— CAPÍTULO 21 — El libro desaparecido
Pese a que Harry insistía en volver a registrar Grimmauld Place de arriba a abajo para asegurarse de que Regulus no había dejado allí el Horcrux, Hermione consiguió convencerlo para que volvieran a Hogwarts, después de que Ron pusiera el grito en el cielo. — ¡Llevamos dos semanas buscando! — gritó, furioso —. ¡Dos semanas durmiendo sin un mísero pijama, con la misma túnica y la misma camiseta! ¡Llevo dos semanas sin cambiarme de ropa interior, Harry! — Por lo menos te has duchado... — ¡Sí, pero con agua fría! — exclamó Ron, y sus orejas comenzaron a ponerse de un peligroso color carmesí idéntico al de su pelo —. ¡Quiero volver a mi baño, con mi enorme piscina y mis grifos diferentes! ¡Quiero ponerme una túnica limpia! ¡Quiero volver a Hogwarts! — No es tu baño, es el baño de los prefectos — discutió Harry, contrariado —. Y yo también lo uso, así que... — Harry — terció Hermione con voz calmada —. Ya hemos mirado ocho veces en cada rincón de la casa, y no hemos encontrado nada. Hace dos días que ha empezado el trimestre, y creo que lo más sensato es volver al colegio hasta que sepamos dónde seguir buscando. — ¡Agua caliente! — gritó Ron, poniendo fin a la discusión.
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A regañadientes, contra su voluntad y no sin discutir unas cuantas veces más, Harry accedió a regresar a Hogwarts, pero le encomendó a Lupin (también a regañadientes) que intentase descubrir lo que había hecho Regulus esos pocos días antes de su muerte. Lupin aceptó, pero a cambio exigió saber por qué era tan importante para Harry. Después de mucho discutir, Harry decidió decirle que era una tarea que Dumbledore le había encomendado antes de morir, y Lupin se dio por satisfecho, aunque le dirigió una última mirada preocupada. — Sabes que podemos ayudarte a hacer lo que sea, Harry... — No, gracias — respondió él evasivamente —. Dumbledore me pidió que lo mantuviera en secreto, así que... Salieron de la chimenea del despacho de McGonagall uno detrás del otro, y la directora levantó la mirada de un pergamino que estudiaba atentamente con una mirada alarmada, haciendo un gesto brusco en dirección a su varita, que descansaba sobre el escritorio. — Ah, sois vosotros — dijo, el alivio mezclado con el disgusto en su voz cortante —. Veo que has decidido volver, Potter. Por cierto, hoy es jueves. — Sí — contestó él, sacudiéndose la túnica. — Lo decía por si no sabías en qué día vives — dijo ella, sardónica —. ¿Habéis tenido unas vacaciones interesantes? — preguntó McGonagall, irónica, volviendo la vista a su pergamino. Harry sonrió. — Han estado bien, gracias, profesora McGonagall — dijo, encogiéndose de hombros —. Demasiado cortas, como siempre. — No tanto — le espetó ella sin apartar la mirada del pergamino —. Han debido ser muy buenas, para que hayáis decidido prolongarlas tres días más que el resto de vuestros compañeros. Harry hizo una mueca; no pudo evitar pensar que, si en lugar de la profesora McGonagall hubiesen aparecido delante de Snape, ya estaría soportando una de sus ácidas críticas acerca de su despreciable engreimiento e inexistente respeto por las normas.
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— Perdone, profesora — dijo sin arrepentirse en absoluto —. Nos ha surgido un asunto ineludible. Esta vez sí, McGonagall levantó la mirada y la clavó en Harry. A su lado, Ron y Hermione se revolvían, incómodos. — Espero que tengáis preparada una buena excusa para contársela a vuestros compañeros — dijo severamente —. Eso, o empiezas a darme algo para que te prepare las excusas yo misma a cambio, Potter. Harry no dijo nada. — Está bien — suspiró la profesora McGonagall —. Daos prisa y a lo mejor podéis comer algo antes de ir a clase. Ah, y para esta tarde tenéis que entregarme una redacción sobre la materialización de objetos manufacturados. Y para eso me temo que no me sirven las excusas: si hubiérais llegado al inicio del trimestre, habríais tenido dos días para hacerla. — ¡Pero, profesora...! — exclamó Ron desde detrás de Harry. — No me digas nada, Weasley — respondió McGonagall —. Puesto que os he dado una cierta libertad, tendré que ocuparme de que sepáis utilizarla con responsabilidad. Si quieres llevar estas escapadas tuyas y tu famosa misión en secreto, Potter — añadió —, tendrías que saber que hay que saber guardarse las espaldas. Tomáoslo como un castigo, ya que no puedo castigaros de verdad por algo que yo misma os he permitido hacer. Dos pergaminos. Ya podéis iros. Salieron al instante del despacho de la directora, antes de que cambiase de idea y les ordenase limpiar los orinales de la enfermería. De camino al Gran Comedor, Ron no paró de soltar improperios y exabruptos en contra de la profesora McGonagall, del cuerpo docente en general y de Harry en particular, a quien hacía único responsable de los dos pergaminos que tenían que escribir (y que, evidentemente, no iban a redactar) y el castigo que les iba a caer por su culpa, puesto que, si bien McGonagall no les había castigado por llegar tres días tarde, sí les castigaría por no entregar los deberes a tiempo. Pensar lo contrario era tener una visión muy distorsionada de
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la realidad. Comieron apresuradamente, y Hermione se fue corriendo a Runas Antiguas, mientras Ron y Harry se dirigían tranquilamente al quinto piso, hacia el baño de los prefectos y los capitanes. Al llegar a la estatua de Boris El Desconcertado, Ron se detuvo frente a la cuarta puerta a la izquierda, miró a derecha e izquierda y susurró: — Sales de Baño de Jazmín. — No sé quién elegirá las contraseñas para estos lavabos — comentó Harry mientras miraba cómo se abría la puerta, con un chirrido agudo —. Pero la verdad es que se luce, el tío... — La del curso pasado era peor — respondió Ron, cerrando la puerta tras de sí y corriendo el cerrojo —. Gel de Ducha Hidratante Aromaterapia Con Pomelo y Aceites Esenciales. Un horror. Cada vez que tenía que decirla, se me caía la cara de vergüenza. — Ya — asintió Harry —. Por eso yo siempre venía contigo, para no tener que decirla... Tengo una fama y un buen nombre que mantener, ya sabes. — Sí — gruñó Ron, con voz tenebrosa, abriendo un grifo del que salía un chorro de agua de un impactante color rosa fucsia a lunares verdes. Después de pasar más de media hora en el agua, hasta que decidieron que estaban lo suficientemente limpios como para sobrevivir, Harry y Ron se encaminaron a la enfermería, a ver si en las dos semanas que habían estado ausentes había habido algún cambio en el estado de Malfoy. Fue en vano; cuando vieron el cuerpo tumbado en la cama, oculto tras el biombo, a Harry se le cayó el alma a los pies. Malfoy estaba tan delgado que su rostro puntiagudo estaba anguloso y demacrado, mucho más pálido de lo que era habitual en él, y no había en él signo alguno de vida: ningún espasmo muscular, ni el más leve temblor en los párpados, absolutamente nada. Ni siquiera parecía respirar. De hecho, Harry tuvo que contenerse para no alargar la mano y tomarle el pulso; habría aspostado a que el corazón de Malfoy había dejado de latir. A pesar de todo, la señora Pomfrey seguía insistiendo en que el estado de Malfoy era
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normal, y, al parecer, la profesora McGonagall debía pensar lo mismo, porque la enfermera les informó de que la directora no tenía la más mínima intención de enviarlo a San Mungo. Después de Transformaciones comprendieron que en realidad, si se comparaba con cómo había sido en clase, la profesora McGonagall no estaba siendo inflexible en lo que se refería a Malfoy en absoluto. La directora les obligó a demostrarles a sus compañeros cómo no había que hacer un encantamiento materializador (bueno, en realidad dijo que hicieran una demostración de cómo se hacía, pero como no habían estado en clase cuando lo explicó el resultado fue de todo menos satisfactorio); exigió que le entregasen el martes siguiente una redacción de diez pergaminos sobre el tema (ya que no habían hecho la primera y además, según dijo, era evidente que necesitaban repasar mucho). Y aún podía haber sido peor. — Harry — susurró Neville desde el asiento de atrás cuando McGonagall les dio la espalda —. ¿Por qué no tenemos reunión con el EH esta noche? Harry puso los ojos en blanco, sintiendo cómo la pereza amenazaba con aplastarlo contra el asiento. Después de dos semanas de registrar incansablemente la casa de Grimmauld Place, de lo único de lo que tenía ganas era de dejarse caer en la cama y dormir doce horas seguidas. — No sé, Neville... — respondió, evasivo —. No tengo muchas... — ¿No te interesa, Potter? — preguntó en voz alta la profesora McGonagall, de pie junto a su pupitre. Harry levantó la mirada y la clavó en la de ella. No respondió. McGonagall pareció vacilar un instante al ver la intensa mirada de Harry, que tenía el ceño fruncido y la miraba fijamente, desafiante. Pero sólo Harry vio el breve parpadeo de la directora; al instante siguiente, su rostro surcado de arrugas estaba tan severo e inflexible como siempre. — No hables en mi clase, Potter — se limitó a decir, y volvió hacia la pizarra a grandes zancadas. Harry bajó la mirada, incómodo, no sin antes ver cómo Dean y Neville intercambiaban una mirada de incredulidad: debía ser la primera vez que McGonagall pillaba a alguien hablando en su
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clase y ese alguien no recibía más que una leve amonestación. Al final, Harry decidió hacerle caso a su cuerpo y dejar la reunión del EH para el día siguiente; sin hacer caso de las predicciones apocalípticas de Hermione, que le auguraba un fin de semana sin dormir si no empezaba al menos la redacción para la profesora McGonagall, subió a su dormitorio nada más terminar de cenar y se durmió sin apenas perder el tiempo en cubrirse con la manta. A la mañana siguiente tuvieron que enfrentarse al viento y a la nieve para llegar hasta los invernaderos, donde, una vez más, les sorprendió la noticia de que la profesora Sprout había ordenado que hicieran un ensayo sobre las plantas caníbales del clima nórdico inglés, un ensayo que, evidentemente, no habían hecho. Y la profesora Sprout, como McGonagall, no admitía excusas. — Me entregáis medio metro en la próxima clase, o tendré que hablar con la directora — les espetó, antes de empezar la demostración de cómo se trasplantaba un Ficus Dientes de Sable. — ¿Por qué habéis llegado tan tarde de las vacaciones, Harry? — le preguntó Hannah Abbott, cogiendo un cubo de estiércol de dragón para utilizarlo como fertilizante. — Eeh... — Harry fingió buscar en su mochila los guantes protectores, mientras exprimía su cerebro para intentar encontrar una excusa factible —. Bueno... Es que tenía que arreglar un asunto de papeles, ya sabes... — Oh — contestó Hannah, clavando una pequeña pala en el cubo de estiércol —. ¿Por lo de tu padrino? — añadió, comprensiva. — Sí — asintió Harry enérgicamente, aferrándose a la excusa que Hannah acababa de brindarle —. Sí... tenía que arreglar lo de la herencia, y todo eso. — Ya — dijo ella en tono compasivo —. La verdad es que es una lástima que no pudieras reconocer que era tu padrino hasta que murió... — Sí, claro — respondió Harry, ausente, agarrando fuertemente un Ficus con la mano
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derecha —. Una lástima. — Es curioso — comentó Ernie Macmillan en tono casual, colocándose las gafas protectoras —. Hermione me dijo ayer en Runas Antiguas que la habíais acompañado al entierro de su abuela... — Oh — dijo Harry, bajando la mirada, azorado —. Sí, bueno, tuvimos que ir a Londres al entierro, y ya que estábamos allí, fui al Ministerio de Magia a lo de la herencia de Sirius. — Qué raro — dijo Neville desde el parterre de al lado, donde transplantaba con maestría uno de los Ficus Dientes de Sable —. Ayer le pregunté a Ron en la Sala Común y me explicó que os habíais quedado aislados en su casa por la nieve... Harry cerró la boca de golpe, desconcertado, y apretó con fuerza el Ficus, tanto que la planta se revolvió y le clavó un colmillo de diez centímetros en la mano. Soltando un aullido, se desprendió del Ficus Dientes de Sable agitando la mano con tanta energía que la planta voló por todo el invernadero y se estrelló justo encima de la cabeza de la profesora Sprout. — ¿Cómo se van a quedar aislados? — preguntó Ernie, llenando una maceta de tierra —. Si ya tienen el carné de Aparición... Podrían haber venido hasta Hogsmeade y luego... — Es que... Mi casa está protegida contra la Aparición — se apresuró Ron a mentir, aunque su rostro, rojo como la grana, no le prestaba ningún tipo de convicción —. Ya sabes, por seguridad... — Ah — dijo Ernie, sin levantar la mirada —. Ya. Y también está fuera de la Red Flu, supongo... — Sí, claro — dijo Ron, que, por su expresión, sentía un deseo irrefrenable de meterse debajo de la mesa —. Mi padre se aisló hace tiempo. — Lo que me extraña — continuó Neville, sacudiéndose las manos de tierra, pensativo — es que Ginny sí llegase el lunes de su casa, mientras que vosotros... Harry intercambió una mirada sombría con Hermione.
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— Es que aprovechamos que estábamos cerca de Londres para ir a lo de la abuela de Hermione, y luego... — Ya — le interrumpió Ernie, indiferente —. Una pregunta, Hermione: ¿Era la misma abuela que se murió a mediados de octubre, cuando pasásteis el fin de semana fuera de Hogwarts, o la que se murió en verano, la que me contaste en septiembre? Hermione enrojeció hasta la raíz del cabello. — E—en realidad — balbució —, era una tía—abuela... la prima de la madre de mi padre... — Oh — dijo Ernie —. Vaya... ¿Una epidemia? — Eh... Bueno... — Son muggles — intervino Ron rápidamente. — Ah — dijo Hannah con los ojos muy abiertos —. No sabía que los muggles se muriesen tan fácilmente... Bueno, es que tampoco sé mucho de muggles, claro. — Harry — dijo Neville —, ¿vamos a tener reunión con el EH esta semana? — Sí, claro — respondió Harry apresuradamente, aferrándose a la distracción como quien se agarra a una cuerda suspendido sobre un precipicio —. Esta tarde, si queréis... No hay entrenamiento de Quidditch — dijo animadamente —. Supongo — añadió para sí. Ron negó brevemente con la cabeza, y la sonrisa falsa de Harry se ensanchó. — Después de cenar — continuó, tras una leve vacilación —. Avisaré al resto con las monedas, ¿de acuerdo? — Potter, ¿quieres venir a recoger esta planta? — le llegó la voz de la profesora Sprout desde el otro extremo del invernadero —. ¿O tengo que mandarte escribir cien veces "No tiraré plantas caníbales a mi profesora de Herbología", como si estuvieras en primero? Harry se apresuró a levantarse, agradecido por la interrupción, y fue hacia donde yacía su Ficus Dientes de Sable, abriendo y cerrando los sépalos en actitud amenazante. Aliviado, se inclinó sobre la planta, evitando los afilados colmillos, y la agarró con fuerza por debajo de las dos hojas
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aplanadas de color verdoso que hacían las veces de brazos, y que se agitaban convulsivamente. Curiosamente, se sentía más seguro cogiendo una planta que deseaba por encima de todas las cosas masticarle un dedo que hablando con Ernie, Hannah y Neville. Y más cuando era tan evidente que los tres sabían que estaban mintiendo descaradamente. — Ha faltado poco, ¿verdad? — dijo Ron en voz baja mientras salían del invernadero, después de clase. — ¿Poco? — exclamó Hermione con el ceño fruncido —. Ron, está claro que saben que estamos mintiendo... Lo que pasa es que no han querido obligarnos a contarles la verdad, no sé por qué. Harry se encogió de hombros bajo la capa. — Supongo que porque son amigos nuestros, ¿no? — comentó, tiritando de frío, enterrando el rostro en la esponjosa bufanda de lana —. Si no, seguro que no habrían tenido reparos en ponernos entre la espada y la pared. — Sí, supongo que sí — suspiró Hermione, colocándose el gorro de lana sobre el pelo aplastado y siguiendo a Harry y a Ron por el helado camino cubierto de nieve de vuelta al castillo. Ernie, Neville y Hannah no fueron los únicos que se tomaron con suspicacia las vagas y contradictorias explicaciones que les daban para justificar su ausencia los primeros días del trimestre; para cuando salieron de Pociones, las únicas personas que no les habían preguntado el por qué de su tardanza eran los alumnos de Slytherin (que jamás se rebajarían a preguntarle nada a Harry; ni siquiera Urquhart, que se sentía muy molesto por no haber podido entrenar aquella semana por culpa de Harry), la señora Pince y la señora Hooch (a las que no habían tenido la oportunidad de ver) y Ginny (que probablemente ya imaginaba lo que habían estado haciendo esos tres días, y había preferido no preguntarles). Y cuando subían disimuladamente hacia la Sala de los Menesteres se encontraron con otra de las personas, por llamarlo de alguna manera, a las que probablemente tampoco convencerían
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con sus explicaciones. — Igual deberíamos habernos puesto de acuerdo antes de decirle nada a nadie — se lamentaba Ron mientras caminaban lentamente por el pasillo —. Pero es que Neville me lo preguntó tan de improviso que no supe inventarme nada mejor... — Ya, a mí me pasó lo mismo — dijo Hermione en tono sombrío —. Ernie me pilló por sorpresa, y dije lo primero que se me ocurrió. No me acordaba de que ya le había dicho lo mismo la última vez... — Es igual — dijo Harry —. No habríamos convencido a nadie de todas formas. Mucho me temo que no se nos da nada bien eso de mentir, chicos — Suspiró —. A estas alturas, todo el colegio debe imaginarse que tiene algo que ver con Voldemort y la basura esa de "El Elegido". — O—o—o—oh — cacareó una voz desde lo alto. Harry cerró los ojos antes de levantar la mirada hacia el techo, y ahogó una maldición —. Así que mi viejo amigo Potty se ha dedicado a mentir a todo el cole... ¡Y yo que pensaba que ya no tenías remedio! — Cállate, Peeves — dijo Harry de mal humor. — ¡Oooooooh! — exclamó el poltergueist, dando una voltereta sobre sí mismo, sujetándose en sombrero —. Potty, Potty... ¿Por qué estás siempre de tan mala uva? ¡A ver si voy a pensar que es que no te caigo bien! Harry gruñó, exasperado. — Déjanos en paz, Peeves — dijo de malos modos —. Claro que no me caes bien. Ni falta que te hace. Peeves fingió un fuerte sollozo, y dio otro par de volteretas en el aire. — ¡Mi querido amigo Potty! — exclamó, con una sonrisa perversa —. ¡Cómo puedes pensar eso de mí! —. Y, sin perder un instante, se abalanzó sobre Harry, se abrazó fuertemente a su cabeza con las manos y las piernas, y en esa postura, como si fuera una araña, comenzó a gritar:
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Si Peeves viene y te dice que es tu mejor amigo o aceptas un abrazo o te hundirá el ombligo
— ¡Peeves! — gritaron Ron y Hermione a la vez, lanzándose contra él y tironeando para separarlo de Harry —. ¡Que lo vas a ahogar! Peeves soltó una carcajada y apretó a Harry con más fuerza, tarareando una melodía sin pies ni cabeza. Harry, medio asfixiado, consiguió morder fuertemente la pierna de Peeves, y el poltergueist saltó hasta colgarse de una lámpara, cacareó de nuevo y se alejó dando botes por el techo, cantando a voz en grito: — ¡El Elegido incomprendido no sabe hablar si no miente, pero Peeves lo ha sorprendido, cada día está más demente! — Hay que ver qué molesto puede llegar a ser — refunfuñó Ron, observando al duende planear alrededor de las antorchas que flanqueaban el pasillo, mientras Harry se frotaba la dolorida garganta —. ¿Sabéis? Creo que, por una vez, estoy de acuerdo con Filch: habría que echarlo del castillo de una vez por todas. Hermione había encontrado un surtido de maldiciones muy interesantes en un libro de los que la Sala de los Menesteres les brindaba cada vez que entraban a reunirse con el EH, y Harry decidió empezar a aprenderlas de inmediato, confiando en que los nuevos hechizos distraerían la atención de su pequeño retraso en volver de las vacaciones de Navidad. Y, contra todo pronóstico, funcionó, porque los miembros del EH se concentraron en aprender aquellos encantamientos y se olvidaron de expresar sus suspicacias y recelos ante las excusas cada vez más peregrinas de Harry, Ron y Hermione. Había uno en concreto que era especialmente interesante, aunque también especialmente
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difícil: la Maldición Horreius, un hechizo que, bien realizado, sumía al enemigo en un estado de terror tan profundo que era incapaz de coordinar un solo pensamiento. Al principio, ninguno entendió por qué una simple maldición inductora de miedo estaba en un libro que recogía encantamientos de efectos mucho más horrorosos; sin embargo, pronto comprendieron que el miedo, bien utilizado, era un arma de considerable poder. Al fin y al cabo, ¿acaso el mismo Voldemort no llevaba décadas utilizando el temor que producía su recuerdo, su nombre incluso, para sojuzgar a la sociedad mágica? El miedo impedía a la gente reaccionar con la rapidez necesaria, le impedía hasta recordar cómo defenderse. Si se conseguía producir el terror suficiente, se podía luchar e incluso vencer a quien fuera. Incluso a Lord Voldemort. O, al menos, eso era lo que Harry esperaba, aunque dudaba de que una persona como Voldemort temiese a algo lo suficiente. La Maldición funcionaba de manera muy similar al efecto de los Dementores, pero no había contramaldición, o, al menos, ninguna que los libros reflejasen. El problema era que requería una enorme concentración, y que, como comprobaron cuando finalmente fueron capaces de hacerla aproximadamente, consumía una gran cantidad de energía del que la realizaba. Hermione supuso que aquello dependía del poder del mago y de la resistencia al miedo de su enemigo; ninguna de las dos cosas animó a Harry en absoluto. Enero pasó, febrero llegó y se marchó, y finalmente Harry consideró que no era posible hacer más con aquella maldición; que tal y como la hacían era lo máximo que el hechizo podía dar de sí. Cuando tuvieron que llevar a Lavender a la enfermería con un ataque de pánico que le produjo taquicardias, pensó que sólo le quedaba confiar en que la maldición fuera suficiente para asustar a Voldemort y a sus mortífagos. — Quizá sería mejor que dejásemos de practicar estas cosas con nuestros propios compañeros — dijo Hermione, preocupada, cuando salieron de la enfermería, después de recibir una reprimenda de la señora Pomfrey —. Podríamos haber hecho que Lavender enfermase
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gravemente... — Tienes razón — respondió Ron, malhumorado, apuntando con su varita hacia una araña que los observaba tranquilamente, inmóvil, desde el alféizar de una ventana —. Horreo. La araña huyó despavorida, desapareciendo en un agujero de la pared en un instante. Ron miró la varita con expresión apreciativa. — Eh, parece que funciona... — ¡Ajá! ¡Haciendo magia en los pasillos! — exclamó Filch, apareciendo por una esquina del pasillo con un candelabro en la mano y la Señora Norris a sus pies —. ¡Y de noche, para más señas! ¡Esto os va a costar un buen castigo, sí señor! — Tocan retirada — susurró Harry por la comisura del labio, cogiendo con fuerza su varita sin sacarla del bolsillo. Cerró los ojos y pensó: Nox. La vela del candelabro de Filch osciló y se apagó, y Harry, Ron y Hermione echaron a correr por el pasillo en dirección opuesta a donde el conserje tanteaba en busca de algo con lo que volver a encender una luz. Para cuando Filch pudo hacerse con una piedra de yesca, los tres habían llegado al retrato de la Dama Gorda y habían traspasado el agujero hasta la Sala Común de Gryffindor. El resto de las maldiciones de aquel libro, y del resto de los que había en la Sala de los Menesteres, eran también bastante útiles, pero seguían teniendo el mismo problema, y, al parecer, no había solución: no podían practicarlas los unos contra los otros, o se arriesgarían a hacerse daño de verdad. Aún así, Harry aprendió todas aquellas maldiciones y contramaldiciones lo mejor que pudo, y procuró, junto con Hermione y Ron, que el resto las aprendieran igual de bien que él. Pero no olvidaba su decisión de aprender también, en la medida de lo posible, las maldiciones contenidas en el libro que Hermione le había regalado por su cumpleaños. Sin embargo, no podía hacerlo en sus reuniones con el EH, porque también se había propuesto no dejar que nadie supiera que estaba aprendiendo Artes Oscuras, de modo que durante meses el libro había permanecido olvidado en su
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baúl. Cuando creyó controlar las maldiciones más difíciles de los libros de Defensa Contra las Artes Oscuras que Hermione iba seleccionando, recordó sus intenciones, y decidió que había llegado el momento de acudir a la Sala de los Menesteres sin el resto de los miembros del EH. — ¿Qué se supone que estás haciendo, Harry? — preguntó Ron, sentado en el borde de su cama con un paquete envuelto que Hermione acababa de darle por su cumpleaños, mirándolo con interés mientras Harry revolvía el interior de su baúl. — Estoy buscando mi libro — contestó Harry sin sacar la cabeza del baúl —. Pero no lo encuentro... Enojado, se irguió y cerró de un fuerte golpe la tapa del baúl. — No está — dijo, furioso —. No lo entiendo. No lo he sacado de ahí desde hace meses. — ¿Qué libro buscas, Harry? — preguntó Hermione, sin mirarlo, mientras instaba a Ron a que abriese de una vez su regalo. — El que me regalaste por mi cumpleaños — dijo él, contrariado, dirigiéndose hacia su mesilla y abriendo el cajón, sin muchas esperanzas. Volvió a cerrarlo, con tanto ímpetu que tiró el vaso de agua que había encima —. El libro de Urquhart Rackharrow. Reparo. Hermione no levantó la mirada. — Está en tu baúl, Harry — dijo, observando con una media sonrisa cómo Ron desenvolvía un nuevo juego de Gobstones. Harry contuvo una exclamación de impaciencia. — Ya he mirado dos veces, Hermione... Esta vez sí, ella lo miró. — El libro de Rackharrow está en tu baúl — dijo lentamente, pronunciando cada palabra con cuidado, dejando a Harry totalmente desconcertado. — Ya te he dicho que... — Pues míralo otra vez — insistió Hermione, devolviendo su atención a las muestras de
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agradecimiento de Ron. Perplejo, Harry la observó unos instantes, se encogió de hombros y se levantó de la cama, donde se había dejado caer. Volvió junto a su baúl y lo abrió. — ¿Ves? — dijo, señalando su contenido revuelto —. Ya te he dicho que aquí no... Se quedó mudo. Allí, encima del montón de cosas que acababa de sacar y volver a meter en el baúl hacía un momento, estaba su ejemplar de Grandes Maleficios de la Época Actual. Asombrado, Harry lo tocó con un dedo, para cerciorarse de que no se trataba de un espejismo. El libro era completamente sólido. — Perdona — dijo Hermione, a su espalda —. Es que he estado practicando el Encantamiento Fidelio, y estaba tan a mano... — ¿Tan a mano? — preguntó Ron, conteniendo la risa —. ¿Cuántas veces tenemos que decirte que no puedes entrar en este dormitorio, Hermione? — Y menos cuando nosotros no estamos para controlarte — añadió Harry con el ceño fruncido, cogiendo el libro y cerrando la tapa de mal humor.
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— CAPÍTULO 22 — La carta
Curiosamente, el baúl no cerró, pese al golpe que Harry le había propinado a la tapa. Volvió a empujar hacia abajo, pero la tapa rebotó y siguió sin cerrarse del todo. Enojado, volvió a abrirlo para ver qué era lo que impedía que la tapa encajase. Había túnicas, zapatos, calcetines y objetos variados, pero lo que se había enganchado entre las bisagras del baúl y no permitía que la tapa hiciera contacto con la caja en sí era un fajo de pergaminos amarillentos, guardados en una carpeta del mismo material y sujetos con una cinta roja deshilachada. — ¿Qué es eso? — preguntó Hermione con tono de curiosidad, levantándose de la cama de Ron y yendo hacia él. Harry cogió el fajo de pergaminos con el ceño fruncido. — Había olvidado que tenía esto guardado — respondió, más para sí que para Hermione — . En realidad, ahora que lo pienso, ni siquiera recuerdo haberlos guardado aquí... Pero claro, aquel día estaba tan cansado que no me habría acordado aunque hubiera guardado un elefante entero en el baúl. Estudió la carpeta con interés, sujetándola con cuidado para que no se salieran los
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pergaminos que había dentro. En la carpeta de pergamino que ya amarilleaba por la edad, escrito en la rebuscada y gótica letra que ya había visto en algunos otros papeles oficiales, se leía: "Sirius Stephen Black". — ¿Qué es? — repitió Hermione con interés. Harry se encogió de hombros. — Unos documentos de Sirius — respondió, sentándose en la cama e inclinándose sobre la carpeta para intentar desatar el nudo de la cinta roja que mantenía unidos los pergaminos —. Dumbledore los dejó en Grimmauld Place, pero Lupin me pidió que los llevase a Gringotts para que estuvieran seguros... Supongo que serán los certificados de estudios y esas cosas, si fuera algo más importante Dumbledore no me lo habría dejado en Grimmauld Place sino que lo habría guardado en su cámara de Gringotts. — También estará el título de propiedad de la casa — dijo Hermione —. Lupin lo dijo estas Navidades, ¿recuerdas? El documento de donde sacó el nombre de Regulus era una copia de uno que tienes tú. Harry miró interesado el fajo de documentos, y reanudó sus intentos de desatar la cinta roja. Se enganchó una uña en el lazo, que estaba tan deshilachado y desgastado que era casi imposible de desanudar. — Déjalo para luego, Harry — dijo Hermione, alejándose de él y dirigiéndose hacia la puerta —. No tienes tiempo de revisar ahora eso, y no creo que sea tan importante como para saltarnos una clase de Encantamientos. Harry lanzó una última mirada decepcionada al fajo de pergaminos, y lo dejó caer sobre la cama. — Tienes razón — dijo, levantándose y volviendo hacia el baúl para coger una túnica limpia —. Era sólo por curiosidad... — Es un asco, eso de cumplir años un lunes — gruñó Ron mientras Hermione salía del dormitorio de los chicos para permitirles cambiarse de ropa.
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Horas después, Ron estaba mucho más asqueado con el hecho de que su cumpleaños hubiera caído en lunes aquel año. El profesor Flitwick no estaba nada satisfecho con su forma de realizar el Encantamiento Proteico, y le amenazó con no dejarle salir del aula hasta que no lo hiciera a la perfección; pasaron la hora anterior y la hora posterior a la comida practicando el encantamiento, hasta que Ron consiguió hacerlo perfectamente, pero sin dejar de refunfuñar y maldecir ante la idea de pasar su cumpleaños intentando convencer a un sacapuntas de que era de un color distinto, algo que, a su juicio, era lo más absurdo que se puede hacer cualquier día del año (aunque se aseguró de decirlo cuando Hermione había tenido que irse a clase de Runas Antiguas). Y, cuando ya estaba más convencido de ser parecido al sacapuntas rojo que el sacapuntas azul (al que no había quien le convenciese), tuvieron que bajar a clase de Defensa Contra las Artes Oscuras, donde McLaggen terminó de fastidiarle el cumpleaños al intentar enseñarles cómo se hacía un encantamiento de desarme, que hacía cinco años que había aprendido y que, desde luego, realizaba mucho mejor que él. Y, para rematar el día, Edmund Cadwallader se les acercó durante la cena y les dijo que había vetado todos los entrenamientos de Quidditch de las siguientes dos semanas porque consideraba que era preferible no entrenar antes que permitir que el equipo de Gryffindor espiara sus estrategias de cara al partido que les enfrentaría a final de mes. — Será idiota... — dijo Ron en voz baja, alejando el plato de revuelto con bacon, de mal humor —. Ya hasta se me han quitado las ganas de comer. — Será la primera vez — comentó Hermione, hiriente —. ¿Qué pasa? Tampoco es para tanto, ¿no? — ¿Que no es para tanto? — se encrespó Ron —. ¿Pero no has oído lo que ha dicho ese... ese...? — Sí — asintió Hermione, mojando un trozo de pan en la yema del huevo frito —. ¿Y qué? Pues si no quiere entrenar, que no entrene, ¿cuál es el problema?
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— El problema, Hermione — intervino Harry lúgubremente —, es que, si él decide no entrenar, nosotros tampoco podemos entrenar. ¿No te acuerdas? McGonagall sólo nos permitió retomar el campeonato de Quidditch si entrenábamos los cuatro equipos juntos, y siempre acompañados por la señora Hooch. Así que, si Hufflepuff no entrena, tampoco entrena Gryffindor. Ni Slytherin ni Ravenclaw, pero eso a ellos les importa menos porque no tienen partido hasta dentro de un mes... — Bueno — Hermione se encogió de hombros —. Pues no entrenéis. Es una tontería por parte de Cadwallader, porque así estaréis en igualdad de condiciones, no entrenan ellos ni entrenáis vosotros, pero Gryffindor es claramente superior a Hufflepuff, así que, entrenando o sin entrenar, en principio seguís siendo favoritos... — El año pasado nos ganaron — le recordó Ron sombríamente. Hermione masticó un trozo de pan, lo tragó y se volvió para mirarlo. — Pero el año pasado os ganaron por culpa de McLaggen — contestó —. No porque fueran mejores que vosotros. Claro, sin un guardián decente y con el buscador con el cráneo roto, cualquiera puede ganaros, ¿no?, pero eso no significa que... — También nos ganaron el año anterior — dijo Harry —. Y el anterior. Hermione suspiró. — El año anterior os ganaron porque Kirke y Sloper no eran capaces de distinguir sus propias cabezas de las bludgers, y Ginny tuvo que jugar de buscadora, cuando todos sabemos que prefiere ser cazadora. Y el campeonato anterior fue por los dementores, ¿recuerdas, Harry?, te caíste de la escoba. Además, Cedric Diggory era mucho mejor buscador que ese inútil de Summerby... Harry gruñó. — En realidad, bien mirado, sólo hemos ganado una vez a Hufflepuff en lo que llevamos en Hogwarts. No sé por qué todo el mundo piensa que somos superiores. — Porque es verdad, Harry — contestó Hermione —. Simplemente, habéis tenido mala
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suerte. Pero acuérdate, cuando estabas en primero cogiste la snitch a los cinco minutos de partido... Sólo tienes que repetir ese partido, y... — Somos un equipo completamente distinto — le interrumpió Harry —. El único que queda en el equipo de aquellos tiempos soy yo... Ya se han ido Oliver Wood, Angelina Johnson, Katie Bell, Alicia Spinnet, Fred y George... — Pero el equipo que tienes ahora es igual de bueno — dijo Hermione, lanzando una mirada de soslayo a Ron, que observaba su plato de revuelto con expresión malhumorada —. Ron ha mejorado mucho, y Ginny, Demelza y Dean son tan buenos como Alicia, Angelina y Katie... y tú mismo has dicho muchas veces que Jimmy y Ritchie son unos golpeadores bastante competentes. Y tú tienes siete años más de experiencia, Harry. Si cogiste la snitch a los cinco minutos en el segundo partido de Quidditch que jugabas en tu vida, imagina ahora, que llevas... llevas... — Diez — respondió Harry, jugueteando con su tenedor —. Y dos de ellos los he acabado en la enfermería con la cabeza rota. Sin contar con el que me quedé sin huesos en el brazo... — Pero ese lo ganaste también — le recordó Hermione. — Pero los otros dos perdimos espectacularmente — contestó Harry. Hermione suspiró. — De lo que se deduce que, sin el buscador, un equipo no vale nada. De acuerdo, Harry — sonrió, apurando el vaso de zumo de calabaza —. Esta vez, procura acabar el partido sin necesidad de que te llevemos a la enfermería, y lo más probable es que ganéis a Hufflepuff, diga lo que diga Cadwallader. Al fin y al cabo, la estadística está de tu parte... Todos los partidos que has jugado contra Hufflepuff y en los que no te has roto la crisma, los has ganado. — Sí — dijo él lúgubremente —. Uno. — ¿Ves? — dijo Hermione, soltando una carcajada —. Un cien por cien de efectividad... Los números están de tu parte, Harry.
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— ¿Todo eso lo aprendes en Aritmancia? — preguntó Ron, mordisqueando sin ganas un trozo de patata frita —. ¿Qué quieres, restregarnos lo mucho que sabes y lo poco que sabemos nosotros y lo mal que jugamos al Quidditch y...? — Ya estás paranoico otra vez, Ron — le interrumpió ella —. ¿No has oído hablar nunca de la estadística? — ¿No te lo acabo de decir? Hermione lo miró, incrédula. — ¿En serio? — preguntó, curiosa —. ¿No sabes lo que...? — Dejadlo ya, ¿vale? — dijo Harry sombríamente —. Ron, la estadística es una ciencia muggle que... Bueno, no sabría cómo explicártelo... — Es una disciplina que utiliza la extrapolación de conclusiones extraídas de una parte significativa del total para obtener conclusiones generales — recitó Hermione, que, como de costumbre, parecía haberse empollado el diccionario enciclopédico de memoria. Ron la miró, boquiabierto. — No me he enterado de nada — murmuró, desconcertado —. Pero es igual, no te molestes en explicármelo. No me preocupa en absoluto, muchas gracias. Hermione frunció el ceño y levantó el mentón en un gesto de dignidad ofendida. Cuando volvieron a la Torre de Gryffindor, Harry recordó los documentos de Sirius, que había dejado tirados encima de su cama, y subió a su dormitorio a por ellos, ignorando la mirada de reprobación de Hermione. — Aprovecharías mejor el tiempo haciendo la redacción que nos ha mandado McLaggen — dijo ella. Harry no le hizo caso y subió a por el fajo de pergaminos. Los bajó a la Sala Común para estudiarlos. — Harry — insistió Hermione cuando éste se sentó de nuevo en la mesa junto al fuego —. Harry, no pienso dejarte copiar la redacción después, si es lo que pretendes... — Es igual — contestó él, cogiendo la varita para cortar el lazo rojo —. Me sé de memoria
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los efectos del encantamiento de desarme, no me hace falta que... — Pero te llevará tiempo redactarlos — dijo ella —. Harry, ¿no puedes dejar eso para otro día? — Déjalo en paz, Hermione — terció Ron —. Si quiere leer los documentos de Sirius, deja que lo haga. No tenemos clase de Defensa Contra las Artes Oscuras hasta el jueves, así que tiene toda la semana para hacer los deberes. — Pero... Harry cortó la cinta roja con un diestro movimiento de varita y abrió la carpeta. Los pergaminos, amarillos y rígidos por la falta de humedad y de cuidados, eran de distintos tamaños, y se notaba que habían sido redactados por gente diferente en épocas diferentes. Como había dicho Lupin, allí estaba el título de propiedad de la casa de Grimmauld Place, 12; con curiosidad, Harry estudió los diferentes propietarios que le precedían en la columna, y que se remontaban sólo hasta una fecha de principios de siglo, cuando un tal Basile Bernard Black adquirió la vivienda en el centro de Londres. También había otro título de propiedad, éste anulado por un gran sello de lacre del Ministerio de Magia, de una casa de campo situada en Gales que la familia Black había vendido a principios de los ochenta, coincidiendo, curiosamente, con la desaparición de Lord Voldemort; Harry pensó que, al haber muerto Regulus, sus padres debieron pensar que, para legarle la casa a Sirius (a quien habían desheredado) no merecía la pena conservarla. O quizá se habían arruinado, aunque no era muy probable. Con un latido de nostalgia, Harry encontró la declaración firmada del Wizengamot en la que exoneraba a Sirius de todos los crímenes por los que antes había sido condenado, acompañada por las copias de los expedientes abiertos cuando fue enviado a Azkaban dieciséis años atrás y cuando se escapó de la prisión más de una década después; Harry sintió que la antigua furia lo inundaba al comprobar que Sirius no había mentido: Barty Crouch le había enviado a Azkaban sin
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molestarse en celebrar un juicio. Su humor se ensombreció aún más al ver el certificado de defunción de Sirius; en el espacio donde debería haber venido reflejada la causa de la muerte, algún funcionario del Ministerio de Magia había escrito: "Accidente o Negligencia". Harry no se llamaba a engaño; no creía que el funcionario se hubiera referido a una negligencia cometida por el Ministerio. Más bien era obvio que culpaban a Sirius de su propia muerte. Junto al certificado, la hoja de vida de Sirius hizo que Harry descubriese, esbozando una sonrisa tristona, que Sirius había muerto con treinta y ocho años. Demasiado joven para haber pasado doce años encerrado en Azkaban y tres escondiéndose del Ministerio, pensó Harry amargamente. Estudió con curiosidad un par de pliegos, que resumían los bienes de Sirius y su legado a sus herederos (en este espacio, el funcionario había consignado un único nombre: el de Harry). Comprobó que, tal y como le había dicho Dumbledore el año anterior, Sirius le había dejado la casa, el elfo doméstico y todo el contenido de su cámara de Gringotts; allí, pegada con celo mágico, estaba la pequeña llave dorada del banco, con el número "711" grabado. Y se quedó anonadado al ver otro par de pliegos similares: la herencia de James y Lily Potter. Pese a su larga estancia en Azkaban y su temporada huído de la justicia, al parecer Sirius había conseguido hacerse con ella y ser nombrado administrador de dicha herencia, como padrino del único beneficiario: de nuevo, Harry James Potter. De nuevo, una casa: una propiedad en el Valle de Godric que Harry supuso era el montón de escombros que había visitado aquel verano. De nuevo, el contenido de una cámara de Gringotts: la 715, aunque sin llave alguna pegada con celo. Aquella llave había estado en poder de Dumbledore hasta que se la había cedido a Hagrid para que éste se la hiciera llegar a Harry, durante su primera visita al Callejón Diagon. Y Harry se quedó boquiabierto al leer que sus padres también le habían dejado otra casa: por la descripción que había hecho el funcionario del Ministerio, se trataba de una auténtica mansión, en plena campiña. La casa de sus abuelos paternos. Miró con curiosidad el documento de prioridad, y se quedó helado al
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ver los dos nombres que había sobre los de James Potter y Lily Evans: Charlus Potter y Dorea Black. Sus abuelos. — ¡Black! — exclamó, anonadado. Fue entonces cuando comprendió de dónde había salido el contenido de su cámara de Gringotts, y por qué allí había tanto dinero, mientras que en la cámara de los Weasley, por ejemplo, apenas había unas pocas monedas. Sabía que James Potter se había criado en una familia no sólo de sangre pura, sino de una gran riqueza. Y todo aquello lo había heredado Harry, además de la riqueza de los Black, otra familia pura y adinerada, que Sirius le había legado. Lo que nunca había llegado a entender era que, en realidad, ambas familias eran dos ramas del mismo árbol. Sirius había intentado decírselo en una ocasión: todas las familias de sangre pura están emparentadas, de alguna manera. Pero, según aquello, Sirius Black no sólo era su padrino: también era su tío. El primo de su padre. Por un instante la cabeza le dio vueltas; Sirius, su tío... Por supuesto. Por eso Sirius siempre había sido tan bien recibido en la casa de los Potter: Charlus y Dorea eran sus tíos... Y él, entonces, también era un Black. Sacudió la cabeza y se obligó a seguir leyendo. Allí estaba también la carta en la que el Ministerio comunicaba a Sirius las calificaciones obtenidas en los TIMOS, y el certificado de notas de los ÉXTASIS, que, para sorpresa de Harry, le entregaron con fecha de junio, antes de finalizado el curso escolar. Al parecer, los ÉXTASIS se calificaban antes para permitir a los alumnos que salían de Hogwarts que eligieran durante el verano sus profesiones e hicieran, en caso de ser necesario, las pruebas de acceso a estudios superiores. Harry se encogió de hombros: aquello no tenía en ese momento demasiada importancia. Sirius había sacado unas notas tan extraordinarias que incluso Percy Weasley se habría sentido acomplejado ante aquel certificado. Al parecer Sirius no sólo había sido un joven lleno de encanto (según Harry había podido comprobar en su accidentado viaje por los recuerdos de
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Snape), sino que además había tenido una inteligencia fuera de serie; si no, no había forma de explicar semejante cantidad de "Extraordinarios" juntos. También, a juzgar por el siguiente pergamino, había conseguido una mención especial de Hogwarts por esas notas (aunque, como Harry recordaba perfectamente, Sirius nunca había conseguido ser prefecto ni Premio Anual, porque a las calificaciones altas se unía un irrefrenable amor por meterse en líos: ¿por qué, si no, habrían tenido él y James Potter un par de espejos para comunicarse exclusivamente cuando estaban castigados?). Había un contrato de alquiler de una casa en el centro de Londres, en un barrio muggle bastante acomodado; al parecer, Sirius había utilizado el dinero de su tío Alphard para buscarse un buen lugar para vivir, y se había asegurado de no ser encontrado fácilmente en caso de que su familia lo buscase. Porque era difícil imaginar a alguien de la familia Black yendo a buscarlo a un barrio repleto de muggles. También vio unas cuantas minutas pagadas por algún trabajo que Sirius había llevado a cabo. Al principio, Harry no entendió a qué se referían, porque el trabajo en cuestión no estaba consignado. Sin embargo, estudiándolas todas comprobó que se referían a conceptos tan extraños como "Localización del objeto", "Entrega del sujeto a los agentes del Ministerio" o "Vigilancia continua del inmueble". — ¿Sirius era un cazarrecompensas? — exclamó Ron, asombrado. Hermione chasqueó la lengua y cogió los pergaminos. — Más bien parece que fuese un investigador privado, o algo así — dijo, leyendo las minutas detenidamente —. Este tipo de trabajos los hacen los investigadores, ¿no? — Y los cazarrecompensas — insistió Ron tozudamente. — Bien pensado, es un trabajo que le pegaba — dijo Harry, con una mueca divertida —. Sirius, el Investigador. Qué pena que no lo hubiera sabido antes: me habría reído muchísimo de él...
