le viera, quizá le pediría una comisión. — Profe... señora Umbridge — dijo, haciendo un burlón énfasis en el título corregido —. Veo que está ascendiendo en el Ministerio... lo digo por el ascensor — añadió socarronamente. Una mujer bajita que había a pocos centímetros soltó una risita tonta. Umbridge, por el contrario, dejó de sonreír. — Veo que sigue teniendo un problema con la lengua, señor Potter — dijo dulcemente, en un tono que Harry había aprendido a reconocer como señal de peligro —. No debería hablar así a nadie... y menos a mí. La sonrisa de Harry se ensanchó, mientras los murmullos aumentaban de volumen en el ascensor. La voz fría de mujer dijo: — Séptima planta, Departamento de Deportes y Juegos Mágicos, que incluye el Cuartel General de la Liga de Quidditch de Gran Bretaña e Irlanda, el Club Oficial de Gobstones y la Oficina de Patentes Descabelladas. Se abrieron las puertas, pero no salió nadie. Entraron un par de personas, y, aún así, el ambiente en el ascensor no experimentó el más mínimo cambio. Todas las miradas estaban fijas en

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Harry, que a su vez miraba con desprecio y odio a Umbridge. — Ahora todo el mundo sabe cómo es usted — dijo en un susurro tenso, haciendo caso omiso del pisotón de advertencia que le propinó Hermione —. Todo el mundo sabe lo estrecha de miras que es, y lo cerca que estuvo de ayudar a Voldemort a vencer en esta guerra. El Profeta lo publicó. Y, por lo que veo — hizo un gesto que abarcaba el ascensor —, aquí, en el Ministerio, también se han dado cuenta... Ya no es la subsecretaria del Ministro, ¿verdad...? El rostro de Umbridge se contorsionó en una mueca de rabia. Harry soltó una carcajada breve y seca. — Si quiere volver a tener ese poder que tan mal supo utilizar — dijo, apretando los dientes —, tendrá que unirse a Voldemort. — ¡Cómo te atreves...! — ¿Que cómo me atrevo? — exclamó Harry, furioso, apretando los puños —. ¡Lo único que le faltó la última vez para servir completamente a sus propósitos fue tener la Marca Tenebrosa! ¿Por qué no va a ver a Voldemort y le pide que se la tatue? ¡Así por lo menos no tendría que buscar excusas para utilizar las Maldiciones Imperdonables! Umbridge parecía a punto de lanzarse sobre Harry. Los ocupantes del ascensor ya lo murmuraban: hablaban en voz alta, intercambiando opiniones acerca del enfrentamiento que tenía lugar ante sus ojos. La mayoría, según oyó Harry, estaban a favor de El Elegido. No le importaba en absoluto. Permaneció inmóvil, con la mano en el bolsillo, acariciando su varita, esperando, implorando, que Umbridge se atreviera a atacarlo. — Sexta Planta, Departamento de Transportes Mágicos, que incluye la Red Flu, el Consejo Regulador de Escobas, la Oficina de Trasladores y el Centro Examinador de Aparición. — Harry, vámonos — musitó Hermione en su oído, y notó cómo su mano le agarraba el brazo y tiraba de él —. Vámonos... Todavía mirando fijamente a Umbridge, Harry se dejó arrastrar fuera del ascensor. La reja

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se cerró con un chirrido metálico, y el ascensor, llevándose a Umbridge rodeada de gente que murmuraba contra ella en favor de Harry, descendió entre fuertes traqueteos y sacudidas. Harry se mordió el labio, frustrado. Después, una vez el estruendo del ascensor se desvaneció bajo sus pies, se encogió de hombros una vez más, y sonrió. Al menos, el encuentro con Umbridge había servido de algo: ya no estaba nervioso, y tampoco sentía nada que no fuera rabia al verla trabajando todavía en el Ministerio. Habían salido a un amplio corredor pintado de blanco y flanqueado de puertas de madera, sobre las que, escrito en placas de latón, se leía, por ejemplo, Dirección General de Tráfico Aéreo, Oficina de Mantenimiento de la Red Flu, Autorización de Establecimiento de Trasladores, o Control de Vehículos Sin Catalogar (debajo de esta placa había una fotografía de la que salía y entraba a toda velocidad el Autobús Noctámbulo). Se detuvieron al fondo del pasillo, junto a un amplio mostrador sobre el que se leía un cartel: Centro Examinador de Aparición. Admisión de Solicitudes. Una bruja delgada que se pintaba las uñas con la varita levantó apenas la mirada hacia ellos, y desenrrolló un pergamino. — ¿Nombre? — preguntó. — Este... — dijo Harry. — Harry James Potter — respondió Hermione. La bruja levantó la mirada. — Tienes nombre de chico, querida — dijo, y se rió fuertemente de su propio chiste —. Bien... Harry James Potter. ¿Edad? — Diecisiete años — respondió Harry esta vez. La bruja levantó la mirada por tercera vez y la clavó en Harry, enarcando una ceja. — ¿Ya? — preguntó, estudiándolo de arriba a abajo —. Caramba, cómo pasa el tiempo... Pero claro, cada año pasa un año. — Muy inteligente — susurró Hermione, mordaz. La bruja la ignoró, con la mirada fija en Harry.

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— Diecisiete años... Has cambiado, Harry Potter — dijo crípticamente. Harry se sorprendió. — ¿Nos conocemos? — preguntó, alarmado. La bruja soltó una rista aguda. — Todo el mundo conoce a Harry Potter — dijo —. Sí... Todo el mundo conoce a El Elegido. Bien... ¿Has venido a examinarte de Aparición? — Creía que eso era obvio — masculló Hermione, pero en voz tan baja que la bruja no la oyó. — Has llegado justo a tiempo — continuó la bruja, sonriendo —. En el Ministerio hacemos un examen cada día, y el siguiente... — ¿Cada día? — se extrañó Harry —. Pero... — Sí, el examen que se realiza en Hogsmeade en abril sólo tiene lugar una vez al año, porque los alumnos de Hogwarts no pueden salir del centro para venir a examinarse más que en verano... El Comité de Estudio de las Necesidades del Transporte está debatiendo la posibilidad de realizar otro examen en Hogsmeade al final del otoño, para que los alumnos de Hogwarts que no hayan cumplido los diecisiete el treinta y uno de agosto pero lo hagan antes del invierno no tengan que esperar hasta mediados de abril... — Ya podrían haberlo pensado antes — susurró Hermione —, eso me habría ahorrado tener que aguantar las clases con Twycross. — ...pero claro — siguió la bruja —, eso implicaría tener que colocar a otro monitor ministerial de Aparición al principio del curso escolar, y entonces los alumnos que hubiesen repetido curso se quejarían... — Er... sí, claro — dijo Harry, desconcertado. Hermione carraspeó. — Perdone — dijo —, ha dicho que habíamos llegado justo a tiempo...

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— Oh, sí, querida — contestó la bruja, echándose hacia atrás los bucles castaños —. Disculpa —. Desenrrolló otro trozo de pergamino —. ¿Tu nombre es...? — No, no, yo ya tengo el carné — dijo Hermione, y señaló la chapa que llevaba prendida de la chaqueta —. Sólo vengo de... — bajó la mirada y la leyó —. Ah, sí. Apoyo moral. — Oh — respondió la bruja, incrédula —. Bien. En ese caso tendrás que esperar fuera... Tú entra, Harry — dijo, señalando una puerta que había detrás de ella —. El examen empieza a las diez. Tienes a quince personas delante, pero si tienes mucha prisa — le guiñó un ojo —, puedo colarte... — No, gracias — dijo Harry, mirando aprensivamente en dirección a la puerta cerrada. Dirigió una mirada nerviosa hacia Hermione, y ella le sonrió. — Mucha suerte, Harry... — dijo. Harry tragó saliva, abrió la puerta y entró.

— ¿Lo ves, como no era tan difícil? — exclamó Hermione, sonriente, una hora después, mientras esperaban a que la bruja terminase de rellenar la licencia de Aparición que Harry acababa de conseguir. — Ya... Bueno, ya lo había hecho — musitó, y, al ver que la bruja levantaba la cabeza, añadió: — Cuando Twycross nos daba clase conseguí Aparecerme dentro del aro de madera un par de veces... — ¿Quieres que en tu carné ponga que has aprobado el examen con la nota máxima, querido? — preguntó la bruja, sonriente. — No hace falta, gracias — respondió Harry apresuradamente —. ¿Los carnés suelen decir la nota que has sacado en el examen? — Cuando es la nota máxima, sí — dijo la bruja, y mojó la pluma en el tintero —. Pero es opcional, claro... ¿quieres?

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— Me da igual — contestó él —. No creo que vaya a ir por ahí enseñando el carné a la gente... — Oh, bueno — dijo la bruja —, pero si te detienen los de la Brigada de Vigilancia de la Aparición, puedes ahorrarte una multa si comprueban que aprobaste con la nota máxima... Aunque con un nombre como el tuyo — le guiñó el ojo de nuevo —, no creo que vayas a necesitarlo. Por cierto, ¿quieres que ponga "Harry Potter", "Harry James Potter" o "El Elegido"?... Los ojos de Harry se desorbitaron de horror, pero Hermione intervino rápidamente, conteniendo a duras penas una sonrisa. — Limítese a poner su nombre real, por favor — dijo. La bruja la miró con el ceño fruncido, y bajó la vista de nuevo hacia el pergamino. — Harry... James... Potter — pronunció lentamente mientras escribía. — Perdone — dijo Harry al cabo de unos segundos —, pero... ¿Por qué iba a multarme la Brigada de Vigilancia de la Aparición? Quiero decir, si ya tengo el carné... La bruja sonrió, burlona, y chasqueó la lengua. — Vaya... De modo que tú también te has presentado al examen sin leerte el Código de la Aparición — dijo —. Bueno, verás: pueden multarte si te escindes o te Apareces dentro de un objeto sólido y la Brigada de Reversión de Accidentes Mágicos comprueba que estabas bajo la influencia del alcohol... También pueden multarte si intentas Aparecerte en un lugar protegido expresamente contra la Aparición, como Hogwarts, por ejemplo... La Aparición En Paralelo es ilegal excepto en casos de peligro extremo, y sólo se permite practicarla con menores de edad, impedidos, ancianos o enfermos. — ¿Y si una persona no tiene el carné? — preguntó Hermione, evidentemente pensando en Ron. Harry bajó la mirada, intentando no ruborizarse al pensar que ya había infringido el Código tres veces antes incluso de tener el carné. La bruja se encogió de hombros. — Según el Código, no se puede practicar la Aparición En Paralelo con mayores de edad en perfecto estado de salud, ni siquiera en casos de riesgo grave.

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Pero — añadió con su sonrisa pizpireta —, es un atenuante. Y la mayoría de la gente prefiere pagar la multa a dejar a una persona incapaz de huir del peligro, de modo que no se ha reformado el Código porque ese artículo supone una enorme fuente de ingresos para el Ministerio. Creo que luego destinan las ganancias a financiar la Sanación Pública... Hermione parecía indignada. — ¿Y desde cuándo se utiliza una ley injusta como si fuera un impuesto indirecto? ¿Y cómo pueden destinar los impuestos indirectos para financiar la Sanación Pública? ¡Este sistema apesta! La bruja pareció sorprenderse. — ¿Impuesto indirecto? — preguntó —. ¿Qué es eso? ¿Un término muggle? — Sí, exactamente eso — respondió Hermione —. Tanto que reniegan de ellos, y acaban haciendo exactamente lo mismo... — Querida, yo no reniego de los muggles — dijo la bruja recuperando su eterna sonrisa y tendiéndole a Harry su nuevo carné. — Bien... Gracias — dijo Harry, cogiendo sonriente el pequeño trozo de pergamino que le daba derecho a Aparecerse y leyéndolo detenidamente. De pronto recordó algo que hizo que la sonrisa resbalase de su rostro como un pastel derritiéndose al sol —. Hermione... — dijo con voz tétrica. — ¿Qué? ¿Qué pasa? — preguntó la bruja, cogiendo el carné de manos de Harry —. ¿Está mal? ¿Hay algún error? — No... Pero Hermione — dijo Harry —, Ron se va a subir por las paredes cuando se entere de que me he sacado el carné sin él... ¡Me estaba esperando para examinarse conmigo! — Bueno — respondió Hermione, quitándole importancia —, si hubiera aprobado a la primera, habría tenido el carné él antes que tú, ¿no?... Siempre puede venir a examinarse después de la boda de Bill y Fleur. — Sí... — dijo Harry, pero no podía evitar sentirse culpable por haberse olvidado de su

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promesa de examinarse con Ron cuando cumpliera los diecisiete. De pronto, se le ocurrió una cosa. Miró a la bruja y se esforzó por sonreír lo más ampliamente que pudo —. Perdone... ¿Usted podría hacerme un favor? — ¡Pero, por supuesto, querido...! — exclamó la bruja ansiosamente —. ¿Qué quieres que...? — La semana que viene igual viene a examinarse un chico, mi mejor amigo... ¿Podría...? — ¿Que si puedo recomendarle? — preguntó la bruja haciendo una mueca —. No puedo hacer eso... Aunque quizás podría hablarle al examinador de él, y decirle que es tu mejor amigo... Él también es un admirador tuyo, como todo el mundo, claro. ¿Quién es? — Bueno... es un chico alto, pelirrojo... Se llama Ron Weasley. — ¿Ron Weasley? — exclamó la bruja, y soltó una risita —. ¡Pero,

querido...!

Ron

Weasley consiguió su carné de Aparición hace dos días... Yo misma se lo entregué. — No me lo puedo creer — seguía diciendo Hermione un buen rato después, en la cocina de Grimmauld Place, mientras preparaba té para ella, para Harry y para Lupin, que estaba en la casa esperándolos cuando volvieron —. Ron ha ido él sólo a examinarse, sin decírnoslo... — A lo mejor no nos lo dijo por si acaso suspendía, Hermione — dijo Harry razonablemente, aunque sentía un ligero pinchazo de decepción: Ron se había examinado justo el día antes de que él, Harry, cumpliese diecisiete años... ¿No había podido esperar un día para examinarse los dos juntos? — Sí, vale — admitió Hermione —. Pero entonces, ¿por qué no nos lo contó cuando aprobó? Ya hace dos días... No se puede decir que no haya tenido tiempo, ¿verdad? — Supongo — dijo Harry —, que no nos lo ha dicho precisamente porque no se ha examinado conmigo. Verás, habíamos quedado en examinarnos juntos... A lo mejor él pensaba que suspendería, y por eso se presentó justo antes de mi cumpleaños. Y claro, cuando aprobó no quiso decírmelo por si me enfadaba por no haber esperado a que yo fuese mayor de edad...

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— Ya — dijo Hermione con una expresión inexcrutable mientras servía el té. — Bueno — intervino Lupin —, no puedes enfadarte, ¿verdad? Al fin y al cabo, tú también te has presentado sin decírselo a él... — No, supongo que no — respondió Harry. Pero no pudo evitar sentirse extrañamente desinflado. Sin embargo, decidió achacarlo al alivio por haber conseguido aprobar el examen de Aparición.

La idea de Hermione de preguntar a los miembros de la Orden del Fénix por Voldemort y por R.A.B. no obtuvo ningún resultado, como Harry había esperado. Tampoco podían interrogarles de una forma demasiado evidente, porque no quería tener que darles muchas explicaciones, pero, por lo poco que extrajeron de las charlas aparentemente insustanciales que mantuvieron con los pocos miembros que se dignaron a aparecer por Grimmauld Place (lo que obligó a Harry a salir a la puerta unas cuantas veces a decirles dónde estaba la sede de la Orden), parecía ser que la Orden no tenía ni idea de dónde estaba el escondite de Voldemort, y que en su vida habían oído hablar de alguien cuyas iniciales fueran "R.A.B.". Tampoco sabían absolutamente nada sobre el pasado de su enemigo: de hecho, muchos de ellos ni siquiera eran conscientes de que Voldemort y Tom Ryddle eran la misma persona. Harry aceptó aquel pequeño revés con sentimientos enfrentados: por un lado, se sentía frustrado al ver que no avanzaba nada en su lucha contra Voldemort; pero por el otro, no podía evitar sentirse orgulloso al comprobar que Dumbledore había confiado en él mucho más que en el resto de la Orden. Pese a que sabía que su antiguo director lo había hecho porque él era el único que podía enfrentarse con éxito a Voldemort, Harry sentía una sensación cálida y agradable al ver que, después de tantos años de haberle mantenido al margen, Dumbledore le había contado a él, y únicamente a él, todo lo que sabía del pasado de Lord Voldemort. Aquella semana Hermione y él intentaron por todos los medios avanzar aunque sólo fuera

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un poco en su investigación. Sin embargo, para el día que fueron a La Madriguera, la víspera de la boda de Bill y Fleur, seguían exactamente igual que al principio de verano: lo único que habían conseguido, decía Hermione en tono optimista, era descartar a la Orden como fuente de información. — Por lo menos ya sabemos que no es necesario que les preguntemos — dijo animadamente —. Así, cuando volvamos a Hogwarts no perderemos el tiempo intentando ponernos en contacto con ellos. El ambiente en La Madriguera era una auténtica locura; la señora Weasley corría por todos lados, con aspecto agobiado, limpiando la casa, ayudando a sus hijos a decorarla, supervisando a los cocineros que había contratado para que preparasen el banquete de boda (no había querido hacerlo ella misma para evitarse el agobio, pero Harry pensó que habría sido mejor que cocinase ella misma; así no habría tenido que pasar a cada momento por la cocina para darles instrucciones y corregir lo que, a su juicio, eran errores de principiante). Cuando llegaron Hermione y él, se limitó a darles un apresurado beso de bienvenida y corrió hacia donde Ginny se esmeraba en colgar una guirnalda de flores para explicarle cómo se hacía en realidad. Harry miró hacia donde se dirigía la señora Weasley, inseguro. Ginny se había quedado quieta, con la guirnalda en la mano, mirando en dirección a él. Le dirigió un leve saludo con la cabeza; Harry tragó saliva y la saludó con la mano. Hermione lo miraba con los ojos entrecerrados. Apretó los labios y se agachó para coger su baúl. — Vamos arriba, Harry — dijo secamente —. Será mejor que quitemos esto de en medio para que no estorbe demasiado. Y, sin detenerse a comprobar que Harry la seguía, enfiló hacia la puerta de la casa y atravesó el umbral. Harry lanzó una breve mirada hacia el árbol en el que la señora Weasley intentaba ayudar a

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Ginny a colgar la guirnalda. Ella seguía quieta, con un extremo de la ristra de flores en la mano, mirándolo. Cuando vio que Harry la miraba, sonrió brevemente. Sintiéndose más infeliz de lo que se había sentido en semanas, Harry agarró el asa de su baúl, dio media vuelta y entró en la casa. Estuvo a punto de chocar contra un hombre alto y fornido que salía en esos momentos; el rostro ancho y lleno de pecas bajo el revuelto cabello pelirrojo le dirigió una sonrisa bonachona y alargó una mano curtida, para estrechar la de Harry y ayudarle a no perder el equilibrio. — ¡Harry! — exclamó —. Me alegro de verte. Hacía mucho tiempo... — ¿Qué hay, Charlie? — preguntó Harry, sonriendo a su vez. Charlie Weasley, el cuidador de dragones, no había cambiado en absoluto desde la última vez que lo vio, hacía casi tres años; sin embargo, Harry ya no tenía que levantar la cabeza para mirarlo. — Has crecido — dijo Charlie, estudiándolo con una amplia sonrisa, como si hubiera leído su mente —. Supongo que ahora tendrás que espantar a las chicas como si fueran moscas... — Teniendo en cuenta quién es la última chica a la que Harry ha espantado — dijo una voz desde las escaleras —, yo no bromearía con eso, Charlie. Harry dio media vuelta; bajando del piso superior, y con unas expresiones de seriedad que no les había visto nunca, estaban los gemelos, Fred y George Weasley. Ambos lo miraban con el ceño fruncido y los labios apretados; en sus rostros no se veía ni pizca de la simpatía que siempre le habían profesado. Harry cerró los ojos y maldijo para sus adentros; tenía que haber imaginado que pasaría algo así. Fred y George llegaron abajo y se acercaron a él, mientras Charlie los observaba sorprendido. — ¿De qué estáis hablando, chicos? — preguntó, vacilante, al comprobar que Harry abría los ojos y miraba directamente a los gemelos. — Quiero decir — dijo Fred — que este... este... — Imbécil — contribuyó George.

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— ...se estuvo divirtiendo con nuestra hermana un par de meses durante el curso pasado — continuó Fred —, y decidió "espantarla", como tú has dicho, justo el día que volvían a casa a pasar el verano. Charlie no dijo nada; Harry, sin embargo, levantó la cabeza y miró fijamente a los ojos de Fred. — Sí — admitió —. Estuve saliendo con Ginny. Y sí, la dejé el último día del curso. Charlie soltó una exclamación de incredulidad; el ceño de Fred se hizo más pronunciado todavía. — Hay que tener muchas agallas para venir aquí después de lo que le has hecho — dijo George. — O ser muy estúpido — añadió Fred. — No sabes cuánto — suspiró Harry, aceptando lo inevitable. Si Fred y George querían demostrarle lo mucho que querían a su hermana, bien, él no se lo iba a impedir. Al fin y al cabo, él también hacía aquello, y estaba dispuesto a aguantar lo que fuera, porque la quería. — Tenías que haber sabido que, después de ver a Ginny durante un mes vagar por los pasillos como si fuera el fantasma del ático, nos aseguraríamos de que salieras de aquí un poco más guapo de lo que has llegado —. Fred se arremangó la túnica, como si tuviera intención de darle a Harry una paliza al más puro estilo muggle. — Sí — asintió George, haciendo el mismo gesto —. Vas a estar casi tan guapo como el novio. Harry sonrió con desgana, recordando el rostro desfigurado y lleno de cicatrices que tenía Bill la última vez que lo vio. Suspiró. Se sentía tan infeliz que en ese momento pensó que incluso soportar el dolor de una buena paliza sería preferible. Permaneció inmóvil cuando Fred y George se acercaron aún más a él, con unas expresiones tan amenazadoras que tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no salir corriendo.

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— ¿Qué estáis haciendo? Los cuatro miraron hacia la puerta. Una figura acababa de entrar en el diminuto vestíbulo de la casa de los Weasley. Harry contuvo el aliento. Una joven alta y delgada los miraba con los ojos entrecerrados. Su largo cabello pelirrojo brillaba como un hierro al rojo vivo, y Harry supo que esa imagen se le quedaría grabada en la retina de la misma manera. Los ojos castaños relucían peligrosamente, e incluso en medio de su aturdimiento, Harry no pudo evitar sonreír al comprobar que los tres hermanos Weasley, mucho más altos y grandes que ella, retrocedían perceptiblemente. Ginny Weasley los miró de uno en uno, y después dejó que su mirada descansase en Harry. — ¿Qué estáis haciendo? — repitió en un tono engañosamente suave. — Nada, Ginny — se apresuró a decir George, sonriendo ampliamente. — Sólo queríamos decirle a este idiota — Fred señaló a Harry con la cabeza — que no vuelva a acercarse a ti... Los ojos de Ginny relampaguearon de furia. — Ya os dije una vez que no os metiérais en mi vida — dijo en un susurro furibundo —. Lo que haya pasado entre Harry y yo es cosa mía. Y suya. A vosotros no os incumbe en absoluto. — Pero, Ginny... — ¡Ni pero ni nada! — gritó ella, y su melena roja bailó de un modo que a Harry le hizo temblar las rodillas —. ¡Dejadlo en paz! Y subió como una exhalación por las escaleras hasta perderse de vista. Fred, George y Charlie se miraron elocuentemente. Harry, por el contrario, permaneció inmóvil, mirando hacia el lugar de las escaleras donde había visto desaparecer el tobillo de Ginny. — Deja de mirarla — le advirtió Fred, amenazador, al cabo de un segundo. — Tiene razón, ¿sabéis? — dijo otra voz, esta vez proveniente de la puerta que había a espaldas de Harry. Girando el cuello, éste comprobó que Ron Weasley salía en esos momentos de

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la cocina. Vaciló, sin saber si Ron había dicho aquello refiriéndose a Ginny o a Fred. Ron avanzó un par de pasos y se colocó delante de Harry, como si quisiera protegerlo de sus propios hermanos. Él sintió que el agradecimiento le inundaba el alma. — Ron — dijo George, aunque Harry notó que su tono vacilaba —. Este... imbécil, se ha aprovechado de Ginny, y después la ha dejado tirada. Tú mismo has visto estos últimos días cómo está... — Sí — admitió Ron —. Pero también sé por qué la ha dejado Harry. Y os puedo asegurar que no pretendía hacerla daño. De cualquier forma — subió el tono al ver que Fred tenía intención de interrumpirle —, como ha dicho Ginny, eso es algo entre Harry y ella. Y no veo que Ginny haya intentado pegarle en cuanto ha aparecido por la casa... Así que dejad que sean ellos los que arreglen esto. Fred soltó un bufido; George, por el contrario, hizo un gesto obsceno con la mano. — Veremos si pueden arreglarlo cuando le dejemos incapaz de acercarse a otra chica en toda su vida... — Chicos — intervino Charlie en tono tranquilo, pero con la autoridad que le confería ser el hermano mayor de los otros tres —. Yo creo que tanto Ron como Ginny tienen razón; esto es algo entre Harry y ella. Harry es amigo vuestro, ¿no?... Pues dejad que sea ella la que decida si quiere ser amiga suya. A vosotros no os tiene por qué influir... — ¡Es nuestra hermana! — exclamó Fred, furioso. — Sí — dijo Charlie —. Y os ha pedido que le dejéis en paz. — ¡Pero bueno! — dijo Ron, y Harry comprobó que se le habían puesto rojas las orejas, algo que nunca había presagiado nada bueno —. ¿Acaso os habéis olvidado de que Harry es uno de los nuestros? ¿Ya no os acordáis de todo lo que ha hecho por nosotros? ¡Si no fuera por él, no tendríais vuestra tienda! ¡Me salvó la vida el año pasado! ¡Le salvó la vida a papá hace dos años! ¡Incluso le salvó la vida a Ginny hace cuatro!

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— Pues ahora parece como si ella no estuviera muy agradecida por eso — gruñó George. — Escucha, idiota — dijo Ron agresivamente, dando un paso en dirección a George —. Si Harry ha dejado a Ginny ha sido para que Quien—Tú—Sabes no vaya detrás de ella otra vez, ¿lo entiendes? Cuando la llevó a la Cámara fue para atraer a Harry, y él no quiere que vuelva a pasar algo así. Si alguien está pasándolo mal por toda esta historia, te aseguro que ese es Harry. Así que deja de hacer el tonto. Harry desvió la mirada y la clavó en el reloj de pared que se veía a través de la puerta entreabierta de la cocina, mortificado. Todas las manecillas seguían apuntando a "Peligro Mortal". Sabía por qué Ron había tenido que decirles aquello a sus hermanos, pero eso no lo hacía más llevadero. Casi prefería ver sus rostros enojados, o incluso llevarse un buen puñetazo, antes que tener que soportar sus expresiones de conmiseración y lástima. Porque Fred, George y Charlie habían vuelto la cabeza hacia él, con los rostros llenos de sorpresa y arrepentimiento. Musitó una excusa cualquiera y se zafó de ellos, arrastrando su baúl escaleras arriba hasta la habitación de Ron. Se sentó en la cama y suspiró profundamente. Ya había sido suficientemente traumático tener que volver a ver a Ginny, sabiendo que iba a compartir casa con ella durante algunos días (los menos posibles, si estaba en su mano), pero enfrentarse con Fred y George, con los que siempre se había llevado tan bien... Pese a que sabía que hacían todo aquello por su hermana, la escena había sido desagradable, y no estaba de humor para soportar muchas más como aquella. Si por él fuera, se quedaría encerrado en la habitación de Ron todo el tiempo que permaneciese en casa de los Weasley. Pero no se engañaba a sí mismo: tendría que salir a cenar aquella noche, y tendría que asistir a la boda al día siguiente... En ese momento, Ron entró en la habitación. Lo miró un instante, y fue a sentarse a su lado sobre la colcha de color naranja. Ambos permanecieron en silencio durante lo que parecieron horas. — Siento lo de esos idiotas — dijo Ron al fin. Harry hizo un gesto evasivo con la mano —.

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No, en serio — insistió Ron —. No tenían ningún derecho a echarte nada en cara. Ya has oído a Ginny... Se detuvo abruptamente al ver la expresión del rostro de Harry, y no dijo nada más, algo por lo que Harry se sintió agradecido. No se sentía con ánimos para volver a hablar otra vez de lo mismo. Ron pareció comprenderlo, porque le dio una palmada en el hombro, se levantó y dijo: — Tómate tu tiempo para deshacer el equipaje, tío. Lo de abajo es una locura, nadie te echará de menos hasta la cena. Y volvió a salir de la habitación, cerrando suavemente la puerta detrás de sí.

— CAPÍTULO 5 — La boda

La cena de aquella noche fue menos tensa de lo que Harry esperaba. La señora Weasley parecía haberse relajado un poco después de gritar durante veinte minutos seguidos a Fred y a George por comerse una bandeja entera de canapés preparados para el día siguiente, y apenas habló en toda la cena, sentada al lado de su marido, que hablaba animadamente con Charlie. La señora Weasley parecía demasiado cansada para decir nada más. Fred y George tampoco le dijeron gran cosa, después del enfrentamiento de aquella tarde: se limitaron a lanzarle miradas vacilantes, como

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deseando que Harry diera alguna muestra de haber olvidado lo ocurrido. Pero Harry estaba cansado, y no tenía ganas de seguir hablando del mismo tema, de modo que los ignoró. Ginny se sentó al lado de Hermione y la acaparó toda la noche con su charla ininterrumpida, sin mirarlo ni una sola vez. Harry agradeció la tregua, y se dedicó a comer y a hablar amistosamente con Bill y Fleur, que se sentaron cerca de él. La hermana pequeña de Fleur, Gabrielle, una niña muy guapa de unos diez u once años, lo miraba fijamente sin apartar los ojos de su rostro, como si no pudiera creer que estuviera allí realmente. — Ya "vegás" mañana — decía Fleur animadamente —. Lo hemos "pgepagado" todo al detalle. Yo "saldgué" de la casa con los "acogdes" de la "Magcha" Nupcial, y Bill me "estagá" "espegando" en un "altag" que vamos a "impgovisag" allí — señaló un punto del jardín —... Bueno, "impgovisag" no es la "palabga", hemos "encaggado" que nos lo "tgaigan" de la "catedgal" de "Chagtges"... Harry sonrió, ausente, mientras Fleur continuaba dándole detalles de la ceremonia. Bill, que engullía alegremente un grueso solomillo sangrante, hizo una pausa con el tenedor a medio camino de la boca y le sonrió, guiñándole un ojo. Pese a que el gesto daba más asco y lástima que otra cosa, teniendo en cuenta el lamentable estado que seguía presentando el rostro deforme, antes hermoso, de Bill, Harry le devolvió el guiño. — Personalmente no tengo muchas ganas de exhibirme delante de tanta gente y durante tanto tiempo — le susurró Bill con una mueca, señalándose el rostro con el tenedor, cuando Fleur se volvió hacia su hermana para obligarla a dejar de mirar fijamente a Harry y a comer algo —. Pero, para qué nos vamos a engañar... Mañana es su día, y no voy a ser yo quien se lo niegue. — ¿Su día? — preguntó Harry con una sonrisa, imprimiendo toda su fuerza de voluntad en no desviar la mirada del rostro surcado de cicatrices —. Creía que os íbais a casar los dos... — Cuando estés a punto de casarte, Harry — contestó Bill con otro guiño —, te darás cuenta de que las únicas protagonistas de las bodas son las novias. Nosotros somos algo necesario

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para que se celebre la ceremonia, y para llevarles la polvera y el pintalabios en el bolsillo... No te engañes, si se hubiera inventado el matrimonio con uno mismo, no se casarían con ninguno de nosotros. — ¿Qué estás diciendo, "amog"? — preguntó Fleur con el ceño fruncido —. No necesitamos "casagnos" con nadie si no "queguemos"... — Ya lo sé, cariño — respondió Bill, con una fugaz mirada de diversión hacia Harry —. Pero, si queréis ser las reinas por un día, no tenéis más remedio. En lugar de enfurruñarse, como Harry esperaba que hiciera, Fleur sonrió ampliamente. — "Pego" lo bueno que tenemos — dijo alegremente —, es que podemos "elegig" a quién le hacemos el "honog" de "llevagnos" el pintalabios ese día. Bill enarcó lo que le quedaba de ceja en un gesto burlón, y Harry no pudo evitar soltar una risita. Gabrielle lo imitó, y Harry sonrió en su dirección. — ¿Y tú, también opinas lo mismo, eh? — dijo Bill a su futura cuñada. Gabrielle esbozó una sonrisa traviesa y no contestó. Bill rió, y se agachó para hacerle cosquillas. Harry suspiró, aliviado por el ambiente distendido que se vivía, al menos en su extremo de la mesa. Poco después, la señora Weasley dio por terminada la cena y les mandó a todos a la cama. Harry no se hizo de rogar: en apenas cinco segundos estaba en la habitación de Ron, desvistiéndose para ponerse el pijama. Al cabo de otros cinco segundos apareció Ron y cerró la puerta. — Tengo muchas ganas de que acabe todo esto — dijo, con el ceño fruncido, dirigiéndose hacia su propia cama y dejándose caer sobre ella —. Toda la familia está histérica... Espero que a Charlie no le dé por casarse hasta dentro de por lo menos diez años. — No creo que tengas esa suerte — respondió Harry, pasándose la chaqueta del pijama por encima de la cabeza —. ¿Cuántos años tiene Charlie, uno menos que Bill? — Sí — dijo Ron en tono sombrío.

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— Pues espera y verás. Ron dio un suspiro. — Menos mal que Gabrielle es demasiado joven para él... Si no, me apuesto lo que quieras a que hacían una boda doble. Aunque — se incorporó con una sonrisa —, me da la impresión de que Gabrielle preferiría casarse contigo a hacerlo con Charlie... Tendrías que haber visto la cara de Ginny cuando... Se detuvo abruptamente, azorado, y se levantó a toda prisa para buscar su pijama y ponérselo. Harry no hizo ningún comentario. Empezaba a estar un poco cansado de hablar, o no hablar en este caso, del mismo tema. Se metió en la cama, y deseó con todas sus fuerzas quedarse dormido en seguida.

La música comenzó a atronar en el abarrotado jardín de los Weasley. Harry, sentado junto a Ron y Hermione, miró hacia la puerta de la casa, como el resto de los que ocupaban el jardín. Bill y la señora Weasley, ambos vestidos con túnicas de gala y situados junto a un espléndido altar de madera labrada, miraron también. De La Madriguera salieron dos figuras enfundadas en sendas túnicas de color dorado, una de ellas con el largo cabello a juego con la vestimenta, la otra con una llameante melena pelirroja: Gabrielle y Ginny. Aturdido ante la imagen, Harry apenas pudo sonreír al comprobar que Fleur se había salido con la suya en cuanto a las damas de honor. Y, además, había tenido razón: Gabrielle estaba realmente preciosa con esa túnica dorada. Y Ginny... bueno, Ginny estaba indescriptible. Detrás de ellas salió una visión que a Harry le dejó con la boca abierta; a su lado, Ron dio un respingo ahogado, y Hermione soltó un bufido. Una mujer de unos veinte años, alta, esbelta, de reluciente cabello dorado y plateado y brillantes y rasgados ojos azules, avanzó entre los invitados, detrás de Gabrielle y Ginny. Vestía una vaporosa túnica de gasa blanca como la nieve, y una diadema de plata y diamantes adornaba sus lisos cabellos. Era tan hermosa que entre los invitados

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surgió un suspiro colectivo. Fleur, sin embargo, no parecía tener ojos más que para Bill, que la esperaba con una expresión de orgullo mezclado con ternura en su desfigurado rostro. La boda no resultó tan convencional como Harry esperaba, viendo el altar, los invitados y las damas de honor. En realidad, Bill y Fleur se limitaron a jurarse fidelidad y amor el uno al otro. Harry pensó que se podrían haber ahorrado tanta parafernalia para una ceremonia tan breve, pero, igual que el entierro de Dumbledore había sido el primero al que asistía, la boda de Bill y Fleur también era la primera para él, de modo que no sabía si todas las bodas eran así o aquella había sido distinta de las demás. Una vez terminada la breve ceremonia, alguien conjuró de la nada al menos veinte mesas, cada una de ellas rodeada de una decena de sillas, y ya cubiertas por finos anteles de hilo blanco. En cuanto se posaron en el suelo, aparecieron sobre ellas los platos, las copas, los cubiertos, las servilletas y unos elaborados centros de flores de color dorado, a juego con las damas de honor y con el cabello de la novia (Harry supuso que Fleur habría pasado horas y horas buscando las flores apropiadas y comparándolas con la tela de los vestidos). Libres de la supuesta solemnidad de la ceremonia, a Harry le dio la impresión de que todos los invitados habían comenzado a hablar a la vez, y las conversaciones se mezclaron en un galimatías sin sentido. Aturdido, buscó su mesa y, después de esquivar a todos los invitados, se sentó en una silla un poco apartado del resto. Al volver la cabeza, vio que Hermione tomaba asiento a su lado. — Puf, qué de gente — dijo animadamente, cogiendo una servilleta para abanicarse con ella —. ¿Qué te ha parecido? — ¿El qué? — preguntó Harry, despistado, buscando con la mirada entre la gente. Hermione soltó otro bufido. — La boda, claro... — dijo ella —. A mí me ha gustado, ya sabes, las ceremonias breves siempre son mejores que las largas... Fleur va un poco ostentosa para mi gusto, pero la túnica de la madre de Ron es preciosa... Y Ginny y la hermana de Fleur están muy guapas... Aunque lo que me

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ha sorprendido es que Lupin haya venido con una túnica nueva, no sabía que tuviera dinero para comprársela, a lo mejor ha conseguido un trabajo y no nos hemos enterado... — Ah... sí, claro — dijo Harry, ausente. — Y los centros de flores de las mesas son demasiado cursis — continuó Hermione animadamente —. Pero claro, tenían que hacer juego con la novia, ¿no?... Aunque yo habría preferido margaritas, o girasoles... — Sí, tienes razón — respondió Harry. Hermione frunció el ceño. — Aunque lo peor de todo, sin duda — dijo en el mismo tono — , es el mejor amigo del hermano del novio... Se ve que no han podido librarse de él, y han tenido que soportar su presencia en la boda, pero claro, siempre tiene que haber algún gorrón, y como es famoso se cree con derecho a presentarse en todas las fiestas... — Sí, desde luego — asintió Harry sin hacerle ni caso. Hermione alargó la mano, le cogió de la mandíbula y le obligó a volver la vista hacia ella. Estudió su rostro con una mirada escrutadora —. ¿Qué te pasa, Harry? — preguntó. — ¿Cómo? — preguntó Harry, enfocando la mirada. Había estado un buen rato con la mente en blanco, y no le hacía ninguna gracia volver al mundo real. — Harry — dijo Hermione, y le soltó el mentón —, Ya sabes que respeto la decisión que tomaste, y que no he insistido en ningún momento en que lo reconsiderases ni nada por el estilo. Pero si vas a estar así toda la vida... Harry soltó un gruñido, pero no contestó. — Escúchame — insistió Hermione —. Puede ser que, en cierto modo, crea que lo que hiciste es lo que tenías que hacer. Pero ese estado de ánimo no te va a hacer ningún favor, ¿sabes? Se suponía que tenías que quitarte de la cabeza todo lo que no fuera destruir a Voldemort, y, sin embargo, ahora mismo tienes en mente cualquier cosa excepto los Horcruxes... Harry frunció el ceño, y Hermione chasqueó la lengua.

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— Está bien — dijo, hastiada —. Haz lo que quieras. Pero, visto lo visto, me pregunto si merece la pena que lo estés pasando tan mal. En ese momento Ron se dejó caer en el asiento que había a su lado, y Harry se evitó tener que contestar, e incluso tener que pensar en lo que Hermione le había dicho. — Fred y George me han pedido que les guarde un sitio en esta mesa — dijo, mirando fijamente a Harry. — Oh — contestó éste, alicaído. Para ser sincero consigo mismo, nunca había esperado que la boda de Bill y Fleur fuera especialmente divertida, pero tampoco había pensado que lo iba a pasar tan mal. — Después de la bronca que Ginny les ha echado esta mañana, me extraña que no hayan ido directamente a hablar contigo — continuó Ron, cogiendo una copa al azar y llenándola de agua —. Hace calor, ¿verdad?... — ¿Esta mañana? — preguntó Hermione, curiosa —. ¿Esta mañana también? — ¿Cómo que también? — exclamó Harry, mareado. — Sí — contestó Ron, bebiéndose la copa de un trago —. Bueno, en realidad creo que lleva todo el verano. No sé qué las das, tío — sonrió, aunque era evidente que su sonrisa era forzada —. La dejas tirada, y encima se pasa meses defendiéndote. Harry prefirió no contestar, y segundos después se alegró de no haberlo hecho, porque, efectivamente, Fred y George se acercaron y se sentaron frente a él. — Hola — dijo George, mirando a Harry directamente. — Hola... — Oye, Harry — dijo Fred, inclinándose hacia delante y bajando el tono mientras un grupo de brujas de unos cincuenta años pasaban a su lado, observándolos con curiosidad —. Mira, hemos estado hablando, y... — No hace falta — le interrumpió Harry, y se sorprendió al comprender que lo decía en

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serio: no necesitaba que nadie le pidiera disculpas por eso, cuando él mismo consideraba que merecía por lo menos un par de malas caras —. Olvidadlo, ¿de acuerdo? Fred y George lo miraron, y los dos a la vez, como en una coreografía ensayada, se encogieron de hombros. — Vale — dijo Fred, cogiendo una botella de vino y sirviéndose una copa. George sacó la varita y, con un leve movimiento de muñeca, sirvió vino en todas las copas que había encima de la mesa. — ¡Eh, que tengo agu...! — exclamó Ron, pero demasiado tarde: la botella de tinto ya había escanciado un chorro de líquido púrpura en su copa, dejando un tenue remolino de color rosáceo en la copa llena de agua. Ron frunció el ceño. — Míralo por el lado bueno — dijo Fred, levantando la copa para brindar silenciosamente —. Seguro que Trelawney te diría que es el mejor método para adivinar tu futuro... — No hace falta: seguro que su futuro incluye alguna referencia a mi inminente y dolorosísima muerte — comentó Harry, levantando también su copa. — En realidad — respondió Ron, escudriñando el interior de su copa, que lentamente se iba tiñendo de un rojo desvaído —, mi futuro es, sin lugar a dudas, cometer un fratricidio. Bueno, dos. — Mucho tienes que crecer, hermanito — dijo George, bebiendo un largo sorbo de vino. — ¿Qué tal la tienda? — preguntó Harry, contento de poder hablar de algo que no tuviera que ver ni con Ginny ni con los Horcruxes de Voldemort —. Bien, ¿no? — Más que bien — contestó Fred, dejando la copa encima de la mesa —. ¿Te acuerdas de nuestra línea de productos de Defensa Contra las Artes Oscuras? — Sí, claro — dijo Harry —. Los Sombreros Escudo, los Guantes Escudo... — Bueno, el Ministerio nos encargó hace algunos meses una partida de uniformes escudo para sus aurores — dijo George —, de modo que firmamos un contrato con Madam Malkin para desarrollarlos, al 50%, por supuesto, y ya hemos vendido más de quinientos... Ahora el Ministerio

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nos ha pedido otros mil, para uniformar a todos sus funcionarios, así que calcula, si los vendemos a precio de fábrica, es decir, diez galeones por túnica, cinco se los queda Madam Malkin y otros cinco nosotros, así que por el momento hemos ganado casi tres mil galeones y tenemos previsto ganar otros cinco mil de aquí al otoño... — ...así que pronto vamos a poder devolverte tu inversión y aún así seguiremos teniendo un remanente que nos permitirá seguir invirtiendo en nuevos productos — finalizó Fred con una sonrisa satisfecha. — No os preocupéis por eso — dijo Harry —, no necesito ese dinero. Bueno, y aparte del encargo del Ministerio, ¿tenéis algún producto nuevo? — Montones — sonrió George —. Hay uno que te encantaría, es una snitch falsa que muerde. — ¿Y para qué demonios iba a querer una snitch que muerde? — preguntó Ron. — Bueno — dijo George, encogiéndose de hombros —, el próximo partido contra Slytherin que juegues, Harry, puedes intentar una variante del Amago de Wronsky y soltar la snitch falsa delante del buscador de Slytherin, y entonces verás para qué sirve. — Sí — asintió Fred —. Además, incluye una extra para que nadie, ni siquiera la señora Pomfrey, sea capaz de hacer crecer de nuevo los dedos que la snitch se ha comido... — ¡Eso es una barbaridad! — exclamó Hermione, escandalizada. — No te preocupes, Hermione — dijo George en tono razonable —. Si acude a nuestra tienda, por un módico precio podemos venderle un antídoto crecededos. Bueno, crece dedos o lo que sea. — ¡Por un módico...! — Qué pena que Malfoy ya no sea el buscador de Slytherin — continuó Fred en tono soñador —. Con lo bien que le vendría perder un par de dedos de la mano derecha... El banquete, al contrario que la ceremonia, sí fue largo: tal vez demasiado para su gusto.

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Cuando empezaron con el postre, el sol estaba a punto de ocultarse tras las colinas que ocultaban el pueblo, y las sombras de los árboles y de la casa, inexistentes cuando se habían sentado a la mesa, se habían hecho ridículamente largas. Harry había bebido demasiado vino sin estar acostumbrado; tenía la cabeza pesada, y se sentía como si tuviera el cráneo relleno de algodón. Cuando el cielo se tornó de un oscuro color azul tinta, se levantó de la mesa, murmurando una excusa cualquiera, y se dirigió hacia los setos que cerraban el jardin, deseoso de alejarse un rato de todo el barullo del banquete. Rodeó un espeso matorral y siguió caminando, mientras los sonidos de la fiesta se amortiguaban extrañamente. Las estrellas aparecieron de una en una en el cielo, que unos minutos después se volvió completamente negro. Una brisa imperceptible hacía susurrar las hojas de los árboles, envueltos en el impenetrable silencio, en el que no se oía ningún ruido proveniente de la multitud congregada pocos metros más allá. Y Harry miraba hacia el cielo, sin pensar en nada. O, al menos, intentando no pensar en nada. Al cabo de un rato, oyó voces acercándose en dirección a él desde el centro del jardín. Se quedó inmóvil, mirando todavía hacia las frías y distantes estrellas, intentando decidir qué sería mejor: salir de detrás del matorral y dejarse ver, para no volver a escuchar ninguna conversación que no estuviera destinada a sus oídos (recordaba muy bien lo incómodo que se había sentido la última vez), o quedarse sin hacer ruido para que no notasen su presencia. — ...no acabo de entender por qué ha aceptado, la verdad — decía una de las dos voces. Harry la reconoció al instante como la de Charlie Weasley —. Habría sido mejor no tener a nadie, antes que tenerlo a él. — Ya te lo he dicho — contestó Lupin. Harry bajó la vista del cielo y la clavó en la oscuridad que había más allá del seto, agudizando el oído —. No había otra persona, y ella considera, y debo decir que estoy de acuerdo, que no podía quitarla del programa. Es la asignatura más importante, al menos en estos tiempos.

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Harry abrió mucho los ojos, sorprendido e interesado. Evidentemente, Lupin y Charlie estaban hablando de un nuevo profesor... ¿Pero sería de Defensa Contra las Artes Oscuras, o de Transformaciones? Ambas asignaturas se habían quedado sin profesor, después de la traición de Snape y del nombramiento de McGonagall como directora de Hogwarts. De repente, se le ocurrió una idea inquietante. Al parecer, Charlie había pensado exactamente lo mismo. — Sólo espero que por lo menos no le nombren también jefe de Gryffindor — dijo. — Podría serlo — respondió Lupin —. Al fin y al cabo, perteneció a la casa cuando estudió en Hogwarts... — Preferiría que nombrasen jefe de la casa a Peeves — dijo Charlie en tono de burla —. Probablemente lo haría mejor que él. Y también lo de dar clases. — Tan malo no será... — Lupin no parecía muy convencido. — Te aseguro que lo es — dijo Charlie —. Lo poco que lo conocí, me pareció de lo peorcito que te puedas echar a la cara. Me apuesto lo que quieras a que los pocos alumnos que hayan decidido volver a Hogwarts salen huyendo a las dos semanas de curso. Lupin soltó una carcajada. Harry, por el contrario, estaba empezando a preocuparse de verdad. ¿Quién sería ese nuevo profesor, del que Charlie hablaba tan mal? ¿Y había reamente alguna opción de que se convirtiera en jefe de su casa? — ¿Por qué no has aceptado volver a ser profesor? — preguntó Charlie. Hubo una pausa. — No quería volver a pasar por todo aquello — respondió Lupin al fin —. Dirás que me he portado como un cobarde, pero no creo que pudiera soportar volver a Hogwarts otra vez. — Pero Minerva te ofreció el puesto de... — Sí — le interrumpió Lupin —. Y sé que me lo ofreció, en parte, para ayudar a Harry. Pero no creo que él me lo agradeciera si volviese a Hogwarts sólo para vigilarlo como si fuera todavía un niño. Ya es un hombre, y creo que Minerva lo entendió cuando le dije que debía dejarle

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un poco más de libertad. Ayudarle, sí. Y enseñarle, también. — Con ese idiota dándole clases, no creo que aprenda mucho — gruñó Charlie. — Pero — continuó Lupin —, vigilarle, no. Estoy convencido de que Harry ha aceptado volver este año a Hogwarts porque Minerva tomó nota y le dijo que no iba a andar detrás de él como si fuese su hada madrina. Ambos permanecieron en silencio durante un rato, tanto que Harry se preguntó si no se habrían alejado. Se arriesgó a echar un vistazo por entre las ramas del matorral: efectivamente, Lupin y Charlie se alejaban lentamente, todavía hablando pero en voz tan baja que no podía oírlos. Harry se quedó allí un rato más, preguntándose de quién hablarían, si ese a quien tanto despreciaban sería el nuevo profesor de Transformaciones o de Defensa Contra las Artes Oscuras, y, en ese último caso, si tendría que pasar seis de sus siete años en el colegio teniendo profesores a cual peor en esa asignatura.

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— CAPÍTULO 6 — La cuna

La señora Weasley les pidió a Harry y a Hermione que se quedasen en La Madriguera lo que quedaba de verano. Sin embargo, Harry deseaba marcharse de allí lo antes posible. Una vez pasada la boda de Bill y Fleur, sentía que el final del verano estaba mucho más cercano, y al haber aceptado volver a Hogwarts no iba a disponer de todo el tiempo y toda la libertad con la que contaba al inicio de las vacaciones para buscar y destruir los Horcruxes. Dentro de sí empezaba a notar un sentimiento de urgencia, algo que lo impulsaba a comenzar cuanto antes la búsqueda de los fragmentos del alma de Voldemort, como si el 1 de septiembre fuese la fecha límite y después

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ya fuera demasiado tarde. Y, pese a esa urgencia, aún había algo que sentía que tenía que hacer antes de dedicarse en cuerpo y alma a la destrucción de su mayor enemigo. Antes de buscar un futuro para sí y para el resto de la comunidad mágica y muggle, antes de mirar hacia delante al oscuro camino que le esperaba ante sí, tenía que echar una última mirada hacia el pasado. Había fantasmas que tenía que conjurar antes de intentar destruir al mayor fantasma de su vida: la sombra de Lord Voldemort. Harry, Ron y Hermione salieron de La Madriguera una soleada mañana de mediados de agosto, con el sonido de las quejas de la señora Weasley todavía resonando en sus oídos, y la imagen del ceño fruncido del señor Weasley y de Lupin impresa en sus retinas. Había sido una escena embarazosa, cuando Harry había dicho que se iba a un lugar que no podía revelarles y Hermione y Ron habían decidido acompañarle. La señora Weasley había intentado convencerles de que no lo hicieran, le había prohibido a Ron que saliese de la casa, incluso había llorado a lágrima viva cuando supo que Harry no sólo no aceptaba su protección sino que iba a "correr alegremente buscando el peligro con los brazos abiertos". A pesar de todo, Harry no les había dicho a dónde llevaba a su hijo menor, y ni siquiera Lupin había podido sacarle la verdad. En realidad no se trataba de un secreto, como podía ser el asunto de los Horcruxes de Voldemort o la profecía que ataba su destino al de su enemigo; simplemente, Harry no quería que supieran dónde iban porque no deseaba compañía, excepto la de sus dos mejores amigos, allí donde se dirigía. Se Aparecieron a la sombra de una colina que en otra época del año debía ser de un intenso tono verde esmeralda, pero en esos momentos, a finales de un verano especialmente seco, estaba completamente amarilla. La hierba reseca crujía bajo sus pies cuando se encaminaron hacia el sur por un sendero agrietado por el calor, y el sol caía a plomo sobre ellos. Ron y Hermione siguieron a Harry camino abajo sin decir ni una palabra. A uno y otro lado, matorrales bajos y árboles de hojas amarillas les flanqueaban el camino, y Harry tuvo la

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momentánea sensación de encabezar una extraña procesión de alguna religión pagana, cuyos dioses exigieran a sus acólitos silencio absoluto y caminar solemne. Al doblar un recodo del sendero, ante ellos apareció un pequeño valle rodeado de colinas. Al fondo correteaba un riachuelo, que parecía huír entre las piedras, escondiéndose de la abrasadora luz del sol. Encaramado en el flanco de una de las montañas descansaba un pequeño pueblecito, que en la distancia se veía de color rojo terroso. — El Valle de Godric — susurró Hermione, deteniéndose junto a Harry para contemplar el panorama. Ron se subió encima de una roca caída junto al sendero y escudriñó en la lejanía, con la mano como visera protectora ante la radiante luminosidad. — En primavera esto tiene que ser precioso — dijo. Harry levantó la mirada hacia él; el sol, al reflejarse en su pelo rojo, se clavaba dolorosamente en su retina. — Sí — respondió Harry, volviendo la vista hacia el valle —. Supongo que será todo verde... — Esta hierba se ha secado por el sol — dijo Hermione, agachada a un lado del camino, pasando la mano sobre el suelo. — No todo tiene que ser por culpa de Quien—Tú—Sabes — dijo Ron en tono burlón, y bajó de un salto de la piedra en la que estaba subido —. Algunas cosas se mueren porque la Naturaleza es así, ¿sabes? — Todas las cosas se mueren porque la Naturaleza es así, Ron — Hermione se enderezó y miró hacia el valle con los ojos entrecerrados —. De hecho, lo antinatural es no morir nunca, como intenta hacer Voldemort. — Eso es lo que intentamos corregir, ¿verdad? — dijo suavemente Harry, todavía mirando fijamente hacia el pueblo. Haciendo una mueca, continuó andando. — Además, Voldemort tiene cosas más importantes que hacer que dedicarse a secar la hierba, ¿sabes? — susurró Hermione en dirección a Ron, que emitió un gruñido indescifrable.

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Harry sonrió sin dejar de caminar. Cuando se acercaron lo suficiente pudieron comprobar que, efectivamente, las casas eran de ese extraño color bermejo de la tierra arcillosa, con tejados también rojizos, y las puertas y marcos de las ventanas estaban todas pintadas de un tono amarillo parecido al oro viejo. Ron tenía razón: con el fondo de las montañas, que de ordinario debían ser intensamente verdes, y el azul del cielo y del río, el contraste debía ser espectacular. El Valle de Godric parecía haberse quedado congelado en un momento de la Historia, sin evolucionar a la vez que el resto del mundo. Apartado de los muggles e incomunicado también del mundo mágico, el pueblecito permanecía anclado en un pasado que hablaba de calles empedradas y callejuelas serpenteantes. El silencio resultaba opresivo. Sus pasos resonaban fuertemente en las calles desiertas, y el calor del sol, acumulado en las piedras del suelo, se elevaba hacia ellos, quemándoles los pies a través de los zapatos. Parecía un pueblo fantasma, y por un instante Harry incluso llegó a preguntarse si Hermione no habría estado equivocada al asegurar que Voldemort no había pasado por allí hacía poco. Sin embargo, el postigo de una ventana al cerrarse de golpe les demostró que sí había gente viva en aquel lugar. — Deben quedarse dentro por el calor — dijo Hermione, susurrando, como si el silencio fuese una advertencia para que no levantasen la voz. Ron la miró, dubitativo. Harry, sin embargo, apenas le dirigió una mirada y siguió caminando por las calles vacías. Calle arriba, una puerta se cerró con suavidad. — No — respondió al cabo de un rato —. No se han quedado dentro por el calor. Había llegado a la altura de la puerta que acababa de cerrarse. Sobre la madera pulida y pintada de oro viejo, alguien había clavado un trozo de pergamino.

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Harry Potter: El Valle de Godric te ha echado de menos. Bienvenido a tu hogar.

— Respeto — musitó Hermione después de leer el escueto mensaje —. Se han quedado dentro por respeto. — Sí — asintió Harry, sin apartar la mirada del pergamino. — Por respeto a ti. "Por respeto a mi dolor", añadió él para sí. Porque era evidente que los habitantes del Valle de Godric, alertados de su presencia, habían decidido respetar esa primera visita de Harry a lo que fue su casa durante su primer año de vida, y el escenario del asesinato de sus padres. Parecía que aquella gente le comprendía mejor de lo que se comprendía a sí mismo. Volvió la mirada hacia la calle. Ron miraba fijamente hacia un punto situadoal otro extremo de la calle, con la mano sobre los ojos. Sorprendido, Harry buscó con la mirada lo que tanto atraía a Ron. Al fondo, a unos treinta metros, había una casa. Al menos, había sido una casa; ahora no era más que tres paredes, precariamente levantadas, sin un tejado encima, y apenas se podía reconocer como lo que era. Harry avanzó hacia ella como un autómata, tropezando con las piedras del suelo, sin fijarse en su Hermione y Ron le seguían o no. Se trataba de una casa que en nada debía diferenciarse de las que la rodeaban. Al acercarse surgieron a su vista las paredes, del mismo color rojo tierra, y que parecían sujetarse gracias a la hiedra que trepaba por ellas. A un lado, una puerta colgaba precariamente de los goznes, y todavía conservaba un rastro de pintura dorada, oscurecida y abrasada por el sol y las inclemencias del clima. El tiempo había respetado las ruinas de aquella vivienda. Harry hizo un esfuerzo por no

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imaginarlo, pero aquel montón de escombros no parecía haberse derrumbado a causa de la vejez; más bien daba la impresión de seguir exactamente igual, años después de haber sufrido las consecuencias de un terremoto, o una explosión... Tragó saliva y entrecerró los ojos, acercándose aún más a la casa. Por el hueco vacío donde antes debía haber una ventana se veían los restos de un tejado, apenas un montón de tejas rojas sobre las vigas partidas. Una cortina hecha jirones revoloteaba bajo la leve y ardiente brisa, enganchada en una de ellas. Se detuvo, con el ceño fruncido, observando las ruinas con una mirada dura. Instantes después, Ron y Hermione se unieron a él, sin decir una palabra. — No han hecho nada — dijo con voz tenue. En ese momento odiaba a todos los habitantes de aquel pueblo, a todos los habitantes del mundo entero —. La han dejado así. Tal cual. No han sido capaces siquiera de... de... — Harry — le interrumpió Hermione. No le miraba a él: tenía los ojos fijos en un punto del suelo, junto a la puerta desencajada. Allí, cuidadosamente colocado sobre la hierba reseca, había un pequeño ramillete de nomeolvides azules recién cortados. — Ahora ya sabes por qué la han dejado así — susurró Hermione, mietras Ron posaba una mano sobre el hombro de Harry —. Esto es un santuario. — No — respondió Harry, y respiró profundamente, recorriendo las ruinas de la casa con la mirada —. Es una tumba. Dio un paso hacia el hueco de la puerta. Ron le retuvo con la mano, y, al mirarlo, vio que negaba con la cabeza; tenía el gesto serio, casi adusto. — Harry, no sé si... — empezó Hermione, dubitativa. Pero Harry se sacudió a Ron de un tirón y, con paso decidido, entró en la casa. La extraña opresión que sentía en el pecho desde que entró en el pueblo, casi desde que lo

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vio por primera vez a lo lejos, se acentuó hasta hacerse insoportable. La pared de lo que debía ser el recibidor se había desplomado, y se podía ver también parte de otra habitación más grande. Por todos lados había muebles destrozados, y trozos de cristal y cerámica desperdigados por todo el suelo, mezclados con páginas que parecían haber sido arrancadas cruelmente de los libros que yacían absurdamente amontonados junto a las paredes. En un lateral de la sala, un montón de cascotes y maderas astilladas señalaban el lugar donde, tiempo atrás, se erguía una escalera. Harry se detuvo y, lentamente, se dio la vuelta para volver a mirar hacia el exterior. Ron y Hermione permanecieron inmóviles, mirándolo, mientras él recorría con los ojos el dintel de la puerta. Después de mirar a Ron y a Hermione, giró la cabeza hacia los restos del salón. — Lily, coge a Harry y vete — musitó. — ¿Cómo? — preguntó Ron, avanzando para ponerse a su lado. — Aquí fue — respondió Harry —. Aquí... —. Miró hacia el suelo. En el sitio en el que estaba no había ningún signo, nada, que lo distinguiera del resto de la habitación. Sin embargo, estaba seguro de que tenía razón. — ¿Aquí qué, Harry? — dijo Hermione en voz baja. Harry no contestó. Pero, por la expresión del rostro de Hermione, debía haber comprendido lo que Harry estaba diciendo: que allí era donde Voldemort mató a su padre. El rostro de Ron se crispó un momento, y, lentamente, avanzó por la destrozada habitación. El cristal y la loza crujían bajo sus pies mientras se acercaba a las ruinas de la escalera. La escalera que debió subir Harry, dieciséis años antes, en brazos de Lily. Harry cerró los ojos y respiró hondo, temblando de pies a cabeza. Aquello dolía mucho más de lo que había esperado. Los muebles destrozados, las cortinas, la alfombra hecha jirones, los libros, todo hablaba de un hogar, de un hogar feliz, de un hogar que le había sido arrebatado injusta y prematuramente. Se mordió el labio, intentando controlarse. En ese momento, Ron, que había llegado ya hasta la escalera caída, pisó algo que emitió un

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sonido agudo, dulce. Harry abrió los ojos, sorprendido, y vio que Ron se agachaba para coger algo del suelo. Al enderezarse de nuevo, levantaba en la palma de la mano con suavidad, casi con reverencia, un pequeño muñequito de goma con forma de snitch alada. Ron miró la snitch de goma un momento, y después levantó la mirada hacia Harry. Éste dio un paso vacilante hacia él. — No — dijo Ron, negando con la cabeza, con expresión sombría —. No, Harry, no te acerques. Ignorando su tono ansioso, casi histérico, Harry se apresuró a ir a su lado. Ron lo miró, impotente, con la pequeña snitch todavía en la palma de la mano, y después se apartó levemente a un lado. Justo detrás de Ron, sobre la destrozada escalera, medio cubierta por una viga desplomada, había una cuna de madera. Harry se quedó petrificado, mirando la cuna hecha astillas. Los barrotes de madera, redondeados, pulidos, todavía conservaban la pintura de color amarillo, descascarillada en algunos lugares. De un agujero del pequeño colchón, cubierto aún por una sábana arrugada y manchada por la edad, se derramaban algunas plumas blancas y suaves. — Harry — susurró Hermione —. Harry, no... Entonces, con una fuerza desmesurada, todo el dolor que había estado reprimiendo desde que llegó al Valle de Godric, o quizás desde que Hagrid le había contado lo sucedido la noche que sus padres murieron, le golpeó repentinamente. Sintió una aguda punzada detrás de los ojos. Se tambaleó y cayó de rodillas junto a la cuna semienterrada. A un lado, hazte a un lado, muchacha... — A Harry no. A Harry no — sollozó Harry. Unos brazos le rodearon. Tembló. — Por favor... haré cualquier cosa... A Harry no... — tartamudeó Harry, mientras las

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lágrimas ardientes le corrían por el rostro. Y, sin poder controlarse, soltó un grito de angustia, mientras la casa, el pueblo, el valle, el mundo entero daban vueltas a su alrededor. Los brazos que lo abrazaban lo apretaron con más fuerza, y ciertamente tuvo la sensación de que, si no fuese por esos brazos, no habría tenido fuerzas para sostenerse, aún estando de rodillas. La voz se le quebró. Temblando violentamente, intentó tomar aire, y estuvo a punto de ahogarse. Tardó un buen rato en conseguir, con enorme esfuerzo, que su respiración se hiciese regular. Abrió los ojos. La habitación, la cuna medio rota, seguían exactamente igual. Hermione estaba sentada a su lado, y de sus ojos castaños resbalaban lágrimas silenciosas. Ron, arrodillado frente a él, lo abrazaba con fuerza, con los ojos cerrados. Sin decir una palabra, se apartó suavemente de Ron. No se molestó en enjugarse las lágrimas que le empapaban el rostro y el cuello: miró hacia lo que quedaba del techo, parpadeando, y respiró profundamente. — Voy a matarlo — susurró, con la vista fija en las tejas caídas sobre una enorme viga de madera, podrida y rota por la mitad, que se sostenía precariamente por una delgada astilla y parecía ir a desplomarse en cualquier momento —. Me cueste lo que me cueste, y aunque tarde el resto de mi vida en conseguirlo, os juro que voy a matarlo. Ron no emitió ningún sonido; Hermione posó una mano sobre la de Harry, que descansaba junto a uno de los barrotes de la cuna. — Aunque te cueste también nuestras vidas — dijo en voz baja, y sonó como la promesa más solemne —, al final, acabarás con él. Harry se limpió las lágrimas y el polvo del rostro con el dorso de la mano.

Pese a su intención de aprovechar cada minuto que le restaba antes de regresar a Hogwarts para intentar encontrar los Horcruxes, Harry no fue capaz de marcharse del Valle de Godric hasta tres

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días después. Durante las primeras horas intentó absurdamente ordenar la casa de sus padres, apartar los escombros, incluso arreglar de alguna manera los muebles. Sin embargo, después del segundo hechizo reparador desistió, y anuló los encantamientos con un impaciente giro de muñeca. Por mucho que le doliese verla así, la sensación de vacío que sintió al ver un aparador completamente arreglado, como nuevo, fue abrumadora: por un instante, creyó que, si giraba la cabeza sólo un milímetro, vería salir a Lily Potter por la puerta destrozada de la cocina. Al día siguiente Ron y Hermione le acompañaron a visitar el cementerio del pueblo. Harry quería ver las tumbas de sus padres antes de marcharse: era otro de los fantasmas de su pasado que quería conjurar, algo que necesitaba hacer para poder dedicarse en cuerpo y alma a la lucha contra Voldemort. Sin embargo, no encontraron ningún cementerio en los alrededores del Valle de Godric; finalmente, tras un largo paseo que duró horas, tuvieron que admitir que lo más probable era que el Valle de Godric no tuviera cementerio. El pueblecito parecía haber vuelto a la normalidad, después de permanecer paralizado durante un día entero ante la llegada de Harry. Las calles estaban llenas de gente, y, sin embargo, no parecían abarrotadas, sino todo lo contrario: los habitantes del Valle de Godric transitaban por las callejuelas tranquilamente, sin prisas, con ese aspecto apacible y sonriente de quien está contento con la vida que lleva. Saludaban a Harry como a un antiguo amigo que ha estado mucho tiempo fuera y por fin ha regresado, y dieron la bienvenida a Ron y a Hermione como a unos nuevos vecinos largamente esperados. — Oh, no — exclamó una mujer de unos treinta años, de corto cabello negro como la pez y ojos brillantes, cuando Harry le preguntó por el cementerio —. No, no, cariño... Aquí no tenemos cementerio. — Oh — dijo Harry, abatido. La mujer lo miró atentamente unos segundos, y después esbozó una sonrisa triste y comprensiva.

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— Detrás de la casa — dijo simplemente. Harry la miró, sorprendido. La mujer hizo una mueca —. Lo recuerdo. Yo era todavía muy joven, pero recuerdo que decidieron... Detrás de la casa. Harry la observó unos instantes, parpadeando. — ¿Por qué? — Por lo mismo por lo que dejaron la casa tal y como estaba — respondió la mujer —. Para ti. Y, después de dirigirle una última sonrisa, siguió su camino calle abajo. A ninguno de los tres se les había ocurrido rodear la casa para visitar el pequeño jardín el día anterior. Y allí estaban: dos pequeñas lápidas, de un reluciente color blanco, deslumbrantes bajo el intenso sol del mediodía, colocadas directamente sobre el suelo. Estaban rodeadas de hierba amarillenta, pero, pese al aspecto reseco de la vegetación, era palpable que alguien se había preocupado de cuidar aquel trozo de jardín: no había ninguna mala hierba, ningún cardo, ninguna piedra. Sólo hierba, aunque seca y marchita por el calor del verano. En las dos lápidas de piedra sólo se veían dos palabras grabadas: "James" y "Lily". Ni el apellido, ni la fecha, ni el motivo de su muerte. Ninguna mención al asesino que los mató. Ni una palabra sobre el hijo que sobrevivió aquella noche. Harry se sentó sobre la hierba, con las piernas cruzadas, y permaneció muy quieto, mirándolas, durante horas. Cuando Hermione fue a buscarlo, llevándole un sandwich para que comiese algo, el sol hacía equilibrios sobre una de las colinas, a punto de zambullirse en el horizonte. Se sentó a su lado mientras él engullía el bocadillo. — Son bonitas — dijo simplemente, mirando las lápidas —. Sencillas. Harry no contestó, y se concentró en el sandwich. Había pasado tanto tiempo mirando las tumbas de sus padres que podía verlas sin necesidad de mirarlas de nuevo. Pero estaba de acuerdo con Hermione: de alguna manera, aquellas dos piedras lisas eran lo adecuado, lo más apropiado para servir de tumba a James y Lily Potter.

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— Harry — dijo Hermione —, ¿estás...? ¿Qué tal estás? Harry se encogió de hombros, y se metió en la boca el último trozo de sandwich. Masticó lentamente y tragó, y permaneció en silencio unos minutos. — Vámonos — dijo de pronto. Hermione lo miró fijamente. — ¿Es eso lo que quieres? — preguntó. — Sí — asintió Harry —. Sí. Ya no tengo... no hay nada más que hacer aquí. — De acuerdo — dijo Hermione —. De acuerdo, Harry... — Quiero acabar con esto — dijo Harry, levantándose del suelo y sacudiéndose las briznas de hierba que se le habían adherido a los pantalones —. Quiero acabar con esto. Hermione se levantó a su vez del suelo, con los ojos fijos en las lápidas de James y Lily. — Muy bien — dijo al fin, y clavó los ojos en los de Harry —. Cuanto antes encontremos los Horcruxes, antes podrás enfrentarte con Voldemort. Y... y acabaremos con esto de una vez.

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— CAPÍTULO 7 — El último curso

Era la primera vez que Harry, Ron y Hermione iban al andén nueve y tres cuartos solos, sin la compañía de un grupo de adultos ansiosos y preocupados por su seguridad. En esta ocasión, ellos eran los adultos. Harry se sentía extraño cuando recordaba que ya no era un niño, que legalmente

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la sociedad mágica le consideraba un hombre; pero más extraño se sintió cuando, al subir al Expreso de Hogwarts, se dio cuenta de que era la última vez que subía a ese tren en aquella estación. En el andén se encontraron con el señor y la señora Weasley, que habían ido a despedir a Ginny. Ella ya había subido al tren; Harry se sintió dividido entre su decepción por no poder verla y su alivio por no tener que verla. Estaba empezando a cansarse de tener la mente, o las entrañas, o el corazón, tan hechos un lío. Sin embargo, se ahorró tener que pensar mucho en aquello gracias al lloroso abrazo de la señora Weasley, que, una vez más, le pidió entre lágrimas que tuviese mucho cuidado y no se pusiera en peligro. — Sí... claro — dijo, ausente, mientras la señora Weasley le apretaba tan fuerte que pensó por un momento que se le iban a salir los ojos de las órbitas. — Harry — dijo simplemente el señor Weasley, estrechándole la mano. Harry también se limitó a asentir: ambos sabían, sin necesidad de decírselo, que Harry no pensaba mantenerse a salvo y en el colegio todo el curso. — ¡Y tú, no quiero enterarme de que has hecho algo peligroso! — exclamó la señora Weasley abrazando a Ron, que prefirió no responder. Hermione hizo una mueca burlona que, afortunadamente, la señora Weasley no llegó a ver. — Adiós, señora Weasley... — Adiós, adiós, Hermione, querida... Cuida de estos dos, ¿de acuerdo? Vigílalos de mi parte. — Claro — mintió Hermione. Esta vez la mueca apareció en el rostro de Ron. Ron y Hermione tuvieron que ir al vagón de los prefectos, y Harry recorrió el pasillo, arrastrando su baúl, buscando un compartimento vacío. El tren no estaba tan concurrido como en cursos anteriores: Harry supuso que muchos alumnos de Hogwarts (o, más probablemente, sus padres) habrían decidido no regresar al colegio aquel año, después de lo ocurrido el curso anterior.

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Los compartimentos estaban todos medio vacíos; no había en ninguno de ellos más de dos o tres personas. Al parecer, los pocos que se habían animado a acudir a Hogwarts aquel año deseaban, como él, estar a solas. Harry no se animó a unirse a ninguna de las personas que vio en su paseo por el Expreso, y que lo observaban sorprendidos cuando pasaba, como si no esperasen volver a verlo. Y bien, la gente era menos tonta de lo que parecía en ocasiones. Al final del tren encontró, por fin, un compartimento vacío, y se sentó después de colocar el baúl en la rejilla del equipaje. Por un lado, echaba de menos la compañía de Ron y de Hermione, después de pasar los últimos trece meses sin separarse apenas de ellos; por otro, tampoco tenía muchas ganas de estar con nadie. Exactamente lo mismo le pasaba con la perspectiva de volver a Hogwarts: deseaba más que nada ver el castillo, recorrer sus pasillos, sus terrenos, la cabaña de Hagrid, el campo de Quidditch... era el único lugar donde había sido completamente feliz. Pero volver a Hogwarts sin Dumbledore... Sacudió la cabeza, y se recostó en el asiento. Ya había pensado demasiado en aquello; ya iba siendo hora de dejar a un lado la pena por la muerte del anterior director del colegio. Tenía cosas más importantes de las que preocuparse. ¿Dónde habría escondido Voldemort sus Horcruxes? ¿Y a qué tendría que enfrentarse cuando los encontrase? ¿Quién era R.A.B.? ¿Habría destruido el medallón antes de morir? ¿Habría muerto realmente, o habría conseguido escapar? Y, lo que era más importante aún, ¿cómo encontraría a Voldemort después de destruir todos los Horcruxes, y cómo conseguiría matarlo? No se hacía muchas ilusiones a este respecto: pese a ser legalmente un hombre, comparado con Voldemort era un bebé. Mientras que Voldemort había tenido setenta años para perfeccionar su dominio de la magia, hacía apenas seis que él sabía que era un mago. Y Voldemort no había tenido reparos en profundizar en su conocimiento de las Artes Oscuras, mientras que él, Harry, sólo había realizado en su vida dos maldiciones, la cruciatus que intentó lanzarle a Bellatrix Lestrange hacía poco más de un año, y que no funcionó, y la sectumsempra con la que estuvo a

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punto de matar a Draco Malfoy. Para un joven de su edad era mucho, pero ¿sería suficiente para matar al mago tenebroso más poderoso de los últimos siglos? Si tenía que apostar, diría que no. Entonces, ¿qué se suponía que debía hacer para acabar con él? Dumbledore no le había enseñado nada para cuando estuviera frente a frente con Voldemort. De hecho, no parecía haberle dado mucha importancia. Quizá no había contado con morir antes de enseñarle algo que le fuera verdaderamente útil, pero Harry creía que Dumbledore nunc había tenido intención de mostrarle nada más allá del gran secreto de Voldemort: su alma dividida. Dumbledore contaba con ese "poder que el Señor Tenebroso no conoce" para que Harry consiguiese vencerlo... ¿Acaso su antiguo director esperaba que Harry acabase con Voldemort queriéndolo mucho? No veía cómo el amor podía luchar, e incluso vencer, al poder de Voldemort. Sin embargo, quizás debería investigarlo un poco más... ¿No habría algún hechizo, algún encantamiento de gran poder, que tuviera su base precisamente en el amor? Al fin y al cabo, si él había sobrevivido al primer ataque de Voldemort había sido precisamente por amor, por el amor de su madre... ¿Y no se había salvado hacía dos años gracias al amor de sus padres, que le habían ayudado a escapar de Voldemort y sus mortífagos aún siendo unas simples sombras surgidas de su varita? Dumbledore tenía razón: el amor era poderoso. ¿Pero tanto como para hacer algo más que huír de Voldemort, y seguir huyendo? ¿Tanto como para acabar con él? Harry lo dudaba. Permaneció quieto, sentado con las piernas dobladas y abrazándose las rodillas, mirando por la ventana el cambiante paisaje que pasaba a toda velocidad ante sus ojos. Parecía imposible que él mismo, esa persona que en esos momentos estaba tan relajada en un tren, fuera la misma que, antes o después, tendría que enfrentarse a muerte con un mago tan poderoso y maligno que la gente no se atrevía ni siquiera a decir su nombre... Pero así era, y, al imaginarse la escena, un escalofrío de pánico le recorría toda la espina dorsal. Pánico porque en su interior sabía que no era posible que sobreviviese a ese enfrentamiento. Pese a la fe que había depositado en él Dumbledore, Harry sabía que no sería capaz de vencer a Voldemort. Y bien, Dumbledore también había

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confiado mucho en sí mismo, en sus fuerzas, en su poder, en Snape... y había acabado tirado al pie de la Torre de Astronomía. La imagen del cuerpo de Dumbledore caído, desmadejado como una muñeca rota, yaciente en la explanada delantera del castillo le perseguía cuando estaba con la guardia baja, ya fuera en sus sueños o en sus momentos de vigilia. En esos momentos se superponía a la campiña que se veía más allá del cristal, y a su propio reflejo, que podía contemplar con poca nitidez contra la claridad atenuada por las nubes del exterior. En su retina se imprimía indistintamente la imagen de las colinas amarillentas por la cercanía del otoño y la sequedad del verano, el rostro de Dumbledore con un hilillo de sangre resbalándole por la comisura de la boca, y el suyo propio, pálido, grave, con los ojos brillantes tras las gafas redondas y la cicatriz en forma de relámpago nítidamente dibujada en su frente. El rebelde mechón de cabellos negros que le caía sobre los ojos dibujaba una curva similar a la de aquella colina que se veía en el horizonte, y a la nariz partida de Dumbledore, bajo los ojos cerrados... Y las gafas redondas del reflejo eran exactamente de la misma forma que aquellos dos peñascos que había junto a la vía, y el doble que las gafas de media luna que descansaban, torcidas, sobre esa nariz ganchuda... — ¿Harry? Harry, ¿te pasa algo? Parpadeó, sorprendido, y apartó la vista de la ventana. En la puerta entreabierta del compartimento, con una expresión ceñuda, preocupada, estaba Ginny. — Ah... hola — murmuró. Sacudió la cabeza para librarse de las imágenes que poblaban su mente. — ¿Estabas dormido? — preguntó Ginny, entrando en el compartimento y sentándose a su lado. — No estoy muy seguro — confesó él, pasándose la mano por el pelo, y esbozó una sonrisa vacilante. Ginny sonrió a su vez. — Tienes que estar muerto de aburrimiento, tú solo aquí — dijo —. ¿Dónde están

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Hermione y Ron? — En... en el vagón de los prefectos — contestó él. — Ah — dijo Ginny. Hizo una mueca —. Claro. Y seguro que se han quejado mucho por tener que ir, ¿no? "Nosotros no queremos dejarte solo... pero es que nos obligan a ir..." — Sí, algo así — asintió Harry encogiéndose de hombros. — Ya. Bueno — dijo Ginny, y estiró las piernas descuidadamente —. ¿Y Neville y Luna? Pensaba que siempre viajabas con ellos en el tren... — Sí, bueno... No los he visto — respondió Harry. Ginny lo miró con los ojos entrecerrados. — No los has visto — repitió —. ¿Sabes?... si los hubieras buscado, a lo mejor sí que los habrías visto. Están en el compartimento de enfrente. Harry abrió la boca para hablar, pero Ginny lo interrumpió. — No hace falta que me lo expliques — dijo, y su sonrisa se desvaneció —. Si quieres estar solo, me parece muy bien. Sólo espero que no estés rehuyendo a la gente para no ponerla en peligro. Harry la miró, sorprendido. Ginny había hablado con una amargura y una rabia desconocidas para él. — No puedes querer ser el protector de todo el mundo, Harry — dijo en voz baja, y le dirigió una mirada triste —. La gente tiene que saber protegerse a sí misma. Además, si intentas ser el guardaespaldas de todos, algún día, inevitablemente, fallarás. Y entonces, ¿qué vas a hacer? ¿Sentirte culpable por cada una de las muertes que se produzcan? ¿Alejarte un poco más de la gente que te quiere con cada asesinato? Porque mucho me temo que vas a estar bastante solo, Harry. Él negó con la cabeza. — Ginny, ya te he dicho que...

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— Sí, ya — ella hizo una mueca de impaciencia —. Que Quien—Tú—Sabes podría ir detrás de mí porque blablabla y todo eso. Está bien, Harry — suspiró —. Aunque a lo mejor llega un día en el que mando todos tus blablablas al cuerno, ¿sabes? Tengo mucha práctica en ignorar lo que la gente intenta obligarme a hacer — sonrió —. No puedes reprochármelo: crecí con Fred y George. Lo mío era una cuestión de supervivencia. — Ginny... — Es igual —. Ella hizo un gesto evasivo —. No he venido a hablar de eso. En realidad, tengo un mensaje para ti. Bueno, para los dos. Harry frunció el ceño. — ¿Un mensaje para los dos? ¿Y quién...? Ginny sonrió, burlona. — ¿Acaso no lo adivinas? — preguntó, socarrona —. Slughorn. — ¿Slughorn? — repitió Harry, desconcertado por un instante. Ginny hizo una mueca. — ¿Qué otro podría decir...? espera —. Se metió la mano en el bolsillo y sacó un trozo de pergamino doblado, del que colgaba, desmayada, una cinta de color malva. Lo desdobló, se aclaró la garganta y leyó: — Mi encantadora pareja de tortolitos: Estaría encantado de que aceptáseis reuniros conmigo a la hora de la comida en el compartimento C, para compartir un bocado y un rato de interesante charla. Sinceramente, Profesor H.E.F. Slughorn. Harry soltó un gruñido mientras Ginny volvía a doblar el pergamino. — No sé por qué, pensaba que Slughorn habría dejado de buscar miembros para su club — dijo Harry. — Yo esperaba que no hubiera vuelto al colegio — dijo Ginny —. Pero desde luego se ve que no ha cambiado nada, a pesar de todo. — Sí, bueno — Harry se encogió de hombros —, a estas alturas no se va a inventar una nueva forma de ser, ¿verdad? — No, supongo que no — respondió Ginny —. Bueno — añadió, mirando a Harry

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directamente a los ojos —, ¿qué hacemos? Harry miró al techo. — No sé — dijo —. ¿A ti te apetece ir? — ¿Estás loco? ¿Por quién me tomas? — exclamó Ginny, fingiendo horrorizarse. Harry rió. — Ya lo imaginaba —. Esbozó una sonrisa —. ¿Y cómo nos libramos de esta? No puedo inventarme un entrenamiento de Quidditch en el tren... — No, supongo que no — asintió Ginny —. Me imagino a una bludger suelta por el pasillo... acabaríamos todos el viaje escondidos debajo de los asientos. — Además, qué desperdicio — dijo Harry —. Ni siquiera iba a tener la oportunidad de machacarle un poco la cabeza a Draco Malfoy... — A Crabbe y a Goyle tampoco — dijo Ginny —. No han vuelto ninguno de los dos. Lástima. Un golpe de bludger en la cabeza no podría sino hacerlos mejorar. Igual hasta se volvían listos y todo. — Más que una bludger debería ser un canto rodado — rió Harry —. ¿Y por qué no habrán vuelto...? Ginny se encogió de hombros. — Ni idea — contestó —. A lo mejor no querían pasar un año en Hogwarts sin Malfoy, no sé... Supongo que no tendrán ni idea de cómo levantarse siquiera de la mesa cuando él no les explica cómo hacerlo. — Imagina — dijo Harry —. Qué par de bobos. Para una vez que estaban seguros de que Malfoy no los iba a tener todo el curso transformados en niñas de primero... — Igual es que les gustaba — rió Ginny —. Su identidad perdida. Pobres... No merece la pena volver a Hogwarts si no pueden pasearse por los pasillos con una túnica cortita. Harry soltó una carcajada. — Bueno — continuó Ginny —, si vamos a lo de Slughorn, por lo menos no tendrás que

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quedarte aquí solo, esperando a mi hermano y a Hermione, ¿no? — Supongo — se encogió de hombros —. Aunque no me apetece nada escucharle decir que el mundo se ha hundido porque tú y yo ya no estamos juntos. Ginny lo miró, enarcando una ceja. — ¿Crees que lo dirá? Harry levantó la mirada, como poniendo al techo por testigo, y suspiró. — No tengo ni la más mínima duda — sentenció. Y, efectivamente, Slughorn pareció desolado cuando comprendió, por fin, que aunque Harry y Ginny habían acudido juntos a su compartimento, ya no eran su "encantadora pareja de tortolitos". Harry, avergonzado hasta el extremo, deseó por un momento meterse debajo de cualquiera de los asientos del compartimento cuando Slughorn les pidió explicaciones delante de un grupito de cinco o seis alumnos de Hogwarts (entre los cuales, para horror suyo, estaba Blaise Zabini, de Slytherin). Sintió que toda la sangre de su cuerpo trepaba hasta su rostro, que debía estar encendido como una bombilla. Por lo que pudo ver por el rabillo del ojo, ya que no se atrevía a mirarla directamente, Ginny tenía el mismo problema: no se le distinguía la piel del pelo, tan roja estaba. — Bueno — dijo Slughorn, animándose de golpe, mientras Harry y Ginny se sentaban apretujados en el único asiento libre que quedaba, embarazados —. No importa. Sólo hay que veros para descubrir que ha sido por una tontería... Y yo, personalmente, voy a encargarme este curso de que volváis a estar juntos —. Guiñó un ojo en dirección a ellos —. Si vosotros no sabéis lo que os conviene, alguien tendrá que velar por ello... No os preocupéis, tengo experiencia en estos asuntos — añadió, sonriente, como si le hiciera mucha ilusión arreglar la vida de Harry y de Ginny, quisieran ellos o no —. Una vez, Morris Drexton... ya sabéis, el presidente de Fluxton, la multinacional distribuidora de Polvos Flu... Morris Drextyle tuvo una pelea absurda con su novia, Darrell Galvestyle, algo sobre que él había dicho alguna inconveniencia delante de los padres de

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ella... Bueno, gracias a mí, se casaron a los dos meses. La boda fue portada de Corazón de Bruja, incluso hicieron un especial de doscientas páginas, y el Pensarecuerdo se vendió como si fuera un auténtico bien de primera necesidad. Fue número uno en la lista de los Pensarecuerdos más vendidos durante un año entero. Y, hace veinte años, Dolly Lolly, la solista de Akelarre Nokturno, se enamoró de un fan de Las Hijas de Samantha y tuve que intervenir yo... No diré cómo lo hice, porque estropearía la sorpresa, pero estuvieron juntos diez años, hasta que a él lo asesinó un fanático enamorado de ella... Harry lanzó una mirada de soslayo a Ginny, que le dirigió una mueca divertida, mientras Slughorn continuaba hablando de los reencuentros amorosos que había propiciado entre la gente más selecta y famosa. Echando un vistazo a su alrededor, comprobó que, al igual que el año anterior, Slughorn había buscado entre los alumnos de Hogwarts a los que era más probable que se convirtieran en una "persona importante", o, al menos, en lo que Slughorn consideraba importante. Aparte de Blaise Zabini, el muchacho de séptimo de Slytherin que formaba parte del Club Slug, como Harry y Ginny (aunque con mucho más entusiasmo que ellos dos) desde el curso anterior, había un chico y una chica que Harry recordaba haber visto en los pasillos de Hogwarts. Eran más jóvenes que ellos: Zabini y Harry eran los únicos alumnos de séptimo que habían acudido al compartimento de Slughorn. Hermione debía haber conseguido excusar su presencia, quizás inventándose algún deber como prefecta que tuviera que llevar a cabo a la hora de la comida (probablemente para no dejar solo a Ron, que nunca había llamado la atención de Slughorn), y, evidentemente, Cormac McLaggen ya no estaban en el colegio, porque había terminado séptimo el año anterior. — ¿...McLaggen, señor? — preguntaba Zabini en esos momentos, causándole un sobresalto a Harry: por un instante tuvo la sensación de que le había leído la mente. — Oh, sí — dijo jovialmente Slughhorn, y les pasó a Ginny y a Harry un vaso lleno a rebosar con un líquido de color ambar y olor dulce —. Bueno... me alegra poder decir que ha

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empezado su nueva vida de adulto con bastante éxito —. Sonrió —. Ha conseguido trabajo en seguida, nada más salir de Hogwarts, la verdad... incluso sin los ÉXTASIS, que no pudo hacer el año pasado porque... bueno — carraspeó —. Aunque yo habría esperado que entrase en el Ministerio, teniendo tan buenos contactos... ¡Su familia es amiga personal del mismísimo Ministro! Pero en fin — añadió —, cada uno tiene que encontrar su propio camino para ascender... ¿Quién sabe si no llegará mucho más lejos de este modo? — ¿Qué es lo que está haciendo, señor? — preguntó Zabini —. ¿Dónde trabaja? La sonrisa de Slughorn se ensanchó, y sacudió un dedo ante Zabini, exactamente del mismo modo indolente y falsamente reprensivo que Harry le había visto hacerlo frente a Tom Ryddle. — No puedo decirte nada por ahora, Blaise — dijo, y dio un sorbo a su propio vaso —. Es un secreto... ya lo descubriréis, a su debido tiempo. Pero bueno — dejó su vaso y miró a todos los que lo rodeaban —, dejemos eso. A vosotros — señaló a Harry y a Zabibi — sólo os queda un año para descubrir cómo queréis llegar a donde, seguro, va a llegar él... ¿Tenéis algo pensado? Zabini negó con la cabeza. Harry ni siquiera se molestó. — Tú, Harry, mi niño, supongo que seguirás con la idea de ser auror... Harry se encogió de hombros, ignorando el bufido de Zabini. — Bueno — continuó Slughorn, pasándole una bandeja llena de lo que parecían canapés de caviar al muchacho que Harry no conocía, que la cogió con manos temblorosas —, ya sabes que tengo muy buenos contactos en el Ministerio, y de hecho el nuevo jefe de los aurores, Gawain Robards, es primo de uno de mis alumnos predilectos, Jamie Robards... Si necesitas que te ponga en contacto con él... — Ya me lo ofreció Scrimgeour, gracias — musitó Harry, omitiendo que, probablemente, el Ministro de Magia ya no estaría tan dispuesto a recomendarle a la Oficina de Aurores. — Ah... — Slughorn lo miró, con las cejas arqueadas, aprobador —. Muy bien, Harry, veo que no vas a esperar a acabar séptimo para empezar a abrirte camino, ¿eh?... Bien... Siempre hay

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que tener buenos contactos, mi niño, aunque debo decir que no he conocido a muchos que tengan unos contactos como los tuyos... ¡Pero claro, tampoco he conocido a muchos jóvenes de tu edad que sean tan conocidos! Slughorn soltó una risita aguda, y Harry le sonrió con desgana. — De cualquier modo — continuó Slughorn —, si en algún momento necesitas algo, cualquier cosa, no dudes en pedírmelo, mi querido muchacho. Lo miró, anhelante, como si esperase que en ese mismo momento Harry saltase de su asiento para implorarle su intercesión en pro de su futuro profesional. La sonrisa de Harry se hizo más amplia, y también más sincera; de hecho, estuvo a punto de reír. — Lo tendré en cuenta, señor — respondió, intentando no mirar a Ginny, que se tapaba la boca para ocultar su propia risa. — ¿Y tú, Blaise? — Slughorn se volvió hacia Zabini, que se embutió en la boca apresuradamente el trozo de pan untado con queso que tenía en la mano, y estuvo a punto de atragantarse —. ¿Qué has pensado para cuando salgas de Hogwarts? — Eh... — Zabini tragó con gran esfuerzo, los ojos llorosos —. Bueno... Había pensado en... También había pensado en ser auror — terminó. Harry, sorprendido, miró por el rabillo del ojo a Ginny, que tenía una ceja arqueada y miraba a Zabini con gesto de incredulidad. — ¿De veras...? — Slughorn parecía tan sorprendido como ellos dos; su bigote tembló cuando su sonrisa vaciló un instante —. No podía imaginármelo... ¿Siempre has tenido esa idea? — Eh... Bueno, se me había ocurrido — contestó Zabini evasivamente, y cogió otro canapé, en opinión de Harry para evitar tener que contestar más extensamente. — Vaya, vaya — exclamó Slughorn, sonriendo ampliamente y paseando la mirada de Zabini a Harry —. ¡Mis dos pupilos mayores, los dos aurores! Bueno, es fantástico, fantástico — dijo, levantando su vaso en dirección a ambos —. Hacen falta muchos aurores estos días... y estoy

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seguro de que los dos conseguiréis entrar en el Ministerio. Vaya, vaya — repitió —. ¡Aurores!... Tendré que hablar con Gawain Robards... Sí, tendré que hablar con él. Nunca está de más una ayuda suplementaria, ¿verdad? — preguntó, y guiñó un ojo a Harry, que asintió en un acto reflejo. "Bien, bien... — continuó Slughorn —. ¿Y la señorita Weasley? ¿También quiere convertirse en un auror? Ginny hizo una mueca, al parecer para ocultar la risa silenciosa, y a duras penas fue capaz de poner una expresión de seriedad. — No... No lo he pensado todavía, señor — dijo —, pero no lo creo. No me atrae demasiado eso de cazar magos tenebrosos... — Oh... ¿Con la maestría que tienes para lanzar ese Hechizo Mocomurciélago? Vaya... — dijo Slughorn, un poco decepcionado —. Bueno, supongo que es lo mejor. Siempre he dicho que compartir profesión con tu pareja no es lo más adecuado para la relación, ¿verdad? — y, con una amplia sonrisa, guiñó de nuevo el ojo, esta vez en dirección a Ginny, que se sonrojó levemente. "Bien. ¿Habéis oído, chicos? — preguntó, dirigiéndose a los dos muchachos que Harry no conocía, y que los observaban a él y a Ginny con curiosidad —. A vosotros todavía os quedan unos años para tener que haceros esta pregunta... pero nunca está de más que empecéis a ver qué queréis hacer cuando salgáis del colegio. ¿No es cierto, Michael? El muchacho, que debía estar en cuarto o en quinto, abrió mucho los ojos y asintió enérgicamente, tanto que se le resbalaron las gafas y se le quedaron colgando de una oreja. Ruborizado, se las enderezó y guardó silencio. La chica que se sentaba a su lado, por el contrario, soltó una risita estridente que a Harry le taladró el oído derecho y le produjo unas inexplicables ganas de gritarle algo muy desagradable. — Sí, Doreen; cuanto antes empecéis a planteároslo, antes podremos ver qué camino es el mejor para que consigáis lo que queréis —. Slughorn se volvió hacia Harry y Ginny —. Doreen Gerber y Michael Hougan ya estuvieron el año pasado en alguna de nuestras pequeñas reuniones,

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no sé si os acordaréis... Harry no dijo nada; Ginny negó con la cabeza. — ¿No?... Bueno, Michael es el sobrino favorito de Ken Hougan, ya sabéis quién es... ¿No?... El director de San Mungo, es muy famoso... Apuesto lo que queráis a que Michael acaba siendo el Sanador más prometedor de su generación. — Bueno — Michael Hougan se encogió de hombros y estuvo a punto de volver a tirarse las gafas —, en realidad a mí lo que me gustaría es jugar a los Gobstones profesionalmente... — Ah, bah — Slughorn hizo un gesto de indiferencia con la mano —, eso no te iba a llevar a ninguna parte... Si al menos fuera Quidditch... Michael pareció encogerse varios centímetros. Murmuró algo que a Harry le sonó como "Es que no me quisieron en el equipo de la casa...". — Nada, nada — dijo Slughorn —. Ya me encargaré yo de que tu tío sepa el tesoro que tiene en casa... Bueno, en casa de su hermana — sonrió —. Y el abuelo de Doreen... Harry desconectó completamente de la conversación antes de enterarse de qué hacía tan especial al abuelo de Doreen Gerber. La voz de Slughorn, entusiasmada, subía y bajaba de tono, despejándolo en ocasiones y sumiéndolo en un letargo apacible que intentaba disimular como podía en otras. No era fácil: Slughorn parecía tener la necesidad de dirigirse a él cada pocos minutos, pero Harry poco a poco empezó a cogerle el ritmo y a aparentar estar tremendamente interesado a intervalos regulares, de forma que el profesor nunca le sorprendía soñando medio despierto. Consiguieron salir del compartimento de Slughorn bien avanzada la tarde, cuando los rayos de sol que se filtraban por las ventanas del tren ya se habían teñido de un intenso color rojo como la sangre. Ginny y él recorrieron el expreso medio vacío sin saber muy bien en qué estado de ánimo se encontraban. Al menos, así se sentía Harry: por un lado, estaba exasperado y aburrido por Slughorn y su manía de reunir a su "Club" (y de empeñarse en incluírle a él); por otro, la actitud

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del profesor le resultaba hilarante, cuando no francamente divertida. — Ha sido... interesante — dijo Ginny, siguiendo el hilo de sus pensamientos —. Cuanto menos. — Sí — asintió Harry mientras recorrían el pasillo en dirección a su compartimento —. Sobre todo la parte de los contactos de Slughorn en la Liga Profesional de Gobstones... Al final, seguro que Hougan consigue quitarle la idea de convertirle en Sanador. — Seguro — dijo Ginny, abriendo la puerta del compartimento —. Oye, ¿ por qué crees que Zabini quiere ser auror? No le pega nada, la verdad. — No, la verdad es que no — respondió Harry, frunciendo el ceño, mientras entraba en el compartimento detrás de Ginny —. Siendo amigo de Malfoy, más bien le pega lo contrario... — ¿De qué estáis hablando? — preguntó Hermione desde el asiento junto a la ventana, levantando la mirada de su eterno ejemplar de El Profeta. — Nah, Zabini — respondió Ginny sentándose a su lado —. Que ahora le ha dado por ser auror, ya ves... — ¿En serio? — preguntó ella, doblando el periódico. — Sí, se lo ha dicho a Slughorn hace un rato... — ¿Habéis estado con Slughorn? — preguntó Ron, apartando la vista de la ventana y clavándola en Harry y en Ginny. Harry desvió la mirada, incómodo. — Sí — tuvo que admitir Harry —. Nos invitó a comer, ya sabes, como el año pasado... — Por cierto, Hermione — dijo Ginny —, ¿cómo has conseguido librarte de venir esta vez? — Ah, le dije que tenía que patrullar los pasillos del tren para vigilar a los alumnos — contestó Hermione. — Me lo imaginaba — dijo Ginny —. ¿Por qué? Pensaba que te habían acabado gustando las reuniones del "viejo Slug" — añadió, imitando magistralmente el tono exaltado del profesor de Pociones.

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— Sí, bueno — dijo Hermione, encogiéndose de hombros —. Pero es que no quería... — ¿...dejar solo a Ron? — preguntó Ginny, señalando a su hermano, que había cogido El Profeta de Hermione y miraba la portada con los ojos vidriosos. — Qué va, si a mí también me ha invitado — respondió él sin apartar los ojos del periódico. Al notar la mirada sorprendida de Harry y Ginny, se metió la mano en el bolsillo trasero del pantalón y extrajo un trozo de pergamino exacto al que Ginny le había mostrado a Harry horas antes, con la misma cinta de color malva. Harry alargó el brazo y lo cogió para leerlo. — No hace falta — dijo Hermione, recostándose en el asiento con una media sonrisa —. Me la sé de memoria.... Ha estado leyéndomela cada cinco minutos desde que la ha recibido. Estimado señor Weasley: Me encantaría que vinieras al compartimento C para comer y compartir un rato agradable con algunos compañeros tuyos. Atentamente, Profesor H.E.F. Slughorn. Ginny soltó una risita. — ¿Y por qué de repente te ha invitado, Ron? — preguntó, burlona —. No parecía hacerte mucho caso el año pasado... — Ni idea — Ron se encogió de hombros, con los ojos fijos en la portada de El Profeta —. Pero a mí ya no me apetece formar parte del "Club Slug". Menudo idiota... — A lo mejor se siente culpable por envenenarte, y por eso te ha invitado — sugirió Harry —. Como no había vuelto a invitar a nadie a una reunión desde entonces, no ha podido compensártelo antes... — Puede ser — respondió Ron, indiferente, y volvió una página para leer un artículo del periódico. — ¿Qué te pasa? — preguntó Harry, extrañado. — Bah, déjalo — dijo Ginny, haciendo una mueca —. Ha madurado de golpe y no sabe cómo asumirlo. Ron ni siquiera se molestó en contestar.

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— De todas formas — dijo Hermione, frunciendo el ceño —, eso de Zabini me huele mal. ¿Cómo es que de repente ha pasado de ser el mejor amigo de Malfoy a querer ser un auror? — A lo mejor, con todo lo que pasó aquella noche, algunos de los amigos más cercanos de Malfoy decidieron que en realidad no querían estar en el mismo bando que él... — sugirió Ron, levantando por fin la vista del periódico y lanzándolo a un lado. El Profeta quedó sobre el asiento, medio doblado. — ¿Por qué? — preguntó Hermione, escéptica —. No creo que se hayan asustado de repente... Ya debían saber cómo se las gastan los mortífagos antes de que entrasen en Hogwarts. — Sí, pero lo que no sabían es que eran capaces de meter a Greyback en el colegio — dijo Ron —. Greyback sólo hirió a Bill, pero perfectamente podría haberse comido a la mitad del alumnado. — Sí — asintió Harry, recordando con un escalofrío al hombre lobo demente que había aparecido en lo alto de la Torre de Astronomía, con los dientes afilados chorreando sangre —. Greyback le dijo a Dumbledore que esa era precisamente su intención. Quizás Zabini se haya asustado al comprender que los mortífagos no tienen respeto por la vida de nadie, ni siquiera de la gente que les apoya. — Mmm... No sé — dijo Ginny, pensativa —. No me ha dado la impresión de estar muy convencido, de todas formas. — ¿Qué quieres decir? — preguntó Hermione. — Que, cuando ha dicho que quería ser auror, no tenía la misma cara que Harry y Ron aquí presentes cuando dicen lo mismo — contestó Ginny —. A ellos se les ilumina la cara, da la impresión de que están teniendo una experiencia religiosa o algo así. Zabini no tenía esa cara. Más bien parecía como si no quisiera hablar mucho del tema... Y eso no les pasa a Harry y a Ron. — No, eso es evidente — dijo Hermione en el mismo tono ligeramente burlón —. Pero si Zabini ha dicho que quiere ser auror para disimular delante de Slughorn, o del resto de vosotros...

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No sé, tampoco tiene mucho sentido. — ¿Por qué? — preguntó Harry. — Porque Zabini no es tonto del todo, y tiene que saber que, diciendo que quiere ser auror, iba a llamar la atención. Para disimular, podría haber dicho que quiere meterse en el Ministerio, no sé, o lo que quiera que hicieran sus padres. — Casarse con mucha gente y llevarse toda la herencia después de que mueran en circunstancias sospechosas — apuntó Ginny. — Pues eso. — Supongo que Zabini se habrá dado cuenta de que con esa jeta no iba a poder encontrar muchas mujeres ricas dispuestas a juntarse con él — dijo Ron con sorna. — Alguna tonta habría — contestó Ginny —. Las chicas de Slytherin no parecen mirarlo con malos ojos... — Sí, bueno, pero es que esas son capaces de mirar con buenos ojos incluso a Crabbe y a Goyle — dijo Hermione con un bufido. Ginny hizo una mueca de asco. — No sé — dijo Harry, pensativo —. A lo mejor tienes razón, Hermione. Si Zabini quería disimular algo delante de Slughorn, no habría elegido decir que quería ser auror. — Claro que no — dijo Hermione. — Pero — continuó Harry —, a lo mejor no quería disimular... — Harry — dijo Ginny —, tú lo has visto igual que yo. Zabini no tiene ninguna gana de ser auror. Se le ha notado a distancia, hombre. — Ya, ya — admitió Harry —. Pero se me ocurre que a lo mejor Zabini sí tiene intención de convertirse en un auror. Aunque no le apetezca. Hermione, Ron y Ginny lo miraron un momento, sin comprender. — Si Zabini era uno de los amigos de Malfoy — explicó Harry —, entonces puede ser que también él esté en contacto con Voldemort... y, si disimula y hace ver que se ha alejado de él, si

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consigue entrar en la Escuela de Aurores, entonces tendrá una oportunidad de oro de convertirse en un espía a las órdenes de los mortífagos. Ginny siguió mirándolo sin decir nada. Ron parecía estar considerando la posibilidad. Hermione, sin embargo, suspiró. — Harry — dijo —, tú ves complots y planes de los mortífagos por todas partes... — Bueno, y a veces tengo razón, ¿no? — la interrumpió él bruscamente —. El año pasado no me hicísteis ni caso cuando pensaba que Malfoy era un mortífago y que planeaba algo, y después... — Ya, Harry, ya lo sé — asintió Hermione —. Pero no creo que Voldemort se dedique a reclutar alumnos de Hogwarts para que asuman esas responsabilidades... Creo que Malfoy fue una excepción. — No estoy tan seguro — negó Harry —. Puede ser que Voldemort haya decidido empezar a hacerse una cantera con sus seguidores más jóvenes... Al fin y al cabo, seguro que se acuerda de que él, a los diecisiete años, era bastante capaz de cometer actos bastante chungos. Por llamarlos de alguna manera. Hermione frunció el ceño. — Sí, Voldemort era bastante poderoso a esa edad — dijo, y volvió a suspirar, estirando las piernas —. Bueno, si tienes razón, Harry, y Zabini es uno de los "cachorros" de Voldemort, será mejor que Ron y tú consigáis entrar también en la escuela de aurores... ¿Quién mejor que vosotros para tenerlo vigilado? Harry se encogió de hombros. — Si de mí depende — dijo en voz baja —, Zabini no va a tener tiempo ni de terminar sus ÉXTASIS. — ¿Te lo vas a cargar, o qué? — preguntó Ginny, divertida. — No — dijo Harry —. A menos que se ponga muy tonto.

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— CAPÍTULO 8 — Un nuevo golpe

Harry, Ron, Hermione y Ginny compartieron un carruaje con Neville al llegar a la estación de Hogsmeade. Luna, que había pasado todo el viaje con Neville, se despistó en el último momento y el carruaje partió con su baúl pero sin ella a bordo; sin embargo, conociendo a Luna, ninguno de ellos se preocupó demasiado: seguro que aparecería por Hogwarts en cualquier otro carruaje, convencida de que había viajado con ellos. O con un snorkack de cuernos arrugados. Al bajar del carruaje, Harry comprobó que había muchos menos de los que normalmente se utilizaban para trasladar a los alumnos de Hogsmeade a Hogwarts. Contándolos por encima, vio que sólo habían empleado a unos treinta thestrals, cuando normalmente eran al menos un centenar. Al parecer, muchos más de lo que había supuesto habían preferido quedarse en casa. O muchos más padres de lo que esperaba. El Gran Comedor parecía mucho más inmenso de lo habitual, al acoger a menos de la mitad de alumnos que otros años. Los cinco se dirigieron a la mesa de Gryffindor, mirando con curiosidad a la gente que recorría la estancia a su alrededor; al llegar a la alargada mesa, se sentaron en uno de los extremos. Había muchos huecos entre los Gryffindors sentados en los bancos; Harry echó de menos a muchos compañeros suyos. Y no sólo a los que ya habían terminado séptimo: al parecer, la madre de Seamus se había salido con la suya, porque Dean

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Thomas se sentó junto a ellos con expresión de abandono. Y las gemelas Patil tampoco habían vuelto: Parvati no apareció por el Comedor, y, levantando la mirada hacia la mesa de Ravenclaw, Harry comprobó que Padma tampoco daba señales de vida. Como eran menos, tardaron mucho menos tiempo en sentarse todos, cada uno en la mesa de su casa. Las otras tres mesas estaban igual que la suya, medio vacías. Harry se dedicó a buscar entre las caras para ver quién había vuelto a Hogwarts y quién no; en ese momento, una reducida hilera de niños de primero entró en el Gran Comedor, siguiendo al profesor Flitwick, que cargaba un taburete y el remendado y desgastado Sombrero Seleccionador de Hogwarts. Los niños parecían, como siempre, asustados, y sobre todo muy pequeños: Harry se preguntó con una sonrisa, no por primera vez, si en algún momento él también habría tenido ese mismo aspecto. ¿Había estado tan asustado cuando entró en el Gran Comedor seis años antes? Seguro que sí. De hecho, recordaba haber pensado, cuando McGonagall había descrito las casas de Gryffindor, Hufflepuff, Ravenclaw y Slytherin, que la única casa en la que haría un buen papel sería una para la gente que se sintiera un poco indispuesta. A punto de vomitar, en su caso. Sonrió ampliamente, nostálgico. Había un par de niñas en la fila que parecían estar pensando exactamente lo mismo: pálidas, con los ojos desorbitados clavados en el pequeñísimo profesor Flitwick, que colocaba en esos momentos el sombrero sobre el taburete, frente a las cuatro mesas de las casas, y daba un paso atrás. Se hizo un silencio sepulcral. Los niños de primero que esperaban para ser seleccionados adquirían rápidamente un tono verdoso de miedo y aprensión. El Sombrero Seleccionador abrió el roto que hacía las veces de boca y comenzó a cantar.

Aunque ya han pasado más de mil años muchos lo recuerdan aún estos días;

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la historia de los amigos—hermanos esa amistad eterna prometida el colegio que ellos crearon juntos para ser maestros de por vida. No es ahora el momento de contarlo aunque contarlo es mi cometido; ya lo sabréis, si es que queréis saberlo. No voy a hacer lo que había prometido. Hoy Hogwarts está triste y apagado; sólo recuerdo un día parecido: el día que el amigo más preciado dijo irse, y ya se había ido. El amigo que ahora se ha marchado era Hogwarts, y también lo hemos perdido. Aunque parezca que nada ha pasado Hogwarts también ha desaparecido. Así que vamos con la Selección, pero conste que yo no estoy de acuerdo; lo pasado, en el pasado quedó. Lo bueno, mejor dejarlo en el recuerdo.

Harry miró en dirección al sombrero con la boca abierta. No era la primera vez que el Sombrero decía que no le parecía bien seleccionar a los alumnos, dividirlos en casas distintas; sin embargo, nunca antes había dicho que Hogwarts estaba acabado. Mientras los desganados aplausos desaparecían a su alrededor, pensó que era muy extraño que el sombrero, que llevaba mil años en

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el colegio, creyese que con la muerte de Dumbledore todo había terminado. — Se le ha ido la olla — oyó decir a Ron a su lado —. Esta vez sí que se le ha ido la olla. — Es un sombrero, Ron — discrepó Hermione con voz de paciencia, siguiendo con la mirada a "Berlen, William", que se colocaba en esos momentos el sombrero en la cabeza. — ¡Pero has oído esa canción! — exclamó Ron —. ¡Ha dicho que Hogwarts se ha ido al garete, se acabó, kaput, K.O., a la porra! — Sé lo que significa, gracias — contestó Hermione en tono de fastidio —. A mí también me extraña, pero... — ¿Pero qué habrá querido decir? — interrumpió Harry, antes de que pudiera hacerlo Ron y se enzarzaran en una de sus eternas peleas sin sentido —. ¿Que Hogwarts ha desaparecido? — No lo sé, Harry — respondió Hermione, cansada —. Creo que... que sólo está repitiendo lo que pensamos todos. — ¿Lo que...? Pero... — Ron parecía desconcertado —. Pero yo no creo que Hogwarts se haya acabado con... — ¿En serio? — preguntó Hermione, y se giró para mirarlo de frente, mientras el profesor Flitwick llamaba a "Darcy, Kimberley" —. Dime sinceramente, Ron, si crees que Hogwarts es igual ahora que hace tres meses. Ron guardó silencio unos minutos, recorriendo el Gran Comedor con la mirada. De repente, su expresión cambió sensiblemente: su pecoso rostro palideció, y los ojos azules estuvieron a punto de salírsele de las órbitas. Musitó una maldición, que hizo que Meredith Oswald, que acababa de ser nombrada alumna de Gryffindor, llegase a la mesa con aspecto deprimido. — ¿Qué pasa? — preguntó Hermione, alarmada, buscando con la mirada lo que Ron miraba con una expresión de horror. Él señaló hacia el sombrero, farfullando incoherentemente. — ¿Qué? — exclamó Harry, apremiante, observando detenidamente el Sombrero Seleccionador, que en ese momento gritó "¡Hufflepuff!" desde lo alto de la cabeza de un tal John

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Quincy—Petersen. A su lado sólo estaba el profesor Flitwick, sonriendo amablemente. — ¡A...allí! — farfulló Ron —. ¡É—él! Un segundo después Hermione ahogó un gemido. Harry, desconcertado, miró hacia la mesa de los profesores, que estaba detrás del taburete donde se sentaba "Tatty, Doreen". Allí, sentada en la gran silla de madera dorada donde normalmente se sentaba Dumbledore, estaba McGonagall. A su lado, ocupando el lugar de Snape, Slughorn hablaba a media voz con la profesora Vector. En una esquina, como de costumbre, se erguía la enorme figura de Rubeus Hagrid. Al otro lado de McGonagall, con una enorme sonrisa de suficiencia, estaba... — No — musitó Harry —. No puede ser. Él no. — Casi preferiría tener de profesor a Quien—Tú—Sabes — dijo Ron, pasándose la mano por el pelo —. Sería más seguro. — Tranquilizaos — dijo Hermione, que parecía de todo menos tranquila —. Probablemente lo han contratado sólo como ayudante, o algo así... Ni siquiera Voldemort consiguió un trabajo de profesor con dieciocho años. — Y él no es precisamente como Voldemort, ¿eh? — gruñó Harry, incrédulo, mirando fijamente la figura sentada al lado de la profesora McGonagall. Ahora entendía lo que había oído decir a Lupin y a Charlie el día de la boda de Bill y Fleur... De hecho, habían sido muy comedidos. Habría sido mejor no tener a nadie, antes que tenerlo a él... ¡Habría sido preferible tener a cualquiera, antes que a Cormac McLaggen! La Selección finalizó cuando "Williamson, David" se unió a ellos en la mesa de Gryffindor, y la profesora McGonagall se levantó de su asiento en el centro de la mesa de los profesores para dirigirles unas palabras. Los murmullos desaparecieron al instante; ella, al igual que el profesor Dumbledore, tenía el poder de hacer que la gente guardase silencio cuando ella se disponía a hablar. — Bienvenidos — dijo en tono seco, dirigiéndose a toda la sala. Su voz rebotó en las

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paredes, echando en falta la amortiguación de un Comedor lleno de alumnos hasta los topes —. Sé que la costumbre es que el director espere a que todos hayamos comido para dar su discurso, pero considero que es preferible decir las cosas desagradables cuando todavía no tenemos nada en el estómago que nos siente mal. Un ahogado murmullo recorrió todo el Gran Comedor. Harry, Ron y Hermione se miraron, sorprendidos. — Debido a la desafortunada muerte de mi antecesor — continuó la profesora McGonagall, acallando los murmullos al instante con una mirada severa —, hemos tenido que pensarlo mucho antes de decidir volver a abrir Hogwarts para este curso, como estoy segura de que sabéis todos vosotros. Sin embargo, no estoy dispuesta a arriesgarme a que cualquiera de vosotros, cualquiera — insistió; Harry se revolvió en su asiento, incómodo —, corra algún peligro este año. Por tanto, mientras estéis aquí, y mientras la situación sea... peligrosa, digamos, todos tendremos que seguir unas cuantas normas de seguridad extra. Y el que se las salte se irá derecho a su casa. Sin excepciones. Al ver que nadie decía nada, continuó: — Además de las normas de siempre, y de las que ya impuso el profesor Dumbledore el año pasado — dijo —, tengo que comunicaros que este año se han suprimido las visitas a Hogsmeade. También — añadió, ignorando los susurros enojados y sorprendidos —, el Consejo Escolar y los profesores hemos estado de acuerdo en que, mientras la situación siga tal y como está, el campeonato de Quidditch queda suspendido. En este punto la profesora McGonagall tuvo que detenerse, porque los murmullos subieron de volumen hasta convertirse en un zumbido insoportable, como el de mil abejas enojadas. — Tenéis que comprender — dijo, cuando el rumor de las voces bajó de intensidad una vez más —, que no podemos arriesgarnos a que ocurra nada similar a lo que sucedió el año pasado. Por tanto... — ¡Pero eso pasó aquí dentro, y fue en plena noche! ¡Las excursiones a Hogsmeade y los

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partidos de Quidditch no tuvieron nada que ver! — exclamó Ernie Macmillan desde la mesa de Hufflepuff. A su alrededor brotaron nuevos murmullos de asentimiento. — Me da igual, Macmillan — contestó la profesora McGonagall, frunciendo los labios —. De la seguridad en el interior del castillo nos encargaremos nosotros, además de algunos aurores que el Ministerio ya destacó el año pasado en Hogsmeade y que este año custodiarán las entradas a Hogwarts. Harry miró a Hermione y a Ron por el rabillo del ojo. Los dos parecían tan sorprendidos como él. — Como es lógico, seguiremos controlando todo lo que entra y sale de Hogwarts. También debo deciros que hemos registrado a fondo el castillo este verano, por si los mortífagos que entraron en mayo hubieran dejado algo que pudiera permitirles la entrada otra vez. — ¿Habrán registrado la Sala de los Menesteres? — susurró Harry. — Claro — respondió Hermione en el mismo tono —. Después de lo que les contamos de Malfoy... Harry no dijo nada. Había pensado volver a la sala a por el libro del Príncipe Mestizo, el libro de Snape... pensaba que, quizás, podría enseñarle algo más que le fuera útil para luchar contra Voldemort. Aunque sólo pensar en aprender algo de Snape hacía que se le hiciera un nudo en el intestino. — Para hablar de algo un poco más alegre — continuó la profesora McGonagall, aunque su rostro expresaba de todo excepto alegría —, me gustaría que diérais la bienvenida al profesor Cormac McLaggen. En lugar de aplausos, los murmullos se hicieron más fuertes, sobre todo en la mesa de Gryffindor. Harry se puso la mano sobre la frente, con una mueca de dolor: todavía podía sentir el golpe de aquella bludger que le había partido el cráneo. Profesor. McLaggen. Era como una pesadilla producida por... por el golpe de una bludger, por ejemplo.

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— Santo cielo — musitó Ron, meneando la cabeza —. Debe ser dificilísimo encontrar un profesor hoy en día... — El profesor McLaggen se hará cargo de la asignatura de Defensa Contra las Artes Oscuras. — Casi sería mejor que fuéramos haciendo las maletas — dijo Ron. Harry lo miró: Ron tenía los ojos muy abiertos y la boca tensa —. Sin Hogsmeade, sin Quidditch y con McLaggen dándonos Defensa Contra las Artes Oscuras... Va a ser un curso magnífico. — Bueno — respondió Harry, encogiéndose de hombros —. Tampoco teníamos intención de dedicarnos en cuerpo y alma al curso, ¿no? — Sí, pero ya que hemos venido, por lo menos podríamos intentar disfrutar un poco, ¿no? — dijo Ron —. Pero sin excursiones, sin Quidditch y con McLaggen... — Querrás decir — interrumpió Hermione con expresión de ella misma — que, ya que hemos venido, podríamos intentar aprender un poco... — ¿Con McLaggen dando clase? — preguntó Ron, incrédulo —. ¿Estás loca? Harry soltó una risita forzada. Hermione gruñó, con expresión de tristeza. — Sí, bueno, supongo que tienes razón — admitió con desgana —. Este curso no creo que vayamos a aprender gran cosa en Defensa Contra las Artes Oscuras... Aunque bueno, quién sabe — añadió, parpadeando, incrédula —. A lo mejor resulta que McLaggen es un buen profesor. — A ti también se te ha ido la olla — dijo Ron, negando con la cabeza. — Por una vez, y sin que sirva de precedente, estoy de acuerdo con Ron — añadió Harry con voz burlona —. Estamos hablando de Cormac McLaggen, ¿recuerdas? —. Fingió recibir un golpe en la cabeza, poniéndose bizco y torciendo la cabeza —. No creo que sea capaz de hacer nada a derechas. — Ni a izquierdas — añadió Ron en tono sombrío. — No nos metamos en política — dijo Hermione, sonriendo.

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— Ja ja ja — rió lúgubremente Ron. — Como sabéis — continuó McGonagall, y de nuevo se hizo el silencio en el Gran Comedor —, aparte del nuevo profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras, hemos tenido que reestructurar un poco el resto del profesorado. Al haber sido nombrada directora, me resultaría difícil compaginar ese cargo con mi puesto de profesora; sin embargo, he creído, y el Consejo Escolar está de acuerdo conmigo, que, para no aumentar el... desorden, sería preferible que continuase ejerciendo mi labor como profesora de Transformaciones. Al menos por este curso. — Menos mal — suspiró Hermione, aliviada, mientras el resto del Gran Comedor rompía a aplaudir efusivamente. — ¿Qué esperabas? — preguntó Ron, aplaudiendo —. No hay ninguna otra cara nueva en la mesa... — Seguro que tenía miedo de que McLaggen hubiera conseguido las dos asignaturas — se burló Harry, aunque no podía evitar sentirse aliviado él también. — Pues ahora que lo dices... — Hermione se encogió de hombros —. Llega un momento en que me lo creo todo. — Pero — dijo McGonagall subiendo el tono para hacerse oír —, desde luego, lo que no puedo hacer es ser la directora y a la vez la jefa de Gryffindor. El director de este colegio tiene que ser el director de las cuatro casas por igual. Por tanto, he nombrado a la profesora Sinistra para que ocupe mi lugar al frente de la casa Gryffindor. Un suspiro colectivo salió de las gargantas de todos los Gryffindors que se sentaban a la mesa, incluidos Harry, Ron y Hermione. Después, lentamente, comenzaron a aplaudir a la mujer alta y delgada que se había puesto de pie en la mesa de los profesores. Nadie dijo nada, pero Harry adivinó que todos estaban pensando lo mismo: acababan de librarse por un pelo de tener que aguantar a McLaggen también como jefe de su casa. — El profesor Slughorn, por su parte — siguió hablando McGonagall — sustituirá al

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profesor Snape como jefe de la casa Slytherin. Es un cargo que ya ostentó hace años, de modo que no tengo ninguna duda de que todos los de su casa — dirigió una mirada de soslayo hacia la mesa de Slytherin — estaréis conformes con nuestra decisión. "Y ahora que ya sabéis lo que tenía que deciros, es momento de comer — concluyó la profesora McGonagall, y se sentó rápidamente en la silla. — Bueno — suspiró Hermione, mientras Ron se abalanzaba sobre una enorme fuente que acababa de llenarse de carne a la brasa —, supongo que podría haber sido peor... — Sí, claro — contestó Harry, desanimado, sirviéndose pastel de carne y puré de patatas — . También podrían habernos dicho que a partir de ahora tenemos que hacer turnos para limpiar los orinales. — Pues tampoco... — empezó Hermione. Ron soltó un gruñido de fastidio. — Ya la has fastidiado — dijo —. Ahora se pasará toda la cena hablando de su dichoso pedo y los pobrecitos elfos domésticos. Hermione resopló, y alargó la mano hacia la bandeja de las patatas asadas. — Sin Quidditch, sin Hogsmeade, con McLaggen — repitió Ron, hundiendo los hombros —. La verdad, Hermione, es que no sé qué podría haber sido peor. — Que no hubieran vuelto a abrir Hogwarts, para empezar — contestó ella sirviéndose una cucharada de salsa encima de las patatas. — Sí, bueno — admitió Harry a regañadientes —. Supongo que sí, que si te pones así podría haber sido mucho peor. Podrían haber nombrado director a McLaggen. Con todos sus contactos en el Ministerio... — O podría haber estallado el mundo — añadió Ron —. Bueno, eso sería mejor que lo que has dicho tú. — Sois muy graciosos — dijo Hermione, desdeñosa —. Me refería a que, por lo menos, han nombrado jefa de nuestra casa a la profesora Sinistra.

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— En eso te voy a dar la razón, mira — dijo Ron, embutiéndose una cucharada de puré en la boca y tragando con dificultad —. Por un momento, pensé que iba a ser McLaggen... Igual es que me estoy obsesionando con él o algo así. — No, yo también lo he pensado — dijo Hermione —. Al fin y al cabo, es... bueno, era de Gryffindor. — No somos los únicos — dijo Harry —. Lupin y Charlie también lo pensaban —. Ante la mirada interrogante de Ron y de Hermione, se encogió de hombros —. Les oí hablar de ello en la boda de Bill. Pero no sabía de quién estaban hablando... Si lo hubiera sabido, no habría venido a Hogwarts ni aunque McGonagall me ofreciera un sueldo por acabar los estudios. — Ni aunque nos sacase de pobres a los tres — asintió Ron enérgicamente, y se metió otra cucharada de puré de patatas en la boca. — De todos modos — dijo Hermione —, McGonagall no iba a poner a un profesor nuevo de jefe de una casa... y mucho menos a uno recién salido del colegio. — Y mucho menos a McLaggen, querrás decir — la corrigió Harry, cogiendo un muslo de pollo de la bandeja de oro que tenía enfrente. — Sí, bueno, supongo que sí — admitió Hermione —. Incluso McGonagall tiene que saber cómo es Cormac McLaggen. — Le ha dado clase durante siete años, por Dios — exclamó Ron —. ¡Ella tiene que saberlo mejor que nadie! Lo que no sé es en qué estaría pensando cuando lo contrató. — Es que no creo que tuviera mucho donde elegir — respondió Hermione con tristeza —. Cada año es más difícil encontrar a alguien que quiera dar esa asignatura... Ya nos lo dijo Hagrid hace años: todo el mundo piensa que está maldita. — Y es verdad, ¿no? — dijo Harry —. Al menos, eso es lo que pensaba Dumbledore. Nadie ha durado más de un año desde que rechazaron a Voldemort. Y de eso debe hacer más de cincuenta años.

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— ¿Sabes? Tengo mis dudas — dijo Hermione, pensativa, con el tenedor aferrado en la mano —. Es decir... Es cierto que, con éste, es el séptimo profesor que tenemos en Defensa Contra las Artes Oscuras. Pero... Recuerdo que, cuando llegué a Hogwarts, me dio la sensación de que el profesor Quirrell llevaba aquí más tiempo... ¿No os acordáis? Hagrid nos contó que se había tomado un año sabático y todo. — Sí, fue cuando Voldemort lo encontró — asintió Harry —. Tienes razón, Hermione. Nunca lo había pensando... Incluso Percy me dijo el primer día de curso qué asignatura daba Quirrell, y lo dijo como si lo conociera hacía tiempo... — Bah, ese imbécil hace como que conoce a todo el mundo desde su más tierna infancia — dijo Ron, desdeñoso, sirviéndose más pastel de riñones —. Si estuviera aquí, seguro que nos contaba lo íntimo que es de Scrimgeour. Bueno, no, porque si estuviera aquí ya lo habría matado — añadió, dando un violento mordisco a un trozo de pastel que hizo que sus dientes chocasen contra el tenedor con un tintineo metálico. — Bueno — Harry se encogió de hombros y cortó con el tenedor un trozo de pastel de carne —, si Quirrell estuvo en Hogwarts más de un año, supongo que sería gracias a Voldemort. Al fin y al cabo, fue él el que maldijo la asignatura, ¿no? — ¿Sabes? Creo que tienes razón — asintió Hermione —. Por lo que sabemos, es posible que Quirrell sólo diese clase un año antes de encontrarse con Voldemort... Y, como lo que Voldemort quería era precisamente dar clase de Defensa Contra las Artes Oscuras, no se lo iba a impedir, ¿verdad? — Sí — dijo Harry —. Tener a Quirrell dando clase era como estar él mismo detrás de él dando clase. Literalmente. — Oh, bueno — Ron rebañó las migajas de carne que quedaban en su plato, indiferente —. Lo único importante de eso es que McLaggen sólo va a tener un año para creerse el mejor profesor del mundo. Al año que viene... a la calle. O peor — sonrió —. A lo mejor él también acaba como

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Quirrell... o como Lockhart. Estoy pensando muy seriamente en romper mi varita — sonrió con expresión soñadora —. Podrían hacerse compañía mutuamente en San Mungo... — Para lo que nos va a servir a nosotros... — dijo Harry con una mueca —. El año que viene nosotros también vamos a la calle, te lo recuerdo. — Bueno, sí — admitió Ron —. Pero no será tan terrible, sabiendo que McLaggen se ha quedado en el paro. — De todas formas — interrumpió Hermione —, lo de Sinistra es una buena noticia, ¿no? Es una buena profesora, y me parece bastante sensata y... — Creo que, igual que McLaggen como profesor, Sinistra era la única opción como jefa de Gryffindor, Hermione — dijo Harry. Hermione lo miró, desconcertada. — ¿La única...? ¿Por qué? — Veamos — dijo Harry, dejando el tenedor y remangándose la túnica para hacer como que contaba con los dedos —. ¿A quién tenemos? A Hagrid... — No — negó Hermione —. McGonagall no confía en él lo suficiente. — Exacto — dijo Harry —. También está Trelawney... — Creo que McGonagall preferiría hacer desaparecer la casa — dijo Ron con una sonrisa —. No le tiene demasiado aprecio a Trelawney, la verdad. — Piensa que es un fraude — dijo Hermione —. Y tiene razón. — Sí — asintió Harry —. También está Firenze... — No es humano — dijo Ron. — ¿Y qué? — preguntó Hermione —. ¿Tú también tienes prejuicios, o algo? — No — Ron se encogió de hombros —, pero no me imagino a Firenze de jefe de Gryffindor, la verdad. Además, ¿cómo iba a subir a lo alto de la torre cuando fuera necesario? ¿Escalando por la pared?