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Hermione soltó un bufido, y volvió a su redacción. Harry notó un doloroso retortijón en el estómago cuando vio que allí también estaba la copia del certificado de matrimonio de James Potter y Lily Evans, con la firma de Sirius como padrino, fechada (algo que Harry no sabía) diecinueve años antes, un 21 de marzo. Y tuvo que tragar saliva al ver otros dos pergaminos juntos: su propia partida de nacimiento, y su certificado de bautismo, firmado también por Sirius como padrino y, para asombro e incredulidad de Harry, por Petunia Dursley como madrina. — ¿Que tu tía Petunia es tu madrina? — exclamó Ron, con los ojos muy abiertos, cuando Harry leyó el acta de bautismo —. Pero... ¿cómo es posible? — Es lógico, ¿no crees? — comentó Hermione sin dejar de escribir su ensayo sobre los encantamientos de desarme —. Era la hermana de tu madre, al fin y al cabo. — Pues lo ha estado olvidando durante muchos años — gruñó Ron —. O sea que no sólo es tu tía, sino que además es tu madrina. Y aún así te ha estado haciendo la vida imposible hasta que has cumplido los diecisiete. Pues vaya. — Ya veo que tía Petunia escondía más cosas de las que yo creía — dijo Harry, encogiéndose de hombros y dejando la partida de bautismo junto a su certificado de nacimiento. Cuando fue a coger el resto de los pergaminos, un papel se escurrió del montón y cayó al suelo. Al agacharse para recogerlo, Harry vio que era un sobre amarillento, manoseado y escrito con tinta verde. Lo cogió, curioso, y vio que estaba dirigido a Sirius, y, asombrosamente, la dirección consignada era la de sus abuelos, la de la casa de la campiña que Harry acababa de saber que era suya. — ¿No dijiste que Sirius había vivido con tus abuelos después de irse de casa de sus padres? — preguntó Hermione mientras Harry abría el sobre y sacaba una hoja del interior. — Sí, pero sólo unos meses — respondió Harry —. Y no en esta época. Mira, está fechada en... caray.
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Un escalofrío recorrió su columna vertebral al leer la fecha de la carta, escrita a mano en la esquina superior izquierda del pergamino: 2 de julio de 1980. — ¿Qué pasa? — preguntó Ron al ver la expresión del rostro de Harry. — No lo sé — admitió éste, con la vista fija en la fecha. — ¿De quién es? — No está firmada — dijo Harry, bajando la mirada por la misiva, escrita también en tinta verde —. Pero, si Sirius la guardó entre estos documentos, probablemente pensó que era algo importante. — Léela, entonces — dijo Hermione, suspirando y dejando a un lado la pluma —. Pero date prisa, tengo que... Harry carraspeó, y comenzó a leer.
2 de julio de 1980 Querido Sirius: Siento mucho no haberte escrito antes, pero hasta hace muy poco no me di cuenta de que tenías razón, y que tú habías hecho lo correcto y yo estaba equivocado. Demasiado tarde, por supuesto, pero espero haber podido compensar de alguna manera mis errores, aunque me haya costado la vida. Sé que te sorprenderá recibir esta carta, pero probablemente dentro de unos días lo comprenderás; esto es una despedida. No creo que sobreviva muchos días, puesto que el Señor Tenebroso me está buscando para matarme, y es un enemigo imposible de esquivar mucho tiempo. Pero antes de morir quería decirte que finalmente lo he comprendido, y que he hecho lo posible por enmendar lo que hice mal. Yo he comenzado el trabajo: a vosotros os toca terminarlo, a ti y a tu Orden del Fénix. Seguramente Dumbledore sabrá a qué me refiero. Perdona, pero no me atrevo a poner nada más en
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una carta, por si cae en malas manos. Sólo quería decirte que he comprobado que sí se puede vencer al Señor Tenebroso: si yo he averiguado cómo, no creo que a Dumbledore le suponga un problema descubrirlo él también. Mucha suerte, y haz lo correcto, como has hecho toda tu vida. Haz que mi muerte tenga un sentido.
Harry dejó de leer y se quedó mirando la carta con una expresión inexcrutable. Siguiendo un impulso, la dejó sobre el montón de pergaminos y se metió la mano en el bolsillo. Sacó el medallón que siempre llevaba como recuerdo de lo que le había costado a Dumbledore su lucha contra Voldemort: el falso Horcrux de R.A.B. Lo abrió y extrajo el pequeño pedazo de pergamino doblado que guardaba en su interior. — Sí — dijo para sí mismo, poniendo la nota sobre el pergamino —. Es la misma letra. — ¿Entonces — murmuró Ron, rascándose el mentón —, esta carta es de...? — De Regulus. Claro — contestó Harry volviendo a guardar el medallón en su bolsillo —. Bueno, mirad lo que hemos encontrado... Hermione cogió la carta y volvió a leerla de arriba a abajo. — Creo que esto lo aclara todo, Harry — dijo al fin, dejando la carta encima de la mesa con una sonrisa —. Regulus destruyó el Horcrux antes de morir, y quiso hacérselo entender a Sirius, y, por él, a Dumbledore. Harry suspiró, apoyando los codos sobre la mesa. — Supongo que sí — admitió, señalando la carta —. No lo deja muy claro, pero, si leemos entre líneas, dice que destruyó el Horcrux, ¿no? He hecho lo posible por enmendar lo que hice mal... Yo he comenzado el trabajo: a vosotros os toca terminarlo, a ti y a tu Orden del Fénix... Eso quiere decir que lo destruyó, ¿verdad?
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— Eso, o que simplemente robó el Horcrux y pretendía que Sirius y la Orden lo destruyeran — dijo Ron, encogiéndose de hombros. — No creo — respondió Hermione —. En ese caso, se lo habría dicho a Sirius directamente. No habría arriesgado tanto para luego dejar tantos cabos sueltos. — Pero no quería decirlo en la carta — insistió Ron —. Él mismo lo dice... — Pero se habría asegurado de que Sirius, o Dumbledore, lo supieran. No — dijo Hermione —, lo más lógico, teniendo en cuenta la nota que Harry encontró en el Horcrux falso y lo que Regulus decía en esta carta, es pensar que lo destruyó, y después escribió la carta a Sirius para hacérselo saber a Dumbledore. — Pero Dumbledore no se enteró — dijo Harry sombríamente —. Si lo hubiera sabido, no habríamos ido a aquella cueva, y él no habría muerto... — Quizá Sirius no supo lo que Regulus quería decir, y no se lo comunicó a Dumbledore — dijo Hermione —. O fue Dumbledore el que no supo interpretarlo. — O ninguna de las dos cosas — intervino Ron —. Tened en cuenta que Sirius recibió esta carta poco antes de que Quien—Vosotros—Sabéis matase a los padres de Harry y desapareciera, y que justo después le acusaron a él de traición y lo metieron en Azkaban... — Fue un año y medio antes, Ron — negó Hermione —. Y Sirius estaba en la Orden del Fénix. ¿Cómo no iba a tener tiempo para hablar con Dumbledore en todo ese tiempo? — Bueno, yo qué sé... — Lo que pasa — dijo Harry — es que, si no sabes lo de los Horcruxes, no tienes forma de saber lo que dice Regulus realmente en la carta... Y Sirius no podía saberlo de ninguna manera, claro. En esa época, estoy convencido de que ni siquiera Dumbledore lo sospechaba. Así que no es tan extraño, supongo. — Bueno — dijo Hermione enérgicamente, cogiendo de nuevo su pluma y mojándola en el tintero —. Por lo menos, ya sabemos que R.A.B. era realmente Regulus, porque la letra coincide
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con la de la nota que dejó en el falso Horcrux y ningún otro le habría escrito una carta así a Sirius. Además, las fechas de la carta y de la muerte de Regulus también coinciden. Y, a juzgar por lo que dice la carta, Regulus sí que destruyó el Horcrux antes de morir, y pretendía que la Orden del Fénix encontrase el resto y los destruyera también. De modo que ya podemos dejar de preocuparnos por ese medallón y empezar a buscar los otros tres Horcruxes que nos quedan por encontrar. — Bueno — dijo Harry, doblando la carta y guardándola en el sobre —. En realidad, todavía hay una cosa que me resulta extraña en todo este asunto. Hermione suspiró, y levantó la mirada. — ¿El qué, Harry? Harry se encogió de hombros. — Cómo se enteró Regulus de la profecía, si Snape la escuchó más o menos cuando él huyó para robar el Horcrux. — ¿Y por qué piensas que Regulus sabía lo de la profecía, Harry? — preguntó Ron, frunciendo el ceño. — Por lo que dice en la nota que encontré en el medallón — dijo él —. Me enfrento a la muerte con la esperanza de que cuando te encuentres con la horma de tu zapato serás mortal de nuevo. Esa "horma de su zapato" me huele a mí a distancia. — Tienes razón — respondió Hermione, pensativa —. Da la sensación de que, cuando robó el Horcrux, sabía que estaba ayudando a ese "alguien" que sería capaz de derrotar a Voldemort... Y, por tanto, sabía que ese alguien existía. No quería derrotar él mismo a Voldemort, sólo quería allanar el camino a esa persona que vendría después de él. Es extraño — murmuró. — ¿Por qué? — preguntó Ron. — Porque, por todo lo que sabemos, la huída y el asesinato de Regulus coinciden con la fecha en la que se pronunció la profecía — contestó Hermione, y suspiró profundamente —.
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Bueno, es un misterio que tendremos que resolver en otro momento, Harry. Lo que nos interesaba era saber si había destruido o no el Horcrux, y eso nos lo acaba de decir en esa carta, ¿no?, así que habrá que centrarse en los otros tres. — Sí, supongo que sí — dijo Harry, y cerró la carpeta de documentos de Sirius.
— CAPÍTULO 23 — La caza del tejón
Harry no permitió que el pequeño detalle del supuesto conocimiento de la profecía por parte de Regulus le apartase de ese nuevo impulso que sentía de cara a la búsqueda de los Horcruxes. El hecho de haber conseguido encontrar a R.A.B. y descubrir que realmente sí había destruido el medallón le sumió en una suerte de euforia, proveniente de sentir, por primera vez desde la muerte
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de Dumbledore, que quizá sí que había esperanzas, que quizá sí podía ser capaz de encontrar el resto de los pedazos del alma de Lord Voldemort. Los siguientes días los pasó intentando recordar todo lo que Dumbledore le había contado acerca del pasado de Voldemort y del resto de los Horcruxes. Ya había registrado Pequeño Hangleton, el orfanato donde se crió y Hogwarts, y no había encontrado nada: pero Harry sentía que había algo que se le escapaba, algo que rondaba por su mente y que, si lograse recordarlo, probablemente conseguiría encontrar otro lugar donde Voldemort podría haber escondido un Horcrux... — ¿Por qué no empezamos a pensar en qué pueden ser los Horcruxes, en lugar de centrarnos en dónde pueden estar? — preguntó Hermione. — Porque lo que me interesa es dónde pueden estar, Hermione — contestó Harry, impaciente —, lo que sean o no sean me da un poco igual... — Vamos a ver, Harry — dijo Hermione —. Si supiéramos qué objetos son, quizá podríamos establecer una conexión con algún lugar importante en la vida de Voldemort, ¿no?, igual que el anillo de su familia estaba oculto en la casa de su abuelo, y el medallón de su antecesor en la cueva donde mostró su poder por primera vez... Harry suspiró profundamente. — Pero es que no tenemos forma de saber qué son, Hermione — contestó —. Bueno, qué es, porque ya sabemos que Dumbledore opinaba que uno de ellos era Nagini y el otro la copa de Helga Hufflepuff, pero... pero... Se detuvo abruptamente, pensativo, rascándose una oreja. — Espera un momento — dijo al cabo de un rato —. Espera un momento... Dumbledore dijo que la familia de aquella señora, ¿cómo se llamaba?, la descendiente de Hufflepuff... Hepzibah Smith, o algo así... Dijo que su familia había estado buscando la copa cuando ella murió después de la visita de Tom Ryddle, pero que no habían conseguido encontrarla porque Ryddle ya
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había desaparecido... — Ya — intervino Ron con aspecto cansado —. Por eso no sabemos dónde la escondió, ¿recuerdas?... — Pero eso es lo último que sabemos de esa copa — insistió Harry, entusiasmado, con los ojos brillantes —. Sin embargo, Voldemort pudo hacer con ella lo mismo que hizo con el anillo... convertirlo en un Horcrux y dejarlo donde estaba, ¿no? Hermione entrecerró los ojos. — ¿A qué te refieres, a que sigue estando en casa de Hepzibah Smith? — No... — Harry sacudió la cabeza, vacilante —. No sé, pero sabemos que la familia de esa señora quería esa copa a toda costa... Supongamos que Voldemort pensó que, en caso de hacerse con ella, la familia nunca se desharía de la copa de Hufflepuff: en ese caso, quizá supuso que no podría haber un lugar más seguro para su Horcrux que ese, puesto que la familia de Hepzibah Smith guardaría la copa como oro en paño, ¿no? Hermione se quedó pensativa un rato, como si evaluase la propuesta de Harry y estudiara detenidamente sus pros y sus contras. — Podría ser — dijo al fin —, pero creo que es muy poco probable, Harry. No me imagino a Voldemort devolviendo la copa con un trozo de su alma a la familia de esa anciana, la verdad. ¿Cómo iba a estar seguro de que no iban a venderla, o a perderla, o incluso que no se la robarían? ¿Y si alguno de ellos descubría que era un Horcrux y lo destruía? Harry agachó la cabeza, desalentado. — Tienes razón — suspiró —. Pero era lo único que se me ocurría... Aunque — añadió, un poco más animado —, no pierdo nada por preguntarle a la familia de esa mujer si recuperaron esa copa... No creo que tengan ningún problema en decirme si la tienen o no, puesto que no saben lo importante que es en realidad, ¿no? — ¿Y cómo se supone que vas a encontrar a esa familia? — gruñó Ron —. Si es que queda
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alguno vivo, claro... La tal señora esa tenía que tener lo menos docientos años, y murió hace sesenta... Harry esbozó una sonrisa triunfante. — Sí que queda alguno vivo — dijo —. Y además no tendré que ir muy lejos para preguntarle si sabe algo de esa copa. Hermione lo miró, desconcertada. — ¿De quién estás hablando, Harry? — preguntó. Harry soltó una risita. — ¿Es que no lo adivináis? — dijo alegremente —. Creo que no me equivoco si aseguro que Zacharias Smith es el tataranieto de Hepzibah Smith.
No le costó demasiado encontrar a Zacharias Smith a la mañana siguiente; después de desayunar, cuando todo el colegio se dirigía hacia el estadio de Quidditch, lo vio caminando en dirección al vestuario de Hufflepuff, con la túnica amarilla del equipo. Harry se apresuró para alcanzarlo antes de que se metiera en el vestuario, llamó su atención con un grito y le soltó la pregunta a bocajarro. Zacharias Smith lo miró fijamente, con la boca abierta, unos segundos. — ¿Qué sabes tú de mi familia, Potter? — dijo al fin, con expresión de suspicacia. Harry parpadeó y se encogió de hombros. — Oí decir que eras descendiente directo de Hufflepuff, y pensé que... — Pues sí, mira — contestó Smith bruscamente —. Mi familia desciende de Helga Hufflepuff, sí. ¿Y a ti qué te importa? Harry suspiró. Aquello no iba a ser fácil. — Mira — comenzó, armándose de paciencia —. Necesito que me ayudes a descubrir una cosa. Es muy importante, aunque no te puedo decir exactamente lo que... — Oye, Potter — le interrumpió Smith de malos modos —. Si pretendes seguir con tu
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jueguecito
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soy—El—Elegido—y—tengo—una—misión—secreta—para—salvar—el—
universo, no cuentes conmigo. — No... escucha — dijo Harry, mordiéndose la lengua para no soltarle un improperio —. Sólo necesito saber una cosa, ¿de acuerdo? No creo que sea para tanto... Zacharias Smith soltó un bufido y no contestó. — Smith — continuó Harry, inasequible al desaliento —. ¿Sabes si tu familia guardaba un objeto de Helga Hufflepuff?... Un cáliz pequeño, de oro, con dos asas... Creo que tenía el escudo de Hufflepuff grabado. Por un instante, pensó que Zacharias Smith iba a dar media vuelta y a marcharse, furioso; incluso su rostro enrojeció de rabia. Pero al momento siguiente creyó haberlo imaginado, porque Smith parecía tan desconcertado y curioso como antes. — ¿Un cáliz? — repitió, pensativo —. Bueno... Yo nunca he visto nada así en ninguna de las casas de mi familia — hizo hincapié en el plural, como si quisiera demostrarle a Harry lo noble y rica que era su familia —, pero creo recordar que mi tío me contó una vez que antes mi familia sí que guardaba algo así... No sé si era un cáliz o una vasija, pero sí que era de Helga Hufflepuff, eso seguro —. Esta vez sí, Harry no se lo imaginó: la expresión de Smith cambió repentinamente y se llenó de sospecha y suspicacia —. ¿Cómo es que has oído hablar de esa copa, Potter? ¿Y para qué quieres saber si mi familia la tiene o no? — Bueno... — contestó Harry, evasivo —. Pero entonces... ¿No sabes si tu familia la tiene o no? Smith sacudió la cabeza. — Mi tío me dijo que se perdió hace años... Era la herencia de una tía abuela suya, pero cuando murió no pudieron encontrarla. Seguro que la vendió, o algo así. Aunque era bastante rica... — ¿Y nunca la habéis encontrado? — insistió Harry —. ¿No ha vuelto a aparecer, ni habéis
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oído hablar de ella? De la copa, digo, no de la tia abuela... — No — contestó Zacharias, encogiéndose de hombros —. Tampoco es que nos haya importado demasiado: hombre, era un recuerdo, y todo eso, pero no necesitamos más dinero, así que no es que... — Ya — dijo Harry, conteniendo una carcajada —. Bueno, Smith, pues muchas gracias... — Oye, ¿y para qué querías saberlo? — preguntó Smith, mientras Harry se alejaba en dirección a su propio vestuario. Harry se volvió. — Nada, era por curiosidad — respondió, evasivo —. Nada importante. — ¡Potter! — gritó Smith, cuando Harry desaparecía detrás de un recodo del camino —. ¡Me debes un favor! — Sí, espera sentado, Smith — murmuró Harry abriendo la puerta del vestuario de un empujón. Dentro del cubículo ya esperaba el resto del equipo, con la túnica escarlata de Quidditch y las escobas preparadas. Harry cerró la puerta y los miró de uno en uno, conteniendo una sonrisa. — Bueno, gente — dijo animadamente —. Todos sabéis que Hufflepuff ganó el otro día a Ravenclaw, aunque fue por un margen muy pequeño... De modo que, si conseguimos ganar este partido, iremos por delante en el campeonato con un margen que casi, casi nos dará el título. Suponiendo que Hufflepuff y Ravenclaw ganen a Slytherin, lo cual no debe costarles mucho esfuerzo teniendo en cuenta que este año el equipo de Slytherin es lo más patético que he visto en mucho tiempo, este año el campeonato es nuestro sin jugar el último partido. Así que salid al campo a por ellos, y el que llegue el último va luego a por cerveza de mantequilla a Hogsmeade. Los siete salieron al estadio entre risas, y Harry se dirigió hacia la zona central, donde le esperaban ya la señora Hooch y Edmund Cadwallader, junto a la caja de las pelotas, ya vacía. — Vamos, Potter, date prisa — dijo la señora Hooch con expresión de impaciencia —. Que no tenemos todo el día.
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— Lo siento, señora Hooch — contestó Harry bajando la escoba al suelo —. Me ha surgido un... imprevisto. Cadwallader chasqueó la lengua. — Siempre te están surgiendo "imprevistos", Potter — dijo frunciendo el ceño —. Te saltas entrenamientos, desapareces días enteros... No sé qué es lo que te traes entre manos, pero... — Suficiente — le interrumpió la señora Hooch —. Daos la mano y vamos a empezar de una vez, antes de que el público invada el campo. No era necesario que la señora Hooch se preocupase por el tiempo que Harry había perdido hablando con Zacharias Smith; al cabo de unos minutos se hizo evidente que el partido estaba visto para sentencia, y que, salvo que aquel fuera el día de suerte de Summerby o Harry acabase de nuevo inconsciente en la enfermería (cosa que no habría sorprendido a nadie, a decir verdad), Gryffindor no iba a tener ningún problema para ganar a Hufflepuff. La única incógnita era por cuántos puntos; pero el público, mucho más morboso, hacía apuestas acerca de cuánto tardaría Harry en caerse de su escoba en aquella ocasión. Al parecer, los de Slytherin, que ya se habían dado por vencidos en el campeonato de Quidditch, habían organizado un sorteo ilegal (obviamente a espaldas de los profesores) y lo que había que adivinar no era precisamente el resultado del partido. Aunque, afortunadamente para los alumnos de Ravenclaw y Hufflepuff (evidentemente, los de Gryffindor no participaban), los de Slytherin no tuvieron mucho tiempo para sacarles el dinero: apenas quince minutos después de empezar el partido, Harry se lanzó contra el poste de gol que Ron cubría en ese momento y se elevó en el aire, sujetando en la mano izquierda la forcejeante snitch. Planeó suavemente para aterrizar, entre los gritos de los alumnos de Gryffindor y los abucheos de Hufflepuff y Slytherin, y se posó en el suelo sonriendo ampliamente. Un instante después se encontró inmerso en un mar de brazos y cabezas: sus seis compañeros de equipo no
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podían contener la euforia. — ¡Hemos ganado, Harry, hemos ganadooooooo! — ¡El campeonato es nuestro! ¡Ya no nos lo quita nadie! — ¡Doscientos diez a sesenta! ¡Hemos ganado! — ¡Potter! — ladró una voz desde el exterior del maremágnum de brazos y túnicas de color granate. Harry sonrió para sí: Zacharias Smith —. ¡Potter, me debías un favor! Harry se las arregló para sacar la cabeza entre el brazo de Coote y el hombro de Ron, sonriendo ampliamente. — Sí, te debía un favor — admitió —. Pero no esperarías que me pasara el partido revoloteando por ahí mientras Summerby recordaba que lo que tenía que buscar era redondo, dorado y con alas... Bastante que le he dejado un cuarto de hora, ¿no? El equipo en pleno soltó una carcajada alegre y arrastró a Harry hacia el vestuario, mientras Zacharias Smith se quedaba allí de pie, sujetando la escoba con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos, con una expresión de rabia que a Harry, por algún motivo, le hizo reír aún más fuerte. Sus seis compañeros de equipo decidieron, incongruentemente, no soltarlo hasta que no consiguieron meterlo en la ducha con escoba y todo. Y, una vez Harry estuvo empapado de pies a cabeza y atrapado de pies y manos por la túnica chorreante, el resto del equipo se lanzó dentro de la ducha, riendo a carcajadas, hasta que los siete fueron un conglomerado de túnicas rojas empapadas y sonrisas radiantes. La fiesta se prolongó hasta altas horas de la noche en la Torre de Gryffindor; ya se sentían campeones, al tener una ventaja de ciento cincuenta puntos sobre Hufflepuff (que iba en segundo lugar) y de cuatrocientos treinta sobre Slytherin, que estaba el último. Ganando a Ravenclaw se aseguraban la copa, e incluso si perdían era muy probable que la consiguieran también. Estaban por delante en la tabla con tanto margen que el último partido tenía que ser un auténtico desastre para que se les escapase en campeonato de Quidditch. Si Harry conseguía terminar ese último
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encuentro contra Ravenclaw y no sufría ningún accidente que le impidiese hacerse con la snitch, estaba todo sentenciado. Sin embargo, Harry no disfrutó de la celebración tanto como debería. Pese a la euforia que sentía al comprender que era muy difícil que no consiguiera ganar su último campeonato de Quidditch, había algo que le impedía estar tan contento como era de suponer. No podía evitar recordar que, la última vez que hubo una celebración similar en la Sala Común de Gryffindor, se había acercado a Ginny y, sin pensarlo siquiera, la había besado por primera vez... Y en esa ocasión tampoco pudo evitar buscarla con la mirada por entre la gente que abarrotaba la Sala Común, deseando por una parte encontrarse con su mirada, y por otra esperando que Ginny no estuviera allí. Aquella situación tan similar a la que había vivido meses antes amenazaba con volver a hacer que su cabeza diese vueltas y su resolución vacilase de nuevo, como había ocurrido el día del partido contra Slytherin... Esbozó una sonrisa triste: si el Quidditch le afectaba de semejante manera, quizá fuera mejor que el partido contra Ravenclaw pasara cuanto antes. En ese momento la vio: Ginny estaba en el otro extremo de la habitación, con una botella de cerveza de mantequilla en la mano, riendo alegremente, sentada junto a Colin Creevey, con el que charlaba animadamente. La expresión de Harry cambió tan rápidamente que por un instante creyó que se le había derretido la piel del rostro y se había convertido en una máscara de cera fundida. — En lugar de poner esa cara, podrías ir a hablar con ella. Por lo menos no irías por ahí asustando a la gente con esa pinta... Harry se volvió y se encontró con Hermione, que lo observaba esbozando una media sonrisa y le tendía una cerveza de mantequilla. — Toma — dijo —. No creo que una más te haga mucho daño. Harry cogió la botella con un encogimiento de hombros.
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— Lo peor que puede pasar es que luego la cama me dé vueltas y tenga que sacar una pierna y apoyar el pie en el suelo para anclarme — contestó, haciendo un verdadero esfuerzo por devolverle la sonrisa y fracasando estrepitosamente. — Ah, ¿de modo que eso es lo que se hace? — preguntó ella con interés —. ¿Anclarse? — Claro — dijo Harry, bebiendo un trago de cerveza de mantequilla —. Es como una toma de tierra, tú que has cursado Estudios Muggles deberías saberlo. — He cursado Estudios Muggles — dijo Hermione —, pero nunca me he visto en una situación en la que me diera vueltas la cama, la verdad. — Eso es porque en la boda de Bill y Fleur te dedicaste al agua — contestó Harry limpiándose la boca con la manga —. Yo me debí beber tres botellas de vino yo solito. — Tú solito no — dijo ella —. Fred y George acabaron cantando una canción rarísima que habían aprendido de un amigo extranjero. "Ash to Reash" o algo así. No tengo ni idea de lo que significa. — ¿"Ash to Reash"? — preguntó Harry, conteniendo una carcajada —. ¿"Ash to Reash Patria Querida"? — ¡Sí, eso! — exclamó Hermione, risueña —. Era horrible. Bueno, es que Fred y George nunca han tenido lo que se dice oído musical... — Dudley la cantaba a veces, cuando salía con sus amigos — explicó Harry —. La aprendió cuando mis tíos pensaron comprarse un apartamento en Mallorca. Creo que es una canción típica para esos momentos en los que tienes que anclarte, por decirlo de alguna manera. — Vaya — dijo Hermione con una mueca —. Cada día se aprende. Quién les iba a decir a Fred y a George que iban a acabar cantando la misma canción que tu primo Dudley... Harry asintió y dio otro sorbo a la botella. Su mirada volvió a desviarse hacia el rincón donde Ginny reía con Colin Creevey. Hermione lo observó unos segundos. Después, sacudió la cabeza.
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— Bueno, Harry — dijo, obligándolo a mirarla —. ¿Has hablado con Zacharias Smith? ¿Te ha dicho algo? — Sí y sí — respondió Harry, parpadeando —. Pero no me ha dicho nada útil, a decir verdad. Parece ser que su familia sí que sabía que había una copa que había pertenecido a Helga Hufflepuff, pero se perdió en tiempos de la tía abuela de su tío. Smith cree que la vendió — añadió, poniendo los ojos en blanco —. Lo que demuestra lo idiota que puede llegar a ser... — Harry — dijo Hermione, reprobadora —. Smith no tiene forma de saber que fue Voldemort el que le robó la copa a su tatarabuela, ¿no?. Si no lo sabe no es porque sea idiota, sino porque Dumbledore no le ha metido en el Pensadero... — Bueno, pero sigue siendo un idiota — insistió Harry. — De acuerdo — admitió Hermione —. En fin... No hemos avanzado mucho, pero por lo menos sabemos que la familia de Hepzibah Smith no ha vuelto a ver el Horcrux desde que Voldemort se lo robó. Harry suspiró y se bebió de un trago el resto de la cerveza de mantequilla. — ¿Y de qué nos sirve eso, Hermione? — preguntó —. Preferiría que me hubiera dicho que guardaba la copa de Hufflepuff en su mesilla de noche, sinceramente. Habría sido tan fácil... — Sí, facilísimo — dijo ella, irónica —. Un poquito de Veritaserum, un hechizo desmemorizador, otro poquito de poción Multijugos... Sin contar con encerrarlo en el armario, aunque en eso ya tenemos práctica. Total, casi nada. Él se encogió de hombros. — Más fácil que ir a buscarlo donde quiera que lo haya escondido Voldemort seguro que es — dijo Harry, dejando la botella sobre la mesa más cercana —. Bueno, si no hemos descubierto dónde está, al menos hemos descubierto dónde no está. Si seguimos eliminando escondites — sonrió, sardónico —, voy a empezar a creer que los tengo escondidos yo en mi propio baúl. Hermione hizo un gesto brusco.
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— ¿Sabes? — dijo de pronto —. Me pregunto por qué Voldemort no utilizó el Encantamiento Fidelio para ocultar sus Horcruxes. Así se habría asegurado de que nadie, nunca, pudiera encontrarlos... — ¿Y quién te dice que no lo ha hecho? — preguntó Harry —. Por lo que sabemos, la copa de Hufflepuff podría haber estado justo encima de la mesa del comedor de la mansión de Pequeño Hangleton, y no la vimos porque él era el Guardián Secreto... Es posible, ¿sabes? — Claro que es posible — dijo ella —. Pero no lo creo. ¿Por qué iba a esconder la copa y ese otro Horcrux que no sabemos qué es con el Encantamiento Fidelio, y dejar el medallón, el anillo y el diario a la vista de todo el mundo? Bueno, y la serpiente, claro. Cualquiera puede verla. No tiene sentido. — Hombre, precisamente a la vista de todo el mundo no estaban, ¿no? — dijo Harry —. El diario lo guardaba celosamente Lucius Malfoy, el anillo estaba en las ruinas de una cabaña escondida en mitad de un bosque alejado de la civilización, y el medallón en una cueva que, para verla, había que arriesgarse mucho, tener mucha suerte y además saber dónde estaba exactamente... aparte de echarle muchas agallas, claro. Y saber nadar — añadió. Hermione chasqueó la lengua. — Sabes a qué me refiero — dijo —. Si hubiera guardado la copa y otro Horcrux con el Encantamiento Fidelio, lo habría hecho con todos los demás. Por muy bien ocultos que estuvieran, siempre lo habrían estado más si sólo él podía verlos... Al fin y al cabo, Dumbledore encontró el anillo y la cueva donde estaba el medallón, ¿no?, e incluso Regulus llegó a aquella cueva. — Sí, supongo que sí — respondió Harry. Se levantó de la silla y estiró los músculos, que se le habían quedado acalambrados tras el partido —. Bueno. Me voy a ir a la cama. — ¿A anclarte? — preguntó Hermione, sonriendo ampliamente. Harry le devolvió la sonrisa. — No creo que haga falta — dijo —, pero lo tendré en cuenta, por si acaso.
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Y subió las escaleras que conducían a su dormitorio antes de que alguien lo viera y le obligase a tomarse otra cerveza de mantequilla. Antes de acostarse, sin embargo, abrió su baúl y miró en su interior. También por si acaso.
Soñó que seguía volando en su Saeta de Fuego, aunque no por encima del campo de Quidditch sino sobre el lago negro oculto en la cueva de la costa, iluminado por el tenue y fantasmagórico resplandor verde. Entre las aguas oscuras asomaban, amenazadoras, las cabezas de cientos de Inferi, que lo observaban con expresión de odio en sus ojos vacíos. Acercándose rápidamente veía el islote del que surgía el resplandor, agrandándose conforme Harry volaba hacia él. Pronto pudo ver la pequeña extensión de piedra lisa y oscura con su vasija de piedra posada en lo alto del pedestal, llena hasta los topes de líquido color esmeralda fosforescente. Por su mente pasó fugazmente la idea de que algo no iba bien: la vasija debería estar vacía, Dumbledore se había bebido todo su contenido... Espoleó a su escoba, ansioso por conseguir la snitch; no, la snitch no, el Horcrux... En ese momento algo aferró fuertemente su tobillo, ralentizando su marcha. Aterrorizado, miró hacia atrás. Se había descuidado, había volado demasiado bajo, y un Inferius había conseguido alcanzarlo con su mano blanca y putrefacta. Pero aquello tampoco podía ser, no había rozado el agua, no tenían por qué haberse despertado... Aunque ya estaban despiertos cuando entró en la cueva, ¿no?... El Inferius tiró de él con fuerza, y Harry trastabilló sobre la escoba. La Saeta de Fuego iba a tanta velocidad que se le escapó de entre las piernas y siguió su vuelo sin él encima. Harry tropezó hacia delante, aferrado por el muerto viviente, y cayó de bruces sobre la piedra negra de la isla. Gateó frenéticamente para alejarse del Inferius, pese a que sabía que era inútil, que había miles de ellos, y que todos se dirigían hacia el islote para arrastrarlo bajo las aguas hasta convertirlo en uno más...
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Consiguió ponerse de pie y se inclinó sobre la vasija, sabiendo de antemano que no podría tocar la poción, que tendría que bebérsela, y que no sería capaz de hacerlo él sólo, como Dumbledore no habría sido capaz sin su... si él no lo hubiera obligado. Aturdido, vio que la poción, antes visible desde muchos metros de distancia, había desaparecido, sumiéndolo en una penumbra helada y aterrorizadora. Solo, en la oscuridad, rodeado de muertos vivientes que ansiaban su sangre, Harry cerró los ojos, y estuvo a punto de dejarse morir, de abandonar. Volvió a abrir los ojos, desesperado, y lo vio: al fondo de la vasija, mojado por un pequeño rastro de poción, estaba el medallón. Pero no el medallón que Harry sabía que guardaba en su bolsillo desde la última vez que estuvo allí: el medallón de Slytherin, el medallón de oro puro, grande, pesado, adornado con una serpiente en forma de "S", que brillaba tenuemente bajo la espectral luz emitida por las gotas de poción que quedaban al fondo de la vasija. Alargó la mano para cogerlo, y en ese momento todo cambió. Asombrado, miró a su alrededor. Estaba en una estancia bien iluminada, antigua, con las paredes pintadas de color verde oliva. Apoyado en una de las paredes, un viejo sofá marrón desportillado; frente a él, una vitrina de madera y cristal, llena de objetos. Harry sacudió la cabeza, desconcertado. Allí había una botella con un tapón de ópalo, una caja plateada de aspecto inofensivo, un extraño instrumento plateado que vibraba, amenazador, una caja de música. En su mano, fuertemente aferrado, estaba el medallón de Slytherin. Intentó abrirlo: no fue capaz. Encogiéndose de hombros, lo tiró a una bolsa que había a su lado. Al levantar la mirada, se encontró con la sonrisa de Sirius Black. Despertó, sobresaltado, y se sentó en la cama de un brinco. Por la ventana de su dormitorio en la Torre de Gryffindor se colaba un rayo de pálida luz del sol, de ese color enfermizo que el sol invernal tiene cuando apenas hace unos minutos que ha salido. Harry se pasó la mano por la cara,
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intentando librarse de los últimos rastros de sueño. Sacudió la cabeza. — Ron — musitó —. ¡Ron! Ron soltó un ronquido especialmente fuerte, se dio la vuelta y siguió durmiendo. Harry apartó la manta de un tirón y se levantó a toda prisa. — ¡Ron! — exclamó en un susurro, sacudiéndole —. ¡Ron, despierta! — ¿Qupascha? — farfulló Ron, intentando abrir los ojos y desistiendo al cabo de un segundo. Su cabeza volvió a caer, interte, sobre la almohada. — ¡Ron, despierta! — exclamó Harry, y dirigió una mirada hacia las camas de Neville y Dean, temiendo que se hubieran despertado ellos también —. Despierta — susurró, sacudiéndolo de nuevo —. Acabo de acordarme de una cosa... Finalmente, Ron pareció comprender que Harry no le iba a dejar en paz hasta que no le hiciera un poco de caso, abrió los ojos y se desperezó sin ganas. — ¿Qué te pasa, Harry? — preguntó, bostezando —. Es muy temprano... — Escucha — dijo Harry, impaciente, mientras Ron se incorporaba en la cama —. Acabo de acordarme... El medallón, el Horcrux, sí que estaba en Grimmauld Place. — ¿Qué estás diciendo? — gruñó Ron pasándose la mano por el pelo —. Hemos registrado esa casa por lo menos un millón de veces... — No, no me refiero a eso — respondió Harry —. Cuando limpiamos la casa... Aquel verano, ¿te acuerdas? — Como para no acordarme — dijo Ron, bostezando de nuevo —. Había unas arañas del tamaño de los tapacubos del coche de mi padre. — Pues el medallón estaba en la vitrina del salón... Había un medallón que ninguno pudimos abrir... y lo tiramos a la basura... ¿No te acuerdas? — No — contestó Ron, encogiéndose de hombros. Harry lo miró, la desilusión cayéndole encima como un jarro de agua fría.