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— Probablemente, a Firenze no le interesa todo este asunto de las casas — dijo Harry —. Por muy alta que sea la torre de Gryffindor, está bastante más abajo que Marte, o la Luna, o las estrellitas en general. — Bueno... supongo que sí — Hermione hizo una mueca. — Vale — continuó Harry —. También está Binns... — Es un fantasma — dijo Ron. — ¿Y qué? — repitió Hermione. Ron soltó un gruñido, y detuvo la mano a medio camino en busca de un bol de fresas con nata. — Lo tuyo es llevarme la contraria, ¿verdad? — preguntó —. ¿Te imaginas a Binns de jefe de Gryffindor? — Bueno... no — admitió Hermione a regañadientes. — Sólo sería útil en caso de que la casa entera sufriera un ataque de insomnio — dijo Ron socarronamente, cogiendo una cucharada de fresas —. Un capítulo de las revueltas de los duendes y todos dormidos una semana entera. — Y sólo nos queda la profesora Vector — dijo Harry, bajando el pulgar. — No — negó Hermione —. La profesora Vector estudió en Ravenclaw. No podría ser la jefa de Gryffindor. — Bueno, ahí lo tienes — suspiró Harry —. Sinistra no es la mejor opción: es la única opción. Se sirvió un enorme pedazo de tarta de melaza y lo atacó con el tenedor. — ¿Sinistra era una Gryffindor? — preguntó Ron, llevándose a la boca una cuchara llena de nata. — Sí — dijo Hermione, pelando rápidamente una manzana —. Y Hagrid, y el profesor Binns también. — ¿Y Trelawney? — inquirió Harry.

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— No estudió en Hogwarts — dijo Hermione con indiferencia. — ¿Cómo lo sabes? — preguntó Ron —. Siempre lo sabe todo... ¿Por qué siempre lo sabe todo? — Porque leo, Ron — dijo Hermione sin levantar la mirada de su manzana. — No creo que todo eso salga en Historia de Hogwarts — gruñó Ron. — No — dijo ella, cortando la fruta en trozos —. Pero te puedes enterar de todas esas cosas por otros medios, ¿sabes? Hay periódicos, archivos... — ¿Te has dedicado a desclasificar documentos secretos, o algo así? — preguntó Harry con curiosidad. — Qué va — contestó Hermione —. Estaba buscando otra cosa, y me encontré con la información por casualidad. En la Biblioteca hay un registro de todos los alumnos que han pasado por Hogwarts, ¿sabéis? Lo encontré, y... bueno, me puse a curiosear un poco — admitió. — Lo tuyo es vicio — dijo Ron, pasando a su plato el último trozo de tarta que quedaba sobre la mesa. — Mira quién fue a hablar, el que se ha comido lo que serviría para alimentar a cinco familias durante un mes — contestó Hermione en tono hiriente. — Dengo hamfre — dijo Ron con la boca llena —. ¿Es un frobleba? — No — dijo ella —. Por mí, como si revientas. — Bueno — interrumpió Harry, viendo venir otra pelea absurda —. El caso es que tenemos a Sinistra de jefa de casa, y ya no hay remedio... — No es tan malo — dijo Hermione —. No creo que Sinistra se meta mucho en nada... Ya la has visto en clase, no es precisamente de las que te echan la bronca por no entregarle los deberes a tiempo... — Sí, pero ¿quién sabe? — dijo Harry, levantándose del banco al ver que todos los demás se levantaban también, dando por finalizado el banquete —. A lo mejor cambia ahora que se ha

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convertido en jefa de una casa... — Espero que no — dijo Ron sombríamente —. Con McLaggen ya tenemos disgustos suficientes para todo el curso. — Voy a acompañar a los de primero — dijo Hermione, levantándose apresuradamente. — Yo paso — dijo Ron en voz baja, levantándose a su vez y dirigiéndose con Harry a la salida del Gran Comedor —. Lo único que me faltaba es soportar ahora a un montón de niños que echan de menos a su mamá. — Eres un encanto — sonrió Harry, saliendo al Vestíbulo entre una pequeña multitud de alumnos que caminaban arrastrando los pies. — En quinto hay dos prefectos que seguro que están encantados de hacerlo — contestó Ron, encogiéndose de hombros —. No sé por qué Hermione se empeña en acompañarles todos los años... Subieron la escalinata de mármol, bostezando, y se metieron por uno de sus atajos secretos por el mero gusto de hacerlo, no porque las pocas personas que los rodeaban molestasen demasiado. Sin embargo, se había convertido para ellos en una especie de declaración de intenciones: si no empezaban el curso escabulléndose por uno de los pasadizos, no tenían la impresión de haber vuelto a Hogwarts. — Bueno — dijo Harry, deteniéndose frente al retrato de la Dama Gorda, que los miraba suspicazmente mientras se limaba las uñas —. ¿Cuál es la contraseña? — ¿Y yo qué sé? — respondió Ron. — ¿Pero qué clase de prefecto eres tú? — exclamó Harry, soltando una carcajada.

Uno que no se sabe la contraseña — dijo Ron, sonriendo a su vez —. No he hablado con McGonagall... Bueno, con Sinistra, supongo — añadió —. Siempre es Hermione la que se encarga de esas cosas. — Pues vaya — dijo Harry —. O sea que o convences a la Dama Gorda con tus artes

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ocultas y tu poder de persuasión, o vamos a tener que esperar a que venga Hermione para entrar en la Sala Común. Al cabo de cinco minutos, efectivamente, Hermione dobló la esquina del pasillo que llevaba al retrato, seguida de cinco niños de aspecto cansado. — Este retrato da paso a nuestra sala común — informó, con voz de guía turístico —. Tenéis que recordar la constraseña para que la Dama Gorda os deje pasar. Ahí dentro... — Corta, Hermione — dijo Ron —. Y dinos la contraseña de una vez, ¿vale? Hermione frunció el ceño. — La contraseña es Corona de Flores — dijo secamente. La Dama Gorda giró sobre sí misma, dejando a la vista el hueco del retrato. — Qué lúgubre, ¿no? — musitó Ron mientras lo atravesaban. Harry se encogió de hombros. — Supongo que estará de luto por lo de Dumbledore... — Buenas noches, Hermione — dijo Ron por encima del hombro, y Harry lo siguió por la escalera que conducía a los dormitorios de los chicos. Una vez allí, comprobaron que habían estado en lo cierto: Seamus Finnigan no había vuelto aquel año al colegio. Dean Thomas se dedicaba a colgar el viejo póster de su equipo de fútbol, mientras Neville Longbottom revolvía en su baúl en busca de algo que, sin duda, había perdido o se le había olvidado en casa. — Buenas noches — dijo Harry, acercándose a su cama e inclinándose para buscar el pijama en el baúl que reposaba a sus pies. — Hola, Harry — dijo Dean en voz tensa. Harry supuso que Dean todavía no le había perdonado que hubiera salido con Ginny el curso anterior, teniendo en cuenta que Ginny había dejado a Dean pocos días antes. — Hola, Dean — respondió, sacándose la túnica por encima de la cabeza y tirando las gafas en el proceso —. ¿Qué tal el verano?

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— Como siempre — contestó Dean con indiferencia. — Seamus no ha vuelto, ¿no? — preguntó Ron. — No — dijo Dean —. Su madre no quería ni oír hablar del tema. Por eso a mí no se me ha ocurrido decirles a mis padres que un profesor ha asesinado al director del colegio bajo nuestras narices... Si mi madre lo supiera, seguro que me había enviado a Australia, por lo menos. "Una lástima, entonces", pensó Harry mientras se metía en la cama, y al instante se recriminó por hacerlo. Al fin y al cabo, Dean no había tenido la culpa de que él y Ginny ya no estuvieran juntos; si alguien tenía la culpa, ese era él mismo.

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— CAPÍTULO 9 — Un poder desconocido

A la mañana siguiente, Harry y Ron esperaron a Hermione en la Sala Común para bajar a desayunar, observando mientras tanto a sus compañeros de Gryffindor, que bajaban de sus respectivos dormitorios con cara de cansancio y de estar poco acostumbrados a madrugar. Desalentado, Harry comprobó que, aparte de Seamus y de Parvati, faltaba mucha más gente. Allí estaban Colin y Dennis Creevey, pero los dos solos, sin su habitual cohorte de compañeros de expresión asombrada. No sin cierto alivio, descubrió que Romilda Vane tampoco había vuelto a Hogwarts. También faltaban, o al menos no los vio por ninguna parte, Andrew Kirke y Jack Sloper, que una vez fueron los golpeadores de Gryffindor. Siguiendo el hilo de sus pensamientos, buscó con la mirada y se alegró ligeramente al descubrir entre los que atravesaban la Sala Común a Demelza Robins, Jimmy Peakes y Ritchie Coote. Sin embargo, su ánimo decayó al recordar que no importaba que su equipo hubiera vuelto a Hogwarts casi al completo, porque aquel año no iba a haber campeonato de Quidditch. Seguía alicaído cuando se sentó a la mesa de Gryffindor en el Gran Comedor, y tuvo que obligarse a servirse un plato de revuelto con arenques y una taza de té. Ron, sin embargo, parecía bastante animado, o al menos su apetito era el propio de una persona animada: se atiborró a huevos con salchichas antes de que Harry hubiera empezado a comerse el contenido de su plato. Hermione dejó la copa llena de zumo de calabaza cuando una lechuza parda le trajo su ejemplar de El Profeta, y depositó cinco knuts en la bolsita que el ave tenía atada a una pata.

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— ¿Algo interesante? — preguntó Ron entre bocado y bocado de huevo, mientras Hermione desplegaba el periódico y lo observaba atentamente. — No mucho — dijo ella al cabo de un rato, alargando la mano sin mirar para coger el zumo y dar un sorbo —. Bueno... siguen hablando de ti, Harry. — ¿Sí? — preguntó él, indiferente, jugando con la comida —. ¿Y qué dicen? — Pues... Nada, que eres estupendo y esas cosas — contestó Hermione encogiéndose de hombros —. "El Elegido", o, como se lo conoce en toda la comunidad mágica, "El Niño Que Vivió", Harry Potter, no ha vuelto a ser visto en el Ministerio de Magia desde aquella visita que realizó a principios de agosto. Sin embargo, fuentes bien informadas nos aseguran que el principal enemigo de El—Que—No—Debe—Ser—Nombrado (ahora que Albus Dumbledore ha muerto), del que se dice que es el único que podrá luchar contra él según una profecía oculta en el Ministerio, como ya hemos informado en anteriores ediciones, hace visitas regulares al Ministro, Rufus Scrimgeour, y al cuartel general de los aurores. El jefe de la oficina, Gawain Robards, no ha querido hacer declaraciones al respecto, pero ha insinuado que los aurores y Harry Potter trabajan codo con codo para descubrir la forma de acabar con Quien—Ustedes—Saben. Por otra parte, el secretario junior del Ministro, Percy Weasley... — Ya me extrañaba a mí que no saliera ese imbécil por algún lado — gruñó Ron. — ...ha asegurado a un periodista de este periódico que Harry Potter y el Ministro están estudiando un plan de acción contra los mortífagos, que, evidentemente, deben mantener en secreto, pero que podría suponer un ataque a gran escala con todos los efectivos disponibles de la oficina que dirige Gawain Robards. Harry Potter, de diecisiete años, ha iniciado este lunes su último curso en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería, dirigido por la profesora Minerva McGonagall, blablabla. Las mismas chorradas de siempre — terminó Hermione. Harry suspiró. — Hay que ver qué imaginación tiene esta gente — comentó, cogiendo un bol y llenándolo de gachas de avena.

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— Y qué esperabas del idiota de mi hermano — gruñó Ron bebiendo un sorbo de zumo —. Menudo cretino que está hecho. De verdad que no sé a quién ha salido... — Bueno — suspiró Hermione, pasando las páginas del periódico —, es evidente que, como te negaste a hacerles propaganda el curso pasado, han aprovechado el día que fuimos al Ministerio para hacer creer a la gente que estás con ellos. Harry sacudió la cabeza. — No sé cómo la gente puede ser tan crédula — dijo —. ¿En serio piensan que me he pasado todo el verano entrando y saliendo del Ministerio sin que me viera nadie? — Hombre — comentó Ron, sonriente —, supongo que creen que, si puedes matar a Quien—Tú—Sabes, también puedes entrar en secreto en el Ministerio... — Sí, claro — dijo Harry en tono burlón —, y resulta que, teniendo una forma de entrar tan ultra—secreta, voy un día y me meto en el ascensor acompañado por Hermione y en plena hora punta, por despiste, ¿no? Ron hizo una mueca. — Sólo a Percy se le podía ocurrir una excusa tan mala — dijo. — No sé si Percy es el único responsable de esto — dijo Hermione desde detrás del periódico —. Me da la sensación de que, haya dicho lo que haya dicho, se lo ha dictado el Ministro. Igual que Gawain Robards "ha insinuado" que Harry trabaja codo con codo con ellos. Ron frunció el ceño. — ¿Y cómo...? — Bueno — dijo Hermione —, porque no creo que Percy tenga mucho poder para ordenarle al jefe de los aurores que "insinúe" que trabaja con Harry. Además — continuó —, no sólo se trata de eso. — ¿Qué más hay? — preguntó Harry, curioso —. ¿Qué ha pasado? — Oh, bueno — dijo Hermione señalando el periódico —, es un artículo de opinión...

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¿adivináis de quién? — No — dijo Harry con voz implorante —. Dime que no. — Sí — contestó Hermione —. Rita Skeeter. — No sé si pedirte que me lo leas — dijo Harry. — Oh, tampoco es tan preocupante — respondió ella bajando la mirada al periódico. — Déjamelo — pidió Harry, tendiendo la mano. Hermione hizo una mueca y le pasó el periódico.

HOGWARTS CONTRA HARRY POTTER

Muchos nos preguntamos si los miembros del Consejo Escolar (el órgano que toma las decisiones en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería, al menos nominalmente) siguen siendo aptos, o los padres de los alumnos deberían pedir que dimitieran todos en bloque. En primer lugar, por tomar la decisión de reabrir Hogwarts, cuando a todos los que todavía pensamos un poco nos resulta evidente que, cuando estamos en medio de una guerra, lo primero es garantizar la seguridad de los más jóvenes, y también es evidente que en Hogwarts la seguridad no está asegurada ni mucho menos. Después de lo ocurrido el pasado mes de mayo, cuando un grupo de mortífagos se infiltró en el colegio y asesinó al anterior director, la decisión razonable habría sido enviar a los alumnos a su casa, al menos hasta que el colegio pudiera garantizar su seguridad. Y eso es algo que, al parecer, no va a suceder en los próximos meses, o incluso años. Pero la segunda decisión del Consejo es, si cabe, aún más inexplicable: el nombramiento de Minerva McGonagall como directora del centro. La profesora McGonagall, que fuera subdirectora en los últimos tiempos, ha demostrado su

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incompetencia al no negarse a abrir Hogwarts este año, y al negarse a permitir que un nutrido grupo de aurores permaneciese en el interior del castillo como protección para los alumnos, como el Ministerio había ofrecido. Pero, si hay algo que demuestre que McGonagall no es apta para llevar la dirección de un colegio, o incluso para continuar ejerciendo la docencia, es su aparente falta de interés en la seguridad del mundo mágico. No contenta con permitir que los alumnos de Hogwarts corran un peligro que se ha demostrado que es bastante real, la nueva directora ha decidido permitir que Harry Potter vuelva también al colegio, donde actualmente cursa séptimo y se prepara para examinarse de los ÉXTASIS. Al hacerle volver al colegio, no sólo ha colocado a Harry Potter en una situación palpable de peligro, sino que además le ha apartado de su labor en contra de El—Que—No—Debe—Ser—Nombrado, que, como todos sabemos, ha estado desarrollando este verano en estrecha colaboración con el Ministerio de Magia. La dirección de Hogwarts ha sico ostentada en los últimos tiempos por directores muy poco convencionales, el máximo exponente de los cuales fue Albus Dumbledore, fallecido el pasado mes de mayo, que obtuvo el cargo hace ahora cuarenta años. Sin embargo, si bien Dumbledore fue cuestionado en bastantes ocasiones por su forma poco ortodoxa de llevar el Colegio, al menos siempre dejó bien claro que la seguridad de Harry Potter era una de sus prioridades. Si Minerva McGonagall no tiene interés por la seguridad de Harry Potter, que es, en última instancia, la seguridad de todos los miembros de la comunidad mágica, entonces quizás el Consejo Escolar debería plantearse destituírla y enviar inmediatamente a Harry Potter al Ministerio, donde, como es lógico, permanecerá mucho más seguro y podrá dedicarse por completo a la lucha contra Quien—Ustedes— Saben.

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— Bueno — Harry se encogió de hombros —, me habría extrañado mucho que Rita no hubiera entrado en este tema, ahora que ya no la tienes amenazada, Hermione. De hecho, me pareció muy raro que el año pasado estuviera tan callada. — El año pasado todos estuvieron muy callados — comentó Hermione —. Creo que fue porque esperaban a que Scrimgeour les dijese lo que tenían que publicar, y Scrimgeour todavía tenía la esperanza de conseguir llevarte a su terreno. Ahora que ya sabe que no vas a colaborar con él, El Profeta se ha dedicado a inventarse sus propias noticias para que la opinión pública piense que te estás dedicando en cuerpo y alma a salvarles el pellejo. — Pero entonces — intervino Ron —, ¿por qué Rita Skeeter da a entender en este artículo que Harry está prisionero, o algo así, en el colegio, y que no puede ir al Ministerio a tener sus reuniones secretísimas con Scrimgeour? — Hombre — dijo Hermione, pensativa —, supongo que será porque se les están acabando las excusas... Llevan un mes tirando de aquella vez que nos vieron en el Ministerio, pero como Harry no ha vuelto a dejarse ver por allí, Scrimgeour debe haberle dicho a Rita que escriba esto por cubrirse las espaldas. Así, si la gente sospecha que Harry ya no va a verle, siempre puede explicarlo diciendo que está en el colegio y no puede dedicarse a eso. Y, si le echan las culpas a alguien, será a McGonagall, no a Scrimgeour. — Está bien pensado — dijo Ron, mojando un trozo de pan en la yema del huevo —. El Ministerio queda bien, que es lo que quieren, claro. Harry queda bien, porque si le intentan volver a dejar en ridículo como hace dos años sólo iban a llevar las de perder, ahora que vuelve a ser el niño bonito de la sociedad mágica y el super héroe hechicero de nuestros tiempos. — No te pases — respondió Harry, abochornado —. No creo que... — Tienes razón, Ron — asintió Hermione, ignorando a Harry —. Y, de paso, dejan mal a McGonagall por si acaso la gente protesta porque Harry esté estudiando en lugar de dedicarse a luchar contra Voldemort.

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— ¿Sabéis una cosa? — dijo Ron, levantando un poco el tono, enojado —. Cada día me caen peor los que trabajan en el Ministerio. Estoy por escribir a mi padre y decirle que deje el trabajo, no sea que se le pegue algo y se convierta en un cretino integral como todos los demás funcionarios. — Tu padre no tiene nada que ver con toda esta gente, Ron — dijo Hermione —. Si acaso, tu hermano Percy... — Sí, bueno — gruñó Ron —. Pero es que Percy es un cretino desde que nació, así que tampoco ha necesitado cambiar mucho para adaptarse. En ese momento pasó la profesora Sinistra, repartiendo los horarios del nuevo curso. Al igual que el año anterior, tenían espacios libres entre clases, porque cursaban menos asignaturas que antes de aprobar los TIMOS. — Mira, hoy tenemos a Flitwick a primera hora — comentó Ron —. Y después de comer tenemos una hora libre... oh, vaya, y Defensa Contra las Artes Oscuras. — ¿Pero es que nunca vamos a tener un lunes decente? — preguntó Harry, poniendo al cielo por testigo —. ¿Siempre vamos a tener algún disgusto? — Por lo menos este año no tenemos a Snape — comentó Ron, paseando la mirada por el horario —. Eso sí que ya no podría soportarlo. McLaggen y Snape... — Si Snape siguiera dando clases, McLaggen no tendría por qué estar aquí, Ron — dijo Hermione. — Si Snape siguiera dando clases, yo no habría vuelto ni borracho — la contradijo Harry —. Bueno, igual sí, para matarlo un poco. — Estábamos hablando en broma, Harry — dijo Ron. — Qué pena — contestó él —. Yo no. — Potter — dijo una voz, cuando Hermione iba a contestar. Harry levantó la mirada y la posó sobre las tres personas que se erguían frente a él, mirándolo con expresiones que variaban

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entre el disgusto y la inseguridad. Y no era extraño: en los seis años y pico que llevaba en Hogwarts, jamás había visto a tres personas que fuera menos probable que fueran juntos de paseo. Y mucho menos que fueran a buscarlo a él. Allí estaban Robert Urquhart, Edmund Cadwallader y Anthony Goldstein: los capitanes de los equipos de Quidditch de Slytherin, Hufflepuff y Ravenclaw. Sin esperar invitación, los tres se sentaron frente a Harry, al lado de Ron, que se apresuró a alejarse de Urquhart con cara de fastidio. El Slytherin no se molestó en mirarlo. — Potter — repitió Anthony Goldstein, que al parecer se había autonombrado portavoz; era lógico, porque Goldstein era el único de los tres con el que había tenido algún contacto, cuando estuvieron juntos en el ED dos años antes —. Mira, hemos estado pensando... Bueno — vaciló, como si no supiera por dónde empezar —, verás... Suponemos que tú también tendrás muchas ganas... Como te gustaba tanto y... — Pensamos que igual podríamos ir a hablar con McGonagall para que nos permitiese volver a formar los equipos y seguir jugando al Quidditch — Cadwallader terminó la frase por él. — ¿Cómo? — preguntó Harry, extrañado. — Bueno — dijo Goldstein, incómodo —, si vamos los cuatro juntos, demostrando que estamos las cuatro casas de acuerdo... — ...sería la primera vez — musitó Ron, sin levantar la cabeza de su cuenco de cereales. — Precisamente por eso, Weasley — respondió Urquhart con cara de pocos amigos, pronunciando el nombre como si le supiera realmente mal —. Supongo que a McGonagall le gustará comprobar que, por una vez, los cuatro estamos unidos en algo. — Perdonadme — interrumpió Hermione —, pero no creo que McGonagall tenga mucho que decir en todo esto. Al fin y al cabo, ya oísteis lo que dijo ayer: que había sido decisión del Consejo Escolar... — Oh, bah — Goldstein hizo un gesto evasivo con la mano —, Dumbledore hacía las cosas

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a su manera cuando quería, supongo que McGonagall podría hacer lo mismo en este caso, ¿no? — Pero la seguridad... — insistió Hermione. — Ya encontraremos la manera de asegurarle a McGonagall que no correremos ningún peligro — dijo Cadwallader —. No sé, quizás podríamos decirle que sólo entrenaremos cuando esté la señora Hooch delante, o algo así... Ron y Hermione miraron a Harry, sin decir nada. Él se encogió de hombros y se bebió el resto del te lentamente, con parsimonia. — Bueno — dijo al fin —, supongo que nada se pierde con pedírselo, ¿no? Lo peor que puede hacer es negarse. — Harry — dijo Hermione en tono sombrío —, no sé si... — Déjalo, Hermione — la interrumpió Ron —. Yo estoy de acuerdo con él: ya vamos a tener un curso bastante malo, como para no intentar tener algún momento de diversión... — ¡Pero es que no estamos aquí para divertirnos! — susurró Hermione, furiosa. — Bueno — siguió Harry, ignorándola y dirigiéndose a los otros tres capitanes —. ¿Y cuándo vamos a ir a hablar con ella? — Este... — Cadwallader vaciló —. Bueno, verás... — Habíamos pensado — dijo Anthony Goldstein, que parecía un poco avergonzado —, que deberías decírselo tú, Potter. Como eres el que mejor relación tiene con ella... — ¿Y de dónde habéis sacado eso? — preguntó Harry, frunciendo el ceño. — Hombre, era la jefa de tu casa — explicó Goldstein, como si fuera lo más evidente del mundo. — Y estaba muy unida a Dumbledore — continuó Urquhart —. Y todos sabemos que tú eras el favorito de Dumbledore... — Nosotros iríamos contigo, claro — se apresuró a añadir Goldstein —. Para demostrarle que estamos todos juntos en esto...

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— Sí, no me haría ninguna gracia que pensase que es una cosa mía — dijo Harry, sin saber si reír o enfadarse —. McGonagall no es precisamente una persona con la que quiera estar a malas, la verdad. — Entonces, ¿lo harás? — preguntó Cadwallader, ansioso. Harry volvió a encogerse de hombros. — ¿Cuándo? — dijo, cogiendo un trozo de pan y untándolo de mantequilla. — Habíamos pensado ir ahora, después del desayuno — respondió Goldstein —. ¿Por qué esperar? — Tengo Encantamientos — dijo Harry con una mueca —. Pero después tengo libre hasta las tres... — Yo tengo Herbología hasta la hora de la comida — dijo Anthony Goldstein. — No sé si vamos a coincidir los cuatro con una hora libre — comentó Cadwallader —. Yo tampoco tengo clase después de comer, ¿y vosotros? — preguntó en dirección a Goldstein y a Urquhart. — No, tengo la hora libre — asintió Goldstein. — Creo que yo también — añadió Urquhart —. Si no, me puedo saltar la clase... — Entonces, ¿quedamos después de comer? — preguntó Harry —. Podríamos abordarla aquí, pero casi prefiero subir a su despacho... — ¿Por qué? — preguntó Cadwallader con curiosidad. — Por si acaso se pone a gritarnos como una loca, supongo, ¿no? — dijo Anthony Goldstein, sonriendo. — Sí, bueno, es una de las razones — Harry le devolvió la sonrisa —. Pero es que creo que a los directores les gusta tratar este tipo de temas en privado, y no rodeados de un montón de curiosos. — Vale, entonces quedamos después de comer, ¿de acuerdo? — preguntó Goldstein,

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paseando la mirada por los otros tres capitanes. — De acuerdo — contestó Cadwallader. Urquhart se encogió de hombros, y Harry asintió con la cabeza y mordió su tostada. — Vale, hasta luego entonces — dijo Anthony Goldstein, y los tres se alejaron de la mesa de Gryffindor, cada uno en una dirección distinta. Harry sonrió. Qué poco había durado la unión entre las cuatro casas. — Harry — dijo Hermione inclinándose hacia él —, en serio, no creo que... — Mira, Hermione — la interrumpió él —. Ron tiene razón: ya vamos a tener un curso bastante malo. No creo que jugar al Quidditch vaya a hacernos ningún mal... — ¡Pero si ni siquiera querías volver a Hogwarts! — exclamó ella —. Harry, tú mismo has dicho muchas veces que tu prioridad ahora mismo es encontrar y destruir los Horcruxes de Voldemort... — Y no pienso dejarlo — contestó él, frunciendo el ceño —. No voy a dejar que el Quidditch me aparte de eso, Hermione. Voy a buscarlos, voy a encontrarlos y voy a destruirlos. Pero, ya que estoy aquí, creo que jugar al Quidditch no tiene por qué influir en eso. — Hermione — intervino Ron —, escucha una cosa: es cierto que Harry tiene una misión, y todo eso que dice El Profeta. Y no sé a ti, pero a mí me preocupa que se obsesione con ello... No, esperad — dijo, al ver que tanto Harry como Hermione tenían intenciones de interrumpirle —. Nosotros dos vamos a ayudarle a encontrarlos, pero, mientras no tenga ninguna pista, no puede estar por ahí fuera buscándolos sin saber dónde buscarlos. Y tampoco puede pasarse la vida encerrado en la Biblioteca, por mucho que tú pienses que es lo mejor del mundo. ¿Qué hay de malo en que haga un poco de ejercicio? Él mismo lo ha dicho: ya vamos a pasarlo bastante mal, como para que no aprovechemos lo poquito que nos dejen para disfrutar un poco... — Haced lo que queráis — dijo Hermione apretando los labios —. Pero no creo que jugar al Quidditch sea lo más inteligente. Siempre acabáis pensando que es lo más importante del

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mundo, cuando resulta que todos sabemos que, ahora mismo, Harry tiene cosas más importantes en qué pensar.

La clase de Encantamientos, la primera de todo el curso, comenzó, como ya habían esperado, con una advertencia del profesor Flitwick: aquel año era el último, tenían que examinarse de los ÉXTASIS, y por tanto iban a tener que trabajar como nunca en su vida. Harry suspiró. Si el año de los TIMOS ya había sido bastante agobiante, tenía la sensación de que los cinco profesores que seguían dándole clase iban a presionarles más aún que en quinto. Y, sin embargo, Harry no pudo evitar sonreír. Estaba allí voluntariamente, y, si decidía que había llegado el momento de marcharse antes de los ÉXTASIS, estaba dispuesto a "hacer un Weasley", como todavía llamaban en Hogwarts a escaparse del colegio antes de acabar los estudios después de la legendaria huída de Fred y George a bordo de sus escobas. Sin embargo, en ese aspecto tenía que reconocer que Hermione tenía razón: ya que había decidido volver a Hogwarts, quizás podría intentar aprender algo útil hasta que llegase el momento de marcharse... Algo que le sirviese en su enfrentamiento con Voldemort. Frunció el ceño. Lo más útil, sin duda, era la Defensa Contra las Artes Oscuras... pero tenía a McLaggen de profesor. Suspiró. Últimamente parecía estar lleno de suspiros... Ni en sus sueños más esperanzados podía imaginar que Cormac McLaggen, el mismo Cormac McLaggen que había sido una estrella del Club Slug, el mismo Cormac McLaggen que había hecho huir de una fiesta de Navidad a la mismísima Hermione Granger, el mismo Cormac McLaggen que le había partido el cráneo durante un partido de Quidditch, pudiera enseñarle algo útil en clase. Flitwick estaba hablando de algo relacionado con los encantamientos domésticos; Harry, que no estaba prestando atención, se dio cuenta de que el pequeño profesor de Encantamientos estaba diciéndoles que durante ese curso aprenderían bastantes de esos hechizos que Tonks jamás había sido capaz de dominar. No tenía ningún sentido: ¿por qué dejar esos encantamientos para

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séptimo? ¿No deberían aprender encantamientos más... importantes? Estaban en nivel ÉXTASIS... "Examenes Terribles de Alta Sabiduría e Invocaciones Secretas", eso era lo que significaban las siglas, ¿no? ¿Y qué demonios tenía que ver doblar las sábanas o fregar los cacharros con las Invocaciones Secretas? Hermione estuvo a punto de soltar una carcajada cuando Harry le contó sus dudas en un cuchicheo. — No estás prestando atención, Harry — susurró, sonriendo —. No ha dicho que vayamos a aprender "encantamientos domésticos", ha dicho que este curso vamos a aprender los Encantamientos Proteicos... Ya sabes, los hechizos miméticos, como el que les hice a las monedas del ED... — Ah — respondió Harry —, ya me extrañaba a mí... — Bueno, parece que este curso va a ser interesante — dijo Ron una hora más tarde, cuando se encaminaban a la Torre de Gryffindor —. Flitwick no ha tardado ni una clase en mandarnos prácticas extra, ¿eh, Harry? "Teneis que reconsiderar vuestra concentración... ¡practicad, practicad!" — imitó. — Sí, bueno — respondió Harry, torciendo la esquina que daba acceso al pasillo del retrato —. Si pretendía que hiciéramos un Encantamiento Proteico a la primera, es que es él el que necesita reconsiderar su concentración. Corona de Flores. — Amén — dijo solemnemente la Dama Gorda, franqueándoles el paso al agujero del retrato. — Esta mujer cada día está peor de la cabeza — comentó Ron mientras trepaban por el agujero y entraban en la Sala Común —. ¿Te acuerdas cuando nos puso de contraseña "Abstinencia" porque una semana antes se había bebido toda una bodega con su amiga Violeta y todavía le duraba la resaca? — Sí — asintió Harry —. Espero que nunca le dé por meterse en la secta de los monjes

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esos del pasillo del baño de los prefectos... Podría ponernos de contraseña "¡Arrepentíos, pecadores, el Fin está cerca!" y mantenerla todo el curso. — Supongo que sí — respondió Ron, dejando caer su mochila junto a una de las mesas y sentándose en la silla —. Bueno, ¿nos ponemos a ello? — No sé si seré capaz de acordarme siquiera de las palabras del encantamiento sin Hermione — dijo Harry —. Qué pena que tenga Runas Antiguas... — Bueno, siempre podemos pedirle que nos ayude después de comer — Ron se encogió de hombros —. ¿Una partida de ajedrez? — Después de comer tengo que ir a ver a McGonagall con esta gente, ¿recuerdas? — dijo Harry —. Lo que me apetecería ahora sería ir a ver a Hagrid... hace meses que no hablamos con él. — Pero Hermione se volvería loca si se entera de que hemos ido a ver a Hagrid sin ella. Bueno — añadió con una mueca —, siempre está loca, pero ya sabes a qué me refiero... — Sí, tienes razón — dijo Harry —. Bueno, entonces, ¿qué hacemos? No podemos hacer los deberes sin Hermione, no podemos ir a ver a Hagrid sin Hermione, y se supone que no debemos ir a dar un paseo por los terrenos sin la compañía de un profesor... — Entonces tampoco podemos ir a ver a Hagrid — dijo Ron razonablemente. — Eso no cuenta — respondió Harry —, si vamos a ver a Hagrid, vamos a estar en compañía de un profesor, ¿no? — Siempre me ha encantado la forma en que interpretamos las normas del colegio, ¿sabes? — rió Ron. — Bueno — dijo Harry, levantándose —, entonces, si no tenemos más remedio, tendremos que ir a ver a Hagrid, ¿no crees? — Vale — asintió Ron —. Pero luego te encargas tú de darle explicaciones a Hermione, ¿de acuerdo? Sin embargo, cuando llegaron a la cabaña de Hagrid tuvieron que conformarse con

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saludarle desde lejos y volver sobre sus propios pasos, porque en esos momentos Hagrid estaba en mitad de una clase de Cuidado de Criaturas Mágicas con un reducido grupito de alumnos de cuarto de Hufflepuff y Ravenclaw. Desanimados, Harry y Ron volvieron al castillo bajo el sol brillante del mediodía, preguntándose qué harían para matar el tiempo hasta que llegase la hora de la comida. — Bueno — dijo Ron cuando entraron a la sombra del Vestíbulo —, a lo mejor deberíamos hacer caso a Hermione por una vez, y subir a la Biblioteca... — Todavía no tenemos deberes, Ron — respondió Harry —. Excepto "reconsiderar nuestra concentración" para hacer un Encantamiento Proteico. Pero bueno — añadió —, a lo mejor podríamos empezar a buscar a R.A.B., ahora que lo pienso. — Hermione no lo encontró en la Biblioteca, ¿recuerdas? — dijo Ron, subiendo la escalinata de mármol —. Si ella no lo ha encontrado, no creo que nosotros... Pero bueno, por intentarlo que no quede. Como había pronosticado Ron (pese a haber suspendido espectacularmente todos los examenes de Adivinación que había hecho en su vida), no sólo no fueron capaces de encontrar absolutamente nada acerca de R.A.B. en los escasos minutos que les quedaban antes de la comida, sino que, una vez en el Gran Comedor, Hermione se enfadó con ellos al saber que habían ido a visitar a Hagrid sin ella. Olvidó su enfado cuando supo que también habían estado un rato en la Biblioteca buscando pistas para encontrar a R.A.B., y empezó a elucubrar acerca de cómo llevar a cabo una buena investigación para encontrar al ladrón del Horcrux de Voldemort. Ron lanzó una mirada burlona en dirección a Harry, que hizo una mueca: pese a que no había nadie mejor que Hermione para encontrar pistas en Bibliotecas y lugares similares, no serían ellos mismos si dejasen pasar la oportunidad de meterse un poco con ella ante su entusiasmo por pasar horas y horas en la Biblioteca cuando fuera, en los terrenos, hacía un sol espléndido y una temperatura ideal.

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Cuando todavía estaban con el postre aparecieron Anthony Goldstein y Edmund Cadwallader para acompañar a Harry al despacho de la profesora McGonagall; Robert Urquhart se les unió en la puerta del Gran Comedor, a todas luces intentando controlar la expresión de disgusto producida, seguramente, por tener que salir de la estancia en una compañía que no era precisamente santo de su devoción. — ¿Has pensado qué le vas a decir, Potter? — preguntó Cadwallader en tono amistoso, mientras subían la escalinata de mármol hasta el segundo piso. — No — respondió Harry —. Supongo que... improvisaré. — Entonces, estamos listos — comentó Urquhart en tono desagradable —. Seguro que consigues que nos eche con cajas destempladas... — Intenta ser un poco más positivo, Urquhart — dijo Goldstein en tono casual —. Si no, lo más probable es que McGonagall se dé cuenta de que venimos los cuatro juntos porque no tenemos más remedio... — McGonagall no es tonta, ¿sabéis? — dijo Harry, encabezando el grupo hacia la gárgola de piedra que guardaba el despacho del director de Hogwarts —. Seguro que se da cuenta de eso nada más vernos. Se detuvo frente a la gárgola de piedra, con un nudo en el estómago. En ese momento se dio cuenta de dos cosas: la primera, de que, al traspasar aquella puerta, no vería a Dumbledore, con su barba plateada, sus gafas de media luna y su extraña sonrisa conocedora... allí, en su despacho, probablemente sería consciente por primera vez de que la muerte de Dumbledore era real, cierta, irrevocable. Y también se dio cuenta de que ni él ni ninguno de sus compañeros conocía la contraseña para entrar en el despacho. — Este... ¿Caramelos de toffee? — preguntó a la gárgola, inseguro. El monstruo de piedra no se movió. Harry se la quedó mirando, inmóvil —. Er... chicos — dijo, sin desviar la mirada de la gárgola —. Creo que tenemos un problema. No sé cuál es la contraseña.

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Urquhart soltó una exclamación de burla, mientras Goldstein y Cadwallader se acercaban a Harry, mirando la gárgola con curiosidad. — ¿Este es el despacho de McGonagall? — preguntó Cadwallader con curiosidad —. Nunca había estado aquí antes... — El despacho está detrás de la gárgola, idiota — dijo Goldstein. — Ya lo imaginaba, ¿vale? — respondió Cadwallader con acritud. — Así no vamos a ninguna parte — les interrumpió Harry, observando la gárgola. Nunca había entrado en el despacho de Dumbledore, ahora de McGonagall, sin saber la contraseña. ¿Bastaría con llamar a la puerta? Vacilante, alargó una mano para golpear la pared como si fuera una puerta. Dio un respingo cuando la gárgola aparentemente sin vida abrió un ojo para seguir con la mirada el puño de Harry. — Eh... disculpe — dijo Harry, sintiéndose bastante tonto. La gárgola parpadeó —. ¿Podría... eh... avisar a la directora de que queremos verla? La gárgola cerró de nuevo los ojos, y en ese momento, para asombro de Harry y de sus tres acompañantes, se apartó a un lado y la pared que había tras ella se partió por la mitad. Antes de que se hubieran repuesto del sobresalto, la profesora McGonagall surgió del hueco abierto en la pared. — ¡Potter! — exclamó, desconcertada —. Y Goldstein, Urquhart y Cadwallader... ¿Qué hacéis aquí vosotros? Los otros tres permanecieron en silencio, echándose imperceptiblemente hacia atrás para quedarse al márgen, en un inconfundible gesto que quería decir que Harry tenía ahora toda la responsabilidad. Éste se aclaró la garganta. — Er... verá, profesora McGonagall — empezó, vacilante —. Queríamos hablar con usted, si... si no le importa. McGonagall los miró de uno en uno, con los labios apretados pero una expresión de

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inconfundible curiosidad en los ojos medio ocultos por las gafas cuadradas. Al cabo de lo que parecieron horas, parpadeó. — Seguidme, entonces — dijo, dando media vuelta y volviendo a entrar por el hueco dejado por la gárgola. Harry la siguió hasta la escalera de caracol, que subía dando vueltas sobre sí misma; detrás de él, Goldstein, Urquhart y Cadwallader no pudieron contener una exclamación de asombro al ver la escalera móvil de piedra. Traspasaron la puerta de roble y entraron en el despacho circular del director de Hogwarts. Harry no pudo evitar el nudo que atenazó su garganta al ver que el despacho estaba exactamente igual que la noche que murió Dumbledore: McGonagall ni siquiera había retirado de allí la percha que Fawkes, el fénix, había abandonado aquella misma noche. Las mesitas de patas ahusadas, cubiertas de extraños y tintineantes mecanismos de plata, continuaban en el mismo lugar que siempre. El único cambio, que sin embargo Harry ya había visto la última vez que había entrado en aquel despacho, era el gran retrato enmarcado en madera dorada que descansaba ahora justo encima de la silla donde McGonagall se sentaba en esos momentos. Desde el cuadro, Albus Dumbledore, antiguo director de Hogwarts y mentor de Harry, le dirigió una mirada rápida y un guiño antes de cerrar los ojos y fingir estar profundamente dormido. — Bien, ¿de qué se trata? — preguntó la profesora McGonagall, mirándolos desde detrás de la mesa. Harry miró a sus tres compañeros por el rabillo del ojo, y comprobó que los tres lo observaban, apremiantes. — Verá, profesora — empezó, mirando directamente a McGonagall a los ojos —. Habíamos pensado que... Bueno, los cuatro — subrayó, para que la directora tuviese en cuenta que, por una vez, las cuatro casas estaban de acuerdo en algo —, habíamos pensado que quizás podría... Es decir — tragó saliva —, que quizás podría permitirnos seguir jugando al Quidditch este año... — ¿Quidditch? — le interrumpió ella, sorprendida —. ¿Venís aquí sólo a pedirme que os deje jugar al Quidditch?

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— Bueno, profesora — dijo Harry, sin dejarse amilanar por la mirada severa de McGonagall —, verá, es que no nos van a dejar ir de excursión a Hogsmeade, tampoco nos permiten salir a los terrenos ni al lago sin la compañía de un profesor, pero claro, los profesores están muy ocupados en sus clases y en proteger el castillo, de modo que ninguno va a poder acompañarnos... No podemos salir de las Salas Comunes más tarde de las ocho, y además han suspendido el campeonato de Quidditch... No es por alarmar, pero de aquí a que se declare una revuelta estudiantil hay sólo un paso, profesora — finalizó. A lo mejor fueron imaginaciones suyas, pero por un instante creyó ver que los labios tensos de la profesora McGonagall se curvaban en una sonrisa, rápidamente reprimida. — De modo — dijo McGonagall — que creéis que los estudiantes pueden rebelarse contra... ¿contra quién, exactamente? Harry se encogió de hombros. — No estoy diciendo que los alumnos estén en contra del profesorado, ni de usted, profesora — dijo, midiendo sus palabras e intentando evitar que sus propios labios se curvasen en una sonrisa —. Pero... bueno, ya vio lo que ocurrió hace dos años, cuando Dolores Umbridge fue nuestra directora e intentó instaurar una... dictadura — subrayó —. Sólo por quitarles a los alumnos algunos de sus privilegios, los alumnos se volvieron contra ella... — Lo recuerdo, Potter — asintió McGonagall —. Yo misma participé en esa... ¿cómo la has llamado? Revuelta estudiantil. Bien — continuó, enderezándose las gafas y mirándolos de hito en hito —, entonces, dices que, en caso de que no os permita jugar al Quidditch, los alumnos pueden rebelarse contra mí, o algo parecido... — Bueno, lo único que digo, profesora — dijo Harry —, es que, si pudiéramos retomar el campeonato de Quidditch, probablemente los pocos alumnos que han vuelto este curso no se sentirían tan... tan agobiados, por decirlo de alguna manera — se encogió de hombros —. Tan encerrados.

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— Mi deber es velar por su seguridad, Potter — dijo McGonagall severamente —. Si se sienten encerrados, entonces deberían pensar que sería peor que se encontrasen gravemente heridos, o algo peor. — Pero no tendría por qué ser peligroso, profesora — intervino Anthony Goldstein dando un paso adelante —. Si... si sólo entrenásemos con la profesora Hooch, o incluso todos los equipos juntos, no sé... Nadie tiene por qué correr peligro, ¿no cree? Además, nada de lo que pasó el año pasado tuvo que ver con el Quidditch... La profesora McGonagall guardó silencio unos segundos, observándolos detenidamente. Encima de ella, el retrato de Dumbledore abrió disimuladamente un ojo y sonrió, con las manos juntas en el regazo. — Podríais haberme pedido que diese permiso a los alumnos para salir a los terrenos de vez en cuando — dijo al cabo de un rato —. Sería más seguro. — Pero, profesora — insistió Harry, desesperado —, para salir a los terrenos tendríamos que pedir la compañía de algún profesor, así que, o salimos todos a la vez, o no habría profesores suficientes para todos... Pero al Quidditch podemos jugar con un solo profesor, ¿no?... — Supongo que sí — admitió la profesora McGonagall —. Me extraña que seas precisamente tú quien me pida que os permita jugar, Potter — añadió, con una mirada severa por encima de las gafas. Harry permaneció callado, temiendo que la profesora McGonagall dijera delante de los otros tres que no pensaba haber vuelto aquel año. No quería que todo Hogwarts se enterase de aquello. Sin embargo, los ojos de McGonagall brillaban con una calidez que, por un instante, confundió con diversión. — Precisamente tú — repitió la directora —, que has tenido más accidentes jugando al Quidditch que el resto de la escuela, e incluso que los jugadores de la selección nacional. — Pero esos accidentes no fueron peligrosos, profesora — se apresuró a decir Harry —. Es

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decir, la señora Pomfrey... — Si piensas que partirte el cráneo no es peligroso, es que la señora Pomfrey no te lo arregló bien la última vez — dijo Cadwallader en voz baja. Sin embargo, la profesora McGonagall pareció oírle, porque frunció los labios en un mueca de severidad. — Bueno, supongo que podremos soportar los accidentes de Quidditch — dijo —, siempre que sean sólo accidentes de Quidditch. Está bien, Potter — añadió, con un suspiro —. No quiero tener una "revuelta estudiantil" el primer año que soy directora. Hablaré con el Consejo Escolar, pero no os garantizo nada, porque es decisión suya, ¿de acuerdo? Y, ocurra lo que ocurra, probablemente tendréis que entrenar los cuatro equipos a la vez; no puedo permitir que siete alumnos estén a solas en el campo de Quidditch. Si estáis todos estaréis más seguros. Y en cuanto vea algo sospechoso, cualquier cosa, o algo que no me guste por lo que sea, anulo el campeonato. ¿Está claro? — Sí, profesora — dijeron los cuatro a la vez, intentando fingir humildad cuando lo que sentían eran ganas de ponerse a dar saltos. — Cuando hable con el Consejo Escolar, os comunicaré su decisión. Sin embargo — añadió, mirándolos por encima de las gafas —, yo no tendría muchas esperanzas si fuera vosotros: no creo que quieran arriesgarse a dejaros jugar. Se les echarían encima todos los padres de los alumnos... Y ahora, marchaos — dijo —. No vaya a ser que alguno más tenga que saltarse una clase, ¿de acuerdo, Urquhart? El capitán del equipo de Slytherin se sonrojó, y no dijo nada. Harry inclinó la cabeza en dirección a la directora y dio media vuelta, dirigiéndose hacia la puerta, seguido de Cadwallader, Goldstein y un mortificado Urquhart, que no emitió sonido alguno hasta que bajaron la escalera de caracol y se encontraron al otro lado de la gárgola. — ¿Qué clase te has saltado, Urquhart? — preguntó Cadwallader con una sonrisa burlona. — No creo que te importe en absoluto — fue la respuesta. Urquhart los miró un instante

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con profundo desdén y después siguió caminando, dejándolos atrás. — Bueno — suspiró Anthony Goldstein, observando la espalda de Urquhart —, qué poco ha tardado en volver a ser un idiota, ¿verdad? — Sí — asintió Cadwallader —, aunque no es que se le dé muy bien disimular, ¿eh? — No — dijo Goldstein —. Verás qué bien nos lo vamos a pasar entrenando todos los días con él y con su equipo... — Si es que el Consejo Escolar da permiso, claro — añadió Cadwallader —. Por cierto, Potter, lo has hecho muy bien — dijo, volviendo la cabeza hacia Harry, que caminaba a su lado —. Esa idea de amenazarla con una revuelta de estudiantes... Ha sido brillante, en serio. — Sí, no creo que yo me hubiera atrevido a decirle algo así — dijo Goldstein con una sonrisa —. Parece muy capaz de reventarte la cabeza por mucho menos... — Oh, bueno — respondió Harry con un gesto evasivo —. No pasa nada, digamos que, después de tantos años, McGonagall y yo hemos llegado a una especie de entendimiento. — ¿Y cuál es? — preguntó Goldstein. — Yo no llevo a los estudiantes a la huelga y ella no me revienta la cabeza — contestó Harry, sonriendo. — Ah — dijo Goldstein. — Bueno, yo me voy a clase de Defensa Contra las Artes Oscuras — dijo Harry, con un ademán de despedida —. Cuando hay un profesor nuevo no me gusta llegar tarde... — Sí, no sea que te reviente la cabeza — exclamó Cadwallader, soltando una carcajada. — En su caso, le creo muy capaz, Potter — asintió Goldstein, dándole una palmada en la espalda —. Bueno, pues mucha suerte. — Mantén las bludgers lejos del profesor, Harry. — Hasta luego — se despidió Harry, torciendo por el corredor a la derecha mientras ellos seguían adelante.

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Pese a lo que les había dicho a Goldstein y a Cadwallader, sabía por qué McGonagall había aceptado hablar con el Consejo Escolar para que levantasen la prohibición de jugar el campeonato de Quidditch: una de las prioridades de la nueva directora era mantener allí a Harry, como fuera, y McGonagall debía haber visto en la amenaza implícita de Harry una amenaza aún más oculta: que si no les dejaban jugar al Quidditch, era posible que Harry decidiese que, después de todo, no le compensaba quedarse mucho más tiempo en Hogwarts. Cosa que no era del todo cierta, en realidad. Harry no había ido a Hogwarts para jugar al Quidditch, ni mucho menos. Y, de hecho, le extrañaba mucho que McGonagall lo hubiera creído. Pero bueno, como le había dicho a Hermione, el Quidditch no le haría ningún daño, siempre que supiera que no podía convertirse en una prioridad. El Quidditch muchas veces incluso le había sido útil... gracias al Quidditch, por ejemplo, había encontrado las fuerzas necesarias para aprender a repeler a los dementores, ¿no? Aunque no creía que en esta ocasión fuera así. Y tampoco estaba mal eso de saber que, con tal de que Harry permaneciera en Hogwarts, McGonagall era capaz incluso de replantearse sus decisiones, algo que jamás habría podido imaginar... Harry sonrió. Si volvían a jugar al Quidditch, y la directora aceptaba todo lo que le pedía, ese curso podía llegar a ser verdaderamente interesante... Y, sin embargo, Harry sabía de alguna manera que no debía abusar de aquel poder sobre McGonagall que acababa de descubrir.

— CAPÍTULO 10 —

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El nuevo profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras

Cuando llegó al aula de Defensa Contra las Artes Oscuras, todos sus compañeros se apiñaban en la puerta, esperando que el profesor abriese la puerta. Harry se reunió con Ron y Hermione, observando entristecido lo pocos que eran para dar la clase: tan sólo ellos tres, Dean, Neville y Lavender (que, por cierto, se dedicaba a ignorarles de la manera más evidente). — ¿Qué tal? — preguntó Ron, con una mirada ansiosa, mientras Hermione hacía todo lo posible por ignorarles del mismo modo que Lavender —. ¿Qué ha pasado? Harry hizo una mueca. — Ha dicho que se lo pediría al Consejo Escolar — respondió. Hermione soltó un bufido. — Entonces, ya te puedes ir despidiendo de jugar al Quidditch, Harry — dijo —. El Consejo Escolar nunca aceptará que se vuelva a jugar el campeonato. — Eres de lo más simpática, Hermione — gruñó Ron. — No sé — dijo Harry, encogiéndose de hombros —. Cuando hablé con ella, McGonagall parecía muy dispuesta a convencer a todos los miembros del Consejo Escolar... — Evidentemente — le interrumpió Hermione —, porque cuatro alumnos se lo pidan McGonagall no va a enfrentarse con el Consejo... — Porque cuatro alumnos se lo pidan, no, Hermione — dijo Ron —. Porque Harry se lo pida. Hermione chasqueó la lengua. — No acabo de ver por qué... — empezó. — Vamos, Hermione, es bastante obvio — dijo Ron, y miró a Harry —. Estoy convencido de que McGonagall haría cualquier cosa para que Harry se quedase en Hogwarts. Incluso

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enfrentarse con el Consejo. ¿Verdad? — le preguntó a Harry. Antes de que éste pudiera contestar, la puerta del aula se abrió, y por el hueco asomó, alto, ancho como un buey, y con una sonrisa de suficiencia: Cormac McLaggen. — Buenas tardes — dijo, haciéndose a un lado para permitirles entrar —. Adentro, vamos, rápido. Harry, Ron y Hermione escogieron unos asientos lo más alejados posible de la mesa del profesor; ninguno de los tres estaba muy contento, y ninguno tenía una relación especialmente buena con McLaggen. Ron lo odiaba desde que había intentado robarle el puesto de guardián en el equipo de Gryffindor, Hermione no podía ni verlo desde que intentó aprovecharse de ella en la fiesta de Navidad de Slughorn, y Harry no le tenía ningún aprecio desde que le había partido el cráneo con una bludger durante el único partido de Quidditch que habían jugado, curiosamente, y aunque pueda parecer lo contrario, en el mismo equipo... — Bien — comenzó McLaggen, situándose frente a la poco concurrida clase y observándolos a todos de uno en uno. Dean se encogió ante su escrutinio: seguro que pensaba que McLaggen recordaría que fue uno de los que tuvieron un pequeño intercambio de opiniones después de la derrota de Gryffindor frente a Hufflepuff —. Bien — repitió, y sonrió ampliamente —. Todos nos conocemos, de modo que no serán necesarias las presentaciones. Como sabéis, soy vuestro nuevo profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras; ninguno de vosotros coincidió conmigo antes, porque pertenecíais a cursos inferiores, de modo que no sabéis que siempre he sido bastante apto, por decirlo de alguna manera, en esta asignatura. No importa: ahora podré compartir mis conocimientos con todos vosotros, y de este modo llegaréis a examinaros del ÉXTASIS con la suerte de haber tenido, por fin, un buen profesor en esta asignatura, no como los que habéis tenido que aguantar hasta el momento. Harry, Ron y Hermione intercambiaron una mirada; Hermione enarcó una ceja, incrédula. — A su lado, Lockhart era el más humilde de los mortales, ¿verdad? — susurró Ron al oído

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de Harry, que asintió, sonriendo. No había esperado menos de McLaggen. — De acuerdo — continuó McLaggen, al parecer ignorante de la incredulidad que acababa de suscitar, no sólo entre Ron, Hermione y Harry, sino también, por la expresión de sus rostros, entre los demás Gryffindors que asistían a la clase —. Este curso tendréis que enfrentaros a un programa de estudios mucho más complicado del que habéis dado otros años. Comenzaremos por un repaso de las maldiciones más elementales...

— Menudo payaso — exclamó Ron, sentándose con expresión de asombro en la mesa de Gryffindor, en el gran Comedor —. "Siempre he sido bastante apto en esta asignatura"... ¡Pero si ni siquiera es capaz de desviar una maldición Piernas de Gelatina! — Tú tampoco, Ron — respondió Hermione, sentándose frente a él. — ¡Pero yo no soy el profesor! — dijo Ron —. ¿Has visto cómo le ha tumbado Harry? ¡Por favor, si incluso Neville es capaz de hacer un encantamiento de desarme mejor que él! — Sí, bueno — dijo Hermione —, Neville ha mejorado mucho en Defensa Contra las Artes Oscuras, todos lo sabemos... — ¿Pero es que no vamos a poder tener nunca un profesor como es debido? — casi gritó Ron, haciendo aspavientos con los brazos y golpeando inadvertidamente a Harry cuando se sentaba a su lado, tirándole las gafas —. Perdona, Harry... ¡Primero Quirrell, que tenía a Quien— Vosotros—Sabéis pegado al cráneo! ¡Después, Lockhart, que era capaz de convertir a unos duendecillos de Cornualles en algo tan peligroso como una manada de Acromántulas! — No exageres — musitó Harry, tanteando en la mesa en busca de sus gafas. — ¿Que no? ¡Lo digo por experiencia! ¡Casi pediría que Aragog nos diera clase, si no hubiera estirado la pata! Bueno, las ocho. ¡Luego, a Lupin, que no estaba mal pero nos dejaba con Snape una semana al mes! ¡Con Snape! ¡Una semana al mes! — Lo hemos entendido, gracias.

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— ¡Luego, a Barty Crouch, que era un lunático, un mortífago, un feo y seguía órdenes de Quien—Vosotros—Sabéis! ¡Después a Umbridge, que era tan indescriptible que no tengo palabras para describirla! — Tiene un problema con el léxico — murmuró Hermione en dirección a Harry, que tuvo que esforzarse para contener una carcajada. — ¡Y luego a Snape! ¡Snape! ¡Y, cuando nos libramos de Snape, tenemos que aguantar a este cretino, tan pagado de sí mismo que ni siquiera es capaz de darse cuenta de que el colegio entero, de McGonagall para abajo, se está riendo de él! — No veo que te estés riendo, Ron — comentó Hermione, cogiendo una fuente de sardinas asadas. — No, claro — dijo Ron, bajando el tono y los brazos —. Es que no es para reírse. — Vale — exclamó Hermione —. Deja de decir incoherencias, ¿de acuerdo? Todos sabemos que McLaggen es un inútil. ¿Y qué quieres que hagamos? ¿Que nos pongamos en huelga? — No creo que esa excusa funcione dos veces en el mismo día con McGonagall — suspiró Harry —. Si no, ahora mismo le pediría que mandase a McLaggen a hacer gárgaras. Y muy lejos. Ron soltó un gruñido. — Precisamente este año que nos interesaba aprender todo lo posible en esta asignatura... — ¿Cuándo te ha interesado a ti aprender algo en alguna asignatura, Ron? — preguntó Hermione, exasperada —. Que yo sepa, lo único que has querido siempre ha sido aprobar los examenes... — ¿Y cómo iba a aprobar los examenes si no aprendo nada? — exclamó Ron. Hermione chasqueó la lengua y no dijo nada. — Precisamente este año... — repitió Ron para sí. — ¿Qué es lo que pasa precisamente este año? — preguntó Harry con curiosidad,

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poniéndose las gafas para observar a Ron, que tenía un aspecto bastante desalentado. — Bueno — dijo Ron, fingiendo indiferencia —, pensaba que... que, si llegamos a hacer los ÉXTASIS, a lo mejor podría conseguir entrar en la Escuela de Aurores, ya sabes. Harry lo miró unos segundos, sonriendo. — Sí, claro — dijo, y se encogió de hombros —. Yo también quería aprender lo que pudiera en Defensa. Qué mala suerte, porque con McLaggen, según se ha visto... — Bueno — dijo Hermione, indiferente, cortando un tomate por la mitad —. Si quieres que aprendamos algo más, ya sabes lo que tienes que hacer, Harry. Harry la miró, exasperado. — Hermione — dijo —, ya te he dicho que, por mucho que la profesora McGonagall me quiera aquí, en el colegio, no podría convencerla para que se deshiciera de McLaggen... — No me refería a eso — dijo ella —. Quería decir que quizás ha llegado el momento de volver a formar el ED. Harry se la quedó mirando, con una sensación de incredulidad creciente dentro de su cuerpo. — Hermione — dijo al cabo de un rato —, verás, sé que puede sonar un poco egoísta, pero a lo que me refería era a aprender yo, no a enseñar lo poquito que sé a los demás. Sabes, me interesaba hacerme con más armas si tengo que enfrentarme a Voldemort algún día, y mucho me temo que volver con el ED... — Bueno — le interrumpió Hermione, dejando el tenedor en la mesa y mirándolo fijamente —, por lo menos te serviría de entrenamiento, ya que dices que en clase de McLaggen no vamos a hacer gran cosa, ¿no? Harry hizo una mueca. — Lo que necesito ahora no es entrenamiento, Hermione... — comenzó. — No — asintió ella —. Lo que necesitas es un milagro.

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Harry entrecerró los ojos. — Gracias por los ánimos, Hermione — dijo, enojado —. Eres... — Sabes perfectamente que como mejor se aprenden las cosas en Defensa Contra las Artes Oscuras es practicándolas — dijo ella —. Tú mismo lo has dicho muchas veces. Y lo dijiste también en las reuniones del ED. — No quiero perder el tiempo, y lo siento si soy un poco brusco, Hermione — dijo Harry —. Lo que tengo que hacer es encontrar esos Horcruxes y... — Ah — exclamó ella, con los ojos brillantes de furia —. Así que no puedes perder el tiempo practicando Defensa Contra las Artes Oscuras, pero sí puedes perderlo jugando al Quidditch, ¿verdad? Harry abrió mucho los ojos, sorprendido. — No quería decir... — Mira, Harry — dijo ella —. Déjalo, ¿vale? Sabes que Ron y yo sólo queremos ayudarte a acabar con todo esto, pero si piensas que no merece la pena, entonces no tenemos más que hablar. — Lo siento — dijo Harry, encogiéndose en su asiento —. No lo he pensado, ¿vale? — Bueno, pues piénsalo — contestó ella bruscamente. El problema era que Harry estaba seguro de que, pensara lo que pensase, Hermione no cejaría hasta que consiguiese salirse con la suya. No se había planteado volver con el ED, una vez que consiguieron echar a Umbridge de Hogwarts, pero lo cierto era que, entre Umbridge y McLaggen, la diferencia no estaba tan clara... al menos, en lo que se refería a adquirir conocimientos en sus clases. Lo que no se imaginaba era que no iba a ser Hermione la única en insistir hasta salirse con la suya. Después de una cena bastante incómoda, durante la cual Hermione habló lo imprescindible

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y Ron continuó refunfuñando y maldiciendo a los profesores ineptos, subieron a la Sala Común de Gryffindor, que para entonces estaba bastante vacía porque la mayoría estaba todavía cenando. Se sentaron en su mesa favorita, junto al fuego (aunque, en esa época del año, todavía no estaba encendido) y se miraron, sin saber muy bien qué decir. — Bueno — dijo Ron, vacilante, al cabo de unos incómodos minutos —, ¿y si empezamos a practicar el Encantamiento Proteico? Es que me da la sensación de que no voy a ser capaz de hacerlo en la vida... ¿Cómo era ese movimiento de varita...? — Así no, Ron — contestó Hermione, retomando su personalidad habitual e inclinándose sobre él —. Verás, tienes que abarcar los dos objetos con el giro, y después... Harry sacó su varita e intentó dominar él también el Encantamiento Proteico, un hechizo que consistía en hacer que dos o más objetos se comportasen de forma mimética, es decir, que si uno cambiaba de forma el otro también lo hacía a su vez... Para ello lo primero que tenían que hacer era echar sobre uno de los dos objetos un hechizo de transfiguración y convertirlo el algo exactamente idéntico al otro objeto, un hechizo que, según Hermione, ya habían dado el curso anterior en clase de McGonagall, pero que, por más que se estrujaba el cerebro, Harry no era capaz de recordar. Después de convertirlos en dos objetos idénticos (bueno, en realidad, después de que Hermione los convirtiera en dos objetos idénticos, porque ni Harry ni Ron fueron capaces de hacer un hechizo mimético), lo que tenían que hacer era conseguir que los dos objetos no sólo fueran idénticos, sino que "creyesen" ser idénticos y esa creencia se extendiese en el tiempo. — ¿Sabes? — gruñó Ron, moviendo desesperadamente la varita en torno a los dos sacapuntas que permanecían inmóviles sobre la mesa —, este hechizo me da un poco de mala espina... — Eso es porque no te sale — respondió Hermione, conteniendo una sonrisa. — No, qué va — insistió Ron —. Es que... eso de hacer que un sacapuntas se crea que es igual que otro sacapuntas... No sé, ¿no es un poco... oscuro?

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Hermione abrió mucho los ojos, y después soltó una carcajada. — ¿A qué demonios te refieres con "oscuro", Ron? — preguntó. — Pues... ¿No es como darle... mente, a algo inanimado? — No seas bobo — rió Hermione —. No se trata de que el sacapuntas se "crea" de verdad que es como el otro, es una forma de hablar... De lo que se trata es de que sus moléculas se crean... — ¿Y no es lo mismo? — la interrumpió Ron. — ¡Que es una forma de hablar, te digo! — exclamó Hermione —. ¡Los sacapuntas siguen siendo objetos, Ron, no piensan! — ¿Y si no piensan, por qué se creen que son idénticos, entonces? — insistió Ron. Hermione lo miró, impaciente. — De verdad, Ron, que no entiendo cómo has conseguido llegar a séptimo — dijo. — Hombre, muchas gracias — gruñó él, dejando caer la varita sobre la mesa con cara de pocos amigos. — ¿Pero es que no has entendido todavía que esto es magia? — ¡Pues por eso! ¡Porque es magia! — exclamó Ron, exasperado —. ¿No estamos dotando a algo inerte de una mente que...? — ¡Ron! ¡Sólo se trata de que una cosa imite la forma de la otra, no de que descubran la vacuna de la hepatitis C! — ¿La qué de la qué? — preguntó Ron, irritado —. ¡Bueno, me da igual! ¡Sigo pensando que...! — Este... perdonad... Se volvieron hacia quien había hablado, sorprendidos: con la discusión de Ron y Hermione, ni siquiera se habían dado cuenta de que se había abierto el agujero del retrato. Allí, parados ante su mesa con expresión de inseguridad y de sorpresa, estaban Neville Longbottom, Dean Thomas, Lavender Brown, Colin y Dennis Creevey y Ginny Weasley. Harry miró a su alrededor: no había

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nadie más en la Sala Común. Daba la impresión de que aquellos seis habían salido juntos del Gran Comedor para encontrarse con ellos en la Torre sin que ningún otro Gryffindor los viese. — ¿Qué pasa? — ladró Ron, enojado con Hermione y, al parecer, con la mitad del Universo conocido. — Tranqui, tío — respondió Dean metiéndose las manos en los bolsillos con aire de indiferencia —. Contigo, nada. En realidad, veníamos a hablar con Harry. Harry enarcó una ceja, sorprendido. — ¿Qué pasa? — repitió, colocándose intencionadamente de parte de Ron en la invisible lucha de voluntades que éste había entablado con Dean. Neville se adelantó y se colocó frente a Harry. — Verás — dijo, mirándose los grandes pies —. Habíamos pensado... Bueno, después de la clase de esta tarde... — ¿La de McLaggen? — preguntó Ron. Harry cerró los ojos, sabiendo lo que vendría a continuación. — Sí, claro — contestó Dean —. Ha sido la peor clase de Defensa Contra las Artes Oscuras que hemos tenido desde... — Desde Umbridge — dijo Ginny, haciendo una mueca de asco. — Ya — dijo Harry, sin atreverse a mirar a Ron y a Hermione, para no ver reflejado en sus ojos lo que debían estar diciendo los suyos propios en ese momento: que los tres sabían exactamente a dónde querían llegar a parar. Sin embargo, un diablillo revoltoso que debía tener escondido en la mente le obligó a callar, y esperar a ver cómo se las apañaban para decirlo. — Harry — continuó Neville, contando los agujeros de los cordones de sus zapatos con evidente esfuerzo mental —, hemos estado hablando, y... Bueno... — El caso es que... — siguió Dean —, verás... — Nosotros... — intervino Lavender.

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— Es que... — musitó Dennis Creevey. — Queríamos saber si te importaría que volviéramos a celebrar alguna reunión con el ED — dijo Ginny, mirando al resto con el ceño fruncido. Harry hizo una mueca: esperaba poder ver cómo sus compañeros las pasaban canutas para pedírselo, pero Ginny era demasiado directa. Hermione, por el contrario, enarcó las cejas y lo miró de soslayo con un gesto de superioridad. — ¿Lo estás viendo, Harry? — preguntó con voz suave —. ¿Ves como no soy la única que piensa que...? — Está bien, Hermione — dijo Harry, suspirando —. Ya sé lo que piensas, ¿vale? Bueno — añadió, mirando a los seis compañeros de Gryffindor que permanecían de pie, espectantes —. La verdad es que no tenía pensado volver con el ED nunca más... — Pero Harry — le interrumpió Neville, inclinándose sobre él con una mirada implorante en sus ojos acuosos —, McLaggen es casi igual de malo que Umbridge... — Es peor — dijo Ron en voz baja —. Es como un cruce entre Umbridge y Lockhart. — No vamos a aprender nada este curso — dijo Dean, mirándolo como si pensase que estaba obligado a hacerlo. Harry sostuvo su mirada con frialdad. — Tú mismo dijiste, cuando fundamos el ED, que lo hacíamos para aprender a defendernos porque Quien—Tú—Sabes había vuelto — dijo Lavender —. ¡Bueno, no veo que él se haya ido a ninguna parte, y ahora volvemos a tener un profesor que es de todo menos competente! Harry no dijo nada. — Harry — imploró Neville —, por favor... Aquello fue lo que le desarmó por completo. Neville, al igual que Luna, llevaba más de un año esperando, deseando, que el ED se volviese a reunir... y todavía les debía mucho por haber respondido a su llamada la noche que murió Dumbledore. Ellos, entre todos los miembros del ED, habían sido los únicos...

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— Harry — intervino Hermione, atrayendo su mirada —. Harry, sabes que tienen razón: McLaggen puede incluso ponernos en peligro a todos al no enseñarnos nada con lo peligroso que está el mundo hoy en día... Además, ya sabes lo que te he dicho antes. — Sí, ya — dijo Harry, volviendo a suspirar —. Escuchad... Sé que vais a pensar cualquier cosa de mí, pero de verdad que no puedo volver con el ED. Si tengo que ser sincero, os enseñé prácticamente todo lo que sabía hace dos años... Ya no hay nada nuevo que yo sepa y vosotros no. Y este curso voy a tener el mismo problema que vosotros, porque no voy a aprender nada nuevo con McLaggen. No tiene sentido que volvamos... Bajó la cabeza, incapaz de soportar las expresiones de desilusión a su alrededor. Pero era cierto. No había nada más que él pudiera enseñarles. Nada útil, al menos. — Lo único que puedo hacer — continuó en voz baja — es prometeros que, en caso de que aprenda algo por mi cuenta, no sé, con algún libro o lo que sea, os lo enseñaré en seguida. — Pero Harry — dijo Hermione, posando una mano sobre su antebrazo —, podríamos aprender los hechizos del libro que... — Es magia tenebrosa, Hermione — la interrumpió él —. ¿En serio quieres enseñarles a pasarse al lado de Voldemort? — Bueno... No, pero... — Harry — dijo Ginny con expresión de seriedad —, a lo mejor ha llegado el momento de que seamos nosotros los que te enseñemos a ti, ¿no te parece? Harry frunció el ceño, sin comprender. — No entiendo lo que... — Quiero decir — continuó Ginny — que, si tú nos enseñaste a hacer todos los encantamientos, hechizos, maldiciones y contramaldiciones que conocías, quizá ha llegado el momento de que nosotros te ayudemos a ti a aprender cosas. Podemos mirar juntos en los libros de Defensa Contra las Artes Oscuras, y ofrecernos como cobayas para que entrenes con nosotros...

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Para que tú aprendas cosas nuevas, y después nos las enseñes a nosotros. ¿Qué te parece? Harry permaneció en silencio unos segundos, sin saber muy bien cómo negarse a aquello, y sin saber tampoco si realmente quería negarse. Tenía que reconocer que no era mala idea, que, de hecho, podía resultar útil... — Lo pensaré — dijo al fin. No levantó la cabeza hasta que volvió a encontrarse a solas con Ron y Hermione, y entonces sólo lo hizo para lanzarles una mirada que quería decir con toda la claridad del mundo que era mejor para su salud que no hablasen del tema.

— CAPÍTULO 11 — El pacto

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Harry no había tenido intención de volver con el ED en ningún momento; teniendo en cuenta que ni siquiera se había planteado volver a Hogwarts, era comprensible. De cualquier modo, estando en el colegio, sí había pensado en intentar aprender, muchas veces se había comprometido consigo mismo a aprovechar las clases para prepararse para lo que tendría que hacer tarde o temprano, para lo que era su destino. Cuando supo que McLaggen había sido nombrado profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras, su desilusión casi había podido con la decisión de regresar a Hogwarts; no había que pensar mucho para saber que, de entre todas las asignaturas, era la que más iba a necesitar, si su destino era enfrentarse, al final, con Lord Voldemort. ¿Debía volver con el ED? Todo lo que les había dicho era cierto: apenas sabía nada más que pudiera enseñarles. Pero también era cierto lo que Ginny había dicho. De acuerdo también con Hermione, la práctica, el entrenamiento, podía ser tan útil como una buena clase de Defensa Contra las Artes Oscuras, algo que aquel curso no iban a poder tener. Y los miembros del ED se habían ofrecido voluntarios para ayudarle, siempre que después les enseñase lo que había aprendido... ¿Tan horrible sería? No, desde luego que no. La idea de volver con el ED no era desagradable en absoluto. ¿Y acaso le alejaría de su objetivo principal? Tampoco. De hecho, Hermione tenía razón: si había algo que le iba a quitar tiempo, en caso de conseguirlo, era volver a jugar al Quidditch. Aparte de que, en su interior, sentía que les debía algo a Neville, a Luna, incluso a Ginny, y por supuesto a Ron y a Hermione, por jugarse el tipo luchando contra aquellos mortífagos la noche que murió Dumbledore... y también la noche que murió Sirius, ahora que lo pensaba. Al día siguiente, durante el desayuno, Harry seguía dándole vueltas al asunto del ED. Cada vez estaba más convencido de que, bien mirado, no era una idea tan descabellada. Sin embargo, Harry recordó algo que había aceptado hacer unas semanas antes, y creyó que quizá era mejor

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empezar aquel extraño curso con buen pie y ganarse la confianza de la nueva directora, antes de verse obligado a ocultarle algo verdaderamente importante. Desayunó a toda prisa para llegar el primero a clase de Transformaciones, pero McGonagall todavía no estaba en el aula, de modo que se vio obligado a esperar y, para cuando llegó la profesora, el resto de sus compañeros ya estaban haciendo una tristemente corta hilera a la puerta. — Harry, ¿por qué has venido antes? — preguntó Hermione mientras se sentaban en sus lugares habituales, lo cual aquel curso en el que eran tan pocos los dejaba desagradablemente cerca de la primera fila —. ¿Qué pasa? — Nada — contestó él, evasivo —. Sólo quería comentar una cosa con McGonagall.. Parecía que Hermione estaba dispuesta a someterle a un tercer grado para enterarse de qué quería decirle a McGonagall; sin embargo, una mirada de la directora hizo que las palabras se helasen en sus labios. Como era de esperar, la clase de Transformaciones transcurrió entre advertencias de la profesora McGonagall acerca de los examenes de los ÉXTASIS, la titulación más alta que daba Hogwarts y la necesaria para ejercer muchas de las profesiones mágicas, así como para acceder a otras muchas para las que había que estudiar aún más, como la Sanación, o la Escuela de Aurores. Sin embargo, por las palabras de McGonagall parecía como si no se estuvieran enfrentando a algo que podía suponer jugarse su futuro profesional: daba la impresión de que los ÉXTASIS eran algo así como una cuestión de vida o muerte. Al final de la clase, Harry se retrasó a propósito recogiendo sus cosas para quedarse el último. Le costó un poco convencer a Ron y a Hermione para que se fueran sin él, y la mirada de suspicacia que le lanzaron antes de marchasen fue más elocuente que si le hubieran dicho directamente: "Después nos lo cuentas. Es una orden". — ¿Qué pasa, Potter? — preguntó la profesora McGonagall cuando levantó la mirada

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mientras guardaba sus cosas y lo vio allí, delante de su mesa, de pie. — Eh... profesora, yo... — Todavía no he recibido respuesta del Consejo Escolar, Potter — dijo ella, observándolo con severidad por encima de las gafas cuadradas —. Cuando sepa si se puede volver a jugar el campeonato de... — No, profesora — respondió Harry —. No se trata de eso. MacGonagall enarcó las cejas y guardó silencio, mirándolo con interés. — Verá — siguió Harry, sin saber muy bien lo que iba a decir —. Quería consultarle... Bueno, más bien informarle de una cosa. El rostro de McGonagall se contrajo, y la boca se convirtió en una fina línea apretada. — Bueno, es que he pensado... Bueno, en realidad no lo he pensado yo — admitió Harry — . Algunos de mis compañeros me han pedido que vuelva a... que vuelva a formar el ED, ya sabe, el grupo de Defensa Contra las Artes Oscuras que hicimos cuando Umbridge... — Ya — contestó, cortante, la profesora McGonagall. — Bueno... En realidad todavía no les he contestado — dijo Harry —, pero había pensado que... Verá, profesora — continuó, esta vez con voz un poco más firme —. Lo siento si parece como si cuestionase sus decisiones, pero lo cierto es que el profesor McLaggen es bastante incompetente, por decirlo de alguna manera. — Por decirlo de alguna manera... — repitió la profesora McGonagall, apretando los labios —. Sí, es una forma como otra cualquiera de decirlo. Lo cierto es, Potter, que no había otro. Harry sostuvo la mirada de McGonagall, recordando una conversación que escuchó a escondidas unas semanas antes. — ¿Por qué no aceptó el puesto el profesor Lupin? — preguntó en voz baja. La profesora McGonagall frunció los labios. — No sé cómo te has enterado de eso, y en realidad no quiero saberlo, creo. Pero eso es

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algo que tendrá que decirte el profesor Lupin, si quiere, Potter — respondió —. Bien, entonces, ¿has decidido volver o no volver a dar... clase, de Defensa Contra las Artes Oscuras a tus compañeros? Harry se encogió de hombros. — En realidad, no se trata de dar clase, profesora — dijo, y sonrió, vacilante —. Lo que quieren es que les ayude... bueno, ellos me ayudarán a mí y yo a ellos, a practicar algunas maldiciones y contramaldiciones... — Ya. Y... Bien, hace dos años lo mantuvísteis en secreto, lo cual, dicho sea de paso, era lo que teníais que hacer, porque aquello iba contra las normas... ¿Se puede saber por qué me lo estás contando ahora, Potter? — Bueno, profesora — dijo Harry —, ahora ya no va contra las normas, ¿verdad? — No — contestó McGonagall, haciendo un esfuerzo evidente para no sonreír a su vez. — Además — añadió Harry —, recordé que me había pedido que, cada vez que fuese a saltarme las normas, se lo dijera... — ¿No decías que esto no iba contra las normas? — preguntó McGonagall con los ojos brillantes. Harry sonrió ampliamente. — Creo que podría resultar, profesora. Bueno, con McLaggen de profesor... — No hace falta que me digas más, Potter — dijo la profesora McGonagall —. Ya sé que no estás pidiéndome permiso, pero de cualquier forma te lo doy. Eso sí, procura que el profesor McLaggen no se entere: no quiero tener que explicarle esto. Harry sofocó una carcajada. — De acuerdo, profesora. — Y haz el favor de no practicar ninguna maldición peligrosa, ¿de acuerdo? — continuó McGonagall —. Si tienes alguna duda, siempre puedes preguntármelo a mí... Por supuesto, las

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Maldiciones Imperdonables están fuera de cuestión. — Por supuesto, profesora — asintió Harry. — Y no quiero que ninguno de tus... alumnos, compañeros, o lo que sean, resulte herido. ¿Entendido? Un simple padrastro arrancado y te cierro el kiosko. — Sí, profesora McGonagall. La directora asintió brevemente y bajó la cabeza para seguir recogiendo su mesa. Harry comprendió que acababa de ser despedido de su presencia. Sin una palabra más, dio media vuelta para salir de la clase. — Potter — dijo McGonagall. Harry volvió a girarse y la miró directamente: la profesora lo observaba de nuevo por encima de las gafas, con una expresión inexcrutable —. Tengo que agradecerte que hayas decidido contarme esto. Puesto que vas a... no romper las normas — resopló —, prefiero saberlo. Gracias. Harry asintió, y se dispuso a marcharse de nuevo. En ese momento recordó algo, y volvió a mirar a la directora. — Profesora — dijo —. ¿Puedo utilizar la Sala de los Menesteres? Esta vez McGonagall no levantó la mirada. — Supongo que puedes, Potter — dijo —. Pero no rompas nada. — No, profesora — respondió Harry, y, finalmente, salió del aula de Transformaciones.

— De acuerdo — dijo, cuando llegó a la Sala Común. Ron y Hermione practicaban el Encantamiento Proteico aprovechando su hora libre, al igual que Dean y Lavender, que estaban en la mesa de al lado luchando, supuso Harry, con la redacción que Flitwick les había mandado el día anterior. Coincidía que los de quinto también tenían una hora libre en ese momento: Ginny y Colin, junto con otro chico de su clase que Harry no conocía, se sentaban junto a la ventana hablando en voz baja. En ese momento Neville entró por el hueco del retrato.

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Ron levantó la cabeza. — ¿De acuerdo, qué? — Lo del ED. — ¡Bien! — dijo Hermione —. Bien. Es una buena deci... — Pero sólo con una condición, Hermione — la interrumpió Harry. — ¿Condi...? — Que no se entere Zacharias Smith. No creo que fuera capaz de soportar dos minutos seguidos a ese idiota. Hermione lo miró, sorprendida. — Harry — dijo Ginny, levantando la voz desde el otro extremo de la Sala —. ¿He oído bien? ¿Has dicho que sí a lo del ED? — No es de buena educación escuchar las conversaciones ajenas — dijo Ron en un fingido tono de reproche. Ginny hizo una mueca, mientras la atención de todos los que estaban en la Sala Común se centraba de forma perceptible en ellos. — Sí — admitió Harry. — ¡Bien! — exclamó Neville, mientras el resto dejaban escapar suspiros de alivio. — Me parece bien — dijo Ron torciendo la boca —. Lo de Smith, digo. Ese imbécil es capaz de decírselo a McLaggen sólo para intentar entrar en el Club de Slughorn... — Por cierto — dijo Lavender —, ¿hace falta que lo llevemos en secreto, como hace dos años? Porque como esta vez no está Umbridge... — ¿Quieres tener a McLaggen metido todo el día en la Sala de los Menesteres? — preguntó Ginny en tono burlón. Lavender bajó la cabeza, con una mueca. — Entonces, ¿cuándo nos reunimos? — preguntó Ginny —. ¿Mañana? — No sé, ya lo decidiremos. Os avisaré con las viejas monedas ¿vale?

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— Harry — dijo Hermione —, me temo que Zacharias Smith también tiene una moneda de esas, va a ser muy difícil avisar a todo el mundo sin que él se entere... — No me lo puedo creer — exclamó Ron —. O sea, ¿me estás diciendo que fuiste capaz de hacer un Encantamiento Proteico con quince años, y que no puedes evitar que ese cretino se entere de que hemos vuelto a formar el ED? ¿Pero qué clase de bruja eres? — No se trata de... — Hermione — interrumpió Harry —, no me importa si tienes que convencer a todas las moléculas de Zacharias Smith de que son un sacapuntas de plástico rosa, pero que no se entere, ¿de acuerdo? Si no, olvídalo. — De acuerdo — respondió Hermione, extrañamente sumisa. Harry entrecerró los ojos, sin saber muy bien si quería o no saber cómo se las iba a arreglar Hermione para que Zacharias Smith no se enterase de aquello.

Harry no buscó el galeón falso que Hermione le había dado dos cursos antes, pero al parecer no habría sido necesario: aquella tarde, cuando entraron en los invernaderos para su primera clase de Herbología, Ernie Macmillan y Hannah Abbott se las arreglaron para compartir un enorme parterre de Ficus Danzante con ellos tres, pese a que la profesora Sprout nunca había permitido que trabajasen en grupos de más de cuatro. Al parecer, ni Susan Bones ni Justin Finch—Fletchley habían vuelto a Hogwarts; en el caso de Susan no era extraño, teniendo en cuenta que su tía había sido asesinada por los mortífagos hacía poco más de un año. Sin embargo, Justin era hijo de muggles, por lo que Harry no era capaz de imaginar qué habría pasado para que no hubiese vuelto a terminar el último curso. — Me parece una buena decisión, Harry — dijo pomposamente Ernie, inclinándose sobre el parterre. — ¿Cuál?

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— La de volver a formar el ED. Es lo mejor que podíamos hacer. Nos enfrentamos a la misma situación que hace dos cursos, y... — Hemos visto la moneda — intervino Hannah —. Entonces, el domingo, ¿no?... — Eh... — balbució Harry. — Sí — dijo rápidamente Hermione, sujetando la base del Ficus, que bailaba la conga al ritmo imaginario de alguna canción veraniega, probablemente número uno en los Cuarenta Magistrales, probablemente con una coreografía absurda para la que la planta, mal que le pesase, no tenía las extremidades necesarias —. Para la primera reunión, hemos pensado que es mejor que nadie pueda sospechar nada, y como Slughorn está dispuesto a convocar sus reuniones día sí y día no... Cosa que era bastante cierta: aquella misma mañana durante el desayuno los tres habían recibido una nueva invitación, decorada con la habitual cinta malva, en la que el profesor de Pociones les avisaba de que había preparado una cena alternativa en su despacho. El problema era que Harry no podía excusarse diciendo que tenía entrenamiento de Quidditch, porque McGonagall todavía no les había dicho si el Consejo Escolar había aceptado restituir el campeonato. Pensó en decirle que tenía muchos deberes que hacer, pero sólo habían pasado dos días de curso, sólo había tenido cuatro clases (contando con la de aquella tarde) y, Slughorn no se lo tragó. De modo que él, Ron y Hermione tuvieron que soportar una velada llena de sonrisas falsas y de falsas palabras, en la que, al menos, la comida era de verdad. Ginny también estaba por allí, pero Slughorn la acaparó prácticamente toda la noche en una larguísima conversación, aderezada con numerosas miradas disimuladas en dirección a donde ellos tres permanecían, intentando quedarse al margen de la reunión. Harry, para ser sincero consigo mismo, no tenía ninguna gana de saber de qué hablaban, aunque no podía evitar sentir cierta curiosidad. La primera clase de Pociones del curso fue una experiencia que Harry podía haberse ahorrado sin ningún esfuerzo. No sólo Slughorn se pasó la hora mirándolo como si supiera algo de

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él que a él no le podía gustar que el profesor supiera: además, Harry no consiguió realizar su Filtro Simpático. La poción, el mismo Elixir para Inducir Euforia que había mezclado tan perfectamente cuatro o cinco meses antes, presentaba un desagradable color verdoso en lugar del amarillo brillante que esperaba mientras hervía lentamente en su caldero, y Slughorn, desconcertado, asumió que los desengaños amorosos habían atrofiado en el ADN de Harry los genes de la "genial, incomparable y maravillosa" Lily Evans, que nunca tuvo la "horrible y pavorosa" idea de abandonar a James Potter. — Mi niño, más que el Elixir para Inducir Euforia parece que hayas bebido una poción para convertirte en un Inferius — dijo Slughorn sonriendo amablemente —. Espero que entres en razón antes de examinarte en junio, o eres capaz de suspender. Harry gruñó, con la mirada fija en su caldero, mientras un movimiento brusco a su lado le indicaba que Hermione se debatía entre darle la razón a Slughorn respecto a lo de Ginny y echarle en cara a Harry su dependencia del libro de Pociones de Snape. — ¿Existe una poción para convertirte en un Inferius? — preguntó Ron, alarmado, provocando una carcajada a Ernie y Zabini, los únicos alumnos que aún compartían con ellos la clase de Pociones. El profesor Flitwick se enfadó bastante (cosa que no era habitual en él) porque no había practicado el Encantamiento Proteico. En ese momento Harry decidió que había llegado el momento de empezar a trabajar. Ya había perdido demasiado el tiempo. — Tienes razón, Harry — dijo Hermione, asintiendo —. Llevamos tres días de clase, y todavía no has empezado a hacer la redacción que nos mandó el profesor... — No me refiero a hacer los deberes, Hermione — la cortó Harry. — Ah. Harry se dejó caer sobre el banco del Gran Comedor, ignorando las bandejas repletas de comida que lo llamaban, tentadoras, desde la mesa. Hundió la cabeza en las manos.

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— No tengo ni idea de por dónde empezar — dijo, alicaído. Su voz amortiguada por las manos le sonó demasiado desesperada incluso a él. — A ver, Harry — dijo Hermione, apartando a un lado su propio plato e inclinándose sobre la mesa —. Lo primero que tenemos que hacer es pensar. — Vaya, gracias — respondió Harry, asomando un ojo entre los dedos —. A veces no sé qué haría sin ti, Hermione. — No seas bobo, Harry — dijo ella, soltando un resoplido —. Me refiero a que hay que planificar antes de actuar. Igual que cuando estudiamos los examenes... — ¡No estarás pensando en hacerle un horario! — exclamó Ron, que, como de costumbre, comía por él mismo, por Harry y por Hermione. — Pues mira, no sería tan mala idea — contestó Hermione bruscamente —. Para hacer las cosas, antes hay que saber muy bien qué es lo que hay que hacer... — Todo eso está muy bien, Hermione — dijo Harry —. Pero es que no sé lo que hay que hacer. Tengo que encontrar esos Horcruxes, pero no sé ni por dónde empezar a buscarlos —. Levantó la cabeza, desanimado —. Es imposible — dijo —. Dumbledore tardó años en encontrar el anillo, y... — Y sólo unas semanas, después de darle tú la prueba de que había más de un Horcrux, en encontrar el medallón — terminó Hermione. — Sí — admitió Harry —, pero estuvo buscando la cueva desde mucho antes, Hermione. Creo que la estuvo buscando desde que Voldemort regresó. Cogió distraídamente un trozo de pan y lo mordisqueó sin ganas. La tarea a la que se enfrentaba era demasiado enorme, demasiado inmensa, demasiado inabordable. Era imposible que pudiera descubrir dónde había escondido Voldemort un Horcrux, mucho menos cuatro. Y tenía que encontrar a la serpiente. Y tenía que encontrar a Lord Voldemort. Y, lo que era aún más difícil: tenía que destruir los Horcruxes. Y destruir a Voldemort.

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— Es imposible — repitió. Hermione lo miró con tristeza. — Harry — dijo en voz baja —, si la profecía dice que te enfrentarás con Voldemort, al final te enfrentarás con Voldemort. No sé quién vencerá y quién morirá, pero al final os enfrentaréis. Y para eso antes tendrás que haber encontrado y destruido los Horcruxes, de modo que lo conseguirás. Tienes que conseguirlo. — A menos que Voldemort me encuentre antes — negó Harry, y dejó el trozo mordisqueado de pan sobre la mesa —. Si lo hace, estoy listo. Ron se atragantó con un trozo de puerro. — Pero eso no va a pasar, ¿me oyes? — exclamó Hermione, palmeando a Ron en la espalda para que dejase de toser y escupir trozos de penca —. Aquí estás seguro, y cuando salgamos no tiene por qué encontrarnos... Voldemort no sabe que buscas sus Horcruxes, ¿no? No sabe que sabemos que existen. De modo que no sabrá dónde encontrarte. — Sería una buena broma que nos encontrásemos en uno de sus escondites por casualidad... — musitó Harry, apoyando la frente en una mano, que a su vez apoyó sobre la mesa —. Pero bueno, eso no puede ocurrir si no encuentro al menos un Horcrux, y no estoy ni cerca. Ni en el mismo universo, vamos. Estoy tan lejos de encontrar uno que si estuviéramos en dimensiones diferentes estaría más cerca. — No te desanimes, Harry — susurró Hermione. Harry hizo un gesto negativo con la cabeza, todavía apoyada en la palma de la mano. — ¿Pero cómo no me voy a desanimar, Hermione? — dijo —. Esto es imposible. Punto. No lo puedo hacer. Y, si no lo hago, estoy muerto. — Y todos los demás, Harry — respondió Hermione —. Pero no pienses en eso ahora: lo que tenemos que hacer es pensar en todo lo que sabemos sobre Voldemort, y ver si se nos ocurre dónde podría haber escondido sus Horcruxes...

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— Ya os he contado todo lo que sabía Dumbledore — dijo Harry —. Y a ninguno se nos ha ocurrido absolutamente nada. — Bueno, pues tendremos que volver a pensarlo, Harry — dijo Hermione —. Y, si no se nos ocurre tampoco, pensarlo otra vez. Y... — Potter — interrumpió una voz desde detrás de Harry. Sobresaltado, éste se volvió tan bruscamente que la mano donde tenía apoyada la frente cayó fuertemente contra la madera de la mesa. Allí de pie, con su habitual expresión de severidad, estaba la profesora McGonagall. — Eh... — balbució, desconcertado. — Potter — repitió la profesora McGonagall —. Escucha, el Consejo Escolar ha aceptado que se vuelva a jugar el campeonato de Quidditch, pero con la condición de que entrenéis todos a la vez, como dijimos, y sólo una vez por semana, y por supuesto con la compañía de la señora Hooch o de algún otro profesor. Si os falta alguien en el equipo, convocad las pruebas de selección el sábado por la mañana, los cuatro equipos juntos, y se lo decís a la señora Hooch para que os acompañe. ¿De acuerdo? — Eeh... — dijo Harry, con la mente en blanco. — Encárgate de decírselo a los capitanes de los otros tres equipos — terminó la profesora McGonagall, y, sin decir una palabra más, giró sobre sus talones y se encaminó hacia la puerta del Gran Comedor. Harry se volvió hacia Ron y Hermione, que, por sus expresiones, estaban tan desconcertados como él. — Bueno, qué bien, ¿no? — comentó Hermione al cabo de un rato, sin pensar que estaba bien en absoluto. — Menos mal — dijo Ron —. Por lo menos tenemos algo interesante que hacer este curso, aparte de intentar que los sacapuntas rojos se crean que son azules... — ¡Ya te he dicho que no se trata de que...!

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Harry soltó una carcajada.

Para disgusto de Harry, y también de Goldstein, Cadwallader y Urquhart y de casi todo el resto del colegio, además de la señora Hooch había otro profesor vigilándolos el sábado por la mañana en las pruebas de Quidditch. En concreto, el profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras. Y no se limitó a echar un ojo por si ocurría algo: McLaggen parecía querer seleccionar él a todos los jugadores de los cuatro equipos del colegio. Y entrenarlos una vez por semana, por supuesto. Incluso llegó a insinuar que, si habían cambiado las normas para que se volviese a jugar el campeonato, a lo mejor deberían cambiarlas también para que los profesores pudieran jugar... — Teniendo en cuenta los pocos alumnos que hay este año y lo malos que son — dijo con su voz estridente, de modo que le oyó todo el estadio —, los profesores que se ha comprobado que son excelentes jugadores de este deporte deberíamos poder echar una mano a los equipos... Harry guardó silencio. McLaggen parecía querer jugar en los equipos de las cuatro casas a la vez, e incluso ser el árbitro. Pero, por si acaso recordaba que hasta dos meses antes había sido un Gryffindor, Harry intentó pasar desapercibido entre la multitud. No le dio resultado. Gracias a Dios, la tolerancia de McGonagall era limitada y no se le había ocurrido pedir al Consejo Escolar que permitiese que los profesores jugaran en los equipos; sin embargo, Harry no dudaba de que McLaggen se lo habría propuesto. Pero, puesto que no podía ser jugador, y la señora Hooch le dejó muy claro que el árbitro en ese colegio era ella, McLaggen intentó influir cuanto le fue posible en la decisión de los capitanes respecto a los jugadores que seleccionaban. No sólo influir: de hecho, intentó que fuesen los capitanes los que no influyesen en absoluto en su decisión. — ¡Muy bien, Caldwell, muy bien! — gritó, durante la selección del cazador que le faltaba al equipo de Gryffindor —. ¡El puesto de Guardián es tuyo! — ¡McLag... Profesor! — exclamó Harry, enfurecido —. ¡El capitán soy yo! ¡Soy yo quien

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tengo que seleccionar a mi equipo! ¡Y no estoy seleccionando a un Guardián, sino a un cazador! — ¡Pero Caldwell es mucho mejor que Weasley! — gritó McLaggen, mientras la gente que había a su alrededor se partía de la risa (excepto Ron, Hermione y Ginny, por supuesto). Harry se metió el puño en la boca, intentando por todos los medios no saltar sobre él y estampárselo en la cara. — Me da igual lo que usted piense, profesor McLaggen — dijo, controlando la voz a duras penas —. La selección del equipo es cosa mía, y ya tengo Guardián, gracias. — No tienes ningún tipo de método, Potter — dijo McLaggen disgustado —. No sabes hacer lo que es mejor para el equipo... — Como si Harry no hubiera conseguido que lo nombrasen capitán por sus propias facultades — resopló Hermione detrás de Harry —. ¿Le vuelvo a Confundir? En realidad, no fue necesario: aquella fue la primera vez en siete años que Harry vio a la señora Hooch, una mujer pequeña con los ojos amarillos como un halcón, acercarse a ellos con un sorprendente parecido a un enorme tigre de bengala furioso. McLaggen se atrevió a decirle que, puesto que él era el profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras y ella sólo la profesora de vuelo, él tenía más rango que ella y podía decidir intervenir en la selección si quería, ante lo cual incluso Harry, que llevaba siete años compartiendo campo con la señora Hooch, sintió el repentino deseo de salir huyendo del estadio montado en su Saeta de Fuego y no parar hasta Cancún. Finalmente, Harry decidió, contra su voluntad pero de acuerdo con lo que su mente le decía que era lo mejor, que Dean Thomas era el mejor sustituto para Katie Bell, como ya había demostrado el curso anterior. Después de acordar con Urquhart, Cadwallader y Goldstein que entrenarían el martes siguiente por la tarde, y de comunicárselo a la señora Hooch (haciendo todo lo posible para que McLaggen no se enterase), Harry regresó al castillo, acompañado por Ron y Hermione, con la garganta irritada de tanto gritar y la cabeza dándole vueltas. No tenía ningún derecho a intentar impedir que Dean tratase de volver con Ginny, ni tenía

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ningún derecho a exigirle a ella que no saliera con nadie, y ni mucho menos tenía derecho a negarle que tuviese una nueva relación, o una vieja, como podía llegar a ser el caso ahora que Dean había vuelto al equipo y ambos formaban parte del ED. Pero Harry no pudo evitar sentir el sabor de la bilis en la boca al pensar que quizás, al haber elegido a Dean, había empujado a Ginny de vuelta a sus brazos.

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— CAPÍTULO 12 — EH

Aquella tarde la pasaron en la cabaña de Hagrid, pese a que el sol brillante y la temperatura cálida invitaban a dedicar el sábado a pasear por los terrenos del colegio. Puesto que no estaba permitido salir sin la compañía de un profesor, Harry envió a Hedwig con una nota en la que pedía a Hagrid que fuera a buscarlos a la puerta del castillo. — Me siento como un niño de trece años — gruñó Ron mientras esperaban a que la enorme silueta de Hagrid apareciese entre los árboles del Bosque Prohibido. — No creo que sea tan terrible, Ron — dijo Hermione —. Es una cuestión de seguridad... Yo creo que McGonagall hace bien al poner estas medidas para... — Venga, Hermione — exclamó Ron —. Tener que ir de la manita de un profesor hasta cuando vas al cuarto de baño... Al fin y al cabo, ya somos mayores de edad, ¿no?... Aparte de exagerado, me parece ultrajante. Hermione sonrió, burlona. — ¿Dónde has aprendido esa palabra? ¿Te has pasado la noche buscando en la Enciclopedia? — Ja ja — dijo Ron, frunciendo el ceño —. A ver si te crees que la única que sabe palabras rebuscadas eres tú... — "Ultrajante" no es una palabra tan rebuscada. — Para ti, que cuando tenías dos años le pedías la papilla a tu madre diciéndole: "Querida

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progenitora mía, ¿serías tan amable de darme mi diario e imprescindible aporte nutricional?". — Por lo menos yo fui capaz de pronunciar una palabra coherente antes de los cinco años... En la cabaña de Hagrid reinaba el desorden habitual: había tazas y platos colocados precariamente sobre la mesa, junto con un trapo de cocina de alegres cuadros azules y rojos y del tamaño de una carpa de circo; los pucheros colgaban amenazadoramente del techo, y al entrar en la única habitación de la casa estuvieron a punto de tropezar con una silla caída junto a la puerta. La cama, situada en un rincón, tenía las cobijas revueltas y un sinfín de prendas de vestir encima. Fang yacía espanzurrado en mitad de la habitación, ocupando más espacio que la inmensa cama de Hagrid y llenando la deshilachada alfombra de babas, y en el fregadero había un cubo cuyo contenido ninguno de los tres se animó a investigar, teniendo en cuenta las experiencias que habían tenido anteriormente con las cosas que Hagrid tenía en su cabaña. Conociéndole, podía ser desde cuarto y mitad de hígado de escarabajo pelotero hasta algún experimento de cruce de razas insectiles que hubiera producido algún animal francamente asqueroso y, desde luego, carnívoro. El mismo Hagrid tenía un aspecto más desaliñado de lo habitual, lo cual ya era decir bastante, porque Hagrid no era precisamente una persona que estuviera muy pendiente de su aspecto físico (y casi era mejor, porque las escasas ocasiones en las que había estado pendiente de ello había sido una experiencia para recordar). Sin embargo, parecía estar bien de salud, lo que ya era algo, porque no siempre estaba entero. Hagrid se sentó a la mesa junto a ellos después de preparar te y coger de encima del fregadero una bandeja con medio plumcake, que ninguno de los tres se animó a probar por varias razones, entre las que destacaban que le tenían mucho cariño a sus dientes y que el plumcake había estado encima del fregadero y encima del cubo sospechoso. Harry se fijó en la expresión de Hagrid; no parecía muy contento, y, de hecho, tenía aspecto de estar pasando por una depresión. Círculos negros rodeaban sus ojos hinchados, la nariz estaba roja como un tomate y tenía la barba completamente enmarañada, es decir, más de lo habitual en él. Se derrumbó en la silla, provocando

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un microseísmo en la cabaña, con aire abatido. — ¿Qué te ocurre, Hagrid? — preguntó Hermione con voz preocupada, ignorando la taza humeante que el semigigante acababa de ponerle delante. Hagrid hizo un gesto negativo con la cabeza, sosteniendo una taza del tamaño de un cubo entre las manos, y permaneció en silencio durante un buen rato, lo que provocó la alarma de Harry y, al parecer, también de Ron y Hermione. Finalmente, levantó la mirada y clavó sus ojos negros en Hermione. — Supongo que es mejor que os lo diga — comenzó, con voz ronca —. Me voy a ir de Hogwarts. Harry abrió la boca, asombrado. — ¿Irte? — preguntó —. ¿A dónde? ¿Cuándo? ¿Por qué? Hagrid suspiró.— Me voy a Beauxbatons. Olympe me ha ofrecido un puesto de profesor de Cuidado de Criaturas Mágicas. Hermione parpadeó rápidamente, como si intentara asimilar lo que Hagrid estaba diciendo. Ron, por su parte, abría y cerraba la boca como un pez fuera del agua. — Pero... ¿pero por qué? — volvió a preguntar Harry, desesperado —. ¿Por qué, Hagrid? Siempre has dicho que Hogwarts era tu hogar, que... Hagrid lo miró fijamente con sus ojos negros entornados y el ceño fruncido. — Ya no, Harry — dijo lúgubremente —. Sin Dumbledore, y sin Aragog... Los centauros siguen renegando de mí, y los hijos de Aragog me comerían si volviera a pasar por su hondonada. Ya no hay nada que me ate a este lugar. — Pero... ¿Y Grawp? ¿Y Buckbeack? — preguntó Ron —. Ellos están aquí, ¿no? — Vendrán conmigo, claro — respondió Hagrid, encogiéndose de hombros —. A Olympe no le importa que venga Grawp, aunque no le tiene mucho afecto, la verdad... Pero este verano, cuando volvió a verlo, se dio cuenta de que ha mejorado muchísimo, y... Y Buckbeack, bueno, me

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lo llevaré si tú me das permiso, por supuesto, Harry... Harry hizo un gesto indefinido, aturdido. — De modo que no hay ningún problema — dijo Hagrid —. Ya he hablado con la profesora McGonagall, y le he asegurado que me quedaré hasta que encuentre otro profesor de Cuidado de Criaturas Mágicas... — ¿Y nosotros? — preguntó Hermione con voz débil. Hagrid bajó la mirada, avergonzado. — Eso es lo que más me ha... Quiero decir, que por eso yo... Bueno — tosió —. La verdad es que por eso todavía no me he ido, Hermione. Yo... Bien, supongo que... Pero, al fin y al cabo, sólo os queda un curso para acabar, y ninguno de los tres estudia mi asignatura, y... y... Su voz se fue perdiendo, y al final siguió moviendo la boca sin emitir ningún sonido, mirando alternativamente a Harry, Ron y Hermione con expresión desolada. Después, bajó la cabeza. — No puedo seguir aquí — confesó, con los ojos fijos en sus enormes manos, que descansaban sobre su regazo —. Creí que podría hacerlo, que podría quedarme y seguir como siempre, pero ahora que Dumbledore... que Dumbledore... Se le quebró la voz, y de repente su corpachón se estremeció en un sollozo que hizo que temblara hasta la mesa. Harry observó, apenado, cómo lágrimas como puños caían de los ojos de Hagrid y se perdían en su barba. — Hagrid — dijo Hermione, con los labios temblorosos —. Hagrid, no... — Él... él fue quien me permitió quedarme aquí cuando... cuando me expulsaron del colegio... Y después me... me dio el puesto de profesor, y... Siempre confió en mí cuando los demás no daban un knut por mí... Tengo que irme — exclamó abruptamente. Harry posó una mano sobre su brazo. — Lo entiendo — dijo suavemente —. Hagrid, lo entendemos, ¿de acuerdo? No te

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preocupes por nosotros, si... si en realidad... Se detuvo, vacilante, y después apretó los dientes y continuó: — Si nosotros en realidad no íbamos a volver a Hogwarts, ¿sabes? Hagrid pareció tan sorprendido que se atragantó con sus propias lágrimas, emitió un sonido gutural y después hipó. — ¿No... no íbais a volver? ¿Por qué? — exclamó, con cara de desconcierto. — Bueno... — dijo Harry, evasivo —. Es que ahora... con lo de Dumbledore, nosotros, es decir, yo... — Ya — lo interrumpió Hagrid, con la voz tan temblorosa que Harry temió que volviera a ponerse a llorar —. Ya... Sí, con lo de Dumbledore... Harry asintió débilmente, agradecido por no tener que explicarle nada más a Hagrid, y, sobre todo, por no tener que mentirle. Porque no pensaba romper la promesa que le hizo a Dumbledore, y ni siquiera Hagrid iba a saber por qué Harry no había querido volver al colegio. Pese a no haberle dicho la verdad, tampoco había mentido a Hagrid. Entendía perfectamente por qué quería marcharse de Hogwarts, por qué estaba dispuesto a aprovechar la oportunidad de Madame Maxime le brindaba. Hagrid había pasado la vida entera volcado en Dumbledore: su fidelidad al antiguo director se había extendido décadas enteras, el mismo tiempo que había vivido en Hogwarts gracias a la bondad y a la confianza de Dumbledore. También a Harry le había resultado difícil volver a Hogwarts, y cada día que pasaba allí añadía un poco más de añoranza a su dolorido corazón. Echaba de menos su vida tal como era antes de la muerte de Dumbledore... O, mejor, antes de la muerte de Sirius. O, quizá, antes de la vuelta de Voldemort. Si Cedric siguiera vivo quizás todo sería... Incluso volvería a enfrentarse a la verguenza y el terror del Torneo de los Tres Magos con gusto. El hecho de saber que nunca volvería a ser como antes era como un dolor de muelas constante. Hogwarts ya no era Hogwarts, y Harry no estaba seguro de seguir siendo Harry.

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Probablemente estaba equivocado, pero siempre había pensado en sí mismo como un muchacho normal, a pesar de la cicatriz, a pesar de ser famoso, a veces odiado, a veces querido, a pesar de Voldemort. Se creía un chico como los demás, no muy brillante, ni destacado en nada, excepto quizás en Quidditch... Pero últimamente no se sentía normal en absoluto. Y no estaba seguro de que esa sensación fuese buena... A veces, le parecía que el peso de la profecía iba a dejarlo aplastado contra el suelo, con la cabeza a la altura de los pies, como uno de esos ridículos personajes de dibujos animados a los que les cae un piano de cola encima y se convierten en dos pies con un sombrero espachurrado encima y una vocecita chillona y quejumbrosa que amenaza con denunciar al vecino de arriba. Dumbledore había dicho que la profecía, en realidad, no le obligaba a nada. Que era libre de darle la espalda a su destino. Que podía olvidarla y no volver a pensar en ella. Y le había demostrado que, aún así, el resultado sería el mismo. Harry lo sabía: pese a que era libre, como había dicho Dumbledore, estaba obligado a cumplirla. Porque Harry quería cumplirla. Imagina que nunca hubieras escuchado esa profecía: ¿Cómo te sentirías ahora hacia Voldemort? Querría que muriese, había respondido Harry en voz baja. Y querría matarlo yo. La noche que había convencido a Slughorn para que compartiese con ellos sus recuerdos, Dumbledore había dicho que, incluso si Harry no se sintiera así, Voldemort seguía dándole mucha importancia a la profecía, Voldemort seguiría persiguiendo a Harry, y, al final, lógicamente, uno de los dos acabaría matando al otro. Como decía la profecía. Sin embargo, también aquella noche había comprendido otra cosa: independientemente de lo que Harry eligiese, la profecía estaba destinada a cumplirse, sí; pero el hecho de poder elegir no ser él quien la obligase a hacerse realidad, el hecho de saber que era Lord Voldemort el que estaba haciendo posible que la profecía fuese cierta, que era Voldemort el que le había marcado como su igual y le había dotado de armas, que era Voldemort el que le había hecho odiarle tanto como para

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querer matarlo, significaba que, por extraño que pudiera parecer, era Voldemort el que estaba asustado de él. La perspectiva de Harry había cambiado aquella noche, pero no se había dado cuenta hasta que Snape asesinó a Dumbledore, semanas después. Aquella noche había pensado que la diferencia era la misma que ser arrastrado a la arena, a la lucha a muerte contra Voldemort, o entrar en ella con la cabeza bien alta. Ahora, pensaba diferente. Desde que supo que Lord Voldemort había asesinado a sus padres y había intentado matarlo a él también, Harry había sentido miedo, ansiedad, inseguridad; se había sentido infinitamente inferior a Voldemort, un niño frente al mago tenebroso más poderoso del mundo. Poco a poco se había empezado a sentir perseguido por el peligro, hasta que, poco más de dos años antes, había visto realmente a la muerte de frente, la noche que Voldemort usó su sangre para conseguir un cuerpo. Cuando conoció el contenido de la profecía, se había sentido enfermo, atemorizado, desesperado: ¿cómo iba un mago adolescente como él a matar a Lord Voldemort? Era imposible, era absurdo. En su interior, ya pensaba en sí mismo como un cadáver. Sin embargo, durante las últimas semanas su mente había experimentado un cambio sustancial. Ya no creía, como después de escuchar la profecía, que su destino le estuviera arrastrando de forma inexorable a sufrir una muerte horrible a manos de Voldemort. Tampoco creía, como la noche que conoció la existencia de los Horcruxes de Voldemort, que fuera él mismo el que se estaba acercando voluntariamente a una muerte horrible a manos de Voldemort. Ya no era ese niño asustado a quien Voldemort había perseguido y había intentado asesinar. Ya no era el Harry que había caído una y otra vez en las trampas que Voldemort le tendía para tratar de acabar con él. Ya no era el niño que confiaba en lo que un desconocido le decía desde un diario mágico, ni era el niño que ganaba un torneo pensando, engañado, que lo había hecho por sus propios medios, ni era el niño que acudía al Departamento de Misterios creyendo que Voldemort había secuestrado a su padrino. Ni siquiera era el niño que quería acompañar al director de su

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colegio a una extraodinaria aventura. Harry ya no era la víctima. Ahora, era el hombre que iba a matar a Lord Voldemort. Era posible que no lo consiguiese; era posible que, al final, acabase muriendo a manos de Voldemort de todas formas. Pero ahora no iba a esperar a que Voldemort le encontrase, y a confiar en que la suerte o alguien le salvase de una muerte segura; ahora era Harry el que iba a desafiar a Voldemort a un combate a muerte. Fue con ese estado de ánimo que acudió el domingo por la tarde en la Sala de los Menesteres, con toda la intención de utilizar aquellas horas como un entrenamiento para ese combate, y de utilizar a sus compañeros del ED para entrenar. Y así fue como se lo dijo. — Bueno, por lo menos has sido sincero — dijo Dean, rompiendo el silencio, mientras Harry recorría la Sala con la mirada. Allí, con expresión de sorpresa, estaban los pocos miembros del ED que quedaban en Hogwarts: Dean, Ginny, Neville, Lavender, Luna, Colin y Dennis Creevey, Ernie Macmillan, Hannah Abbott, Anthony Goldstein y Michael Corner, que, junto con Ron, Hermione y él, hacían un total de catorce miembros. Catorce de veinticinco que fueron al principio... Bien, se dijo Harry, serían quince si Zacharias Smith estuviera allí. Pero entonces serían quince mucho peor avenidos. — ¿Y para qué necesitas entrenar, Harry? — preguntó Neville en voz baja —. Todos sabemos que vas a aprobar el ÉXTASIS de Defensa Contra las Artes Oscuras, pese a McLaggen... — De hecho, casi deberías darle clase tú a él — resopló Ernie Macmillan. — ¿Es para entrar en la Escuela de Aurores, Harry? — dijo Luna con sus ojos saltones más abiertos de lo normal, lo que la hacía parecer completamente enloquecida. — ¿Y tú cómo sabes que quiere ser auror? — preguntó Ron con el ceño fruncido —. Que yo sepa, no lo ha ido proclamando por ahí... — Gracias, Ron — dijo Harry —. Si alguien no lo sabía, se lo acabas de asegurar. — Harry me lo dijo en la fiesta de Navidad de Slughorn — respondió Luna con una sonrisa

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soñadora —. Bueno, ahora que lo pienso, no fue él el que lo dijo, sino el profesor Snape... Dijo que querías ser auror, ¿no, Harry? Lo recuerdo porque te dije que no lo hicieras porque los aurores forman parte de la Conspiración Colmillo Pútrido, y... — Gracias, Luna — la interrumpió Harry —. Bueno, en realidad... — ¡Es para luchar con Quien—Vosotros—Sabéis! — exclamó Colin, con los ojos desorbitados. Harry cerró los suyos, maldiciendo para sí mismo. — ¿De dónde sacas esas ideas, Creevey? — se apresuró a preguntar Ron, como si hubiera recibido una llamada de auxilio mental de Harry —. ¿Cómo va Harry a querer enfrentarse con Quien—Tú—Sabes? — Es por eso de "El Elegido" — continuó Colin, entusiasmado —. ¿Verdad, Harry? Es por lo que decía El Profeta, ¿no?, que tú eras el único que podía luchar contra Quien—Tú—Sabes... ¿A que sí? — No deberías creerte todo lo que dicen en los periódicos, Colin — respondió Harry evasivamente. — Piensa un poco, Colin — añadió Hermione rápidamente, al fijarse en la expresión suspicaz de Anthony Goldstein y Michael Corner —. Harry ya se las ha visto con Voldemort unas cuantas veces, y todas ellas ha escapado por los pelos. ¿Crees de verdad que ahora intentaría prepararse para volver a enfrentarse cara a cara con él? — Pero... pero El Profeta decía... y estás trabajando con los aurores... — En realidad — intervino Neville, mirando a Harry en vez de a Colin —, es igual que lo que diga El Profeta, ¿no? Colin se volvió hacia él, desconcertado. — Quiero decir — dijo Neville — que a nosotros no debería importarnos si Harry es o no es "El Elegido", si va o no va a luchar contra El Que No Debe Ser Nombrado. — Sí — asintió Ernie enérgicamente —. Eso es cosa de Harry. Claro que sí.

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— Harry nos ha pedido que le ayudemos a entrenarse, ¿no? — continuó Neville, mirándolos a todos con una expresión de determinación que Harry no le había visto jamás —. Pues, aunque no sepamos para qué quiere hacerlo, yo creo que se lo debemos. Él nos ha enseñado muchas cosas que, de otra forma, nunca habríamos aprendido... Yo sí que te voy a ayudar, Harry — dijo, dirigiéndose a él en un tono de fervor y devoción que a Harry le asustó hasta la médula —. Sea lo que sea lo que quieres hacer, no puedo imaginarme que sea algo que yo no quiera que hagas. — ¡Bien dicho! — exclamó Ernie, levantándose del cojín en el que se había sentado y enviándolo contra la pared del impulso —. Al fin y al cabo, mientras él entrena, nosotros también podemos entrenar algo, ¿no? — Estamos contigo, Harry — dijo Neville. Harry sonrió, agradecido: no sólo porque hubieran aceptado, sino porque, además, habían aceptado sin necesidad de contarles nada acerca de sus planes. Aunque habían llegado muy cerca de saberlos... Maldijo de nuevo a El Profeta, como había hecho en tantas ocasiones desde hacía tres años o incluso más. Parecía que no tuvieran otro objetivo en la vida más que complicarle la vida. — Gracias, chicos — se limitó a decir, levantándose él también —. Bueno, entonces lo mejor será que... — Esto... una cosa — interrumpió Ginny, irguiéndose en su cojín —. Respecto al nombre del grupo... — ¿Qué pasa con el nombre del grupo? — preguntó Harry, girando sobre sí mismo para mirar a Ginny —. Siempre nos hemos llamado "ED", ¿no? ¿Cuál es el problema? — Que ya no tiene ningún sentido que nos llamemos "ED" — contestó ella. — ¿Y qué más da? En realidad, nunca fuimos el Ejército de Dumbledore — dijo Ron, frunciendo el ceño.

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— Bueno, pero cuando lo fundamos... — ¿Por qué no nos llamamos "EH"? — dijo Ginny —. Porque nunca fuimos el Ejército de Dumbledore, pero, si tenemos que ayudar a Harry a lo que sea que quiere hacer — lo miró por el rabillo del ojo, y una vez más Harry tuvo la sensación de que Ginny sabía más de lo que decía —, quizá sí que seamos el "Ejército de Harry"... — No — dijo Harry rotundamente —. No, ni hablar. — A mí me da igual — intervino Hermione —. Al fin y al cabo, sólo se trata de cambiar una letra, ¿no? Siempre vamos a hablar del EH, en lugar de del ED. — Ahora ya no hace falta que lo llamemos por las siglas, ¿no? — dijo Dean —. Ya no hay ningún Decreto de Enseñanza que... — ¿Quieres explicarle tú a McLaggen a qué nos referimos cuando hablamos del "Ejército de Harry", Dean? — preguntó Ginny, burlona. — A mí me parece lo correcto — dijo Ernie —. Si ya no luchamos por Dumbledore, entonces tenemos que ser el EH. Bueno, ¿empezamos? — añadió, impaciente. — ¿Sólo es cuestión de cambiar una letra? — le dijo Harry a Hermione a media voz, mientras el resto se levantaban de sus cojines y esperaban, de pie, a que Harry les dijera lo que tenían que hacer. — ¿Qué mas te da, Harry? — preguntó ella en el mismo tono —. Déjales que lo llamen como les dé la gana. Pero si ni siquiera querías volver a reunir el ED... Bueno, el EH — sonrió. — Sí, pero eso del "Ejército de Harry"... Hermione se encogió de hombros y no dijo nada. — Bueno — dijo Harry, entrecerrando los ojos —. ¿Se te ocurre algo para empezar? No sé, pasar revista a mis tropas, o algo... — Muy gracioso— respondió ella —. Bueno, podríamos mirar en algún libro, a ver si hay alguna maldición que te pueda servir para...

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— Ya te he dicho que no quiero enseñarles los hechizos del libro que me regalaste, Hermione — dijo Harry. — Aquí hay muchos libros, Harry —. Hermione señaló las paredes, llenas de estanterías, cubiertas de tomos —. Todos ellos de Defensa Contra las Artes Oscuras. — ¿Siempre tienes que tener razón? — No — dijo ella —. Sólo cuando la tengo. Harry suspiró.

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— CAPÍTULO 13 — La estrella roja

Lo cierto era que Harry se había sentido avergonzado y halagado a partes iguales por el cambio de nombre del grupo de Defensa. "Entidad de Defensa", como la había llamado Cho dos años atrás. No le veía el sentido, pero no podía evitar estar un poco orgulloso de sus compañeros, que tanto habían mejorado en Defensa Contra las Artes Oscuras gracias al ED, y más orgulloso aún al ver que ellos querían seguirle, querían ayudarle pese a no saber en qué andaba metido, e incluso querían incluir su nombre en el nombre del grupo... Y, sin embargo, lo del cambio de una letra le había recordado que, fuese con el nombre que fuese, estaba allí para avanzar en su lucha contra Voldemort. Una letra. Cuestión de siglas. R.A.B. — ¿Pero quién demonios es R.A.B.? Ron y Hermione levantaron la cabeza, sorprendidos, de sus libros de Transformaciones. — ¿Pero qué demonios tiene que ver ahora eso? — exclamó Ron, desconcertado —. Estábamos hablando del Hechizo Convocador aplicado a mamíferos... — ¡Me dan igual los mamíferos! — casi gritó Harry, cerrando su libro de golpe y volcando

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sin querer un tintero encima del pergamino sobre el que Hermione hacía anotaciones. Malhumorado, sacó la varita —. Perdona. Fregotego. — ¿Harry? — preguntó Hermione, vacilante, ignorando el estropicio que Harry intentaba arreglar sobre la mesa. Harry chasqueó la lengua, impaciente, y dejó caer la varita encima de la mesa. — ¡Estoy perdiendo el tiempo! — exclamó, dejándose caer sobre el respaldo de la silla y cruzando los brazos —. Ya debería saber quién diablos es, o era, R.A.B... ¡Necesito saberlo para encontrar el Horcrux! — Bueno — dijo Ron, cerrando su libro y mirando a Harry —. En realidad, no. En la nota que nos enseñaste decía que había destruido el Horcrux, ¿no? Pues entonces no necesitas saber quién era, porque ya te ha hecho el trabajo. — Sí, pero ¿cómo puedo saberlo? — preguntó Harry, frustrado —. Evidentemente, la nota la dejó antes de llevarse el Horcrux... ¿Realmente lo destruyó antes de morir? ¿O no le dio tiempo? Quizás lo mataron antes de poder destruirlo... — Sí, pero también tendrías que preguntarte si murió o no — intervino Hermione guardando el libro en su mochila —. Como has dicho, la nota la escribió antes de escapar con el Horcrux. ¿Y si realmente consiguió escapar, y todavía está vivo? — Entonces, la pregunta sigue siendo la misma — dijo Harry —. Si sigue vivo, ¿ha destruido el Horcurx? — No tendría ningún sentido que no lo hubiera hecho — dijo Ron —. ¿Para qué iba a meterse en aquella cueva y a enfrentarse con esos... esos..., para robar el Horcrux y luego no destruirlo? — Eso depende de para qué quisiera el Horcrux — respondió Hermione. Ron la miró con expresión de incomprensión. — Pero vamos a ver — dijo —: En la nota ponía que había robado el auténtico Horcrux y

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que intentaría destruirlo en cuanto pudiera, ¿no? ¿Entonces? ¿Cuál es el problema? Es evidente que tenía intención de destruirlo... — O de hacer que Voldemort creyese que iba a destruirlo — apuntó Hermione. Ron la miró con los ojos vidriosos. — No entiendo cómo... — Es igual — le cortó Harry —. Para saber todo eso, lo primero que tengo que averiguar es quién era. O es. — ¿Por qué? — preguntó Ron. — Porque cuando sepa quién es — explicó Harry —, sabré qué motivos tenía para robar el Horcrux, y entonces sabré si quería realmente destruirlo o podía querer otra cosa... Aunque, por el tono en que estaba escrita la nota, aquello no le parecía posible. El tal R.A.B. parecía haber odiado mucho a Voldemort... Pero Harry había decidido no volver a dejarse engañar: era posible, como Hermione había dicho, que sólo quisiera que Voldemort pensase que lo había destruido. — De acuerdo — dijo repentinamente Hermione, apoyándose sobre la mesa —. Hay que saber quién es ese R.A.B., ¿no? Harry se encogió de hombros. — Es la única pista que tengo por el momento, Hermione... — Bien — dijo ella —. ¿Qué sabemos de ese hombre? Harry la miró, exasperado. — ¡Nada! — exclamó —. ¿No te lo estoy diciendo, Hermione? ¡No sabemos nada de él, sólo que se llamaba "R.A.B."! — Bueno, eso no es del todo cierto — respondió Hermione —. Sabemos algunas cosas —. Ignorando la mirada de enojo de Harry, continuó: — Sabemos que debió ser alguien muy ducho en la Defensa Contra las Artes Oscuras, teniendo en cuenta lo difícil que os resultó a Dumbledore y a ti encontrar el falso.

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— Vaya una cosa — bufó Ron. — Eso, o era un mortífago — dijo Hermione. — ¿Un mortífago? — preguntó Ron, asombrado. — Claro — dijo ella —. Veamos: tenía que saber mucho de Defensa Contra las Artes Oscuras... o de Artes Oscuras, para el caso... Además, las trampas estaban intactas cuando Harry y Dumbledore las encontraron. — Sí — asintió Harry —. Incluso la poción... Se interrumpió. Prefería no volver a pensar en aquella poción en toda su vida. — Y R.A.B. conocía personalmente a Voldemort — añadió Hermione —. ¿No os fijásteis en lo que decía la nota? Cuando firmó sólo con sus iniciales, supuso que Voldemort sabría quién era. Era alguien del círculo más cercano a Voldemort, seguro. — No puedo imaginarme a un mortífago robándole un Horcrux a Quien—Tú—Sabes — rezongó Ron. — Para empezar, Ron, porque ni siquiera los mortífagos saben lo de los Horcruxes de Voldemort — respondió Hermione. — Ya — dijo Harry, pensativo —. Pero R.A.B. lo descubrió... — ¿Y no es lógico pensar que, si lo descubrió, fue porque tenía toda la confianza de Voldemort? — preguntó Hermione —. Quizás Voldemort cometió un error, se le escapó algo en su presencia... — O habla en sueños... — musitó Ron. — Sí — asintió Harry —. Tienes razón, Hermione. Lo más lógico es pensar que era un mortífago. — ¿Y entonces, por qué traicionó a Quien—Vosotros—Sabéis? — preguntó Ron —. No sé, me resulta muy extraño... — Bueno — dijo Hermione, pensativa —, puede ser que se arrepintiera, o algo así, ¿no?

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Ron puso cara de escepticismo. — Lo sabríamos si supiéramos quién era — suspiró Harry —. Pero, aparte de que era un mortífago, o que lo más probable es que lo fuera, sólo sabemos que se llamaba R.A.B. — Y no sabemos de ningún mortífago que se llamase R.A.B., ¿verdad? — preguntó Ron, desanimado. — No — dijo Hermione en tono lúgubre —. Los únicos a los que encontré no eran mortífagos, ya sabes, Rosalind Antigone Bungs y Rupert "Axebanger" Brookstanton, te lo comenté después de que me enseñases la nota... — Bueno — dijo Ron, encogiéndose de hombros —. Supongo que sólo tenemos que coger todos los nombres que empiecen por "R", todos los que empiecen por "A" y todos los apellidos que comiencen con "B", y combinarlos hasta que alguno coincida con el de algún mortífago. — Sí, y que dé la casualidad de que conozcamos a ese mortífago — dijo Harry en tono lúgubre —. O que hayamos oído hablar de él. O que haya existido. Es imposible — dijo, notando cómo la desesperación crecía en su interior. — Hay miles de nombres que empiezan con esas siglas — dijo Ron —. Sin contar con los sobrenombres, los apodos, los nombres de sus mascotas, los nombres de los pueblos donde nacieron... — Un momento — dijo Hermione de pronto, irguiéndose en su asiento, excitada —. Un momento... Eso es, chicos. — ¿Qué dice? — preguntó Ron, mirando a Harry, extrañado. Éste se encogió de hombros. — ¡Es un apodo! — exclamó Hermione —. ¿No lo veis? R.A.B. estaba en el círculo más cercano a Voldemort... — Eso porque tú lo dices, Hermione — dijo Ron —. No lo sabemos... — ¡Pero no hemos encontrado a nadie que responda a esas iniciales! Vamos a ver — recapituló —: ¿a quién conocemos que fuera cercano a Voldemort?