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— ¿No te acuerdas? — repitió, decepcionado. Ron suspiró, rascándose la cabeza. — Había miles de cosas en esa casa, Harry — dijo lentamente —. No puedo acordarme de todas. — No... Bueno — continuó Harry enérgicamente —. Pues yo sí que me acuerdo. Era el mismo medallón que vi en el Pensadero, con Dumbledore... El que Voldemort le robó a Hepzibah Smith, el que tenía Merope Gaunt cuando se fugó con Tom Ryddle. Era el mismo, solo que no lo había recordado hasta ahora. El medallón con la serpiente en forma de "S". — Pero, entonces — dijo Ron, que poco a poco parecía salir del aturdimiento producido por el sueño —, ¿lo tiramos a la basura? ¿Así, sin más? — Sí — contestó Harry —. Recuerdo haberlo tirado a la bolsa donde guardábamos todo lo que sobraba en la casa... — ¿Entonces Regulus no lo destruyó? — preguntó Ron, abatido —. Si estaba en Grimmauld Place... — No recuerdo si estaba roto o no — dijo Harry, pensativo —. Pero no pudimos abrirlo, de modo que lo lógico es pensar que no lo destruyó. Quizá lo escondió en Grimmauld Place con la intención de destruirlo, y lo mataron antes. O le sorprendieron allí mismo y lo mataron, dejando el medallón porque no sabían lo que era. Y nosotros lo tiramos. A saber dónde estará ahora — añadió, cabizbajo. — Tranquilo — dijo Ron, sacando las piernas de debajo de las mantas y buscando a tientas las zapatillas —. Seguro que a Hermione se le ocurre algo. Siempre se le ocurre algo — gruñó. — Bueno, es obvio, ¿no? — dijo Hermione un rato después, en la Sala Común —. Si lo tiramos a la basura, está perdido. Quizá haya algún hechizo para encontrar cosas, pero no he oído hablar de él... Aunque podríamos preguntarle a la señora Pince. Pero es que puede ser que no esté perdido.
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— Hermione — dijo Harry pacientemente —, te he dicho que me acuerdo perfectamente de que lo tiramos a la bolsa de... — Ya — respondió ella —. Pero, Harry... No todo lo que tiramos a esa bolsa acabó en la basura. Harry la miró exasperado por un momento. Después, poco a poco, el sentido de lo que Hermione acababa de decir penetró en su mente. — Kreacher — murmuró, asombrado —. Claro. Kreacher. Hermione sonrió. — ¡Kreacher! — exclamó Harry en voz alta —. ¡Kreacher, ven aquí! Hubo un fuerte "crack" y un instante después apareció un elfo doméstico, viejo, arrugado como una pasa, con la nariz en forma de hocico, gigantescas orejas de murciélago y enormes ojos inyectados en sangre, agazapado sobre la alfombra de la sala común y cubierto de sucios andrajos. El elfo levantó la cabeza y miró a su alrededor. — El amo ha llamado a Kreacher — dijo con su voz ronca y desagradable —. Kreacher tiene que obedecer al amo. Pero Kreacher preferiría que el amo le dejase en paz. Kreacher no quiere ver al amo, oh no, Kreacher... — Ya, Kreacher, cállate y escucha — le interrumpió Harry en tono imperioso —. Tengo algo que preguntarte. Y quiero que me contestes la verdad, y que no me ocultes nada, ¿entendido? Kreacher le lanzó una mirada malévola. — Sí, amo — dijo de mala gana. — Bien — asintió Harry —. Kreacher, cuando hicimos limpieza en la casa de la familia Black, ¿cogiste de la bolsa de la basura un medallón de oro con la Marca de Slytherin? Kreacher se agarró las orejas de murciélago y tironeó de ellas. — No, amo — respondió, mordiendo las palabras. — ¿Estás seguro, Kreacher? — insistió Harry —. ¿Y de la vitrina? ¿Cogiste el medallón de
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la vitrina, o del suelo, o... o de cualquier lugar de la casa, para que no lo tirásemos? — No, amo — contestó Kreacher. Harry contuvo una maldición. — Kreacher — dijo severamente —, ¿sabes de qué medallón te hablo? ¿Lo has visto alguna vez? Kreacher hizo un evidente esfuerzo por no responder, pero al cabo tuvo que rendirse, e inclinó los enjutos hombros. — Sí, amo — respondió —. Estaba en el salón. Mi ama lo guardaba como un tesoro. Mi pobre ama, cómo echaba de menos al amo Regulus... — ¿Regulus lo llevó a la casa? — preguntó Harry, curioso. — El amo Regulus se lo regaló a mi ama hace mucho tiempo — dijo Kreacher —. Mi pobre ama, qué mal lo pasó cuando murió... Oh, mi ama, el único hijo que tenía... — Vale, sí, ya lo he entendido — le interrumpió Harry, reacio a permitir que Kreacher empezase de nuevo a hablar mal de Sirius —. Escucha, Kreacher: quiero que vayas a mi casa — recalcó el posesivo —, y que registres toda la casa, a ver si encuentras ese medallón, ¿de acuerdo? Si alguno de los que están allí te dice algo, le explicas que yo te he enviado. Pero busca bien, ¿eh? — le advirtió —. Quiero que registres cada centímetro de la casa, incluso en los sitios donde pueda parecer que no cabe el medallón. Y, si lo encuentras, me lo traes en seguida. Y no tienes permiso para ir a otro sitio que no sea esa casa, y de allí te vienes directamente aquí. ¿Entendido? — Sí, amo — gruñó Kreacher. — Y no le cuentes a nadie lo que buscas — añadió Harry. — No, amo. — Y no le digas a nadie que estás buscando algo porque yo te lo he ordenado. — No, amo. — Bien — asintió Harry —. Vete.
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Y el elfo doméstico desapareció con un segundo "crack". Harry se volvió hacia Ron y Hermione, que lo miraban desconcertados. — Harry — dijo Hermione —, en esa casa no hay ningún medallón... — La hemos registrado doscientas veces — dijo Ron. — Ya — respondió Harry —. Pero es que me he dado cuenta de una cosa. — ¿De qué? Harry sonrió. — ¿No os habéis fijado? Con los elfos domésticos, el Encantamiento Fidelio no tiene efecto.
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— CAPÍTULO 24 — Después de Hogwarts
No era una afirmación hecha al azar; Harry había estado preguntándose en algunas ocasiones cómo era posible que Kreacher siguiera viviendo en Grimmauld Place, e incluso hubiera podido abandonar la casa y regresar a ella, cuando Dumbledore era el Guardián Secreto de la sede de la Orden del Fénix. En esta ocasión, Harry tuvo la confirmación que deseaba: en ningún momento le había dicho a Kreacher dónde estaba la casa de la familia Black, la dirección exacta de Grimmauld Place, 12. Pero Kreacher no podía desobedecerle: al desaparecer, había ido directamente a cumplir el encargo de Harry. De modo que era lógico pensar que, oculta o no por el Encantamiento Fidelio, Kreacher era capaz de hallar la casa. Lo cual era intranquilizador: ¿acaso cualquier elfo doméstico podía ver aquella casa? ¿Y si algún mortífago, o el mismo Voldemort, enviaba a un elfo a buscar la sede de la Orden, el elfo podría decirles la dirección? En cualquier caso, Kreacher tardó dos días en volver de Grimmauld Place, y, tuviera o no sobre él efecto el Encantamiento Fidelio, tuvo el mismo éxito que Harry, Ron y Hermione. Informó a Harry, no sin cierto regocijo, de que no había encontrado absolutamente nada que se pareciese remotamente al medallón de Slytherin. La única satisfacción que obtuvo Harry fue la de obligar a Kreacher a guardar silencio acerca de todo el asunto y volver a las cocinas de Hogwarts a
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trabajar, y ver cómo el elfo doméstico tenía que obedecerle. Desolado, Harry se encerró en sí mismo durante algunos días, en busca de una respuesta al interrogante que ya pensaba que había respondido y que, de nuevo, se le presentaba como un problema sin solución: ¿dónde estaba el medallón de Slytherin? ¿Lo había destruido Regulus, o no? A juzgar por el hecho de que, cuando Harry lo había visto en Grimmauld Place, estaba intacto y ninguno de ellos había sido capaz de abrirlo, el Horcrux todavía contenía un pedazo del alma de Lord Voldemort. Lo cual significaba que Harry tenía un problema. Uno más, pensó irónicamente. Regulus había dejado el Horcrux en Grimmauld Place antes de detruirlo. Y había muerto sin terminar su trabajo. Y, años después, cuando la Orden del Fénix se instaló en la casa de los Black, lo habían tirado a la basura. Si Kreacher no lo había rescatado, el Horcrux podía haber acabado en cualquier basurero, muggle o mágico, de Londres. O dondequiera que los magos tirasen sus desperdicios. Es decir, fuera del alcance de Harry. Porque ya hacía más de dos años que lo habían tirado a la basura. Y, si uno de los seis Horcruxes estaba fuera de su alcance, sencillamente no podía vencer a Voldemort. O, lo que era lo mismo, estaba acabado. Si eso no era un problema, Harry no había visto uno en su vida. — No te agobies tanto, tío — dijo Ron unas semanas después —. También pensábamos que estabas en un callejón sin salida cuando no sabíamos quién era R.A.B., y al final lo encontramos, ¿no?... Ya se nos ocurrirá algo. — Sí — contestó Harry sombríamente —. Seguro. Pero no lo tenía nada claro; de hecho, estaba a punto de tirar la toalla, dejar de buscar los Horcruxes, salir al camino de Hogsmeade y quedarse allí, solo, desprotegido, hasta que Lord Voldemort diera con él y todo aquello finalizase de una vez por todas. Cuando se le pasaba esa idea por la cabeza, lo único que podía hacer para evitar caer en la tentación, cada vez más agradable a su mente, era pensar en Ron, en Hermione, en Ginny, en los
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Weasley, en todo Hogwarts, en toda la sociedad mágica... y recordar que, por todo lo que sabía, por todo lo que Dumbledore había creído, si abandonaba Voldemort acabaría por matarlo, y entonces no habría nada que se interpusiera entre él y el poder absoluto. Aunque, en realidad, si lo pensaba bien, no había nada entre Voldemort y el poder absoluto. Harry no podía hacer nada en su contra mientras tuviera su alma a salvo, encerrada en cuatro objetos. Y uno de ellos era imposible de recuperar, y, por tanto, de destruir. A principios de abril los gemelos Weasley les enviaron una remesa de artículos de broma en respuesta a la nota que Ron, Hermione y él les habían escrito felicitándoles por su cumpleaños, y Harry pasó unos días entretenido probando los nuevos inventos de Fred y George, aunque aún así no fue capaz de sacarse de la cabeza la idea de que, hiciera lo que hiciese, no tenía ninguna esperanza de superviviencia, y si él caía, detrás caería toda la sociedad mágica. Y todo era culpa suya: al fin y al cabo, era él quien había tirado el Horcrux a la basura, aunque en ese momento no supiera lo que era. — Deja de atormentarte, Harry — dijo Hermione, una tarde en la sala común, levantando la mirada de su eterno pergamino de deberes —. Tú no tienes la culpa. Además, no pierdas la esperanza: seguro que, tarde o temprano, descubriremos una forma de solucionarlo... — No sé cuál, Hermione — respondió Harry, hundiendo la cabeza entre las manos —. Lo tiré a aquella bolsa, y, si Kreacher no lo cogió, no se me ocurre nadie más que pudiera haber... Hermione soltó una exclamación justo en el mismo instante en el que en la mente de Harry sonaba una señal de alarma, tan nítida que se incorporó de golpe, tirando el tintero encima del pergamino de Hermione. Ella ni siquiera parpadeó: lo miró fijamente, con los ojos muy abiertos, la misma expresión de asombro que debía tener Harry en ese mismo momento. — ¡Mundungus! — gritaron los dos a la vez. Ron, que se afanaba en redactar un ensayo para el profesor Flitwick con la nariz pegada al pergamino, se incorporó, desconcertado.
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— ¿Mundungus? — preguntó —. ¿Dónde? — ¡No se me había ocurrido! — exclamó Harry, intentando, sin hacer en realidad ningún esfuerzo, limpiar la redacción de Hermione —. ¡Mundungus! — Claro — asintió Hermione —. Un medallón de oro macizo... ¿Quién nos dice que no lo cogió él mismo de la bolsa? — Sí, puede ser... — dijo Harry, pensativo, volviendo a sentarse —. No es muy probable, porque estuvimos muy pendientes de que Kreacher no cogiese nada de la bolsa, de modo que a Mundungus no le habría resultado nada fácil hacerse con él... — Sí, Harry — respondió Hermione, que tenía los ojos brillantes e ignoraba los gestos de incomprensión que Ron le dirigía desde el otro extremo de la mesa —. Pero, aunque no lo cogiera él... Si alguien sabe dónde puede estar ese medallón, ese es Mundungus. — Pero qué...? — empezó Ron. Hermione hizo un gesto de impaciencia. — Si el medallón acabó en el mercado negro, porque alguien lo encontró en el vertedero... — miró a Harry —. Esas cosas pasan, hay mucha gente que rebusca entre los desperdicios en busca de cosas que se puedan vender. De hecho, creo que Mundungus es uno de ellos. — No me extrañaría — respondió Harry esbozando una sonrisa sardónica. Se levantó de nuevo de la silla y se dirigió hacia la escalera que daba acceso a los dormitorios de los chicos. — ¿A dónde vas, Harry? — preguntó Ron, estupefacto. Harry volvió la cabeza hacia ellos sin detenerse. — No sé dónde está Mundungus — explicó —. Pero voy a encargarle a alguien que me lo busque. Volvió al cabo de unos minutos con el espejo apretado entre las manos, y se sentó junto a Ron y a Hermione, que inclinaron la cabeza, curiosos, para ver lo que había en su interior. El espejo reflejó sus tres rostros, enrojecidos, entusiasmados. Harry carraspeó. — Remus Lupin — dijo frente al espejo.
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Durante lo que parecieron horas, en el espejo sólo se podían ver sus rostros, de ojos muy abiertos. Al fin, al cabo de unos minutos, el reflejo se empañó y comenzó a fluctuar. La imagen osciló como si el espejo estuviera bajo una capa de agua turbia y negruzca, y después un remolino ocultó todo a su vista, dejando una superficie negra, brillante como el azabache. Un instante después apareció, nítido, sonriente, el rostro de Remus Lupin. — ¡Harry! — exclamó alegremente —. Perdona que haya tardado tanto, es que estaba haciendo la cena y el espejo estaba en el dormitorio de Sirius... ¿Qué tal estáis? Hola, Ron, Hermione... — Hola — dijeron los tres a la vez, sonriendo. Harry reprimió una carcajada cuando Ron estuvo a punto de subírsele a la espalda para mirar bien el espejo. — Escucha, Remus — dijo Harry, propinándole a Ron un fuerte codazo para quitárselo de encima —. ¿Has visto a Mundungus últimamente? La sonrisa resbaló por el rostro de Lupin como si se estuviera derritiendo. — ¿Mundungus? — repitió, frunciendo el entrecejo —. No... hace mucho que no lo veo... ¿Para qué quieres...? — Se interrumpió en seco, y miró a Harry con una expresión de comprensión en el rostro —. Ah, ya — dijo —. Es otra de esas cosas acerca de las cuales no debo preguntarte porque no me vas a contestar, ¿verdad? Harry se limitó a sonreír. — Bueno — continuó Lupin, encogiéndose de hombros —. Como te decía, hace mucho que no veo a Mundungus por ninguna parte. Desde luego, ya no responde a las llamadas de la Orden, ni viene a las reuniones... Claro que era Dumbledore el que le controlaba, y cuando murió todos pensamos que Mundungus desaparecería, pero, ahora que lo pienso, no sé nada de él desde mucho antes de que Dumbledore muriese... — Ya — dijo Harry —. Desde antes de Navidad del año pasado, no me digas más. Recordaba perfectamente que Dumbledore le había asegurado que le había recriminado
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fuertemente a Mundungus que hubiera estado robando el patrimonio de Harry de la casa de Grimmauld Place. Harry podía imaginar perfectamente a Mundungus asustado por la furia de Dumbledore, desapareciendo durante meses para evitar al antiguo director de Hogwarts; probablemente, cuando supo que Dumbledore había muerto había decidido no volver, libre por fin de la obligación de servir al director por aquel favor que le hizo años atrás, fuera cual fuese. — Oye, Remus — dijo —, ¿crees que podrías encontrarlo? Necesito preguntarle una cosa. Bueno, un par. Lupin sostuvo su mirada unos instantes, ceñudo. — ¿Es algo importante, Harry? — preguntó —. No tengo ganas de volver a mezclarme con gente como Mundungus otra vez, la verdad. Harry asintió. — Sí, es importante. Mucho, en realidad. Notó cómo Ron y Hermione asentían enérgicamente detrás de él. Por su expresión, supo que Lupin también los había visto: el antiguo profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras contuvo una sonrisa. — Bueno — continuó Lupin —, puedo intentar buscarlo, pero ya te digo que hace meses que no he oído hablar de él. Ninguno de los miembros de la Orden sabe dónde está, ni qué hace... Aunque, bien pensado, no creo que eso último sea muy difícil de imaginar — añadió, haciendo una mueca —. Quizá si me doy una vuelta por el Callejón Diagon lo encuentre vendiendo objetos robados debajo de un toldo. — Si fuera tan fácil... — murmuró Harry. Lupin no miró atentamente, con una media sonrisa que Harry no supo interpretar: no sabía si era de comprensión, de regocijo o de tristeza. — No te preocupes, Harry — dijo Lupin al fin —. Si tan importante es para ti, lo encontraré. Aunque no esperes que sea pronto... Probablemente me costará unos cuantos días. — Tranquilo — contestó Harry haciendo un gesto vago —. Ya hemos perdido mucho el
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tiempo... supongo que un par de días más no supondrán una diferencia demasiado grande. Lupin debió percibir el leve tono de amargura y desesperación en la voz de Harry, porque su ceño se hizo aún más pronunciado. — Escucha, Harry — dijo, en el mismo tono que utilizaba siempre que iba a hablar realmente en serio —. Ya sé que no quieres que sepamos nada acerca de lo que quiera que estés haciendo. Pero todo esto no me gusta nada... No sé en qué estás metido, pero, conociéndote, apuesto a que es algo peligroso — sonrió. Harry no dijo nada; ya sabía cuando había decidido pedirle ayuda a Lupin que tendría que volver a negarse una vez más a contarle nada, pero hacía mucho que había tomado la determinación de dejar a todos excepto a Ron y a Hermione al margen de aquello, y no iba a cambiar de opinión ahora. — Mira, Harry — continuó Lupin, suspirando al ver que Harry no tenía ninguna intención de responder —. Si no quieres, no me digas en qué andas metido. Pero, si te ves en un apuro, avísame, ¿de acuerdo? No quiero que tengamos un disgusto. Harry asintió, aunque más bien para que Lupin dejase de hacerle preguntas incómodas. — Y llévate siempre el espejo contigo, ¿de acuerdo? — insistió Lupin —. Así podrás llamarme en seguida si... si me necesitas para lo que sea. — De acuerdo — contestó Harry. — Vale — dijo Lupin —. Yo también me guardaré el espejo de Sirius en el bolsillo, por si me llamas. — Muy bien — asintió Harry —. Pero... — Ya — le interrumpió Lupin —. Ya sé que no crees que vayas a avisarme nunca. Pero llévalo encima, ¿vale?, no sea que te metas en problemas y necesites ayuda para salir. Harry no pudo contener una mueca; la sonrisa de Lupin se ensanchó. — No pasa nada por pedir ayuda, Harry — le recriminó amablemente —. Nadie es capaz
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de salir airoso de todas las situaciones sin que nadie le eche una mano, ¿sabes? — Para eso tengo a Ron y a Hermione — dijo Harry en voz baja. Lupin, en lugar de enfadarse, soltó una carcajada. — Sí, para eso tienes a Ron y a Hermione — admitió —. Bien, cuando encuentre a Mundungus te aviso, ¿de acuerdo? — Vale. — Bueno. Mientras tanto, procura no hacerte matar demasiadas veces, ¿eh? — sonrió Lupin. — Lo intentaré — respondió Harry, sonriendo a su vez. — Hasta luego, entonces — dijo Lupin —. Adiós, Hermione, Ron... — Hasta luego — dijeron Ron y Hermione, mientras la imagen de Lupin se desvanecía en un nuevo remolino de aguas oscuras, y el espejo volvía a ser, simplemente, un espejo. Harry suspiró y se levantó para volver al dormitorio a guardar el espejo. — Trae eso aquí, Harry — dijo Hermione, alargando la mano. Harry la miró, sin comprender —. Trae ese espejo — insistió ella, con la mano extendida. Harry se encogió de hombros y se lo tendió. Hermione lo cogió y, sin mirarlo dos veces, se lo guardó en el bolsillo de la túnica. — Dirás lo que quieras, Harry — dijo, ante la mirada interrogante de éste —, pero no me he creído ni por un momento que hablases en serio cuando le has dicho a Lupin que ibas a llevar el espejo siempre encima. Y, como creo que tenía razón — añadió, subiendo el tono al ver que Harry abría la boca para hablar —, y que no está de más que nos cubramos las espaldas, por si acaso... — Pero el espejo lo puedo llevar yo — protestó Harry sin mucha convicción. — Piénsalo bien, Harry — contestó ella —. Quizá Lupin no lo ha pensado, o no ha querido pensarlo, pero de nosotros tres, el que más peligro va a correr vas a ser tú. Sí — insistió, ante la mueca de protesta de Harry —. Claro que sí. De hecho, eres el único que está realmente en peligro,
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al menos por ahora. ¿Y si llega un momento en el que te encuentras en una situación de la que nosotros no te podemos sacar? ¿Morirías sólo por no haber querido pedir ayuda? Escúchame — exclamó. Harry se detuvo cuando empezaba a hablar —. Ron y yo no podríamos ayudarte si te enfrentas a Voldemort y te desarma, por ejemplo. Pero Lupin, por el contrario... — Si Voldemort me desarma, estoy muerto, con o sin Lupin — consiguió decir Harry al fin. — ¡Pero es que no queremos que mueras, Harry! — exclamó Hermione, consternada —. ¿Y si Lupin puede salvarte, e incluso cambiar las tornas y conseguir que venzas a Voldemort, por qué no vamos a avisarle? — ¡Porque, si viene Lupin, entonces él también está muerto! — gritó Harry —. ¿Es que no lo entiendes, Hermione? ¡Estamos hablando de Voldemort! — ¡Pues precisamente por eso, Harry! ¡Si tú mueres, da igual que nosotros, y Lupin, y cualquiera, muera en ese mismo momento o un poco después! — Eso es precisamente lo que siempre quería hacer Dumbledore — dijo Harry, furioso —. Mantenerme a salvo, al margen, y dejar que todos los que me rodeasen murieran en mi lugar. ¡Pero ya estoy harto, ¿me oyes?! ¡Harto! ¡No pienso dejar que nadie más muera por mi culpa! — Harry — dijo Hermione, llorosa, pero sin permitir que su voz vacilase ni un instante —, sé que esto no te va a gustar, pero Dumbledore hizo lo que hizo porque sabía que lo más importante era mantenerte a salvo... — Pero es que yo no voy a seguir "manteniéndome a salvo", Hermione — le espetó Harry de mal humor —. No pienso seguir escondiéndome detrás de las faldas de... — ¡Ya lo sé, Harry! — exclamó ella —. Creo que ha quedado bien claro que no te estás escondiendo detrás de las faldas de nadie. No me parece que ir correteando por ahí en busca de los tesoros más preciados de Lord Voldemort sea estar escondiéndose. Pero, en algún momento, puede que necesites ayuda, Harry. Por ahora sé que quieres seguir manteniendo el secreto, pero, cuando
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hayamos destruido todos los Horcruxes, cuando ya estés en condiciones de enfrentarte a Voldemort, ya no importará... — Siempre que Quien—Tú—Sabes no se entere — intervino Ron, en un claro intento de calmar los ánimos. — Y, cuando tengas que enfrentarte a Voldemort — continuó Hermione —, seguramente te encontrarás en peligro mortal... Y me da igual lo que protestes, Harry, porque si tienes la opción de llamar a Lupin y pedirle ayuda, eso puede significar la diferencia entre la vida y la muerte. — Sí, pero ¿la de quién? — exclamó Harry. — ¡La tuya, Harry! — gritó Hermione —. Aunque te enfades, tengo que decírtelo: no importa que haya muerto Dumbledore, ni que haya muerto Sirius, ni que muriese Cedric, ni siquiera que muriesen tus padres. Es horrible, sí, pero su muerte no condena al mundo. La tuya, sí. Es tu vida la única que importa. ¡Y por eso todos nosotros, empezando por tus padres, por Sirius, por Dumbledore, y terminando por Ron y yo, estamos dispuestos a dar la vida por salvar la tuya! ¡Por el amor de Dios, sólo te estoy diciendo que vamos a llevar ese espejo por si tenemos que pedirle socorro a la Orden, pero te juro que si pudiera, iría contigo hasta al cuarto de baño con el puñetero ejército de las Naciones Unidas! — ¿El qué de qué? — preguntó Ron, extrañado, con expresión de incomprensión. Afortunadamente, su gesto tuvo la virtud de evaporar la tensión como un inmenso ventilador inventado por un muggle loco podría, quizá, disipar la niebla sobre el Támesis. Hermione rió, nerviosa, y Harry se desahogó soltando una carcajada que fue más bien un aullido. — Bueno — dijo Hermione, suspirando —. Será mejor que nos vayamos a la cama, que ya es muy tarde... — Sí — asintió Harry rápidamente, ansioso por dar por terminada la discusión —. Sí, estoy molido... Mañana tengo que terminar la redacción para Flitwick, y... — Buenas noches — dijo Hermione rápidamente, guardando sus cosas en la mochila —.
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Harry, me llevo el espejo, ¿vale? Hasta mañana. — ´ta mañana — contestó él, levantándose a su vez. Ron permaneció sentado, pensativo — . ¿Qué te pasa? Ron levantó la mirada. — ¿Qué es el ejército de las Naciones Unidas? — preguntó.
Como siempre, el lunes amaneció opresivo y deprimente: la perspectiva de tener que soportar de nuevo a Cormac McLaggen hacía que Harry viese el primer día de la semana como una auténtica tortura, aunque esa tortura le estuviera sirviendo para hacerse una uténtico maestro de la Legeremancia. Sin embargo, ese sentimiento de opresión desapareció al saber que podía librarse de la clase de Defensa Contra las Artes Oscuras, y saber también que tenía permiso de la directora, incluso la obligación de perderse la clase. Porque aquella mañana, cuando bajaron a la Sala Común a toda prisa para terminar los deberes de Encantamientos antes de desayunar, encontraron un nuevo anuncio en el tablón:
ORIENTACIÓN PROFESIONAL Todos los alumnos de séptimo curso tienen que mantener una reunión con su jefe de casa para comprobar sus trayectorias académicas y hacer una valoración de sus perspectivas profesionales. En la siguiente lista se detallan las horas de las reuniones individuales.
Mientras que Ron se pasó todo el lunes refunfuñando porque su reunión le iba a fastidiar su única hora libre, Harry se sentía interiormente alegre al pensar que pasarían otros tres días antes de tener que soportar la cara de McLaggen. — Claro — dijo Hermione cuando leyó el cartel —. No sé cómo no se nos había ocurrido,
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en quinto tuvimos una reunión para elegir asignaturas, pero ahora tenemos que elegir una profesión... Y eso es mucho más serio, ¿no? Claro que elegir asignaturas tampoco era ninguna tontería... — En tu caso, era totalmente absurdo — gruñó Ron —. Las eliges todas, y se acabó la discusión. — Eso no es verdad — replicó Hermione, frunciendo el ceño —. Dejé Estudios Muggles, y Adivinación... — Vaya una cosa — dijo Ron, burlón —. Dime, Hermione... ¿Ya has decidido a qué te vas a dedicar después de Hogwarts? ¿O sigues con eso del pedo? Hermione no se molestó en contestar. El despacho de la profesora Sinistra había estado en lo alto de la Torre de Astronomía, pero había tenido que trasladarse a otro después de que la lucha entre los mortífagos y los miembros de la Orden del Fénix destrozasen la mayor parte de la pared. Evidentemente, un simple conjuro había dejado el despacho como nuevo, pero la profesora Sinistra dijo que no quería quedarse allí, tan cerca de donde había muerto Dumbledore, y abandonó su antiguo despacho sin pensarlo dos veces. Harry se dirigió hacia el nuevo, en la cuarta planta, muy cerca del aula donde hasta dos años antes había estado acudiendo a clase de Astronomía. La profesora Sinistra se había instalado en una habitación pequeña pero agradable, con una puerta al pasillo y otra que daba acceso al aula donde impartía su asignatura. Cuando Harry entró en su despacho, comprobó que la profesora de Astronomía se había rodeado de libros, mapas solares, maquetas de sistemas y galaxias, dibujos esquemáticos de las constelaciones más importantes y, sobre su mesa, una bola de cristal que contenía en su interior una miniatura de lo que parecía la Vía Láctea completa. La misma profesora Sinistra parecía salida de un cuento de marcianos, pero de esos marcianos retratados en las películas en las que los extraterrestres son seres etéreos, filosóficos, casi casi deificados. La profesora tenía ese aire de superioridad que da a los seres humanos el
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hecho de poseer un conocimiento distinto del resto; no como la profesora Trelawney, que jugaba con ese supuesto conocimiento, sino más bien como... como un centauro. Evidentemente, Sinistra no tenía cuerpo de yegua, sino de mujer; pero poseía el mismo aire que Firenze tenía cuando se refería a los mensajes que le enviaban las estrellas y los planetas. Afortunadamente, la profesora Sinistra no pretendía interpretar esos mensajes: se limitaba a buscar la posición y los movimientos de los cuerpos celestes, y dejaba su interpretación para los astrólogos del Bosque Prohibido (y para la supuesta adivina de la Torre). A pesar de ese aire etéreo, sus ojos demostraban que, en realidad, era una persona pragmática, y que su máxima ambición era conocer las coordenadas y comportamientos de los astros, olvidando (con toda probabilidad, intencionadamente) los efectos que dichos comportamientos pudieran tener sobre los habitantes de la Tierra. Lo más etéreo que Harry le había oído decir nunca era la teoría de la Música de las Esferas, y, pese a su componente mágico, Sinistra simplemente había dicho que los cuerpos celestes emitían ondas sonoras, como todos los cuerpos en movimiento. Y ahí había acabado la lección, remitiéndoles a los centauros del Bosque para saber del mítico y legendario efecto de dicha música sobre los hombres. Al ver esos ojos pragmáticos posados sobre él, Harry comprendió por qué la profesora McGonagall la había elegido para sustituirla al frente de la casa de Gryffindor. La profesora Sinistra no era exactamente como la directora: su rostro no tenía ese rictus severo que tanto respeto infundía, ni el tirante moño que le quitaba todo asomo de humanidad (a primera vista; Harry ya había comprendido hacía tiempo que la profesora McGonagall era, pese a todo, una persona, con sus fortalezas y sus debilidades). La profesora Sinistra era una mujer alta, delgada, de unos cuarenta años aproximadamente. Su rostro de piel blanquísima denunciaba su afición por salir al exterior sólo de noche, para observar las estrellas; tenía los ojos estrechos, rodeados de finas líneas de expresión, producidas probablemente por la costumbre de entrecerrar los ojos para enfocar bien los cuerpos celestes a través del telescopio. Los cabellos negros y lisos, brillantes como el cielo nocturno, le caían por la
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espalda desde el centro de la cabeza, donde un pasador de hueso sujetaba los mechones que, de otra forma, se deslizarían sobre su rostro. Vestía una túnica oscura, de terciopelo, con brillantes puntos blancos que relucían y tililaban como las estrellas sobre su cabeza. Al mirarla, daba la sensación de que un trozo del cielo nocturno había caído a la Tierra; lo único realmente visible de ella era su rostro, blanco, apacible, sereno, y los ojos de un incongruente color azul zafiro, sorprendentes en medio de la figura descolorida, blanca y negra, de la profesora. — Bien, Potter — dijo, cuando Harry se sentó frente a su mesa —. La profesora McGonagall me ha explicado que le dijiste que deseas convertirte en un auror... — Sí, profesora — contestó Harry en tono sumiso; todavía no había tenido la oportunidad de comprobar cómo era la profesora Sinistra como jefa de casa, y no quería encontrarse con una tigresa enfurecida con él por faltarle al respeto. Transformaciones más extrañas había visto. — De acuerdo — asintió la profesora —. Eso fue hace dos años. Supongo que debo preguntarte si todavía quieres ser un auror; la mayoría de las personas cambian de idea conforme se va acercando el momento de salir de Hogwarts. Harry se tomó su tiempo para responder. En el fondo de su alma, sí quería ser un cazador de magos tenebrosos; sin embargo, no podía evitar pensar en lo horrible que podía llegar a ser su vida si se ponía a las órdenes directas de Rufus Scrimgeour, y el Ministro le obligaba a dedicarse a hacer ruedas de prensa, en lugar de a la búsqueda de mortífagos. Pero, visto que su prioridad en ese momento era destruir a Lord Voldemort, el mago tenebroso vivo más peligroso, seguía pensando que la mejor opción que tenía era unirse a los aurores. De modo que asintió. La profesora Sinistra lo estudiaba atentamente, sus azules ojos fijos en el rostro de Harry, como si en él pudiera ver millones de constelaciones y agujeros negros. — Veo que lo has pensado bien — dijo al fin, con un leve asentimiento de aprobación —. De acuerdo. En ese caso, estás estudiando las asignaturas correctas... Supongo que fue la directora
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la que te dijo las materias que tenías que seguir cursando para ello, ¿no? Harry asintió. — Bien — La profesora Sinistra carraspeó, barajando unos pergaminos que acababa de coger de encima de su mesa —. Como comprenderás, no tengo ninguna calificación tuya del año pasado, puesto que no hicísteis los examenes... Sin embargo, he hablado con todos los profesores acerca de vuestros casos concretos. El profesor Flitwick me ha dicho que no vas mal en su asignatura, pero que tienes que tomártela un poco más en serio para obtener una calificación máxima —. Lo miró con reprobación —. Sé que obtuviste un "Supera las Expectativas" en el TIMO, pero me gustaría que te esforzases un poco más; según el profesor Flitwick, estás capacitado para sacar "Extraordinario" en el ÉXTASIS. Harry asintió, mordiéndose los labios. — Es el mismo caso de Transformaciones — continuó la profesora Sinistra —. La directora me ha asegurado que, cuando quieres, la asignatura se te da muy bien. Quiere que subas de "Supera las Expectativas" a "Extraordinario". Y el profesor Slughorn me ha dicho que este año estás rindiendo mucho menos que el anterior — dijo, pasando un pergamino de lo alto del montón hasta la parte de abajo —. Dice que el curso pasado no entendía cómo no habías obtenido un "Extraordinario" en el TIMO; pero también dice que este año, como no arregles tu vida sentimental, puedes llegar a suspender. Harry se atragantó, tosió y estuvo a punto de asfixiarse. La profesora Sinistra lo observó con un brillo divertido en sus ojos azules. — Me da igual lo que hagas en tus horas libres con las chicas, Potter — dijo —, siempre que no vaya contra las normas; pero quiero que mejores tu rendimiento en Pociones, aunque para ello tengas que casarte y tener descendencia. Harry la miró, asombrado. La profesora Sinistra tenía los labios tensos, pero no estaba enojada: más bien parecía estar conteniendo la risa.
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— Aunque preferiría que esperases hasta que la señorita Weasley cumpliese la mayoría de edad — añadió —. No quiero problemas con el Ministerio. Lo único que nos faltaba es que te detuvieran por un delito contra el Decreto Contra las... Definitivamente, Harry tuvo que hacer verdaderos esfuerzos por tomar aire, mientras notaba cómo toda la sangre de su cuerpo subía a borbotones hasta instalarse en su frente. Bajó la cabeza, embarazado. ¿Pero acaso todo el profesorado comentaba su vida privada en los descansos, o algo así? — Muy bien — dijo la profesora Sinistra, dejando el tema a un lado, para alivio de Harry —. La profesora Sprout está satisfecha con tu rendimiento, aunque a mí, personalmente, me gustaría que llegases también al "Extraordinario". Y... Defensa Contra las Artes Oscuras. La profesora Sinistra hizo una pausa, leyendo con atención las anotaciones del último pergamino. Harry se irguió disimuladamente para intentar leer lo que decía; lo único que sacó en claro es que el pergamino estaba lleno de tachones, rectificaciones, flechas y notas al pie. — Esto es un poco confuso — admitió la profesora Sinistra —. Tu trayectoria no es exactamente insatisfactoria en esta asignatura, ya que las únicas notas que tengo no son malas en absoluto... En primero lo hiciste más o menos bien, en tercero sacaste la nota máxima, y también en el TIMO de quinto. Sin embargo, según las aclaraciones de tus profesores, y siempre que las tomemos al pie de la letra — añadió, frunciendo los labios —, en segundo, en tercero y en cuarto fuiste el primero de la clase, pero en quinto y en sexto tu rendimiento fue desastroso. — Venga ya — fue incapaz de reprimir Harry —, no va a hacer caso de lo que hayan dicho Umbridge y Snape... Perdón, profesora — rectificó ante la mirada intensa de la profesora Sinistra. — Es extraño — dijo ella, bajando la mirada de nuevo hacia el pergamino —. La profesora Umbridge dejó bien claro que no tenías absolutamente ningún talento para la Defensa Contra las Artes Oscuras. Y lo mismo, aunque con otras palabras que no me voy a dignar a repetir, dijo el profesor Snape. Pero — añadió, con una mueca —, obtuviste un "Extraordinario" en el TIMO, y
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una mención especial en tu expediente del puño y letra del profesor Tofty, que te examinó en aquella ocasión. No sé... — Profesora — intervino Harry —, usted sabe que tanto la profesora Umbridge como el profesor Snape tenían sus propios motivos para decir todo eso de mí. Si no, mire mi TIMO en Pociones... También saqué un "Supera las Expectativas", pero Snape se pasó cinco años intentando suspenderme la asignatura... Y Umbridge estuvo a punto de destruir este colegio sólo para hacerme a mí la vida imposible. Bueno, más o menos. La profesora Sinistra lo observó atentamente unos instantes, con una media sonrisa apenas esbozada en sus finos labios. — Sí — admitió la profesora —. Lo cierto es que la profesora McGonagall ha venido a verme directamente este mediodía para explicarme que tu caso es un poco... especial. Algo que, te aseguro, ya tenía muy presente — dijo, enarcando las cejas —. Tus últimos profesores sostienen que eres un desastre en la asignatura: incluso el profesor McLaggen asegura que en sus clases no das pie con bola —. Harry sintió cómo la furia inundaba sus entrañas: menudo imbécil... si se pasaba las clases dándole cera... —. La directora, por el contrario, me ha dicho que tú mismo estás capacitado para convertirte en un excelente profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras. Mucho más que todos los profesores que has tenido a lo largo de tu paso por Hogwarts, incluso, y en eso ha hecho bastante énfasis, el profesor Lupin. Harry la miró, boquiabierto. ¿La profesora McGonagall había dicho qué? ¿Que él podía ser mejor profesor que Lupin? — Incluso ha dicho — continuó la profesora Sinistra, ignorando la estupefacción de Harry — que ya has hecho tus pinitos como profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras, y que, a juzgar por los resultados, no lo has hecho nada mal. "De acuerdo — dijo, dejando caer los pergaminos encima de la mesa y mirándolo fijamente —. Quiero ver cómo sacas cinco "Extraordinarios" en los ÉXTASIS, Potter. Verás — añadió,
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cogiendo otro pergamino de un montón distinto —, este es el formulario que tienes que rellenar para solicitar tu ingreso en la Escuela de Aurores. Le tendió el pliego, que Harry cogió con la curiosidad recorriendo todo su cuerpo.
ESCUELA DE AURORES DEL MINISTERIO DE MAGIA SOLICITUD DE INGRESO
Nombre y Apellidos: Lugar y fecha de nacimiento: Domicilio actual:
Centro de estudios: Año de finalización de estudios:
Examenes Terribles de Alta Sabiduría e Invocaciones Secretas
Asignatura
Calificación Obtenida — — — — — — —
Por favor, indique si ha recibido alguna mención especial del Tribunal calificador de sus
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examenes. Fecha y firma:
Harry leyó el pergamino, y después, a un gesto de la profesora Sinistra, le dio la vuelta para ver lo que decía en la otra cara.