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— A Snape — gruñó Harry, entrecerrando los ojos. — ¡Claro! — exclamó Hermione —. ¡"El Príncipe Mestizo"! Ron hizo un sonido a medio camino entre un gemido y un ladrido. — Eso sería "E.P.M.", Hermione, no "R.A.B."... — ¡Ron, no seas obtuso, por Dios! — gritó Hermione —. ¿No te das cuenta? ¡"El Príncipe Mestizo"! ¡"Lord Voldemort"! ¡Son apodos! ¡Y, si R.A.B. estaba entre ellos, a lo mejor también se puso un apodo! ¡Quizás quería imitarlos, o algo así, y por eso se cambió el nombre! Harry la miró, descorazonado. — Eso lo hace todavía más imposible, Hermione — dijo, abatido —. Si ya sería difícil que diéramos con la combinación de nombres adecuada, imagina dar con la combinación de palabras que forman el apodo... — Sí — dijo Ron —. Con esas letras, podría ser cualquier cosa... No sé, "Rinoceronte Asfixiado por una Boa", "Rosa de Azafrán con Bichos"... — Demasiado poético, ¿no crees? — dijo Harry, sin saber muy bien si tenía ganas de reír o de llorar de desesperación. — ¿A ti te parece poética una rosa con bichos? — preguntó Ron, sonriendo. — ¿Y para qué demonios se iba a poner un mortífago el nombre "Rosa de Azafrán con Bichos"? — preguntó Hermione, impaciente. Ron se encogió de hombros. — Igual era un mortífago de la otra acera, yo qué sé. — Entonces, se llamaría "Risas, Amor y Bisutería". — Supongo que sí — dijo Ron, levantando la mirada al techo —. No sé, Hermione, podría ser cualquier palabra... ¿Quieres que cojamos el diccionario y combinemos todas las palabras de la "R", de la "A" y de la "B", y veamos cuáles tienen sentido? Y claro, que tengan sentido para nosotros y para él, porque no creo que sea "Rabos de Ardilla Batidos".

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— ¡Puaj! — exclamó Hermione con cara de asco. — ¿Qué pasa? — dijo Ron —. Están muy buenos... Algún día le diré a mi madre que te los haga para cenar. — ¿Y tú crees que un mortífago se pondría de sobrenombre un plato de Nouvelle Cuisine? — preguntó Harry. — Bueno, cosas más raras se han visto — respondió Ron —. ¿Se te ocurre algún otro? Si, en lugar de ser un amante de la comida experimental, resulta que le gustaba viajar, podría ser "Radiante, Australia Brilla"... Harry no pudo reprimir una carcajada. — Los países no brillan, Ron — dijo —, lo que brillan son las estrellas... — ¿Quieres decir que se llamaba "Radiante, Aestrella Brilla"? — dijo Ron, sonriendo socarronamente —. Igual lo que se le daba mal era la ortografía... — Entonces sí que no lo encontraremos en la vida. ¿Qué pasa, Hermione? — preguntó Harry, mirando a su amiga, que se había quedado pensativa y se daba golpecitos con la pluma en la mandíbula. — Mmm — dijo ella, torciendo los labios —. Una estrella... Harry soltó un bufido. — ¡Hermione, hay millones de estrellas! — exclamó —. ¿Qué vas a hacer, buscarlas todas y luego buscar a ver si algún mortífago se puso el nombre de una? ¡Sin tener en cuenta que no sabemos si ese tipo se puso el nombre de una estrella, de un cometa o de toda una maldita galaxia! — ¡Ginny! — dijo Hermione en voz alta, ignorando a Harry y volviéndose en su asiento hacia la mesa de la ventana, donde Ginny hacía los deberes junto a Colin Creevey —. Ginny, ¿me prestas tu libro de Astronomía? — ¿En qué estás pensando, Hermione? — preguntó Harry en un susurro, observando a Ginny inclinarse para buscar en su mochila.

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— Se me acaba de ocurrir una cosa — dijo ella en el mismo tono —. Sólo quiero comprobarlo... — ¿Y cómo es que no sales corriendo a la Biblioteca? — dijo Ron, malhumorado. — Por si no te has dado cuenta, Ron — respondió Hermione —, son casi las diez de la noche, y no está permitido salir de la Torre tan tarde. — Como si eso te hubiera detenido alguna vez... — gruñó él. — Además, creo que lo vi en el libro de Astronomía, así que no hace falta ir a la Biblioteca para mirarlo — dijo Hermione. — Toma, Hermione — dijo Ginny, de pie junto a su mesa, tendiéndole el libro. — Gracias — respondió ella —. El mío me lo he dejado en casa, y quería comprobar una cosa... — No me lo pierdas, ¿vale? — dijo Ginny —. Los de sexto nos examinamos de los TIMOS en diciembre, y voy a tener que volver a estudiarme todos los examenes otra vez porque ya no me acuerdo de nada de lo que estudié en junio. — No te preocupes — respondió Hermione. Ginny se inclinó sobre la mesa, con expresión de curiosidad. — ¿Qué hacéis? — preguntó. Ron frunció el ceño. — Estamos haciendo un crucigrama — dijo en tono desagradable —. Muchas gracias por el libro, Ginny — añadió, en una despedida más que evidente. Ginny lo miró, despectiva. — Si no me lo queréis decir, no hace falta que inventes tonterías, Ron — dijo —. Tú no has terminado un crucigrama en tu vida. Y, dicho esto, giró sobre sus talones con un revoloteo de túnicas negras y cabellos rojos y volvió a su mesa. — Pensaba que no conocías los pasatiempos muggles, Ron — comentó Harry, mientras

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Hermione abría ávidamente el libro de Ginny. — ¿Muggles? — preguntó él, con la mirada fija en la portada del libro que Hermione hojeaba frenéticamente —. ¿Los muggles también hacen crucigramas? — ¡Aquí está! — exclamó Hermione, excitada —. Sabía que lo había leído cuando estudiaba para... Mirad: Arcturus — leyó — es la estrella más brillante de la constelación del Pastor, también llamada "Boötes". Se encuentra a unos 36 años—luz de la Tierra, y es una estrella roja, visible sobre todo en verano. Harry dio un salto en su silla. — ¡Una estrella roja! — exclamó, animado —. ¡Una estrella roja! — ¿Qué pasa porque sea una estrella roja? — preguntó Ron, desconcertado. — ¿No te acuerdas de lo que decía Firenze? — dijo Harry —. Lo de la estrella roja que brillaba sobre nuestras cabezas, que significaba que la raza de los magos se encontraba en un período entre dos guerras... También lo dijeron Ronan y Bane, hace seis años... Una noche oscura, un bosque peligroso lleno de criaturas a cual más extraña, una de las cuales no debía estar allí... — Aunque — añadió, un poco alicaído —, ahora que lo pienso, se referían a Marte, el planeta. Una estrella roja... — No importa — dijo Hermione, con la mirada fija en el libro —. Lo que estamos buscando es un símbolo, y una estrella roja, aunque no sea Marte, probablemente sea un símbolo de guerra tan poderoso como el planeta. — Sí, bueno — respondió Harry —, además, nunca hay que hacer demasiado caso a los centauros, ¿verdad? ¿Cómo los llamó Hagrid? "Unos malditos astrónomos". — ¿Y por qué buscamos un símbolo de guerra? — preguntó Ron —. ¿No sería más lógico buscar un símbolo de sumisión al poder? ¿O de maldad? Estamos hablando de un mortífago, ¿no? — ¿Y la guerra no te parece suficiente maldad? — dijo Hermione, recorriendo la página

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del libro con el dedo —. Te recuerdo, Ron, que la guerra era el medio que Voldemort pensaba utilizar para hacerse con todo el poder... Y, por lo que ha ocurrido en los últimos años, parece ser que sigue pensándolo. — Sí — asintió Harry —. Pero, Hermione... El hecho de que Arcturus sea una estrella roja, o sea, un símbolo de guerra, no nos asegura que esa "A" sea de Arcturus... Hay muchos símbolos de guerra, ¿sabes? — Sí, ¿pero cuántos empiezan por "A"? — ¿O por "R"? ¿O por "B"? — añadió Ron, apoyando la cabeza sobre el brazo que tenía extendido encima de la mesa. — Hay más — dijo Hermione, pasando una página del libro de Ginny —. Según esto, "Arcturus" también significa "Guardián de Osos" o "Guardián de Carros". Ron suspiró. — Estupendo, Hermione — dijo —. O sea, que, según tú, hay un mortífago por ahí que quiere llamarse como un puñetero conductor de mulas... Hermione levantó la mirada del libro. — No, Ron — respondió —. La constelación del Pastor rodea a la Osa Menor y la separa de la Osa Mayor, por eso el nombre de Arcturus significa eso, porque vigila a las Osas y las mantiene separadas. A las Osas o los Carros, ya sabes que la Osa Mayor y la Osa Menor también... — Se llaman Carros, sí — admitió Ron de mala gana —. ¿Y qué? Sigo sin entender por qué un mortífago querría ponerse un apodo que quisiera decir que separaba a esas dos malditas constelaciones... — Bueno — respondió Hermione —, mira esto: Arcturus es, en todos los mitos, una figura protectora y vigilante, y El Pastor es una constelación anunciadora de tormentas y del bienestar y la calma posterior... Oh, vaya — añadió, asombrada —. En Mesopotamia, Arcturus era el hijo del Dios del Cielo, destinado a sucederle... Oh, vaya — repitió, moviendo la cabeza. — ¿Oh, vaya, qué? — preguntó Harry con curiosidad.

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— Mira, Harry — contestó Hermione, cautelosa —, creo que ese mortífago pudo ponerse el nombre de Arcturus, de verdad que lo creo. Todo esto parece... bueno, mira, hemos quedado en que es probable que R.A.B. perteneciera al círculo más íntimo de Voldemort, ¿no?, porque si no, habría sido muy difícil que descubriera lo de los Horcruxes... — Sí, ¿y qué? — Verás, Harry — continuó Hermione —, según esto, Arcturus era el hijo del Dios del Cielo, ¿verdad? — Destinado a sucederle, vale. ¿Y qué más? — Pues que sabemos que este mortífago en particular se volvió en contra de Voldemort — dijo ella —. Robó el Horcrux, y tenía intención de destruirlo, ¿no? Pero, ¿y si no fue algo casual? Quiero decir, ¿y si no traicionó a Voldemort por... no sé, porque se arrepintió después de unirse a él? — ¿Quieres decir — preguntó Harry lentamente —, que R.A.B. podría haber estado pensando en traicionar a Voldemort desde antes de unirse a los mortífagos? ¿Que por eso se puso ese nombre? — Más aún — continuó Hermione —. R.A.B. no traicionó a Voldemort porque estuviera en contra de su causa, ni porque se arrepintiera de convertirse en un mortífago. ¡Lo que quería era suplantarlo! Harry la miró, boquiabierto. — Eso es — dijo, asombrado —. ¡Eso es, Hermione! ¡No quería destruir el Horcrux porque hubiera cambiado de bando, quería matar a Voldemort para hacerse con su poder! ¡Para convertirse en el jefe de la banda, o como quiera que se diga en término mortífago! — El Señor Tenebroso, creo — apuntó Ron. — Lo que sea — respondió Harry —. Tiene sentido... Los mortífagos son todos bastante ambiciosos, pero también sienten bastante miedo por Voldemort, el suficiente como para no

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intentar nada contra él. Pero, ¿quién nos dice que no hay alguno que tiene tantas ganas de hacerse con todo el poder que pueda que supera el terror que siente por Lord Voldemort? — Exacto — dijo Hermione. Volvió a bajar la mirada al libro y pasó otra página. Su rostro tenía una expresión anhelante que a Harry le resultó bastante familiar: había visto muchas veces así a Hermione delante de un libro. Su sed de conocimiento era insaciable. ¿Era posible que fuese cierto? ¿Que R.A.B. fuese un mortífago que no quería derrocar a Voldemort para acabar con su reinado de terror, sino para reinar él? Desde luego que sí. Pero... ¿se habría puesto realmente el nombre de aquella estrella? ¿Tenía razón Hermione? Aquella referencia a la mitología era muy vaga... Harry tenía la sensación de que, si Hermione hubiera buscado otra estrella cualquiera, la mitología habría dicho algo que también se adaptase a la supuesta personalidad del supuesto mortífago llamado, apodado o simplemente denominado "R.A.B."... Había tantos mitos, tantas mitologías distintas, y todas ellas aplicadas a las estrellas, además de a otra enorme cantidad de cosas, los fenómenos naturales, los mares, las montañas... La cabeza comenzó a darle vueltas. En ese momento, Hermione dio un respingo. — ¿Qué? — se sobresaltó Ron, levantando la cabeza —. ¿Qué pasa? — ¡La constelación del Pastor comparte el cielo del Círculo Polar con Draco y Serpens! — exclamó ella, impresionada. — ¿Qué? — casi gritó Harry, asombrado. — Sí — contestó Hermione —. Serpens es una serpiente enorme, y Draco un dragón, claro... Espera — dijo, y siguió leyendo —. Serpens es una serpiente a la que otra constelación, no dice cuál, estrecha entre sus brazos, controlándola... — ¿El Guardián de Osos puede ser también el guardián de la serpiente? — preguntó Ron, desconcertado —. ¿Es el Pastor el que la controla? — No lo dice — respondió Hermione —. Pero no creo, porque esa otra constelación debe

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formar parte de la de Serpens, y el Pastor está al lado, no entremezclada con ella... Pero mirad — adelantó el libro para que Harry y Ron pudieran ver un abstruso esquema de puntos, latitudes y dibujos superpuestos —, Draco es un dragón en forma de serpiente, sin nadie que la controle... Domina todo el Polo Norte... Y su estrella más brillante, Alpha Draconis, fue la Estrella Polar hasta el inicio de esta Era... — ¿Qué estás diciendo, Hermione? — exclamó Ron —. Todo esto no tiene ningún sentido... — Bueno — Hermione se encogió de hombros —. Parece ser que incluso la Pirámide de Keops está orientada de forma que la luz de Alpha Draconis entraba hasta la sala sepulcral... cuando era la Estrella Polar, claro. Ron soltó un gruñido gutural. — Hermione — dijo en voz baja —, esto es absurdo... ¿Qué tiene que ver la estrella polar, el antiguo egipto, e incluso una constelación, con R.A.B. y con Quien—Tú—Sabes? — No lo sé — contestó Hermione —. No lo sé, Ron. Pensé que quizás... — Bueno — intervino Harry —, a Voldemort le gustan los símbolos, ¿no?... Puede ser que a sus seguidores le gusten tanto como a él. E incluso que alguno sea un amante de los viejos mitos y todo eso. Pero se me hace muy cuesta arriba pensar que uno de ellos haya... — Si la estrella esa de la constelación de Draco era la Estrella Polar — dijo Ron —, lo más lógico es pensar que un mortífago que quisiera hacerse con el poder de Quien—Tú—Sabes eligiera ese nombre, ¿no crees? No el de un ridículo pastor... — Pero es que Voldemort era la estrella más brillante, Ron — contestó Hermione pacientemente —. Y R.A.B. quería suplantarlo. Quería ser "el hijo del Dios del Cielo, destinado a sucederlo". Arcturus. — Según eso, Draco es el Dios del Cielo, ¿no? — dijo Harry. — Alpha Draconis, sí — respondió Hermione —. La Estrella Polar. Draco domina el cielo,

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y Alpha Draconis domina a Draco. En ese momento, Ron soltó una risita incongruente. — Me hace gracia — explicó, ante las miradas interrogantes de Harry y Hermione —. Qué megalómanos pueden llegar a ser los Malfoy... — ¿Por qué? — preguntó Harry, desconcertado. — Llamaron a su hijo "Draco", ¿no? — rió Ron —. ¿Qué esperaban, que se convirtiera en la súper estrella, o algo así? Harry sonrió y se encogió de hombros. — Teniendo en cuenta que ellos mismos se creen los reyes del cielo, supongo que sí — dijo. Hermione sonrió ampliamente, con la mirada fija en el libro de Astronomía, Nivel Avanzado. — ¿Y a ti qué te pasa? — le espetó Ron, malhumorado —. ¿Alguna otra referencia a mitos extraños? ¿Qué creían los Aztecas sobre el particular? — Ni idea — contestó ella, sonriendo aún más ampliamente —. Pero... ¿no queríais un símbolo? — ¿Más? — exclamó Ron, con expresión horrorizada. — Un símbolo concreto, quiero decir — dijo ella —. Bien... Arcturus es considerada también la Estrella de Job. — ¿Job? — El de la Biblia, Ron — explicó Hermione pacientemente. — Sé quién es Job, muchas gracias — dijo él abruptamente —. ¿Pero qué tiene que ver con las estrellas, y con los mortífagos, y con Quien—Tú—Sabes? Hermione cerró el libro de golpe. — Supongo que para saber eso tendremos que buscar una Biblia — dijo —. Creo que, al

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final, sí que voy a saltarme las normas, Ron. ¿Me prestas tu Capa de Invisibilidad, Harry? Volveré en seguida. — ¿Crees que es necesario? — preguntó Harry, levantándose de la silla —. No veo por qué eso de la "Estrella de Job" puede interesarle a un mortífago... No sé, la idea que tengo de los seguidores de Voldemort no es precisamente piadosa, ¿sabes? — Ya — dijo Hermione —, pero creo recordar algo acerca de ese libro de la Biblia... Puede ser que... No estoy segura, pero esto puede demostrar que tengo razón. Harry se encogió de hombros. — De acuerdo — dijo, y se encaminó escaleras arriba hacia su dormitorio. Apenas dos minutos después, bajó con la Capa de Invisibilidad escondida bajo la túnica —. Toma. — Gracias — contestó ella, cogiendo la Capa y escondiéndosela a su vez —. En seguida vuelvo. — Hacía mucho que no nos lo hacía, ¿no? — comentó Ron, observando cómo Hermione salía tranquilamente por el agujero del retrato, como si nada. — ¿El qué? — Eso de salir pitando hacia la Biblioteca sin contarnos qué es exactamente lo que sospecha. — Ah. — De todas formas — continuó Ron, dando golpecitos en la mesa con los dedos distraídamente —, todo eso de Arcturus... No lo veo nada claro, la verdad. Un guardián de osos que controla serpientes y quiere ser el Dios del Cielo... Menuda chorrada — añadió, soltando un bufido —. Casi tenía más sentido lo del Rinoceronte Asfixiado por una Boa... Hermione apareció al cabo de un cuarto de hora, sudorosa, sonriente y cargada con un libro de grandes dimensiones, que dejó caer sobre la mesa con un fuerte golpe. — ¿No podías haber cogido una edición de bolsillo? — preguntó Ron.

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— Tenía razón — dijo Hermione, ignorando el comentario de Ron y abriendo el libro por una página que había marcado con una cinta roja —. El libro de Job, mirad: hay una oración... — carraspeó, y leyó:

Él es sabio y poderoso en fuerzas; ¿Quién se endureció contra él y le fue bien? Él arranca los montes con su furor. Él remueve la tierra de su lugar y hace temblar sus columnas; él manda al sol, y no sale; y sella las estrellas. Él hizo la Osa, el Orión y las Pléyades, y los lugares secretos del sur. Él hace cosas grandes e incomprensibles y maravillosas, sin número. Arrebatará: ¿quién le hará restituir? ¿Quién le dirá: qué haces? No volverá atrás su ira y debajo de él se abaten los que ayudan a los soberbios.

Harry y Ron la miraron, desconcertados. Hermione, al levantar la mirada de la Biblia y verlos, hizo un gesto de impaciencia. — ¿No lo entendéis? — exclamó —. A Arcturus la llaman la Estrella de Job por esta oración... por esa referencia a que hizo la Osa, el Orión y las Pléyades. En esta oración habla de sumisión, del inmenso poder de... de quien sea, porque no creo que un mortífago sea muy devoto

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de Dios, la verdad. Pero también ofrece la posibilidad de una rebelión, ¿no?... ¿Quién le hará restituir? ¿Quién le dirá: qué haces? ¡Está diciendo que puede haber alguien que se rebele ante ese poder inmenso! ¡Está diciendo que él puede rebelarse! — Eh... ¿No dice también algo así como "¿Quién se rebeló contra él y le fue bien?" — preguntó Ron —. Creo que es más bien una advertencia para que nadie se rebele... Hermione cerró la Biblia. — Mira, sólo estoy diciendo que es posible que ese mortífago se pusiera este nombre, ¿vale? — exclamó, enojada —. No tenemos nada más, de modo que es una pista tan buena como cualquier otra. ¡Y, desde luego, mucho mejor que la de los Rabos de Ardilla esos! — añadió, con los ojos brillantes de furia. — Está bien — terció Harry, viendo venir una discusión que no les iba a llevar a ninguna parte —. Es verdad que no tenemos nada más, de modo que no importará que, mientras buscamos a R.A.B., nos fijemos en todos los Arcturus que veamos, ¿de acuerdo? Hermione asintió, todavía mirando a Ron con el ceño fruncido. — De todas formas, se te ha pasado una cosa, Hermione — dijo Ron, sonriendo con suficiencia. — ¿Ah, sí? ¿El qué? — Que a lo mejor toda tu estupenda teoría no sirve para nada — respondió Ron —. "Arcturus", aparte de una estrella, es también un nombre propio. Hermione frunció el ceño. — Ya veremos — dijo —. De cualquier forma, me parece posible que la "A" sea de "Arcturus", ¿y a vosotros? Harry se encogió de hombros. — Supongo que puede ser ese... y que también puede ser cualquier otro. Hermione sonrió.

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— De acuerdo — dijo —. Por si acaso, me leeré de nuevo todo el libro de Astronomía, a ver si encuentro otra estrella que empiece por la "A". — Busca también en los manuales de Geografía, a ver si hay también montañas, ríos, volcanes... — rezongó Ron, pero, afortunadamente, Hermione no le oyó. — Mientras tanto — continuó Harry —, creo que lo mejor será que empecemos a pensar dónde pueden estar los otros Horcruxes, porque todavía tenemos que encontrar otros dos, aparte del medallón de R.A.B. y de Nagini. Y, sinceramente, todavía estamos muy lejos de encontrar ninguno.

— CAPÍTULO 14 — Un recuerdo desagradable

El tiempo empeoró sensiblemente cuando septiembre dio paso a un octubre frío, gris y húmedo. Las ráfagas de viento eludían la protección de los gruesos muros de Hogwarts y hacían volar los papeles en las aulas, convertían los corredores en lugares helados y desapacibles y obligaban a los alumnos a taparse con las bufandas y los guantes de piel de dragón hasta cuando comían. Y, conforme pasaban las semanas, Harry se sintió aún más lejos de encontrar cualquiera de los cuatro Horcruxes que le faltaban. No había nadie, mortífago o no, que llevase el nombre o el sobrenombre

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de "Arcturus". Al menos, no había nadie que saliera en los registros de antiguos alumnos de Hogwarts, o cuyo nombre hubiera sido publicado en alguno de los libros y periódicos guardados en el colegio. Nadie conocía a nadie que tuviera ese nombre, ni tampoco cualquiera que se correspondiese con las iniciales R.A.B.. Y nadie sabía nada que pudiera servirles de pista para encontrar los otros Horcruxes. Por lo que sabían, Harry, Ron y Hermione eran las personas vivas que más sabían acerca del pasado de Voldemort. Y ellos no tenían ni idea de por dónde empezar. — Lo lógico es pensar que los escondió en lugares que, de algún modo, significaron algo para él, ¿no? — dijo Hermione, después de que Harry perdiera la paciencia por enésima vez —. A Voldemort le gustan mucho los símbolos, según dedujo Dumbledore, y por eso los Horcruxes son objetos importantes, o, al menos, interesantes. Los lugares donde los escondió también deberían serlo. — Supongo — respondió Harry, desanimado —. El medallón estaba en aquella cueva, donde demostró sus poderes cuando era un niño, y el anillo en la casa de su tío... Aunque la casa de su tío no debió ser muy importante para él, sólo estuvo una vez... — Bueno — dijo Hermione en un tono que no admitía réplicas —. Si no encontramos ninguna pista, quizá ha llegado el momento de que empecemos a buscarlas. — ¿Y qué se supone que estamos haciendo, Hermione? — gruñó Ron —. Nos hemos pasado las horas muertas en la Biblioteca, leyendo libros, periódicos, anuarios... — Si no encontramos las cosas en la Biblioteca, tendremos que buscarlas en otra parte — dijo ella. Ron abrió mucho los ojos. — Me asombras — dijo, fingiendo asombro —. Creía que no sabías hacer nada fuera de la Biblioteca... — Ja ja — contestó ella —. No hemos encontrado nada que pueda ayudarnos a encontrar

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los Horcruxes en los libros, porque no hay nada. Nadie ha escrito nada acerca del pasado de Lord Voldemort. De modo que tendremos que apañárnoslas con lo que sabemos por el momento, y empezar a descartar sitios. — Ah, ¿pero podemos descartar algún sitio? — preguntó Ron con una mueca —. Pensaba que no sabíamos por dónde empezar... — No es que no sepamos ningún sitio — dijo Hermione —. Es que no sabemos si Voldemort pudo utilizar alguno de esos sitios como escondite. Y, como no podemos descartarlos de otra forma, bueno, pues tendremos que visitarlos todos, de uno en uno, a ver si hay suerte. A eso se le llama "Trabajo de campo", Ron. — ¿Trabajo de qué? — preguntó Ron. — ¿Uno a uno? — preguntó Harry a la vez. Hermione frunció el ceño. — Sí, y sí — respondió —. Por lo que sabemos, los Horcruxes podrían estar en cualquier parte. Sabemos algunos de los lugares que Voldemort visitó, y que podrían haber sido importantes para él, ¿no? — Sí — asintió Harry —. De hecho, uno de ellos fue la cueva esa en la que Dumbledore y yo encontramos el medallón falso. — Ya lo has dicho antes — dijo Ron. — Vale — continuó Hermione —. Yo propongo que empecemos por la casa de su padre, ya sabéis, la casa que estaba en Pequeño Hangleton. Teniendo en cuenta que ha permanecido abandonada desde que Voldemort asesinó a su padre y a sus abuelos, y que la utilizó como escondite cuando planeaba recuperar su cuerpo, me parece un lugar tan bueno como cualquier otro para que escondiera su Horcrux, ¿no os parece? Harry hizo una mueca. — Bueno... Si tenemos que recorrerlos todos de uno en uno, supongo que es igual empezar

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por uno o por otro — dijo, levantándose del banco que ocupaba en el Gran Comedor y estirándose antes de levantar una pierna para salir de entre la mesa y el asiento. Se detuvo cuando estaba a horcajadas encima del banco, mirando a Ron y a Hermione, que lo observaban, sorprendidos —. ¿Qué os pasa? — preguntó. — ¿A dónde vas? — preguntó Ron, con una cucharada de sopa a mitad de camino entre el plato y la boca. — ¿A Pequeño Hangleton? — dijo Harry socarronamente —. ¿Qué queréis, que esperemos al fin de semana? ¿O mejor hasta Navidad? Hermione dejó su propia cuchara sobre el plato. — Harry — dijo —, dentro de veinte minutos tenemos clase de Pociones... — Tenemos carta blanca, ¿recuerdas? — respondió él —. Además, yo creo que Slughorn se creería cualquier cuento que le contásemos... — ¿Y no podríamos esperar hasta después de clase? — dijo Hermione —. Hoy es viernes, así que no tendríamos que saltarnos ninguna clase, si es que se nos complica la cosa... — ¿En serio quieres ir a buscar un Horcrux de noche, Hermione? — preguntó Harry —. Porque dentro de un par de horas se nos va a ir la luz, y, sinceramente, preferiría no tener que meterme otra vez en un escondrijo de Voldemort en plena noche... — No, supongo que no — musitó ella, y después suspiró —. Está bien, vámonos. Se levantó y miró a Ron, que permanecía inmóvil, con la cuchara suspendida a centímetros de la boca. — ¿Vas a venir, Ron? — preguntó severamente. Ron cerró la boca y levantó la mirada. La sopa se derramó de la cuchara y salpicó sobre la madera de la mesa. — ¿Ahora? — farfulló —. ¿En serio? — Claro — contestó Harry, pasando la segunda pierna sobre el banco y tambaleándose levemente hasta recuperar el equilibrio —. ¿Por qué no?

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— ¿Va—vamos a ir a buscar un Horcrux? ¿Ahora? — insistió Ron, aturdido. — Sí — dijo Harry con firmeza —. ¿Vienes o no, Ron? — Eeh... sí, sí... — respondió Ron, levantándose apresuradamente y tropezando con el banco. Dudó un momento y después alargó una mano, cogió un trozo de pan, lo abrió y metió una loncha de bacon. Levantó la cabeza y miró desafiante a Harry y a Hermione —. ¿Qué pasa? Tengo hambre.... Hermione puso los ojos en blanco. Harry, sin hacer caso, giró sobre sus talones y de dirigió directamente hacia la mesa de los profesores. — ¿Qué haces, Harry? — susurró Hermione, apresurándose a unirse a él —. ¿Qué estás haciendo? — Espérame en la puerta, Hermione — respondió Harry, sin mirarla, y siguió caminando con determinación hacia la parte delantera del Gran Comedor. Al llegar junto a la mesa de los profesores, se detuvo frente a la profesora McGonagall, que comía absorta en su plato y no se había percatado de la presencia de Harry. El resto del Comedor se había ido quedando en silencio gradualmente, conforme Harry avanzaba. Los profesores lo miraban con el ceño fruncido y diversas expresiones de sorpresa, desconcierto y preocupación. Harry carraspeó. La profesora McGonagall levantó la vista, sorprendida, y, al ver a Harry de pie delante de ella, dejó caer el tenedor en el plato y apretó los labios. Harry no dijo nada, y se limitó a mirarla directamente a los ojos; la profesora McGonagall aguantó su mirada unos segundos, sin moverse. Bajó levemente el rostro para observarlo por encima de las gafas, y Harry, sin cambiar de expresión para que nadie pudiera interpretarla, asintió ligeramente, tan ligeramente que apenas fue perceptible. McGonagall parpadeó, se mordió el labio, miró a ambos lados y después, volviendo a fijar sus ojos sobre Harry, asintió también. Harry sonrió levemente y se dispuso a dar media vuelta, cuando vio que McGonagall volvía a mirar a ambos lados y después, mirándolo con tanta intensidad que podría haber atravesado su

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cabeza con la mirada, formó con los labios y con toda claridad la palabra "Cuidado". Harry cerró y abrió los ojos para darle a entender que lo había comprendido, y, dando la espalda a la mesa de los profesores, se dirigió hacia la puerta del Gran Comedor. — ¿Qué hacías, Harry? — preguntó Ron, masticando un bocado de pan con bacon. Harry se encogió de hombros. — Le prometí a McGonagall que se lo contaría cuando fuéramos a escaparnos del colegio — dijo —, y no me parecía un buen momento para empezar a desafiarla, sobre todo porque vamos a ciegas y esto puede acabar siendo una simple excursión, ¿eh?... — Pequeño Hangleton es un buen sitio para empezar — insistió Hermione. — Sí, así podemos descartarlo cuanto antes — respondió Harry, dirigiéndose a la enorme puerta de roble del Vestíbulo. Hermione se detuvo en seco. — ¿Por qué estás tan seguro de que Voldemort no ha escondido un Horcrux allí, Harry? — preguntó. — Porque — dijo él — Dumbledore encontró el anillo en Pequeño Hangleton, en la casa de los Gaunt. Y no creo que Voldemort se haya arriesgado a esconder dos Horcruxes tan cerca el uno del otro. Hermione hizo una mueca y salió tras él del castillo. — Nunca se sabe. — ¿Quién puede entender la mente de un mago tenebroso? — sentenció Ron, limpiándose las migas de la boca con la manga de la túnica.

Harry decidió guiarlos como Dumbledore había hecho con él cuando fueron a la cueva de los Inferi, y la Aparición En Paralelo les dejó exactamente en el mismo punto que había visto en el Pensadero de Dumbledore, el mismo punto que Bob Ogden había utilizado unos setenta y cinco años antes para Aparecerse él también. De nuevo, se encontró en aquel camino campestre, bordeado de setos altos y recortados, aunque en esta ocasión el débil sol del otoño se zambullía

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rápidamente cielo abajo en dirección a las colinas que se erguían a su izquierda. Allí estaba también el cartel de madera, clavado entre los setos, pero Harry se fijó en que la señal estaba completamente nueva; probablemente, la habrían cambiado hacía poco tiempo. Evidentemente, se dijo, un cartel de ese tipo no podía aguantar casi un siglo a la intemperie en perfecto estado. Pese a ser una señal distinta, seguía teniendo dos brazos, uno que señalaba a la izquierda y decía Gran Hangleton, 8 km, y otro, hacia la derecha, en el que se leía: Pequeño Hangleton, 2 km. Como recordaba, pocos metros más allá el camino hacía una curva a la izquierda y se inclinaba en una cuesta abajo, bajando la loma de una colina. Harry se detuvo un instante al ver la súbita visión del valle que se extendía frente a ellos. Allí abajo había un pueblo apostado entre dos colinas, con una iglesia y un cementerio claramente visibles a un lado del conjunto de casas. Extrañado, Harry entrecerró los ojos. — Es Pequeño Hangleton, ¿verdad? — preguntó Hermione, vacilante. — Sí — dijo él —. Es extraño — añadió —. No recordaba haber visto ese cementerio cuando vi el pueblo en el Pensadero... Al otro lado del valle una hermosa casa señorial se encaramaba sobre una colina, rodeada por una enorme extensión de césped verde y aterciopelado. Harry comenzó a bajar la inclinada pendiente del camino, sin fijarse en dónde pisaba, mirando en dirección al pueblecito con los ojos entrecerrados para protegerse del sol. El camino hizo una curva a la derecha, y siguió recto hacia Pequeño Hangleton. — El caso es que me resulta familiar — murmuró, observando la torre de la iglesia conforme se acercaban —. Creo que la he visto antes... — La verías el curso pasado, cuando Dumbledore te trajo, ¿no? — comentó Hermione, saltando una piedra que había en mitad del camino. — No sé — respondió Harry —. El año pasado no llegamos hasta aquí, nos metimos en el bosque un poco antes, creo.

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— Pero si es igual que todas las iglesias, Harry — dijo Ron, observando el pueblo con una mueca de desconcierto. Harry se encogió de hombros y siguió caminando cuesta abajo. Cuanto más cerca estaban, más se convencía de que ya había visto antes aquella iglesia. La mansión señorial estaba más deteriorada de lo que parecía a lo lejos. Tenía las ventanas y puertas cegadas con tablones, había tejas caídas por todas partes y la hiedra cubría descuidadamente toda la fachada. Mientras subían el sendero que se apartaba del pueblo para acabar directamente en la puerta principal, Harry comprobó que, a diferencia del camino principal, éste estaba descuidado y debía hacer mucho tiempo que nadie lo recorría: totalmente cubierto por la hierba y las zarzas, las pocas calvas mostraban una tierra rojiza, reseca y agrietada por el sol y la falta de agua. A su derecha, los esqueletos de lo que debieron ser dos enormes sauces agitaban tristemente sus ramas muertas bajo la brisa otoñal. Lo que en la distancia y en el recuerdo le había parecido una explanada de césped verde y fresco era, en realidad, una loma desnuda cubierta de hierba reseca. — Está hecha una pena, ¿verdad? — comentó Ron, levantando la mirada hacia la Mansión de los Ryddle, observando la fachada, la pintura descascarillada y la madera podrida, que se oscurecían bajo los últimos rayos del sol. A un lado de la puerta, un pequeño matorral brillaba incongruentemente dorado a la luz del atardecer, entre los colores apagados que lo rodeaban. Sin contestar, Harry se adelantó y empujó la puerta con la palma de la mano. Se abrió con un chirrido agudo y un ominoso crujido que le hizo temer por la estabilidad de la puerta. Con cautela, dio un paso adelante y entró en la casa a oscuras. Al momento un tenue olor a decrepitud, mezclado de forma inquietante con el olor dulzón de la podredumbre, llegó hasta su nariz. Estornudó, y una nube de polvo lo envolvió al instante. — ¡Chist! — susurró Hermione, que había entrado pisándole los talones —. ¡Podría haber alguien!

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— Sí, Quien—Tú—Sabes en persona — dijo Ron en un susurro —. Debe pasar aquí las horas muertas, vamos. Tiene pinta de estar muy concurrida, esta casa... — Callaos — dijo Harry, avanzando casi a tientas. A su espalda, a ambos lados de la puerta, la luz dorada del atardecer penetraba por las amplias ventanas divididas por parteluces. Las paredes estaban recubiertas de paneles de madera, agujereados y cubiertos del polvillo amarillo de la carcoma. El suelo era de piedra gris, cubierta por una capa de polvo de varios centímetros de grosor. A un lado, en una habitación anexa de dimensiones descomunales, se veía una enorme y desproporcionada mesa de madera, rodeada de sillas de estilo anticuado, recargadas y tapizadas. Entre el polvo, aún se veían los restos de una pátina de color dorado a la que el tiempo, poco a poco, iba ganando la partida. Al otro lado, tras una puerta entreabierta, se vislumbraba una cocina más parecida a una catedral, con espacio para que veinte personas celebrasen un baile sin molestarse demasiado los unos a los otros. Recorrieron el vestíbulo lentamente, con cuidado de no hacer ruido, pese a que la gruesa capa de polvo hacía innecesaria la cautela: amortiguaba el sonido de sus pasos como si caminasen encima de la arena fina y blanca de una playa. Harry se dirigió hacia el comedor, con los ojos muy abiertos para ver en la penumbra creciente. Además de la mesa y las sillas, junto a una pared había un monstruoso aparador cubierto de objetos irreconocibles bajo el polvo y las telarañas. Harry se acercó, curioso, y el corazón estuvo a punto de salírsele por la boca cuando vio justo delante de él a un hombre joven, mirándolo fijamente. Soltó un grito, y al segundo se sintió tan avergonzado que tuvo que reprimir el deseo de meterse bajo la mesa. Frente a él, manchado por la edad, había un inmenso espejo con un marco dorado que rodeaba su propia figura asustada. Reprimiendo una maldición, se inclinó sobre el aparador y comenzó a investigar los objetos que descansaban sobre él. Al cabo de un minuto soltó la maldición y la acompañó de otras dos o tres: ninguno de los objetos tenía la más mínima oportunidad de convertirse alguna vez en el

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Horcrux de alguien: sucios, medio rotos, inservibles, era la colección de jarrones y cuencos más lastimosa que había visto nunca. Los cajones estaban llenos de manteles y servilletas de hilo, que ya amarilleaban después de estar guardados más de medio siglo. Los cubiertos, por el contrario, se mantenían brillantes y relucientes, y eran pesados, macizos, probablemente de plata. Detrás de las portezuelas del aparador se escondían al menos tres vajillas de la porcelana más fina, llenas de polvo. Junto al aparador, un armario de estantes se apoyaba contra la pared, completamente vacío. Ni un libro, ni una figurita de adorno, ni un candelabro: lo único que llenaba las estanterías era el polvo acumulado durante décadas. — Aquí no hay nada — dijo la voz de Hermione a su espalda. Harry se volvió, sobresaltado, y la vio salir de la cavernosa cocina —. He mirado en todos los armarios, en la despensa, incluso en el lavadero. He sacado las ollas y los pucheros, y nada. — Aquí tampoco — dijo Ron desde el Vestíbulo —. Claro que tampoco había mucho sitio donde mirar... no hay nada, pero nada, nada, ¿eh? Harry se encogió de hombros, y dirigió la mirada a la escalera que subía desde el Vestíbulo hasta el piso de arriba. — ¿Subimos? — preguntó innecesariamente, porque Hermione ya se dirigía escaleras arriba. Harry la siguió, desalentado; no tenía ninguna duda de que la búsqueda resultaría igual de inútil arriba que abajo. Del rellano salían dos pasillos, uno hacia la derecha y otro a la izquierda, flanqueados de puertas. Al fondo del corredor de la derecha había una puerta entornada, y Harry se vio avanzando hacia ella como en un sueño, dando pesados pasos sobre el suelo de piedra negra. Cuando llegó a la puerta, la abrió lentamente, sin saber muy bien si lo asustaba o no lo que podía encontrarse al otro lado. Una inmensa chimenea presidía la estancia desde la pared que había justo frente a él. En la

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otra pared, un ventanal cegado con tablas dejaba pasar un fino rayo de sol de color anaranjado sobre una alfombra completamente raída y apolillada. Una mesa baja de centro, de madera desportillada, descansaba junto a un sillón orejero tapizado en un color parduzco y amarillento, desvaído y gastado. Harry se quedó petrificado, con una mano apoyada todavía en la superficie de la puerta, mirando fijamente el interior de la habitación. A su lado, Hermione lo observaba con expresión de desconcierto. — Aquí — dijo quedamente, dando un paso. — ¿Aquí, qué, Harry? — preguntó ella —. ¿Es aquí donde crees que está el Horcrux? — No — respondió Harry —. Que fue aquí donde estuve la primera vez que me metí en la mente de Voldemort. Hermione guardó silencio mientras Harry entraba en la estancia y se quedaba de pie, en el centro, observando a su alrededor. — Fue en un sueño, ¿sabes? — continuó —. Voldemort estaba sentado en ese sillón, y Colagusano le servía algo, una bebida, supongo que sería una poción... También estaba Nagini, y al final mataron a un muggle. Un viejo. No recuerdo cómo dijo Dumbledore que se llamaba... — se quedó pensativo. — Pero tú no viste a Voldemort, ¿verdad, Harry? — preguntó Hermione en voz muy baja —. No tenía cuerpo... — No — reconoció Harry, mirando el sillón, que estaba de espaldas a ellos, de cara a la chimenea —. O sí, no lo recuerdo. Me desperté justo cuando lo miraba, con un dolor horrible en la cicatriz. No me enteré de lo que había pasado en realidad hasta que Dumbledore me lo explicó, meses después. Rodeó el sillón hasta ponerse frente a él, y bajó la vista hacia el asiento. Un escalofrío recorrió su espina dorsal al ver la casi invisible mancha oscura que ensuciaba el ya de por sí roñoso

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almohadón. Asqueado, se apartó dando un traspiés, y tropezó con algo que rodó por el suelo con un sonido tintineante. Bajó la mirada al suelo y vio, con una sensación de repugnancia creciente, una botella con un líquido blancuzco en su interior. — Vámonos — susurró Hermione desde la puerta —. Aquí no hay nada, Harry, vámonos. — De acuerdo — dijo Harry, volviendo a su lado y siguiéndola fuera de la habitación. Al recorrer el pasillo, fueron abriendo todas las puertas, de una en una. Todas las habitaciones estaban completamente vacías. Las cortinas de cretona colgaban desmayadas y medio raídas de las ventanas entabladas, y aquí y allá se podían ver pesadas alfombras, en otro tiempo elegantes, ahora comidas por los ratones y deshilachadas. La última puerta del pasillo de la izquierda ocultaba lo que con toda seguridad había sido un cuarto de baño, con un espejo descolorido, un mueble que sostenía una jarra y una palangana de loza descascarillada con flores azules pintadas, y, tras un biombo de madera de aspecto bastante anticuado, un orinal del mismo material, al que Harry y Hermione no quisieron echar más de una mirada rápida. — No creo que Voldemort haya escondido el Horcrux aquí, Harry — reconoció Hermione —. ¿Qué iba a esconderlo, debajo de la cama? Si hubiera una cama, claro. — No — dijo Harry, caminando hacia el rellano —. En el orinal, como mucho... Si hubiera una bodega, o un sótano... — Sí — asintió ella —. Vamos a ver si abajo hay alguna otra habitación. Ron, ven a... ¿Ron? — preguntó, mirando a su alrededor —. Harry, ¿dónde está Ron? — No sé, hace rato que no lo veo... ¿Ron? — gritó, y su voz resonó por toda la casa. Asustado, se volvió hacia Hermione, con los ojos desorbitados, mientras su voz hacía ecos en las estancias medio vacías. — No creo que haya nadie, Harry — dijo ella. — ¡Estoy aquí! — respondió la voz de Ron, amortiguada por la distancia. Provenía del piso de abajo.

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Hermione salió corriendo escaleras abajo sin esperar a que Harry reaccionase. Segundos después Harry la siguió bajando los escalones de dos en dos, resbalándose sobre la piedra desgastada cubierta de polvo. Cuando llegó abajo vio a Ron salir de lo que a primera vista parecía la pared sólida y lisa y recubierta de madera, polvo y carcoma. Sorprendido, Harry se acercó, preguntándose si Ron habría aprendido a atravesar paredes o si la pared en sí estaría preparada para que la gente la atravesase, por extraño que pareciera en la casa de unos muggles. Sin embargo, al pasar la mano por la pared comprendió que se trataba de un efecto óptico: no había pared, era un hueco abierto en la misma del que bajaba una sinuosa escalera de piedra húmeda y gris. — Allí abajo hay una especie de bodega — dijo Ron, acercándose a ellos. Tenía el pelo revuelto y lleno de telarañas, lo que le daba un aspecto francamente curioso —. Es enorme, parece una iglesia o algo así... — ¿Sí? — preguntó Harry, repentinamente esperanzado —. ¿Había...? — Nada — dijo Ron lúgubremente —. Un montón de cubas de roble vacías, y un montón de arañas grandes como platos. Había tantas que casi no se veía el suelo — añadió, y un violento escalofrio agitó su cuerpo. Hermione lo miró con una mezcla de compasión y suspicacia. — ¿Estás seguro de que lo has mirado bien, Ron? — preguntó, con los ojos entrecerrados. Ron se volvió hacia ella con los labios apretados en una mueca de dignidad agraviada. — Por supuesto que sí — contestó bruscamente —. Sé cuándo algo es importante, Hermione, muchas gracias. Aunque tenga que meterme entre todos los nietos de Aragog — se estremeció de nuevo —. Ahí abajo no hay ningún Horcrux, puedes creerme. Por un momento pareció que Hermione iba a bajar a revisar la bodega para comprobar que, realmente, no hubiera ningún Horcrux escondido. Incluso vaciló un instante en el umbral, y su cuerpo se tambaleó levemente hacia las escaleras. Pero finalmente se quedó inmóvil, mirando

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fijamente a Ron, y asintió de forma imperceptible. — Vámonos — dijo Harry —. Creo que ya podemos descartar esta casa, ¿no crees, Hermione? — Sí — asintió ella, caminando hacia la puerta seguida de Ron —. Aquí no hay nada. Pero no importa — continuó, animada —. Quedan muchos otros sitios donde podemos mirar, y así... — Sí, y así podremos comprobar que no están en ninguna parte — la interrumpió Ron, mirando al suelo para no tropezar en el accidentado sendero que se alejaba de la casa —. No sé por qué, no me pega nada que Quien—Tú—Sabes vaya escondiendo sus Horcruxes en sitios tan obvios como para que unos niñatos como nosotros los descubramos. — No somos unos niñatos, Ron — se encrespó Hermione, esquivando una rama caída de un árbol —. Y en realidad no son sitios tan obvios. Nadie sabe tanto de la vida de Voldemort como nosotros, bueno, como Dumbledore, y él sólo se lo contó a Harry, ¿no?

Mira — añadió, ceñuda

—, yo no creo que Voldemort haya escondido sus Horcruxes en sitios tan rebuscados. Debe creer que está muy protegido, teniendo en cuenta que nadie sabe lo de los Horcruxes y que nadie sabe nada acerca de su infancia, o al menos eso es lo que él piensa. — Ah, sí, claro — dijo Ron en tono irónico —. Y la cueva donde se metió Harry en mayo era en realidad la casita de campo donde Quien—Tú—Sabes pasa los fines de semana, ¿verdad? Hermione se detuvo en seco en mitad del sendero, justo en el punto donde éste desembocaba en el camino, a las afueras del pueblo, y volvió la mirada hacia Ron. — No, tienes razón — admitió —. Pero verás, es que Dumbledore encontró el anillo en la casa de los Gaunt, casi casi como si Voldemort lo hubiera dejado allí tirado, o esa fue la impresión que me dio cuando Harry nos lo contó... De hecho, he estado pensando... La cueva esa era como una especie de santuario, ¿no?, parecía casi como si Voldemort se hubiera levantado un templo a sí mismo... Pero no tiene por qué haber guardado el resto de los Horcruxes en sitios así, el resto de los escondrijos pueden ser mucho más normales, recuerda que el diario lo tenía Lucius Malfoy

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guardado en su propia casa... ¿Tú qué opinas, Harry?... ¿Harry? Harry se había quedado inmóvil dos metros más allá, ya en el camino que bordeaba Pequeño Hangleton, observando la torre de la iglesia, recortada contra el añil del cielo, en el que ya no quedaba ni rastro del sol. Negro contra azul, aquella imagen, aquella silueta, le había dejado petrificado, con una sensación extraña, de pánico recorriéndole las entrañas. Ahora que la veía desde aquel ángulo, con esa luz, estaba seguro. Ya había visto aquella iglesia. — Harry, ¿estás bien? — Tenía razón — musitó, sin apartar los ojos de la torre —. Yo tenía razón, Hermione... Sí que he visto antes esa iglesia. Hermione lo miró, desconcertada. — Harry, ¿qué...? Ignorándola, Harry caminó un par de pasos y traspasó una verja herrumbrosa y negra, de barrotes retorcidos. A su derecha, un enorme tejo tapaba parcialmente la silueta de la iglesia. A la izquierda se recortaba la figura de la Mansión de los Ryddle. A sus pies, una losa de piedra de aspecto antiquísimo, con unas palabras grabadas, ininteligibles. Estaban en un pequeño cementerio que se acurrucaba, oscuro, descuidado, contra la pequeña iglesia del pueblo. Las tumbas, en diversos estados de conservación, se agolpaban las unas contra las otras, sin un sendero entre ellas que permitiera recorrer el camposanto sin tener mucho cuidado de dónde se ponían los pies. Los matojos y las malas hierbas lo inundaban todo. A su izquierda se erguía una enorme lápida vertical de mármol. Harry deambuló como un sonámbulo entre las tumbas, con los ojos desorbitados. Pasó junto a la lápida alargada, estudiándola con asombro, y en ese momento pisó una ramita, que se rompió con un sonoro crujido que resonó en la oscuridad de la noche. Harry le echó un rápido vistazo desinteresado y desvió la mirada. Al instante, sus ojos volvieron a fijarse en la ramita que acababa de romper.

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No era una ramita. Era una varita mágica. Se agachó lentamente, con un escalofrío, y la tomó con cuidado entre sus dedos. ¿No deberíamos sacar la varita? Y entonces lo vio, como en las imágenes sueltas que Snape extraía de su cerebro durante las lecciones de Oclumancia: el rostro de Cedric Diggory, tendido sobre esa misma hierba, con los ojos abiertos, inexpresivos, como las ventanas de una casa abandonada, la boca medio abierta, que parecía expresar sorpresa, muerto. Incrédulo, conmocionado, se levantó lentamente, con la varita de Cedric aferrada fuertemente en la mano. Mareado, miró a su alrededor, sintiéndose más aturdido de lo que se había sentido en muchas semanas. Un poco más allá, las ortigas habían hecho presa de una losa pequeña, partida por la mitad, que cubría un montículo de tierra revuelta.

TOM R

YDDLE

— "Tom Ryddle" — leyó Hermione en un susurro estrangulado, inclinada sobre la misma lápida en la que Colagusano había atado a Harry más de dos años atrás. Tragando saliva, Harry se acercó también. Ella se agachó y cogió algo del suelo. Al erguirse de nuevo, tendió la mano, con la palma extendida, hacia Harry. — Toma — dijo, con los ojos desorbitados fijos en él —. Creo que esto es tuyo... En la mano sostenía un pequeño trozo de cuerda, manchado de sangre reseca, con un pedazo de tela negra adherido a ella. — Sí — respondió él, endureciendo la mirada —. Al menos, la sangre. Y creo que el trozo de túnica también. Sin una palabra, se guardó en el bolsillo el trozo de cuerda y la varita rota de Cedric. Fue un

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impulso: en realidad, no quería nada que pudiera recordarle aquella noche, que aún ahora, años después, seguía apareciendo en sus pesadillas. Pero tampoco tenía ganas de dejar aquello, aquellas partes de sí mismo, aquellas reliquias de su pasado, tiradas en un cementerio abandonado. — Harry — dijo Ron, que se había quedado un poco atrás. Harry volvió la cabeza: Ron escudriñaba interesado una enorme pila de piedra redondeada que yacía medio volcada al otro lado de la tumba de Tom Ryddle. Se le quedó la mente en blanco. En ese momento no habría sido capaz de moverse ni aunque alguien le hubiera gritado que un meteorito estaba a punto de estrellarse contra su cabeza. De hecho, se sentía como si el meteorito ya le hubiera golpeado. Por un instante, pudo ver las chispas de un purísimo color blanco surgiendo del caldero de piedra, la figura oscura emergiendo de él. Se llevó la mano al brazo derecho, sintiendo el recuerdo de una punzada aguda, fría. — Harry, ¿estás bien? — preguntó Hermione en un susurro, posando la mano sobre la suya, con la que se sujetaba el codo. Harry hizo un esfuerzo sobrehumano por sacarse de la mente los recuerdos. Sacudiendo la cabeza para aclarar la mente, cerró los ojos un momento y después los abrió de nuevo, rezando por ver el dosel de su cama, allá, en la Torre de Gryffindor. — No — contestó, dejándose caer al suelo, donde descansó con la espalda apoyada contra la lápida, exactamente en la misma postura que había estado segundos antes, en su memoria. Doblando las piernas, se abrazó las rodillas y apoyó la frente en los brazos. Notó cómo Hermione se sentaba a su lado, sin un sonido. — Estuve a punto de morir aquí — dijo Harry con la voz estrangulada. El tiempo había atenuado el dolor, el horror, la angustia, pero volver a encontrarse en el mismo lugar estaba amenazando con acabar con su cordura. Y casi lo deseaba, porque la locura quizá acabaría con aquella sensación de desesperación, de impotencia, que le atenazaba la garganta —. No morí. ¿Por qué no morí? ¿Por qué yo no?

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Hermione suspiró a su lado. — No moriste, Harry — dijo suavemente —. Porque luchaste contra la muerte. Si te hubieras quedado quieto, si hubieras decidido que, como era imposible vencer a Voldemort, no valía la pena levantar la varita, habrías muerto. — Cedric no tuvo la oportunidad de levantar la varita — dijo él con voz ronca, levantando la cabeza —. Lo mataron antes. — Lo sé, Harry — respondió Hermione, posando una mano cálida y suave sobre su hombro —. Pero tú tuviste una oportunidad, y la aprovechaste. Sobreviviste. Si Cedric hubiera podido, también habría luchado. Harry permaneció en silencio, observando las distantes estrellas que tililaban sobre sus cabezas. Respiró profundamente, temblando de frío y tristeza. — Se trata de eso, ¿verdad? — dijo al fin, con los ojos fijos en la silueta de la iglesia contra el cielo color tinta, inundado de estrellas —. Se trata de que yo tengo la opción de luchar contra él. Yo. — Excactamente, Harry — dijo Hermione con voz triste —. Ya elegiste luchar antes de morir una vez, y por eso vives. Si vuelves a elegir luchar, si no te rindes y te dejas morir, como pudiste hacer aquella noche, entonces puedes vivir. Y nosotros contigo. — Era lo más lógico — comentó Harry, ladeando la cabeza para mirar el pequeño claro entre las tumbas y la verja —. Estaba cansado, débil, impresionado, rodeado de mortífagos y frente a frente con el mismísimo Lord Voldemort. Acababa de pasar por una Maldición Cruciatus, y todavía no sabía ni dónde tenía la mente. Debería haberme dejado morir. De hecho, creo que lo pensé. — Pero no lo hiciste — dijo ella. — No — repitió él, esbozando una sonrisa tensa —. Igual que no me sometí a la Maldición Imperius, igual que le dije que no suplicaría ni siquiera cuando me tenía hechizado, decidí no

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morir escondido detrás de una lápida. Decidí morir de pie, intentando defenderme, aunque sabía que no había defensa posible. — Pero le venciste — dijo Hermione —. Escapaste. Sí que había una defensa, ¿no? Harry soltó un bufido. — Gracias a Fawkes, supongo. Como cuando vencí al basilisco. Si no hubiera tenido la varita con su pluma... — Pero es que es eso, Harry — le interrumpió Hermione —. Tú tuviste tu oportunidad por eso. Las armas que Voldemort te ha dado son las que te dan la oportunidad de luchar contra él, como decía Dumbledore... Si no estuvieras conectado a Voldemort, tu varita no te habría elegido a ti, y no habrías tenido ninguna opción... Pero, aún así, si no hubieras levantado la varita, si no hubieras intentado luchar, defenderte, si no hubieras intentado desarmar a Voldemort, la varita no te habría servido de nada. ¿No lo entiendes? — Sí — dijo él —, creo que sí. Tengo las armas, tengo la oportunidad. Pero soy yo el que tengo que elegir luchar o dejarme vencer. Es eso, ¿no? — Sí — asintió Hermione enérgicamente. — Digo yo una cosa — intervino Ron, que se había agachado tanto para investigar el caldero caído que estaba prácticamente dentro de él. Su voz sonaba hueca, deformada por la pila de piedra —. Si Quien—Tú—Sabes escondió los Horcruxes en lugares importantes para él, en lugares simbólicos, o algo así, ¿no sería este sitio un escondite ideal? Harry se lo quedó mirando sin comprender; sin embargo, Hermione soltó una exclamación y se levantó del suelo a toda prisa, arrancando un terrón de tierra de la tumba profanada en su precipitación. — ¿Hay algo dentro? ¿Lo has visto? ¿Has mirado bien? ¿Crees que...? Harry suspiró y se levantó mucho más lentamente que ella. Se estiró, sacudiéndose de la túnica los restos de tierra y hierba que se le habían quedado adheridos. Después, de mala gana, se acercó él también al caldero de piedra. Hermione se había metido en su interior, a cuatro patas, y lo

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estudiaba detenidamente. — No te canses, Hermione — dijo, deteniéndose junto a Ron —. Voldemort no puede haber escondido un Horcrux en este cementerio. — ¿Y por qué no? — preguntó ella, con voz hueca, deformada por la pila de piedra —. Es un lugar importante para él, ¿no? Tú mismo lo viste, aquí fue donde consiguió hacerse con un cuerpo... — Pero de eso hace dos años, Hermione — respondió Harry pacientemente —. Y Voldemort debió esconder los Horcruxes hace medio siglo. El cementerio volvió a quedarse en silencio total. Un silencio sepulcral, pensó Harry, irónico. Ron permaneció inmóvil a su lado. Al cabo de unos segundos, Hermione salió del caldero arrastrándose y miró hacia arriba con cara de contrición. — Es verdad — dijo, desanimada. — Bueno — dijo Ron —, a lo mejor lo cambió de sitio hace dos años, cuando volvió a su cuerpo, ¿no? Pudo haber pensado que este lugar era mucho mejor que donde lo guardaba... Hermione lo miró, con expresión tristona. — No creo — respondió, y se levantó con esfuerzo del suelo, apoyándose en el caldero —. No creo, Harry tiene razón, sería absurdo que lo hubiera escondido aquí... — Bueno, nada se pierde con echar un vistazo, ¿verdad? — insistió Ron, mirando a su alrededor como esperando que el Horcrux apareciese en el aire de repente. Harry se encogió de hombros. — ¿Dónde quieres buscarlo, Ron? — preguntó Hermione —. Aparte del caldero, no hay más sitios donde... — ¿Y la tumba? — preguntó Ron, señalando la lápida partida. — ¿De verdad crees que Voldemort dejaría una parte de su alma en la tumba del padre al que asesinó cuando tenía diecisiete años? — preguntó Hermione, exasperada.

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— Vámonos a Hogwarts — dijo Harry, echando una última mirada al cementerio abandonado —. Aquí no hay nada. Ron abrió la boca para protestar, pero, al ver la expresión de Harry, pareció decidir que era mejor guardar silencio. Harry suspiró, agradecido. Dio media vuelta y dirigió sus pasos hacia la verja retorcida que guardaba la entrada al cementerio.

— CAPÍTULO 15 — Amortentia

Pronto se hizo evidente que, pese a lo descontrolado del curso, con alumnos de menos, nuevo director y un estado de sitio efectivo en Hogwarts, los profesores no pensaban descuidar su educación mágica. Los alumnos de séptimo se sentían presionados hasta el límite de su resistencia, con cantidades ingentes de deberes, redacciones, prácticas y, sobre todo, la amenaza de los ÉXTASIS pendiendo ominosamente sobre sus cabezas. Harry los observaba con lástima y conmiseración hasta que la profesora McGonagall le recordó, después de una clase de Transformaciones, que, aunque tuviera permiso para escaparse de Hogwarts a escondidas, esperaba de él que trabajase al mismo nivel que el resto de la clase. — Tienes que esforzarte más, Potter —. Su mirada severa no admitía réplicas —. Digas lo que digas, todo lo que aprendas aquí te resultará útil ahí fuera, sea lo que sea lo que hagas cuando

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te vas de Hogwarts. Agradecido porque McGonagall no hubiera insistido en saber a dónde habían ido Ron, Hermione y él, Harry comprendió que, tal y como iban las cosas, estaba alejándose de su objetivo por todos los frentes. No avanzaba en su investigación acerca del paradero de los Horcruxes; lo único que sabía era que ninguno de ellos estaba escondido en Pequeño Hangleton, ni en el orfanato donde Lord Voldemort nació y vivió hasta los once años, donde pasó los veranos hasta que se escapó para matar a su padre. Aquel había sido el segundo lugar que habían visitado (el siguiente fin de semana, porque Hermione se había negado a saltarse alguna otra clase si no era absolutamente necesario). Y aquel había sido su segundo fracaso, porque no sólo habían perdido dos días en registrarlo infructuosamente, sino que además habían tenido que emplear todo su ingenio para eludir a la directora del orfanato y a los policías muggles que acudieron al dar aquella la alarma y denunciar que habían entrado ladrones o secuestradores de niños o simples delincuentes en su orfanato. Afortunadamente habían conseguido escapar sin necesidad de utilizar la magia: lo último que necesitaban era encontrarse con una brigada enviada por el Comité de Excusas para los Muggles del Ministerio. Aunque, cuando volvieron a Hogwarts, exhaustos y decepcionados, habrían deseado tener a su disposición una de esas brigadas: tan difícil como esquivar a los muggles les resultó sortear las preguntas de sus compañeros de Gryffindor, que, si durante su excursión a Pequeño Hangleton no habían podido darse cuenta de su breve ausencia, en esta ocasión incluso habían acudido a la profesora Sinistra, preocupados, al comprobar que ninguno de los tres había dormido en el colegio dos noches seguidas. Finalmente (según descubrieron después, ya que todo eso había ocurrido cuando estaban en Londres), la profesora McGonagall tuvo que intervenir para evitar que el colegio entero se enteras de que Harry Potter, Ron Weasley y Hermione Granger habían desaparecido misteriosamente y probablemente estaban siendo torturados por los mortífagos en ese mismo instante, o algo peor.

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Cuando aparecieron en el Gran Comedor, el domingo por la noche, se armó tal revuelo que la profesora Sinistra tuvo que pedirles que subieran a comer algo a la Sala Común de Gryffindor y se fueran directamente a la cama. Después de aquel incidente, la profesora McGonagall había pasado semanas enteras frunciendo el ceño ominosamente cada vez que se cruzaba con Harry. Sin embargo, no le había pedido explicaciones, ni había insistido en la necesidad de ser más cuidadoso cuando salía del colegio, ni le había exigido que hiciera lo posible porque sus compañeros no se dieran cuenta de sus ausencias. Harry supuso que no lo había hecho porque sabía que él no iba a admitir restricciones: probablemente McGonagall intuía que, si intentaba obligar a Harry a dormir todas las noches en el castillo, incluso durante sus escapadas secretas, lo más seguro era que éste decidiera que, al fin y al cabo, no le compensaba tanto haber vuelto a Hogwarts aquel curso. Precisamente porque McGonagall no se lo había exigido, Harry decidió que, cuando no fuera estrictamente necesario, trataría de no llamar más la atención y de evitar que sus compañeros, y, a ser posible, también sus profesores, no volvieran a darse cuenta de que habían desaparecido del castillo. Eso, si es que volvían a desaparecer del castillo... Porque, después de los dos fracasos de Pequeño Hangleton y el orfanato, ya no se le ocurrían muchos más lugares donde buscar los Horcruxes de Voldemort. Lo poco que sabían de su vida no les daba mucho más donde mirar, y Harry empezó a pensar que sólo un milagro le ayudaría a localizar uno de ellos, mucho menos los cuatro que le faltaban. Cuando McGonagall le recordó que esperaba de él que sacase el curso con buena nota, Harry decidió hacerle caso, al menos mientras no encontrase alguna pista que le dijera dónde buscar. Bajo la atenta y aprobadora mirada de Hermione, comenzó a esforzarse por dominar los hechizos y encantamientos que daban en clase, e incluso Slughorn tuvo que admitir reticentemente que Harry parecía haber superado lo de Ginny, puesto que su nivel en Pociones había subido hasta

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recuperar su maestría del curso anterior. Finalmente, una soleada tarde de noviembre, fue capaz de realizar a la perfección un encantamiento sin pronunciarlo verbalmente, y a partir de ese momento los hechizos no verbales empezaron a resultarle sencillos, casi obvios. Era como cuando se le había resistido el encantamiento convocador: después de días y días de intentos, cuando le había cogido el truco le resultó facilísimo. Tanto Flitwick como McGonagall mostraron su aprobación al comprobar que ya no necesitaba ni siquiera mover los labios para desarrollar cualquier hechizo, e incluso los encantamientos más complicados le resultaron sencillos. Y, sinceramente, la aprobación de McLaggen no le interesaba en absoluto. Su mente parecía más despierta, más capaz de concentrarse, y la amenaza de enfrentarse a Voldemort, igual que una vez la amenaza de enfrentarse a un Colacuerno Húngaro, parecía hacer que su capacidad de aprender y comprender fuera mucho mayor. Así ocurría también en las reuniones del ED... del EH. Poco a poco, Harry fue comprobando que, pese a que ya les había advertido que no tenía nada más que enseñarles, sus compañeros se volvían hacia él para que les mostrara cómo dominar tal o cual hechizo.Y, sin embargo, Harry mismo dependía de Hermione para que decidiera qué hechizo aprenderían a continuación. Si él les enseñaba a llevarlo a cabo, ella era la que decidía qué hechizo tenía que aprender para enseñárselo. Bien podría haberse llamado el "Ejército de Hermione", puesto que dependían por completo de ella. Pero ni se le ocurrió proponer un nuevo cambio de nombre: ella era la auténtica maestra, la que le enseñaba a él para que luego él enseñase a los demás; él era el símbolo. Se había negado a ser "el chico de póster" del Ministerio, pero no había podido evitar que sus propios compañeros lo vieran como tal. De cualquier forma, su propia evolución le había dado una determinación aún mayor por aprender. La Sala de los Menesteres le ofrecía la posibilidad de consultar cuantos libros quisiera acerca de la Defensa Contra las Artes Oscuras, y Harry, bajo la supervisión de Hermione, empezó a dominar contramaldiciones y maldiciones menores de las que nunca antes había oído hablar.