DEPARTAMENTO DE SEGURIDAD MÁGICA ESCUELA DE AURORES
Para solicitar el ingreso es necesario cumplir los siguientes requisitos:
— Estar inscrito en el Ministerio de Magia como miembro de la Comunidad Mágica Inglesa (si es usted de otra nacionalidad, por favor, consulte con el Ministerio de Magia de su país de origen o solicite antes la inscripción en el Registro Mágico Inglés) — Haber cursado Estudios Mágicos Elementales y Medios, incluyendo la obtención del Título Indispensable de Magia Ordinaria y la superación de los Examenes Terribles de Alta Sabiduría e Invocaciones Secretas. La calificación obtenida en las materias indispensables para ingresar en la Escuela de Aurores (detalladas en la lista siguiente) debe ser de, al menos, Supera las Expectativas. * Defensa Contra las Artes Oscuras * Transformaciones * Pociones * Encantamientos — Realizar la solicitud antes del 15 de junio del año en curso. El Tribunal de Selección del Departamento de Seguridad Mágica estudiará cada caso en particular y publicará
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una Lista de Admitidos antes del 30 de junio del corriente. Esa relación de admitidos y excluidos es inapelable.
— Profesora — dijo Harry —, aquí dice que la nota mínima es "Supera las Expectativas"... — Sí — admitió Sinistra —. Pero te olvidas de que hay un Tribunal que estudia cada caso en concreto. Y te puedo asegurar que es un Tribunal muy estricto: en los últimos años, apenas han entrado tres o cuatro estudiantes en la Escuela. Y todos tenían, al menos, cuatro "Extraordinarios". — Una pregunta — dijo Harry, releyendo el pergamino —. ¿Cómo puedo rellenar la solicitud antes del 15 de junio? Si tengo que poner las calificaciones de los ÉXTASIS... — Por eso los ÉXTASIS se hacen en mayo, Potter — le explicó pacientemente la profesora Sinistra —. Las notas os las envían aquí a partir del uno de junio, no durante las vacaciones, como ocurría con los TIMOS. — ¿En mayo? — exclamó Harry, repentinamente angustiado —. ¡Pero... pero si estamos a mediados de abril...! La profesora Sinistra pareció sorprendida. — ¿No sabías que los examenes son dentro de un mes? — preguntó, desconcertada. — ¡Claro que no! — respondió él, conteniendo con esfuerzo las ganas de levantarse de la silla y salir corriendo en dirección a la Biblioteca —. Creía que eran en junio, como siempre... — Vaya — dijo la profesora Sinistra, con expresión preocupada —. No sabía que... Bueno, Potter, eso significa que vas a tener que apretar un poco estas próximas semanas — dijo con un suspiro —. Esto me hace reafirmarme en mi petición de que saques mejores notas: pensaba que no podías dar más de ti, y lo que ocurría en realidad era que creías que todavía te quedaban dos meses para los examenes. Bien, vas a pasar un mes malo — anunció —. Pero creo que la recompensa puede valer el esfuerzo, ¿no crees? Harry murmuró una respuesta sin sentido, con la mente fija en ese nuevo problema: ¿cómo
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se suponía que iba a preparar los ÉXTASIS en tan sólo un mes, si, además, tenía que buscar, encontrar y destruir los Horcruxes de Lord Voldemort?
— Lo mio es peor — dijo Ron, desalentado, cuando Harry le explicó que la profesora Sinistra pretendía tenerle estudiando las veinticuatro horas del día para asegurarse de que entraba en la Escuela de Aurores —. Sinistra me ha dicho que necesito un milagro para que me admitan. Harry no supo que decir. Ni siquiera sabía a ciencia cierta si Ron seguía deseando convertirse, él también, en un auror... — No te desesperes, Ron — dijo Hermione —. Si quieres, puedo ayudarte a mejorar las notas en los ÉXTASIS, y así podrás... — Es imposible — respondió Ron, deprimido —. Necesito subir por lo menos tres puntos en todas las asignaturas. Según Sinistra, la única que se me da medianamente bien es Defensa Contra las Artes Oscuras, y ni por esas: sólo tengo nivel de "Supera las Expectativas", y tendría que pasarme el día practicando para llegar al "Extraordinario"... y claro, si me paso el día practicando no podré practicar el resto de las asignaturas, en las que, encima, tengo peor media. Así que tendré que buscarme otra profesión — añadió, abatido —. Podría meterme en Gringotts, con Bill y Fleur, pero piden Aritmancia... y a estas alturas del curso no tengo tiempo ni ganas de ponerme a hacer números. — Tampoco te permitirían presentarte al examen — dijo Hermione —. No has estudiado la asignatura ningún curso, y te exigen el TIMO y cinco años estudiándola para hacer el ÉXTASIS. — Siempre puedes meterte a dependiente en la tienda de Fred y George — dijo Harry con una sonrisa —. Siendo su hermano, seguro que te dan un buen sueldo. — Qué va — gruñó Ron —. Lo más seguro es que me hicieran trabajar doce horas diarias por un par de galeones al mes. Eso si no me piden que lo haga gratis "por el bien del negocio familiar"...
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Harry soltó una risita. — No creo que te hicieran eso — dijo —. Al fin y al cabo, te pagaron este verano para que probases todos esos artículos de broma en Dudley, ¿no? — Es igual — contestó Ron de mal humor —. No quiero ser dependiente de una tienda. No es precisamente lo que había soñado cuando era pequeño, ¿sabes? — Por lo menos es un trabajo digno y decente — dijo Hermione. — Es un trabajo ridículo — negó Ron —. Y sin ningún futuro. — Sin futuro, no — dijo Hermione —. Desde una tienda se puede llegar muy lejos, si quieres. Podrías poner tu propia tienda de artículos de broma, o... — No quiero ser dependiente — insistió Ron. — Hermione tiene razón — dijo Harry —. Mira Voldemort, por ejemplo. Empezó siendo dependiente en Borgin y Burkes, y fíjate cómo ha llegado a... — No pretenderás que llegue al mismo sitio que Quien—Tú—Sabes, ¿verdad? Pero Harry ya no le escuchaba. Acababa de ocurrírsele una idea, y luchaba contra las ganas de golpearse a sí mismo por no haberlo pensado antes. Había sido un estúpido... un estúpido integral. Dumbledore le dio la pista desde el principio, y él había estado buscando en los sitios más inverosímiles, cuando tendría que haber empezado por allí... — ¿Qué te pasa, Harry? — preguntó Hermione, inquieta —. Estás muy raro... — Borgin y Burkes — se limitó a decir Harry.
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— CAPÍTULO 25 —
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La copa
— No pienso ir a pedir trabajo a Borgin y Burkes, si es lo que insinúas, Harry — dijo Ron —. Lo único que me faltaba... Seguro que, con la suerte que tengo, entro a trabajar y al día siguiente viene una inspección del Ministerio, lo cierra y me detienen por conspiración con los mortífagos. Y entonces sí que estoy listo: sin trabajo, y con antecedentes penales. A mi madre le iba a dar un chungo. — No me refería a eso — consiguió intercalar Harry al fin, entre los rezongos de Ron —. Quiero decir que uno de los Horcruxes puede estar en Borgin y Burkes. Hermione abrió la boca para protestar, y se quedó muda. — Por supuesto — susurró —. Voldemort trabajaba allí cuando robó el medallón de Slytherin y la copa de Hufflepuff... — Además — dijo Harry, triunfante —, el señor Burke quería comprarle los dos objetos a Hepzibah Smith, pero ella se negó, ¿recuerdas? — Pero Dumbledore te dijo que Burke no había conseguido hacerse con ellos después de que Hepzibah Smith muriese — dijo Ron —. Dijo que los dueños de la tienda no tenían ni idea de qué había sido de Tom Ryddle, que había desaparecido... — Sí — admitió Harry —. Pero sabemos que Voldemort ha tenido relación con Borgin después, e incluso el año pasado Malfoy hizo que los mortífagos entrasen por la tienda para llegar hasta Hogwarts. ¿Por qué tenemos que pensar que esa relación ha comenzado hace poco? Al fin y al cabo, la tienda está especializada en Artes Oscuras, ¿no?... ¿Por qué no pensar que, después de robar el medallón y la copa y convertirlos en Horcruxes, utilizó sus antiguos contactos en la tienda para ocultar uno de ellos, entre los demás objetos? — Pero, Harry — insistió Ron, ceñudo —. Quien—Tú—Sabes sólo era un dependiente de
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la tienda... ¿Por qué iban Borgin y Burke a ponerse en peligro para esconderle un objeto que sabían que había robado, y además que ellos mismos deseaban tener? Lo más lógico es pensar que, al verlo, lo cogerían y mandarían a Ya—Sabes—Quién al cuerno... — No, si para cuando les pidió que se lo escondieran ya se había convertido en Lord Voldemort — dijo Harry —. Escucha, tú no lo viste, pero la transformación que experimentó en unos años fue escalofriante — explicó —. Cuando acudió a Dumbledore para pedirle un puesto de profesor, tan sólo habían pasado diez años desde que salió de Hogwarts. Y ya era... espeluznante — se estremeció —. Además, ya tenía seguidores, y ya se llamaban "mortífagos"... y él ya había adoptado públicamente el nombre de "Lord Voldemort". Y, por todo lo que Dumbledore sabía, aún no había terminado de dividir su alma en siete partes: probablemente sólo había hecho cuatro Horcruxes: el medallón, la copa, el diario y el anillo. Si apareció entonces en Borgin y Burkes para pedirles que les escondieran uno de ellos, te aseguro que los dos habrían estado más que encantados de hacerle ese favor; ya sabes a qué me refiero. — Pero no tenemos ninguna prueba de que... — dijo Ron. — Ron — intervino Hermione, exasperada —. Tampoco teníamos ninguna prueba de que estuviera escondido en Pequeño Hangleton, ni en el orfanato de Londres, ni en la Cámara de los Secretos... — Y no estaba — refunfuñó Ron. — Pero tenemos que comprobarlo — dijo Hermione —. ¿Qué demonios te pasa, Ron? — Nada — dijo él —. Es que no me apetece ir otra vez al Callejón Knockturn, nada más. — Bueno, ¿nos vamos? — exclamó Harry, eufórico, levantándose de la mesa. — Ni hablar — respondió Hermionte terminantemente —. Harry, son las once de la noche. Ni de broma nos vamos a meter a estas horas en el Callejón Knockturn, ni mucho menos. — ¿Por qué no? — preguntó Harry, mirándola interrogante. — Es peligroso, y...
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— Claro que es peligroso — dijo él —. Y sería peligroso a cualquier hora del día. Incluso creo que sería más peligroso por el día: no creo que el señor Borgin se ponga muy contento si nos ve aparecer por su tienda exigiendo que nos dé un objeto que el Señor Tenebroso le dejó, encomendándole encarecidamente que lo guardase en secreto y a salvo. — ¿Pero es que vamos a ir ahora mismo? — dijo Ron en un quejido apagado. — Si vamos ahora, podemos colarnos en la tienda y registrarla sin que Borgin se entere — explicó Harry —. A lo mejor incluso podríamos llevarnos el Horcrux sin que llegue a darse cuenta nunca... Y eso nos viene bien, porque es importante que Voldemort no sepa que voy detrás de sus Horcruxes. ¿Y cómo íbamos a pasar desapercibidos si nos presentamos allí a plena luz del día, tres adolescentes que se han escapado del colegio para ir a una tienda dedicada a las Artes Oscuras? Hermione suspiró profundamente. — Tienes razón, Harry — admitió, levantándose ella también de la silla —. Aunque no me hace ninguna gracia tener que ir ahora al Callejón Knockturn, la verdad. — ¿Pero vamos a ir de verdad? — dijo débilmente Ron, cerrando sin ganas su tintero —. ¿Ahora? — Sí, ahora — dijo Harry, impaciente —. Voy a por la Capa de Invisibilidad: podría sernos útil. — Traeme mi capa también, anda — dijo Ron —. No quiero helarme ahí fuera. Cuando bajó, Ron había guardado todas sus cosas en la mochila y hablaba en voz baja con Hermione. — Toma, tu capa — dijo, tendiéndole a Ron la capa de paño negra del colegio —. Bueno, ¿podemos irnos de una vez, o esperamos hasta que amanezca? — No se te da nada bien la ironía — rezongó Ron, arrebujándose en la capa. — Harry — dijo Hermione, haciendo desaparecer con un giro de varita su mochila y la de Ron —, antes de irnos tienes que avisar a McGonagall. Ya sabes lo que te dijo la última vez...
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Harry ahogó una maldición. — No quiero perder más el tiempo, Hermione... Un momento — dijo, y repentinamente comenzaron a brillarle los ojos tras las gafas redondas —. Siempre he querido comprobar si esto funciona. Forcejeando con la Capa de Invisibilidad, consiguió sacar la varita. La miró durante un instante, cavilando cuál sería la mejor forma de hacerlo, y después se concentró en la imagen de la profesora McGonagall. "Expecto Patronum", pensó. De su varita surgió al instante un enorme ciervo plateado, brillante, la gran cornamenta reluciendo bajo la luz de las velas y del fuego encendido en la chimenea. El ciervo lo miró un instante, como esperando a que le dijese algo; Harry vaciló, mirando al ciervo sin saber muy bien qué hacer, concentrando todos sus pensamientos en la necesidad de advertir a McGonagall de que se iban. El ciervo inclinó brevemente la cabeza, y después, sin un sonido, cabalgó por la Sala Común y atravesó el agujero del retrato. — Harry, ¿qué...? — preguntó Hermione, desconcertada. — Espera — contestó él. Les obligó a esperar unos minutos interminables, ignorando sus intentos de hacerle ver que era él el que tenía prisa, y que se estaba haciendo excesivamente tarde. Al cabo de un rato, obtuvo la respuesta que esperaba. Por el mismo lugar por donde había desaparecido el ciervo de Harry apareció un águila real, de la misma sustancia etérea y brillantemente plateada. La majestuosa ave planeó por la Sala Común, y se posó sobre el hombro de Harry, que, asombrado, comprobó que el enorme pájaro, que había ocupado gran parte de la habitación con las alas extendidas, no pesaba lo más mínimo; era tan insustancial como aparentaba. El águila le tocó con el pico en la mejilla, un roce que Harry sintió como un cosquilleo en su propio cerebro, sin que sus terminaciones nerviosas tuvieran nada que ver con ello; lo miró con
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la misma mirada severa de la profesora McGonagall, chasqueó el pico sin emitir sonido alguno y después, tan bruscamente como se había presentado, desapareció. Y, sin saber muy bien cómo había ocurrido, Harry supo cuál era en mensaje de la profesora McGonagall, tan claro como si el águila se lo hubiera susurrado al oído: Ten cuidado y vuelve entero, y, a ser posible, sin que nadie descubra tu ausencia. — Ostras — dijo Ron en un susurro reverente, y silbó —. ¿Eso era el Patronus de la profesora McGonagall? — Ajá — asintió Harry —. Bueno, ya podemos irnos. — Pero... — Escucha — dijo Harry, viendo que Ron no le iba a dejar en paz hasta que se lo explicase —. La Orden del Fénix se comunica por medio de sus Patronus, ¿no te lo conté el año pasado? Ví a Tonks enviar uno para avisar a Snape de que tenía que venir a buscarme a la puerta. Sólo quería comprobar cómo se hacía, eso es todo. Por si acaso algún día tenemos que hacerlo — añadió, desviando la mirada hacia Hermione. Ella asintió. — Nunca está de más tomar precauciones — dijo, aprobadora —. Aunque esperaba que el Patronus de McGonagall fuera una lechuza, sinceramente — añadió, encogiéndose de hombros —. De hecho, habría apostado por ello. — ¿Por qué? — exigió Ron, exasperado —. ¿Qué tiene que ver ahora la lechuza con todo esto? Hermione lo miró y puso los ojos en blanco. — Es bastante obvio, Ron... Vamos a ver, la profesora McGonagall se llama Minerva, ¿de acuerdo?, es el nombre romano de la diosa de la sabiduría. Y Atenea, o Minerva, llevaba una lechuza como símbolo de su sabiduría... — No, si ahora nos habrá salido supersticiosa — gruñó Ron, luchando por colocarse bien la capa —. Por esa regla de tres, ¿por qué tu Patronus es una puñetera nutria? ¿No debería ser... no sé, una lechuza del tamaño de un armario? Como siempre lo sabes todo...
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— Yo no tengo nombre de diosa — dijo simplemente Hermione. — Lo que demuestra que esa teoría no es válida — intervino Harry —. Bueno, ¿nos vamos o qué? — ¿Y de dónde viene tu nombre, si se puede saber? — bufó Ron —. Porque no es precisamente normal, que se diga... Apuesto a que es griego, o algo así. Hermione sonrió, avergonzada. — Bueno — dijo, incómoda —. Se supone que Hermione era la hija de Ares, el dios de la guerra, y Afrodita, la diosa del amor — confesó, ruborizándose. — ¿La diosa del...? Harry carraspeó, al ver la expresión del rostro de Ron, que dejaba a las claras que, si no le interrumpía en ese mismo momento, iban a tener que dejar la excursión para el día siguiente. — Ya tendremos una reunión para discutir el significado de nuestros nombres, si tanto os interesa el tema — dijo —. Vámonos. Ron y Hermione le siguieron, sin dejar de mirarse con una expresión indescifrable.
Tuvieron que esquivar a Peeves y a Filch para lograr salir de Hogwarts, y cuando cerraron la enorme puerta del castillo tras de sí, Harry aún pudo ver cómo aparecían en la oscuridad del Vestíbulo los dos brillantes ojos redondos de la señora Norris, mirando fijamente en dirección a ellos, como si realmente pudiera verlos a través de la Capa de Invisibilidad. Al bajar por el sendero que conducía a la puerta de hierro, vieron cómo Hagrid salía de su cabaña y se internaba en el Bosque Prohibido, probablemente en busca de Grawp, que no cabía en el interior de la pequeña casucha y seguía viviendo entre los árboles, aunque ya sin atar. Para sorpresa de los tres, una vez más no había ningún auror del Ministerio custodiando la puerta; sin embargo, en lugar de preocuparlos aquello les pareció francamente conveniente a la hora de emprender sin tropiezos su pequeña aventura.
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Una vez fuera del perímetro del colegio, los tres se aferraron los unos a los otros, sin quitarse la Capa, y se Desaparecieron, para Aparecer, exactamente en la misma postura y todavía con la Capa de Invisibilidad encima, en el Callejón Knockturn. La callejuela adyacente al Callejón Diagon estaba más oscura y ominosa que nunca, con todas las tiendas cerradas, los escaparates polvorientos y mugrientos vacíos, mostrando sólo oscuridad, y ni un alma paseando por la calle, o dando señales de vida desde las ventanas superiores, muchas de ellas tapiadas con tablones de madera, como si sus dueños esperasen la llegada de un huracán, o algún desastre aún peor. Frente a ellos había uno de esos escaparates llenos de polvo y suciedad, mirándolos como un ojo ciego y burlón. Encima del cristal empañado, un cartel que parecía tener lo menos cinco siglos de antigüedad mostraba la leyenda: "Borgin y Burkes". Junto al escaparate, una puerta cerrada, con un gastado pomo de latón. — Espera — susurró Hermione, cuando Harry alargó la mano hacia el pomo para abrir la puerta —. Puede haber todo tipo de hechizos defensivos. Hermione se adelantó, con Harry y Ron pegados a ella bajo la Capa, y sacó la varita del bolsillo. Murmurando ininteligiblemente, pasó la varita en un amplio arco sobre la puerta. No sucedió nada. Encogiéndose de hombros, Hermione se cambió la varita de mano y probó a girar el pomo de la puerta. El pomo no se movió. — Oh, está bien — dijo, irritada —. ¡Alohomora! Con un chirrido seco, la puerta se entreabrió lentamente. Hermione chasqueó la lengua, alargando la mano para empujarla y abrirla completamente. — A veces son tan simples... — musitó, exasperada —. Cualquiera diría que no tienen nada de valor aquí dentro.
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Harry hizo un movimiento amplio con el brazo para levantar la Capa, y la guardó debajo de su túnica, mientras Ron y Hermione miraban a su alrededor, asombrados. — Va—vaya — murmuró Ron con la boca abierta, dando vueltas sobre sí mismo —. Es... Al parecer, Ron no encontró un adjetivo apropiado para calificar la tienda. Harry no se lo podía reprochar: aquel lugar era, tal y como lo recordaba, completamente incalificable. En la penumbra de la estancia destacaban estanterías, vitrinas y mesitas con los objetos más inverosímiles y aterradores: ojos de mirada fija, manos putrefactas como la que poseía Malfoy, dedos cortados, calaveras, montones de huesos sin clasificar, botellas llenas de sangre y demás casquería variada, en diversos estados de descomposición y momificación e incluso fresca como recién recolectada, a falta de un término más apropiado. Aparte de los órganos y extremidades diseminados por los estantes, se podían ver también gran cantidad de amuletos, de aspecto más o menos efectivo, y casi todos de color negro, con la plata del engaste sucia y ennegrecida: anillos, collares, pulseras y joyería en general, brillando mortecina y fríamente en la penumbra. Junto a ellos, también había máscaras horrendas, amenazadoras; instrumentos de aspecto letal colgaban del techo y de las paredes, con cuchillas, pinchos, ruedas afiladas y engranajes extraños surgiendo de todos lados. Apoyada sobre una pared había una Dama de Hierro, desgastada por la edad (y, probablemente, por el uso). Al lado del mostrador, el enorme armario negro en el que Harry se había ocultado una vez de los dos Malfoy, padre e hijo. El armario evanescente por el que habían entrado los mortífagos para salir en la Sala de los Menesteres de Hogwarts. — Bueno — suspiró Hermione, paseando por la tienda con aprensión —, por algún lado tenemos que empezar, ¿no? Y comenzó a estudiar detenidamente todos los objetos de una estantería. Harry la imitó, intentando no tropezar con la enorme cantidad de obstáculos que había diseminados por la tienda,
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buscando entre los cacharros más o menos espantosos un objeto que pudiera ser un Horcrux de Voldemort... — Tiene que ser la copa — oyó que Ron murmuraba cerca de él, agachado para mirar en la balda más baja de una estantería —. La copa es la que tiene que estar por aquí escondida... — Puede ser — respondió Hermione en un susurro, un poco más allá —. Supongo que, si Voldemort quiso esconder aquí uno de sus Horcruxes, los más probables eran los que ya provenían de aquí... El medallón, o la copa. — Pues eso... la copa — repitió Ron —. Es la co... — ¿Qué diablos estáis haciendo aquí? — tronó una voz. Harry se volvió, asustado. Oyó cómo Ron se golpeaba la cabeza contra la estantería, y susurraba una maldición ahogada. En el quicio de una portezuela que había tras el abarrotado mostrador se recortaba la silueta de un hombre. A la tililante luz de la vela que portaba en un candelabro, vieron que se trataba de un hombre de edad indefinible, encorvado, de ralo y grasiento cabello gris que le caía sobre las orejas y la frente. Se había quedado paralizado en el umbral, observándolos con expresión desconcertada. Harry decidió aprovechar el momento de sorpresa del señor Borgin para salir de allí cuanto antes. — Eeh... Nos hemos equivocado de chimenea, señor — dijo rápidamente, mientras Ron se levantaba a su lado y se sacudía la túnica del polvo del suelo. Afortunadamente, aquello le dio más realismo a su historia —. Íbamos a... al Callejón Diagon, y nos hemos debido pasar alguna chimenea... El señor Borgin siguió mirándolo, ceñudo, sin decir ni una palabra. Harry tragó saliva, exprimiendo su cerebro en busca de una excusa mejor que pudiera sacarlos de allí, y cuanto antes, mejor, a juzgar por la expresión del hombrecillo. — Eh... bueno, nosotros... — comenzó, sin saber muy bien lo que iba a decir. Miró a su alrededor, buscando desesperadamente algo que le sirviera de inspiración. Posó la mirada en Ron,
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pensando que él, criado entre magos y sin conocer nada que no fuera la sociedad mágica, podría inventar algún detalle que le diera realismo a la excusa; en lugar de ayudarlo, Ron se dedicaba a ser un incordio: no sólo no parecía tener ninguna historia que reforzase la que acababa de inventarse a toda prisa, sino que, absurdamente, comenzó a tirarle de la manga compulsivamente. — ¿Qué hacéis aquí? — repitió el señor Borgin, que poco a poco parecía estar reaccionando de la sorpresa y se enfurecía más a cada momento que pasaba. Ron seguía tirándole de la manga. — Ya se lo he dicho — dijo Harry —. Nos hemos equivocado de chimenea. Queríamos ir al Callejón Diagon, y hemos acabado aquí. ¿Quieres estarte quieto? — susurró por la comisura de la boca en dirección a Ron. Por el rabillo del ojo vio que éste hacía muecas desesperadas para intentar llamar su atención. — ¿Al Callejón Diagon? — preguntó el señor Borgin —. Sí, seguro. Harry desvió la mirada en dirección a Ron, y vio, desconcertado, que éste suspiraba de alivio al ver que había conseguido llamar su atención. Ron hizo un breve gesto con la cabeza, señalando a Hermione. — Eeh... sí, señor, se lo aseguro... — dijo, mirando subrepticiamente hacia donde Hermione permanecía de pie, petrificada, con la vista fija en el dueño de la tienda, como si su aparición le hubiera dejado la mente completamente en blanco. Ni siquiera parecía estar viendo u oyendo lo que estaban diciéndose. El corazón de Harry comenzó a acelerarse dentro de su pecho. Hermione estaba inclinada hacia atrás, con la espalda apoyada en una estantería abarrotada de objetos irreconocibles. Justo detrás de ella, sobre un estante a la altura de su cabeza, asomando apenas entre un candelabro retorcido en forma de carnero y un ajedrez cuyas piezas de oro habían sido labradas como un ejército de Inferius, a juzgar por las expresiones vacuas de las figuritas, había una pequeña copa dorada. Harry contuvo un respingo, y parpadeó, fijando los ojos en el señor Borgin y permitiéndose
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sólo lanzar una mirada breve hacia el estante. Pese a la penumbra y a la necesidad de disimular su interés, no le cupo ninguna duda: fina, de tamaño pequeño y con dos asas elegantemente curvadas. La copa de Helga Hufflepuff. Se llevó la mano a la frente para asegurarse de que el pelo le ocultaba la cicatriz de la frente, recordando que era imprescindible que el señor Borgin no le reconociese, para que no pudiera decirle a Voldemort el interés de Harry Potter por su tienda, y para que nunca pudiera relacionar a Harry Potter con la desaparición del Horcrux. Después, aprovechando que ya tenía la mano en alto, hizo un gesto disimulado, esperando, rezando, que Hermione lo viese. — ¿Y qué demonios buscáis en el Callejón Diagon a estas horas de la noche? — inquirió el señor Borgin, suspicaz. — Bueno, nosotros... Hermione parpadeó, y pareció volver a ser consciente de lo que la rodeaba. Harry hizo un gesto brusco en dirección a ella; Hermione lo miró, aterrada. — En realidad... — dijo, más pendiente de lo que hacía Hermione que de lo que le decía a Borgin —. Bueno, verá, es que... —. Ladeó la cabeza y señaló con un leve movimiento hacia atrás. Hermione abrió mucho los ojos. — Ah, ya — dijo el señor Borgin, con una sonrisa desagradable asomando a sus labios —. Claro. Tres jóvenes polluelos que se escapan del colegio en busca de un poco de... diversión. Harry asintió enérgicamente, y aprovechó el gesto para mirar hacia Hermione, implorante. Ella agachó la cabeza disimuladamente, fingiendo embarazo. O quizá estaba realmente ruborizada. El señor Borgin soltó una carcajada. — Sí, ya veo — dijo —. Dos jóvenes polluelos... y una polluela. Harry esbozó lo que esperaba fuera una sonrisa cómplice, y le dio un codazo a Ron, como si ambos compartieran una broma secreta. Miró hacia Hermione. La copa ya no estaba en el estante.
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— Bueno — exclamó el señor Borgin en lo que, evidentemente, creía que era un tono condescendiente —. Largaos de aquí, los tres. Para llegar al Callejón Diagon, torced a la derecha. Y no volváis por aquí — añadió, dando media vuelta y meneando la cabeza, renegando de la juventud actual. Desapareció por la misma puerta por la que había entrado. Harry, Ron y Hermione intercambiaron una mirada incrédula, y se apresuraron a salir de la tienda antes de que el señor Borgin cambiase de idea y decidiera llamar al Ministerio para denunciar un allanamiento de morada... o a los mortífagos para que se llevasen a aquellos tres mocosos entrometidos. Harry sacó apresuradamente la Capa de Invisibilidad de debajo de su túnica y los tres desaparecieron al instante bajo sus pliegues. — No me lo puedo creer — suspiró Hermione, una vez fuera de la vista de cualquier mirón eventual —. De verdad, no me lo puedo creer. — Demasiado inocente para ser un mago que se dedica a vender y a practicar las Artes Oscuras, ¿verdad? — dijo Ron en tono burlón —. En serio, pensé que no salíamos vivos de ahí dentro. — Vámonos antes de que se dé cuenta de que no hemos venido precisamente a corrernos la gran juerga de fin de curso — dijo Harry, apretándose contra ellos bajo la capa y cerrando los ojos para concentrarse en Desaparecerse. La Sala Común les pareció el lugar más agradable, caldeado y amistoso del mundo, después de pasearse por la terrorífica tienda de Borgin y Burkes. Harry contuvo un estremecimiento. Ya había entrado antes en aquella tienda, concretamente casi seis años atrás, y la sensación de horror y repugnancia que había sentido era exactamente la misma. Al menos, se dijo, acercándose al fuego para calentarse las manos, en aquella ocasión no había aparecido allí por accidente, sino que había ido sabiendo dónde se metía... También contribuía a calmar su horror el hecho de ser bastante más mayor, y haberse enfrentado a situaciones y lugares francamente horribles durante aquellos años. Pero Borgin y Burkes, a pesar de todo, seguía poniéndole los pelos
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de punta. Hermione se acercó también al fuego, tiritando, y sacó la mano del bolsilló. Allí, brillando tenuemente bajo la alegre luz de las llamas, estaba la copa de oro de Helga Hufflepuff. — Gracias por cogerla sin que Borgin se diera cuenta — dijo Harry, sintiendo que la euforia disipaba la sensación de horror en sus entrañas —. Creo que, si tenemos suerte, nunca nos relacionará con su desaparición. — No nos ha reconocido — asintió Hermione —. Bueno, no te ha reconocido a ti. A Ron no le había visto nunca, y yo sólo soy una "polluela" que una vez quiso hacerle un regalo a Draco Malfoy por su cumpleaños. En fin — suspiró, temblorosa —. No ha sido difícil cogerla. Tenía la varita en la mano, escondida en el bolsillo, así que no he tenido que hacer ningún movimiento para atraerla. Menos mal que estaba despistado en ese momento — sonrió, burlona —. Hay que ver qué inocencia. Lo único que se le ha ocurrido pensar es que nos íbamos a buscar sensaciones fuertes. Un lunes... Hay que ver — repitió. — Sensaciones fuertes, las que va a tener él cuando Quien—Vosotros—Sabéis se entere de que le ha desaparecido un Horcrux — dijo Ron, sonriendo ampliamente, con los azules ojos brillando rojizos por la luz del fuego. — Probablemente no seremos los primeros alumnos de Hogwarts que se escabullen una noche para correrse una juerga en el Callejón Diagon — Harry se encogió de hombros —. Bueno, esa excusa no se me había ocurrido, pero no ha hecho falta, ¿verdad?, ya se le ha ocurrido a él solito. Alargó la mano para coger la copa, pero Hermione la mantuvo fuera de su alcance, estudiándola con una expresión de asombro y reverencia en su rostro. El cáliz de Hufflepuff era exactamente igual a como Harry lo recordaba: de oro, finamente labrado, con sus dos asas curvadas grácilmente desde la base hasta el borde. El escudo, grabado con un gusto exquisito, mostraba un tejón rampante sobre un campo de hierba, encerrado por una orla cuyas curvas
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repetían fielmente las que las dos asas hacían elegantemente a sus lados. — Es precioso — suspiró Hermione, observándolo tristemente —. Qué pena que algo tan hermoso contenga algo tan... malvado. Lo colocó reverentemente sobre la repisa de la chimenea, y extrajo la varita del bolsillo de su túnica. Harry frunció el ceño. — ¿Qué se supone que estás haciendo, Hermione? — inquirió. Hermione lo miró, exasperada. — ¿Qué crees que estoy haciendo? — dijo, impaciente —. Voy a destruir esta copa, si tanta curiosidad tienes —. Y enarboló de nuevo la varita, mirando el cáliz de Hufflepuff con los ojos entrecerrados. Harry se adelantó y aferró fuertemente su muñeca levantada. Cuando Hermione lo miró, interrogante, él negó con la cabeza. — Esto es cosa mía, Hermione — dijo, inflexible —. Soy yo el que tiene que destruirlo. Hermione chasqueó la lengua, y se sacudió la mano de Harry de la muñeca que sostenía la varita. Lo miró intensamente. — No vamos a volver a tener esta discusión, Harry — dijo en voz baja —. Ya tendrás tiempo de hacer tu trabajo tú solito. Ya sabes a qué me refiero. Pero esto — señaló la copa con un breve gesto de cabeza — puede hacerlo cualquiera. Tú ya destruiste el primer Horcrux: no te arriesgues simplemente porque creas que es algo que sólo puedes hacer tú, porque no es cierto. — Hermione — dijo Harry, enfureciéndose por momentos —. ¿No te acuerdas de cómo le quedó la mano a Dumbledore cuando destruyó el anillo? ¿Quieres que se te caiga la mano a cachos? — Mejor que se me caiga a mí que que se te caiga a ti — contestó Hermione, indiferente — . Tú la vas a necesitar para enfrentarte a Voldemort. Además — sonrió sin mucha convicción —, cuando tú clavaste el colmillo en el diario no se te cayó la mano, ni nada por el estilo. — Hermione...
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— Mira, Harry — dijo ella, exasperada —. Ya te he dicho que yo, que nosotros — señaló a Ron —, somos prescindibles. Tú, no. De modo que apártate no sea que te salpique. Y levantó la varita, con expresión de concentración. — Yo no creo que seáis prescindibles — susurró Harry, implorante. Hermione volvió a bajar la varita, y lo miró. — Yo también te quiero, Harry, ¿de acuerdo? — dijo suavemente —. Apártate. Apuntó la varita hacia la copa y cerró los ojos. Al instante, el cáliz de Hufflepuff comenzó a brillar intensamente, un brillo verdoso, que no alumbraba, sino más bien parecía absorber la luz que le rodeaba, dejando la Sala Común en penumbra. El brillo creció paulatinamente en intensidad, hasta que pareció que no había existido nunca ninguna luz en ningún lugar del mundo, que la luz todavía no se había inventado, y que jamás podría existir. Tanto brillaba que parecía que se había abierto un agujero negro en mitad de la Torre de Gryffindor. Harry tembló, y una sensación de aprensión y urgencia se apoderó de todos sus miembros. Siguiendo un impulso, se acercó a Hermione y, con un movimiento brusco, la apartó de la copa, lanzándola al otro extremo de la Sala Común. Hermione tropezó con el bajo de su propia túnica y cayó al suelo cuan larga era, justo al lado de Ron. En ese momento, la copa absorbió toda la luz que quedaba en la estancia y pareció implosionar. Sin un sonido, toda la luz que había absorbido brotó de ella, como un torrente, golpeando a Harry de lleno y obligándolo a trastabillar hacia atrás. Abrió la boca y emitió un grito mudo, en un espacio y un tiempo donde la luz y el sonido desaparecían en el interior de la copa y surgían, incompatiblemente, magnificados por el objeto. Cerró los ojos, cegado por la oscuridad. Notó cómo un hilillo de sangre surgía de sus oídos, sordos por el intenso silencio. Un dolor insoportable, que amenazaba con absorber también su cordura y transportarlo hasta un agradable olvido, donde no podría ver, oír ni sentir nada más. Su sangre se convirtió en lava hirviente en sus venas. Cayó al suelo, y rezó porque la inconsciencia llegase cuanto antes,
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para dejar de sentir, de pensar... — Harry, ¿estás bien? Lentamente, sin saber muy bien si todavía tenía ojos, los abrió. Hermione y Ron se inclinaban sobre él. Estaba tumbado sobre el suelo helado de la Sala Común, con la túnica enredada entre las piertas, inmovilizándolo como la más gruesa de las sogas. Intentó decir algo y la voz se ahogó en su garganta. — Ha sido increíble, tío — dijo Ron, sonriendo al ver que Harry estaba vivo —. Creíamos que te habías volatilizado, y mírate... ni siquiera te has despeinado — añadió, meneando la cabeza —. Qué pasada. — ¿Qué... qué ha pasado? — preguntó, aceptando la mano de Ron para incorporarse del suelo, y mirando a su alrededor. La Sala Común estaba ennegrecida y llena de ceniza; los tapices habían desaparecido, y los restos chamuscados de una mesa yacían a su lado, incongruentemente apoyados sobre una pata intacta. Hermione soltó una risita nerviosa. — Creo que me has vuelto a salvar la vida, Harry — explicó, ayudándolo a ponerse en pie —. Lo que no acabo de entender es por qué no has muerto tú mismo. — Es evidente — dijo Ron, sacudiéndole la ceniza de la túnica. Alargó la mano y le dio la vuelta al cuello de la túnica de Harry: allí había una etiqueta, bordada primorosamente a mano, con la leyenda: Malkin & Weasleys —. Tendrás que escribir a Fred y a George y decirles que suban el precio de sus túnicas—escudo. Después de esta prueba, creo que podrían venderlas por cien galeones tranquilamente. — ¿El uniforme—escudo de Fred y George ha detenido ese hechizo? — exclamó Hermione, asombrada —. ¡Pero... pero si decían que sólo servían para desviar las maldiciones más básicas! — Es evidente que se han subestimado a sí mismos — contestó Ron, sin poder evitar que el
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orgullo empañase su voz —. Por una vez, y sin que sirva de precedente. Pero no me oiréis nunca repetirlo delante de ellos. Harry sacudió la cabeza para aclarar sus pensamientos, que estaban tan enmarañados como la túnica entre sus brazos. Desvió la mirada hacia la repisa de la chimenea: allí, inclinada sobre sí misma, opaca y sin brillo, con un asa suelta y el vaso resquebrajado, estaba la copa de Hufflepuff. — ¿Está...? — Rota, sí — se le adelantó Hermione —. Se acabó el Horcrux. Es una pena que, para arrancarle el alma de Voldemort, haya tenido que destrozar la copa también — dijo tristemente —. Era hermosa. — Dumbledore también tuvo que romper el anillo — murmuró Harry, con la vista fija en el cáliz roto —. Y yo le hice un agujero enorme al diario. Parece ser que no se puede hacer de otra forma... — Supongo que será porque un objeto que sirva de receptáculo para el alma de alguien se funde con ese alma, o algo así — caviló Hermione, pensativa —. Se convierten en un solo objeto. Si no, se podría extraer el alma sin romper el objeto —. Hizo una mueca, exasperada —. Si pudiera leer algo acerca de los Horcruxes... No soporto no saber a qué nos enfrentamos. — Ya — asintió Harry, acercándose cautelosamente a la chimenea —. A lo mejor podríamos encontrar un modo de destruir los Horcruxes sin dejar la habitación hecha una cuadra. — Oh, eso es igual — contestó Hermione, levantando la varita y haciendo un amplio arco con ella. Conforme la varita apuntaba a un lugar de la Sala Común, ésta volvía a estar exactamente como estaba antes de aquel despliegue de efectos especiales pirotécnicos. El fuego volvió a arder alegremente en la chimenea; los tapices colgaron de los muros, las mesas y sillas, intactas, se colocaron donde habían estado hasta unos minutos antes. El hollín y las cenizas desaparecieron. — Menos mal — dijo Ron, acercándose al fuego —. No quería tener que enfrentarme a una revuelta de los elfos domésticos al ver el desastre que habíamos hecho.
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— No iba a permitir que los elfos tuvieran que arreglar este desaguisado... — Los elfos tienen una magia más poderosa que la tuya, Hermione — respondió Ron, frotándose las manos frente a las llamas —. No les habría costado ningún esfuerzo arreglarlo. — Sí, pero si no lo hacían antes de que amaneciese — contraatacó Hermione, guardando la varita —, a ver cómo les explicábamos a los demás que alguien había destrozado la Sala Común durante la noche, y que nosotros, que casualmente no estábamos en la cama a esa hora, no sabíamos absolutamente nada... Ya nos hemos escapado demasiadas veces como para que colase. Hermione alargó las manos y tomó cuidadosamente la copa de la repisa de la chimenea. La observó unos segundos, y después se la tendió a Harry, sin decir una palabra. Sin decir tampoco nada, éste la cogió. — Ya sólo te quedan tres, Harry — susurró Hermione con una sonrisa —. ¿Lo ves? Hemos conseguido destruir uno. Harry asintió, mirando la copa destrozada que descansaba entre sus manos. — Los que nos quedan van a ser más difíciles — respondió, esbozando una sonrisa triste — . Uno de ellos no sabemos ni siquiera lo que es, el otro lo hemos tirado a la basura y el último es una serpiente asesina... — Pero hace unas horas pensábamos que era imposible — insistió Hermione —. Ahora, sólo creemos que va a ser muy difícil. Se puede hacer, Harry — añadió —. Podemos hacerlo. Harry se encogió de hombros, y guardó los restos de la copa en el bolsillo de su uniforme— escudo.
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— CAPÍTULO 26 — Prioridades
Al día siguiente bajaron a desayunar muertos de cansancio, pero mucho más alegres de lo que habían estado en mucho tiempo. Harry había aparcado su desesperación, y había empezado a pensar como Hermione: si habían logrado encontrar y destruir uno de los Horcruxes, ¿por qué no pensar que podrían hacer lo propio con los otros tres? En cuanto a lo de enfrentarse a Lord Voldemort cara a cara... eso era algo en lo que Harry prefería evitar pensar a toda costa. Para su sorpresa, en la mesa de los profesores había una cara nueva. Sentada justo al lado de Slughorn: una bruja de edad indefinida, recia y fuerte, de pelo corto y color acero y barbilla prominente, comiendo con buen apetito y sin hacer caso de las miradas de curiosidad que despertaba. La profesora Grubbly—Plank. — Escuchad esto — dijo Hermione, que acababa de desplegar su omnipresente ejemplar de El Profeta —. Han detenido a Greyback... Vaya — silbó, fijando la vista en la página del periódico —. Anoche, en una operación sin precedentes, algunos de los miembros de la organización secreta llamada La Orden del Fénix atacaron la guarida de los licántropos, situada en el subsuelo de Londres. Según fuentes de dicha organización, la lucha que tuvo lugar en los túneles de la capital se prolongó varias horas, hasta que un infiltrado entre las filas de los licántropos detuvo al líder de los hombres lobo, Fenrir Greyback, y lo trasladó hasta las dependencias de los aurores, en el Ministerio de Magia. Esta acción del miembro de la Orden del Fénix, el licántropo llamado Remus Lupin, propició la derrota total de los hombres lobo, la mayoría de los cuales huyeron,
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aunque algunos más fueron detenidos y trasladados junto a su líder. En declaraciones a un periodista de El Profeta, Remus Lupin aseguró que, una vez descabezada la cúpula de los licántropos, éstos dejarán de trabajar para El Que No Debe Ser Nombrado y volverán a ser, como antes, unos seres individualistas y aislados. El licántropo declarado Remus Lupin fue profesor de Hogwarts y perteneció a la Orden del Fénix original, fundada por el desaparecido Albus Dumbledore hace ahora veinte años, bla bla bla —. Sonrió —. Vaya con Lupin — dijo —. Ahora va y se nos convierte en un héroe... — Es estupendo — dijo Ron, indiferente, untando mermelada sobre una tostada. Hermione lo miró con reproche. — Wow, vaya nochecita — continuó, bajando la mirada por el periódico —. Mirad, un auror del Ministerio detuvo a un mortífago, un tal Bernard Castlegard, en el camino de Hogsmeade... ¿Qué querrán los seguidores de Voldemort? Últimamente se pasan el día dejándose detener por aquí cerca... — ¿Y Hagrid? ¿Dónde está? — preguntó Harry, sentándose en el banco sin apartar la mirada de la bruja, que comía con los ojos fijos en un punto indeterminado de la pared que tenía enfrente. Hermione plegó el periódico y cogió la jarra de zumo de calabaza. — No sé... Supongo que la profesora McGonagall ha contratado a Grubbly—Plank para sustituirlo, pero... — ¿Tan pronto? — murmuró Harry tristemente, buscando inútilmente a Hagrid con la mirada. — Estamos casi en Semana Santa, Harry — dijo Hermione —. Y Hagrid nos dijo que se iría antes de fin de curso... — Tenemos que ir a verlo — dijo Harry resueltamente, levantándose antes de haber terminado de acomodarse en el banco —. No creo que quiera irse sin decirnos adiós, pero con Hagrid nunca se sabe...
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— ¿Ahora? — exclamó Ron, derramando la leche sobre la mesa —. ¿Sin desayunar? — Harry, tenemos clase de Transformaciones... Harry los miró de hito en hito. — Me da igual el desayuno, y me da igual la clase — dijo bruscamente —. Lo único que sé es que Hagrid se va a Francia, y que no voy a permitir que se largue sin despedirse de nosotros. Ron lo miró con la boca abierta, y después cogió una servilleta y comenzó a llenarla de tostadas, galletas y fruta. — De acuerdo — dijo —. Pero si luego te mueres de hambre no me pidas que te dé ni una migaja, ¿eh? Harry no respondió, y pasó la pierna sobre el banco para poder alejarse de la mesa, mientras Ron se bebía a toda prisa un vaso de leche, y Hermione masticaba una tostada, levantándose también. Harry dio media vuelta, lo pensó mejor, se inclinó sobre la mesa y cogió una manzana gorda y roja para ir comiéndosela por el camino, ignorando el resoplido de Ron. Sus temores eran infundados. Hagrid estaba en su cabaña, empaquetando sus cosas con expresión de tristeza, pero sin intención de irse inmediatamente. Y desde luego, según les aseguró con expresión de agravio, ni mucho menos pensaba marcharse sin decirles antes adiós. De hecho, tenía previsto enviarles una nota para que fueran a su cabaña a tomar el té aquella misma tarde después de Herbología, aprovechando la hora libre que tenían antes de cenar. De modo que, haciendo caso de las protestas de Hermione, los tres se encaminaron de vuelta al colegio, a tiempo para llegar a clase de Transformaciones antes de que la profesora McGonagall decidiera que ya se estaban tomando demasiadas libertades, incluso teniendo en cuenta el trato de no interferencia que habían hecho Harry y ella. Efectivamente, aquella tarde Hagrid les confirmó lo que ya imaginaban: que la directora finalmente había renunciado a convencerlo de que permaneciera en Hogwarts, y le había ofrecido
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el puesto fijo de profesora de Cuidado de Criaturas Mágicas a Wilhelmina Grubbly—Plank, que había aceptado encantada y sin pensarlo dos veces. Evidentemente, la profesora Grubbly—Plank había esperado que sucediera algo así, porque ni siquiera había pedido un par de días de plazo antes de incorporarse a su nuevo puesto de trabajo. Probablemente sabía de sobra el apego que Hagrid le tenía al antiguo director, ya que, a todas luces, para la profesora Grubbly—Plank aquello no había supuesto ninguna sorpresa. Hagrid les prometió que les escribiría a menudo, y que les invitaría a pasar con él parte de las vacaciones de verano en Francia, una invitación que, desde luego, no admitía rechazos. De hecho, les dio a entender que, quizá, se verían obligados a ir a una cita a la que no podían faltar... pero cuando Harry le preguntó intencionadamente si se trataba de una boda, Hagrid se ruborizó, derramó el té, rompió una taza y se negó a contestar. Cuando Hagrid se echó a llorar al recordar que no volvería a vivir en Hogwarts y que no volvería tampoco a ver a Dumbledore, Hermione trató de animarlo hablándole de todas las criaturas nuevas que iba a conocer en Francia, criaturas que no se veían en Inglaterra y que, seguramente, Hagrid ni siquiera había soñado con poder ver. Al principio la cosa no funcionó, pero cuando Hermione le describió el Graphorn, un animal que habitaba en las zonas montañosas del continente y que tenía una naturaleza extremadamente agresiva, grandes zarpas de cuatro dedos y dos cuernos muy largos y afilados, la mirada de Hagrid se iluminó, y Harry habría apostado la casa de sus abuelos a que, en menos de dos semanas, su amigo habría conseguido hacerse con algún ejemplar. — Menos mal que se va a Francia y no a África — murmuró Hermione cuando salieron de la cabaña de Hagrid, después de una lacrimógena escena de abrazos y despedidas de la que los tres habían salido vivos de milagro aunque con las costillas un poco resentidas —. Si no, seguro que se dedicaba a la caza furtiva de Nundus, o algo así. — ¿Y qué demonios es un Nundu? — preguntó Ron, arrebujándose en la capa —. ¿El
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hermano pequeño de los Escregutos de Cola Explosiva? — No, es peor. — Imposible — gruñó Ron. Hermione se encogió de hombros. — Es el animal más peligroso del mundo — explicó Hermione, avanzando cuidadosamente sobre la tierra helada en dirección al castillo —. Para dominarlo, hacen falta por lo menos cien magos bien entrenados y coordinados. A su lado, Aragog sería una arañita inofensiva. — Tú no has visto a ese bicho de cerca — la contradijo Ron —. Te aseguro que no he visto algo más terrorífico que esa araña. — Pero a ti no te gustan las arañas — dijo Hermione. — Y menos las que se me quieren merendar, muchas gracias — respondió él, soltando un bufido.
La Semana Santa llegó y pasó en un torbellino de deberes, estudios y prácticas que se mezclaban en la mente de Harry sin ningún orden. El tiempo seguía siendo muy frío, pero al menos el viento había dejado de soplar y el cielo aparecía despejado, azul brillante, con el sol dando luz ininterrumpidamente, ya que no calor, sobre el helado castillo de Hogwarts. Con el alivio de saber que, al menos, ya se había librado de uno de los Horcruxes de Voldemort, Harry se volcó en los estudios, recordando lo que le había dicho la profesora Sinistra apenas unos días antes en la reunión de Orientación Profesional. Sabía que aún le quedaba mucho camino por delante, ese mismo camino que había visto abrirse ante él durante el entierro de Dumbledore, un camino oscuro, sinuoso, lleno de peligros; y para ello creía que lo mejor era conseguir entrar en la maldita Escuela de Aurores, visto que no era muy probable que consiguiera acabar con Voldemort antes de salir de Hogwarts y de verse frente a frente con el mundo real. Harry pasaba la mayor parte del tiempo en la Sala Común, acompañado por Hermione en la mayor parte de las ocasiones y también por Ron en algunas menos de las que a Hermione le
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parecía correcto, estudiando intensivamente todo lo que no habían estudiado para los examenes del curso anterior, más lo que, evidentemente, tenían que estudiar ese curso. — Pensaba que no te importaban para nada las notas, Harry — dijo Ron una tarde en la Sala Común, mirando nostálgico cómo el sol se ocultaba tras las montañas por el cristal de la ventana. — Y no me importaban — admitió éste, levantando la mirada del pergamino que estudiaba atentamente —. Pero quedan tres semanas para los ÉXTASIS, y no creo que me dé tiempo a encontrar y destruir los tres Hocruxes que me faltan en ese tiempo. Así que tendré que pensar en mi futuro... y hacerme a la idea de que ese futuro puede que no sea muy largo. — Entonces, ¿para qué estudiar? — refunfuñó Ron. — Pues porque... bueno, es igual — dijo Harry, volviendo a sus apuntes de Pociones para repasar una vez más, y si no lo había hecho mil veces no lo había hecho nunca, los ingredientes del Filtro de Muertos en Vida. — Personalmente — intervino Hermione —, creo que Harry tiene razón. Si consigue unirse a los aurores, le resultará más fácil abrirse camino hasta Voldemort. Y aprenderá cosas que quizá le sean útiles a la hora de enfrentarse con él. Además, estudiar nunca es una pérdida de tiempo — añadió, mirando brevemente a Ron con un gesto de reproche. — Bah — dijo él, frunciendo el ceño, malhumorado —. Deberíamos aprovechar estos días de vacaciones para entrenar para la final de Quidditch, Harry, en lugar de estar aquí estudiando lo que ya nos hemos estudiado quinientas veces. ¿Por qué no te pones de acuerdo con Cadwallader, Goldstein y Urquhart, y entrenamos mañana por la mañana? Sólo queda una semana para el partido... — Cadwallader y Urquhart no querrán entrenar — negó Harry —. Ya han terminado su temporada, y no creo que quieran perder una mañana entera de estudios, con lo cerca que estamos de los examenes. Incluso Goldstein, que todavía está en sexto y tiene un mes más para estudiar.
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— Pero Goldstein querrá entrenar para la final... — Pero sin Hufflepuff y Slytherin no podemos entrenar. Dando por finalizada la conversación, Harry se inclinó otra vez sobre el pergamino y abrió el tintero para apuntar los ingredientes, en un intento de memorizarlos de una vez, algo que debía haber hecho hacía años. Pero su mano quedó paralizada sobre el tintero al oír una voz que provenía de su izquierda. — ¡Harry Potter! — ¡Lupin! — exclamó, soltando la pluma e irguiéndose sobre la silla. Ron y Hermione lo miraron, extrañados. — ¿Qué...? — ¿Dónde...? — ¡Harry Potter! — repitió la voz. — Hermione, dame el espejo — exigió, tendiendo la mano hacia ella, que lo observaba con una expresión de desconcierto en su rostro —. ¡El espejo! — insistió. Ella sacudió la cabeza y se metió la mano en el bolsillo. Sacó el espejo y lo miró, aturdida. — No hay nada, Harry... — ¡Porque me está llamando a mí! ¡Trae acá! — exclamó, arrebatándole el espejo de las manos. Rápidamente le dio la vuelta, y sonrió a la imagen del rostro de Remus Lupin. — Hola, Harry — dijo animadamente —. ¿Qué haces? Hola, Ron, Hermione... — Hola — dijeron los tres. Ron, como siempre, estaba echado casi encima de Harry, intentando ver algo de lo que sucedía en el interior del espejo; Hermione se había levantado a toda prisa y se había colocado detrás de ellos. — Estábamos... estudiando — explicó Harry, haciendo una mueca. Lupin sonrió aún más ampliamente.
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— Vaya — dijo —. Mis niños se están haciendo mayores... — Muy gracioso — gruñó Ron en voz baja. Lupin soltó una carcajada. — Bueno, bromas aparte — continuó —, sólo llamaba para decirte que ya he encontrado a Mundungus, Harry. — ¿En serio? — exclamó él, inclinándose sobre el espejo —. ¿Dónde está? Lupin se encogió de hombros. — Estaba donde pensábamos, pululando por el Callejón Diagon y los alrededores haciendo negocios. Sucios, por supuesto. Lo hemos encontrado a la primera — sonrió —. Perdona que no hayamos ido antes a buscarlo, pero es que hemos tenido una semana bastante... movidita. — Ya — asintió Harry, sonriente. A su lado, Ron ahogó una risita —. Ya hemos visto tu salto a la fama. Qué tío, ahí, en la portada del periódico... — Sí, queremos un autógrafo — dijo Ron, jocoso —. ¿O nos tenemos que poner en contacto con tu agente? — No tiene gracia — interrumpió Hermione frunciendo el ceño —. Remus, vosotros estáis bien, ¿no?... — Sí, no te preocupes, Hermione — respondió Lupin —. Llevábamos planeándolo más de un año, y todo salió como pensábamos. Aunque no esperaba salir en la portada, la verdad — murmuró, un poco avergonzado. Harry contuvo una carcajada: jamás se le había ocurrido pensar que el profesor Lupin pudiera ser, en realidad, un hombre demasiado tímido para estar cómodo con esas situaciones. — No te preocupes, Remus — dijo, burlón —. Si sales un par de veces más en el periódico, al final te acabas acostumbrando. Lo digo por experiencia. — Sí, bueno, todavía me queda mucho para llegar a ser tan famoso como tú, gracias a Dios — contestó —, no creo que me guste demasiado eso de que los de El Profeta me presten demasiada atención. Bueno — añadió, carraspeando —. Dejémoslo. Harry, supongo que querías
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que encontrase a Mundungus para algo, ¿no? — Sí — respondió Harry apresuradamente —. Sí, necesito hablar con él. ¿Dónde está? Lupin hizo una mueca. — No le enseñaría este espejo por nada del mundo — dijo —. Seguro que lo siguiente que haría sería venderlo en una tienda de objetos mágicos desparejados. No, había pensado que será mejor que quedemos, y me llevo a Mundungus para que hables con él, lo amenaces o le des dos tortas, lo que más te apetezca. La profesora McGonagall me ha dicho que de vez en cuando sales de Hogwarts, ¿verdad?... — Sí — asintió Harry —. Pero no en Grimmauld Place: no quiero que Mundungus vuelva a pisar esa casa en su vida. — No podría hacerlo, a menos que tú personalmente le dijeras dónde ir — contestó Lupin —. No, yo había pensado que podríamos vernos en Hogsmeade. Así tú no tendrías muchos problemas para escaparte un rato, y no correríamos el riesgo de que el Ministerio, o El Profeta — se estremeció —, nos sorprendiesen allí. Supongo que querrás mantener esta... entrevista — volvió a estremecerse — en secreto, ¿no? — Sí — repitió Harry —. Me parece bien, este año no hemos podido ir a Hogsmeade ni un sólo día, y no nos vendría mal un paseo por el pueblo. ¿Cómo te las vas a arreglar para traer a Mundungus? Lupin sonrió maliciosamente. — Le he prometido que le dejaría en paz si accedía a venir a esta pequeña excursioncita — explicó —. Si no, le he jurado que le perseguiría hasta que implorase que acabara con él. — Oh — dijo Harry, sorprendido —. Vaya, conociéndole, supongo que habrá dicho que sí en seguida, ¿me equivoco? — No te equivocas — respondió Lupin —. Bueno, ¿mañana a mediodía en Las Tres Escobas, entonces?
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— De acuerdo — convino Harry antes de que la imagen de Lupin se desvaneciera del espejo —. Mañana a mediodía. Las Tres Escobas estaba mucho menos concurrido y agradable que de costumbre. Al igual que la mayoría de los negocios del mundo mágico desde que se había hecho público el retorno de Lord Voldemort, había decaído considerablemente. Apenas habría tres o cuatro personas en todo el bar, sentadas cada una en una esquina diferente, observando a su alrededor con suspicacia. Sin contar a la dueña del establecimiento, la señora Rosmerta, que trabajaba en silencio, con la cabeza gacha y una actitud mucho menos efervescente de lo habitual. Y no era extraño, desde luego: al fin y al cabo, sabía que, aunque en contra de su voluntad, había participado en dos intentos de asesinato a Dumbledore y el horrible desenlace final. Harry, Ron y Hermione se sentaron en una mesa cerca de la puerta, incómodos ante el persistente silencio, al que no estaban acostumbrados. Cada vez que habían ido a Las Tres Escobas el bar había estado abarrotado de estudiantes de Hogwarts, y la falta de público les ponía, como mínimo, nerviosos. La señora Rosmerta se acercó a ellos con un aire cansado que no casaba nada con el escaso trabajo que tenía. — Buenas tardes, chicos — dijo, apartándose un mechón de pelo de la frente —. ¿Qué hacéis aquí? Creía que no se os permitía salir del colegio este año... — Tenemos permiso — se apresuró a decir Harry, mientras Hermione le propinaba a Ron un fuerte codazo en las costillas para que cerrase la boca —. Por favor, señora Rosmerta, ¿podría ponernos tres cervezas de mantequilla? — En seguida, querido — contestó ella. Dio media vuelta y se dirigió hacia la barra arrastrando los pies. Harry no pudo evitar echar de menos el garboso taconeo que había visto en tantas ocasiones. — ¿Qué le pasa? — susurró Ron, inclinándose hacia ellos. — Bueno — respondió Harry, mirando hacia la barra —. Supongo que todavía se siente
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culpable por lo de Dumbledore, pese a que ella no tuvo la culpa de que muriese. Y no debe estar tampoco muy contenta por el negocio: ya ves que aquí no hay casi nadie. En el momento en que Ron iba a contestar, se abrió la puerta del bar y entraron Remus Lupin y Mundungus Fletcher, que dejó que la puerta se cerrase de golpe. Al verlos sentados en la mesa, Lupin sonrió ampliamente y se acercó a ellos. — Hola, chicos — dijo, arrastrando a Mundungus tras de sí. Mundungus los miró sombríamente, y musitó algo que quería ser un saludo. — Hola, Remus — dijo Harry —. Hola, Dung. La intensa mirada de Harry hizo que Mundungus se encogiese en el asiento donde Lupin le había obligado a sentarse. La señora Rosmerta llegó en ese instante con sus tres cervezas de mantequilla. — Aquí tenéis — dijo, dejando las botellas sobre la mesa —. Hola, Remus, Mundungus. ¿Lo de siempre? — Gracias, Rosmerta — respondió Lupin, y la señora Rosmerta volvió a dirigirse a la barra. Hermione se levantó de un salto y se dispuso a seguirla. — Voy... al baño — dijo ante la mirada interrogante de Harry. Pero, cuando estuvo segura de que ni Lupin ni Mundungus podían verla, sacó disimuladamente del bolsillo una pequeña botellita de lo que parecía agua y se la mostró en un gesto breve. La guardó, y siguió a la señora Rosmerta. La sangre se agolpó en los oídos de Harry, que a duras penas fue capaz de contestar con coherencia las preguntas triviales que le hacía Lupin en ese momento. No se dejaba engañar por las apariencias: sabía perfectamente que lo que Hermione llevaba en aquella botellita era Veritaserum, a saber de dónde lo habría sacado. Y que tenía toda la intención de echar unas gotitas en la bebida de Mundungus. Sólo esperaba que la poción de la verdad no reaccionase con el Whisky de Fuego, como los analgésicos, o tendrían que mandar a Mundungus a San Mungo a toda prisa.
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Hermione regresó en unos minutos, con las bebidas de Lupin y Mundungus. Farfulló algo acerca de que la señora Rosmerta le había pedido que las trajese ellas, y las dejó sobre la mesa con gesto inexperto, derramando parte de la cerveza de mantequilla de Lupin sobre la madera. Harry levantó su propia jarra, y bebió un trago, tomándose su tiempo, hasta que estuvo seguro de que Mundungus había probado el Whisky de Fuego que Hermione le había traído. — Dung — dijo, inclinándose sobre la mesa —, le he pedido a Remus que te traiga aquí porque necesito preguntarte una cosa —. Cuando vio que Mundungus no respondía, sino que daba otro trago a su vaso, Harry continuó: — Verás, quiero saber si alguna vez has cogido de... de la sede de la Orden — dijo, sin querer decir la dirección para que Mundungus no pudiera encontrar la casa de la que era Guardián Secreto —, si has cogido un medallón de oro, de este tamaño — ahuecó las manos —, con una serpiente en forma de "S"... Era un guardapelo, de oro macizo, que no se podía abrir. Mundungus negó con la cabeza, con la mirada fija en su vaso, y lo vació de un trago. Harry contuvo una maldición, contó mentalmente hasta cinco y, dejando a un lado la desesperación por un momento, decidió probar si realmente Hermione le había puesto Veritaserum en la copa; en caso contrario, Mundungus muy bien podía estar mintiendo... — Dung, ¿cogiste algunas de las copas de plata de los duendes que habían sido de la familia Black? — preguntó, cruzando los dedos bajo la mesa. Mundungus dejó el vaso sobre la mesa con un golpe sordo. — Sí — admitió —. Eran muy valiosas, y sabía que tú no querías saber nada de lo que Sirius te había dejado. Harry contuvo una sonrisa, mientras Ron, Hermione y Lupin contenían la respiración, esperando que estallase de furia una vez más. Pero Harry estaba satisfecho: el hecho de que Mundungus se hubiera inculpado sin vacilar, y ni siquiera hubiera buscado una excusa para su comportamiento, demostraba que el Veritaserum funcionaba.
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— ¿Y no cogiste también un medallón de oro, un guardapelo, más bien, con la Marca de Slytherin grabada? — repitió. — No — volvió a negra Mundungus. — Ya sabes, un medallón... — insistió Harry con voz débil —. Estaba en la vitrina del salón, o en una de las bolsas de la basura, cuando limpiamos la casa... — No — dijo Mundungus. Harry intercambió una mirada con Ron y con Hermione, sin poder evitar en esta ocasión que el desaliento se reflejase en su rostro. Mundungus no había cogido el medallón, y, puesto que no podía mentir, acababa de recibir la confirmación de sus peores temores: el Horcrux podía estar en cualquier parte, y no tenían ninguna pista para localizarlo. — ¿Y no lo has visto nunca? — preguntó, desesperado —. ¿No lo has visto en... no sé, en alguna tienda de las que frecuentas, o te lo ha enseñado alguien, o...? — No — repitió Mundungus —. No, nunca he visto nada como eso. — Harry — intervino Lupin, que no había probado todavía su cerveza de mantequilla —, ¿qué...? — Verás, Remus — dijo Hermione, viendo que Harry iba a volver a negarse a contestar —. No te podemos explicar gran cosa, pero necesitamos encontrar ese medallón. Es muy importante — insistió —. Parece ser que Regulus, el hermano de Siruis, lo dejó en la casa de sus padres antes de morir, y nosotros lo tiramos cuando hicimos limpieza, hace dos años... — Ya — contestó Lupin, mirándolos con curiosidad —. Sí, tiramos muchas cosas. Bueno... Me temo que no os puedo ayudar en esto — reconoció, encogiéndose de hombros —. Si decís que es importante, podríamos intentar buscarlo, me refiero a la Orden. Pero no sé si servirá de algo — admitió —. Si acabó en el basurero, puede estar en cualquier sitio, desde el fondo del mar hasta el rastrillo más recóndito de Turquía. Y con Turquía no tenemos convenios comerciales — añadió, con una sonrisa.
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— Bueno... — Hermione pareció dudar, mirando a Harry, indecisa. — Escucha, Remus — dijo Harry —. Lo que no queremos bajo ningún concepto es que nadie se entere de que estoy buscando ese medallón. Me refiero sobre todo a Voldemort, claro — Hizo una mueca —. Pero tampoco quiero que se entere el Ministerio, ni la sociedad mágica en general. Es muy importante que lo encuentre, y también que Voldemort no se entere de que lo he encontrado, ni de que lo busco, ni de que he oído hablar de él... — Vale, vale, lo he entendido — le interrumpió Lupin, levantando las manos —. Bueno, si no quieres, no haremos nada. Pero si me das permiso, puedo comunicarlo a los miembros de la Orden, y a lo mejor entre todos podemos encontrarlo. Claro que no garantizo nada, pero... — No quiero que... — Harry — dijo Lupin, apoyando los codos encima de la mesa y mirándolo fijamente —. Sabes que, si le pides a la Orden que guarde un secreto, lo guardará. Y también sabes que, si le pides a la Orden que haga algo, lo hará. Al fin y al cabo, Dumbledore nos volvió a reunir para ayudarte a ti — confesó. Harry lo miró, boquiabierto, y Lupin sonrió serenamente —. Sí, Dumbledore dijo que, al final, lo más probable era que tuviéramos que seguirte a ti, y no a él. "El Señor del Ejército", creo que te llamó. Una de esas frases de Dumbledore, ya sabes. Harry no dijo nada. Aunque hubiera habido algo que decir, no habría podido. Tampoco habría podido cerrar la boca; por un instante, pensó incluso que no iba a poder volver a encajarse la mandíbula en su sitio. — No me mires así, Harry — continuó Lupin —. Tú también sabías que esto, tarde o temprano, acabaría así: al fin y al cabo, eres El Elegido, ¿no? — le guiñó un ojo —. Bromas aparte, sabes que la Orden hará lo que pueda por ayudarte. Incluso aunque no sepamos en qué andas metido. Estamos acostumbrados: Dumbledore tampoco nos contaba muchas cosas... De modo — añadió, con una sonrisa —, que tú dirás, "Señor del Ejército". — Ya me han puesto motes suficientes para tres vidas, gracias — gruñó Harry.
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Lupin lo miró fijamente, y la sonrisa resbaló por su rostro sereno hasta dejarlo casi irreconocible. — Déjanos ayudarte, Harry — dijo en voz baja, implorante —. No puedes hacerlo todo tú solo siempre... No, teniendo en cuenta a lo que te enfrentas. Los ojos de Harry se abrieron en consonancia con su boca. ¿Acaso Lupin sabía...? — No sé qué ocurriría la noche que murió Dumbledore — continuó Lupin, ignorando su expresión de estupor —, pero la profesora McGonagall piensa que tú sabes algo, algo importante, y que Dumbledore te obligó a mantener el secreto. Si ella cree que estás metido en algo que tiene que ver con esa noche — dijo, mirando a Harry directamente a los ojos —, nosotros lo único que podemos hacer es esperar a que decidas que debes contárnoslo, e intentar ayudarte mientras tanto. Si era importante para Dumbledore, es importante para la Orden, ¿sabes? Hermione se inclinó, acercándose a Harry, y asintió enérgicamente, con los ojos fijos en los de él. — Dí que sí, Harry — dijo Ron, mirándolo también, con una expresión de seriedad bastante poco frecuente en él. — Claro — contestó Harry, consiguiendo al fin esbozar una sonrisa, no sin esfuerzo —. No podría negarme, ¿verdad? Ahora que ya sabes lo que quiero, lo buscarías igual, con o sin mi permiso... Lupin soltó una carcajada. — Tienes razón — concedió —. Pero preferiría que me lo pidieras, ¿sabes? Así sería mucho más fácil. — Vale — dijo Harry —. Oye, Remus, ¿te importaría pedirles a los miembros de la Orden que buscárais ese medallón? En vuestros ratos libres, no sé... Si pudiérais estar un poco pendientes por si lo véis... — Claro, Harry — respondió Lupin, bebiendo un sorbo de cerveza de mantequilla —. Un
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medallón de oro con la Marca de Slytherin, ¿verdad? — Exacto — asintió Harry —. Y... si pudiérais mantener todo esto en secreto... — Por supuesto — dijo Lupin, sonriendo —. Bueno, pues aprovechando que esta tarde tenemos una reunión, se lo diré. Y será mejor que vosotros empecéis a pensar en volver a Hogwarts, si es que queréis llegar a tiempo para comer. — Tienes razón — contestó Hermione, echándose la mano al bolsillo para sacar el monedero. Lupin hizo un gesto evasivo. — No, no, invito yo — dijo —. Marchaos, anda. — Sí, claro —. Ron y Harry se levantaron, y Hermione rebuscó en sus bolsillos y sacó la varita. Apuntó a Mundungus. — ¡Obliviate! — Bien pensado, Hermione — comentó Harry en tono casual, colocándose la capa sobre los hombros, mientras observaba cómo la mirada de Mundungus, que ya estaba un poco perdida y vidriosa por la acción del Veritaserum, se extraviaba por completo.
La mañana de la final de Quidditch amaneció soleada y calmada, sin una leve brisa que agitara las briznas de hierba ni las ramas de los árboles. Harry se levantó con una euforia que hacía tiempo que no sentía: sabía que le quedaban apenas unas horas para ganar el primer Campeonato que se llevaba siendo Capitán y estando en el campo, y el último que iba a ganar en Hogwarts. Tal y como estaba la clasificación, le llevaban cincuenta puntos de ventaja a Hufflepuff y cuatrocientos a Slytherin, que ya no podían superarlos, porque habían jugado todos sus partidos. Y Ravenclaw tendría que vencerles por más de cien puntos para superar su puntuación. Si Harry cogía la snitch estaba prácticamente hecho. Y si no lo hacía, era difícil que Ravenclaw se llevase la Copa, porque los cazadores de Gryffindor eran infinitamente superiores a los del otro equipo. — No estábamos tan bien situados para ganar el Campeonato desde hace siete años — le
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comentó a Ron mientras se vestían la túnica de Quidditch antes de bajar a desayunar. — Pues como nos pase lo mismo que entonces... Ron tenía una mirada sombría que a Harry no le gustó nada. Era cierto que también sabía que aquel era el último partido que jugaban en el colegio: sin embargo, para él no era un motivo de euforia, sino una razón más para sentirse presionado por ello. — Sufrimos la peor derrota en siglos — continuó Ron, enredándose los brazos con la túnica escarlata y forcejeando para liberarse —. Fue una auténtica debacle. — Pero es que no teníamos buscador — dijo Harry —. Según me contásteis, Wood no puso a nadie para sustituirme mientras estaba en la enfermería. — Es que no tenía a nadie para sustituirte — explicó Ron —. El año pasado tuvimos la suerte de que ya habíamos descubierto lo bien que juega Ginny en ese puesto. Si no, no sé qué habríamos hecho... Bueno, sí lo sé: el ridículo. — Deja de preocuparte, Ron — dijo Harry, calzándose las botas —. Este año estamos todos, cada uno en nuestro puesto, y tenemos una ventaja enorme... Es imposible que nos superen. Al parecer, eso era exactamente lo que pensaba el resto del colegio, porque cuando llegaron al Gran Comedor les recibió una enorme ovación desde la mesa de Gryffindor y gran cantidad de caras largas mirándoles desde las otras tres mesas. Ese mismo ambiente se repitió en el estadio de Quidditch, donde sólo uno de los cuatro laterales rugía y animaba; las tres cuartas partes de los espectadores, según pudo comprobar Harry cuando se elevó sobre su escoba, permanecían en un sombrío y lúgubre silencio. No pudo contener una sonrisa: todo el colegio, empezando por sus propios compañeros de equipo y siguiendo por el resto de los alumnos, sabían que, una vez más, la Copa era de los Leones. — No nos eches un sermón hoy, Harry — había dicho Ginny en el vestuario, cuando Harry se disponía a hablar —. No hace falta. Pero, por favor — añadió con una amplia sonrisa —, esta vez, quédate encima de tu escoba. Es todo lo que necesitamos para ganar esa Copa.
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Harry decidió dar por válido el discurso aleccionador de Ginny y permitió que salieran al terreno de juego sin decir ni una palabra más. Y, al dar la primera vuelta al campo sobre la Saeta de Fuego, comprendió que había tenido razón: sus jugadores no necesitaban más ánimos que los que les daba el público, los de Gryffindor por sus gritos y canciones, el resto por su silencio. Los únicos que no parecían estar desanimados en absoluto eran los jugadores de Ravenclaw. Anthony Goldstein debía haberles amenazado con una muerte horrible y muy lenta si perdían, o algo similar, porque realmente jugaban como si les fuera la vida en ello. Los cazadores utilizaban cualquier tipo de treta, incluso los dientes y las uñas, para intentar impedir que Gryffindor marcase ningún gol. Y los dos golpeadores, Funke y Gerber, volaban por el campo como dos flechas, dando batazos sin ton ni son, golpeando las bludgers cuando casualmente conseguían alcanzarlas con una violencia que daba miedo. Harry se vio en problemas en un par de ocasiones por su culpa, no porque hubieran querido golpearlo a propósito, sino porque ambos pululaban por el campo agitando los bates y, de vez en cuando, conseguían hacer contacto con una de las bludgers. Mientras tanto, Goldstein, Beard y Khalel se cruzaban y entrecruzaban en el camino de Demelza, Ginny y Dean, como si hubieran abandonado el objetivo de batir los aros que defendía Ron y estuvieran decididos, a cambio, a impedir a toda costa que Gryffindor marcase. Goldstein llegó incluso a lanzarse de su escoba y agarrarse a la cola de la de Ginny para desestabilizarla y darle tiempo a Siegel, su guardián, para detener a tiempo la quaffle. Ginny, a cambio, aprovechó que la señora Hooch no miraba para propinarle una patada en la nariz y dejarlo caer al suelo cuando planeaba a poca distancia de la hierba. A pesar de todo, Gryffindor conseguía, aunque a duras penas, mantenerse por delante de Ravenclaw en el marcador. Por muy poco: únicamente Demelza había logrado burlar su férrea y poco ortodoxa defensa, y tan sólo en dos ocasiones. En marcado contraste con lo que ocurría en el campo, Ron parecía aburrirse
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soberanamente. Los diez primeros minutos del partido había dado vueltas y más vueltas alrededor de sus tres aros de gol, pero parecía haberse cansado de hacerlo, porque se había sentado en el aro central y sostenía su escoba en el regazo, balanceando las piernas sobre el vacío con expresión de hastío. Harry frunció el ceño, contrariado. Una cosa era que Ron hubiera superado su nerviosismo, y otra muy distinta que le faltase el canto de un knut para llamar a un camarero y pedir un daiquiri a cuenta del equipo. Viró la escoba para dirigirse hacia los aros de gol, y en ese momento vio un brillo dorado por el rabillo del ojo, junto a la grada de Hufflepuff. La snitch. Con el corazón golpeándole fuertemente en el pecho, rodeó los aros de gol de Ron y se lanzó hacia donde había visto la pequeña y alada pelota. La última vez que había visto al buscador de Ravenclaw, estaba en el otro extremo del campo: si alcanzaba la snitch, Ravenclaw no tenía la más mínima oportunidad... Todo sucedió muy rápido, demasiado rápido como para que nadie fuera capaz de reaccionar. Cuando Harry pasaba a toda velocidad junto a él, Douglas Gerber trató de golpearlo violentamente con el bate; en lugar de la cabeza de Harry, el bate encontró una bludger perdida. Desorientado por el zumbido del bate sobre su cabeza, Harry apartó la mirada de la snitch. El tiempo pareció detenerse; todo quedó inmóvil, excepto la bludger, que volaba a toda velocidad. Hubo un golpe sordo, un crujido, que resonó en los oídos de Harry como si hubiera recibido realmente el golpe del bate. A cámara lenta, ante los ojos de Harry, Ginny se soltó de su escoba y cayó, suavemente, como si flotase sobre la brisa, hasta golpear con fuerza el suelo que se hallaba al menos veinte metros abajo. La sangre huyó del rostro de Harry mientras miraba, horrorizado, cómo Ginny sufría un espasmo y se quedaba inmóvil en el suelo. Oyó gritos en las gradas, un bramido discordante, un pitido y el más ensordecedor de todos los silencios. Se le quedó la mente en blanco: lo único en lo que podía pensar en ese momento era en Ginny, cayendo desde una altura mortal, después de
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recibir un violento golpe de una bludger. Sin saber muy bien cómo, se encontró de rodillas en la hierba, con el cuerpo de Ginny entre sus brazos, acunándola mientras formaba con los labios su nombre, incapaz de emitir ningún sonido. Los brazos de Ginny caían a los lados de su cuerpo, intertes, y su cuerpo desmadejado, como el de una muñeca rota, apenas pesaba entre sus brazos. Harry apoyó los labios contra su frente, y notó un sabor salado en la boca: sus propias lágrimas, mezcladas con la sangre de Ginny, que manaba de una horrible herida en la sien. La apretó contra sí, ignorando todo lo que le rodeaba, que se había convertido en un torbellino sin sentido de colores y ruidos ensordecedores, aterrado, sin querer mirar a Ginny para no ver confirmados sus temores, sin atreverse a soltarla por si su alma escapaba de su cuerpo. — Suéltala, Potter — dijo una voz desde algún lugar indeterminado, cerca de él. Harry no pudo contestar, y apretó aún con más fuerza el cuerpo de Ginny, mirando, angustiado, los ojos cerrados y los labios entreabiertos, en busca de una señal de que aún había vida en aquel cuerpo... — Harry... Harry, suéltala. Una mano se posó sobre su hombro, y Harry negó con la cabeza, incapaz de articular un sonido. Formaba con los labios el nombre de Ginny, y lo único que su cerebro procesaba, en la maraña de pensamientos incoherentes, era: Ella no... ella no. La mano apretó aún con más fuerza. — Harry, déjala. En ese momento, alguien pronunció algo ininteligible, y la cabeza de Harry cayó, inerte, sobre el cuerpo de Ginny.