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También comprobó que había maldiciones terribles que los magos tenebrosos utilizaban y contra las que él mismo quizá tendría que enfrentarse alguna vez: la Sectumsempra que él mismo había utilizado contra Malfoy el año anterior era sólo un ejemplo, y ni mucho menos el más horrible. Comparado con los efectos de algunos de los hechizos recogidos en aquellos libros, la maldición inventada por Snape era como una caricia. Sin embargo, Hermione también encontró en algunos libros formas de bloquear aquellas maldiciones; de modo que, aunque sus efectos eran horripilantes, se podía luchar contra ellas, al contrario que contra el Avada Kedavra. El único problema era que ninguno de ellos estaba dispuesto a aprender las maldiciones para ensayar los escudos contra ellas, y mucho menos a aprender a hacer magia tenebrosa y después lanzarla contra sus propios compañeros para que ellos tratasen de bloquearles. El riesgo era demasiado grande, y Harry no se atrevió a proponer algo con lo que alguien resultaría herido con toda seguridad. Así que tuvieron que conformarse con aprender los escudos y confiar en estar haciéndolos bien. Desde luego, desviaban y bloqueaban las maldiciones más suaves, pero Harry no estaba seguro de que aquello funcionase también con una buena Maldición de Expulsión de Entrañas como la que había visto en el libro que Hermione le regaló en verano. Los miembros del EH parecían lo suficientemente entusiasmados como para intentarlo. Al menos, esa fue la impresión que Harry tuvo al ver sus rostros congestionados y brillantes después de aprender una Maldición de Ceguera de efectos inmediatos. Neville fue el primero en lograr que tuviera efecto sin pronunciarla en voz alta, e incluso el pequeño Dennis Creevey, que, con catorce años, ya no era tan pequeño, consiguió después de varias semanas desarmar a su hermano Colin con un Expelliarmus no verbal. Por su parte, Ginny hizo las veces de profesora en una tarde memorable durante la cual les enseñó su Hechizo Mocomurciélago. A las nueve de la noche, todos salieron de la Sala de los Menesteres cubiertos de babas pero con un nuevo encantamiento en la mochila y la perspectiva de pasar otra tarde movidita intentando hacerlo de forma no verbal. Los entrenamientos de Quidditch, sin embargo, no eran tan satisfactorios como las

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reuniones del EH, probablemente porque la constante presencia de McLaggen les tenía a todos al borde del ataque de furia. McGonagall les obligaba a entrenar a los cuatro equipos a la vez, y McLaggen se empeñaba en entrenarlos a todos ellos, de forma que, si ya era difícil intentar que los otros equipos no tuvieran una imagen demasiado nítida de sus estrategias, McLaggen hacía todo lo posible porque los cuatro equipos tuvieran exactamente la misma estrategia. Si se salía con la suya, iba a ser el campeonato de Quidditch más aburrido de la historia de Hogwarts. Ginny consiguió evitar que Harry atacase a un profesor (por segunda vez en su vida) lanzándole un Mocomurciélago no verbal a McLaggen durante un entrenamiento en el que estuvo especialmente insoportable. Afortunadamente, McLaggen no era precisamente el profesor más avispado del castillo y no pareció comprender exactamente qué le había pasado, y la señora Hooch tampoco, o, al menos, no dijo absolutamente nada al respecto, aunque Harry creyó ver por un instante los ojos amarillos de la profesora de vuelo brillando de regocijo. Se volvió para darle las gracias a Ginny por su intervención, pero en ese momento la vio riéndose de su broma junto a Dean Thomas, y la sonrisa se congeló en su rostro. Malhumorado, y más aún al comprender que había tenido razón al pensar que no debía darle a Dean un puesto en el equipo, Harry dio por finalizado el entrenamiento y se marchó del estadio ignorando las quejas de sus compañeros de equipo, la reprimenda de McLaggen por no trabajar por el bien del equipo y la advertencia de la señora Hooch de que no tenía permiso para volver a solas al castillo. Sabía que tendría que haber continuado entrenado hasta el final, y más aún teniendo en cuenta que era el último entrenamiento antes del primer partido de la temporada; pero en ese momento el enfrentamiento contra Slytherin le preocupaba tan poco que, si de él dependiera, directamente no se habría presentado en el campo. Resultaba curioso ver cómo toda la determinación que había adquirido en las últimas semanas, la mirada fija en su objetivo y la decisión de no hacer nada que pudiera apartarle de él o

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incluso que no le sirviese para acercarle más a él, se tambaleaban en cuanto ella se cruzaba en su camino. Cada vez que hablaba con Ginny, o que simplemente la veía, sentía el impulso de mandarlo todo al cuerno y decirle que, por volver con ella, sería capaz de tatuarse aquel Colacuerno Húngaro en el pecho. No lo hacía porque, por mucho que le pesara, sabía que su decisión había sido la correcta. Y también porque no tenía la menor intención de tatuarse un dragón en el abdomen, aunque, para ser sincero, no creía que Ginny deseara sinceramente que lo hiciera. Pero los entrenamientos de Quidditch, e incluso las reuniones del EH, se estaban convirtiendo en una tortura, su determinación en conflicto permanente con el deseo de partirle la nariz a Dean al más puro estilo muggle y abrazar a Ginny al más puro estilo... Harry. Y Ron y Hermione tampoco eran una ayuda en ese sentido. Conforme aumentaba su conflicto interno, se hacía más y más consciente de los pequeños gestos de cariño y familiaridad que se dedicaban el uno al otro. Era cierto que los tres eran una unidad, eran amigos y tenían el mismo objetivo; sin embargo, la sensación de estar apartado del mundo que le sobrevino cuando conoció el contenido de la profecía de la profesora Trelawney se intensificaba cada vez que se daba cuenta de que Ron y Hermione formaban un grupo más pequeño dentro de su pequeño grupo de tres personas. Harry sabía que ellos no pretendían excluirle, pero él mismo se excluía cuando comprendía que no pintaba nada entre ellos dos. Y era en esos momentos en los que su añoranza de Ginny se hacía más aguda y más dolorosa. Con ese estado de ánimo despertó el último sábado de noviembre. Después de semanas enteras de nubes y lluvia, amaneció un día frío y radiante, uno de esos días en los que el sol no calienta y la hierba permanece húmeda de escarcha durante todo el día. Desganado, Harry se levantó y se puso directamente la túnica escarlata de Quidditch, y después sacudió a Ron y a Dean (a este último un poco más violentamente) para que despertasen: tenía intención de aprovechar la mañana para entrenar un poco antes del partido, ya que les había fallado tan estrepitosamente en el

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último entrenamiento. Si perdían contra Slytherin, los remordimientos le confundirían la mente aún más, de modo que despertó a Ron y a Dean y bajó a la Sala Común a ver si encontraba al resto del equipo. Envió a Ginny a buscar a Demelza, y él mismo subió a los dormitorios de cuarto y quinto a avisar a Jimmy y a Ritchie. No había pedido permiso para llevar a su equipo a solas al campo tan temprano, pero supuso, y tenía razón, que la señora Hooch ya estaría allí comprobando las pelotas y los postes de gol. Pero no pudieron entrenar mucho tiempo: apenas habían lanzado la quaffle un par de veces cuando comenzaron a llegar alumnos procedentes del Gran Comedor. Las gradas se llenaron rápidamente, y la señora Hooch los obligó a bajar y a meterse en el vestuario sin que Peakes y Coote hubieran golpeado la bludger una sola vez. — Bueno — dijo Harry, sentándose en uno de los bancos del vestuario y levantando la mirada hacia sus seis compañeros de equipo. — ¿Vas a soltarnos un discurso, Harry? — preguntó Dean, sentándose a su vez —. ¿No crees que, en lugar de arengas, deberíamos haber entrenado un poco más cuando teníamos tiempo? — Cállate, Dean — exclamó Ron, con el ceño fruncido —. Al fin y al cabo, si tenemos oportunidad de jugar al Quidditch este curso es gracias a Harry, ¿no? ¿Qué importa que hayamos entrenado media hora menos que Slytherin? — No, no voy a soltaros un discurso — contestó Harry, mordiéndose la lengua para no decirle a Dean cosas de las que después podría arrepentirse —. Slytherin no tiene ni un solo jugador que haya jugado más de tres partidos. Todos vosotros habéis jugado en este equipo alguna vez. Ron y Ginny llevan dos temporadas, Jimmy, Ritchie y Demelza una, y tú, Dean, jugaste dos partidos el año pasado, así que ninguno es un novato. Yo llevo con ésta siete temporadas jugando al Quidditch, y os aseguro que los partidos no se ganan con discursitos. Aunque deberíais haber oído algunos de los de Oliver Wood: te entraban ganas de ganar el campeonato sólo por no oírle más tiempo. De cualquier modo — añadió, subiendo el volumen de su voz para hacerse oír por

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encima de las risitas apagadas —, todos vosotros sabéis lo que tenéis que hacer. No necesitáis que yo os lo diga. Así que salid ahí fuera y a por ellos, chicos. No hay más mensajes. Entre risas, el equipo de Gryffindor volvió a salir al campo, donde les recibió una ovación mezclada con los silbidos provenientes del otro extremo del estadio, en el que predominaba el color verde en las ropas del público. Los gritos de ánimo eran mucho más fuertes que los de desprecio; de cualquier forma, ya estaban acostumbrados a los insultos cuando se trataba de jugar contra Slytherin, de modo que aquello no les afectó en absoluto. Harry se acercó al centro del campo, donde le esperaban la señora Hooch y Robert Urquhart, vestido con una túnica de un brillante color esmeralda. Pese al aborrecimiento innato que se profesaban, el apretón de manos que Harry y él se dieron antes de comenzar el partido no estuvo exento de una cierta complicidad: ambos habían sabido ponerse de acuerdo en una cosa: que, pasara lo que pasase, querían seguir jugando al Quidditch. Al menos, ninguno de los dos intentó romperle todos los huesos de la mano al otro. — Uno... dos... tres... La señora Hooch tocó el silbato y los catorce jugadores se elevaron de la hierba húmeda hacia el azul helado del cielo otoñal. Harry dio unas cuantas vueltas al campo, observando el partido un poco apartado, con una leve sonrisa en el rostro: era evidente que Urquhart, al igual que los anteriores capitanes de Slytherin, no había sabido elegir bien a sus jugadores. Vaisey y Warrington, los cazadores, eran grandes, torpes y de aspecto simiesco, y apenas podían hacer nada frente a la agilidad con que se movían Ginny, Demelza y Dean; era Urquhart el único que les ponía en un aprieto de vez en cuando. En cuanto a los nuevos golpeadores, Urquhart había elegido a dos moles para sustituir a Crabbe y a Goyle, que, al igual que ellos, tenían todo el aspecto de no distinguir las bludgers de sus propias cabezas. Harry esperaba que en algún momento de la mañana alguno de ellos se diera un batazo en la frente. Si es que Coote y Peakes les daban opción a acercarse alguna vez a una de las bludgers, porque ambos parecían estar en todas partes. Hasta

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Zacharias Smith, que comentaba el partido por el megáfono mágico, tuvo que admitir de mala gana que ambos habían mejorado tanto que empezaban a parecerse a los gemelos Weasley encima de sus escobas. — Por lo demás, el capitán buscador del equipo de Gryffindor ha hecho pocos cambios este curso — dijo Smith —. Ha sustituido a Bell por Thomas, que el año pasado ya sustituyó a la cazadora cuando ésta tuvo un... contratiempo. Harry chasqueó la lengua. Él no llamaría precisamente "contratiempo" a un intento de asesinato, pero siempre había sabido que Smith tenía un problema con el léxico, de modo que no era extraño. Pronto se hicieron evidentes dos cosas: la primera, que a menos que aquel fuera el día de suerte de Harper, el buscador de Slytherin, Gryffindor iba a ganar por un margen espectacular; la segunda, que el pequeño encontronazo que Smith tuvo con Ginny el año anterior había tenido sus consecuencias. Zacharias Smith no mencionó en ningún momento la afinidad que unía a los Weasley con el capitán de Gryffindor, y ni siquiera hizo comentario alguno cuando Ron falló una parada y dejó que Urquhart se metiera por uno de los aros de gol agarrando la quaffle. Tampoco habría importado demasiado que lo dijera: Ron hizo un buen partido en conjunto, y los cazadores de Slytherin apenas pudieron marcarle tres goles en la primera hora de juego. Gryffindor ganaba doscientos noventa a treinta, y, reticentemente, Smith tuvo que admitir que aquel era uno de los mejores equipos que Hogwarts había visto en muchos años. Ritchie y Jimmy no daban tregua a los jugadores de Slytherin; de hecho, la señora Hooch tuvo que parar un par de veces el juego para devolverle la consciencia a Warrington y a Lindsey, uno de los golpeadores, después de acabar desmontados de sus escobas por un violento golpe de bludger. Afortunadamente, ninguno de ellos recibió una herida lo suficientemente grave como para ser retirados del campo de juego. Y, en las escasas ocasiones en las que los jugadores de Slytherin conseguían eludir las bludgers, allí estaban Demelza, Dean y Ginny para arrebatarles la quaffle. Y,

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en última instancia, Ron permanecía delante de los aros de gol, prácticamente infranqueable. Casi daba la sensación de que todos ellos habían desayunado Felix Felicis con los cereales, en lugar de leche. Volando por encima del desarrollo del juego, Harry tuvo que felicitarse a sí mismo por su propia selección de los jugadores. Ginny, Demelza y Dean se compenetraban tan bien que no necesitaban ni mirarse para saber los movimientos que cada uno de ellos hacía por el campo. Harry tuvo una fugaz visión del último partido que había visto en el que los cazadores estuvieran tan compenetrados: la final de los Mundiales de Quidditch, en la que los cazadores de Irlanda le habían dejado con la boca abierta. Así era como estaban jugando aquel día sus propios cazadores, y Harry parpadeó al imaginar que, quizá, él podría aspirar a emular algún día a Viktor Krum, el mejor buscador que había visto en su vida. Y bueno, pensó, el mismo Krum me dijo que yo volaba muy bien... Miró por el rabillo del ojo y vio a Harper marcándole de cerca. En ese momento decidió comprobar una cosa que había deseado hacer desde que vio a Krum en aquella final. Sin dar muestras de ser consciente de la mirada atenta de Harper, fingió concentrarse en un punto justo debajo del poste central que guardaba Ron, y, dándole una orden mental a su Saeta de Fuego, se zambulló en el aire a toda velocidad en dirección al suelo. Por el griterío que acompañó su bajada en picado, Harper debía haberse lanzado detrás de él. Harry contuvo una sonrisa complacida y fijó su mirada en el suelo, que se acercaba tan rápidamente que, por un instante, dudó de sí mismo. Haciendo un esfuerzo por no caer en la tentación de enderezarse, continuó acelerando hacia la hierba y la base del poste de gol. Comprobó que Harper seguía a su estela: había conseguido engañarle. En el último segundo, Harry tiró del mango de la Saeta de Fuego hacia arriba y logró enderezar la escoba, rozando la hierba con la puntera de las botas y esquivando por un milímetro el poste de gol. Desde las gradas se elevó un bramido ensordecedor y Harry oyó con total nitidez un golpe

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sordo a su espalda: Harper se había estrellado contra el suelo. Se elevó en espiral alrededor del poste de gol, aprovechando, como Krum le había enseñado, para buscar la snitch sin la interferencia de otros jugadores. Al pasar a su lado, Ron le dio una breve palmada de felicitación en el hombro; ambos habían hablado mucho y largamente del Amago de Wronsky, pero Harry nunca se había atrevido a hacerlo hasta aquel día. Y había dado resultado: el júbilo feroz que sentía en el estómago le hizo perder la orientación unos instantes, tan fuerte era la sensación de felicidad que experimentaba. — Y Potter acaba de demostrarnos a todos que lo que hizo hace tres años con el Colacuerno Húngaro no fue una casualidad... Es la primera vez que tenemos la oportunidad de ver esa jugada en Hogwarts, y creo que no me equivoco al asegurar que se hablará de ella durante muchos años. Harry sonrió ampliamente mientras daba otra vuelta al campo en busca de la snitch. Escuchar aquello de Zacharias Smith era incluso mejor que escucharlo de Ron, o de Hermione... Oír cómo un enemigo te alaba es algo realmente dulce, y Harry lo comprendió en aquel momento, mientras Harper montaba de nuevo en su escoba y se elevaba en el aire. — Gryffindor gana trescientos veinte a cincuenta, y parece que esa distancia puede aumentarse aún más... Ahí va Demelza Robins con la quaffle, la pasa a Ginny Weasley, Weasley esquiva a Vaisey y la pasa a Thomas, Thomas... uys, Lindsey le golpea con una bludger, Thomas deja caer la quaffle, pero Robins la recupera para Gryffindor... Tienen que salir desde atrás, atención que esto parece una jugada ensayada de los cazadores de Gryffindor, Robins triangula con Thomas, Thomas para Weasley, Weasley amaga y se la devuelve a Thomas, Thomas regatea a Bletchley, parece que va a lanzaaar... no, en el último instante se la devuelve a Weasley, y Ginny Weasley marca el gol número treinta y tres del equipo de Gryffindor, vaya jugada de Weasley y Thomas... Harry soltó un grito de júbilo al ver, por fin, un Giro con Derrape realizado como Dios

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manda; tres años les había costado dominar aquella jugada, y, finalmente, alguien había conseguido... La sonrisa se le congeló en los labios, y por un instante le dio la impresión de que todo el estadio se había quedado en silencio. Delante de él, a cámara lenta, la escena pareció durar horas, años, eones. Ginny se lanzó sobre Dean y lo abrazó, con una sonrisa radiante, feliz. Harry se atragantó, perdió el equilibrio y estuvo a punto de caerse de la escoba. Ginny y Dean. Ginny y Dean. Dio media vuelta en el aire y se dirigió hacia el otro extremo del campo a toda prisa, ardiendo de rabia, con las entrañas heladas de desilusión, y su viejo conocido, el monstruo escamoso de los celos, rugiendo y desgarrándole las entrañas. Un insecto le golpeó la cabeza y, a la velocidad que iba, le ladeó las gafas y le dejó prácticamente ciego; aunque la furia ya hacía que las sienes le latieran dolorosamente, la sangre agolpada en sus oídos le impedía oír nada y, en realidad, no quería ver, oír ni pensar, hizo un movimento reflejo para espantar al molesto moscardón. Su mano se cerró sobre la pequeña snitch alada. Miró hacia abajo, sin comprender, con la mente todavía fija en el abrazo que acababa de contemplar. El abrazo de Ginny a Dean. La rabia amenazó con asfixiarlo; se llevó la mano a la garganta para aflojarse el cordón de la túnica, y volvió a mirarse la mano, intentando averiguar qué demonios hacía aquella pelota con alas entre sus dedos. Poco a poco, entre la niebla roja que llenaba su cerebro, se dio cuenta de que acababa de coger la snitch, de que acababa de dar por finalizado el partido, y, lo que era más importante, de que ya podía marcharse de allí. Aterrizó sin dirigir una mirada a las gradas, donde los seguidores de Gryffindor probablemente estaban saltando al campo, a juzgar por el escándalo que armaban. Esquivó a Demelza y a Ron, que se habían lanzado hacia él para celebrar la victoria, y se escabulló también de Coote y Peakes, que se acercaban con la intención de mantearlo claramente dibujada en la cara.

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Sin una palabra, devolvió la forcejeante snitch a la señora Hooch, se echó la Saeta de Fuego al hombro y se dirigió a la salida del estadio. — ¡Harry, hemos ganado! — gritó alguien a su espalda, siguiéndolo mientras salía a los terrenos desiertos, bañados por el sol —. ¡Hemos ganado! ¡Cuatrocientos ochenta a cincuenta! ¡Eso casi nos garantiza ganar el campeo...! Pero... ¿Qué te pasa? Harry siguió caminando sin detenerse ni desviar la mirada de la lejana puerta del castillo, hacia la que tenía toda la intención de llegar sin hablar con nadie. Y menos con ella. — Déjame en paz, Ginny — le espetó, sin mirarla, y apretó el paso. En lugar de quedarse atrás, Ginny corrió para alcanzarlo y aferró su brazo para obligarle a detenerse. — Harry, ¿qué ocurre? — preguntó, con expresión preocupada —. ¿Estás bien? En su imaginación, Harry se zafó de su mano bruscamente, la miró con furia, con desprecio, y se alejó de ella. Pero en realidad no fue así; al acercarse a ella, en su mente se vio apartando su mano rudamente. Cuando inclinó la cabeza creyó oirse a sí mismo diciéndole que no quería volver a verla, y, mientras creía estar alejándose de su lado, la besó. No supo si por la sorpresa o por otra razón, pero Ginny no rechazó su beso. Temblando de rabia, de celos y de amor, Harry dejó caer la escoba y tomó el rostro de Ginny entre las manos, sin dejar de besarla. Con un suspiro, Ginny se apretó contra él, y le aferró los antebrazos con las manos, y Harry notó cómo la cabeza le daba vueltas, como si, al igual que en la boda de Bill y Fleur, hubiera bebido demasiado vino. El olor de las flores y el sabor de las lágrimas, no sabía de cuál de los dos, estuvieron a punto de hacerle perder la cabeza. Se apartó de ella, tembloroso, y abrió los ojos para mirarla. Ginny tenía los ojos clavados en los suyos, surcados de lágrimas. Se apartó un mechón de pelo rojo de la cara. — ¿Por qué? — susurró —. ¿Por qué, Harry? Harry negó con la cabeza, cerrando los ojos de nuevo para no verla, porque sabía que, si la miraba en ese preciso instante, lo mandaría todo al cuerno y volvería a besarla. Y no dejaría de

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besarla durante el resto de su vida. — Vete — dijo, bajando la cabeza y mirando al suelo —. Vete, Ginny. Vuelve con Dean. Al fin y al cabo, es lo que estás deseando, ¿verdad? Se agachó, cogió la Saeta de Fuego y giró sobre sí mismo, dándole la espalda. — ¿D—Dean? — balbució Ginny, y volvió a agarrarle la manga de la túnica. Harry cerró los ojos, respiró profundamente y se dio la vuelta. — Te he visto — dijo, cortante, y ordenó a su cerebro que se centrase en el enojo que sentía, porque esa furia era la única defensa que tenía contra la atracción que sentía por Ginny, y que crecía a cada momento que pasaba allí —. Te he visto — repitió —. Abrazándole. Te ha faltado comértelo con los ojos, bueno, o comértelo directamente, pero claro, había demasiada gente delante, ¿verdad? El rostro de Ginny estaba empapado por las lágrimas, pero Harry pudo ver cómo sus ojos empezaban a emitir un brillo peligroso. — ¡Pero cómo te atreves! — gritó, y su cara enrojeció violentamente —. ¡Cómo te atreves a echarme nada en cara! ¡Te recuerdo que fuiste tú el que me dejó, y ahora puedo hacer lo que me dé la gana! Y, además, ¿quién ha sido el que me ha besado? ¡Tú! ¡No soy yo la que voy comiéndome a la gente delante de todo el mundo, Harry! Temblando de furia, Ginny señaló hacia la puerta del estadio. Lentamente, Harry desvió la mirada hacia su izquierda. Allí, paralizados, observándolos con tanto interés como si siguiera en juego el partido, había al menos un centenar de alumnos. Conteniendo una maldición, Harry agarró a Ginny por la muñeca y la arrastró hasta la puerta de los vestuarios. La abrió de un empujón y entró, obligando a Ginny a entrar detrás de él. Jimmy y Ritchie salieron antes de que la puerta se cerrase de nuevo: Ron, a medio vestir, miró a Harry, miró a Ginny, cogió la túnica del banco y salió corriendo, vestido sólo con los calzoncillos y las botas de Quidditch. En cualquier otro momento, Harry habría soltado una carcajada al

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imaginar la cara de Ron al encontrarse fuera a la mitad del colegio, con la mirada fija en la puerta del vestuario. Pero en ese momento no tenía precisamente ganas de reír. — Harry — dijo Ginny, obligándole a darse la vuelta y mirarla —. Harry, escúchame. Tienes que acabar con esto. Tienes que... que... — se limpió el rostro con la manga de la túnica y lo miró, desafiante —. Tú me quieres. Harry volvió a negar con la cabeza. — No — dijo —. No, Ginny. No te quiero. Vuelve con Dean —. Respiró profundamente —. Es lo mejor que puedes hacer. Ginny lo miró fijamente, sin hacer caso de las lágrimas que caían de sus ojos, recorriéndole las mejillas. — No podría — musitó tristemente, y alargó una mano temblorosa para posarla sobre su brazo —. No podría volver con Dean, queriéndote como te quiero, Harry. Harry cerró los ojos. — Por favor, Ginny — susurró —. No me hagas esto. Ginny vaciló un instante, y después, lentamente, apartó la mano. — Tú me quieres — repitió, con voz firme. Harry abrió los ojos: Ginny tenía los ojos clavados en él, el ceño fruncido, los labios apretados —. No hace falta que digas nada: ya has dicho suficiente. Demasiado, diría yo —. Se dirigió hacia la puerta y cogió el pomo, pero, antes de abrirla, se volvió hacia él —. No voy a volver con Dean, Harry. No voy a volver con nadie. No pienso renunciar a ti. Esperaré — añadió, con una sonrisa triste —. Te estaré esperando. Ya sabes dónde estoy. Abrió la puerta y salió, dejando que la hoja de madera oscilase y se cerrara de golpe tras ella.

Horas después, Harry seguía allí sentado, en el banco del vestuario desierto, con la túnica todavía

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húmeda de sudor y helado de frío, la mirada fija en sus propias botas. Por la ventana entreabierta se colaba el viento desagradable de noviembre, y a través del cristal se veían las ramas de los árboles del Bosque Prohibido, agitándose violentamente. Hacía un día frío, desapacible, un reflejo perfecto de cómo se sentía Harry en esos momentos. El sol brillante que luchaba sin éxito con el frío del ambiente y el fuerte viento imitaban el conflicto interno de Harry, la seguridad de que tenía que mantener su decisión, que era la decisión correcta; la urgencia por salir corriendo detrás de Ginny, buscarla por todo el castillo y no volver a separarse de ella; y el miedo ante la posibilidad de que, hiciera lo que hiciese, Voldemort descubriera de todos modos lo que Ginny significaba para él y volviera a utilizarla para atraerlo hacia una nueva trampa. Harto de estar allí, harto de autocompadecerse y harto de su vida entera, Harry se levantó de golpe, cogió la Saeta de Fuego (que había quedado olvidada horas atrás junto a la puerta) y salió al exterior, donde el sol hacía equilibrios sobre las montañas que rodeaban Hogwarts, despidiéndose del castillo hasta la mañana siguiente. El último rayo de sol caía sobre la cabaña de Hagrid; en ese mismo momento, Harry vio al semigigante saliendo de la choza. Su enorme y desgreñada figura se encaminó al castillo, probablemente para asistir a la cena. Harry giró sobre sus talones y se dirigió en dirección contraria. Aunque había llegado a aborrecerse a sí mismo después de todo el día en compañía de su propia confusión mental, no tenía ganas de hablar con nadie, y, pese a no haber comido nada en todo el día, por nada del mundo querría tener que cenar en el Gran Comedor con todos sus compañeros. Caminó por el amplio sendero que se alejaba de Hogwarts, sin hacer caso de la vocecilla que le recordaba que no podía estar allí, a solas en los terrenos, y mucho menos cuando se estaba haciendo de noche tan rápidamente. En ese instante lo que dijera McGonagall le traía al pairo. Las largas horas a solas habían enfriado su cuerpo, y habían tenido el mismo efecto sobre su ánimo: la rabia y los celos se habían apagado, y habían dejado sólo un pánico que le helaba la sangre en las venas. Tenía miedo de no ser capaz de mantener su decisión, de no ser capaz de

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mantenerse alejado de Ginny, de no ser capaz tampoco de acercarse a ella por miedo a lo que pudiera pasarle, y, más intenso que cualquier otro miedo, sentía terror ante la posibilidad, que a cada momento le parecía más factible, de que nada de todo aquello sirviera para nada: de que Voldemort supiera todo lo que estaba sintiendo, de que pudiera hacerle daño a Ginny para acercarse a él, o simplemente para hacerle daño. Y lo peor era que Harry temía que ya no tuviera remedio. Hacía ya más de un año que Lord Voldemort le había vedado el acceso a sus pensamientos, pero aún así tenía la marcada sensación de que ya sabía en qué se había convertido la niña a la que engañó años atrás para atraerle hasta la Cámara de los Secretos. Que, al igual que lo había sabido de Sirius, conocía el hecho irrefutable de que Ginny era una de las pocas personas por las que Harry arriesgaría la vida. Y, si aquello era cierto, si Voldemort sabía lo que Ginny significaba para él, ¿para qué seguir sufriendo, para qué ese eterno conflicto interior? ¿Por qué no ir a buscarla y aceptar lo que ambos sabían que era inevitable: que se querían, y que cuando no estaban juntos la vida no tenía ningún aliciente, ningún sentido? Mientras bordeaba el Bosque Prohibido, observando cómo se acercaban las altas columnas coronadas por los dos cerdos alados que señalaban el territorio de Hogwarts, se respondió a sí mismo: siempre cabía la posibilidad de que Voldemort no hubiera oído hablar de su relación con Ginny, y era mejor no tentar a la suerte. Y, además, si cedía a sus deseos, volvía con ella y no se separaban más de lo estrictamente necesario, Ginny podía correr peligro independientemente de lo que Voldemort supiera de ella. En cualquier momento Harry podía encontrarse frente a frente con el Señor Tenebroso, por un descuido, o por volver a caer en una trampa a pesar del cuidado que se había prometido a sí mismo que iba a tener de no hacerlo. Y, si Ginny estaba a su lado, ella correría el mismo peligro que él. Ya era bastante malo el sentimiento de culpabilidad que tenía cada vez que pensaba en lo que ocurriría si Voldemort lo encontraba cuando Ron y Hermione estuvieran con él, algo bastante

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probable, porque, excepto en los escasos e infrecuentes momentos en los que Ron y Hermione se "perdían" (o, como en aquel momento, era él el que se "perdía"), siempre había uno de ellos junto a él, si no los dos. Prefería hacerle daño a Ginny, y hacérselo a sí mismo, antes que soportar el dolor, el horror, de ver a Ginny herida o algo peor por estar allí en el momento más inoportuno. Un fuerte crujido le sacó de su ensimismamiento. Sacudió la cabeza y se detuvo, alerta, con los sentidos aguzados, en un intento de escuchar alguno más. De pronto todo pensamiento acerca del peligro en el que podía poner a Ginny, a Ron y a Hermione se evaporó de su cerebro, al darse cuenta de que estaba solo, era de noche y se encontraba exactamente en el mismo lugar en el que estuvo la última vez que corrió peligro de verdad: a escasos metros de la puerta de hierro y del fin de la protección de Hogwarts, donde vio, y luchó, por primera y última vez con Severus Snape. Miró en todas las direcciones, esperando ver salir de algún escondrijo a alguno de los aurores del Ministerio, que estuviera vigilándolo, que fuese el causante del crujido que había oído un instante antes. Al cabo de un minuto comprendió que allí no había ningún auror, pese a lo que había dicho McGonagall en el discurso de bienvenida. El sonido había sido, si su oído no le había engañado, una Aparición o una Desaparición. Pero ¿habría sido el auror que debía estar allí de guardia el que se había Desaparecido, o Harry se estaba encaminando al encuentro de otra persona que acababa de Aparecerse al otro lado de la puerta, quizá con peores intenciones? Dejó caer la Saeta de Fuego y sacó la varita, que afortunadamente siempre llevaba encima, pendiente del peligro que sabía que corría la mayor parte del tiempo. Cauteloso, se acercó a la puerta de hierro, con el oído atento en busca de cualquier sonido distinto del rugido del viento y el crujir de las ramas de los árboles. Y, al principio, creyó que sólo era eso: el movimiento de las hojas y las ramas, que se sacudían violentamente. Al cabo de unos minutos comprendió que aquel gemido no lo producía el viento. La voz que oía era una voz humana, una voz dolorida, una voz que apenas era audible pero que se

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distinguía nítidamente, una vez oída, del susurro del viento entre las hojas. Con el corazón latiéndole fuertemente en el pecho, Harry se asomó entre los barrotes de la puerta y miró al otro lado, a la carretera que llevaba a Hogsmeade. En la penumbra del anochecer, apenas era capaz de distinguir nada; sin embargo, a la débil luz que todavía proyectaba el tenue rastro del sol desaparecido tras las montañas pudo distinguir un bulto en el camino. Parecía una roca que se hubiera desprendido de la ladera de la colina, si no fuera porque la colina más cercana estaba demasiado lejos para que una roca llegase hasta allí, y porque las rocas no gemían ni se agitaban, como aquel bulto estaba haciendo en ese momento. Se le cayó el alma a los pies. Ahí fuera había un hombre, y estaba herido, quizás moribundo. Probablemente, se trataba del auror que debía montar guardia allí, en la puerta de Hogwarts. Y allí no había nadie más que él para ayudarle. Sabiendo que quizá estaba cometiendo una imprudencia, que el que hubiera atacado a aquel auror (porque un auror no se queda tirado en el suelo gimiendo porque sí) podía estar todavía por allí, acechando en la penumbra del anochecer, Harry tiró de la puerta, frenético, intentando abrirla. La puerta no se movió. Idiota, McGonagall la habrá cerrado con un hechizo, como Dumbledore hizo el año pasado, se dijo. Se obligó a tranquilizarse y a separarse de la verja, y la escudriñó, sin saber muy bien qué hacer. ¿Qué había hecho Snape el año anterior para abrirla, cuando fue a buscarlo a él a principio de curso? Harry frunció el ceño, tratando de recordar. Lo único que había visto era que golpeaba la cerradura con la varita, pero no sabía si había pronunciado algún hechizo, o lo había hecho de forma no verbal. Golpeó la cadena que cerraba la puerta con la varita, pero no sucedió nada. Desesperado, volvió a golpearla. — ¡Alohomora!

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No sucedió nada. El hombre gimió de nuevo, más débilmente. Harry creyó oír que intentaba pronunciar algo, pero su voz se ahogó y volvió a quedar en silencio. Harry comprendió que se le acababa el tiempo. Miró fijamente la cerradura de la puerta, apuntó con la varita y pensó: Ábrete. Y, contra todo pronóstico, la puerta se abrió. Harry no se paró a pensar en lo extraño que era todo aquello; empujó la puerta, que se abrió con un chirrido, y se lanzó hacia el hombre, que volvió a gemir. Se arrodilló a su lado y observó la figura tumbada. Vestía una túnica de un color indefinido, oscuro, desgarrada en algunos lugares y manchada en otros de algo que bien podría ser sangre. Harry miró su rostro, para ver si estaba o no consciente, y ahogó una exclamación. Era Draco Malfoy.

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— CAPÍTULO 16 — Draco

— ¡Malfoy! Draco Malfoy volvió a gemir. Ese fue el momento que aprovechó la luna para salir e iluminar a Harry, inclinado sobre él. Aturdido, se sentó sobre sus tobillos, sin dejar de mirar a Malfoy. Al apartarse un poco la luz plateada de la luna cayó sobre el cuerpo que yacía en mitad del camino, y Harry pudo ver que estaba totalmente cubierto de sangre. — ¡Malfoy! — volvió a exclamar, en esta ocasión más asustado que asombrado. Malfoy estaba tan manchado de sangre como la vez que Harry le atacó con la maldición Sectumsempra. Harry le palpó el pecho: no notó ninguna herida, pero tampoco se atrevió a insistir mucho para no hacerle más daño del que ya debían haberle hecho.

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— Tengo que sacarte de aquí — murmuró, levantando la cabeza, como si esperase ver a alguien materializarse frente a él —. Tengo que llevarte al colegio... Era evidente que alguien había atacado a Malfoy, y, a juzgar por su estado, su atacante no era el que se había llevado la peor parte. Malfoy se había Aparecido allí, probablemente utilizando sus últimas energías, y Harry creía adivinar por qué: si era un mortífago el que le había hecho aquello, o el mismo Voldemort (aunque dudaba que Voldemort se molestase en levantar su varita contra Malfoy), habría acudido al lugar donde creía más probable que le dieran protección frente a ellos: Hogwarts. Y el o los mortífagos que le habían atacado podían haberse dado cuenta de lo mismo. Podían aparecer por allí en cualquier momento. — Malfoy... — dijo, inclinándose sobre él —. Malfoy, ¿me oyes? Tenemos que irnos de aquí... Malfoy se agitó como si estuviera en mitad de una pesadilla, y musitó algo. — ¿Qué? — preguntó Harry estúpidamente, acercando el oído al rostro de Malfoy —. Mira, tenemos que... — La... ser... — susurró Malfoy débilmente. Harry se quedó desconcertado. — ¿Laser? — preguntó —. ¿Un laser? ¿Cómo...? ¿Habría tenido Malfoy algún problema con un muggle? ¿Cómo, si no, lo iban a haber atacado con un laser? Pero aquello no tenía sentido... ¿Cómo, en primer lugar, iba Malfoy a tener nada que ver con un muggle? ¿Y con un muggle con un laser, para más señas? Era absurdo, pero en ese momento no tenía tiempo para intentar desentrañar aquel misterio. Si no había sido un muggle con un laser, estaban en pleno camino, fuera de la zona de influencia de la protección de Hogwarts, de noche y a punto de ser localizados por alguien que había querido matar a Draco Malfoy. Cogió el brazo de Malfoy y tironeó de él, en un vano intento de levantarlo del suelo. Malfoy se agitó.

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— La... la serpiente — murmuró con voz débil —. La... serpiente... La cabeza de Malfoy cayó hacia un lado, y se quedó inmóvil. Era evidente que acababa de perder el conocimiento. — Joder — susurró Harry, impresionado. Ahí estaba una de las personas a las que más había odiado en su vida, herida, inconsciente, obviamente en peligro y totalmente dependiente de él. Y acababa de decir algo que, para Harry, demostraba sin lugar a dudas que sus atacantes, fueran quienes fuesen, habían sido seguidores de Lord Voldemort. Unos atacantes que podían presentarse allí un segundo después. Se levantó rápidamente y cogió la varita del suelo, donde la había dejado caer al inclinarse sobre Malfoy. — ¡Wingardium leviosa! — musitó, sin siquiera sonreír al haber conseguido realizar un conjuro de aparición no verbal a la primera. El cuerpo inconsciente de Malfoy levitó sobre el suelo, en posición horizontal. Harry añadió otro giro de muñeca y Malfoy comenzó a avanzar lentamente hacia la puerta. — Vamos... vamos... — susurró entre dientes, mirando a izquierda y derecha en busca de alguien que viniera a acabar el trabajo que había comenzado. Ambos, Malfoy y Harry, atravesaron la verja que daba acceso a Hogwarts. Dubitativo, Harry se volvió hacia la puerta, la apuntó con la varita y cerró de nuevo la cadena, con una breve mirada hacia Malfoy, que, pese a todo, seguía flotando en el aire. Echó otra breve mirada hacia la Saeta de Fuego, que yacía, desmayada, sobre la hierba, y dirigió los ojos al distante castillo.

— ¿Y dices que lo has encontrado fuera de los terrenos, Potter? — preguntó la señora Pomfrey, estudiando a Malfoy. Harry había conseguido llegar a la enfermería, después de media hora de luchar con el cuerpo inconsciente de Malfoy por todo el castillo, esquivando gente por los pasillos, haciendo

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esfuerzos por no golpear a Malfoy contra las paredes de los pasadizos secretos que tomaba como atajo para no ser visto. Después de abrir la puerta de un empujón, había conducido a Malfoy a una de las camas que estaba al fondo de la enfermería, ignorando el grito sobresaltado de la señora Pomfrey al verlo aparecer con un joven ensangrentado e inconsciente. Se apartó justo a tiempo antes de que la enfermera se abalanzase sobre Malfoy para ver si estaba vivo o muerto. — Sí — respondió Harry, pendiente de lo que la señora Pomfrey hacía con su antiguo compañero de estudios; la enfermera parecía limitarse a pasar la mano por encima de Malfoy, a centímetros de su cuerpo; sin embargo, Harry sabía por experiencia que, en realidad, estaba tratando de curarle. Al cabo de un par de minutos, la señora Pomfrey negó con la cabeza y, súbitamente, aferró el cuello de la túnica de Malfoy y, de un brusco tirón, la rasgó de arriba abajo. Contuvo una exclamación. Ante los ojos horrorizados de Harry surgió una imagen dantesca: el pecho de Malfoy presentaba un malsano color azulado, y, justo a la altura del esternón, una herida profunda e irregular, de donde todavía salía un lento y constante flujo de sangre, derramándose por su cuerpo y manchando las sábanas del lecho. La señora Pomfrey sacó su varita del bolsillo del pulcro delantal y la movió en círculo sobre la horrenda herida. La sangre pareció espesarse, y después, poco a poco, dejó de manar. Pero la herida siguió allí, abierta, la carne desgarrada latiendo ante sus ojos. Harry desvió la mirada, conteniendo las ganas de vomitar. — No puedo hacer más — dijo la señora Pomfrey en voz baja, apartando la varita con un gesto de pesar —. No sé qué habrá causado esa herida, pero no se cierra... Harry se encogió sobre sí mismo, más asustado aún que cuando había encontrado a Malfoy. Nunca había visto una herida o enfermedad que la señora Pomfrey no fuera capaz de curar. — ¿Se... se va a poner bien? — preguntó, vacilante. La señora Pomfrey sacudió la cabeza. — No lo sé, Potter — contestó, y se sentó en la silla que había junto a la cama de Malfoy

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—. Al menos hemos evitado que se desangre, pero, con esa herida abierta... No lo sé — repitió, pesarosa. Harry abrió la boca para protestar, pero en ese instante la puerta de la enfermería volvió a abrirse, y por ella entró, con paso enérgico, la profesora McGonagall. Se acercó a grandes zancadas a la cama de Malfoy. — ¡Potter! ¿Qué ha...? La señora Pomfrey me ha comunicado que has traído... ¡Malfoy! — exclamó, con los ojos desorbitados, observando la figura que yacía en la cama. Después, miró a Harry con los labios temblorosos —. ¿Qué ha pasado? ¿Cómo...? Conforme Harry iba desgranando la historia, la profesora McGonagall iba empalideciendo más y más. Para cuando le contó cómo había subido el cuerpo de Malfoy desde la puerta de Hogwarts hasta donde ahora se encontraba la boca de McGonagall era un fino trazo apretado que surcaba su rostro. Se volvió hacia la enfermera de la escuela. — Poppy, ¿no se puede hacer nada más? — preguntó. — No, Minerva — dijo la señora Pomfrey —. He cortado la hemorragia, pero no sé qué hacer para cerrar la herida... Y, sinceramente, tampoco me atrevo. Habrá que esperar a que despierte y nos diga qué o quién le hirió, porque sin saber la causa... A menos que lo llevemos a San Mungo, por supuesto — añadió. McGonagall permaneció en silencio unos segundos. — ¿Y dices — preguntó, pensativa — que, cuando lo encontraste, habló de una serpiente? — Sí, profesora — dijo Harry, observando el rostro de Malfoy, que había perdido el poco color que tenía y parecía más alargado y delgado que nunca. — Debe ser la serpiente de Quien—Vosotros—Sabéis... — dijo la profesora McGonagall —. Quizá estaba intentando huír de él, y la serpiente le sorprendió. — Pero no creo que esto sea obra de una serpiente, Minerva — contestó la señora Pomfrey, señalando el pecho herido de Malfoy —. Puedo cerrar un mordisco de serpiente al instante, pero

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esto... Aunque quizá tenga algún veneno que lo impida, no sé... — La herida que Nagini le hizo al señor Weasley hace dos años tampoco se cerraba, profesora McGonagall — dijo Harry —. ¿Se acuerda? Tuvo que estar en San Mungo una semana... — Sí, lo recuerdo — respondió McGonagall —. Pero... ¿tenía ese aspecto...? — señaló la herida abierta de Malfoy con un dedo tembloroso. Después, negó con la cabeza —. No sé... Supongo que es posible que la serpiente le sorprendiera cuando intentaba huír, pero creo que también debe haber sido víctima de algún maleficio. Si no, ¿por qué Poppy no consigue cerrar la herida? ¿Y por qué no despierta? — Está conmocionado, Minerva — dijo la señora Pomfrey, mirando a Malfoy con expresión de lástima —. Es posible que no sea la herida lo que lo mantenga inconsciente; vete tú a saber con qué se habrá tenido que enfrentar... — Bien — dijo McGonagall con firmeza, levantándose de la silla donde estaba sentada —. No voy a enviarlo a San Mungo; al menos, no por ahora. Intenta mantenerlo estable, Poppy. Lo dejaré a tu cuidado un tiempo. — Descuida, Minerva — respondió la señora Pomfrey. — Pero, profesora — protestó Harry —, si la señora Pomfrey ha dicho que no puede curarlo... — Para mí es evidente, Potter — dijo la profesora McGonagall con severidad —, que al señor Malfoy lo ha atacado un mortífago. Y, si eso es así, debe ser porque ha huído del lado de Quien—Tú—Sabes. Ha venido a Hogwarts por una razón: seguro que pensó en pedirnos su protección. Si lo envío a San Mungo, es posible que los mortífagos lo encuentren allí. — Profesora... — comenzó Harry, pero una mirada de la directora lo obligó a callar. — Tendrás que evitar que nadie lo vea, Poppy — añadió la profesora McGonagall —. No quiero que nadie de este colegio sepa lo que ha ocurrido, y mucho menos que Malfoy sigue aquí. El año pasado descubrimos que un alumno es capaz de traicionar a todo un colegio — dijo,

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mirando compasivamente a Malfoy —. A saber lo que le habrá costado lo que ocurrió aquella noche... Pero no quiero que haya ni una sola posibilidad de que vuelva a ocurrir lo mismo. Y eso también va por ti, Potter — añadió —. Ni una palabra de esto. — No, profesora — contestó Harry, sumiso, sabiendo que la profesora McGonagall sabía que Ron y Hermione no entraban en la promesa. — Hablaré con la Orden, a ver si conocen a algún Sanador discreto experto en Daños por Hechizos — musitó McGonagall —. Y preguntaré al profesor Slughorn si tiene raíz de asfódelo y... y ajenjo, creo. Sí. Y, sin decir nada más, se marchó de la enfermería. La señora Pomfrey dirigió a Harry una mirada inquieta y se levantó para acercarse a la cómoda que había contra la pared. Abrió uno de los cajones y sacó un pijama de color verde. — Creo que será mejor que tú también te vayas, Potter — dijo, volviendo hacia la cama de Malfoy —. Todavía llevas puesta la túnica de Quidditch... Debes estar helado, y sólo me faltaba tener que dejarte aquí unos días porque pilles una pulmonía. Harry asintió, apesadumbrado, echando una última mirada a Malfoy, cuyos labios se habían puesto de un color morado que no presagiaba nada bueno.

— ¿Y dijo que le había atacado la serpiente de Ya—Sabes—Quién? — preguntó Ron, con los ojos desorbitados. Harry soltó un suspiro de impaciencia. — Ya te lo he contado, Ron — dijo —. Lo único que dijo fue "la serpiente". Nada más. No dijo que fuera Nagini, ni que le hubiera atacado. — Pero fue la serpiente de Quien—Tú—Sabes, ¿verdad? — insistió Ron. — No lo sé, Ron. — Bueno — intervino Hermione, sentándose junto a Harry en la mesa más cercana al

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fuego de la Sala Común y dejando a un lado la Saeta de Fuego de Harry, que acababa de hacer venir desde la entrada a los terrenos del colegio —. Yo creo que tiene que haber sido Nagini, ¿no?, al fin y al cabo, Malfoy se fue con Snape a final de curso, tú mismo lo viste, Harry... — Sí — asintió éste —. Snape se lo llevó después de matar a Dumbledore. — Entonces, ¿a qué otra serpiente se iba a referir? — preguntó Hermione —. Lo lógico es pensar que, puesto que Malfoy seguía órdenes de Voldemort, y Snape abandonó la cobertura que tenía como supuesto miembro de la Orden del Fénix, ambos fueron al escondite de Voldemort, o a alguno de los escondrijos de los mortífagos, ¿no? — Supongo — asintió Harry —. La verdad es que yo también pensé en la serpiente de Voldemort al principio, pero McGonagall estaba convencida de que había sido un mortífago... Vamos, que Nagini había tenido algo que ver, pero que también le había tenido que atacar un mortífago. — ¿Por qué? — preguntó Hermione, extrañada —. Malfoy no dijo nada de algún mortífago, ¿verdad? Sólo habló de la serpiente... — Sí — respondió Harry, estirando las piernas acalambradas bajo la túnica; la ducha apresurada que se había dado antes de ir al encuentro de Ron y de Hermione no le había quitado el cansancio muscular, ni el frío, que parecía tener metido en los huesos —. Pero McGonagall ha dicho que no creía que Nagini pudiera hacerle a Malfoy una herida semejante, ya sabes, que se quedara abierta y que la señora Pomfrey no pudiera curar... Ron chasqueó la lengua. — Pues bien que le hizo a mi padre una herida como esa... — Ya se lo he dicho — asintió Harry —. Aunque no sé si la herida de tu padre era igual, Ron. Si llegas a verla... — se estremeció. — Pues yo no creo que haya sido un mortífago — dijo Hermione, con el ceño fruncido, pensativa —. Si lo hubiera atacado un mortífago, Malfoy lo habría tenido muy difícil para salir

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vivo. No creo que los mortífagos se dediquen a hacerle heridas de ese tipo a los traidores... teniendo la Maldición Asesina... — A lo mejor no querían matarlo — sugirió Ron —. A lo mejor sólo querían detenerlo para que no escapase, o algo así. Hermione hizo un gesto indefinible. — No sé, Ron — dijo —. Podían haberlo detenido con una Inmovilización Total, es mucho más sencillo y más... discreto, ¿no es así? Ron soltó un gruñido apagado. — Hay algo que no hemos pensado — dijo Harry de pronto —. Sabemos que Nagini puede inocular un veneno especial que impide que las heridas lleguen a cicatrizar, porque a tu padre le pasó cuando le atacó, Ron... Pero, según decía Dumbledore, Nagini también es uno de los Horcruxes de Voldemort, ¿no? — Sí — dijo Ron. — ¿Qué tiene eso que ver, Harry? — preguntó Hermione, desconcertada. — A ver: el diario de Tom Ryddle era un Horcrux, ¿no? — explicó Harry —. Pero también actuaba como un arma, no se limitaba a guardar un pedazo del alma de Voldemort, sino que hacía lo posible por conseguir la reapertura de la Cámara de los Secretos. — Sí, pero... — Nagini tampoco es un Horcrux normal — continuó Harry —. Es una serpiente, por el amor de Dios... Ya ha cometido varios asesinatos, atacó a tu padre, acoge la mente de Voldemort cuando su amo quiere... — Sí, pero... — ¿Y si Nagini, además de ser una serpiente muy lista y muy peligrosa, tiene algo más? Es decir... Suponiendo que sea realmente un Horcrux, ¿no podría eso influir en su peligrosidad? ¿No podría dotarla de armas que, de otro modo, ella no habría tenido de ninguna manera?

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— ¿Te refieres a... igual que tú, Harry? — preguntó Hermione en voz baja. Harry miró al techo. — Sí. Bueno, ella tiene parte del alma de Voldemort dentro, ¿no?, entonces, si a mí me dio parte de su poder sólo con un intento de asesinato, ¿cómo será ella, que tiene dentro una séptima parte de él? Hermione y Ron guardaron silencio, pensativos. — Puede ser — asintió Hermione, tamborileando los dedos sobre la mesa —. Sí, es posible que esa serpiente haya adquirido más poder al convertirse en un Horcrux, y que por eso la herida de Malfoy no se puede curar... Por lo que dices, Harry — continuó —, Malfoy está más grave que el señor Weasley cuando le atacó Nagini, ¿no? Harry se encogió de hombros. — No vi al señor Weasley cuando llegó a San Mungo — admitió —, aunque la herida fue bastante grave, por lo que pude ver... por lo que hice — rectificó, sombrío —. Quizá esa herida era igual que la que tiene Malfoy, no lo sé. — Si llevasen a Malfoy a San Mungo, a lo mejor podrían hacer algo — sugirió Ron. — Sí — respondió Harry —. Pero McGonagall no ha querido ni oír hablar del tema. — ¿Por qué? — exclamó Hermione, escandalizada —. ¡Si hay peligro de que Malfoy muera, no entiendo por qué McGonagall no quiere llevarlo al Hospital! — Yo tampoco, Hermione — dijo Harry —. Pero ha dicho que, por el momento, tiene que quedarse aquí, por si acaso Voldemort va a buscarlo allí. — ¿Pero entonces es seguro que ha sido Quien—Tú—Sabes el que le ha atacado? — preguntó Ron en voz baja. Hermione puso los ojos en blanco. — Es bastante obvio, ¿no crees? — dijo —. Aparece Malfoy, gravemente herido, en la puerta de Hogwarts, después de haberse ido con Snape y con un grupo de mortífagos hace unos meses. Además, sabemos que Voldemort no debe estar precisamente complacido con Malfoy...

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— ¿Por qué no? — dijo Ron con el ceño fruncido —. Consiguió meter a los mortífagos en el colegio, ¿no? — Sí, pero no fue capaz de matar a Dumbledore — contestó Harry —. Todos los mortífagos vieron cómo vacilaba, y Snape se lo llevó sin muchos miramientos. No parecían muy contentos con él, la verdad. Yo mismo pensé por un momento que iba a dejar escapar a Dumbledore, hasta que aparecieron los demás mortífagos... — Ya — dijo Hermione —. Así que, si aparece precisamente aquí, que es donde se quitó la careta, por decirlo de alguna manera, debía saber que corría peligro de acabar en Azkaban... Toda la sociedad mágica sabe que Hogwarts está vigilada por los aurores del Ministerio. — Pues esta noche no — dijo Harry —. No había nadie en la puerta cuando encontré a Malfoy. — ¿No?... — exclamó Ron, sorprendido —. ¿Y dónde estaba? — No lo sé — dijo Harry —. Por un momento pensé que quizá le habría atacado algún mortífago, pero no había nadie. Nadie en absoluto. — Sólo Malfoy... — murmuró Hermione, pensativa —. ¿Creéis que pudo atacar él al auror, y por eso acabó tan malherido? A lo mejor estamos pensando que Malfoy ha venido aquí huyendo de Voldemort, y en realidad venía a intentar entrar en Hogwarts otra vez... — ¿Y para qué iba a querer entrar en Hogwarts? Ya consiguió lo que quería, ¿no? Matar a Dumbledore. — A lo mejor Voldemort le envió a por ti, Harry — dijo Hermione en tono sombrío —. A lo mejor, al dejarle en la enfermería, le hemos dado lo que Voldemort quería: entrada libre en Hogwarts. — Tal y como está, no creo que le sirva de mucho — suspiró Harry —. Además, ¿cómo iba Malfoy a conseguir que yo fuera con él? Incluso Voldemort tiene que saber que Malfoy y yo no somos precisamente los mejores amigos del mundo.

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— Ya, ya lo sé, Harry — dijo Hermione —. Pero, entonces, ¿dónde estaba el auror que se suponía que tenía que vigilar la entrada de Hogwarts? — No lo sé — contestó Harry —. Pero, de cualquier forma, si Malfoy le hubiera atacado el auror seguiría allí, ¿no?, herido, inconsciente, o incluso muerto, pero seguiría allí... — No, si Malfoy venía con unos cuantos mortífagos — dijo ella —. Puede ser que lo atacasen entre todos, y después los mortífagos se llevasen el... el cuerpo, y Malfoy se quedase fingiendo estar herido. — Entonces — intervino Ron —, ¿por qué no se quedaron los mortífagos y se llevaron a Harry? Si era a por él a por quien iban... — Claro — dijo Harry —, ya habían conseguido atraerme hasta la puerta, y había salido de Hogwarts, ¿no? Estaba indefenso, como quien dice. De todas formas — añadió —, sólo escuché Aparecerse a una persona. Estaba todo bastante silencioso, no creo que me hubieran pasado desapercibidos un grupo de mortífagos luchando contra un auror, sinceramente. Hermione suspiró profundamente. — No lo sé, Harry. No lo sé... — McGonagall estaba muy segura de que Malfoy había venido aquí huyendo de Voldemort — insistió Harry —. No creo que hubiera dejado que se quedase en la enfermería si hubiera tenido la más mínima duda acerca de eso, ¿no crees? — O lo ha hecho para tenerlo vigilado — dijo Hermione. Esta vez fue Harry el que soltó un suspiro prolongado. — Supongo que tendremos que esperar hasta que Malfoy despierte para averiguarlo — dijo al fin —. Me imagino que McGonagall lo interrogará a fondo, para saber quién le atacó y por qué. Entonces lo sabremos. — Sí — asintió Ron —. Y también podremos saber otra cosa. Mucho más útil que eso. Harry y Hermione lo miraron, desconcertados. — ¿El qué? — preguntó Harry. Ron sonrió.

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— ¿No decías que, al final, tendrías que descubrir dónde se esconde Quien—Tú—Sabes? — preguntó —. Pues apuesto a que Malfoy te puede llevar directamente a la puerta de su casa.

— CAPÍTULO 17 — Hogwarts

Pero Malfoy no despertó. Un diciembre helado venció finalmente al ventoso noviembre, y la nieve y la escarcha cubrieron el castillo de Hogwarts de un manto blanco. Por los ventanales de la enfermería se veían los terrenos desiertos, helados, con la única mancha de color de la cabaña de Hagrid, de la que surgía permanentemente una fina columna de humo grisáceo. Al día siguiente de la accidentada llegada de Malfoy a Hogwarts, Hermione les sorprendió en el desayuno con un artículo de El Profeta en el que el periódico informaba de la detención de un mortífago en la misma puerta de Hogwarts, más o menos a la hora a la que Harry encontró a Malfoy malherido.

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— Y claro — comentó Hermione, con la vista fija en el periódico —, dicen que esta es una muestra más de lo eficaz que es la seguridad que han puesto este año en Hogwarts, ya que ningún mortífago puede ni acercarse al castillo sin ser detectado y detenido al instante, y blablabla... Ron soltó un bufido. — Me río yo mucho de su seguridad... Malfoy se Apareció gravemente herido y estuvo allí tirado un buen rato, y a nadie se le ocurrió ir a investigar lo que ocurría... — Lo que me extraña — dijo Harry, pensativo — es que hayan detenido al mortífago... Anoche no había ningún auror en la puerta de Hogwarts, y ahí dice que el mortífago fue detenido más o menos a la misma hora en la que estaba yo allí, ¿no?... — Pudo ser un poco después — Hermione se encogió de hombros —. A lo mejor el auror que estaba de guardia fue a hacer sus necesidades y volvió justo cuando tú ya te habías ido con Malfoy. — Sí — contestó Harry haciendo una mueca —. Pero bueno, esto demuestra que los mortífagos están persiguiendo a Malfoy, ¿no?... ¿Por qué si no iba uno a arriesgarse a acercarse tanto a Hogwarts, sabiendo que hay tanta seguridad este año? Seguro que lo perseguía desde que huyó de donde quiera que estuviese. — Supongo — dijo Hermione cerrando El Profeta —. Otra cosa que tendremos que preguntarle cuando despierte... Si es que despierta — añadió lúgubremente. — ¿Tiene nombre ese mortífago? — preguntó Ron. Hermione abrió el periódico de nuevo. — Sí, es un tal... Gerard Golding. Bah, ni idea de quién es — y volvió a cerrar el diario. Harry, Ron y Hermione visitaban regularmente a Malfoy, en busca de cualquier cambio que se produjera en su estado. Malfoy seguía inconsciente; de hecho, si no fuera porque seguía en la enfermería, tumbado en una cama, en pijama y bajo la atenta mirada de la señora Pomfrey, Harry habría jurado que estaba muerto. No se movía, parecía que ni respiraba. La señora Pomfrey

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aseguraba que estaba mejor de la herida, aunque probablemente le dejaría unas cicatrices marcadas e irreversibles; pero no les había permitido verla. También había dicho que era normal que no hubiera recuperado el conocimiento. Sin embargo, Hermione comentó que, por lo que ella sabía, no había ninguna enfermedad mágica que provocase unos síntomas tan parecidos a un coma. — No va a despertar — dijo Hermione tristemente, al cerrar tras de sí la puerta de la enfermería y seguir a Harry y Ron por el pasillo —. Lleva demasiado tiempo inconsciente... No es normal. — Claro que no es normal — dijo Ron —. Pero es que le ha atacado una serpiente enorme con un cacho del alma de Ya—Sabes—Quién... Me imagino que eso tampoco es precisamente normal. — No — admitió Hermione, bajando por la escalinata de mármol —. Pero, sea lo que sea lo que esa serpiente le ha hecho, no creo que Malfoy se recupere. Probablemente traicionó a Voldemort, y éste le ha exigido una reparación... en sangre. — Una reparación... — musitó Harry. — Sí, una reparación, un pago, un tributo... Un tributo en sangre. — Como el que nos pidió a Dumbledore y a mí en aquella cueva — murmuró Harry, ausente —. Como el que me arrebató a mí para conseguirse un cuerpo. En ese momento recordó algo que le había estado molestando desde hacía meses, algo que había arrinconado en lo más profundo de su mente pero que no había olvidado, ni mucho menos. Un tributo en sangre... Me hizo un corte, y luego me lo curó, había susurrado tía Petunia, aferrándose la muñeca derecha. Dumbledore también había exigido un tributo en sangre. La misma persona que pensaba que eso, precisamente, era demasiado burdo, demasiado rudo, demasiado tosco. ¿Por qué? ¿Era

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realmente necesario exigir a tía Petunia, una muggle asustada y que odiaba la magia, un tributo de sangre para proteger la vida de su sobrino? El hechizo que había realizado utilizaba la sangre de la familia de Lily, pero ¿era necesario ser tan literal? Se detuvo en seco, y Ron, que caminaba pisándole los talones, chocó fuertemente contra su espalda. — Lo siento... Harry también aferró su propio brazo, como había hecho tía Petunia. Dumbledore había usado la sangre de tía Petunia para protegerlo... Voldemort había utilizado la suya para revivir, pensando que así superaba el hechizo de Dumbledore... Y, cuando Harry se lo había contado, Dumbledore había parecido, por un instante, complacido... Harry recordaba aquella noche como un sueño, o más bien, como una pesadilla; pero en aquel momento vino a su mente, entre el dolor, el horror y el aturdimiento producidos por la muerte de Cedric y el regreso de Voldemort, el recuerdo de la conversación que mantuvo con Dumbledore y Sirius, después de salir del cementerio. Dijo que mi sangre lo haría más fuerte que la de cualquier otro. Dijo que la protección que me otorgó mi madre... iría también a él. Y tenía razón: pudo tocarme sin hacerse daño, me tocó en la cara. Por un breve instante, Harry creyó ver una expresión de triunfo en los ojos de Dumbledore. Pero un segundo después estuvo seguro de habérselo imaginado, porque, cuando Dumbledore volvió a su silla tras el escritorio, parecía más viejo y más débil de lo que Harry lo había visto nunca. Una expresión de triunfo. Dumbledore había parecido triunfante, incluso cuando Harry acababa de contarle que Voldemort había vuelto, había conseguido hacerse con un cuerpo y, para ello, había extraído sangre de Harry. O, quizá, precisamente por eso. Dumbledore había triunfado, o, al menos, eso parecía querer decir esa mirada. Pero ¿cómo

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era posible? ¿Acaso había planeado él todo aquello? ¿Había previsto que Voldemort utilizase la sangre de Harry? Y, de cualquier modo, ¿qué podía tener aquello de bueno, para que Dumbledore tuviera esa expresión? Voldemort había conseguido sortear la protección mágica de su madre, ¿no? Entonces, ¿por qué Dumbledore había puesto esa cara? A menos que Voldemort no hubiera sorteado realmente su protección al usar su sangre. Sí, había podido tocarle, pero Dumbledore había insistido en que Harry permaneciese en Privet Drive hasta cumplir los diecisiete porque, según él, su hechizo tenía vigencia hasta entonces... ¿Cómo era eso posible, si el hechizo se basaba en la sangre de su madre, en la sangre de tía Petunia, en su propia sangre, la misma sangre que ahora corría por las venas de Lord Voldemort? Y aquella mirada de triunfo... ¿Lo esperaba Dumbledore? ¿Esperaba que aquello ocurriese? ¿O, incluso, lo había planeado? No, aquello no era posible. Dumbledore había pasado años protegiendo a Harry: no iba a permitir que corriese un peligro como el que había enfrentado aquella noche premeditadamente. Y, sin embargo... Quizá no premeditadamente, pero Dumbledore podría haber pensado que aquello podía ocurrir, haberlo previsto de alguna manera. ¿Acaso no le mostró cómo usar el Espejo de Oesed para darle una oportunidad, porque pensaba que tenía derecho a enfrentarse con Voldemort? Entonces no planeó que Harry fuera a hacerlo: simplemente, Dumbledore había previsto que podía ser posible. ¿Había ocurrido lo mismo con la "resurrección" de Voldemort? La expresión de triunfo de Dumbledore había aparecido al contarle Harry que Colagusano le había hecho un corte en el brazo para extraer su sangre. De modo que todo aquello tenía que ver con la sangre de Harry... Pero, si Dumbledore había rechazado la idea de dar sangre a la cueva donde se escondía el Horcrux para entrar, ¿por qué había exigido lo mismo de tía Petunia? ¿Y por qué había considerado un triunfo que Harry hubiera dado la suya para que Voldemort retornase a su cuerpo? A menos que... a menos que Dumbledore sí hubiera previsto aquello cuando pidió a tía

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Petunia su tributo de sangre. A menos que, de alguna manera, Dumbledore hubiera sabido que Voldemort acabaría compartiendo la sangre de Harry. A menos que, de hecho, el tributo de sangre de Harry formase parte del hechizo de Dumbledore. No, no podía ser... ¿Cómo iba Dumbledore a prever aquello, y, peor aún, a permitir que Harry corriese un peligro semejante, para completar un hechizo de protección? Más aún, si se exigía la sangre de Harry para hacerlo efectivo, ¿acaso Dumbledore había previsto también que Harry escapase de la muerte por los pelos, simplemente por una coincidencia en el núcleo de las varitas? Sí, sabía que Harry había comprado la segunda varita con la pluma de Fawkes, sabía que, si Harry intentaba hacer frente a Voldemort, las varitas se comportarían exactamente como lo habían hecho... Pero no sabía aquello cuando realizó el hechizo: aún faltaban diez años para que Harry acudiera a la tienda de Ollivander a comprar su varita. Y ni siquiera Dumbledore podía ser capaz de prever que Harry adquiriría aquella varita... o, mejor dicho, que aquella varita elegiría a Harry. Y, sin embargo, después de la mirada de triunfo Dumbledore había parecido viejo, cansado, abrumado. ¿Había previsto todo lo que había ocurrido, había visto a dónde iba a conducir (a la inevitable lucha final entre Harry y Voldemort), y por eso, a pesar de haber puesto él mismo las condiciones necesarias para que todo aquello sucediera, se había derrumbado cuando finalmente había ocurrido? Era imposible, era absurdo, era demasiado... perturbador. Harry sacudió la cabeza. Dumbledore nunca habría arriesgado de aquel modo la vida de Harry. Ni siquiera para protegerlo. No: mucho menos para protegerlo. ¿Iba a arriesgar precisamente lo que quería conservar? Pero, entonces, ¿a qué había venido aquella expresión de triunfo? ¿Y por qué Dumbledore había insistido en que el hechizo de protección que había formulado sobre la casa de los Dursley seguía siendo efectivo? ¿Estaba Harry protegido o no frente a Voldemort? De cualquier forma, ahora todo aquello ya no importaba: el hechizo había dejado de tener efecto, con o sin la sangre de tía Petunia. Ahora, todo lo que había entre Harry y Voldemort era...