— Puedes quedarte, si quieres — dijo bondadosamente la señora Pomfrey —. Pero cálmate, o tendré que echarte otro hechizo tranquilizante, Potter. Harry se arrebujó en la manta que la enfermera le había puesto sobre los hombros, y trató de acomodarse sobre la silla, con la mirada fija en la figura que permanecía tendida en la cama, a
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apenas un metro de él. La señora Pomfrey le había asegurado que era sólo cuestión de tiempo que Ginny recuperase la consciencia, una vez le hubo reparado las múltiples fracturas del cráneo y la columna vertebral. También le había explicado que, cuando despertase, tendría que pasar varias semanas en la enfermería, recuperando el tejido cerebral que había perdido. Pero había estado muy segura de sí misma al afirmar que Ginny se recuperaría por completo. Sin embargo, Harry no podía evitar sentirse aterrorizado al verla allí, la palidez de su rostro contrastando con su cabello rojo empapado en sangre seca, y recordar que una herida así, en una muggle, habría significado, irremediablemente, la muerte. Hasta que no viera a Ginny despierta, hasta que no hablase con ella, no desaparecería esa sensación helada que se había instalado en su estómago, y le recorría la espalda con intensos escalofríos de horror. Se envolvió aún más entre los pliegues de la manta, incapaz de recuperar el calor que había huído de su cuerpo al ver a Ginny desplomarse en el suelo del estadio, para ser reemplazado por un helor punzante que se colaba hasta el tuétano de sus huesos. Al creer que Ginny estaba muerta, algo se había roto en su interior. En ese momento nada más había importado: ni los Horcruxes, ni Voldemort y sus mortífagos, ni mucho menos la snitch y el Campeonato de Quidditch. Incluso el terror constante de saberse condenado a enfrentarse a Voldemort en una lucha a muerte, que vivía constantemente en su cuerpo, alimentándose como un parásito de la desesperación producida por la imposibilidad de encontrar sus Horcruxes, se había diluido ante la certeza de que la había perdido para siempre. Lo único capaz de atravesar el muro levantado en su mente por el pánico, que lo mantenía aislado de lo que le rodeaba, era un sólo pensamiento: a pesar de haberse alejado de Ginny, a pesar de haber dejado bien claro ante cualquier observador casual que ella ya no significaba nada para él, a pesar de haber hecho todo lo posible para protegerla del peligro al que él tenía que enfrentarse inevitablemente, había estado a punto de perder la vida... Y aquello ni siquiera había tenido nada
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que ver con Voldemort. Tanto sufrimiento, para que hubiera estado a punto de morir por un simple accidente... Una mano cálida se posó en su brazo. Harry no desvió la mirada de Ginny. — Harry — dijo la voz de Hermione suavemente —. Harry, puede tardar horas, incluso días, en despertarse. ¿Por qué no te vas a ducharte y a cambiarte de túnica? Estás helado... Harry negó con la cabeza. — Harry, la señora Pomfrey ha dicho que se pondrá bien — insistió Hermione —. Ve con Ron, que se está bañando, y dentro de un rato vuelves... Yo me quedo con ella. Harry volvió a negar, y se removió en su asiento, tratando de adoptar una postura más cómoda. Sí, estaba helado, y entumecido, y le dolían todos los huesos y músculos. La túnica de Quidditch se le adhería al cuerpo, húmeda de sudor, y le hacía tiritar de frío. Sabía que lo más probable era que al día siguiente tuviera un buen constipado. Pero era incapaz de moverse de allí. Lo único que quería era ver cómo se abrían los párpados de Ginny, y comprobar que en sus ojos castaños seguía brillando la vida, y asegurarse de que la señora Pomfrey había tenido razón, y ella no había... La luz que penetraba por las cristaleras de los grandes ventanales se hizo menos intensa y más dorada. Las sombras que producían sobre el suelo de baldosas de barro y las camas vacías se alargaron ridículamente, hasta que, finalmente, desaparecieron, para ser sustituidas por las sombras temblorosas y parpadeantes de las velas. Cayó la noche. Hermione le puso un tazón de caldo caliente entre las manos, que Harry sostuvo indiferente hasta que se enfrió por completo. A su lado, Ron observaba la cama donde Ginny permanecía inconsciente con expresión vacua e inexpresiva. Hermione golpeó con su varita el tazón de Harry para volver a calentarlo, lo cogió y se lo acercó a los labios. — O te lo bebes, o te lo tiro encima — amenazó con voz suave. Sin ganas de discutir, Harry se bebió el caldo y dejó a un lado el tazón. La señora Pomfrey
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entró en el dormitorio e hizo un débil intento de obligarles a marcharse, sin ningún éxito. Dejó encendidas las velas sobre la cama de Ginny, se inclinó sobre ella para comprobar algo, y salió de la habitación. Pasaron las horas, y el castillo fue quedando poco a poco en silencio. Ron se levantó de su silla y comenzó a pasearse arriba y abajo, intranquilo, hasta que la señora Pomfrey volvió a entrar y le dijo claramente que o dejaba de hacer tanto ruido o tendría que obligarle a irse a la cama. — Ya debería haber despertado — dijo Ron, inquieto —. Harry también se rompió el cráneo el año pasado, y no estuvo inconsciente tantas horas... — Pero él no se rompió la columna, ni perdió parte del cerebro por el golpe, Weasley — contestó la señora Pomfrey —. No te preocupes: tu hermana se pondrá bien. Tardará un poco más que Potter, eso es todo. Harry cerró los ojos y volvió a abrirlos, incapaz de seguir mirando el rostro pálido y los cercos negros alrededor de los ojos de Ginny, e incapaz también de dejar de mirarlo. No había nada, ni un movimiento, ni el más leve temblor, que revelase que aquel cuerpo todavía estaba vivo. Harry sintió un escalofrío, y se encogió sobre sí mismo. — Harry, te vas a poner enfermo — dijo Hermione, inclinándose a su lado —. Vete a cambiarte de ropa... Harry abrió la boca para volver a negarse, cuando su corazón dio un brinco dentro de su pecho. Ginny suspiró profundamente, parpadeó y abrió los ojos. Miró al techo durante unos segundos, y después torció lentamente la cabeza para ver quién estaba al lado de su cama. Harry hizo ademán de acercarse a ella, se tambaleó y estuvo a punto de caer al suelo cuan largo era. Ron lo sostuvo por el brazo, mientras Harry sentía cómo sus rodillas temblaban. Volvió a sentarse en la silla, asfixiado por el alivio, incapaz de respirar, mirando fijamente a Ginny, que lo observaba con expresión de desconcierto. La tensión acumulada le había dejado los nervios tensos como un violín desafinado; notó cómo todos sus tendones gritaban de dolor, al igual que su mente
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había gritado durante todo aquel interminable día. Entonces, perdió el escaso autocontrol que aún poseía, enterró el rostro entre las manos heladas de Ginny y se echó a llorar. No fue consciente de la presencia de la señora Pomfrey, que entró y salió de la habitación después de comprobar que su paciente había recuperado el sentido. Tampoco fue consciente cuando Ron y Hermione, que permanecían de pie junto a la cama de Ginny, intercambiaron una mirada significativa y, sin hacer ruido, abandonaron la enfermería, después de sonreír a Ginny con alivio. — Harry, ¿qué ha pasado? — preguntó Ginny débilmente, permitiéndole seguir aferrado a sus manos —. ¿Qué...? Harry levantó la cabeza de su regazo, sonriendo entre lágrimas, mirando su rostro borroso. — Te has tomado muy en serio eso de que no debía caerme de la escoba — dijo con voz entrecortada, ensayando una sonrisa —. Para impedirlo, hasta te has caído tú... Resumiendo, te has roto la cabeza y la espalda. Ginny guardó silencio, y levantó una mano para posarla sobre la cabeza de Harry, que éste había vuelto a apoyar sobre su regazo, y acariciarle el pelo. Harry ahogó un sollozo y suspiró profundamente. — ¿Una bludger? — preguntó Ginny suavemente. Él asintió —. ¿Y cómo... cómo ha acabado el partido? Harry se encogió de hombros. — Me da igual — respondió con voz débil —. No lo he preguntado. Levantó la cabeza y la miró, parpadeando para librarse de las lágrimas que empañaban su mirada. — Ni siquiera he podido preguntarlo — confesó —. Me he puesto tan nervioso que la profesora McGonagall ha tenido que desmayarme a mí también para traernos a los dos a la enfermería.
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Los labios de Ginny se crisparon en un amago de sonrisa, y después cerró los ojos y se llevó la mano a la frente. Harry la miró, ansioso, hasta que Ginny volvió a abrir los ojos, y fue incapaz de apartar la vista de sus ojos. — No habría sido capaz de seguir sin ti — declaró en voz baja, sin poder contenerse. La sonrisa se desvaneció de la boca de Ginny —. Te quiero. Ella desvió la mirada hacia el techo y no dijo nada. Harry se mordió los labios. — Te quiero, Ginny — repitió —. Pero no puedo estar contigo. Ginny esbozó una sonrisa triste, con los ojos fijos en el techo. — Sabía que dirías eso — respondió simplemente. — Ginny... — Harry cerró los ojos, disfrutando de la sensación de su mano enredándose en su pelo —. Hace un rato, he estado a punto de mandarlo todo al cuerno: a Voldemort, a sus mortífagos, al colegio, al mundo entero. Y no puedo hacer eso. Ginny le acarició la oreja suavemente. — Lo sé — dijo —. Tienes algo que hacer, y no puede haber nada que te lo impida... o que te distraiga. Si ni siquiera querías volver a Hogwarts... — No se trata de eso — respondió Harry, torciendo la cabeza sobre su regazo para mirarla, mientras ella seguía acariciándole el pelo —. He estado a punto de volverme loco, creyendo que te había perdido. No podría seguir adelante sabiendo que puede volver a pasar. Ginny sonrió. — ¿Quieres que deje el equipo de Quidditch? — preguntó. Harry cerró los ojos y sonrió débilmente, negando con la cabeza. — Quiero que sigas viva — dijo en un susurro. Ginny se incorporó a medias y se inclinó sobre él. — ¿Y qué hay de mí, Harry? — preguntó —. ¿Tengo que quedarme quieta y callada, sin saber si tú vas a volver vivo o con los pies por delante? ¿Tengo que irme a la cama todos los días
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sin saber si al día siguiente seguirás aquí, o estarás debajo de una losa de mármol? Harry la miró fijamente. — Tengo muchos motivos para permanecer vivo — confesó. Ginny sostuvo su mirada. Entonces, sin mediar palabra, se inclinó aún más y lo besó brevemente en los labios. — No digas nada — musitó —. Ya sé lo que quería saber. Con eso me basta. Harry cogió la mano que ella tenía enredada en su pelo y estampó un beso apresurado en la palma. — Gracias — susurró. — Y no sigas evitándome, Harry — continuó Ginny con determinación —. Porque no funciona. Él asintió. Todo el cansancio del día, la tensión, el terror, la desesperación, lo golpearon de pronto, amenazando con hacerle perder el equilibrio. Dejó caer la cabeza sobre su regazo y se quedó dormido, acunado por las caricias de Ginny en sus cabellos.
— CAPÍTULO 27 — La última reliquia
Pese a su intención de no demostrar lo que sentía por Ginny, Harry fue a visitarla al menos dos veces al día durante las semanas que tuvo que estar en la enfermería, ingiriendo grandes cantidades
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de poción para regenerar el tejido cerebral perdido y la parte dañada de la médula ósea. Permanecía horas y horas junto a ella, algunas veces con Ron y con Hermione, la mayoría a solas: si él había dejado a un lado los estudios por estar con ella, Ron había decidido echar el resto para intentar entrar en la Escuela de Aurores, y Hermione no quería ni oír hablar de dejar de estudiar durante días enteros. Harry procuraba no llamar la atención cuando se encaminaba a la enfermería; sin embargo, como le recordó Hermione cáusticamente, después del numerito que había protagonizado durante el partido de Quidditch era improbable que hubiera alguien en todo el castillo que no supiera que Harry Potter estaba enfermo de amor por su querida ex noviecita. Por acuerdo unánime, habían decidido no comentar el desastroso final del Campeonato de Quidditch, y su derrota a manos de Ravenclaw, que les había dejado con la miel en los labios al vencerles ciento cincuenta a veinte. Eso sí, habían conseguido un récord: había sido el partido en el que menos goles se habían marcado desde hacía muchísimos años. Pero no valía la pena ahondar en el tema: Drew Kenney había cogido la snitch antes de que la señora Hooch se diera cuenta siquiera de que Ginny había resultado herida, y la victoria de Ravenclaw era completamente legal. Afortunadamente, Ginny había comprendido al instante que Harry se sentía mortificado al recordar que había dejado escapar la snitch al verla caer al suelo, y había evitado el tema hábilmente, después de conseguir enterarse de que habían perdido la Copa. De modo que se dedicó a quejarse del horrible sabor de las mil pociones que la señora Pomfrey la obligaba a tomar, a preguntarle por lo que ocurría en el colegio y a chismorrear acerca de Ron y Hermione (uno de los temas favoritos de Ginny, junto al de cómo le iría a Hagrid con Madame Maxime en Francia). No era exactamente feliz, pero sabía que no había nada que le apeteciera más que estar allí con ella, acompañándola mientras estaba convaleciente. Y Ginny había sabido comprender, y había sabido exactamente lo que tenía que decirle para que la confusión de la mente de Harry se aclarase, al menos un poco.
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— Puedes fingir que sólo eres mi amigo. O, incluso, que sólo soy la hermana de tu amigo. Ya sé lo que sientes — dijo, apartándole cariñosamente el mechón de pelo rebelde que le resbalaba sobre la frente —. Y eso me basta para ser feliz... hasta que acabes esa tarea que dices que tienes pendiente. Y Harry no podía más que estarle agradecido. Esas horas que pasaba en la enfermería con Ginny eran las más felices que había tenido en todo el curso, y temía no poder volver a estar igual de radiante una vez que la señora Pomfrey decidiera que Ginny estaba en condiciones de volver al colegio, y tuviera que volver a disimular, a controlar sus emociones y a fingir que Ginny no le importaba en absoluto. Aún así, sólo había un detalle que empañaba esos momentos. Y ese pequeño detalle era Draco Malfoy. Malfoy seguía inconsciente, en su cama detrás del biombo, a escasos metros de Ginny. A pesar de las órdenes de la profesora McGonagall de guardar en secreto su presencia allí, Ginny, evidentemente, había acabado por percatarse de que tenía un acompañante perpetuo (aunque muy poco hablador, protestó, burlona). Harry le contó cómo lo había encontrado en el camino de Hogsmeade, gravemente herido, y ella también pasó unas cuantas horas elucubrando acerca de qué o quién habría podido atacarlo. Lo que deprimía a Harry era el deterioro que Malfoy había experimentado en los últimos meses. Lejos de mejorar, se había quedado tan delgado que su cuerpo apenas abultaba debajo de las sábanas; su rostro, siempre anguloso y alargado, estaba demacrado, muy pálido, y los enormes cercos negros bajo los ojos cerrados le daban un aspecto de todo menos saludable. No sufría ningún espasmo muscular, sus párpados no vibraban, nada en él daba señales de que albergase ni el más mínimo hálito de vida. Harry habría jurado que su corazón había dejado de latir, y que su cuerpo permanecía intacto gracias a algún hechizo poderoso. De hecho, al acercarse a él y observarlo detenidamente, Harry realmente pensó que Malfoy estaba muerto.
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Preocupado, miró a su alrededor para asegurarse de que la señora Pomfrey no andaba por allí y, subrepticiamente, se inclinó sobre él y apoyó la oreja en el pecho hundido, cubierto por la manta. No oyó ni notó nada. Harry alargó la mano, nervioso, hasta el cuello de Malfoy, y posó las yemas de los dedos en la arteria. Tuvo que respirar profundamente y serenarse para intentar sentir algo. Pero, como comprobó conforme pasaban los segundos, y después los minutos, Malfoy no tenía pulso. — No — musitó, aterrado, apartando la mano y mirando a la cama con los ojos desorbitados —. No puede ser... — ¿Qué ocurre, Harry? — preguntó Ginny, inquieta, sentándose en la cama. Harry la miró, mientras sentía que todo el peso del mundo le caía encima y le golpeaba la cabeza con la fuerza de una bludger. — ¡Está muerto! — exclamó él, sin saber muy bien qué hacer. — ¿Qué...? — ¡Malfoy! ¡Está muerto! — gritó Harry, frenético —. ¡Señora Pomfrey! ¡Señora Pomfrey, venga, deprisa! La enfermera apareció corriendo por la puerta que daba a su oficina, con expresión de angustia. — ¿Qué ocurre? — preguntó —. ¿Ha...? Se detuvo, perpleja, al ver a Ginny en perfecto estado, sentada en su cama y con un aspecto inmejorable. Aturdida, miró a su alrededor, y se quedó petrificada al ver a Harry inclinado sobre Malfoy. — Potter, ¿qué...? — ¡Está muerto, señora Pomfrey! — repitió Harry, señalando el cuerpo inmóvil de Malfoy. Para su sorpresa, la señora Pomfrey suspiró, desalentada, agachando la cabeza, y se acercó a él lentamente.
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— Cálmate, Potter — dijo en voz baja —. No pasa nada. Harry la miró, desconcertado. — ¿Cómo que no pasa nada? — gritó, agitado —. ¿Un alumno muere en su enfermería y no pasa nada? ¿Pero qué clase de enfermera es usted? La señora Pomfrey negó con la cabeza, mirándolo, sombría. — Potter — dijo —, era la única manera... Harry abrió y cerró la boca varias veces, confuso, y apartó la mirada de la enfermera para volver a posarla en Malfoy. Definitivamente, estaba muerto. — La única manera... — repitió, para sí, tratando de controlar su angustia —. ¿La única manera de qué? ¿Qué está pasando? ¿Me está diciendo que lo ha matado usted? ¿Y para qué conserva aquí su cuerpo, para hacer experimentos científicos? Ella volvió a suspirar profundamente. — Creo que yo no soy la persona más indicada para explicártelo, Potter — dijo con serenidad —. La directora pensó que... — ¿La profesora McGonagall? — aulló Harry, histérico —. ¿La profesora McGonagall ha decidido matar a Malfoy y dejar aquí su cadáver, como... como si...? ¿¡Pero qué me está contando!? — Nada — contestó la señora Pomfrey —. De hecho, no te estoy contando nada. La directora dijo que mantuviéramos esto en secreto, y no voy a ser yo la que... — Pero fui yo quien encontró a Malfoy cuando lo atacaron — interrumpió Harry, respirando agitadamente —. ¡Si habían decidido acabar con él, podrían habérmelo dicho, y me lo habría llevado a otro sitio! ¡Lo traje aquí para que lo cuidasen, por Dios, no para que...! — Potter — dijo la señora Pomfrey, acercándose un poco más a él, con una mirada tranquilizadora —. Te repito que yo no soy la persona más indicada para explicarte por qué... Será mejor que vayas a ver a la directora — añadió, con un gesto que indicaba que se sentía más que
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aliviada por dejar aquel asunto en manos de la profesora McGonagall —. Si ella considera que es oportuno que lo sepas, te lo dirá. Harry abrió la boca para protestar, furioso, y después volvió a cerrarla. Por supuesto que iba a ir a ver a la profesora McGonagall. E iba a tener que darle muchas explicaciones. Sin decir una palabra más, miró rabioso a la señora Pomfrey, hizo un gesto de despedida en dirección a Ginny y salió hecho una furia de la enfermería. Bajó corriendo las escaleras hasta el segundo piso, y a cada paso su rabia y su desesperación aumentaban. Con Malfoy muerto, se esfumaba su esperanza de que pudiera revelarle algo acerca del paradero y las defensas de Lord Voldemort. Y, por qué no, se sentía en cierta medida responsable de su muerte: había sido él quien le había llevado a la enfermería, donde, al parecer, había encontrado la muerte a manos de las dos personas a las que les había encomendado su vida... — Déjame pasar o te juro que te desmonto — amenazó, varita en mano, a la gárgola que guardaba la entrada al despacho de la directora; la estatua de piedra, indiferente, lo miró, se encogió de alas y se hizo a un lado, murmurando algo que sonaba como Este chico, siempre llamando la atención... Sin molestarse en contestar, Harry se subió a la escalera móvil de caracol y esperó, impaciente, a que le condujera a su destino. Se lanzó contra la puerta de roble, pero, antes de llegar a ella, oyó voces en el interior del despacho. Se detuvo, indeciso, la rabia ahogada por la curiosidad. Cuando logró serenarse lo suficiente, descubrió que conocía las dos voces que hablaban, airadas, detrás de la puerta. — ...dos veces. Y las dos veces ha habido peligro para Hogwarts, aunque ninguno de los dos mortífagos haya confesado para qué habían venido hasta aquí — decía la profesora McGonagall, con un tono severo que hizo que Harry se encogiera. — Minerva, ya te he dicho que en noviembre me llamaron del Ministerio — respondió
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Tonks, exasperada —. Todavía tengo que obedecer las órdenes de mis superiores... Yo no tengo la culpa de que justo en aquel momento Golding intentase entrar en el castillo. Además, al final lo detuvimos, ¿no? — ¡Pero el otro día no te habían llamado del Ministerio! — exclamó la directora con voz tensa —. ¿Por qué no estabas en tu puesto? — Porque... Bueno, ya te lo he explicado, me dieron un mensaje urgente de tu parte — confesó Tonks de mala gana —. Al menos, yo pensaba que era de tu parte. Vine a verte, pero no estabas en tu despacho. Y cuando volví fue cuando encontré a ese idiota de Bernard Castlegard perdido en el camino de Hogsmeade, buscando Hogwarts desesperadamente. Harry abrió la boca, asombrado. De modo que era Tonks la encargada de vigilar la puerta de Hogwarts... y era ella, también, la que se había ausentado de su puesto las dos veces que Harry había atravesado aquella puerta, casualmente las dos veces que los mortífagos habían intentado entrar en Hogwarts. ¿Era sólo una coincidencia?... Harry no lo creía. Y, al parecer, la profesora McGonagall tampoco. — ¿Quién te envió ese mensaje de mi parte? — exigió. — No lo sé — contestó Tonks en voz baja. Harry pegó la oreja a la puerta para escuchar mejor —. No estaba firmada... pero la lechuza venía del colegio, eso seguro. La vi venir desde la Lechucería. Y era uno de los pájaros de Hogwarts. — Ya veo. Bien — continuó la profesora McGonagall —, lo único que puedo decir es que, la próxima vez que recibas un mensaje mío, te asegures de que es realmente mío. ¿Guardas la nota? — No — confesó Tonks, mortificada —. No pensé que fuera importante... Ambas callaron durante unos instantes, y Harry pensó que lo mejor era dar a conocer su presencia antes de que lo descubriesen allí escondido, escuchando detrás de la puerta. Alargó la mano para llamar.
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— Hablaré con el Ministro para que no vuelvan a alejarte de tu puesto durante tu guardia... ¡Adelante! — dijo McGonagall subiendo el tono, cuando Harry golpeó la puerta con el llamador en forma de grifo. Él entornó la puerta y asomó la cabeza, intentando dar la impresión de estar indeciso sobre si debía o no entrar. McGonagall y Tonks lo miraron, sorprendidas. — ¡Potter! — exclamó la directora, enderezándose —. ¿Qué...? — ¿Qué hay, Harry? — dijo Tonks alegremente, levantándose de la silla —. Cuánto tiempo... — Que.. quería hablar con usted, profesora McGonagall — dijo Harry —. Si es posible... McGonagall le dirigió una mirada escrutadora. — Muy bien — contestó secamente —. Espera un segundo, ¿de acuerdo? Nymphadora, ven un momento... Ambas salieron al rellano del despacho a terminar su conversación (Harry supuso que la profesora McGonagall sabía perfectamente que, si le hacía salir a él para seguir hablando con Tonks, Harry escucharía detrás de la puerta). Estuvo tentado de hacerlo de todas maneras, desde el lado opuesto de la puerta, pero se contuvo: no quería tener problemas con la directora. De modo que comenzó a pasearse arriba y abajo, observando los diversos objetos con una punzada de nostalgia que crecía poco a poco en su interior. La profesora McGonagall no había cambiado absolutamente nada en el despacho desde la muerte de Dumbledore, como había comprobado la última vez que fue a verla. Harry paseó la mirada por la percha abandonada de Fawkes, por las mesitas de patas finas y ahusadas con sus pequeños mecanismos de plata, que permanecían inmóviles, muertos. Sus ojos se posaron sobre la urna que guardaba la espada de Godric Gryffindor. Se acercó a ella, esbozando una sonrisa triste. Recordaba perfectamente la noche que había tenido que empuñarla, la sensación irreal de clavarla en el paladar del Basilisco, el sonido
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tintineante al extraerla después de matar al monstruo. Sin poder contenerse, abrió la urna y cogió la espada, levantándola para verla de nuevo. La hoja templada brillaba fríamente, dura y afilada a pesar de la antigüedad. En contraste, los grandes rubíes de la empuñadura parecían absorber el calor del fuego y relucían rojos como corazones palpitantes. Harry la blandió e hizo un amplio arco con el arma por encima de su cabeza: ahora, a los diecisiete años, la espada se acoplaba mucho mejor a su mano que cuando sólo tenía doce, y se sentía mucho más cómodo con ella. La bajó hasta la altura de sus ojos para volver a leer la inscripción grabada en la plata de la empuñadura: Godric Gryffindor. Sólo un verdadero Gryffindor podría haberla sacado del sombrero. Comenzó de nuevo a caminar, mirando la espada que sostenía entre las manos, pensativo. Aquella era la espada de Gryffindor, la única reliquia conocida del fundador, según Dumbledore. La reliquia que Voldemort buscaba cuando pidió el puesto de profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras. La reliquia que Dumbledore aseguraba que nunca había llegado a alcanzar. La estudió detenidamente, sin poder evitar preguntarse si tendría entre sus manos un nuevo pedazo del alma de su enemigo. Desde luego, no sentía nada por el estilo... Claro que tampoco había sentido nada al coger el diario de Tom Ryddle, ni la copa de Helga Hufflepuff. Dumbledore decía que Voldemort no había tenido acceso a la espada... que la había mantenido a salvo todos aquellos años. Conociendo el celo del antiguo director, podía estar seguro de que así había sido. Y, desde luego, le resultaba muy difícil imaginar que Voldemort hubiera podido entrar en su despacho, robar la espada, asesinar a alguien, convertir la espada en un Horcrux y devolverla a su sitio sin que Dumbledore se enterase... y más sabiendo que Dumbledore había estado muy pendiente de la seguridad de aquella espada. Suspirando, volvió hasta la urna de cristal y colocó la espada en su sitio. Y en ese momento vio un movimiento por el rabillo del ojo. Torció la cabeza, alarmado. Desde su marco, el retrato de Dumbledore lo observaba con una sonrisa.
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Harry sintió que la emoción le oprimía la garganta, y unas irrefrenables ganas de llorar. Parpadeó, avergonzado, y se dirigió hacia la mesa de McGonagall. Había olvidado que los retratos de Hogwarts no eran cuadros normales... Los ojos de Dumbledore seguían fijos en él. — Hola, Harry — dijo al fin, con su habitual tono amable y desenfadado —. Veo que no has olvidado la tarea que te encomendé... Harry contuvo el aliento, sonriendo entre lágrimas a su antiguo director. El tiempo había mitigado, en cierta medida, el dolor que sentía por su muerte; un dolor que ahora amenazaba con dejarlo sentado en el suelo, aturdido, bañado en lágrimas. — Señor — dijo, con voz temblorosa —. No recordaba... — Es muy natural — contestó Dumbledore tranquilamente, como si la última vez que dijo algo delante de Harry no hubiera pronunciado sus últimas palabras —. Se supone que sólo estamos aquí para ayudar al director... pero creía que, al menos, te debía un saludo. Por las... molestias, digamos. Sonrió ampliamente, y su barba plateada tembló con el movimiento. Harry asintió, conmocionado, mientras un pensamiento se abría camino entre la confusión de su mente: ¿Dumbledore pensaba que su asesinato a manos de un profesor y posterior caída desde la Torre de Astronomía era una simple "molestia"? Y entonces, lo comprendió. — Por supuesto — musitó, sonriendo a su vez —. Después de todo, para una mente bien organizada, la muerte no es más que la siguiente gran aventura. — Exacto — asintió el retrato, mirándolo, como había hecho en tantas ocasiones, por encima de las gafas de media luna —. Por cierto, respecto a tu pregunta, sí, la espada de Gryffindor sigue siendo sólo una espada. No es uno de los Horcruxes —. Inclinó la cabeza ante el asombro de Harry —. ¿Has destruido ya el medallón que encontramos en aquella cueva? Harry negó con la cabeza. — No, señor — respondió —. No era el auténtico Horcrux. Encontré una nota dentro...
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Bueno, he descubierto que Regulus Black, el hermano de Sirius, robó el Horcrux antes que nosotros. — ¿Regulus? — exclamó Dumbledore, sorprendido —. Caramba, nunca lo habría imaginado... Supongo que por eso lo mataron los mortífagos, ¿no? — Creo que si — dijo Harry —. Pero... señor, Regulus no llegó a destruir el Horcrux. Y nosotros... bueno, el medallón auténtico acabó en Grimmauld Place, y nosotros lo tiramos hace dos años, cuando limpiamos la casa... El retrato de Dumbledore frunció el ceño. — De modo que sigues como al principio... Vaya — dijo, subiéndose las gafas sobre la ganchuda nariz —. Nuestra excursión no sirvió de nada, entonces, ¿no? Aún tienes que encontrar los cuatro Horcruxes. — No — contestó Harry, un poco más animado —. Encontré la copa de Hufflepuff y la destruí. Bueno, la destruyó Hermione. Y de paso estuvo a punto de demoler también la Torre de Gryffindor entera. — ¿De veras? — preguntó Dumbledore, interesado —. ¿Dónde estaba? — En Borgin y Burkes — respondió Harry —. Se nos ocurrió buscar en la tienda cuando recordé que Voldemort había trabajado allí... Usted mismo me lo dijo. — Así es — asintió Dumbledore —. Borgin y Burkes... Nunca se me ocurrió mirar allí. Claro que hubo muchas cosas que pasé por alto a lo largo de mi vida, me temo. Harry bajó la cabeza y fijó la mirada en sus pies, incómodo ante lo que, para él, era una clara alusión a la traición de Snape. — Supongo — continuó Dumbledore como si nada — que no tendrás ninguna pista acerca del paradero de los demás Horcruxes... — No — admitió Harry —. He buscado en muchos de los lugares en los que pensé que podría estar, y nada.
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— Ya he visto que has hecho muchas... excursiones, este año — Dumbledore le guiñó un ojo —. Creo que la profesora McGonagall no está muy contenta... — Ni siquiera sé cuál es el Horcrux que me falta por descubrir — confesó Harry, abatido —. Por eso pensé que quizá la espada... El retrato de Dumbledore lo miró, comprensivo. — Nunca te dije que fuera fácil — dijo amablemente —. Pero yo mismo he estudiado esa espada, y te puedo asegurar que no es un Horcrux. Y es la única reliquia de Godric Gryffindor... quizá haya algo de Ravenclaw que hayamos pasado por alto. Harry se encogió de hombros. Durante todo aquel interminable curso había creído que, si Dumbledore no hubiera muerto, su búsqueda de los Horcruxes de Voldemort habría sido mucho más fácil. Pero ahora comprendía que aquello no era cierto: Dumbledore no sabía dónde estaban los Horcruxes, y no podía ayudarle, aunque, milagrosamente, hubiera podido comunicarse con él desde aquel retrato. — Un momento — se dijo de pronto, recordando una cosa. Lo había dicho para sí, pero Dumbledore le oyó y lo miró, con las cejas enarcadas —. Un momento... ¿Seguro que la espada es la única reliquia que queda de Gryffindor? Dumbledore no dijo nada, sus ojos azules clavados en él con una intensidad que hizo que Harry desviara la mirada. Pero el recuerdo se había asentado en su mente, y ya no podía apartarlo. Un banquete en el Gran Comedor... un banquete en el que recordaba estar helado y empapado, hambriento y ansioso por acostarse. Un banquete en el que se había cantado una canción.
Fue Gryffindor el que halló el modo: me levantó de su cabeza, y los cuatro en mí metieron algo de su sesera para que pudiera elegiros a la primera.
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Harry contuvo una exclamación, se alejó del retrato y corrió hacia el armario que descansaba, apoyado en la pared, junto a la puerta del despacho. Allí, en un estante, estaba el Sombrero Seleccionador. Harry alargó la mano y lo cogió, temblando de anticipación. El Sombrero permaneció inmóvil en su mano, como un sombrero normal, ajado por el tiempo, desgarrado y remendado, sucio y arrugado. Al cabo de unos minutos, cuando comprendió que Harry no iba a soltarlo, el Sombrero abrió dos pequeños agujeros encima del ala y lo miró con malignidad. — De modo que eres tú — dijo Harry en voz baja —. Has sido tú todo este tiempo. Oyó cómo de los retratos que colgaban de las paredes surgían unos murmullos amortiguados, asombrados. El Sombrero abrió el desgarrón sobre el ala, debajo de los ojos, e hizo una mueca. — El Heredero quería, igual que su antepasado, seguir influyendo en Hogwarts — confesó con voz chillona —. Lo sé. Yo estuve allí. — Pero no tiene sentido... — dijo Harry, ausente, sujetando con fuerza el Sombrero, que temblaba entre sus manos como un pajarillo asustado —. ¿Por qué me mandaste a Gryffindor? ¿Y por qué me ayudaste ahí abajo, en la Cámara de los Secretos? Sin ti, yo habría muerto, y Voldemort habría resucitado mucho antes... El Sombrero volvió a mirarlo, y Harry vio, asombrado, que la malignidad se había diluido en su mirada, sustituída por algo muy parecido a la... ¿tristeza? — Habría sido una buena broma, si hubieras acabado en Slytherin — dijo —. Pero aún hay en mí mucho de Godric Gryffindor... Mucho más de lo que mi amo desearía. Al fin y al cabo, yo era su sombrero. Harry desvió la mirada del Sombrero, y fijó los ojos en el retrato de Dumbledore. El director lo observaba con interés, mesándose la barba plateada.
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Siguiendo un impulso, Harry dejó caer el Sombrero al suelo y se dirigió con paso firme hacia la urna de cristal, que todavía tenía la tapa levantada. Se inclinó sobre ella, alargó la mano y cogió la espada plateada. Habían desaparecido los agujeros que conformaban los ojos y la boca del Sombrero, que permanecía mudo y ciego, inmóvil e indefenso ante Harry. Él lo observó un instante, y después, sin decir una sola palabra, levantó la espada y atravesó de un solo golpe el Sombrero Seleccionador. El Sombrero se encogió sobre sí mismo, como si gritase de dolor sin emitir ni el más leve sonido. El viejo Sombrero se arrugó, se contrajo, haciéndose más y más pequeño, convirtiéndose en una pequeña pelota de paño mugrienta y deshilachada. Un segundo después, Harry tuvo la impresión de que el Sombrero se hinchaba chocantemente; de repente, la espada que todavía permanecía clavada en el Sombrero empezó a brillar con una luz irreal, una luz que no iluminaba en absoluto, una luz opaca, oscura. Repentinamente sintió como si la empuñadura se fundiese al rojo vivo en su mano: un dolor helado, ardiente, que le traspasó la carne, como si la espada intentase roerle la mano y hubiera hundido los dientes ponzoñosos en la palma. Harry gritó de agonía y soltó la espada, que vibró en el suelo junto al Sombrero, brilló un instante con una purísima luz blanca y, tan repentinamente como había comenzado a brillar, se apagó. Sonó un leve "clink" y la hoja se partió por la mitad. Sollozando de dolor, con la mano bajo el brazo contrario, sin atreverse a mirárselo por temor a lo que podría ver, Harry vio cómo el Sombrero Seleccionador se relajaba, estirándose, recuperando su forma habitual, y quedaba inmóvil, tirado en el suelo.
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— CAPÍTULO 28 — ...si estás muerto
En ese momento una mano agarró férreamente la muñeca dolorida de Harry. Con los ojos empañados de dolor, levantó la mirada: la profesora McGonagall observaba con los labios apretados y una palidez anormal en el rostro su mano herida. Temblando, Harry bajó la vista.
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Estuvo a punto de desmayarse al verse la mano. La espada había atravesado la piel y la carne, y había dejado el hueso a la vista; la sangre manaba profusamente por la horrenda herida, la carne palpitaba desagradablemente a los lados de la abertura. Tuvo
que aferrarse del brazo
de la directora para sostenerse en pie. La profesora McGonagall pasó la punta de su varita por la herida palpitante. La sangre dejó de manar al instante; sin embargo, la herida no se cerró. La vista de Harry se nubló, y temió perder el conocimiento. El dolor agudo y helado empezó a subir por su brazo, dejándolo entumecido, inerte. — No funciona — murmuró, aturdida. Entre una niebla de dolor rojo, pulsante, que inundaba la mente de Harry, un recuerdo se abrió camino trabajosamente. — Pruebe a... pronunciar el hechizo al revés — dijo con un hilo de voz. — No sé qué hechizo es — respondió ella, palideciendo aún más —. No entiendo... — Era un Horcrux — susurró Harry. Todo aquello que no enfocaba directamente con la mirada se volvió negro; tomó una bocanada de aire, tratando de olvidarse del dolor que roía el hueso de su brazo, extendiéndose hasta el hombro. La profesora McGonagall abrió la boca, asombrada. — ¿Un...? Harry gritó de dolor cuando sintió como si unos dientes afilados se hubiesen introducido en su brazo y estuvieran corroyendo su interior, dejando tan sólo una carcasa de piel vacía. — No... no sé cómo se... — farfulló McGonagall, asustada, sujetando el brazo de Harry con más fuerza. Harry ni siquiera notó que sus uñas se clavaban profundamente en su carne; la agonía le nublaba la mente, haciendo que la habitación girase vertiginosamente a su alrededor. Cerró fuertemente los ojos, se dobló sobre sí mismo y vomitó. Oyó unas palabras pronunciadas apresuradamente, como si proviniesen de muy lejos, de otro mundo o incluso más allá. La profesora McGonagall las repitió, vacilante, mientras Harry caía
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en un pozo oscuro, sin fondo, y el mundo dejaba de girar a su alrededor.
— ¿Qué se supone que pretendías, Potter? Harry no levantó la mirada de su taza de té: no hacía falta. Sabía perfectamente que la profesora McGonagall estaba atravesándolo con una de sus taladrantes miradas. Dio vueltas a la infusión con la cucharilla torpemente, con la mano todavía temblorosa; a cada movimiento podía ver en la palma las marcadas cicatrices alargadas que deformaban la parte carnosa de su mano. Lentamente, levantó la mirada hacia la profesora McGonagall. — Lo que debo — respondió, sosteniendo su mirada —. Sólo hago lo que debo, profesora. McGonagall temblaba de furia, incredulidad y alarma. Levantó una mano huesuda y le señaló con el dedo tembloroso. — ¿Por qué? — pudo preguntar al fin, mirándolo fijamente —. ¿Por qué lo has hecho? Harry se mantuvo inmóvil. — Tenía que hacerlo — dijo —. No voy a explicarle nada más, profesora McGonagall, así que no me pregunte. Y, fingiendo una serenidad que no sentía, levantó la taza y bebió lentamente un sorbo de té. Estaba sentado en la silla donde siempre se sentaba cuando iba a aquel despacho, frente al retrato de Dumbledore, que, según comprobó al levantar la vista hacia él, sonreía ampliamente. — Potter — dijo la profesora McGonagall severamente; parecía haber superado el pánico a duras penas —. Ya sé que te dije que no te obligaría a contarme nada que no quisieras que supiera; pero intentar romper el Sombrero Seleccionador... Y destruir la espada de Gryffindor... Me temo que te has extralimitado — continuó, frunciendo los labios hasta convertirlos en una fina línea horizontal —. Quiero una explicación. Harry apretó los labios a su vez y miró fijamente a la directora, desafiante, negándose a contestar. McGonagall se enderezó las gafas cuadradas, desviando la mirada como si no supiera muy bien qué hacer.
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— Potter — insistió —, has destruido una reliquia valiosísima, además de intentar arruinar el sistema de Hogwarts, y quiero saber por qué. Harry se encogió de hombros y respondió sosegadamente: — A lo mejor ya era hora de cambiar ese sistema. La profesora McGonagall lo observó con una expresión de incredulidad y asombro que a Harry le confirmó que estaba a punto de ganarse el castigo más severo que había cumplido en su vida, incluyendo el que tuvo que cumplir por intentar asesinar a Malfoy. Aún así, siguió allí sentado, mirando a la directora serenamente. — Me estás pidiendo que te expulse de Hogwarts, ¿verdad, Potter? — preguntó la profesora McGonagall, temblando de enojo —. No querías venir, y como ya eres mayor de edad sabes que no te romperán la varita... — En realidad, no — contestó Harry, encogiéndose de hombros —. Pero no me arrepiento de lo que he hecho, y si tiene que expulsarme por ello, adelante. Sabía que se estaba arriesgando a que McGonagall le tomase la palabra, furiosa como estaba, y le echase del castillo sin darle tiempo ni a recoger su baúl; sin embargo, se sentía insólitamente eufórico después de la conversación con el retrato de Dumbledore y, por supuesto, de haber localizado y destruido otro Horcrux. Y sólo quedaban dos... Si lo expulsaban después de aquello, bueno, al fin y al cabo sólo le quedaban un par de meses y se iría, de cualquier forma. — Potter — dijo la profesora McGonagall, frunciendo el ceño —. Sabes que no quiero ni puedo expulsarte. Si te traje aquí fue para no dejarte desprotegido, y no voy a enviarte ahora a la calle. Pero quiero saber... — Ya sé que se supone que no debo intervenir, pero me temo que soy el culpable de que Harry haya intentado asesinar al Sombrero Seleccionador con esa espada, de modo que me veo en la obligación moral de salir en su defensa. El rostro de la profesora McGonagall se quedó petrificado, blanco como la tiza, las arrugas
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tan marcadas que parecía una muñeca de cera. — Dumbledore — dijo, girando sobre sí misma en la silla tan rápido que estuvo a punto de perder el equilibrio. Plantó los pies con firmeza en el suelo y volvió a dirigir la mirada al retrato de su antecesor. — Hola, Minerva — dijo éste, sonriendo amistosamente. — Dumbledore — repitió ella, recuperando rápidamente la compostura —. Vaya... Como nunca habías dicho nada, casi había olvidado que estabas ahí. Ni siquiera estaba segura de que hubieras sido tú el que me ha dicho el contrahechizo hace un rato... — Hombre, muchas gracias — contestó Dumbledore en tono ligero —. Nunca me había ocurrido, eso de pasar desapercibido en mi propio despacho... Perdón, en el tuyo — rectificó alegremente. — No estoy para bromas, Dumbledore — dijo McGonagall, recuperando su habitual expresión de severidad —. Creo que estabas diciendo algo sobre Potter... — Oh, sí — respondió el retrato —. Sí... Bueno, debo decir que estoy muy satisfecho por la forma en que Harry, aquí presente, ha seguido mis instrucciones —. Dirigió un guiño cómplice en dirección a Harry —. Fui yo quien le pidió que no le contase a nadie lo que los dos fuimos a hacer aquella noche, Minerva. Y me alegra saber que Harry ha seguido mis órdenes al pie de la letra. Y mucho más de lo que yo habría esperado — sonrió. La profesora McGonagall parpadeó, desconcertada. — No has respondido a mi pregunta — dijo —. Decías que ibas a defender a Potter por lo que ha hecho hoy. ¿Eso también se lo pediste tú aquella noche? — Bueno, no textualmente — contestó Dumbledore —. Pero sí, podría decirse que sí. Por cierto, Harry — volvió el rostro sonriente hacia él —, eso ha estado muy bien... Ni yo mismo me había acordado de que el Sombrero había sido una vez de Godric Gryffindor. — Gracias, señor — respondió Harry devolviéndole la sonrisa —. Aunque estaba
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equivocado... No era el Sombrero, después de todo. Suspiró, evitando mirarse la mano marcada. — El que estaba equivocado era yo — le corrigió Dumbledore —. Estaba tan seguro de que no era la espada... — Señor — dijo Harry, dejando la taza sobre la mesa de la directora —. Lo que no acabo de entender es por qué el Sombrero dijo que era él... ¿Quería que lo destruyese, acaso? El retrato de Dumbledore emitió un prolongado suspiro. — Creo que el Sombrero Seleccionador sabía perfectamente lo que era la espada — respondió suavemente —. Y también sabía que yo pensaba que no era así. De modo que hizo lo único que podía para asegurarse de que destruías el objeto correcto: obligarte a destruirle a él. — Sigo sin entenderlo — dijo Harry en voz baja —. En realidad, no entiendo nada de lo que ha pasado. — Como yo no destruí la espada, poque nunca pensé que fuera un Horcrux — explicó Dumbledore —, y tú tampoco ibas a destruirla, porque yo te había dicho que no lo era... El Sombrero decidió destruirla él mismo. Al fin y al cabo, como él mismo ha dicho — sonrió —, era el Sombrero de Godric Gryffindor. No creo que a Gryffindor le gustase que su espada sirviera de escondite para un pedazo del alma del heredero de Salazar Slytherin. — ¿Y cómo ha podido...? Si sólo es un sombrero... Dumbledore le guiñó un ojo. — Un sombrero mágico... con un poquito de cada uno de los fundadores de Hogwarts dentro — contestó —. Te aseguro que, si hubiera querido, podría haber destruido este castillo, piedra por piedra. La profesora McGonagall se revolvió en su asiento, incómoda, consciente de que aquella conversación no iba con ella. — Quiero saber qué está pasando aquí — dijo, irguiéndose en la silla y poniéndose rígida.
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El retrato de Dumbledore dejó de sonreír. — Bueno — suspiró —, supongo que las cosas han cambiado, Harry... Me refiero a que han cambiado desde que te pedí que no contases nada a nadie. — Eso es evidente — murmuró Harry, interesado, sin saber muy bien lo que Dumbledore pretendía decir. — Así es — respondió Dumbledore —. Y también es evidente que, cuando yo te dije que mantuvieras el secreto, no esperaba morir aquella noche. Bueno, son cosas que pasan. El problema, Harry — dijo, mirándolo por encima de las gafas —, es que, aunque estoy de acuerdo contigo en que esto es algo que tienes que hacer tú, y además considero que tienes derecho a que te dejen intentarlo por ti sólo, creo que no te vendría mal tener a alguien que pudiera echarte una mano en caso de necesidad... Como has podido comprobar hoy en tu propia mano — sonrió. — De modo que piensa que debería contárselo todo a la profesora McGonagall — dijo Harry en tono indiferente, sin poder evitar un espasmo que recorrió su brazo herido. — Sí, Harry — contestó Dumbledore serenamente —. Desde aquí, yo ya no puedo ayudarte demasiado... Y, aunque insistiré en que esta tarea es tuya, y que eres tú el que la tiene que llevar a cabo, considero que la profesora McGonagall, y con ella toda la Orden del Fénix, pueden proporcionarte información, e incluso sacarte de algún problema, llegado el caso. Nunca está de más tener a alguien cubriéndote las espaldas, sobre todo si tienes que enfrentarte a Lord Voldemort. — ¿Enfrentarse a...? — exclamó McGonagall, desconcertada —. Dumbledore, ¿qué está pasando aquí? ¿A qué te refieres con eso de que Potter va a tener que enfrentarse a... a Quien— Tú—Sabes? Harry se encogió de hombros. — Se refiere a que tengo que matar a Voldemort antes de que él me mate a mí, profesora. E, ignorando la creciente expresión de horror de la directora, se lo contó todo: la historia de
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Tom Ryddle y su interés por los Horcruxes, el asesinato de su padre y el robo del anillo de su tío, la conversación que tuvo con Slughorn acerca de ellos cuando estuvo en el colegio, el robo de la copa de Hufflepuff y del medallón de Slytherin, la certeza de que había dividido su alma en siete partes, la profecía de la profesora Trelawney. McGonagall se quedó muda, con la mirada extraviada y el rostro congelado en una mueca de horror e incredulidad. — Pero... entonces — dijo al fin en un susurro —, entonces tú... Harry asintió. — Dumbledore — dijo la directora, volviéndose hacia el retrato —. ¿Es verdad todo esto? Dumbledore esbozó una sonrisa triste. — Me temo que sí, Minerva — contestó —. Así que supongo que te harás cargo de lo que eso significa... La profesora McGonagall exhaló el aire en un suspiro tembloroso. — Menos mal que te convencí para que volvieras — susurró, alisándose el cabello con una mano —. Ahora podrías... podrías estar... — Profesora — dijo Harry, buscando su mirada —. No se trata de eso. Puestos a ser objetivos — sonrió, sardónico —, sólo importaría que hubiese perdido la vida porque entonces ya no podría acabar con Voldemort. Igual que su antecesor, aquí presente, más o menos — dirigió una mirada hacia el retrato de Dumbledore, que sonreía plácidamente —, lo está viendo desde el punto de vista equivocado: no se trata de que me mantenga a salvo encerrado en el colegio, esperando a que Voldemort me encuentre. De lo que se trata es de salir a buscarlo y matarlo. McGonagall parpadeó, incrédula. — Pero, entonces... — murmuró —, entonces, lo que has estado haciendo todo el curso... cuando te escapabas de Hogwarts... Harry volvió a asentir.
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— Harry — dijo ella, llamándolo por su nombre por primera vez en meses —, si todo eso es cierto, si tú eres el único que... Entonces mi prioridad es mantenerte a salvo. Ya no sólo por ti: por todos nosotros. Si murieses... — Se equivoca, profesora — la interrumpió él —. La prioridad no es mantenerme a salvo: la prioridad es acabar de una vez por todas con Lord Voldemort. Y eso mucho me temo que es cosa mía — añadió, desafiante. — Pero... siete Horcruxes... — dijo débilmente la profesora McGonagall —. Al menos, deja que la Orden te ayude... — Harry tiene razón, Minerva — dijo Dumbledore desde encima de su cabeza —. Demasiado tiempo le hemos mantenido al margen de lo que, realmente, es cosa suya. Al final, descubrí que manteniéndole al margen sólo conseguíamos que corriese aún más peligro... porque no aceptaba quedarse al margen, dicho sea de paso — su sonrisa se ensanchó —. Aunque estoy de acuerdo contigo en que nunca está de más que le ayudéis... si lo pide. — Además — dijo Harry —, no son siete Horcruxes... sólo me quedan dos. — Y enfrentarte a El Que No Debe Ser Nombrado — insistió McGonagall —. Es demasiado, Harry... — Ya se ha enfrentado cinco veces con él — dijo Dumbledore —. Y ha sobrevivido. Y recuerda: por mucho que quieras matar a Voldemort en su lugar, Minerva, es algo que sólo puede hacer él... no hay opciones. — No hay opciones... — repitió la profesora McGonagall, desalentada. — No hay opciones — asintió Harry con firmeza, resistiendo la mirada fija de la directora. McGonagall pareció derrumbarse sobre sí misma, comprendiendo al fin que aquel asunto no se arreglaba simplemente encerrando a Harry en Hogwarts y vigilando todos sus movimientos. Él la observó dejarse llevar por la desesperación sin inmutarse. — Bueno — dijo Harry al cabo de un rato —. Ahora que hemos dejado claras un par de
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cosas, me gustaría preguntarle algo, profesora McGonagall. — Has cambiado, Potter — susurró ella, mirándolo, incrédula —. No me había dado cuenta... — El chico ya tiene diecisiete años, Minerva — dijo Dumbledore alegremente —. No esperarías que siguiera siendo igual que el día que le dejamos en la puerta de los señores Dursley... — Profesora — continuó Harry, repentinamente serio —. Yo en realidad venía a hablarle de Malfoy. McGonagall abrió mucho los ojos, sorprendida. Dumbledore, por el contrario, guardó silencio. — ¿Malfoy? — preguntó ella —. ¿Qué pasa con Malfoy? — Pasa que se le olvidó el pequeño detalle de contarme que lo había matado — contestó Harry, sin poder evitar que su voz contuviera cierta dosis de acusación y, por qué no, de resentimiento. Al parecer, una vez olvidado el tema de lo que ocurrió durante su mandato, el retrato de Dumbledore se retiró de la conversación, dejándole a McGonagall la dirección del colegio y los problemas que eso pudiera producir. — Potter — dijo en voz baja la profesora —, no entenderías lo que... — Lo único que sé, profesora — la interrumpió Harry, sintiendo cómo la cólera volvía a resurgir en su interior después de adormecerse por la emoción de encontrar otro Horcrux y la conversación con Dumbledore —, es que él vino buscando ayuda. Y ahora está muerto. La profesora McGonagall negó con la cabeza, mirándolo con expresión de tristeza. — Era la única manera... — Eso es lo mismo que me ha dicho la señora Pomfrey — dijo Harry; su tono fue como un chasquido —. Y sigo sin comprender cómo puede decir que la única manera de ayudar a Malfoy era matándolo.
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Ella sacudió la cabeza. — Potter... — ¡Deje de llamarme así! — exclamó él, furioso —. ¡Por qué ha tenido que hacerlo! ¡Él confiaba en nosotros! ¡Y usted... usted...! — Potter — insistió ella —. Malfoy no está muerto. Harry cerró la boca de golpe, asombrado. — ¿Que no...? Profesora, yo mismo he comprobado que... — Era la única manera — insistió McGonagall —. Como tú has dicho, él vino aquí pidiendo ayuda... yo se la presté lo mejor que supe. Harry hizo una mueca de incomprensión. — Profesora — dijo —, no entiendo nada... — Sabía que Quien—Tú—Sabes y sus mortífagos perseguían a Malfoy — explicó la profesora McGonagall —. Y no estaba segura de que no pudieran encontrarlo aquí... Al fin y al cabo, era lógico pensar que, si huía de ellos, el mejor sitio para pedir protección era Hogwarts, y así debieron pensarlo los mortífagos... Harry chasqueó la lengua. — ¿Y qué? — exclamó —. ¿Qué tiene eso que ver con matarlo? ¿Y cómo se supone que...? — Potter — dijo la directora —, no hay mejor forma de esconder a alguien que matándolo. Harry abrió y cerró la boca varias veces, pasmado. — Usted ha dicho que no estaba muerto — dijo al fin en voz muy baja, conteniéndose para no gritar —. Ha dicho que... — Y es cierto — contestó ella —. Pero teníamos que conseguir que El Que No Debe Ser Nombrado y los suyos lo creyesen. Sobre todo, Snape — añadió en voz baja. Curiosamente, Dumbledore no dijo nada. — No sé cómo...
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Se detuvo, asombrado. — Claro — murmuró —. Claro... Raíz de asfódelo y ajenjo. Eso fue lo que dijo que iba a pedirle al profesor Slughorn aquella noche, en la enfermería... McGonagall asintió con expresión sombría y se ajustó las gafas cuadradas sobre la nariz. — El Filtro de Muertos en Vida — dijo Harry, sacudiendo la cabeza, incrédulo —. Le ha dado el Filtro de... — Me asombras, Potter — comentó ella con una media sonrisa —. Y eso que el profesor Snape siempre dijo que eras un negado en Pociones... — Esa me la aprendí muy bien — respondió Harry amargamente —. Los primeros puntos que perdí para Gryffindor fueron por esa poción. La profesora McGonagall asintió brevemente. — Malfoy no está realmente muerto — confirmó, mirando a Harry directamente a los ojos, como si suplicase su comprensión —. Sólo está lo suficientemente muerto como para parecerlo. A ojos de los que deben creerlo, claro. — Ya — dijo él, meditabundo —. No pueden encontrarlo si está muerto... — Exacto — dijo ella mirándole por encima de las gafas —. No se puede estar más seguro. — Pero yo necesitaba a Malfoy... — musitó Harry tristemente, clavando la mirada en el retrato de Dumbledore, que se estudiaba los dedos entrelazados como si no prestase ninguna atención a la conversación. Agachó la cabeza, abatido. La profesora McGonagall no revertiría el efecto del Filtro hasta que Malfoy no estuviera seguro... y eso no ocurriría hasta que Voldemort muriese, probablemente. Pero era Harry el que tenía que acabar con él... y, sin la ayuda de Malfoy, lo más seguro era que nunca localizase el escondite de Voldemort. Estaba en un callejón sin salida. — Profesora — dijo lentamente, levantando la mirada hacia ella —. ¿Sabe la Orden dónde se esconde Voldemort?
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La profesora McGonagall lo miró con los ojos desorbitados, estupefacta. — ¿Que si sabemos...? Potter, ¿qué estás diciendo? Harry hizo una mueca. — Verá... es que contaba con Malfoy para que me dijera dónde está su escondite — respondió —, pero como ahora está fuera de combate... por decirlo de alguna manera, claro —. Se encogió de hombros —. Necesito encontrarlo, ya sabe. McGonagall abrió la boca, atónita. Pero al instante recompuso su habitual expresión de severidad, enderezándose innecesariamente las gafas. — Potter — dijo ásperamente —. Tú mismo lo has dicho: te faltan dos Horcruxes. No puedes ir ahora a por... él. Si piensas que voy a permitir que... — carraspeó —. Tendré que romper el pacto. No lo permitiré. Aunque tenga que encerrarte en la Torre de Astronomía con la profesora Trelawney. Harry sonrió, desganado. — Por el momento, sólo voy a por la serpiente — dijo, haciendo un gesto evasivo con la mano —. Pero tarde o temprano tendré que buscarle a él. Más bien temprano, porque, una vez mate a Nagini, cuanto más tarde más peligro correré. De modo que más valdría que se fuera haciendo a la idea. Se levantó de la silla, hizo un gesto de saludo en dirección al retrato de Dumbledore (que le guiñó un ojo, demostrando que sí había estado atento a toda la conversación), inclinó la cabeza ante la directora y se dirigió hacia la puerta.
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— CAPÍTULO 29 — La tela de la araña
Con la llegada del mes de mayo el frío abandonó el castillo de Hogwarts tan repentinamente como había aparecido, unos siete meses atrás. La brisa que días atrás era un vendaval helado y desagradable se convirtió en una cálida y perfumada caricia para los alumnos que se aventuraban a salir a los terrenos, acompañados por algún profesor al que hubieran podido convencer por métodos más o menos claros (y más o menos legales). El sol brillaba sobre la hierba de un intenso color verde esmeralda, reflejándose en la mansa superficie del lago, calentando incluso las montañas que rodeaban el castillo, cuyas cumbres aún estaban cubiertas de nieve. Hermione no quiso ni oír hablar de emprender una investigación acerca de la nota que supuestamente McGonagall había enviado a Tonks para hacerla acudir al colegio urgentemente. Según dijo tajantemente, estaba dispuesta a cualquier cosa por encontrar los Horcruxes, incluso a
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saltarse algún examen (y fue capaz de decirlo sin atragantarse, para sorpresa de Harry), pero no pensaba suspender por investigar algo que, según ella, no tenía absolutamente nada que ver con ellos. Y nada de lo que Harry dijo, ni siquiera que los mortífagos podían estar intentando entrar en Hogwarts a por él, pudo hacerla cambiar de opinión. Lo cierto era que, a una semana de los ÉXTASIS, también Harry estaba empezando a estar un poco desesperado por los estudios. Después del fiasco del medallón, cada vez tenía más claro que no iba a ser capaz de estar en condiciones de enfrentarse a Voldemort en un futuro próximo, y seguía con su idea de que convertirse en auror del Ministerio, pese a las molestias que aquello podía acarrearle (entre ellas, ponerse bajo la supervisión directa de Scrimgeour), era lo mejor que podía hacer. Y para ello tenía que sacar las mejores notas en los examenes. A pesar de las protestas de sus compañeros, decidió suspender las reuniones del EH hasta después de los examenes; una vez terminado el campeonato de Quidditch, tampoco tenían que entrenar, y podían dedicar las tardes únicamente al estudio. De hecho, todos los miembros del EH que estaban en séptimo se lo agradecieron, pese a sus protestas iniciales. Y sabían reconocer que, a esas alturas, el examen práctico de Defensa Contra las Artes Oscuras lo tenían superadísimo. No así el resto de las asignaturas, al menos en el caso de Harry; después de la reunión con la profesora Sinistra, se había dado cuenta de que necesitaba competir con todos los que quisieran acceder a la Escuela de Aurores para poder ingresar, y, por lo que sabía, podían ser todos sus compañeros de curso. No había muchos que pudieran superarlo en Defensa Contra las Artes Oscuras, al menos en la parte práctica, pero muchos de ellos eran mejores en Encantamientos e incluso en Transformaciones, y, puesto que "no había arreglado su situación sentimental", tampoco podía contar con superar a nadie en Pociones... Herbología era, como siempre, cuestión de suerte: si le preguntaban alguna planta que conocía, podía llegar al "Extraordinario"; si no, tendría que conformarse con aprobar. Era extraño, sin embargo, ver a todos los alumnos de séptimo estudiando como si les fuera
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la vida en ello mientras el resto de la Sala Común jugaba, bromeaba y se dedicaba a las actividades más variopintas. Pero claro, más extraño sería ver un mes después a los alumnos mayores remoloneando por los pasillos a la vez que el resto del colegio daba el último repaso a los examenes. Harry nunca se había percatado de aquello, pero el que los ÉXTASIS se celebrasen un mes antes que el resto de los examenes, incluídos los TIMOS, propiciaba una serie de enfrentamientos ineludibles: los que querían estudiar frente a los que querían armar jaleo, y viceversa, y anunciaba una vuelta a empezar semanas después, cuando se hubieran cambiado las tornas. Harry dedicó la mayor parte de su esfuerzo a Pociones, quizá porque todavía le escocía esa afirmación de Slughorn de que podía llegar a suspender si no volvía con Ginny; quería demostrar que no era así, y a la vez exigir al profesorado y a todo Hogwarts en general que dejasen de meterse en su vida privada. Algo bastante improbable, por supuesto, ya que tanto si hablaba con ella como si no los rumores (de reconciliación y de nueva ruptura) corrían por el castillo como la pólvora. Y aquello no le gustaba nada a Harry, no sólo porque nunca le había hecho mucha ilusión que hablasen de él (y había tenido disgustos para rato en ese sentido), sino porque esos rumores daban al traste con todo lo que había hecho por intentar evitar que Voldemort pudiera relacionar a Ginny con él. Sin embargo, era inevitable que los alumnos, e incluso los profesores, se agarrasen a cualquier cosa con tal de no pensar a todas horas en la guerra que se libraba fuera del colegio. Le resultaba muy difícil, no obstante, concentrarse en los estudios, teniendo en cuenta que la primavera había llegado a Hogwarts y casi casi había dado ya paso a un verano de temperaturas agradables y sol brillante, que tenía la cabeza puesta a medias en las asignaturas y a medias en Ginny, y que, por encima de todo, flotaba el medallón con la Marca de Slytherin... aunque estuviera perdido para Voldemort tanto como para él, eso no suponía ningún consuelo, porque Voldemort no dependía de encontrar ese Horcrux para poder acabar con Harry. Y haber conseguido destruir dos Horcruxes en poco más de un mes tampoco lo consolaba; saber que uno de
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los que le quedaban por encontrar estaba fuera de su alcance no era precisamente algo que le alegrase el ánimo. Tampoco era para animar a nadie tener que pasar las tardes enterrado entre pliegos y pliegos de apuntes, junto a otras dos montañas de pergaminos que tenían los ojos y las manos de Ron y Hermione. Sin embargo, unos días antes del primer examen ocurrió algo que apartó los apuntes de su mente por completo. — ¡Harry! ¿Harry? ¿Estás ahí? Harry hizo un esfuerzo sobrehumano por sacar la cabeza de entre los rollos de pergamino y vio a Colin Creevey, de pie junto a su mesa, con cara de desconcierto. — ¡Vaya! — silbó Colin —. ¿Todo eso tienes que estudiarte, Harry? ¿Quieres que te ayude? Puedo preguntarte la lección... — No, gracias, Colin — respondió Harry —. ¿Qué pasa? — Oh... bueno — dijo Colin, un poco decepcionado, y se metió la mano en el bolsillo —. La directora me ha pedido que te diera esto. Y le tendió un rollo de pergamino. Harry se sacudió de encima el resto de los apuntes y alargó la mano para cogerlo, sorprendido, murmurando una frase de agradecimiento. — Ah — continuó Colin —, también ha dicho que no hacía falta que contestaras. Bueno, ahora que lo pienso es difícil que contestes, porque se ha ido... — ¿Se ha ido? — preguntó Hermione desde debajo de su pila de apuntes, mientras Harry desataba la cinta del pergamino —. ¿Dónde? Colin Creevey se encogió de hombros. — Ni idea — respondió —. Aunque parecía que tenía prisa, porque se ha ido sin coger la capa... — Gracias, Colin — dijo Harry, justo en el momento en que Ron tiraba abajo un montón de pergaminos y aparecía boqueando como si hubiera estado buceando. Colin sonrió y se dirigió hacia
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el agujero del retrato. Harry desplegó el pergamino.
Harry: Hemos recibido una información de una fuente bastante fiable según la cual El Que No Debe Ser Nombrado se ha ocultado en alguna ocasión en una casa de la periferia de Londres. Si deseas ir a buscar a la serpiente, quizá este sea el mejor momento, porque ahora mismo la Orden está luchando en el sur de Escocia contra un grupo de mortífagos y, según Kingsley Shacklebolt, él mismo está entre ellos. De cualquier forma, ten mucho cuidado y, si descubres que hay alguien en la casa, sal corriendo en seguida; no quiero que te arriesgues innecesariamente. Yo voy a reunirme con la Orden, pero si veo que El Que No Debe Ser Nombrado desaparece iré en seguida a reunirme contigo. Ten cuidado con la serpiente: recuerda que estuvo a punto de matar a Arthur Weasley hace dos años. Y ya sabes cómo puedes avisarnos si te ves en apuros. Ahora mismo lo más importante es que te mantengas a salvo. Mucha suerte. Minerva McGonagall
— Va—vaya — murmuró Ron con voz temblorosa cuando Harry terminó de leer y dejó el pergamino encima de la mesa —. La Orden está luchando contra Quien—Vosotros—Sabéis... — ¿Dónde está la casa esa? — preguntó Hermione, lanzando una mirada de soslayo hacia Ron, que tenía la mirada perdida y murmuraba ininteligiblemente. — En... un barrio muggle — contestó Harry, mirando el pergamino extendido sobre la mesa —. Al lado del río... — ¿Un barrio muggle? — exclamó Ron, sorprendido —. ¿Y por qué diablos iba a
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esconderse Quien—Tú—Sabes en un barrio muggle? — Lógico — Hermione se encogió de hombros —. Si Voldemort no quiere que le encuentren, lo más razonable es que se esconda donde nunca se les ocurriría buscarlo... y a nadie se le ocurriría buscar a Lord Voldemort en un barrio muggle de mala muerte. — Eso seguro — dijo Harry, doblando el pergamino y guardándoselo en el bolsillo de la túnica. Se levantó y echó una mirada a su alrededor: la mesa estaba cubierta y rodeada por todas partes de hojas y rollos tirados. Suspiró. — No te preocupes — dijo Hermione, agitando la varita para volatilizar todos los pergaminos y levantándose a su vez. Se sacudió la túnica con la palma de la mano —. Bueno, ¿vamos? Harry permaneció sentado, con el ceño fruncido y la mirada fija en el pergamino de McGonagall. — ¿Hola? — dijo Hermione, agitando una mano frente al rostro de Hary —. ¿Nos vamos? — No sé — respondió Harry en voz baja. Hermione abrió la boca, asombrada. — ¿Qué es lo que no sabes? — preguntó —. Harry, ¿qué pasa? — Pasa que no sé si debemos ir ahora mismo a por Nagini — dijo él, levantando la mirada. — ¿P—pero por qué? — exclamó Hermione, confusa —. McGonagall ha dicho que Voldemort no está ahora en... — Ya lo sé, Hermione — dijo Harry —. Pero piensa un poco: si vamos y matamos a Nagini ahora mismo, Voldemort puede empezar a preguntarse si no iremos detrás de sus Horcruxes... Y todavía no hemos encontrado el medallón, no me puedo permitir el lujo de que Voldemort sepa que sé lo de los Horcruxes ahora, todavía no puedo enfrentarme a él. — ¿Y qué quieres, entonces? — preguntó Hermione, ceñuda —. ¿Que la Orden espere a que encuentres ese medallón y entonces vuelva a dejarte el camino libre hacia la serpiente? ¡Harry,
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alguno de ellos podría morir luchando contra él, podrían estar muriendo ahora mismo! — ¡Ya lo sé, Hermione! — repitió Harry —. Pero podrían morir cualquier día, en cualquier momento, y sin embargo... — ¿Y no se te ha ocurrido pensar que a lo mejor la Orden se ha prestado como señuelo para que tú pudieras entrar en la casa donde se esconde Voldemort? — le increpó ella. Harry guardó silencio. — Puede ser — intervino Ron, pensativo —. Si no, ¿cómo iba a saber McGonagall que se iban a enfrentar con un grupo de mortífagos? — En la nota dice que están luchando en este momento, no que vayan a... — ¿Y crees que McGonagall iba a perder el tiempo en mandarte una nota si se hubiera enterado de que la Orden estaba luchando contra Quien—Tú—Sabes en ese instante? — preguntó Ron —. Personalmente, creo que si la hubieran avisado de algo así, habría salido corriendo sin dar cuentas a nadie... — Colin ha dicho que no se había llevado la capa — murmuró Harry. Ron soltó un bufido. — Pero ha tenido tiempo de coger una pluma, un pergamino, escribirte una carta y buscar a alguien que te la trajese, ¿verdad? — gruñó. — La verdad — comentó Hermione — es que casi da la sensación de que lo haya preparado todo para que parezca que ha sido algo fortuito... — Demasiado chapucero para haberlo preparado, ¿no creéis? — dijo Harry —. Se ve a distancia... — Sí, pues tú no te habías dado cuenta — respondió Hermione bruscamente. — A lo mejor quería que nos diéramos cuenta de que... — comenzó Ron. Hermione le lanzó una mirada asesina. — Estamos perdiendo el tiempo — dijo ella —. Harry, puede ser que no tengamos otra oportunidad de acabar con la serpiente sin que tengamos que enfrentarnos a Voldemort. Y recuerda
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que antes de matarlo a él tienes que destruir todos los Horcruxes, no puede ser al revés. Harry suspiró. — Sí, supongo que tienes razón — contestó, levantándose de la silla y estirando los músculos —. Igual podemos apañar las cosas para que parezca que Nagini ha muerto por accidente, o que ha sido... no sé, el Zoológico, un instituto muggle de experimentación científica, o algo. — No creo que sea fácil engañar a Ya—Sabes—Quién — gruñó Ron poniéndose de pie —. Algún día tendrás que explicarme qué es eso del prostituto de extracción cienlo—que—sea, por cierto. Me interesa sobremanera. — No se te da bien la ironía, Ron — comentó Hermione en tono casual, guardando la varita en el bolsillo —. Bueno, ya hemos perdido mucho el tiempo. ¿Nos vamos? — Vámonos — respondió Harry en tono resignado —. Voy a por la Capa.
Se materializaron en una calle estrecha, empedrada, donde la penumbra inundaba el aire como una espesa y húmeda niebla, ocultando las casas que se agolpaban en uno de los lados de la calzada. Al otro lado, una verja antigua y oxidada separaba la calle de un jardín sucio y descuidado, lleno de basura, papeles tirados y restos de comida, que bajaba en pendiente hasta morir en un río de aguas oscuras y aspecto contaminado. El silencio, opresivo, amenazante, tenía personalidad propia: una personalidad poco agradable, ya que el mismo aire parecía susurrar que no eran bien recibidos en ese lugar. Era la única señal de vida, exceptuando el susurro de las negras aguas del río. — ¿Seguro que es aquí? — musitó Ron, paseando una mirada aprensiva por las hileras e hileras de desvencijadas casas de ladrillo, con las ventanas tapadas por persianas destartaladas, como ojos ciegos fijos en las tres figuras que acababan de aparecer en la calle. — Cr—creo que sí... — contestó Harry, levantando la mirada hacia la enorme chimenea, vestigio de una fábrica abandonada, que sobresalía entre los tejados, sombría, amenazante, como
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un obelisco reliquia de algún tenerbroso culto pagano que aún conservase su poder. Sacó el pergamino del bolsillo y observó detenidamente el mapa que la directora había garabateado apresuradamente —. La fábrica viene en el mapa... Es por aquí. Ron y Hermione le siguieron por un callejón aún más estrecho y opresivo que la calle de la que salían hasta llegar a una calle prácticamente idéntica, aunque en lugar de la orilla del río había más hileras de casas desvencijadas. Caminaron por el desierto laberinto de callejuelas tenuemente iluminadas por las escasas farolas que conservaban las bombillas; la mayoría estaban fundidas o rotas, por lo que tenían que tantear el terreno con los pies y avanzaban a trompicones, tropezando los unos con los otros, entre charco y charco de luz. Harry apenas podía vislumbrar el plano garabateado en el pergamino, y en ocasiones vacilaba a la hora de torcer por tal o cual calle; sin embargo, la gigantesca chimenea de la fábrica abandonada, que se erguía sobre ellos ominosamente, les indicaba la dirección con más claridad que el plano. — ¿Seguro que vamos bien? — susurró Hermione al cabo de un rato, mientras subían por una calle adoquinada y sin ningún tipo de iluminación. Harry sacó la varita. — Lumos — musitó, y levantó la varita. Bajo el débil halo de luz, vieron un destartalado cartel, que colgaba torcido de la pared —. Spinner´s End — leyó —. Sí, es en esta calle. Avanzaron sobre la calzada adoquinada, desde donde se percibía nítidamente la brisa maloliente que provenía del río gracias a la helada brisa nocturna, hasta llegar a la última casa de la calle, la única cuya ventana no estaba tapiada con tablas de madera. No había señal de vida, ni una luz, ni un sonido que indicase que había alguien en su interior. — Deberíamos ponernos la Capa... — Parece que no hay nadie — dijo Ron en un susurro, apoyando la oreja contra la puerta de madera negra —. No se oye nada. Abrió la puerta de un leve empujón, y cerró los ojos al oír el chirrido de las bisagras.
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Hermione contuvo un gemido y entró detrás de él, con Harry pisándole los talones. A la luz de la varita encendida de Harry vieron un pequeño cuarto de estar, oscuro, tétrico, con las paredes cubiertas de estanterías repletas de libros de colores oscuros, encuadernados en piel. En el centro había un sofá raído, un sillón que se caía a pedazos y una mesa desvencijada, bajo una lámpara llena de velas apagadas que colgaba del techo, los hilillos de cera seca formando figuras fantasmagóricas en los brazos metálicos de la lámpara. Daba la impresión de no haber sido habitada en los últimos siglos; estaba incluso más deteriorada que la Casa de los Gritos de Hogsmeade. — Parece que sólo hay una habitación... — murmuró Hermione, observando detenidamente una de las hileras de libros que se extendía, a la altura de sus ojos, de pared a pared. Ron gruñó algo prácticamente inienteligible acerca de que sólo tenía ojos para los libros y se reunió con ella, a cierta distancia de Harry, que miraba con curiosidad las formas oníricas de la cera caída de las velas. Algo le golpeó fuertemente la pierna, haciéndole perder el equilibrio. Conteniendo una exclamación, bajó la mirada y se quedó desconcertado al ver el cuerpo inerte de Ron, caído en el suelo, desmadejado. Medio metro más allá estaba Hermione, también inconsciente. — ¿Qué...? — Vaya, Potter — dijo una voz dura, cortante como un cuchillo, desde la pared —. Qué amable por tu parte hacerme una visita... Aunque sea a estas horas. Harry levantó la vista, aturdido: una de las paredes cubiertas de libros había girado sobre sí misma, dejando a la vista un hueco que daba a una estrecha y empinada escalera de piedra. Allí, en el umbral, con su habitual sonrisa sardónica, la túnica negra hasta los pies, el pelo negro y grasiento, la nariz ganchuda, los ojos oscuros, brillantes de odio, fijos en los suyos, estaba Severus Snape. Harry se lo quedó mirando un instante que pareció un siglo, y en ese momento sintió cómo
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toda la rabia, el odio y el dolor que los meses apenas habían conseguido mitigar explotaban en su interior. Allí estaba, apoyado indolentemente contra el quicio de la puerta, observándolo con un brillo divertido en los ojos... El asesino de Dumbledore, el que había empujado a Sirius a la muerte, el que envió a Voldemort a asesinar a sus padres y al mismo Harry. El hombre que le había hecho la vida imposible desde que cumplió once años. Ni siquiera se paró a pensar que era uno de los mortífagos más poderosos al servicio de Lord Voldemort, o que la última vez que se enfrentaron había sido capaz de bloquear todos sus hechizos sin apenas esfuerzo; simplemente, Harry no pensó nada. Ni siquiera fue consciente de lo que hacía, pero antes de que su cerebro registrase la idea, los músculos de su brazo ya se habían movido a la velocidad del rayo y había levantado la varita. Ni siquiera le dio tiempo a pronunciar el hechizo: simplemente lo lanzó, su brazo respondiendo al repentino impulso de acabar con aquel hombre, la parte inconsciente de su mente actuando antes de que la consciente se diera cuenta. Fue demasiado rápido incluso para Snape, y el hecho de que ni el cerebro de Harry supiera que había lanzado aquella maldición impidió que el ex profesor fuera capaz de hacer algo más que desviar una pequeña parte del hechizo. Un rayo de luz roja, deslumbrante, golpeó a Snape en el pecho y le hizo trastabillar hacia atrás, tambaleándose. Harry respiró profundamente, entrecerrando los ojos, y se acercó a él, rodeando al inconsciente Ron, con la única idea de destrozarlo miembro a miembro ocupando su cerebro. Snape hizo un movimiento rápido con la varita, y de su extremo surgieron unas cuerdas que, lanzándose sobre Harry como si tuvieran vida propia, se enroscaron en sus tobillos y alrededor de sus brazos como si de serpientes se tratase. Harry se tambaleó, perdió el equilibrio y, sin un quejido, se desplomó sobre el destartalado sofá que presidía la habitación. Una nube de polvo lo envolvió, haciéndole toser. El polvo enfrió considerablemente su furia, y permaneció inmóvil, observando cómo Snape se acercaba lentamente a él, enarbolando la varita; la sonrisa sardónica se había evaporado de su
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rostro, tenso de rabia. — A ti te quiero vivo, Potter — dijo en un susurro cargado de veneno —. Pero a ellos no — señaló con un gesto los cuerpos caídos de Ron y Hermione —. De modo que ándate con ojo y no me hagas perder el tiempo. Pero Harry no lo escuchó. Cuando el polvo volvió a asentarse, pudo ver que su hechizo, si bien no había conseguido herir a Snape, sí había logrado rasgar la eterna túnica negra del antiguo profesor. A la altura del cuello había un desgarrón alargado, que se extendía hasta el inicio del pecho, por el que podía entreverse la piel pálida, lechosa. Cuando Snape se inclinó sobre él para comprobar que estaba bien atado, un colgante asomó por la rotura de la túnica, y quedó pendiente del cuello del mortífago, sobre la cabeza de Harry. Un colgante grande, pesado, de oro macizo. Un medallón con una serpiente en forma de S grabada en su superficie. Harry se quedó mudo, estupefacto, con la boca abierta y los ojos fijos en el Medallón de Slytherin, que pendía balanceándose alegremente del cuello de Snape. — No puede ser — susurró, haciendo una mueca de dolor cuando el antiguo profesor tironeó de las cuerdas que ataban sus manos. Snape le dirigió una mirada escrutadora y se apartó, llevándose la mano al cuello. Bajó la vista, vio el desgarrón de su túnica y murmuró una maldición. — Así que fue usted — dijo Harry, parpadeando, asombrado —. Lo cogió de la sede de la Orden... Snape cogió el medallón y volvió a esconderlo dentro de la túnica. Se enderezó y lo miró con los ojos entrecerrados. — No digas tonterías, Potter — gruñó —. Qué sabras tú de... — Sé más de lo que cree — contestó imprudentemente Harry, desafiante —. Por ejemplo, sé que lo que lleva colgado al cuello no es precisamente una baratija. Dígame — continuó,
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forcejeando con los nudos de las cuerdas para intentar desenredar la varita, que tenía atrapada en la mano derecha —: ¿sabe Voldemort que lo tiene, o todavía piensa que está escondido en la cueva donde lo encontró Regulus Black? Snape enarcó una ceja, sorprendido, y apretó los labios hasta convertirlos en una fina línea horizontal que cruzaba su rostro como un tajo. Se dio la vuelta y empujó con el pie el cuerpo de Ron, como si comprobase que estaba realmente desmayado. — Ah — dijo al fin, estudiando detenidamente a Hermione, que permanecía tumbada junto a Ron —. Así que sabes lo de Regulus... Tendré que asumir que también sabes lo que es el medallón —. Giró sobre sus talones y miró a Harry directamente a los ojos. Harry se estremeció. Snape tenía un brillo calculador en la mirada que era francamente espeluznante —. Supongo que esto cambia las cosas — dijo serenamente —. Mi intención era llevarte ante el Señor Tenebroso para que él acabase contigo... de hecho, eso era lo que pretendíamos al engañarte para hacerte venir aquí. Pero ahora tendré que matarte yo mismo... No puedo permitir que le digas al Señor Tenebroso que tengo su Horcrux. Se sentó en el sofá a los pies de Harry y apoyó los codos sobre las rodillas, en un gesto tan normal, tan fuera de lugar, que casi parecía que realmente hubiese invitado a Harry a tomar el té. — Fui yo el que descubrió lo del Horcrux del Señor Tenebroso — dijo Snape, jugueteando con la varita —. Poco tiempo después de unirme a sus mortífagos, comprendí que había dividido su alma... Supongo que Dumbledore también lo descubrió: no creo que tú tengas la inteligencia suficiente como para darte cuenta de algo así. Harry no dijo nada. La curiosidad había relegado la rabia a un rincón de su mente, y en esos momentos ni siquiera las habituales burlas de Snape podían espolearle para que respondiera. No quería interrumpirle, ahora que parecía dispuesto a confesarse... aunque Harry sabía que si Snape le estaba contando todo aquello era porque no pensaba dejarle vivir lo suficiente como para que disfrutase de ese conocimiento.
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— Yo metí a Regulus en el círculo más cercano al Señor Tenebroso — continuó Snape, sin esperar respuesta —. Sabía que era lo que Regulus más deseaba, y que podía llegar a serme útil... También le conté lo del Horcrux, y le puse en bandeja el Medallón de Slytherin para que lo robase... En realidad fue muy sencillo, ¿sabes? — miró a Harry con una sonrisa burlona —. El muy tonto creía que estaba destinado a suceder al Señor Tenebroso cuando éste... bueno, cuando éste dejase el poder. Pobre imbécil crédulo — añadió cruelmente. — Cuando es evidente que eso se lo reservaba usted, ¿verdad? — murmuró Harry sin poder contenerse —. El destino de suceder a Voldemort, digo — explicó al ver la mirada inexpresiva de Snape. Éste esbozó una sonrisa sardónica. — Así es, Potter — asintió con un gesto evasivo. — Claro — dijo Harry en voz baja. Había dejado de luchar por empuñar la varita: a decir verdad, la conversación le parecía mucho más interesante que el peligro que corría. Por supuesto que Snape quería suceder a Voldemort. Si no, ¿por qué iba a convencer a Regulus para que lo robase, sólo para hacerse con él sin que Voldemort lo descubriese? ¿Por qué iba a conservarlo a escondidas, si no era para guardarse ese as en la manga, ese pequeño factor que le daba poder sobre él? Porque a Harry no se le había escapado un detalle: que Snape creía que Voldemort sólo había creado un Horcrux, y que ése era el que él tenía colgado del cuello. — Pero eso es cosa mía — dijo Snape dándose una palmada en la pierna y levantándose del sofá. Harry vio por el rabillo del ojo que Hermione hacía un leve movimiento, y se esforzó por no desviar la mirada hacia ella, para que Snape no descubriese que estaba recobrando el conocimiento —. Bueno, Potter... el Señor Tenebroso creía que morderías el anzuelo y vendrías para enfrentarte con él, pero ahora veo que en realidad sabías que él no estaría... ¿Buscabas este medallón, acaso? Sí, por supuesto — se respondió a sí mismo —. Bueno, qué suerte la mía — sonrió —. Me libro de ti, por fin, y el Señor Tenebroso sigue sin saber que su Horcrux ha desaparecido de su escondite. Y
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todo por prestarme a venir a por ti en su lugar... — Debe ser el destino — murmuró Harry, ausente, tratando por todos los medios de no mirar a ningún sitio que no fuera a donde estaba Snape. El rostro de éste se contorsionó de rabia. — Sea lo que sea — dijo, sacando de nuevo el medallón de debajo de su túnica y acariciándolo —, no es asunto tuyo, Potter. O no lo será dentro de un minuto. Harry vio como en un sueño cómo los largos dedos de Snape acariciaban la serpiente en forma de S grabada en el medallón. — También fue usted el que atacó a Malfoy — dijo de pronto, comprendiéndolo al fin —. "La serpiente... la serpiente..." No fue Nagini, ¿verdad? — preguntó —. No se refería a la serpiente de Voldemort, se refería a usted. Snape soltó una carcajada sin pizca de humor. — Ese niñato entrometido — contestó con crueldad —. Descubrió que yo tenía el medallón. — Qué descuido — se burló Harry, más para ganar tiempo mientras Hermione decidía si estaba consciente o no (se estaba tomando su tiempo) que porque quisiera interrumpir a Snape, que hizo una mueca desagradable. — Apuesto a que no tenía ni idea de lo que era — continuó Snape —. Pero no podía arriesgarme a que se lo dijese al Señor Tenebroso y lo echase todo a perder... No creo que haya muchos medallones decorados con la Marca de Slytherin. El Señor Tenebroso descubriría en seguida que se trataba de su Horcrux. Y todavía no estaba preparado para hacerle frente. — De modo que lo atacó — dijo Harry, encogiéndose de hombros y clavándose una de las cuerdas profundamente en la muñeca. Contuvo un gemido —. Pero no lo mató... — Se me escapó — reconoció Snape, indiferente —. No importa: de hecho, su madre me informó al día siguiente de que había llegado hasta Hogwarts, donde murió a las pocas horas... — ¿Y cómo lo sabía su madre? — preguntó Harry.