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nada. Pero Dumbledore le había enseñado una última y póstuma lección: al utilizar la sangre de tía Petunia, le había demostrado que la mejor forma de luchar contra la magia tenebrosa era, precisamente, la magia tenebrosa. Una magia tenebrosa diluida por las buenas intenciones, o por el amor; pero magia tenebrosa al fin y al cabo. — Hermione — dijo, cuando alcanzaron el pasillo que llevaba al retrato de la Dama Gorda —, vamos a echarle un vistazo al libro que me regalaste. — ¿Cómo? — preguntó ella, sorprendida, deteniéndose en seco frente al retrato. — Ya me has oído — respondió Harry —. Quiero aprender a hacer todas esas maldiciones. — Corona de flores — dijo Ron a la Dama Gorda, que giró hacia delante para abrirles paso a la Sala Común —. A mí me parece interesante, eso de aprender magia tenebrosa... — ¡Ron! — exclamó Hermione, escandalizada, trepando detrás de él por el agujero del retrato. — ¿Qué? — dijo él, dirigiéndose a su mesa favorita, junto al fuego, donde se sentaban cuatro niños de segundo muy entretenidos con una partida de snap explosivo —. Es sólo por curiosidad... Siempre dices que no hay que cerrarse al conocimiento, y todas esas cosas, ¿no? Venga, chicos, desalojad nuestra mesa — añadió en dirección a los niños que jugaban al snap, frunciendo el ceño y señalando su insignia de prefecto. Los cuatro alumnos de segundo se sobresaltaron; los cuatro a la vez, como si lo hubieran ensayado, se levantaron de un brinco. — ¡Ron! — repitió Hermione, cogiéndolo del brazo y tirando de él hacia atrás para alejarlo de la mesa —. No le hagáis caso; sentaos —. Y arrastró a un renuente Ron hasta la mesa que había junto a la ventana empañada por el frío. — Aquí nos vamos a congelar, Hermione — dijo Ron, dejándose caer sobre una silla y tirando la mochila al suelo. — Tienes entrenamiento de Quidditch dentro de media hora, así que no creo que te dé

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tiempo a congelarte — contestó ella, sentándose frente a él. — Es cierto... — murmuró Ron, lanzando una mirada sombría en dirección a la ventana, a través de la cual se veían los remolinos que la nieve formaba en el aire —. Harry, ¿no podrías anular el entrenamiento? — Ojalá pudiera — negó él, haciendo una mueca —. Pero tendría que ponerme de acuerdo con los otros tres equipos, y con la señora Hooch, y avisar a los veintiocho jugadores, y ponernos de acuerdo también para entrenar otro día que a todos nos venga bien... No es tan fácil. — No, supongo que no — suspiró Ron, apartando la mirada de la ventana —. ¿Media hora, has dicho? — Sí — asintió Hermione. — Podríamos aprovechar para mirar ese libro que decía Harry... — ¿Aquí? — exclamó Hermione, incrédula —. ¿En la Sala Común? — Sí, ¿por qué no? — dijo Harry —. Aquí no hay casi nadie — añadió, mirando a su alrededor —. Excepto esos de segundo, pero creo que le tienen demasiado miedo a Ron como para ponerse a cotillear en lo que hacemos. — Ventajas de ser de los mayores, tío — respondió Ron con indiferencia —. Te deben un respeto. Hermione resopló, burlona. Grandes Maleficios de la Época Actual era exactamente lo que su título prometía: un compendio de maldiciones a cual más horrible, escrito a finales del Medievo por un mago retorcido que había ideado formas de hacer cosas espantosas con un cuerpo humano utilizando sólo la varita. Después de hojearlo durante unos minutos, Harry se sentía mareado y asqueado, Ron tenía la tez teñida de un tenue tinte verdoso e incluso Hermione parecía a punto de perder la compostura. — Lo curioso es — dijo Ron, caminando junto a Harry sobre la tierra helada del camino en

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dirección al estadio de Quidditch, un poco retrasados respecto a sus compañeros de equipo — que no os hayáis dado cuenta antes. Harry se encogió de hombros. — No creo que tenga demasiada importancia, Ron — contestó. — ¿Quién iba a pensarlo? — se dijo Ron, mirando hacia delante, donde el equipo de Slytherin abría la marcha junto a la señora Hooch. — Ya te he dicho que no importa, Ron — dijo Harry. — Apuesto a que ni siquiera Urquhart sabe que su tatara—tatara—tatarabuelo inventó todas esas maldiciones. — A lo mejor no es descendiente suyo — dijo Harry —. Urquhart se llama Robert, es decir, Urquhart es su apellido, mientras que el libro lo escribió Urquhart Rackharrow... Ron se detuvo y lo miró con una mueca de burla. — ¿Te parece que "Urquhart" es un nombre muy común? — preguntó, con sorna. — No, supongo que no — admitió Harry, y siguió caminando hacia el campo bajo la incesante nieve. Un rato después, lamentó no haber prestado más atención al libro; habría dado el brazo derecho (o, quizá, un par de dedos) por recordar cómo se hacía la Maldición Saca—ojos para poder echársela a Cormac McLaggen. Aunque sólo fuese un poquito. Pese a los esfuerzos conjuntos de los cuatro equipos de Quidditch (que, también en eso, estaban de acuerdo) y de la señora Hooch, McLaggen siempre acababa enterándose de cuándo se celebraban los entrenamientos. Y, cada vez más, intentaba convertirse en el auténtico protagonista de las sesiones, con marcado éxito, aunque no precisamente como él deseaba; el caso era que nunca pasaba desapercibido, y, a juzgar por las expresiones de los que participaban en los entrenamientos, tenía mucha suerte de salir cada día del estadio vivo, con todas sus extremidades, con forma humana y sin haber desarrollado un exoesqueleto o convertido en un invertebrado.

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En las clases no era mucho mejor; de hecho, podría decirse que era aún peor, puesto que en clase él era el profesor, y no había nadie que pudiera controlarlo (la señora Hooch hacía lo que podía durante los entrenamientos, aunque había que recocnocer que McLaggen era incontrolable); sin contar con que en clase no había otras veintisiete personas para compartir el aborrecimiento que McLaggen les inspiraba, y Harry y Ron eran el blanco favorito de las poco afortunadas críticas del nuevo profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras. Poco afortunadas porque, en el cien por cien de las ocasiones, ambos demostraban estar mucho más capacitados que McLaggen para dar esa asignatura. De hecho, en más de una ocasión Hermione tuvo que impedir que le hicieran daño de verdad durante alguna de sus "demostraciones". McLaggen les utilizaba para enseñar a la clase tal o cual maldición, y ellos no sólo conseguían bloquear todos y cada uno de sus hechizos, sino que los hacían rebotar hacia él (y, de paso, añadían alguna otra maldición para hacer la clase más amena a sus compañeros, que jaleaban, aplaudían y reían a carcajadas al ver a McLaggen desmayado, petrificado o aquejado de un ataque de tartamudez terminal). — Deberíais controlaros un poco — les regañó Hermione un jueves a mediodía, apenas unos días antes de Navidad, al salir de una clase de Defensa Contra las Artes Oscuras memorable en la que McLaggen había intentado enseñarles la Maldición Detento, un sencillo hechizo para dejar a un enemigo inmovilizado, amordazado y aturdido (la única forma de evitar que escape u os ataque a vosotros a su vez cuando estéis desprevenidos, si exceptuamos las Maldiciones Imperdonables, les aseguró con expresión de suficiencia). En lugar de dejar a Harry impotente frente a toda la clase, como había sido su intención, McLaggen había acabado tirado en el suelo, envuelto de la cabeza a los pies en vueltas y vueltas de una gruesa soga recubierta de cera, con una pelota de goma del tamaño de una manzana embutida en la boca y los ojos vidriosos clavados en el techo. Había tenido que ser Hermione la que liberase al profesor, porque Harry, al igual que el resto de sus compañeros, estaba doblado sobre sí mismo, muerto de risa. — ¿Por qué? — protestó Ron, a quien todavía no se le había quitado la sonrisa divertida del

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rostro pese a que ya hacía media hora que McLaggen había decidido dejar para otro día las prácticas directas —. ¿Qué culpa tenemos nosotros si Harry le da mil vueltas como profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras a ese cretino? Por cierto, Harry — añadió, sonriendo más ampliamente, mientras entraban en el Gran Comedor —, ¿nos enseñarás esa Maldición Detento en la próxima reunión del EH? — ¿Por qué no has prestado atención en clase? — exclamó Hermione, frunciendo el ceño. — Oh, vamos, Hermione — contestó Ron —. ¿Se supone que tenemos que aprender algo de ese imbécil? — Harry ha aprendido a hacer la Maldición Detento, ¿no? — dijo ella en tono hiriente. — Sí, bueno — respondió Ron con indiferencia, acercándose a la mesa de Gryffindor —. Pero Harry es un maldito superdotado en esta asignatura, todos lo sabemos. ¡Pero si hasta sale en el libro de texto! Harry no pudo evitar ruborizarse de vergüenza y, por qué no, de satisfacción. Aunque Ron tenía razón, en cierto modo: comparado con McLaggen, era como el jefe de los aurores frente a un alumno de segundo (que, además, hubiera tenido a Lockhart como profesor). Y, para mortificación suya, era cierto que salía en el libro de texto que McLaggen les había hecho comprar aquel curso (aunque lo más probable era que el profesor no hubiera leído el manual, puesto que no le tenía a Harry mucha simpatía desde aquel famoso partido de Quidditch que acabó con Harry en la enfermería con el cráneo partido y McLaggen linchado por toda la Torre de Gryffindor en masa). De hecho, el penúltimo capítulo de La lucha contra las Artes Oscuras en la actualidad llevaba por título El Niño Que Vivió y la derrota de El Que No Debe Ser Nombrado: teorías y cronología. Y en el último capítulo, que al parecer había sido añadido apresuradamente al texto en la última edición, se detallaba el regreso de El Que No Debe Ser Nombrado (prácticamente habían copiado la entrevista que Rita Skeeter hizo a Harry dos años atrás) y se hacía una especulación bastante acertada acerca del contenido de cierta profecía y lo que aquello significaría para la vida de El

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Elegido y para toda la comunidad mágica. — Si prestases un poco de atención — decía Hermione, sentada en el banco frente a Ron —, en lugar de estar pendiente de ver qué le hace Harry a McLaggen en cada clase, a lo mejor aprendías algo, Ron. — Pero... — Harry presta atención antes de que McLaggen le saque de "voluntario" para hacer una demostración, Ron — continuó Hermione —. Si no, ¿cómo iba a rechazar las maldiciones de McLaggen? ¿Verdad, Harry? — Eh... Harry permitió que Hermione le viera asentir imperceptiblemente, pese a que aquello no era del todo cierto. Desde que había comprobado que McLaggen no iba a enseñarles nada medianamente útil, Harry estaba utilizando las clases de Defensa Contra las Artes Oscuras para su propio provecho, para practicar, pero no lo que Hermione y Ron creían. Puesto que sabía que McLaggen no podía hacerle daño (no de verdad, al menos), se había propuesto probarse a sí mismo una cosa, y, para sorpresa suya, lo estaba consiguiendo. No prestaba atención a las explicaciones de McLaggen, y no prestaba atención deliberadamente; lo que hacía era extraer de su mente el hechizo cuando lo lanzaba contra él. Usando la Legeremancia. Finalmente, había admitido para sí que, si tenía que enfrentarse a Voldemort, era mejor armarse lo mejor que pudiera. Voldemort le había cerrado su mente, y Harry quería comprobar si, convirtiéndose él mismo en un Legeremens, conseguía echar otro vistazo a la mente de su enemigo y, quizá (Harry cruzaba los dedos), encontrar el escondite de sus Horcruxes... Aunque era una esperanza muy débil, empezaba a estar bastante desesperado, lo bastante como para intentar una locura como volver a meterse a escondidas en el cerebro de Voldemort. No se hacía ilusiones: sabía que la mente de McLaggen era mucho más accesible que la de

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Voldemort, pero por algún lado había que empezar, ¿no?, y para no haber aprendido nunca Legeremancia, no se le estaba dando tan mal. Haciendo un esfuerzo por recordar cómo accedía Snape a su mente durante las clases de Oclumancia, Harry se había hecho una idea de cómo leer la mente del que tenía enfrente, y, al menos por el momento, lo estaba consiguiendo. No se le olvidaba tampoco algo mucho más importante que la Legeremancia: cerrar su propia mente a Lord Voldemort. Si había sido importante hacerlo dos años atrás, cuando Voldemort intentaba atraerlo al Departamento de Misterios, Harry sabía que ahora era trascendental. Si Voldemort leía su mente y se daba cuenta de que sabía lo de sus Horcruxes, Harry estaba perdido, y con él toda la sociedad mágica. Y también, pensó Harry con un escalofrío de pánico, podía ver en su cerebro a Ginny... No tenía forma de practicar la Oclumancia, al contrario que la Legeremancia; que él supiera, no había nadie en el castillo en quien pudiera confiar y que pudiera servirle de contrapunto para intentar cerrar su mente. Snape había sido el único Oclumens de Hogwarts, quitando a Dumbledore, pero ahora ambos estaban fuera de su alcance: Dumbledore muerto, Snape con Voldemort. Y ahora Harry no sabía si debía intentar seguir las enseñanzas de Snape (lo poco que había aprendido de él), si debía vaciar su mente, deshacerse de todo sentimiento, de todo pensamiento, o si aquello, en realidad, había sido una forma de abrir aún más su mente a Voldemort... ¿Era sincero Snape cuando le enseñaba Oclumancia, o todo formaba parte de aquel plan suyo de ponerle a Harry en bandeja a Voldemort? Por lo que sabía, Snape siempre había estado del lado de Voldemort, de lo que debía deducir que las clases de Oclumancia eran una excusa para franquearle a Voldemort el acceso a la mente de Harry. De modo que lo más lógico era hacer justo lo contrario de lo que Snape le había enseñado. Y, sin embargo, aún recordaba lo último que Snape le había dicho antes de huír con Malfoy de Hogwarts. Había sido, casi, como una última lección, como una última enseñanza que debía darle antes de marcharse.

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¡Te detendré una y otra vez hasta que aprendas a mantener la boca cerrada y la mente bloqueada, Potter! Había burla en la voz de Snape, y, de hecho, un minuto después le había hecho aquella marca rojiza que todavía podía verse, cruzando su mejilla derecha. Pero también había sido una advertencia. Y, si Harry no hubiera visto cómo Snape había matado a Dumbledore ante sus ojos, podría haber pensado que Snape le estaba dando una pista, le estaba mostrando el camino para enfrentarse a él, o quizá para enfrentarse a Voldemort. Mantén la boca cerrada y la mente bloqueada, Potter. Ya había aprendido a realizar la mayor parte de los hechizos y encantamientos de forma no verbal. Ahora, según Snape, y asumiendo que, pese a su burla, hubiera una enseñanza en sus palabras, Harry tenía que esforzarse por dominar la Oclumancia, algo que no había conseguido cuando el mismo Snape intentaba enseñarle. ¿O no intentaba enseñarle...? Incluso había acudido a la Biblioteca a intentar resolver aquella duda. Pero lo que había encontrado aún lo había dejado más desorientado. El único libro que había encontrado que hablaba sobre la Oclumancia (ciertamente era una rama de la magia bastante desconocida) decía que, efectivamente, era necesario controlar las emociones para cerrar la mente ante las intrusiones mágicas de otra mente. Aquello no tenía ningún sentido. Snape siempre había estado del lado de Voldemort, como él mismo había declarado. Había sido un mortífago. Había contado a Voldemort la profecía que señalaba a Harry como su único enemigo mortal. Había sido el culpable de la muerte de James y Lily. Había espiado a la Orden del Fénix. Había asesinado a Dumbledore. ¿Por qué había intentado enseñar a Harry a cerrar la mente frente a Voldemort, si, para sus intereses, era mucho más ventajoso que Voldemort tuviera el acceso expedito a sus pensamientos? ¿Y por qué, en el último momento, cuando ambos estaban enzarzados en una cruenta lucha, cuando estaba intentando escapar de Harry y del colegio, cuando estaba tan furioso con Harry como para olvidar sus órdenes

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e intentar matarlo, le había mostrado el camino que debía tomar para acabar con Voldemort... y con él mismo? ¡Te detendré una y otra vez hasta que aprendas a mantener la boca cerrada y la mente bloqueada, Potter! ¿Tenía todo aquello algún sentido? Quizá Snape sólo había pretendido burlarse de él. En un principio, así lo había pensado Harry. ¿Tan poco le consideraba Snape, que se burlaba de él echándole en cara lo que debería hacer y no iba a ser capaz de conseguir jamás? Harry siempre había sabido que Snape pensaba que él era un mago mediocre, sin un poder especial ni nada fuera de lo común. Y, ciertamente, así se consideraba Harry. ¿Pero tanto como para no ser capaz de seguir sus instrucciones y hacer todo lo posible por aprender lo necesario para vencerlo? Harry ya había dominado los encantamientos no verbales. Había conseguido leer la mente de McLaggen con la misma facilidad. Seguro que, al final, sería capaz de cerrar por completo su mente. De cualquier forma, Harry aprovechaba la clase de Defensa Contra las Artes Oscuras para practicar la Legeremancia, todas las clases para practicar los hechizos no verbales y las noches para practicar la Oclumancia. Según el libro, Snape le había enseñado bien los fundamentos, de modo que no tenía motivos para pensar que no lo estuviera haciendo bien al vaciar su mente antes de dormir, como Snape y también Dumbledore habían insistido en que debía hacer. No podía comprobar si progresaba o no, porque no había nadie con quien practicar; pero, aún así, seguía insistiendo como no había insistido cuando tenía que enfrentarse cada lunes con Snape hurgando en su cerebro. Había ido a la Sala de los Menesteres una tarde en la que había conseguido librarse de Ron y Hermione, en busca del libro de Pociones Avanzadas del Príncipe Mestizo, y de algún apunte que Snape pudiera haber hecho en su antiguo libro de texto acerca de la Oclumancia; si había volcado en el libro toda su maestría haciendo pociones, y si había apuntado también sus

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descubrimientos en Artes Oscuras, ¿por qué no pensar que pudiera haber dicho algo, alguna explicación, acerca de la mejor manera de convertirse en un Oclumens? Y Harry tenía que reconocer que el Príncipe Mestizo sí había sido un buen profesor para él, pese a haber sido el mismo Snape. Sin embargo, el libro había desaparecido de la Sala de los Menesteres. Harry siguió el mismo camino que había recorrido cuando lo había escondido, entre las montañas de objetos ocultos en la Sala desde hacía lo que parecían siglos, giró a la derecha junto al troll disecado, después otra vez a la izquierda donde un hueco en el montón de tesoros escondidos señalaba el lugar en el que, hasta unos meses atrás, estaba el armario evanescente que Malfoy había usado para introducir en Hogwarts a los mortífagos, y volvió a detenerse frente al armario corroído por algún tipo de ácido, sobre el que aún se mantenía en equilibrio precario el feísimo busto de un mago anciano con la peluca torcida sobre su cabeza y la tiara de diamantes brillando incongruentemente entre todo aquel polvo. Pero en su interior sólo quedaba la jaula con su horrible esqueleto de cinco patas. Ni rastro del libro del Príncipe. De modo que sólo podía confiar en que Snape le hubiera enseñado bien los rudimentos de la Oclumancia, puesto que no tenía nada más a lo que agarrarse. — Pero es que Harry nos enseña mucho mejor de lo que McLaggen podría hacerlo jamás — decía Ron en ese momento, lanzándose sobre un flan con nata que acababa de aparecer sobre la mesa, una vez hubieron comido los platos principales. — Harry también tiene que aprender para después enseñaros — contestó Hermione de mal talante —. Y, sinceramente, Ron, Harry tiene cosas mucho más importantes que hacer. — ¡Pero si fuiste tú la que le dijiste que volviera a formar el EH! — exclamó Ron. — Sí, pero Harry dejó bien claro que lo que pretendía era entrenar él con nuestra ayuda, no dedicarse a darnos clase. Y, si tú dependes de él para que te enseñe lo que no aprendes en clase de McLaggen, le estás alejando de su objetivo, le estás haciendo perder el tiempo. ¡Y, por el amor de

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Dios, deja de comer! — ¡Pero...! — A mí no me importa, Hermione — dijo Harry, levantándose del banco —. Siempre que luego me deje vapulearle un poco en la Sala de los Menesteres... — No es necesario que Ron te dé su permiso — sonrió Hermione, levantándose a su vez — . No creo que tenga mucho que decir al respecto. — ¿Vamos a la enfermería, entonces? — preguntó Harry. Hermione se encogió de hombros. — Bueno, pero para lo que va a servir... — Ni siquiera puedo acabar de tomar el postre... — refunfuñó Ron, siguiéndoles hacia la puerta del Gran Comedor. Hermione, por supuesto, tenía razón; era inútil seguir visitando a Malfoy, porque su estado no había variado un ápice desde que perdió la consciencia frente a Harry, en aquel camino a oscuras, junto a la puerta de Hogwarts. Y no parecía que fuese a variar. A regañadientes, Harry tuvo que admitir que en aquello también era muy posible que Hermione tuviera razón: Malfoy no iba a despertar. — Pero yo lo necesitaba... — murmuró Harry, desesperado, aferrando la inerte y helada mano de Malfoy como si apretándosela pudiera obligarlo a volver en sí —. Lo necesitaba para saber dónde se oculta Voldemort... Hermione se sentó a su lado, tras el biombo que ocultaba a Malfoy de cualquier mirada indiscreta que pudiera descubrir su presencia en la enfermería. — Nunca se sabe — dijo en voz baja —. Quizá McGonagall acceda a trasladarlo a San Mungo cuando comprenda que la señora Pomfrey no es capaz de curarlo... Puede ser que acabe por despertar, Harry. — Sí, pero ¿será a tiempo? — musitó él, dejando la mano de Malfoy sobre el pecho del

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joven. — Antes de encontrar a Voldemort tienes que encontrar los Horcruxes — le recordó Hermione suavemente, tirando de él para obligarlo a levantarse —. Aún hay tiempo de sobra para que Malfoy despierte. Vámonos, Harry. — Pero a lo mejor Malfoy sabe dónde están escondidos los Horcruxes — dijo él, siguiéndola hacia la puerta. — Quién, ¿Malfoy? — exclamó Ron, de pie detrás de Harry, con voz burlona —. ¿Cómo iba Malfoy a averiguar lo de los Horcruxes? Venga, hombre... Un poco de seriedad, por favor. Harry suspiró, desalentado. — Tienes razón — admitió —. A Dumbledore le llevó toda la vida descubrirlo. No creo que Malfoy haya podido averiguarlo en sólo unos meses. — Y Malfoy nunca ha sido precisamente superdotado — continuó Ron —. Menudo idiota. — Tan idiota no sería, cuando consiguió engañarnos a todos y meter en Hogwarts a un grupo de mortífagos — señaló Hermione. — A todos, no — la corrigió Harry —. Dumbledore sabía lo que se traía entre manos. Y nosotros también sospechábamos algo. — Querrás decir que tú sospechabas algo — admitió Hermione —. Y no te hicimos caso. Lo siento, Harry — añadió en voz baja —. Sé que ya es demasiado tarde, pero lo siento. Harry hizo un gesto evasivo con la mano. — Ya sé que Malfoy no debe saber lo de los Horcruxes, y mucho menos dónde están escondidos — dijo —. Pero tenía la esperanza de que, quizá, hubiera averiguado algo acerca de Voldemort que nos sirviera para empezar a buscarlos de nuevo... Se nos están acabando las ideas. Y era cierto; además de pueblo de la madre de Voldemort, donde había vivido su familia y muerto su padre y sus abuelos, del orfanato donde el mismo Voldemort nació, y de la cueva donde había demostrado por primera vez su poder y su ansia de gobernar, de aterrorizar, no había muchos

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más lugares donde buscar los Horcruxes. Y seguían como al principio: tenían que encontrar cuatro de ellos, pero ahora tenían menos sitios donde buscarlos. — Tienes razón, Harry — dijo Hermione —. Según lo que te contó Dumbledore, ya hemos buscado en casi todos los lugares importantes para Voldemort, la casa de su madre, la de su padre, el orfanato, la cueva... Por lo que viste en el Pensadero, no hay muchos más... — Espera — exclamó Ron, deteniéndose en seco en mitad del pasillo —. Espera un momento... — ¿Qué? — preguntó Harry con curiosidad, observando el rostro enrojecido de Ron. — Ron, no te pares — le urgió Hermione —. Llego tarde a Runas Antiguas... — ¡Un lugar importante para Quien—Tú—Sabes! — dijo Ron, la excitación haciendo que sus ojos brillasen, azules como zafiros —. ¡Un lugar importante! — Ron, ¿qué...? — ¡Hogwarts! — gritó Ron, con el rostro congestionado —. ¡Hogwarts! — ¿Qué estás...? Harry calló de golpe, con los ojos desorbitados por el asombro. Por supuesto. Un lugar importante para Voldemort. Hogwarts. — Hogwarts... — musitó —. Cómo he podido ser tan estúpido. Hermione miró alternativamente a Ron y a Harry con una mirada evaluadora. — Puede ser — admitió al fin —. Sí, es posible. — ¡Cómo que es posible, Hermione! — estalló Ron —. ¡Es obvio! ¡Tiene que haber uno escondido aquí, bajo nuestras narices, bajo las narices de Dumbledore! — Por supuesto — dijo Harry, absorto en sus pensamientos —. Hemos estado buscando en el lugar equivocado... Hemos buscado en lugares donde Voldemort apenas estuvo, como la casa de su padre, o en sitios que odiaba, como el orfanato... ¡Pero Hogwarts es el único lugar que tenía realmente alguna importancia para él! ¡Pero si incluso pidió permiso al profesor Dippet para

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quedarse a pasar el verano en lugar de volver al orfanato! ¡Y quiso quedarse de profesor, y no sólo por las posibles reliquias de los fundadores que pudiera encontrar aquí! No, Dumbledore estaba convencido, y yo también, de que Voldemort, en cierto modo, sentía cariño por Hogwarts... Aquí había sido feliz, aquí había podido ser él mismo por primera vez... Igual que yo, dijo para sus adentros. Pero no se permitió que la antigua amargura de saberse similar a Lord Voldemort le hiciera vacilar: sabía que en Hogwarts había un Horcrux escondido. De algún modo, siempre lo había sabido. Y tenía que encontrarlo para estar más cerca de vencerlo. — ¿Pero dónde? — preguntó en voz baja, casi inaudible —. ¿En qué lugar? Hogwarts es inmenso, enorme... Hay tantos sitios donde esconderlo, donde nunca nadie podría encontrarlo... Hermione lo miró a la cara, con una expresión seria y solemne poco acorde con la sonrisa que Ron esbozaba a su lado. — Si está aquí — dijo ella, haciendo énfasis en el condicional —, creo que es bastante obvio dónde lo escondió, ¿no crees, Harry? Harry la miró directamente a los ojos, intentando descifrar lo que Hermione quería decir. Al principio, se quedó desconcertado. Un instante después, sin embargo, lo vio tan claro como si el mismísimo Lord Voldemort se lo hubiera susurrado al oído, con su voz fría, cruel, desapasionada. — Por supuesto — susurró Harry, aturdido —. La Cámara de los Secretos.

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— CAPÍTULO 18 — La Cámara del Heredero

— Sí — asintió Hermione —. La Cámara de los Secretos. — Claro — dijo Harry —. Qué mejor lugar que ése, que le señala como heredero de Slytherin, donde reside, o residía, un sirviente capaz de asesinar a los nacidos de muggle con sólo mirarlos, donde... Claro — repitió —. El lugar donde tenía poder sobre Hogwarts. — ¿Qué mejor sitio para esconder uno de sus Horcruxes? — preguntó Hermione con una sonrisa tensa —. Seguro que contaba con que nadie podría encontrarlo jamás, teniendo en cuenta que sólo él podía acceder a esa Cámara, y que, además, estaba protegida por el basilisco... — Sí — dijo Harry, repentinamente entusiasmado —. ¡Sí, claro! Así dejaba su Horcrux tan protegido... por un lado, porque nadie creía en la existencia de la Cámara... Por otro, porque nadie podría haberla encontrado, aunque supiera de su existencia... Además, sólo el heredero de Slytherin podía entrar... Y, por último, si alguien salvaba todos esos obstáculos, tendría que enfrentarse con el basilisco, una bestia casi imposible de vencer... — Pero tú salvaste todos esos obstáculos, Harry — dijo Ron —, entraste, y mataste al basilisco... — Claro — repitió Hermione —. Porque Voldemort no contaba con tener un enemigo igual

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a él cuando escondió el Horcrux en la Cámara. Harry entró gracias a la lengua Pársel, que aprendió de Voldemort. Y venció al basilisco porque... — ...porque tuve mucha suerte — dijo Harry bruscamente —. Bien, parece que estamos todos de acuerdo, ¿verdad? La Cámara de los Secretos tiene todas las papeletas para ser el escondite de uno de los Horcruxes de Voldemort. Lo tiene todo: fue un lugar importante para él dentro de otro lugar importante para él como es Hogwarts, y está dotado de gran cantidad de obstáculos para los que quieran entrar... — Aunque no fue Voldemort el que puso todos esos obstáculos — apuntó Hermione —. Fue Salazar Slytherin, si no me equivoco. — Es igual — contestó Harry encogiéndose de hombros —. Voldemort conocía la existencia de todos esos obstáculos, y debió pensar que, ya que estaban allí, podría aprovecharlos para que custodiaran su Horcrux... — Entonces, ¿por qué te atrajo a ti allí, Harry? ¿Para enseñarte el sitio donde guardaba uno de sus Horcruxes? — preguntó Ron con el ceño fruncido —. Porque tú dijiste que te había dicho... — Supongo que no esperaba que saliese vivo de ella — dijo Harry —. Igual que no esperaba que saliera vivo del cementerio de Pequeño Hangleton. — Yo creo que la Cámara es el sitio ideal — dijo Hermione, sujetando su mochila con más fuerza —. Nadie sabía que existía, ni dónde estaba, ¿verdad? Igual que la cueva donde Harry estuvo en primavera. — Así es — asintió Harry, pasando la mano por la barandilla de la escalinata de mármol — . Además, Ron, recuerda que me atrajo a la Cámara, pero antes había puesto otro de sus Horcruxes en mis manos... Un poco extraño, ¿verdad? —. Se encogió de hombros —. Bueno, ¿vamos? Hermione pareció sorprendida. — ¿Vamos? — preguntó —. ¿A dónde? Harry la miró con exasperación. — ¿A dónde va a ser? — exclamó —. A la Cámara de los Secretos, claro.

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— Pero... ¿ahora? — ¿Y cuándo quieres ir, Hermione? — preguntó Harry, impaciente —. ¿El verano que viene? — No, no — se apresuró a responder ella —. Pero es que tengo clase de Runas Antiguas, y después tenemos Transformaciones... Y... y no se lo has dicho a la profesora McGonagall... — Bueno — sonrió Harry —, no vamos a salir de Hogwarts, ¿verdad?, así que no tengo por qué comunicárselo. No vamos a saltarnos ninguna norma. — ¡Pero vamos a saltarnos dos clases! — exclamó ella, insegura. — Tú — dijo Ron —. Nosotros sólo vamos a saltarnos la de McGonagall. Hermione lo miró, furibunda. — Hombre, muchas gracias por pensar en los demás, Ron — dijo, enojada —. Eres todo generosidad. — Bueno, yo me bajo a la Cámara ahora — dijo Harry, cargándose la mochila sobre el hombro derecho y levantando la cabeza para mirarlos, desafiante —. ¿Venís, o no? Ron y Hermione se miraron un segundo, perplejos, y después se apresuraron a seguirlo escaleras abajo, doblando el recodo del rellano. Ambos chocaron fuertemente contra la espalda de Harry cuando éste se detuvo en seco. — ¿Qué...? Justo frente a Harry, de pie, con una expresión inexcrutable, la carpeta apretada contra el pecho y las cejas enarcadas, estaba Ginny. — ¿Qué haces aquí? — preguntó él bruscamente. Ella no parpadeó. — ¿Así que vais a ir a la Cámara de los Secretos? — dijo en tono seco. Ron salió de detrás de Harry y se colocó a su lado. — ¿Nunca te han dicho que es de mala educación escuchar a escondidas las conversaciones de los demás, Ginny? — preguntó de malos modos.

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Ella se encogió de hombros. — Estáis hablando a voz en grito en mitad de la escalera principal. Lo que me extraña es que no os haya oído la mitad del colegio. — Bueno, es igual — contestó Ron —. Lárgate, ¿vale? Ginny hizo una mueca. — ¿Vais a la Cámara de los Secretos, o no? — ¿Y a ti qué te importa? — exclamó Ron con las orejas coloradas. — ¿No tienes que irte a clase, o algo? — añadió Harry, impaciente por librarse de ella para correr hacia lo que, estaba seguro, era el primero de los cuatro Horcruxes que le faltaban. Ginny sonrió ampliamente. — ¿Y vosotros? — preguntó, burlona —. ¿Es que tenéis todas las tardes libres, o algo así? — Ginny — intervino Hermione con voz suave —, tienes los TIMOS la semana que viene... Deberías estar estudiando como una loca, y no... — ...espiando por los pasillos — gruñó Ron en voz baja. Ginny lo ignoró. — Me he estudiado esos examenes dos veces, Hermione — dijo —. Te aseguro que ya sé todo lo que me cabe en la cabeza. Bueno — añadió en tono ligero —, ¿vamos a la Cámara de los Secretos, o no? Harry la miró, mudo de incredulidad. Ron, por el contrario, frunció el ceño hasta que pareció que se le iban a meter los ojos para dentro. — Te has vuelto loca, ¿verdad? — dijo, en lo que pasaba por ser un tono de amenaza —. ¿Quieres que escriba a mamá y le diga que...? Ginny resopló, burlona. —Oh, sí, ya veo — dijo socarronamente —. Ronnie no es capaz de controlar a su hermanita sin la ayuda de mamaíta... Ya veo lo muchísimo que se van a reír Neville y Dean cuando se lo cuente —. Y, dicho esto, se descolgó la mochila de los hombros, abrió la cremallera y guardó la carpeta. Después, volvió a colgarse la cartera y los miró, levantando la barbilla, desafiante —. Si vais a la Cámara de los Secretos, voy con vosotros — declaró, y, por su

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expresión, lo decía en serio. Ron se atragantó. — De ninguna manera vas a bajar con nosotros — ladró, medio asfixiado —. Lo que vayamos a hacer allí no te incumbe, y... — No me importa nada lo que vayáis a hacer — respondió Ginny con una mueca de indiferencia —. Pero tengo una cuenta pendiente con ese sitio, y, si vais a bajar, yo también voy. Harry abrió y cerró la boca varias veces, sin saber muy bien qué decir. Impotente, se volvió hacia Hermione, que se encogió de hombros. — Ginny — empezó ella, con su voz más típica de hermana—mayor—responsable —, no puedes venir con nosotros. Verás... No te puedo explicar lo que... Es decir — se interrumpió, y la miró con suspicacia —. No sé cuánto habrás oído de lo que estábamos hablando... Ginny sonrió. — Lo suficiente — respondió —. Pero no te preocupes: no he entendido nada. Y tampoco me importa — añadió, mirando a Harry directamente a los ojos, una mirada que le taladró hasta que Harry tuvo la sensación de que podía verle la columna vertebral —. No pienso pediros explicaciones, ni preguntar nada. Pero voy a ir a la Cámara con vosotros. — Pero... Ginny... — Sé que esto es importante para ti — continuó Ginny suavemente, mirando a Harry e ignorando a su hermano y a Hermione —. Y prometo no meterme en lo que no me llaman. — Demasiado tarde — refunfuñó Ron en voz baja. — Pero — siguió Ginny —, yo también tengo una cuenta pendiente en la Cámara de los Secretos. Pensé que tú, entre todas las personas, lo entenderías... Harry no dijo nada. En realidad, no había nada que decir. — Bah, que venga — dijo Ron —. ¿Qué más nos da? Mientras no moleste... Ginny miró a su hermano, ofendida, y después hizo un gesto en dirección a las escaleras.

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— Detrás de vosotros — dijo secamente. Ron la miró un instante y después, encogiéndose de hombros, giró sobre sí mismo y comenzó a bajar la escalinata de mármol, seguido por Hermione. Harry, por el contrario, aferró la muñeca de Ginny y la obligó a permanecer atrás. — ¿Qué estás haciendo? — susurró, enojado —. ¿Haces esto para vengarte por lo del otro día, o algo así? Ginny lo miró, de nuevo con una expresión indescifrable en el rostro. — No tiene nada que ver con eso — contestó —. Ya te lo he dicho: hace cinco años que tengo una cuenta pendiente ahí abajo. Simplemente, quiero aprovechar la oportunidad, eso es todo. — Ginny — dijo Harry a media voz —, lo que vamos a hacer es peligroso. Y yo no he pasado lo que he pasado para que ahora te pongas en peligro, simplemente porque eres demasiado cabezota para saber lo que es un "no". Ginny se sacudió la mano de Harry violentamente, se echó el pelo para atrás y lo miró con frialdad. — Eso, Harry — dijo —, es tu problema. Y, volviéndose sobre sus talones, comenzó a bajar las escaleras detrás de Ron y de Hermione. Harry se la quedó mirando unos segundos, luchando contra las ganas de retorcerle el pescuezo, de gritarle hasta quedarse afónico y de besarla hasta quedarse sin aire. Suspiró profundamente, se encogió de hombros y, él también, bajó la escalinata de mármol. Hacía muchos años que no entraban en los lavabos de chicas del segundo piso, y el tiempo transcurrido había hecho que Harry olvidase lo deprimente y triste que era el cubículo. Allí seguía el enorme espejo roto y manchado por el tiempo, bajo el cual había una hilera de lavabos de piedra desgastados y sucios. A la débil y siniestra luz de las escasas velas que se consumían en sus palmatorias, aún se podían ver las piedras húmedas del suelo y las puertas rotas, algunas de ellas

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rayadas, de los retretes. Una de ellas colgaba de sus goznes, emitiendo un agudo chirrido al moverse hacia delante y hacia atrás. Harry echó un vistazo rápido a su alrededor y después, sin perder tiempo, se dirigió directamente hacia el último lavabo. — ¿Qué hacéis aquí? — preguntó una voz triste —. Oh, sois vosotros — añadió. Harry miró por encima de su hombro: del retrete que había justo enfrente del lavabo sobre el que se inclinaba acababa de salir el fantasma de una chica rechoncha, con unas gruesas gafas de concha y el pelo lacio y sin gracia que cubría la mitad de su rostro afligido. — Eh... Hola, Myrtle — dijo, intentando sonreír animadamente y fracasando estrepitosamente en el intento —. ¿Qué tal? ¿Qué haces aquí? Myrtle La Llorona se encogió de hombros. — Éste es mi lavabo — dijo. Al cabo de un momento entrecerró los ojillos tras las gruesas lentes —. ¿Y vosotros? ¿Por qué habéis venido? Hace años que no me visitáis... — Eh... bueno, verás... — ¿Estabas muy ocupado asesinando gente, quizás? — preguntó Myrtle en un tono seco e hiriente que Harry no le había oído nunca. Demasiado tarde, recordó que Myrtle había estado presente cuando casi había matado a Malfoy el curso anterior. — No... Myrtle — se apresuró a decir Harry, antes de que el fantasma comenzase a gritar otra vez —. No maté a Draco Malfoy... Sólo fue una discusión entre... entre amigos. Sigue vivo, y en perfecto estado de salud, ¿sabes? — Menuda trola — susurró Ron en su oído. Harry le pisó el pie para hacerlo callar. — Ya — contestó Myrtle —. Ya sé que no lo mataste. Aunque no te faltaron ganas, ¿verdad? Bueno — añadió, volviendo a su retrete —. Marchaos. No tengo ganas de hablar con vosotros. Harry miró a Ron, que le devolvió la mirada con una mueca. Frunciendo el ceño, Harry se inclinó de nuevo sobre el lavabo, ignorando los resoplidos indignados que provenían del retrete de

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Myrtle, a su espalda. Allí seguía, en uno de los laterales del grifo de cobre: una diminuta serpiente grabada. La puerta de la Cámara de los Secretos. — Ábrete — dijo en un agudo silbido. No tuvo que repetirlo, como había sucedido cinco años atrás; desde entonces, había escuchado muchas conversaciones el Pársel como para no distinguir cuándo hablaba en una lengua o en la otra. El grifo comenzó a brillar con una luz blanca, deslumbrante, y comenzó a girar sobre sí mismo. Al cabo de un momento, el lavabo empezó a moverse, se hundió y desapareció, dejando a la vista una tubería de buen tamaño, más o menos de un metro de ancho. A su lado, oyó un grito ahogado. Levantó la mirada. Ron observaba el hueco con expresión de desconsuelo; Harry apostó a que recordaba muy bien lo que era meterse por aquella tubería. Hermione parecía sobrecogida ante la idea de tener que entrar en el oscuro y húmedo agujero, sabiendo, por lo que Harry y Ron le habían contado, que había una larguísima caída hasta las profundidades del colegio. Ginny, sin embargo, se había quedado paralizada. Había visto muchos prodigios a lo largo de su estancia en Hogwarts, pero Harry estaba seguro de que aquella era la primera vez que lo oía hablar en la lengua de las serpientes. — De acuerdo — dijo, rezando porque el susto que leía en sus ojos hiciera que Ginny se echase atrás y decidiera no bajar —. Vamos allá. Metió las piernas en la tubería y se dejó caer. De nuevo vivió la sensación de estar tirándose por un tobogán de proporciones inconmensurables, viscoso y envuelto en una húmeda negrura. Un tobogán que se curvaba y retorcía, dando vueltas y revueltas, alejándolo de Hogwarts, obligándolo a caer hasta las entrañas de la tierra. Detrás de él, los golpes sordos y los extraños sonidos de fricción le demostraban que al menos uno de sus compañeros había bajado siguiéndolo. Mientras se esforzaba por mantener los brazos pegados al cuerpo, Harry cerró los ojos y pidió a quien quiera que estuviera escuchando que no fuera Ginny.

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Después de pasar unos minutos largos como horas cayendo, la tubería tomó una dirección horizontal, y Harry cayó por el extremo del tubo al suelo de un húmedo túnel de piedra, con las paredes recubiertas de moho y barro, el techo lo bastante alto como para que pudiera ponerse de pie. Sacó la varita en el mismo instante en que Ron salía del tubo como una exhalación, seguido de cerca por Hermione y Ginny. Ambas se levantaron, tambaleantes, con los ojos abiertos y expresión asustada en los rostros manchados de barro. Ron se sacudía la túnica con indiferencia. — Lumos — dijo Harry, y el extremo de su varita se encendió para mostrar a sus ojos el túnel en penumbra, tan oscuro que apenas alcanzaba a ver un par de pasos delante de sí. — ¿Esto es...? — susurró Ginny, mirando a su alrededor con los ojos muy abiertos. — Sí — contestó Harry —. Vamos. Y sacad las varitas, por Dios... No sabemos lo que podemos encontrar ahí dentro. Abrió la marcha túnel abajo, asumiendo que los demás lo seguirían. El túnel, oscuro como la tinta, estaba silencioso como una tumba; los únicos sonidos que se oían eran sus propios pasos retumbando en las húmedas paredes, y el ocasional crujido cuando alguno de ellos pisaba alguno de los huesos que cubrían el suelo, los esqueletos de los pequeños animales que, con toda probabilidad, el basilisco de Slytherin había usado para alimentarse. Dobló un recodo del camino, y se detuvo en seco. El túnel estaba obstruido por un enorme montón de piedras que llegaban hasta el techo; a la altura de la cintura, un estrecho agujero podía permitir el paso a una persona, aunque con bastante dificultad. — Este agujero lo abrí yo — dijo Ron a Hermione; Harry contuvo una sonrisa al adivinar un cierto tinte de nostalgia en su voz —. Lockhart se cargó el techo del túnel, que estuvo a punto de aplastarnos a Harry y a mí... — Me da lástima — murmuró Hermione, estudiando el agujero con los ojos entrecerrados

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—. Pobre Lockhart... — ¿Lastima? — preguntó Ron, incrédulo —. ¿Cómo te puede dar lástima ese cretino? — Bueno — explicó Hermione —, no hay nada más triste que vivir una vida y después olvidarla... — ¿Aunque sea una vida como la de Lockhart? — dijo Ginny. — Sólo te da lástima porque es guapo — gruñó Ron en voz baja. Hermione se volvió hacia él. — No seas... — Vamos — urgió Harry, y metió la parte superior de su cuerpo por el agujero. Por un instante, temió quedarse atascado; demasiado tarde comprendió que había crecido mucho desde que tenía doce años. Haciendo un enorme esfuerzo, retorciéndose como una serpiente y luchando por contraer el estómago, finalmente consiguió salir por el otro lado. — No sé si vais a caber... — dijo, respirando aceleradamente —. Es muy estrecho. — Perdona — dijo Hermione; parecía indignada —. Si tú has cabido, nosotros también. Harry oyó la carcajada ahogada de Ron, y, un momento después, la cabeza de Hermione asomó por el hueco del desprendimiento. Harry alargó la mano para ayudarla a pasar. — ¿Qué es eso? — exclamó Hermione, señalando al suelo. Harry bajó la cabeza: no se había dado cuenta de que estaba pisando lo que parecía una enorme alfombra de piel de serpiente, de un color verde brillante, ponzoñoso. — La piel del basilisco — respondió —. No me acordaba de que estaba aquí... — ¿La piel del...? — Las serpientes cambian de muda, ¿no? — dijo Harry —. Aunque midan siete metros. — Oh. A partir de allí, el túnel se hacía más retorcido y estrecho a cada paso, serpenteando, girando sobre sí mismo. Finalmente, al doblar otra curva, se topó con otra gruesa pared, ésta

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construida a propósito y no fruto de un desprendimiento de rocas. Sobre la piedra, a la débil luz de la varita, Harry pudo ver las figuras talladas de dos serpientes entrelazadas en un estrecho abrazo, con las bocas abiertas, los ojos cubiertos por dos grandes y brillantes esmeraldas, que relucían de forma fantasmal. Bajo la luz, los dos ojos parpadearon; casi parecían dos seres vivos, a punto de moverse y lanzarse sobre él en un rápido movimiento. — La puerta — susurró Hermione con reverencia, con temor. Harry asintió. — Ábrete — volvió a decir, en un silbido grave, imperioso. El muro separó a las dos serpientes al partirse por la mitad y abrirse, siguiendo la orden de Harry. Sus dos mitades se deslizaron lenta y silenciosamente, hasta desaparecer de su vista, dejando expedito el camino hacia una oscuridad que casi se podía palpar. Por el hueco surgió una bocanada de aire caliente, húmedo, oloroso. Harry giró sobre sí mismo para mirar a los demás. Ron tenía los ojos muy abiertos, y miraba con incredulidad el lugar donde había desaparecido una de las mitades de la pared. Hermione parecía no poder salir de su asombro. Ginny estaba pálida, y observaba la penumbra del otro lado de la puerta con expresión de recelo y determinación. — Vamos adentro — susurró Harry, con una extraña sensación de anticipación —. Tendremos que ir con cuidado, por si... por si... — Por si hay algo horrible ahí dentro — dijo Ron, levantando la varita —. Sí. Entraron. Como Harry recordaba, al otro lado del hueco había una enorme estancia, apenas iluminada con un siniestro resplandor verdoso, cuyo altísimo techo sostenido por columnas se perdía en la oscuridad. Las columnas, decoradas con tallas de serpientes en la piedra porosa, proyectaban sombras alargadas y deformes sobre el suelo húmedo de agua y barro. Reinaba un silencio abrumador, palpable, de ultratumba. Uno de esos silencios que tienen personalidad propia, y es una personalidad poco agradable, amenazadora. Ron y Hermione siguieron a Harry cautelosamente a lo largo de la estancia, los pasos

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haciendo ecos resonantes en la enormidad del espacio. Las serpientes talladas en las columnas parecían moverse ominosamente, vigilando con las cuencas vacías de sus ojos a los visitantes, y Harry creyó, por un instante, oír que decían, en un silbido apenas susurrado: Marchaos... marchaos... Harry miró hacia atrás, buscando a los demás con la mirada. Para su sorpresa, Ginny se había quedado inmóvil en la puerta de la Cámara, observando lo que la rodeaba con los ojos desorbitados. Parecía incapaz de moverse. — ¿Ginny? — preguntó en voz baja. Las paredes y el techo le devolvieron su voz extrañamente deformada y amplificada. Ginny parpadeó, lo miró, con los ojos desenfocados, y después pareció comprender que estaba hablando con ella. Sacudió la cabeza y dio un paso adelante, vacilante. Volvió a detenerse, levantó la mirada e hizo un gesto que significaba que siguieran adelante, que ella iría a su ritmo. O, al menos, eso fue lo que Harry interpretó. Dirigiendo una última mirada hacia la puerta, siguió caminando hacia el fondo de la habitación, hasta que vio la estatua, tan alta como la misma cámara, imponente, que surgía del muro del fondo. Levantando la cabeza hasta que pensó que se le iba a dislocar el cuello, observó el rostro que lo miraba, impasible, desde las alturas: el rostro de piedra, barbado, de Salazar Slytherin. Bajo la túnica gris asomaban los enormes pies, y junto a ellos, exactamente en el mismo lugar en el que Harry recordaba haber visto la figura caída de Ginny, yacía el enorme cuerpo de la serpiente más monstruosa. Se acercó, cauto. El basilisco estaba caído de lado, con las fauces entreabiertas y las cuencas de los ojos vacías. La piel verde, que Harry recordaba brillante y resbaladiza, estaba de un tono amarillento, deslustrado, y se arrugaba sobre el cuerpo medio putrefacto de la enorme serpiente. Junto a la boca, al lado de la lengua bífida que se apoyaba, inerte, sobre el suelo de piedra gris, había un colmillo de medio metro de longitud, partido. La punta afilada estaba manchada de sangre seca.

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— Parece que voy dejando restos de mi sangre por todo el país — murmuró Harry, inclinándose para observar el colmillo que había estado a punto de matarlo cinco años atrás. ¿Cuántas veces había estado al borde de la muerte...? La cabeza le dio vueltas. — No lo toques — dijo la voz de Hermione sobre él —. No sabemos si el veneno todavía tiene efecto. — No iba a tocarlo — respondió Harry —. Ya pasé por ello una vez, gracias. Y ten cuidado tú también con lo que tocas, Hermione. Ella se sobresaltó, y miró hacia el lugar en el que había apoyado la mano. Se apartó de un brinco: había posado la mano justo encima de uno de los enormes colmillos del basilisco muerto. Harry se incorporó, con la mirada fija en el colmillo tirado en el suelo. No se había dado cuenta antes, pero el diente estaba sobre una irregular mancha de tinta negra que teñía las losas del suelo. — Mira — dijo a Hermione en voz baja —. Los restos de otro Horcrux. Pasó un dedo sobre la mancha, y se miró la yema, curioso. La tinta estaba seca. Volvió a incorporarse. — Es curioso — murmuró —. Nunca había notado algo así. — ¿El qué, Harry? — preguntó Hermione, observando la enorme boca del basilisco con repugnancia. — Es como... Mira, toca esto — contestó Harry, poniéndose en cuclillas sobre el colmillo y sobre la mancha de tinta. Hermione se inclinó y pasó el dedo sobre la mancha negra. — No siento nada... — Es como... Como un hormigueo en el dedo — dijo Harry —. ¿No lo notas? Hermione negó con la cabeza sombríamente. — Es... — Harry se miró el dedo, y después volvió los ojos hacia la mancha —. Es un rastro de magia. Como si mi dedo me dijera que aquí se ha realizado algún hechizo poderoso...

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Hermione enarcó una ceja, incrédula. — Pero Harry — dijo —, ¿no será que sabes que aquí tuvo lugar un hechizo poderoso, y por eso tu subconsciente...? — No — respondió él categóricamente, frotándose las yemas de los dedos —. No sé cómo, pero... pero noto un rastro de magia en esta mancha. Levantó la mirada y clavó los ojos en los de Hermione, que lo observaba con asombro. — Es posible, ¿sabes? — dijo —. Dumbledore me mostró que él era capaz de hacer lo mismo. Supongo que, si nos paramos a pensarlo, todos somos capaces de distinguir un rastro de magia, allí donde se ha llevado a cabo un acto de magia notable. La magia debe dejar algún resto, alguna pista... — ¿Y la notas con la yema del dedo? — preguntó Hermione, incrédula —. No sé, Harry... Me resulta muy extraño. Nunca he leído acerca de rastros de magia... Harry se encogió de hombros. — Sé lo que ví — dijo —. Y sé lo que noto, ¿vale? — Estamos perdiendo el tiempo — intervino Ron, que observaba el cadáver de la inmensa serpiente con una expresión de horror y fascinación claramente dibujada en el rostro —. Hace años que destruiste ese Horcrux, ¿no? Vamos a por el siguiente. — Sí... Harry dirigió una última mirada a la punta de su dedo y levantó la cabeza, observando la Cámara con curiosidad. Las enormes columnas dejaban la mitad de la estancia en penumbra, y el ominoso resplandor verde no alumbraba, sino que parecía realzar la oscuridad. — Hay miles de sitios donde podría estar — musitó Hermione, mirando a su alrededor con desánimo. — No creas — respondió Harry —. Las paredes y las columnas son macizas, y no hay ninguna hornacina o nicho donde podamos mirar... De hecho, si Voldemort siguió sus propias costumbres al ocultar este Horcrux, sólo hay un sitio en el que pueda estar.

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— ¿Dónde? — preguntó Ron. Harry señaló la estatua que se erguía, imponente, sobre la Cámara de los Secretos. Hermione sacudió la cabeza. — Demasiado obvio, ¿no crees? — Precisamente por eso — dijo Harry, rodeando el cuerpo del basilisco sin apartar la mirada del rostro simiesco del hombre de piedra —. Allí arriba está prácticamente inaccesible, pero a la vez tiene el lugar de honor que le corresponde como parte del alma de Voldemort. ¿Qué mejor sitio que la estatua de su antecesor? — Tampoco me parece tan inaccesible — dijo Ron, levantando la mirada hacia la estatua —. Está muy alto, sí, pero se puede subir... — No dirías eso si hubieras visto salir de ahí al bicho ese — respondió Harry, señalando el basilisco con un gesto indiferente. — Ah. Harry se detuvo justo debajo de los pies de la enorme estatua, escrutando las alturas de la Cámara. A su lado, Hermione miraba también hacia arriba, con la cabeza completamente echada hacia atrás. — Subir no debe ser muy difícil — dijo, dubitativa —. Aunque tendremos que trepar, me temo. Pero... ¿dónde buscamos? — Dentro de la boca — contestó Harry, remangándose la túnica y tocando suavemente el pie de la estatua —. La piedra es bastante lisa, pero supongo que podremos encontrar grietas donde apoyarnos. — No es necesario — dio Hermione empuñando la varita y haciendo un gesto a Harry en dirección a sus manos. Harry se miró las palmas y después tendió las manos hacia ella. Hermione las tocó brevemente con la punta de la varita; Harry sintió una curiosa sensación de frescor que se extendía hasta las muñecas. Volvió a mirarse las manos y observó, fascinado, cómo de las palmas

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y los dedos le surgían unas curiosas ventosas, como las que tienen en las patas las salamandras y los lagartos. Hermione se volvió hacia Ron e hizo lo mismo. — Vaya — dijo Harry, mientras Hermione se tocaba sus propias manos con la varita. — Ahora podremos trepar sin problemas — contestó Hermione, guardando la varita en el bolsillo de la túnica —. Lo que no sé es cómo vamos a entrar en un hueco que no existe, Harry —. Señaló hacia arriba, hacia la cabeza de la estatua; Slytherin tenía la boca cerrada a cal y canto. Harry sonrió, guardando también su varita; tuvo que hacer un esfuerzo para que permaneciese quieta en su bolsillo, porque sus nuevas manos parecían no querer soltarla de ninguna manera. — Me temo que Lord Voldemort tiene el grave defecto de subestimar a la gente a la que tiene intención de matar — explicó crípticamente, luchando por despegar las manos del paño de la túnica —. Una vez más, me dio más pistas de las que quería que supiera, estoy seguro. Había sido Voldemort, es decir, Tom Ryddle, el que le había mostrado el hueco de la boca de la estatua. Y también había sido Tom Ryddle en que le había enseñado cómo se abría ese hueco. Harry levantó los brazos hacia la estatua, como un sumo sacerdote que invocase a su dios, y trató de imprimir en su voz un tono imperioso, no exento de respeto. — Háblame, Slytherin, el más grande de los Cuatro de Hogwarts — ordenó a la estatua en un silbido tenso. Oyó a su lado la exclamación ahogada de Hermione, y la brusca respiración de Ron. El gigantesco rostro de la estatua de Slytherin comenzó a moverse lentamente, en silencio. El antiguo mago abría la boca más y más, poco a poco, convirtiendo lo que era piedra maciza en un agujero oscuro y redondeado, visible claramente desde abajo; debía ser enorme, suficiente para que un hombre entrase en él caminando sin rozar con la cabeza el labio superior de la boca... o para que una serpiente del grosor del tronco de un roble saliera de su interior cómodamente. Harry se volvió para mirar a Ron y a Hermione, que observaban la boca de la estatua con

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expresión asombrada, los rostros pálidos y tensos. — Sería imposible encontrar ese Horcrux si no se habla Pársel — musitó Hermione suavemente —. Está bien pensado. Nadie excepto Voldemort podría abrir ese hueco... Harry se encogió de hombros. — Digamos que algún beneficio tenía que tener haber sobrevivido a una Maldición Asesina — dijo, indiferente —. No me gusta, pero hay que reconocer que tener los poderes de Voldemort puede resultar útil, en ocasiones. — Y que lo digas — contestó Ron, maravillado —. Creo que Dumbledore tenía razón, Harry... Quien—Tú—Sabes la fastidió pero bien al atacarte cuando eras un bebé. Harry sonrió amargamente. — Supongo que sí — dijo, acercándose al pie de Slytherin —. Bueno, ¿vamos? — Vamos allá — suspiró Hermione, resignada ante lo inevitable. La subida hasta la cabeza de la estatua fue una de las experiencias más extrañas que Harry había tenido en toda su vida, salvando, quizás, la vez que había masticado el puñado de branquialgas para meterse en el lago y había sido capaz de respirar en el agua y nadar como un pez. Sus nuevas manos, cortesía de Hermione, se adherían a la piedra lisa y resbaladiza como si la estatua estuviera recubierta de felpa y llevara puestos unos guantes de velcro. Después de unos primeros momentos de inseguridad, trepó por la estatua con una rapidez sorprendente, y, antes de que pudiera pensar dos veces que estaba suspendido a muchos metros del suelo sujeto sólo por las curiosas ventosas de los dedos, se encontró en el interior de la boca de la estatua. El olor caliente y dulzón de la descomposición estuvo a punto de tirarlo del borde del hueco. Recobrando el equilibrio a duras penas y conteniendo una náusea, Harry se apartó del labio inferior de Slytherin, dejando espacio a Ron y a Hermione para que se encaramasen junto a él al interior del agujero. Luchando con los pliegues de su túnica, que se adherían a la palma de la mano como si estuvieran cargados de electricidad estática, Harry sacó la varita y la encendió con un

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breve pensamiento. Pese a la inmensidad del espacio, era un lugar opresivo, claustrofóbico. La única luz provenía de la boca abierta y de dos estrechas rendijas practicadas en los ojos de la estatua, probablemente para permitir que entrase aire en el cubículo cuando la boca estaba cerrada y dejar respirar al monstruo que vivía en el interior de la enorme cabeza de piedra. El espacio se prolongaba hasta más allá de la nuca de Slytherin, seguramente por el interior de la pared sobre la que se apoyaba la efigie del fundador de Hogwarts. Había unos treinta metros entre la entrada y la parte posterior, y la estancia mediría otros diez de ancho, los mismos que la cabeza de oreja a oreja. Espacio suficiente para que el rey de las serpientes se moviera con comodidad en su interior. Pese a lo que pudiera parecer, la cabeza en su interior estaba recubierta de una capa de piedra lisa y pulimentada. No había huecos, rugosidades, grietas ni imperfecciones, ni en las paredes, ni en el suelo, ni en el techo. Lo único que paliaba en cierto modo la uniformidad eran los esqueletos de numerosos animalillos (ratas y ratones, a juzgar por las patitas y las colas que aún podían verse aquí y allá) y los restos de excrementos secos y, en algunos casos, petrificados por el paso del tiempo. — Aquí no hay nada — dijo Ron en tono lúgubre —. No hay nada... — A lo mejor está oculto — contestó Harry, refrenando su propia desesperación, que amenazaba con asfixiarlo —. No dejaría el Horcrux aquí tirado, corriendo el riesgo de que el basilisco lo rompiese en un descuido, o se lo comiera, o algo así, ¿no?... Comenzó a recorrer las paredes, palpándolas con los dedos, en busca de la misma extraña sensación hormigueante que le había asaltado abajo, en la mancha de tinta dejada por el diario de Tom Ryddle. Pero los dedos se negaban a acariciar las paredes, y se pegaban a la piedra lisa con tenacidad. Exasperado, tendió las manos a Hermione para que le librase del encantamiento que le había dotado de ventosas. No volvió a sentir nada similar al cosquilleo que había recorrido su dedo anteriormente.

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Dio dos o tres vueltas al interior de la cabeza de la estatua, palpando centímetro a centímetro las paredes y el suelo, ignorando los restos de comida y excrementos dejados allí por el basilisco. Nada. Ni una grieta, ni un símbolo mágico, ni un leve hormigueo que demostrase que allí podía haber algo oculto. — A lo mejor lo estoy haciendo mal — musitó, desesperado —. Ayudadme... — Claro, Harry — se apresuró a decir Hermione —. ¿Qué quieres que...? — Buscad... no sé, un rastro, una pista, algo que nos diga dónde... Cualquier cosa, una piedra suelta, una runa, o... — ¿Un cosquilleo? — preguntó Hermione —. ¿Como el que dices que has sentido antes? —, y, asombrosamente, soltó una carcajada —. No sabía que tuvieras intuición femenina, Harry... Harry frunció el ceño. — No estoy para bromas, Hermione. — Lo siento — dijo ella, sonriendo ampliamente, y le dio la espalda para dirigirse a la pared del fondo. — ¿Un cosquilleo? — preguntó Ron sin comprender —. ¿Como... un cosquilleo? — Sí, como un cosquilleo — dijo Harry pacientemente, sin saber muy bien cómo explicarlo mejor —. Una sensación que te diga que... que hay un rastro de magia, no sé. ´— Te explicas como un libro cerrado — murmuró Ron, alargando la mano llena de ventosas hacia la pared que tenía junto a él —. Un cosquilleo... Vaya una cosa... — Hermione — llamó Harry, ignorando a Ron —. ¿Puedes volver a ponerme las ventosas esas en las manos? Hermione se volvió, sorprendida. — El encantamiento es Adierum — dijo —. ¿Para qué quieres...? — Voy a subir ahí arriba — explicó Harry, señalando con la cabeza hacia las dos rendijas de los ojos —. Adierum.

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Pero las dos rendijas de los ojos eran solamente eso: dos rendijas. Se abrían en la pared lisa, dejando entrar un estrecho rayo de luz verdosa al interior de la cabeza de Slytherin. Desalentado, Harry asomó la cabeza por el ojo derecho, desde donde se veía la Cámara entera, desde la puerta hasta un poco más allá de los pies de la estatua. Era una vista sorprendente, sobrecogedora; la estatua debía ser tan alta como la Torre de Astronomía. O, al menos, eso le parecía a Harry desde su precaria posición, pegado a la pared por las manos. Durante unos minutos, se dedicó a estudiar la Cámara de los Secretos a vista de pájaro, tan desanimado que se sentía tentado de quedarse allí, adherido a la pared como una araña, y no pensar más en Horcruxes, Voldemorts y demás cosas molestas. De repente, se dio cuenta de algo que rondaba por su mente desde que había asomado la cabeza por el ojo de Slytherin. — Ginny — musitó —. ¿Dónde está Ginny? Maldijo para sus adentros. Se había olvidado por completo de ella. La última vez que la había visto estaba inmóvil junto a la puerta de las serpientes. Pero allí ya no había nadie. Y, por lo que podía ver, Ginny no estaba en ningún lugar de la Cámara. Separó las manos de la pared para auparse un poco más arriba. Perdió el equilibrio y, con un grito ahogado, cayó de espaldas al suelo. Los huesos de los roedores muertos siglos atrás amortiguaron su caída, pero aún así, al levantarse sintió un dolor sordo en la base de la espalda. — Harry, ¿qué...? — preguntó Hermione, corriendo hacia él —. ¿Te has hecho daño? — No importa — respondió Harry, frotándose los riñones —. Ginny ha desaparecido... He mirado por el ojo y no la he visto. No está en la Cámara. — ¿Qué? — exclamó Hermione, sobresaltada. — Habrá vuelto a Hogwarts — dijo Ron, forcejeando para despegar la mano de la pared. — ¿Ella sola? — preguntó Harry, acercándose al borde de la boca —. No creo... — A lo mejor le ha pasado algo... — dijo Hermione, asustada —. ¿Y si ha encontrado el

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Horcrux ella, y está herida, o algo peor? — No creo — repitió Harry con firmeza —. No hay más escondites que éste en la Cámara, Hermione. — Igual ha encontrado un rastro de magia, como el que tú... — Voy a bajar — la interrumpió Harry, mirándose las manos para asegurarse de que todavía tenía la palma y los dedos llenos de ventosas —. No creo que haya nada aquí dentro, pero ¿podríais echar un último vistazo antes de bajar vosotros? — Voy cont... — empezó Ron. Hermione lo obligó a callar con una mirada fulminante. — Claro, Harry — dijo ella. — ¡Es mi hermana! — oyó cuchichear a Ron mientras se agarraba al borde de la boca con cautela y comenzaba a bajar por la barba de piedra. — Déjalo, Ron — contestó Hermione en un susurro cargado de intención. Harry los ignoró, y bajó tan deprisa que no habría llegado antes si se hubiera lanzado al vacío desde la boca de la estatua. Se posó sobre uno de los pies de piedra, y, sin mirar abajo, saltó hacia el suelo. Se detuvo en seco justo cuando iba a echar a correr hacia la puerta, y volvió a perder el equilibrio. Se pisó el borde de la túnica y estuvo a punto de caerse al suelo cuan largo era. Ginny estaba entre los enormes pies de la estatua, pensativa, mirando ausente el húmedo suelo de piedra. Sacudiendo la cabeza, Harry se tambaleó y fue hacia ella. Ginny no se movió. — ¿Ginny? — dijo en voz baja —. Ginny, ¿estás bien? Ginny suspiró, sin levantar la cabeza. — Sí — murmuró —. Sólo... sólo quería volver a ver este lugar. No dijo más, pero Harry entendió perfectamente lo que quería decir. Era igual que cuando Harry había vuelto al cementerio de Pequeño Hangleton, era como abrir con un cuchillo una herida infectada: dolía, pero había que sacar el pus para que la herida pudiera sanar. Y Ginny estaba abriéndose la herida en ese momento.

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Acercándose a ella, rodeó sus hombros con el brazo. Ginny siguió sin moverse. — ¿Sabes? — dijo a media voz, con la mirada perdida en las piedras del suelo entre los pies de la estatua —. Creo que aquello me cambió de una forma que todavía no he sido capaz de asumir. Ya sabes, lo de ser poseída por Quien—Tú—Sabes... — Todos hemos cambiado — respondió Harry suavemente —. Cada vez que me he enfrentado con él me ha cambiado un poco. Y tenerle dentro de mi cuerpo, aunque sólo fuera un instante, mucho más. No me imagino lo que será haber estado poseída durante un año entero... — Tú te has enfrentado con Ya—Sabes—Quién muchas veces, Harry — suspiró Ginny, apoyándose ligeramente contra él —. Ya sabes cómo es. — Sí — dijo él —. Y sé cómo es sentir dolor por lo que te ha hecho. Y por lo que les ha hecho a los demás. Ginny se apartó de él suavemente, y, por fin, levantó la mirada del suelo y la clavó en la suya. — Quiero que sepas que lo entiendo, Harry — dijo —. Ahora lo entiendo. Aunque eso no hace que sea menos doloroso. Harry asintió, sin saber muy bien si se sentía aliviado o enfadado porque Ginny lo hubiera entendido, porque Ginny hubiera decidido dejar de luchar por... él. — Este... Harry — dijo la voz de Ron. Harry miró hacia atrás: Hermione y él bajaban cuidadosamente del pie de la estatua de Slytherin. — Ahí arriba no hay nada, Harry — dijo Hermione, salvando el último metro que la separaba del suelo de un salto —. Nada en absoluto. — Aparte de un montón de porquería — añadió Ron. — Lo siento, Harry — musitó Hermione. Harry suspiró, y negó con la cabeza. — Estaba tan seguro... — murmuró, desanimado.

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— Ya se nos ocurrirá otro sitio donde buscar, Harry — dijo Hermione —. Vámonos, anda. — Sí, vámonos — asintió Harry, lanzando una breve mirada en dirección a Ginny, que parecía absorta en sus pensamientos. No encontraron ningún obstáculo en el camino de vuelta por el túnel que conducía a la Cámara, exceptuando el incómodo paso a través del desprendimiento provocado por Lockhart y la varita rota de Ron años atrás. Sin embargo, cuando llegaron al inicio del túnel se vieron obligados a detenerse. — No había pensado en esto — dijo Harry, asomando la cabeza por el tubo mohoso y oscuro. — ¿Cómo vamos a subir? — exclamó Ron a su espalda —. No veo ningún fénix por aquí, como la última vez... — Ni lo verás — comenzó Harry —. Fawkes se marchó de Hogwarts después de la muerte de Dumbledore, y no creo que tengamos la suerte de que venga a recogernos otra vez aquí abajo... — ¿Y si trepamos por el tubo como hemos hecho por la estatua? — propuso Ron. — No funcionará — contestó Hermione, asomando la cabeza por el extremo de la tubería —. Está demasiado resbaladizo. — ¿Se te ocurre alguna otra cosa, Hermione? — preguntó Ron, exasperado —. ¿Tienes algún otro hechizo pegajoso guardado en la manga, quizá? Hermione se volvió para mirarlo, furiosa. Después se arremangó la túnica, sacó la varita y cerró los ojos, apuntando al interior del tubo. Hubo un sonido gorgoteante, grave, que pareció recorrer la tubería entera. Al cabo de un instante Hermione abrió los ojos y se apartó de un salto. — ¡Cuidado! — exclamó. Harry empujó a Ron y consiguió quitarse de la boca del tubo justo en el momento en que toneladas y toneladas de moho y barro húmedo surgían de la tubería, con un estruendo ensordecedor, y seguían manando durante lo que parecieron horas y horas. Ron

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miraba a Hermione fijamente, con expresión asustada. — Tampoco era para ponerse así — murmuró, asombrado, mientras el flujo de moho y barro comenzaba a manar más lentamente y, finalmente, se detenía. — Listo — dijo Hermione, dirigiendo la varita hacia sus propias manos —. Con el hechizo Adierum será suficiente, espero. Ginny... — Sé cómo hacerlo, gracias — dijo ella, sacando la varita —. Adierum. Wow — añadió, mirándose las manos, interesada —. Ojalá hubiera conocido este hechizo la última vez que me caí de la escoba... Mientras Hermione se metía en el interior del tubo, Harry se volvió hacia el túnel, que permanecía en la más absoluta oscuridad. Ron posó una mano sobre su hombro. — Ya lo encontraremos, tío — dijo, dándole una palmadita —. No te preocupes. Harry asintió sin ganas, pensando cómo podía Ron esperar que no se preocupase cuando nunca había estado tan lejos de conseguir vencer a Lord Voldemort. Suspiró, y metió la cabeza en la tubería que conectaba con los lavabos de Myrtle, La Llorona.

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— CAPÍTULO 19 — El rostro en el espejo

El desaliento de Harry al no haber encontrado el Horcrux en la Cámara de los Secretos, cuando había estado tan seguro de que uno de ellos estaba allí oculto, fue en aumento cuando volvieron a subir al colegio. Desanimados y llenos de mugre, llegaron justo a tiempo de lavarse apresuradamente y bajar al Gran Comedor a cenar; sin embargo, no consiguieron llegar hasta la mesa de Gryffindor. Una figura imponente les cerró el paso justo en mitad del Comedor, ante la curiosa mirada de todos los alumnos de Hogwarts. — Arriba — dijo severamente la profesora McGonagall, en un tono que no admitía réplicas —. Ahora. Obedecieron a McGonagall y subieron, hambrientos, resignados y cabizbajos, hasta su despacho. La directora les condujo por la escalera móvil de piedra y a través de la puerta de roble,

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y se sentó tras la mesa. Después los miró de uno en uno, con los labios tan apretados que apenas se le veía una fina línea encima del mentón. — Quiero una explicación, Potter — dijo bruscamente, taladrándolo con la mirada por encima de las gafas cuadradas —. Y más te vale que sea buena. Harry miró a su alrededor, impotente. — Profesora — comenzó —, sólo hemos faltado a una clase, no creo que... — ¿En qué demonios estabas pensando? — le interrumpió la profesora McGonagall —. ¡Bajar a la Cámara de los Secretos! ¡Sin avisar a nadie de que estábais allí, solos! ¡Y llevándote encima a la señorita Weasley! — señaló a Ginny con un dedo tembloroso —. Te recuerdo, Potter, que hicimos un trato... Yo no pido explicaciones, y tú, a cambio, me dices cuándo te vas a poner en peligro. ¡Y la señorita Weasley no entra en el pacto! — He ido porque he querido, profesora — dijo Ginny, con la vista clavada en el suelo —. Harry no me ha obligado... En realidad, no quería que yo fuera con ellos. — Me da igual, Weasley — contestó la profesora McGonagall —. Esto es responsabilidad de Potter. No debería haber bajado allí sin avisarme, y no debería haber permitido que tú fueras con ellos. Bastante malo es que te permita poner en peligro al señor Weasley y a la señorita Granger, Potter — advirtió secamente en dirección a Harry —. ¿En qué estabas pensando? — repitió —. ¿Qué demonios hacíais ahí abajo? Harry sostuvo con firmeza la mirada de McGonagall. — No puedo decírselo, profesora — dijo lentamente. La directora se quitó las gafas, extrajo un pañuelo de hilo de la manga de su túnica y comenzó a limpiar las lentes con parsimonia. Al cabo de unos minutos, guardó el pañuelo, se colocó las gafas sobre la nariz y miró a Harry duramente. — Por el momento has tenido suerte, Potter — dijo —. Sigues vivo. Y tus compañeros también. Pero no siempre tendrás la misma suerte. Me gustaría que recapacitases, y que te dieras

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cuenta de que lo más seguro, para ti y para ellos — señaló a Ron y a Hermione —, es que me cuentes qué estás haciendo. Harry no dijo nada, y se limitó a seguir mirando a la profesora McGonagall. Finalmente, la directora desvió la vista hacia Ron, Hermione y Ginny, que permanecían de pie, quietos, junto a Harry. — No quiero que volváis a hacer algo así — dijo con voz cortante —. Potter ya sabe que, si quiere hacer algo peligroso, debe avisarme antes. Vosotros sólo tenéis permiso para hacerlo si es con él. Y tú, señorita Weasley — añadió, traspasando a Ginny con la mirada —, no tienes permiso bajo ninguna circunstancia. Todavía eres menor de edad, y tu seguridad depende de mí. ¿Está claro? Ginny se encogió perceptiblemente, y asintió, cohibida. McGonagall se enderezó las gafas. — También tengo que pedirte que no les cuentes nada de este... incidente a tus padres — dijo —. No creo que les hiciera mucha gracia saber que habéis estado otra vez en esa Cámara. Y mucho menos saber que estoy dejando que su hijo se vaya con Potter y Granger sabe Dios dónde cada vez que les place. — Sí, profesora — murmuró Ginny a la suela de sus zapatos. — Bien — dijo McGonagall —. Marchaos a cenar, entonces. Y, Potter... — ¿Sí, profesora? — Ya lo sabes — se limitó a decir la directora.

La siguiente semana el tiempo empeoró aún más, si es que eso era posible. La nieve se arremolinaba frente a las ventanas, conducida por una ventisca que no daba señales de amainar; el frío traspasaba las paredes de piedra, y atascaba las puertas y ventanas, que cuando se ocultaba el sol y bajaba la temperatura eran prácticamente imposibles de abrir y cerrar. La hierba de los terrenos seguía helada y cubierta de escarcha incluso durante las horas centrales del día, y crujía

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agradablemente bajo los pies de los alumnos cuando se dirigían a los invernaderos a clase de Herbología. La profesora Sinistra pasó durante el desayuno el viernes siguiente una lista para que los que quisieran quedarse a pasar las Navidades en Hogwarts apuntasen su nombre. Harry miró fugazmente a Ron, y después cogió su pluma y firmó. — Entonces no vamos a mi casa estas fiestas, ¿verdad? — preguntó Ron innecesariamente, cogiendo la lista que Harry le tendía. El día anterior habían recibido una carta de la señora Weasley, que había llevado un gorjeante Pigwidgeon, en la que pedía a Harry y a Hermione que acudiesen con Ron a La Madriguera a pasar la Navidad. Pero Harry se había negado a volver a la casa de los Weasley, pese a que no había casa en toda Inglaterra que le gustase más que aquella. — Ya te dije ayer que no iba a ir a tu casa, Ron — respondió Harry, mientras Ron cogía la pluma y estampaba su nombre en el pergamino —. Hace mucho que no tenemos noticias del paradero de Voldemort, pero no pienso poner en peligro a tu familia yendo allí, aunque sólo sean unos días. Imagina que lo descubre y va a buscarme... — Pero él sabe que estás aquí — dijo Ron —. Podría venir a buscarte a Hogwarts... — En Hogwarts la seguridad es mucho mayor que en La Madriguera — contestó Harry —. Y estoy aquí porque McGonagall ha asumido el riesgo. Pero tus padres no tienen por qué hacerlo, así que me quedo aquí. — Y nosotros contigo — intervino Hermione, arrebatándole a Ron la lista de entre los dedos para apuntar su nombre ella también —. Podemos aprovechar las vacaciones para intentar encontrar a nuestro Arcturus. — Si es que se llama Arcturus — apuntó Ron, volviendo a su tostada. Hermione frunció el ceño. — Ron, ya hemos hablado de esto...

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— Vale, vale — dijo él, y mordió la tostada. La mermelada rebosó y le manchó el mentón —. A ver cómo se lo digo yo ahora a mi madre... Al final, fue Harry el que escribió a la señora Weasley pidiéndole disculpas por no poder ir a La Madriguera y explicándole que Ron había decidido quedarse con él y con Hermione en Hogwarts. La madre de Ron le envió, a vuelta de lechuza, una carta en la que le pedía que reconsiderase su respuesta, que por favor no se metiese en líos y no se pusiera en peligro, que estudiase mucho y se encargase de que Ron también estudiara de firme para los ÉXTASIS, y páginas y páginas de recomendaciones semejantes, que le dieron lectura hasta el fin del trimestre. Pese a que no habían tenido un primer trimestre tan tranquilo desde hacía años, ellos tres fueron los únicos que se quedaron en Hogwarts, aparte de los profesores y el personal. Según les dijo Ron, Ginny también pretendía quedarse en Hogwarts, ya que no quería volver ella sola a La Madriguera; pero la señora Weasley la amenazó con enviarle un Vociferador si no aparecía por allí el mismo día de fin del trimestre. Eso les facilitó el acceso a la Biblioteca, donde Hermione seguía empeñada en buscar al esquivo R.A.B., e incluso la señora Pince les permitió entrar en la Sección Prohibida (aunque bajo su atenta mirada), asumiendo que buscaban una forma de paliar las escaseces producidas en su educación mágica por la contratación de McLaggen como profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras. — Últimamente está mucho más simpática — comentó Ron, sentándose en una de las mesas de la Biblioteca —. Me pregunto por qué. — A lo mejor teníamos razón — susurró Harry inclinándose hacia él —, y resulta que por fin ha admitido que está enamorada de Filch... — ¡Harry! — exclamó Hermione en un susurro, mirando a su alrededor por si la señora Pince estuviera escuchándolos —. ¡Cállate! — De acuerdo, de acuerdo... — Harry sonrió ampliamente —. Pero incluso acudieron juntos al entierro de Dumbledore, ¿lo recuerdas?

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— No — dijo Hermione, sonriendo a su vez —. No me acuerdo. Incluso con la "ayuda" de la señora Pince, no consiguieron encontrar nada acerca de un tal R. Arcturus B., ni en periódicos, ni en libros, ni siquiera pidiendo permiso a la bibliotecaria para consultar los antiguos procesos a mortífagos celebrados después de la caída de Lord Voldemort, cuyas copias, al menos algunas de ellas, se guardaban en la Sección Prohibida de la Biblioteca (la señora Pince debía creer que los alumnos podían acabar en el mal camino si leían lo que los mortífagos juzgados habían declarado ante el tribunal... aunque, leyendo las sentencias, era difícil que nadie se sintiera atraído por ello). No había nada. Ningún mago con el nombre "Arcturus" respondía a las iniciales "R.A.B.", por lo menos, ninguno de los que estaban registrados en Hogwarts. Pasaron tantas horas en la Biblioteca que cada noche caían rendidos en la cama, mucho más que durante el curso, pese a que no tenían clases, deberes ni entrenamientos de Quidditch, y todos los miembros del EH se habían ido a casa, así que tampoco acudían a la Sala de los Menesteres (de donde, normalmente, salían agotados y sudorosos). Probablemente esa fue la razón por la que Harry despertó bastante tarde la mañana de Navidad. El sol estaba prácticamente en su cenit cuando levantó la cabeza de entre las mantas, medio mareado por el exceso de sueño, un poco desorientado y sorprendido al comprobar que Ron había abierto sus regalos sin despertarlo. Ron permanecía sentado en el borde de su cama, con expresión meditabunda. — ¿Qué ocurre? — preguntó Harry, soñoliento, luchando por incorporarse y enredándose aún más en las sábanas, que parecían decididas a no dejarle salir de la cama. Ron levantó la cabeza. — Mira esto — dijo, y le enseñó una cadenita que colgaba de su mano. Harry alargó el brazo todo lo que la manta le permitió, y cogió el pequeño colgante. De la cadena de oro colgaba un mensaje escrito en grandes letras de oro: "Cariño mío". — Eeh... — dijo Harry, observándolo detenidamente —. Puede que me equivoque, pero

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¿no es el mismo colgante que te regaló Lavender el año pasado? — Sí — contestó Ron —. Se lo devolví cuando lo dejamos. — ¿Entonces..? — Me lo ha vuelto a enviar. Harry contuvo una carcajada y disimuló retorciéndose dentro del nudo que habían formado sus sábanas, y que parecía enredarse más y más a cada momento. Finalmente desistió, tanteó en su mesilla de noche y cogió la varita mágica. — ¡Diffindo! — exclamó. La sábana se rasgó por la mitad, y la cama le dejó libre repentinamente, como si la otra sábana y la manta hubieran comprendido al verle que con él no se jugaba. El problema fue que estaba luchando con tanto ahínco que, al perder el apoyo de las cobijas, resbaló y cayó al suelo golpeándose la cara. Se enderezó, aturdido, pasándose la mano por la boca. La retiró cubierta de sangre. — Maldición — murmuró, y volvió a levantar la varita —. Episkey. — ¿Quieres dejar de hacer el tonto? — exclamó Ron, impaciente. Harry lo miró con el ceño fruncido, y se levantó del suelo lentamente. — Perdona — gruñó —. Es que me resulta mucho más interesante dejarme los dientes en el suelo que volver a oír todo lo que no te gusta de "Lav—Lav". — Muy gracioso — dijo Ron. — No es broma — respondió Harry, sentándose en el borde de la cama con cautela, pendiente de que las sábanas no volvieran a atacarlo por la espalda —. Bueno, si tienes que hacerlo, será mejor que me lo expliques rapidito. Ron bajó la mirada a la cadenita que colgaba de su mano.— No tengo ni idea — admitió — . Ella sabe que estoy... que... Bueno, que ya no quiero estar con ella. No sé por qué me lo ha enviado. Harry hizo una mueca. — Será mejor que lo escondas, antes de que Hermione lo descubra.

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Ron abrió mucho los ojos. — Tienes razón — susurró —. Yo... En ese momento se abrió la puerta del dormitorio, y por el hueco entró un enorme gato de color canela, que se detuvo, los miró perspicazmente y después maulló con fuerza. Pisándole los talones (o las patas, en este caso), entró Hermione. — Chicos, ¿estáis listos para...? Harry, ¿Qué haces todavía en pijama? Harry miró a Hermione frunciendo el ceño. — ¿Es que no sabes llamar a la puerta? — preguntó. Por el rabillo del ojo vio a Ron sentarse precipitadamente encima del colgante. — Ya casi es la hora de comer — respondió ella con un mohín —. Date prisa, tenemos que volver a la Biblioteca. Dio media vuelta y volvió hacia la puerta. — ¡Es Navidad, Hermione! — exclamó Ron. Pero Hermione ya había salido, y, o no le había oído, o no le hizo ni caso. La puerta se cerró de golpe. Ron se giró hacia Harry y suspiró profundamente, aliviado. — Menos mal — dijo, levantándose y cogiendo el colgante. Cuando Harry lo miró de nuevo, vio que las letras de oro se habían doblado bajo el peso de Ron —. Vaya — musitó —. ¿Y ahora cómo se lo devuelvo yo a Lavender? Harry se encogió de hombros y bajó la mirada hacia su propio montón de paquetes envueltos. — A lo mejor así se da cuenta de que no quieres que te lo siga regalando cada Navidad... — Sí, supongo — musitó Ron, dejando caer la cadenita encima de un montón de papeles de regalo arrugados —. O mejor ni se la devuelvo y así no tengo que explicarle nada. — Yo me preocuparía más por cómo se lo vas a explicar a Hermione si encuentra ese colgante — dijo Harry, desenvolviendo su primer regalo —. Wow, gracias, Ron — añadió, sosteniendo entre las manos una baraja de naipes explosivos. — De nada — respondió él —. No tenía... bueno, ya sabes, que no podía comprarte nada

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más... — No tenía cartas explosivas — le interrumpió Harry, dejándolas encima de la cama —. Muchas gracias, en serio. Ron se ruborizó. — Bueno, pensé que Hermione nos obligaría a pasarnos el día estudiando, así que no te vendría mal algo para distraerte, con todo este... ya sabes. — Sí... Hermione, como era de esperar, le regaló un libro gordísimo de Defensa Contra las Artes Oscuras, con una nota que explicaba que creía que hasta McLaggen sería un buen profesor si lo leyese detenidamente; Dobby le había hecho unos guantes con lana granate y amarilla, bastante gruesos pero inútiles, porque tenían sólo cuatro dedos cada uno. La señora Weasley enviaba su habitual jersey verde esmeralda y un enorme pedazo de pastel de manzana casero. Harry abrió su último regalo. — ¿Qué es eso? — preguntó Ron, interesado, inclinándose hacia abajo —. Es una túnica... Harry desdobló la túnica. Era negra, de paño, con un aspecto totalmente vulgar. De hecho, era exactamente igual a las que usaba a diario en Hogwarts. En uno de los pliegues encontró una nota.

Harry: Esta es una de nuestras nuevas túnicas—escudo, de las que te hablamos este verano en la boda de Bill, las que estábamos haciendo para el Ministerio. Hemos desarrollado este modelo, para venderlo como uniforme de Hogwarts en la tienda de Madam Malkin. Hemos pensado que te gustaría tener el primer prototipo. Protege de las maldiciones menores y de los encantamientos de desarme, aturdidores e inmovilizadores. Acuérdate de lavarlo con agua fría y sin jabón, que si no se le va el hechizo. Pero no se lo digas a nadie: no queremos que se nos estropee el negocio.

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Feliz Navidad. Fred y George.

— ¡A mí no me han regalado nada! — exclamó Ron, enfurruñado —. Serán... Bueno — añadió, cambiando de expresión —. Supongo que será para sellar las paces contigo. Después de la escenita que te montaron este verano... Harry se encogió de hombros. — Supongo — se limitó a decir, y se incorporó, dejando caer los papeles rasgados al suelo, para comenzar a vestirse. Se desabrochó la parte de arriba del pijama, estremeciéndose cuando el aire frío de la habitación rozó su piel desnuda. — ¿Qué has dicho? — preguntó a Ron. Éste levantó la vista del medallón de Lavender, desconcertado. — ¿Que qué? — preguntó. — ¿No has...? Ron lo miró, extrañado. — ¿Qué te pasa, Harry? En ese momento volvió a oírlo, y su corazón dio un brinco al ver que los labios de Ron no se movían. — ¡Harry Potter! — susurró una voz, desde algún lugar de la habitación. — ¿Has oído? — preguntó a Ron, que negó con la cabeza. — Harry, ¿te pasa algo?... — ¿No lo has oído? — exclamó Harry, sorprendido. Ron lo miró con expresión de susto. — Harry, ¿qué dices? — ¡Harry Potter! — volvió a decir la voz. Harry dejó caer la chaqueta del pijama al suelo. — Viene de por aquí... — murmuró, rodeando su cama hasta llegar a los pies de la misma.

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Allí sólo estaba su baúl. — ¿Es otro basilisco? — preguntó Ron, que se había quedado blanco de repente —. ¿Estás oyendo a alguien hablar en Pársel? — No — dijo Harry, mirando su baúl con extrañeza —. Pero aquí no hay nada que pueda hablar... — ¡Harry Potter! — dijo la voz por tercera vez. Esta vez, Harry no tuvo ninguna duda: provenía del interior de su baúl. Vaciló un instante, y abrió la tapa, ignorando la exclamación de desconcierto de Ron. Dentro, como esperaba, encontró un revoltijo de túnicas, jerseys, calcetines, libros y objetos variados: un chivatoscopio, algunas piezas de ajedrez mágico que se pusieron firmes al verlo, el Mapa del Merodeador, una miniatura de un Colacuerno Húngaro que hacía años que no veía y que desplegó las minúsculas alas perezosamente al ver la luz del día... — ¡Harry Potter! — repitió la voz en un tono de impaciencia. Harry abrió la boca, desconcertado: la voz provenía del fondo del baúl. Sacó apresuradamente todo su contenido, dejando el dormitorio de Gryffindor completamente desordenado, entre ropas, pergaminos, sábanas rotas, papeles de regalo rotos y arrugados, regalos y objetos varios. Y entonces lo vio. Debajo de todo lo que poseía había un espejo, pequeño, cuadrado, de aspecto antiguo y bastante sucio. Todavía tenía adherida a la parte posterior una notita, escrita en un trozo de pergamino, en la que reconoció la letra apretada de su padrino. Con el corazón latiéndole apresuradamente, se inclinó sobre el baúl, y alargó una mano temblorosa. Por fin. Había esperado dos años, dos años... y por fin iba a volver a verlo, iba a volver a hablar con él. Esta vez, esta vez... — Sirius — dijo con voz ahogada. — Harry, ¿qué...? — Pero estaba roto... — musitó, acariciando con la mano la parte posterior del espejo —.

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Yo mismo lo rompí. Cogió el espejo y, lentamente, le dio la vuelta para mirar en su interior. La desilusión estuvo a punto de hacerle dejarlo caer de nuevo dentro del baúl. — Lupin... — ¡Hola, Harry! — exclamó el rostro sonriente de Remus Lupin desde el interior del espejo —. Me imaginaba que Sirius te habría dado a ti el espejo de James. ¿Qué tal estás? — Yo... ¿Este espejo era de mi padre? — preguntó, curioso. Lupin enarcó una ceja. — ¿No te lo dijo Sirius? — dijo, sin perder la sonrisa —. Utilizaban estos espejos para estar en contacto cuando les separaban para cumplir algún castigo. Mucho menos a menudo de lo que merecían, a decir verdad. Harry le devolvió la sonrisa, recordando que sabía mucho más de aquello de lo que Lupin podía imaginar; no en vano, el curso anterior había tenido que clasificar todos los archivos de los castigos que Filch les había infligido durante los siete años que habían pasado en Hogwarts. — Me lo contó en una nota — respondió Harry, asintiendo —. Pero no la leí hasta que ya había muerto. Todavía está pegada a la parte de atrás de este espejo... Por cierto, que lo rompí hace años, ¿cómo puede estar entero otra vez? La sonrisa de Lupin se ensanchó. — Pensé que, después de más de seis años de educación mágica, ya sabrías que la magia puede actuar de formas muy distintas, Harry — dijo —. El espejo no se puede romper mientras siga en comunicación con éste. — Oh — contestó Harry. En realidad, tampoco le importaba demasiado; la única vez que había querido utilizar aquel espejo, no le había servido para lo que quería, de modo que saber que todo ese tiempo había seguido teniendo comunicación con el espejo que Sirius ya nunca cogería para responder a sus llamadas no le afectaba en absoluto.

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— Lo he encontrado entre las cosas de Sirius — continuó Lupin, haciendo caso omiso a la desilusión que, seguro, se reflejaba en el rostro de Harry —. Sólo quería desearte Feliz Navidad... — Gracias, igualmente — dijo Harry —. ¿Dónde estás? Lupin torció la cabeza para permitirle ver lo que tenía detrás. En una pared deslucida, de la que colgaba el papel a tiras, se veía un tapiz sucio y descolorido. — En tu casa — contestó —, en Grimmauld Place. Molly me dijo que a lo mejor veníais a pasar aquí las vacaciones, y me pidió que me quedase por si acaso, pero ya veo que seguís en Hogwarts, ¿no? — Sí — dijo Harry —. No nos apetecía mucho ir a Grimmauld Place, la verdad... Siento que hayas tenido que quedarte ahí en Navidad. Lupin se encogió de hombros. — No me importa — respondió, sonriente —. En realidad, vivo aquí la mayor parte del tiempo. Además, Tonks se ha quedado conmigo, y hoy van a venir Bill y Fleur a cenar... Por cierto, antes de que se me olvide, ¿podrías ponerte en contacto con ellos para decirles dónde está la sede? Me temo que si no lo haces no van a ser capaces de encontrarla. — Sin problemas — dijo Harry, devolviéndole la sonrisa —. Supongo que estarán en La Madriguera, ¿no? Lupin se encogió de hombros. — Hoy comen allí, claro — respondió —. Pero no sé si se quedarán toda la tarde. — Bueno, luego los buscaré en la Red Flu. Porque si envío a Hedwig no creo que llegue a tiempo... — No — dijo Lupin —. Tu lechuza es muy lista, pero no creo que pudiera llegar a La Madriguera en sólo unas horas. Bueno, Harry... Siento que no queráis venir a cenar vosotros también. Nos encantaría veros a todos de nuevo, y me imagino que Molly estaría contenta si pudiéramos decirle que Ron está vivo, sano y salvo, y entero.

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— Ya — asintió Harry —. Lo siento... — No te preocupes — dijo Lupin, negando con la cabeza —. Yo también me quedaría en Hogwarts a pasar el día si todavía fuera un estudiante. Pasadlo bien, y no estudiéis mucho, ¿de acuerdo? Harry soltó una risita. — De acuerdo — dijo, sonriente. — Oye — añadió Lupin —, ya sabes que este espejo es tuyo también, ¿eh? Está en la habitación de Sirius, por si quieres recuperarlo — Harry negó con la cabeza —. Ya sabes que puedes usarlo también para ponerte en contacto conmigo, si... si me necesitas y no hay otra forma. ¿De acuerdo? — Sí — asintió Harry. — Bien. Hasta luego, Harry. — Adiós... La imagen de Lupin se desenfocó rápidamente, haciéndose más y más borrosa. Al cabo de un momento, el espejo se oscureció, y, un segundo después, Harry se encontró sonriendo a su propio reflejo.

La comida de Navidad fue bastante triste, ellos tres solos con los profesores, Filch, la señora Pince y la señora Pomfrey, en una pequeña mesa en mitad del inmenso y vacío Gran Comedor, rodeados por los doce grandes árboles de Navidad. Ni siquiera la presencia de Hagrid, que se sentó a su lado, pudo impedir que fuera una de las comidas más incómodas que habían vivido en los últimos tiempos; de modo que, en cuanto hubieron servido los postres y creyeron que no era de mala educación abandonar la mesa, se levantaron, murmuraron unas apresuradas disculpas y salieron del Gran Comedor. Ron trató de convencer a Hermione para que no les obligase a volver a la Biblioteca el día

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de Navidad, pero fue Harry el que insistió en ir a seguir buscando. Quería descartar por completo la Biblioteca para empezar a buscar al esquivo R.A.B. en otros lugares; Hermione ya había hablado de acudir al registro del Ministerio, que seguramente sería mucho más completo que el de Hogwarts. Harry estaba empezando a sentir tanta desesperación que estaba dispuesto a acceder a las peticiones de Scrimgeour con tal de tener la oportunidad de encontrar a R.A.B., o a R. Arcturus B., como Hermione insistía en llamarlo. No encontraron a nadie, Arcturus o no. Buscaron en Grandes Eventos Mágicos del Siglo XX, en Cronología de las Artes Oscuras, en la Enciclopedia Mágica Actual e incluso en Nombres de Nuestro Tiempo: los Grandes Magos de la A a la Z. — Sigo pensando que deberíamos buscar lo de "Rinoceronte Asfixiado por una Boa" — refunfuñó Ron, pasando ausente las páginas de Historia Mágica de Inglaterra: del Tratado de Creación de la Confederación Internacional de Magos hasta nuestros días. — Ron, no es cosa de risa — le espetó Hermione con el ceño fruncido. — No bromeo — contestó él, con la cabeza apoyada sobre el brazo y la otra mano pasando perezosamente las páginas, sin molestarse en leer el contenido del libro —. Seguro que perdíamos menos el tiempo que buscando a ese estúpido "Arcturus". — Si realmente estuvieras buscándolo, Ron — dijo Hermione —, a lo mejor encontrabas algo. — ¿Pero qué idiota iba a llamar a su hijo con un nombre de estrella? — exclamó Ron, lanzando a un lado un grueso volúmen y mirando a su alrededor con cara de susto, buscando a la señora Pince con la mirada. — Ron — dijo Hermione, inclinándose hacia delante —. "Arcturus" es un seudónimo, como... como el de "Axebanger", por ejemplo. No es un nombre. Nadie tiene nombre de estrella. — Bueno — dijo Harry, pensativo —, Sirius es un nombre de estrella, ¿sabes? — Sí, y sus padres eran idiotas, seguro — refunfuñó Ron.

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— De acuerdo — reconoció Hermione a regañadientes —. Pero Sirius es un nombre normal, mientras que... — Además, "Arcturus" no sólo es un nombre de estrella — dijo Harry, hojeando un antiguo registro de magos sospechosos de tenebrismo —. El famoso rey Arturo se llamaba así, ¿no? — ¿El discípulo de Merlín? — preguntó Ron, haciendo garabatos sobre un trozo de pergamino desechado —. Sí, supongo que sí. — Vale — dijo Hermione, cerrando el libro de golpe —. Buscaremos "Arcturus" no sólo como seudónimo, sino también como nombre, ¿de acuerdo? Ron se encogió de hombros, dejó la pluma a un lado y cogió un libro al azar del enorme montón que había sobre la mesa. Harry, por el contrario, se quedó pensativo. — Un nombre de estrella... — murmuró. Hermione chasqueó la lengua. — ¿No acabas de decir que Arcturus es un nombre de persona, Harry? — preguntó, impaciente. — Sí, pero... Sirius... Ron levantó la cabeza con expresión de aburrimiento absoluto. — Sí, Sirius también es un nombre de estrella — dijo —. Acabas de decirlo, Harry. Harry cerró el libro de golpe, con la sangre agolpándose en sus oídos y zumbando fuertemente. De repente, algo hizo "clic" en su cerebro, y todo encajó. El zumbido se detuvo tan bruscamente como había comenzado. Aquella mañana había visto algo que le había rondado por el cerebro desde entonces. Y, de pronto, sabía por qué. Se levantó de un salto, tirando un par de libros al suelo. Hermione se apresuró a recogerlos antes de que acudiera la señora Pince a ver qué había causado el estrépito. — Vámonos — dijo Harry, embutiendo pergaminos y plumas en su mochila a toda prisa. Hermione asomó la cabeza desde debajo de la mesa, donde se había tirado a cuatro patas para

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coger los libros que Harry había tirado. — ¿Irnos? — exclamó, sorprendida —. ¿A dónde? — A Grimmauld Place — respondió Harry, cerrando la cremallera de la bolsa con tanta violencia que la costura se rasgó. La golpeó impaciente con la varita, y se colgó la mochila, milagrosamente reparada, del hombro. Ron y Hermione permanecían inmóviles, mirándolo con cara de desconcierto y asombro. — ¿A Grimmauld Place? — balbució Ron, con la mano petrificada y una página a medio pasar —. ¿Ahora? — ¿Por qué, Harry? — preguntó Hermione, incorporándose del suelo con un libro en cada mano. — Os lo explicaré más tarde — contestó él —. ¡Vámonos! — Pero... Harry... Harry giró sobre sí mismo para mirar a Hermione, exasperado. — ¿Qué? Hermione tragó saliva y se puso en pie. Dejó los dos libros sobre la mesa y cogió su mochila. — Tienes que decírselo a McGonagall — dijo, vacilante —. Ya sabes lo que te dijo la última... Harry cerró los ojos y apretó los puños, impaciente como no lo había estado en su vida. Esperó unos segundos para controlarse y volvió a mirar a Hermione. — De acuerdo — dijo —. Vamos a su despacho. Así podremos irnos desde su chimenea. Ron soltó un gruñido. — ¿Nos vamos así, sin más? — preguntó con voz dolorida —. ¿Sin coger ni siquiera un pijama? Harry se volvió para mirarlo.

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— Si estoy en lo cierto — dijo —, podemos volver a dormir aquí.

— CAPÍTULO 20 — R.A.B.

— ¡Harry! Lupin se quedó paralizado en mitad de la cocina, con una ensaladera en la mano y expresión de incredulidad. Desde la enorme mesa de madera que ocupaba el centro de la estancia, Tonks, Bill, Fleur y Kingsley Shacklebolt observaban asombrados la chimenea de la cocina, de donde salió Harry, sacudiéndose la túnica y sin soltar la mochila que había llevado a la Biblioteca horas antes. Un instante después surgieron de entre las llamas Ron y Hermione, jadeantes después de la carrera que Harry les había obligado a darse desde la Biblioteca hasta el despacho de McGonagall. — Harry, ¿qué haces aquí? — preguntó Lupin, inmóvil en el sitio donde se había quedado cuando la chimenea había empezado a expulsar llamas verdes, al ver que Harry tenía intención de salir corriendo de la cocina sin siquiera saludarles —. ¿Has cambiado de idea? ¿Venís a cenar?

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— Quizá — contestó Harry, apresurándose por alcanzar la puerta de la cocina —. Hola a todos, y Feliz Navidad, y todo eso. Ahora os veo. Y abrió la puerta y salió al tenebroso pasillo de piedra que daba a las escaleras, por las que se subía al recibidor. Oyó cómo Ron y Hermione saludaban a los asombrados comensales y se apresuraban a seguirlo; en ese momento se le ocurrió una idea, y giró sobre sí mismo. Chocó contra Hermione cuando ésta salía por la puerta de la cocina. Conteniendo un gemido, la esquivó como pudo y asomó la cabeza: Lupin seguía petrificado, ensaladera en mano, mirando la puerta con los ojos desorbitados de sorpresa. Los demás hacían muecas de incredulidad. — Por cierto, Remus — dijo bruscamente —, ¿cuál es tu segundo nombre? Lupin abrió la boca varias veces antes de contestar. — John — balbució —. ¿Por qué? — Supongo que es el nombre de tu padre, ¿no? — preguntó Harry. — Eh... sí, pero... — ¿Y el tuyo, Bill? — preguntó a bocajarro, ignorando a Lupin. Bill parpadeó. — Arthur — respondió. Harry miró elocuentemente a Tonks. — Andromeda — dijo ella, con una sonrisa de curiosidad —. ¿Estás haciendo un estudio, o algo así, Harry? — ¡Gracias! — exclamó Harry, y volvió a cerrar la puerta. Evitó a Ron y a Hermione, que parecían aún más perplejos que los que se habían quedado dentro de la cocina, y subió las escaleras de dos en dos. Abrió con un violento golpe la puerta de la sala de estar del primer piso, y entró sin preocuparse por si Hermione y Ron lo seguían o no. Tal y como recordaba haber visto aquella misma mañana en el espejo, allí estaba, colgado del muro de color verde aceituna: un viejo y

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desgastado tapiz, mugriento y roído por las doxys y por animalillos aún peores, bordado en hilo de oro. El árbol genealógico de la familia Black. Buscó entre los nombres, que todavía brillaban dorados entre la suciedad que cubría el paño, hasta encontrar uno, junto a un agujero quemado que destacaba en la parte inferior del tapiz. — Aquí está — musitó, y una alegría feroz se apoderó de sus entrañas, haciéndole estallar en una carcajada demente —. Lo he encontrado. — Harry, ¿puedes explicarnos qué pasa? — exigió Ron, sofocado y sudoroso. Hermione parecía no tener aire suficiente para hablar: se apretaba el costado con una mano y jadeaba fuertemente. Como hizo Sirius años atrás, Harry posó un dedo en el árbol genealógico, sobre uno de los nombres: "Regulus Black". Hubo un minuto de silencio, denso, palpable, que casi se podía masticar, al cabo del cual Hermione soltó un suave gemido y Ron ahogó una exclamación. — R.A.B. — dijo Harry, triunfante, con unas enormes ganas de reír —. Lo hemos encontrado... — Pero... pero... — murmuró Ron, confuso —. Pero... ¿Y la "A"? Harry lo miró, sin poder contener una sonrisa. — Supongo — dijo Hermione débilmente —, que, si Sirius tenía nombre de estrella, su hermano Regulus también podía tenerlo, ¿no? Regulus Arcturus... — Eso es lo primero que he pensado — admitió Harry, recorriendo con el dedo el nombre desgastado del hermano de su padrino —. Y más sabiendo que los nombres de estrellas y constelaciones no son nuevos en la familia Black... La madre de Tonks, la prima de Sirius, se llamaba Andromeda. — Oh... ¿Entonces yo tenía razón? — preguntó Hermione, alborozada —. ¿Con lo de Arcturus?

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— No — sonrió Harry —. Regulus no se llamaba Arcturus. — ¿No? — dijo Hermione, un poco decepcionada —. ¿Y cómo lo...? Harry chasqueó la lengua, mirando el tapiz detenidamente. — Lo tenía delante de las narices — dijo, pasando la mano por el paño —. Sirius me dio la pista hace años... No sé cómo he podido ser tan estúpido. — Harry, ¿quieres hacer el favor de explicarte? — exclamó Ron, frunciendo el ceño de impaciencia. Harry soltó otra carcajada. — Alphard — contestó —. Se llamaba Alphard. Regulus Alphard Black. R.A.B.. Hermione se acercó al tapiz, pensativa. — Aquí no pone nada de Alphard, Harry — dijo en voz baja —. ¿Cómo...? Ah — añadió, abriendo mucho los ojos —. Ha sido por los nombres... Por eso le has preguntado a Lupin cómo se llama... — Exacto — asintió Harry, eufórico, dando una palmada en el tapiz que hizo que surgiera una nube de polvo y suciedad. Tosió y se enjugó los ojos. — Pero tú no sabías cómo se llamaba Regulus — dijo Hermione —. Aquí no lo pone... ¿O es que te lo dijo Sirius? — No — admitió Harry —. Pero Sirius me dio la información que necesitaba. Solo que he sido demasiado estúpido para darme cuenta hasta que he visto el tapiz. — Pero si el yuyu te ha dado en la Biblioteca... — Sí, pero esta mañana Lupin estaba justo aquí cuando me ha llamado por el espejo — dijo Harry —. No me he dado cuenta hasta que no he caído en lo de Arcturus. — ¿Pero no decías que no se llamaba Arcturus? — exclamó Ron, pasándose la mano por el pelo para quitarse el polvo que se le había adherido —. Perdona, pero no me estoy enterando de nada, Harry... Harry contuvo un gruñido de impaciencia.

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— A ver, Ron — dijo, armándose de paciencia —. ¿Cómo te llamas? — ¿Que cómo...? — ¡Que cómo te llamas! — Eh... Ronald Weasley — dijo Ron, dubitativo —. Pensé que ya lo sabías... — ¡El segundo nombre! — exclamó Hermione, exasperada. — Ah — Ron parecía más perdido que nunca —. Ronald Bilius Weasley. Sí, es horrible — admitió, un poco ruborizado —, pero es que tenía un tío que... — Eso es — le interrumpió Harry —. Un tío. ¿Lo ves ahora, Hermione? Ella asintió enérgicamente. Ron, sin embargo, parpadeó, desconcertado. — ¿Qué pasa con mi tío? — preguntó —. Fue el que vio al Grim y la palmó a las veinticuatro horas... Hombre, no es de buen agüero, pero tampoco es como para... — Te llamas Bilius — explicó Harry —, porque no eres el hijo mayor. Ron lo miró, sin comprender. — Ya sé que no soy el hijo mayor, pero sigo sin... — A ver, Ron — dijo Harry, sonriendo —. Yo me llamo Harry James, porque mi padre se llamaba James. Lupin es John también por su padre, y Tonks, Andromeda por su madre... — Y yo me llamo Jane también por mi madre — asintió Hermione, emocionada. — Sí — admitió Ron —, es una costumbre que viene de hace... — Pero tú no te podías llamar Arthur — interrumpió Harry —, porque es Bill el que se llevó de segundo nombre el de tu padre. Así que... — ...te llamaron como a tu tío Bilius — finalizó Hermione, que se ruborizaba por momentos, sofocada del entusiasmo. — Sí, ¿y qué? — ¡Pues que Regulus era el hermano pequeño de Sirius! — gritó Harry, con la mirada iluminada —. No podía llamarse como su padre, porque fue Sirius el que se llevó ese segundo

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nombre... Así que tuvieron que llamarle como a su tío, igual que a ti. Ron abrió la boca, con los ojos desorbitados. — ¿Y Regulus tenía un tío que...? ¿Cómo lo sabes? — Sirius me lo contó — explicó Harry, volviendo la mirada al tapiz y buscando otro agujero chamuscado, para posar el dedo sobre él —. Este es el lugar donde estaba su tío Alphard. La familia le repudió porque dejó en herencia a Sirius un dinero que él utilizó para marcharse de esta casa... Pero eso fue mucho después del nacimiento de Regulus, así que pudieron ponerle su nombre antes de repudiar a Alphard. Hermione pasó la mano por el tapiz con aire ausente. — Claro... — murmuró, rozando con el dedo el agujero donde una vez estuvo el nombre de Sirius —. Cómo no hemos caído antes... Regulus era un mortífago, y traicionó a Voldemort... — Sí — asintió Harry, apartándose de la frente el rebelde mechón de cabellos negros —. Sirius me contó que, según había oído, Regulus sintió pánico ante lo que Voldemort le exigía que hiciera, y entonces huyó. Lupin dijo que sólo duró unos tres días antes de que los mortífagos lo matasen... Pero ¿y si Regulus no huyó porque sintió pánico? ¿Y si descubrió lo de los Horcruxes, traicionó a Voldemort, encontró el medallón de Slytherin, lo robó y lo destruyó, y después los mortífagos lo encontraron y lo asesinaron? Ron consiguió, por fin, cerrar la boca. — Pero... entonces... ¿Fue Regulus el que dejó esa nota? — preguntó, vacilante —. ¿Regulus era R.A.B.? — Claro que sí — contestó Hermione, girándose para mirarlo —. Todo encaja... Regulus Alphard Black... un mortífago... y fue Voldemort, o sus mortífagos, los que le mataron por traidor... — Tenemos que asegurarnos — dijo repentinamente Harry —. Lo de "Alphard" es sólo una teoría, sólo sabemos que tenía un tío llamado Alphard, nada más. Vamos.

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Recorrió la sala de estar en dos zancadas y cogió el pomo de la puerta. — Vale — murmuró Ron detrás de él, mientras Harry abría la puerta de un tirón y salía de la salita —. Estoy muerto de hambre. Hermione ahogó un gruñido. Cuando llegaron a la cocina, los cinco comensales no habían empezado todavía a cenar. Al parecer, Lupin había conseguido salir de su estupor, ya que la ensaladera estaba sobre la mesa y él se había sentado junto a Tonks. Parecían estar esperándolos: en lugar de empezar a servirse la cena, se entretenían mordisqueando trozos de pan y frutos secos. — Bueno, entonces, ¿os quedáis a cenar? — preguntó Lupin al verlos entrar por la puerta de la cocina. Harry se acercó a la mesa, esbozando una amplia sonrisa. — Creo que sí. — ¿Y qué buscábais, si no es indiscrección? — dijo Lupin, arrastrando la silla hacia Tonks para hacerles hueco. Harry se encogió de hombros y sacó la varita del bolsillo de la túnica. — No creo que sea el momento de contároslo — respondió, agitando la varita y convocando tres sillas más, que aparecieron junto a él sin un sonido —. Más adelante, quizá... Lupin lo miró con el ceño fruncido un instante, mientras Fleur se acercaba más a Bill para que cupiesen las tres sillas extra que Harry acababa de hacer aparecer. — ¿Era por el espejo? — preguntó finalmente —. ¿Es por eso por lo que habéis venido? — Qué va — respondió Harry, haciendo un gesto vago con la mano y sentándose a su lado. — Está en la habitación de Sirius, por si quieres llevártelo... — No, no — se apresuró a decir Harry, mientras Ron y Hermione se sentaban a la mesa —. No, quédatelo tú. Nunca viene mal tener un modo de comunicarme con el exterior de Hogwarts... Ojalá lo hubiera sabido antes — añadió en un murmullo sin poder evitar que la amargura tiñera su

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voz —. Ojalá lo hubiera visto cuando debía. Lupin carraspeó, incómodo, y se levantó a por una bandeja que reposaba sobre la encimera, con un enorme pavo relleno de color dorado y un aspecto tal que los ojos de Ron empezaron a brillar al instante. De hecho, Harry vio por el rabillo del ojo cómo hacía esfuerzos para no lanzarse sobre la bandeja cuando Lupin la colocó sobre la mesa. — Yo lo "tginchagué", "Guemus" — se ofreció Fleur, solícita, levantándose y alargando la mano hacia el cuchillo, que Lupin había colocado junto a la bandeja —. "Siempgue" lo hacía en casa, en la comida de Navidad. — De acuerdo, gracias, Fleur — contestó Lupin, volviéndose hacia Harry —. Oye, ¿puedes decirme lo que...? — No me lo preguntes, Remus — le interrumpió Harry —. No te lo puedo contar. Ahora no. Lupin lo miró intensamente un buen rato, mientras Fleur trinchaba el pavo con movimientos diestros. Harry aguantó su mirada, y después, sin poder contenerse, le preguntó: — ¿Cómo se llamaba el hermano de Sirius? Lupin enarcó las cejas, sorprendido, y parpadeó rápidamente. Harry se dio cuenta de que estaba intentando comprender por qué le hacía esa pregunta tan extraña y tan fuera de lugar en ese momento. Tuvo la sensación de que, si aguzara el oído, sería capaz hasta de escuchar cómo se movían, frenéticos, los engranajes del cerebro de su antiguo profesor. — Supongo — dijo Lupin al fin, lentamente, como si sopesara cada palabra antes de pronunciarla — que te refieres al segundo nombre, como nos has preguntado antes a nosotros. Porque ya debes saber que se llamaba Regulus, ¿no es así? Harry asintió enérgicamente, y Lupin frunció el ceño. — No lo tengo muy claro — respondió, entrecerrando los ojos, pensativo —. Creo que tenía el nombre de un tío, o un primo suyo, pero no recuerdo... ¿Albert? No... Espera — dijo de

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pronto, levantándose de la mesa. Fleur le dirigió una mirada indignada. — "Guemus" — exclamó, soltando los afilados cuchillos encima de la bandeja del pavo a medio trinchar —, vamos a "empezag" a "cenag"... — Sólo será un momento — dijo él, y salió apresuradamente de la cocina, dejando que la puerta se cerrase con un golpe sordo. Apenas les dio tiempo a intercambiar una mirada desconcertada, y Lupin ya estaba de vuelta, sujetando entre las manos un pergamino muy manoseado. Volvió a sentarse y lo desplegó. — Es una copia del título de propiedad de la casa — explicó, ante la mirada inquisitiva de Harry —. Tú tienes el original entre los papeles que te di este verano, pero éste tiene que permanecer en el inmueble... Eso es lo que dice la ley, y no nos conviene que te enfrentes otra vez al Ministerio, ¿no te parece? — sonrió —. Podrían detenerte con la excusa de que no tienes tu Patrimonio en regla, y volver a insistir en que les ayudes y les hagas propaganda hasta que lo hagas de puro aburrimiento, por no escucharles más. — No, muchas gracias — respondió Harry —. ¿Y ahí viene el nombre de Regulus? — preguntó, interesado. — Claro — asintió Lupin —. Vienen todos los propietarios y herederos desde su construcción. Veamos... — Estudió el documento unos momentos, con la frente arrugada, concentrado —. Harry James Potter... Sirius Stephen Black... Ursula Kirsten Black... Stephen Randolf Black... No, espera — rectificó, paseando la mirada por el pliego de pergamino —. Esta es la columna de los propietarios, y Regulus nunca lo fue, murió antes de... A ver, herederos... — Paseó el dedo por el pergamino de abajo a arriba —. Sí, Sirius está borrado, como imaginaba... Claro, es lógico, lo desheredaron cuando se fue a vivir con James. Aquí está, escrito encima — asintió, levantando la mirada —. Regulus Arcturus Black. Por supuesto... Su tío abuelo se llamaba Arcturus, si no recuerdo mal. Debe estar en el árbol genealógico que hay arriba... Hermione contuvo un grito de triunfo, e intentó disimular el júbilo tirando su servilleta al

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suelo, ruborizada de emoción. Harry se había quedado mudo por un momento; sin embargo, poco a poco fue comprendiendo que, aunque no hubiera sido el nombre que él creía, sus iniciales seguían siendo R.A.B.... Podía perfectamente serlo... De hecho, seguro que lo era. Sintió que su rostro se ruborizaba igual que el de Hermione, y bajó la cabeza; cuando se incorporó, comprobó, sin embargo, que no había conseguido engañar a Lupin, que lo observaba con el ceño fruncido y una expresión de suspicacia. — ¿Para qué te interesa saber cómo se llamaba Regulus? — preguntó. Harry se encogió de hombros, eludiendo la respuesta. Lupin insistió: — Regulus murió cuando tú todavía no habías nacido, no sé para qué puedes querer... — Pensaba que había muerto hace dieciséis años — le interrumpió Harry, agarrándose a aquella excusa para alejarse del tema de su curioso interés por su segundo nombre. — No — negó Lupin, tendiendo su plato a Fleur para que le sirviera un trozo de pavo —. De hecho, murió pocos días antes de que tú nacieras. Un mes antes, más o menos. — ¿Un mes...? Harry se quedó mudo de pronto. Había descubierto la identidad del misterioso R.A.B., pero eso sólo parecía haber producido más interrogantes: ¿Cómo descubrió Regulus lo de los Horcruxes de Voldemort, siendo, como había dicho Sirius, "muy poco importante como para que Voldemort se molestase en matarlo él mismo"? ¿Cómo había conseguido hacerse con el medallón, si no había sido capaz de ocultarse de los mortífagos más de tres días? ¿Lo había destruido antes de morir, o no habría tenido tiempo más que de ocultarlo, o, aún peor, lo habría recuperado Voldemort después de asesinarlo? Y, sobre todo: ¿tenía alguna importancia el hecho de que hubiera robado el Horcrux y hubiese muerto justo cuando Sybill Trelawney había pronunciado la profecía que había cambiado el destino de Harry antes incluso de nacer?

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Pese a las quejas de Ron, que protestaba por no haber tenido tiempo de disfrutar sus regalos de Navidad, Harry decidió quedarse a pasar la noche en Grimmauld Place, y dedicar el día siguiente a registrar la casa. Ron sostenía que, si Regulus había prometido destruir el Horcrux, probablemente lo habría hecho. Pero Harry quería asegurarse de que Regulus no había escondido el Horcrux en su casa antes de morir; podía darse el caso de que lo hubiese dejado allí, pensando recogerlo cuando estuviera más seguro, y después los mortífagos, o el mismo Lord Voldemort (dijera lo que dijese Sirius acerca de la poca importancia de Regulus en las filas de sus seguidores), lo hubieran asesinado antes de que pudiera destruirlo. — ¿Y crees que lo escondería aquí? — gruñó Ron —. ¿En su casa? ¿No es el sitio donde antes lo buscaría Quien—Tú—Sabes? — Nada se pierde con buscar un poco — suspiró Hermione —. Pero me temo que, en el caso improbable de que Regulus no lo destruyese, lo más lógico es pensar que nosotros mismos lo tiramos a la basura cuando hicimos la limpieza de la casa, hace dos años. La euforia por haber encontrado por fin a R.A.B. decayó cuando Harry comprendió que Hermione tenía razón: era muy posible que el Horcrux hubiera acabado en la basura en un descuido, junto con todos los demás objetos de la casa. — No sabes si el medallón acabó aquí — le dijo Hermione, intentando animarle, cuando Harry se dejó caer en una vieja butaca, desanimado —. Como dice Ron, lo más probable es que le diera tiempo a destruirlo antes de que los mortífagos lo encontrasen. — Sí, pero no podemos estar seguros — murmuró Harry —. Y hasta que no esté seguro de que todos los Horcruxes han sido destruidos, no puedo ni soñar con enfrentarme con Voldemort. Estoy muerto —. Sacudió la cabeza, desalentado. — Anímate, Harry — dijo Hermione, forzando una sonrisa —. Hemos avanzado mucho, ¿no?... Por lo menos, ya sabemos quién era R.A.B.. Ahora podemos investigar a ver si descubrimos qué fue lo que hizo esos tres días que estuvo desaparecido, antes de que lo matasen.

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— Como si fuera tan fácil — rezongó Harry, levantándose sin ánimos para continuar la búsqueda. Efectivamente, no había señal del Horcrux en ninguno de los rincones de la casa, desde la habitación del ático hasta la cocina, pasando por el dormitorio de la madre de Sirius, las habitaciones del segundo piso, la salita, el comedor y el recibidor; tan sólo se habían librado unos cuantos objetos de la limpieza que hicieron cuando la Orden del Fénix decidió hacer de la casa de Sirius su sede, y ninguno de ellos era ni parecido al medallón de Slytherin. Tuvieron un leve atisbo de esperanza cuando Ron les recordó que Kreacher había estado en Grimmauld Place mientras se dedicaban a la limpieza, y que, en más de una ocasión, había escondido cosas que cogía de las bolsas destinadas a la basura para salvarlas. Pero, por mucho que pusieron patas arriba el armario que había bajo la caldera de la cocina, en el que Kreacher había vivido hasta que Harry le envió a Hogwarts, no encontraron ningún medallón. Eso sí, había mugre, objetos rotos y desgastados, trapos viejos y restos de comida por todas partes; Hermione estuvo a punto de colgarse de la lámpara de la cocina cuando un ratón salió correteando de debajo de una manta hecha jirones, e incluso Harry tuvo que contener el asco ante el horrible olor que surgía de la guarida del viejo elfo doméstico. Encontraron las viejas fotos que Kreacher había guardado, y que ya habían visto años antes; la de Bellatrix Lestrange continuaba rota, arreglada precariamente con un trozo de celo mágico que ya amarilleaba; también había monedas brillantes, un reloj de oro, una cajita de rape plateada que ninguno de ellos quiso tocar (ya tenían experiencia con las cajas que los Black guardaban en su casa), tazas desportilladas, y, curiosamente, la vieja Orden de Merlín, de primera clase, del abuelo de Sirius. Pero ni rastro del Horcrux de Voldemort. — Quizá lo escondió en otro sitio... — sugirió Ron al caer la tarde, una semana después, cuando se sentaron en el antiguo sofá, exhaustos y decepcionados. — No merece la pena seguir buscando — asintió Hermione —. Es evidente que aquí no

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está. Harry enterró la cabeza entre las manos, pensativo. — ¿Pero dónde más podría estar? — preguntó para sí en voz alta —. Que sepamos, Regulus vivió aquí siempre, hasta que murió. — Podría habérselo dado a Sirius — dijo Ron, frotándose las manos para devolverles el calor en el gélido ambiente de la sala de estar —. Bah, olvidadlo, es imposible. — Sí — contestó Harry innecesariamente —. Si Sirius hubiera sabido lo de los Horcruxes, se lo habría contado a Dumbledore. Y se habría asegurado de que Dumbledore tuviera en su poder el medallón. Nos habríamos ahorrado el viaje hasta esa estúpida cueva. — No creo que Regulus se deshiciera del Horcrux, con lo que debió costarle encontrarlo — comentó Hermione, suspirando —. No, fuera donde fuera, si no lo destruyó se lo llevó con él. — Lo que nos lleva a un callejón sin salida — se desesperó Harry —. Si lo destruyó o no, no podemos saberlo. Y, si no lo destruyó, lo más probable es que acabase de nuevo en manos de Voldemort. Harry recurrió una vez más a Lupin para preguntarle qué sabía de Regulus desde que había huído de Voldemort hasta que había sido asesinado. De nuevo, tuvo que eludir las preguntas de Lupin, que, evidentemente, no se explicaba el repentino interés de Harry por alguien a quien ni siquiera había conocido, y al que, de haberlo conocido, no le habría tenido demasiada simpatía. Pese a todo, fue una pérdida de tiempo; Lupin no sabía qué había hecho Regulus para suscitar el rencor de Voldemort, no sabía cómo había huído, no sabía dónde había estado, no sabía cómo había muerto, ni le interesaba lo más mínimo.

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