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— Supongo que una madre tan protectora como Narcissa tendrá formas de saber esas cosas — dijo Snape con una mueca —. Es igual. Bueno, Potter — añadió, pensativo —. ¿Qué voy a hacer contigo? — Pensaba que ya lo tenía claro — respondió Harry, mientras un escalofrío le recorría la columna vertebral. ¿Ya había llegado el momento...? — Sí, bueno — dijo Snape, rascándose el mentón —. Lo más inteligente sería matarte, por supuesto. Pero olvidaba que, según parece, eres el único que puede matar al Señor Tenebroso... y eso también me conviene, aunque después tenga que matarte para que dejes de molestarme. — No pretenderá que mate a Voldemort para que usted pueda tomar su lugar, ¿verdad? — preguntó Harry, incrédulo. Snape sonrió. — No te has sorprendido. Vaya... De modo que Dumbledore también te contó lo de la Profecía, ¿eh? — dijo, chasqueando la lengua —. Por curiosidad, ¿cómo terminaba? Me temo que esa parte me la perdí. Harry respiró profundamente, intentando controlar la furia que acababa de volver a despertarse en su interior. Snape se atrevía a burlarse de aquello, cuando fue precisamente eso lo que le hizo enviar a Voldemort a su casa y asesinar a sus padres... Apretó los labios y lo miró, desafiante. — Bueno, es igual — continuó Snape al ver que Harry se negaba a contestar —. Escuché lo que realmente me interesaba, y, bien pensado, puede volver a serme útil... — ¿Volver a...? — Conseguí descubrir que no era una patraña — siguió Snape, ignorando a Harry —. Aunque tenía la esperanza de que el Señor Tenebroso encontrase su propia muerte en la casa de tus padres, lo reconozco. Bueno — se encogió de hombros —, nunca es tarde si la dicha es buena. Vamos — añadió, levantando la varita —. Tengo un encargo para ti. Harry lo miró, incrédulo, mientras Snape agitaba la varita para hacerlo levitar.
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— Ya le he dicho que no pienso hacerlo — dijo —. Si quiere matar a Voldemort, hágalo usted mismo. Snape sonrió brevemente. — Pero es lo que querías, ¿no, Potter? — dijo suavemente —. Una oportunidad de matar al Señor Tenebroso... ¿Qué importa que vayas a morir tú también, si habrás librado al mundo de semejante enemigo? — Para dejarlo en sus manos — respondió Harry —. Sí, quiero matar a Voldemort, pero no a cualquier precio, muchas gracias. Snape frunció el ceño. — El resultado al final será el mismo — insistió —. Tú estarás muerto, y yo vivo. La única diferencia es que el Señor Tenebroso habrá muerto. Y si tú eres el único que puede matarlo, como dice esa profecía... ¿Por qué te empeñas en morir dejando a todo el mundo a merced de alguien a quien nadie podrá matar? Harry no contestó. Todas las células de su cuerpo se rebelaban ante la idea de hacerle semejante favor a Snape. Y, sin embargo... Si él moría, ¿quién acabaría con Voldemort?... — Acaba con él, Potter — dijo Snape —, y te garantizo que dejaré vivir a tus amigos — señaló a Ron y a Hermione, sin percatarse de que ella había cambiado de postura y ocultaba el rostro bajo el brazo —. Incluso a la señorita Weasley. ¿No es eso lo que querías?... Harry no dijo nada. Empezaba a sentirse tentado por la proposición de Snape. Si iba a acabar muerto, pero el resto iba a tener una oportunidad... Pero no podía matar a Voldemort. No mientras el medallón siguiera intacto, colgado del cuello de Severus Snape. — Ven, Potter — dijo Snape —. Vamos a dar un paseo. Justo en ese momento una figura se Apareció en mitad del salón, y se quedó mirando la escena con los ojos desorbitados. Hermione levantó la cabeza, con una luminosa sonrisa en el rostro y un pequeño espejo cuadrado fuertemente apretado en la mano que hasta ese instante había
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tenido escondida bajo la cabeza. El hombre reaccionó rápidamente y lanzó un hechizo en dirección a Harry, que notó cómo las cuerdas que le inmovilizaban caían, inertes, hasta el suelo. Asombrado, miró fijamente la figura que apuntaba a Snape con la varita y una expresión de odio en sus habitualmente serenos rasgos. Era Remus Lupin.
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— CAPÍTULO 30 — La deuda saldada
Snape reaccionó con una rapidez casi inhumana y enarboló la varita en dirección a Lupin. Un rayo de luz roja, deslumbrante, se estampó contra la pared que había detrás de Lupin, que se había agachado rápidamente. Los libros carbonizados volaron por todas partes; uno de ellos golpeó a Harry en la cabeza, haciéndolo tambalearse mientras trataba de incorporarse en el sofá. Sacudió la cabeza, aturdido, y luchó contra la cuerda que se empeñaba en enredarse en la mano donde tenía sujeta la varita. Sin embargo, antes de que Lupin pudiera contraatacar, antes de que Hermione terminase de levantarse del suelo, antes de que Harry pudiera siquiera deshacerse de la cuerda suelta, ocurrió algo muy extraño. Snape apuntaba a Lupin con la varita, con el rostro contorsionado en una mueca de rabia y odio que se mezclaban con la locura. Pero cuando se disponía a lanzar otro hechizo que dejase a Lupin fuera de combate, o quizá muerto, se quedó paralizado, con la varita en alto. Abrió la boca en un grito mudo, y los ojos se abrieron de tal forma que daba la impresión de que se le iban a salir de las órbitas. Hubo un resplandor verde intenso; un ruido como el de un maremoto arrasó la habitación, y, sin un sonido, sin un quejido, sin cambiar de expresión, Severus Snape se
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desplomó en el suelo. Harry soltó una exclamación, atónito, sin poder apartar la mirada del cuerpo inmóvil de Snape. Pasaron unos segundos larguísimos, y entonces comprendió, estupefacto, que Snape estaba muerto. Levantó la vista, con la boca abierta de sorpresa y asombro. En el quicio del hueco abierto en la pared, en el último escalón de piedra, había un hombrecillo bajito, encorvado, de piel sarnosa y pelo áspero y desaliñado; los ojos, pequeños y oscuros, brillaban húmedos, y la nariz puntiaguda le daban aspecto de roedor. Tenía una expresión del odio más puro en los ojos acuosos, y sostenía una varita en la mano derecha, que brillaba fuertemente a la luz tenue de una lámpara que colgaba de la pared de la escalera, como si estuviera hecha de pura plata. Harry se incorporó lentamente, con la mirada fija en la figura que permanecía inmóvil junto a la escalera. Ni Lupin, ni Hermione ni Ron, que acababa de volver en sí, hicieron el más mínimo movimiento. Harry se acercó a la puerta donde estaba el hombrecillo, que miraba el cadáver de Snape con expresión de asco. — Maldito bastardo — murmuró Colagusano hacia el cuerpo del mortífago —. Así te pudras. Después, lentamente, levantó la mirada y recorrió el salón con los ojos. Ignoró a Ron y a Hermione y clavó la vista en Lupin. Inclinó la cabeza en un nervioso gesto de reconocimiento. — Hola, Peter — dijo Lupin, cuya voz tembló como si hiciera verdaderos esfuerzos por controlarla. Colagusano se encogió al oír el sonido. — Se lo merecía — respondió a la defensiva —. Y ni siquiera tú podrías decir lo contrario, Remus. — No — admitió Lupin —. Sólo es que me sorprende que hayas tenido el valor de hacerlo, nada más.
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Colagusano apartó la mirada de Lupin como si ver a su antiguo compañero de estudios le asustase aún más que ver el cadáver del hombre al que acababa de matar, y miró fijamente a Harry, frotándose las manos, nervioso. Harry sostuvo su mirada sin saber muy bien qué hacer. La escena había sido tan... inverosímil: Colagusano, el hombre más cobarde que conocía, asesinando a Severus Snape... Colagusano bajó la mirada y se frotó la nariz en un gesto de nerviosismo. — Estamos en paz — murmuró, y volvió a mirar a Harry, inseguro —. Estamos en paz. ¿no? Harry parpadeó, confuso. Colagusano asintió enérgicamente. — Estamos en paz — insistió —. Tú me salvaste la vida, y yo... yo... Harry entrecerró los ojos, sin poder evitar que la repugnancia que sentía por aquel hombre se reflejase en su expresión. Al cabo de unos segundos, asintió brevemente. — Por hoy — respondió con voz fría —. Pero mañana volverás a tener una deuda conmigo... Dos, si contamos bien. Colagusano pareció asustarse hasta la médula. — Pero... pero yo... — Vete — dijo Harry, cortante, sabiendo que dos minutos después iba a arrepentirse de aquella decisión —. Pero no creas que voy a olvidarme de que traicionaste a mis padres... y a mí. Se agarró el codo derecho con la mano, no porque le doliera, sino más bien para no tener que explicarle a Colagusano que, hiciera lo que hiciese, Harry siempre tendría muy presente la muerte de Cedric y aquel corte que le había hecho en el brazo, con el que Voldemort había recuperado su cuerpo. Colagusano se encogió tanto que dio la impresión de que se iba a salir de su propio pellejo. Después lanzó una mirada desvalida en dirección a Lupin, que lo miró con tanta imperturbabilidad que Colagusano gimió.
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— Vete, Peter — dijo Lupin plácidamente —. Antes de que recuerde que yo también tengo una cuenta pendiente contigo. Colagusano se achicó aún más, parpadeó, lloroso, lanzó una última mirada de rencor al cadáver de Snape y se Desapareció antes de que Harry y Lupin pudieran cambiar de idea. Lupin suspiró y bajó la varita, alargando el brazo para que Ron pudiera asirlo e incorporarse. Mientras tanto, Harry, apartando a Colagusano de su mente, se acercó lentamente al cuerpo inmóvil de Snape, que yacía en el suelo con los brazos extendidos, la varita aún aferrada fuertemente entre los dedos y una expresión de sorpresa en el rostro. Sin poder contenerse, alargó la mano y le cerró los ojos, incapaz de soportar la mirada vacía en los ojos que siempre había visto tan llenos de odio y rencor. Sacudió la cabeza, intentando contener los sentimientos que le afloraban en ese instante, allí agachado, mirando el rostro sin vida de una de las personas a las que más había odiado en su vida. Había querido verlo muerto... y ahí estaba, tieso como una estaca. — Gracias por venir, Remus — dijo Hermione detrás de él. Harry no se volvió; no era capaz de dejar de mirar el cadáver de Snape. Siempre había odiado a aquel hombre; era chocante descubrir, justo antes del final, que tenía que haberlo odiado aún más. — Pensaba venir de todos modos — respondió Lupin, dándole una palmada a Ron en el hombro —. Cuando Minerva nos explicó que teníamos que mantener a Voldemort alejado de aquí no me pareció una buena idea... Esperaba que algo saliese mal, por eso me llevé el espejo. Harry apartó el cuello de la túnica de Snape y cogió el medallón. De un tirón seco rompió la cadena y se lo quitó; se irguió, observándolo, pensativo. Había pasado tanto tiempo buscando aquel objeto que apenas podía creer que lo tuviera entre sus manos. Sonriendo tristemente, presionó en la hendidura con la uña y abrió el medallón. En su interior no había ninguna nota, como en el falso Horcrux que él y Dumbledore habían encontrado en la cueva de la costa. Pero cuando lo abrió intuyó al instante que tampoco había un
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fragmento del alma de Lord Voldemort guardado dentro. El interior estaba completamente ennegrecido, como si hubiera permanecido abierto durante un incendio que, chocantemente, sólo hubiese afectado a la parte de dentro, sin tocar el exterior del medallón. El cristal que solía proteger los retratos que se guardaban en los medallones corrientes estaba partido en dos, ahumado hasta alcanzar un tono negruzco y empañado. El Horcrux estaba roto, vacío. — Snape lo destruyó — musitó, desorientado. Aquello tampoco le cuadraba. Si lo había destruido, ¿por qué lo guardaba, arriesgándose a que Voldemort descubiera que lo tenía? ¿O había sido Regulus el que lo había destruido antes de morir, y cuando Snape lo había encontrado en la basura de Grimmauld Place lo había guardado tal cual? ¿Sabía acaso Snape que estaba roto? Se guardó el medallón en el bolsillo de la túnica y las preguntas en el fondo de su mente para más adelante, y giró sobre sí mismo para mirar a Lupin. Hermione permanecía a su lado, contemplando a Harry, indecisa. Ron tenía los ojos clavados en Snape, y parecía incapaz de decir una sola palabra. — Dime una cosa, Remus — dijo Harry —. Has dicho que la profesora McGonagall os pidió que mantuviérais a Voldemort lejos de aquí... Lupin asintió. — No quiso decirnos por qué, pero nos explicó que era muy importante que hiciéramos de señuelo para ti. Supongo que tendrá que ver con eso que hiciste con Dumbledore la noche que... — Sí, algo sí — confirmó Harry —. Mira, hay algo que me gustaría saber... ¿Cómo sabíais que Voldemort había vivido aquí alguna vez? Lupin se encogió de hombros. — Minerva nos pidió hace algunos días que investigásemos un poco, a ver si nos enterábamos de dónde se escondía Voldemort — contestó —. Dijo que tú se lo habías pedido... El caso es que Tonks estuvo haciendo algunas preguntas en el trabajo, y al final vino con esta dirección.
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— ¿Y quién se la dio? — preguntó Harry, intentando controlar el tono de ansiedad que pugnaba por escapar de su boca. Lupin le dirigió una mirada sorprendida. — Gawain Robards — respondió —. El jefe directo de Tonks. ¿Por qué? — Oh — dijo Harry, y respiró hondo —. Bueno, sólo era por saber quién era el mortífago infiltrado que os había dado esa información. — ¿Mortífago...? Lupin abrió la boca, desconcertado. — Harry, ¿de qué estás hablando? Harry se encogió de hombros. — Bueno, verás — dijo en tono casual —, Snape sabía que iba a venir aquí. Y dijo que me habían engañado para que viniese, y él pudiera llevarme ante Voldemort para que él me matase... De hecho, el mismo Voldemort le envió a por mí. De modo que sabían que yo vendría a buscar... algo, a esta casa. Lupin se lo quedó mirando, transtornado, y la mano que mantenía sobre el hombro de Ron comenzó a temblar incontroladamente. — Pero eso no es posible... — musitó, y las arrugas de su rostro se hicieron aún más visibles, haciéndolo parecer mucho más mayor que los treinta y nueve años que tenía —. No puede ser... — Bueno — intervino Hermione en voz baja —, bien pensado, es bastante obvio, ¿no?... ¿No dijo Tonks que la habían llamado para que acudiese al Ministerio, la noche que encontraste a Malfoy, Harry? — Sí — contestó él, sombrío. — Dijo que todavía tenía que obedecer las órdenes... Y Gawain Robards es su jefe directo, como tú mismo has dicho, Remus — continuó Hermione —. Y aquella noche un mortífago, no me acuerdo de cómo se...
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— Gerard Golding — dijo Lupin con un hilo de voz. Parecía realmente impresionado. — Ese — asintió Hermione —. Bueno, intentó colarse en Hogwarts, aprovechando que Tonks había tenido que dejar su puesto. Lupin inspiró profundamente, y después suspiró. Sacudió la cabeza. — No me lo puedo creer — dijo —. El director de la Oficina de Aurores, aliado con Voldemort... — Pero no fue él quien alejó a Tonks de su puesto la última vez — dijo Ron, que todavía tenía el rostro pálido y la mirada fija en Snape —. Dijiste que le había contado a McGonagall que le habían enviado una nota desde el colegio... — Es cierto — respondió Hermione, pensativa —. A lo mejor Voldemort tiene a alguien infiltrado también en el colegio, no sé. — ¿A alguien más? — exclamó Ron —. ¿No le bastaba con Snape? Hermione se encogió de hombros. — Cuando lleguemos a Hogwarts, hablaremos con la profesora McGonagall — dijo —. Oye, Remus, no nos has contado qué habéis hecho vosotros... ¿Estáis todos bien? — Sí — respondió Lupin —. En realidad daba la sensación de que no estaban muy interesados en nosotros. No nos han hecho demasiado caso... Se han limitado a intercambiar insultos con nosotros, y un par de maldiciones... Un poco desilusionante — sonrió —, nunca pensé que la primera vez que me enfrentaría con Lord Voldemort me llamaría "licántropo reprimido" en lugar de intentar matarme. Harry le devolvió la sonrisa. — ¿Seguía allí cuando tú te has ido? — preguntó, pensando de repente que era posible que apareciese por allí en cualquier momento. Y no sabía por qué, no creía que Voldemort fuera a limitarse a llamarle "niñato repelente" si se lo encontraba en aquella casa. — No — contestó Lupin —. Se marchó en seguida. Pero sí estaban sus mortífagos... Por
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cierto — añadió, y su sonrisa se ensanchó —. Quizá te guste saber que hemos conseguido echarle el guante a Bellatrix Lestrange. — ¿A Bellatrix Lestrange? — gritó Harry —. Pero... ¿Cómo... Estaba allí? ¿Y quién...? — Digamos que... se descuidó — dijo Lupin —. Tonks se la ha llevado al Ministerio. — Espero que no se la haya entregado a Gowain Robards — murmuró Hermione mientras Harry controlaba la alegría salvaje que amenazaba con hacerle soltar una carcajada histérica. Bellatrix Lestrange... — Es verdad — exclamó Lupin, y la sonrisa se desvaneció de su rostro —. Debería ir a... Bueno, a ver dónde están, no sea que Tonks haya tenido algún problema... Y será mejor que vosotros volváis a Hogwarts, no vaya a ser que Voldemort decida venir a ver por qué Snape no se ha reunido con él.
En realidad, el impacto de todo lo que había ocurrido en unos pocos minutos les había dejado tan aturdidos que hasta bien entrada la noche, después de volver al castillo y contarle a una McGonagall asustadísima todo lo que había sucedido, no empezaron a asumir lo que habían presenciado... y sufrido en su propia piel. Cerca de las dos de la mañana la profesora McGonagall acudió a la Sala Común de Gryffindor, donde ellos tres esperaban impacientes, para asegurarles que Bellatrix Lestrange seguía retenida por los aurores del Ministerio, y que habían detenido también a Gawain Robards por colaborar con los mortífagos. McGonagall les exigió que se quedaran allí y no salieran de la Torre de Gryffindor mientras ella descubría quién había traicionado a la Orden desde dentro del colegio; después de darles clase durante siete años probablemente les conocía demasiado como para no adivinar que querrían echarle una mano o intervenir de alguna manera. El hecho de que la Orden hubiera conseguido detener a Bellatrix Lestrange, y que ellos mismos hubiesen desenmascarado a Gawain Robards, les dio tema de conversación durante un
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buen rato. Sin embargo, poco a poco fueron asumiendo la escena en la que se habían visto envueltos, y el nerviosismo y la incredulidad fueron sustituyendo a la euforia y el optimismo. Snape había traicionado a Voldemort. Y había muerto. — Resulta extraño — murmuró Hermione, con la mirada perdida en las llamas que ardían alegremente en la chimenea, que conferían un sobrenatural resplandor rojizo a sus ojos —. Ya no sé muy bien qué pensar de Snape... Al principio, hace siglos, creíamos que estaba al servicio de Voldemort... Luego, creímos que sólo era un poco desagradable, pero que estaba del lado de Dumbledore... Poco después descubrimos que sí había sido un mortífago, pero que se había pasado al otro bando... El año pasado creímos que en realidad siempre había sido el preferido de Voldemort, y que nunca lo había traicionado... Pero ahora... — Ya — asintió Harry —. Snape no era el máximo seguidor de Voldemort. En realidad, quería suplantarlo. Mira que he llegado a pensar cosas de él, pero nunca se me habría ocurrido eso. — Según lo que nos has contado, se ha pasado toda su vida trabajando por conseguirlo — dijo Hermione sombríamente —. Desde que se unió a los mortífagos, al parecer... Siempre ha querido tener poder sobre Voldemort. Harry asintió, sin compartir con ella lo que sospechaba: que Snape había sellado su destino cuando había prometido a sus dos mayores enemigos, más de veinte años atrás, una soleada tarde de junio: Esperad... y veréis... Esperad y veréis. Desde que había sido humillado delante de todo el colegio. Harry estaba seguro de que fue entonces cuando Snape decidió que nadie, jamás, iba a volver a tener poder sobre él. Ni siquiera Voldemort. Snape había comenzado entonces a utilizar todas sus artes para no volver a verse en una situación de inferioridad en su vida; fue entonces cuando escribió aquellas notas al margen del libro de Pociones Avanzadas, cuando empezó a investigar por su cuenta no sólo la mejor forma de realizar aquellas pociones, sino que inventó esos hechizos que Harry había aprendido el año anterior. Si el Levicorpus fue el primero, el Sectumsempra, el último que Harry había podido
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aprender de aquel libro, había sido una muestra incuestionable del verdadero rostro de Severus Snape. Harry podía hacerse una idea bastante clara de lo que había ocurrido después: Snape se había unido a Lord Voldemort, pero ni siquiera haberse convertido en su mano derecha había podido acabar con su complejo de inferioridad. Quería el poder supremo, quería el respeto y el temor de todo el mundo mágico, y verse relegado a arrastrarse ante Voldemort, aunque tuviera el honor de ser el que más cerca de él se arrastraba, no debía haberle parecido suficiente. De modo que empezó a indagar cómo conseguir poder sobre su nuevo amo, y fue cuando, a saber cómo, descubrió que Voldemort había dividido su alma. — Es como... como una araña — dijo Hermione inesperadamente, y Harry creyó, por un momento, que le había leído la mente —. No, en serio — insistió ella, malinterpretando su expresión de desconcierto —. Desplegando su tela poco a poco, un filamento allí, otro allá... Hasta que, sin que nadie supiera cómo, hubo construido una trama firme y enorme, atrapando a todos sin que siquiera se dieran cuenta... — Muy poético — gruñó Ron —. Y todo para decir que Snape era un maldito bastardo mucho peor de lo que ya pensábamos que era. — Pero es cierto — insistió Hermione —. Un hilo hacia allá, y Voldemort confía en él como si fuera su hijo querido... otro filamento hacia allí, y Regulus roba el Horcrux, y consigue hacerse matar por los mortífagos... Un hilo más, y Voldemort está a punto de morir a manos de... de Harry —. Carraspeó —. Hilos y más hilos, y Voldemort y sus mortífagos están convencidos de que Snape es el siervo más fiel del Señor Oscuro, mientras la Orden del Fénix y Dumbledore creen que es el espía más arriesgado y temerario del Ministerio... Y, todo ese tiempo, Snape estaba en el centro de su tela, controlando todos los filamentos, dando un tirón aquí y otro allá, y sólo se era fiel a sí mismo. — Estupendo — dijo Ron, bostezando ruidosamente —. La araña a la sombra de la
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serpiente. Un zoológico encantador. Harry no dijo nada. Se le acababa de ocurrir una idea inquietante: que uno de esos filamentos de los que hablaba Hermione había conseguido enroscarse en torno a él mismo. Snape le había enseñado Oclumancia. Y se la había enseñado bien. Había conseguido engañarle: siendo tan desagradable y tan odioso como había sido con él, se había esforzado, sin embargo, por darle a Harry ese poder sobre Voldemort... El poder de impedir que Voldemort entrase en su mente. Y Harry apostaba a que había sido para hacer lo que había querido hacer aquella noche: conseguir que Harry acabase con Voldemort por él. Al fin y al cabo, no debía olvidar que Snape fue el que escuchó la profecía... Harry no creía ni por un momento que la idea de llevarlo ante Voldemort para que Harry lo matase se le hubiese ocurrido de pronto aquella noche. — No sólo eso — murmuró para sí —. Se quedó en Hogwarts, después de la "muerte" de Voldemort, para tenerme controlado... Porque él sabía que yo era el factor determinante, lo que le daba poder realmente sobre Voldemort, lo que hacía posible que, algún día, pudiera acabar con él y hacerse con su trono... — Ajá — asintió Hermione, y suspiró —. Y apuesto a que sabía que no podría obligarte a hacerle el trabajo sucio mientras siguieras protegido por Dumbledore y por Sirius. Por eso movió sus hilos para hacer que Sirius muriese en el Departamento de Misterios... — Y mató a Dumbledore — finalizó Harry por ella. — Un momento — intervino Ron —. Creía que lo de Dumbledore había sido una casualidad... Quiero decir, Snape ni siquiera sabía que los mortífagos habían entrado en Hogwarts hasta que Hermione y Luna fueron a avisarle, ¿no es cierto?... Hermione lo miró con una expresión de tristeza en el rostro. — ¿Y realmente crees que Malfoy pudo haberle ocultado algo así? — preguntó. — Bueno — dijo Ron —, Harry les oyó a los dos hablando el año pasado, y parecía que Snape no sabía nada de lo que Malfoy estaba haciendo, ¿no?...
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— No — dijo Hermione después de considerarlo un instante —, estoy segura de que Snape lo sabía, pero esperó hasta ver cómo se sucedían las cosas para hacer su movimiento. Si Dumbledore hubiera estado en plena forma aquella noche, y hubiese vencido a Malfoy, estoy segura de que Snape habría luchado aquella noche del lado de la Orden del Fénix. — ¿Y entonces cómo iba a volver después con los mortifagos? — dijo Ron, negando con la cabeza —. Jamás se lo habrían perdonado. — Lo habrían hecho, si Voldemort hubiese dicho que lo hicieran — contestó Hermione —. Snape se habría inventado alguna excusa como las que ya utilizó antes, que no quería descubrir su doble juego, que era más útil infiltrado en Hogwarts, o algo así... y Voldemort se lo habría tragado. — Probablemente — dijo Harry —. Y Snape habría seguido siendo un miembro de los mortífagos y de la Orden del Fénix, y un profesor de Hogwarts, y quizá habría encontrado el modo de obligarme a hacer lo que no ha podido obligarme a hacer esta noche. — Sólo tenía que haber sido paciente — Ron se encogió de hombros —. Al fin y al cabo, tú sí que tenías la intención de matar a Quien—Tú—Sabes, dijera lo que dijese Snape. — Y la sigo teniendo — respondió Harry tajantemente —. Sólo que ahora ya sé que Severus Snape no va a estar allí para recoger el testigo de su querido amo cuando acabe con él.
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— CAPÍTULO 31 — Encrucijada
Y lo que era mejor: la preocupación, la inquietud, la desesperación, desaparecieron cuando comprendió que ya no tenía que buscar algo que era imposible encontrar: el Medallón de Slytherin estaba bien guardado en su baúl, junto con las piezas de la espada de Gryffindor y la Copa de Hufflepuff, los tres Horcurxes que había conseguido encontrar, y ninguno tenía un pedazo del alma de Voldemort en su interior. Lo que al principio le había parecido una tarea inabarcable ahora estaba al alcance de su mano... sólo tenía que encontrar a la escurridiza Nagini para conseguir lo que, en lo más profundo de su ser, había creído que jamás conseguiría: estar en condiciones de enfrentarse a Voldemort. Y tener una oportunidad de vencer, aunque sólo fuese una muy pequeña. Al día siguiente, pese a que se sentían tan cansados que apenas eran capaces de hilar dos pensamientos coherentemente, bajaron a desayunar temprano porque Hermione insistió en que quería recoger el periódico: estaba convencida de que El Profeta no habría pasado por alto la detención de un alto cargo del Ministerio y una conocida mortífaga fugada de Azkaban. Lo que no imaginaba es que encontrarían otra sorpresa aún mayor entre sus páginas.
GOLPE A LOS SEGUIDORES DE
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EL QUE NO DEBE SER NOMBRADO
Anoche, en un sorprendente giro de los acontecimientos, el grupo independiente conocido como "La Orden del Fénix", que muchos han llamado "grupo subversivo terrorista" en multitud de ocasiones, mantuvo una cruenta lucha en las cercanías de Brighton con un nutrido grupo de mortífagos, entre los cuales, según ha podido saber este diario, se encontraba el mismísimo El Que No Debe Ser Nombrado. No ha trascendido la causa del encuentro entre ambas organizaciones rivales; sin embargo, El Profeta ha podido saber que la Orden del Fénix consiguió poner en fuga a Quien— Ustedes—Saben...
— No creo que nadie de la Orden haya declarado eso — interrumpió Harry en tono sombrío.
...y además, en una operación que sólo puede calificarse como "rotundo éxito" de los antiguos seguidores de Albus Dumbledore, lograron detener a Bellatrix Lestrange, una de los mortífagos que huyeron de Azkaban hace dos años y que intervino en la que ya es conocida entre todos los miembros de la sociedad mágica como "La Batalla del Ministerio", en la que murió el ex convicto Sirius Black (curiosamente primo de la anterior, aunque posteriormente se descubrió que militaban en bandos distintos). Después de la detención de Bellatrix Lestrange, una vez finalizada la lucha, un miembro de la Orden del Fénix acudió al Ministerio de Magia y acusó al actual director de la Oficina de Aurores, Gawain Robards, de colaborar con los mortífagos y con El Que No Debe Ser Nombrado. Un comité de urgencia del Wizengamot comprobó la veracidad de esas acusaciones, y envió preventivamente a Gawain Robards a Azkaban,
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junto con Bellatrix Lestrange. Sin embargo, para los miembros del Wizengamot que se habían reunido de urgencia en el Ministerio no habían terminado las sorpresas: a altas horas de la madrugada, mientras se encontraban fijando la fecha del juicio de los dos detenidos, la directora del colegio Hogwarts de Magia y Hechicería, Minerva McGonagall, solicitó comparecer ante el tribunal para entregarles a uno de los miembros de su cuadro docente, acusado asimismo de colaboración con Quien—Ustedes—Saben. Se trata de Wilhelmina Grubbly—Plank...
— ¿¡Qué!? — exclamaron a la vez Harry y Ron, sobresaltados, mientras Hermione dejaba de leer y lanzaba una mirada de incredulidad al periódico. Sacudió la cabeza, con los ojos muy abiertos por la sorpresa, y después siguió leyendo.
...Wilhelmina Grubbly—Plank, recientemente contratada para impartir la asignatura de Cuidado de Criaturas Mágicas tras la dimisión de Rubeus Hagrid, pero que ya alguna vez había trabajado en Hogwarts a las órdenes del anterior director, Albus Dumbledore. Según aseguró Minerva McGonagall, Wilhelmina Grubbly—Plank está acusada de engañar a un auror del Ministerio que guardaba la entrada al castillo de Hogwarts para dejar el camino libre a un mortífago, que, a pesar de todo, fue detenido antes de lograrlo. La directora también aseguró a este periódico que ya antes había sospechado de Grubbly—Plank, concretamente hace dos años, pero no pudo demostrar que había intervenido la correspondencia de entrada y salida al colegio por orden de El Que No Debe Ser Nombrado. Tanto Wilhelmina Grubbly—Plank como Bellatrix Lestrange y Gawain Robards serán juzgados el próximo 20 de mayo.
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— Va—vaya... — tartamudeó Ron, impresionado —. Grubbly—Plank... Quién lo iba a decir, ¿no?... Así que fue ella la que envió esa carta a Tonks para que se marchase de la puerta... — Lógicamente, estaba compinchada con Gawain Robards, porque fue él quien alejó a Tonks de su puesto la primera vez... — Sí, bueno — dijo Harry, pensativo —. Bien pensado, tiene su lógica... — ¿Que tiene su lógica? — exclamó Ron, desconcertado —. ¿Habías sospechado que Grubbly—Plank fuera una mortífaga, o algo? — No — admitió Harry —. Pero mira lo que dice McGonagall en el periódico... que no pudo demostrar que había intervenido correspondencia de entrada y salida al colegio. Apuesto a que fue ella la que leyó aquella carta de Sirius, y le dijo a Umbridge dónde habíamos quedado en vernos para que pudiera capturarlo. Hermione frunció el ceño. — Pero eso no tiene sentido... — dijo —. Umbridge era horrible, sí, pero al fin y al cabo trabajaba para el Ministerio... ¿Para qué iba Grubbly—Plank a ponerla tras la pista de Sirius? Ron soltó un bufido. — Vete tú a saber — contestó —. Igual Quien—Tú—Sabes pensó que, si no tenían ninguna pista del paradero de Sirius, el Ministerio igual dejaba su búsqueda a un lado y empezaba a prestar más atención a la actividad de los mortífagos... Harry sonrió tenebrosamente. — Seguro — asintió —. Lo que menos le interesaba a Voldemort en esos momentos era que el Ministerio dejase de buscar a Sirius y empezase a darse cuenta de que era cierto lo que Dumbledore y yo decíamos. — Mirad — dijo Hermione de pronto, mirando con expresión indefinible el periódico —. Mirad lo que dice aquí, justo debajo de la otra noticia... —. Carraspeó y leyó:
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OTRA BAJA ENTRE LOS MORTÍFAGOS
Severus Snape, de treinta y nueve años, antiguo profesor del colegio Hogwarts de Magia y Hechicería y supuesto mortífago arrepentido (según hemos publicado ya en alguna ocasión en este periódico, se demostró que fue él quien asesinó a Albus Dumbledore hace ahora un año), ha sido encontrado muerto en su vivienda de Londres. Por el momento se desconocen las causas de la muerte, aunque fuentes del Ministerio de Magia aseguran que las primeras investigaciones apuntan a la maldición Avada Kedavra como única causa posible. Pese a todo, no había nadie más en la casa cuando los funcionarios del Ministerio encontraron el cadáver, de modo que la investigación deberá proseguir antes de que se aclaren completamente las circunstancias de la muerte del mortífago.
— Bueno, al menos no dicen nada de nosotros — suspiró Harry —. Aunque no sé cuánto tiempo podremos mantener esto en secreto. — No mucho, supongo — respondió Hermione plegando el periódico —. Los investigadores del Ministerio no son precisamente estúpidos. — Pues a veces lo parecen — gruñó Ron —. ¿No se pasaron años enteros pensando que Sirius era lo peor que se había inventado desde la bomba matónica esa? — Atómica, Ron — le corrigió Hermione —. Sí, pero no creo que vayan a pasar esto por alto tan fácilmente. Seguro que dejamos un montón de pistas sin darnos cuenta... No sé, huellas, pelos, o lo que sea. — ¿De qué estás hablando? — preguntó Ron, extrañado —. ¿Eso es lo que usan los investigadores muggles, o algo así? Hermione parpadeó.
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— Pues... sí, más o menos — dijo. — Oh — murmuró Ron —. Qué chorrada, ¿no? Bueno, lo único que tienen que hacer los del Ministerio es comprobar las imprimaciones de magia que hayan quedado en la casa, y con ellas podrán adivinar aproximadamente qué tipo de gente estuvo allí, ya sabes, su edad, qué hechizos utilizaron... Aunque por eso no creo que haya problema — añadió —. No usamos ninguno. — Entonces yo tenía razón — dijo Harry inopinadamente —. La magia deja un rastro... — Pero, entonces — intervino Hermione con aspecto de curiosidad —, se puede descubrir la magia que se ha utilizado mediante otro hechizo... Me pregunto cómo será, supongo que tendrá algo que ver con... — Sí, bueno, lo que sea — la interrumpió Ron, poniendo los ojos en blanco —. Es igual, nosotros no hicimos ningún hechizo, ¿no?, así que no pueden saber que... — Yo sí — musitó Harry —. Ataqué a Snape con un encantamiento aturdidor. — No importa, seguro que sólo se fijan en el Avada Kedavra — respondió Ron —. Y eso no sólo nos excluye a nosotros, sino que también excluye a Lupin. Hermione chasqueó la lengua. — De cualquier modo, da igual — dijo —. Nosotros no matamos a Snape, fue Colagusano, de forma que no nos pueden acusar de nada... — ¿Te parece poco dejar escapar al asesino? — dijo Harry irónicamente —. Más aún, ¿a un asesino reincidente, y mortífago para más señas? Hermione no dijo nada. — Bueno, da igual — continuó Harry —. Si lo descubren, diremos lo que pasó y punto. — ¿En serio? — rezongó Ron —. ¿Y qué hacíamos en esa casa, para empezar? Harry suspiró. — Supongo que podría prometerle a Scrimgeour un par de visitas al Ministerio... dejándome ver, digo. — Aún así, insistiría en saberlo — dijo Hermione, alicaída —. Lo mejor sería que no
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descubriesen que estuvimos allí, y punto. — Cruza los dedos — murmuró Ron.
A pesar de todo, tuvieron que dejar de preocuparse por lo que pudiera destapar la investigación de la muerte de Snape; de repente, sin que ninguno de los tres supiera muy bien cómo, se les habían echado encima los ÉXTASIS (tal vez por el hecho de que, como el resto del colegio no tenía los examenes hasta un mes después, no se habían podido dejar llevar por el habitual ambiente de estudio que impregnaba Hogwarts en junio, y por eso ni siquiera se habían dado cuenta de que no quedaban ni veinticuatro horas para el primer examen), y Hermione les obligó a encerrarse en la Torre de Gryffindor para dedicar las últimas horas del día a estudiar. A diferencia de lo que había ocurrido en quinto, los ÉXTASIS se centraban mucho más en la práctica que en la teoría; durante las dos semanas que duraron los examenes apenas tuvieron unas breves pruebas teóricas por las mañanas, y las tardes enteras las destinaron a los examenes prácticos, que podían llegar a durar horas y horas. Era agotador; los examinadores, los mismos que tuvieron en los TIMOS, ya no se conformaban con hacerles realizar uno o dos hechizos: de hecho, tuvieron lugar verdaderos duelos mágicos en mitad del Gran Comedor, y, si no fuera por el Encantamiento Inhibidor que Flitwick lanzaba cada mediodía por la sala, probablemente alguno, alumno o profesor, habría salido de algún examen con más extremidades de las que tenía al entrar. Aunque no estaba del todo contento con el resultado de sus exámenes, teniendo como tenía la cabeza en varios sitios a la vez, Harry todavía conservaba las esperanzas de poder llegar a ser auror: al fin y al cabo, aspiraba por lo menos a una mención especial en Defensa Contra las Artes Oscuras, y creía poder asegurar que en Transformaciones y en Encantamientos lo había hecho lo suficientemente bien como para llegar, al menos, al "Supera las Expectativas"... el práctico de Pociones no se le había dado tan bien, pero creía que, al menos, su Veritaserum tenía la consistencia y el color (o, más bien, el no—color) que la fórmula exigía. El examen de Herbología,
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sin embargo, no le había ido nada bien: sin saber muy bien cómo, se las había arreglado para que su Ficus Bailarín se abalanzase sobre él e intentase morderle la yugular, algo bastante sorprendente teniendo en cuenta que los Ficus Bailarines eran plantas agradables, tranquilas y, sobre todo, no tenían dientes. De cualquier forma, ya estaba hecho, se dijo Harry, un poco desalentado, mientras salía del transformado Gran Comedor, frotándose el cuello dolorido. Y, aunque el cerebro le daba vueltas mientras repasaba lo que había hecho en todos y cada uno de los exámenes, preguntándose si habría conseguido su objetivo o tendría que empezar a buscarse otra profesión, los examenes no habían conseguido sacar de la cabeza de Harry una idea que se había implantado firmemente en ella el día que leyó en el periódicio acerca de la detención de Bellatrix Lestrange, Gawain Robards y la profesora Grubbly—Plank: el deseo de asistir al juicio, que se celebraría dos días después. Y de no acudir solo. Por eso, cuando vio a la profesora McGonagall en el Vestíbulo, apoyada contra la barandilla mientras esperaba, nerviosa, que finalizasen los exámenes, Harry no pudo evitar esbozar una sonrisa. Se acomodó la mochila en el hombro y se acercó a ella a grandes zancadas. — ¿Qué pasa, Potter? — preguntó la directora, parpadeando al comprobar que Harry no se dirigía a la escalinata de mármol sino que pretendía hablar con ella —. ¿Hay algún problema? — No, profesora — dijo él, deteniéndose frente a ella —. Sólo quería preguntarle una cosa, si tiene un momento... McGonagall enarcó las cejas, observándolo con curiosidad. — Supongo que puedes, Potter — respondió, dirigiendo la mirada hacia la puerta entreabierta del castillo, por la que entraba un ancho rayo de luz solar —. Pero que no sea mucho tiempo: todavía falta un rato para la hora de la cena, pero tengo que cenar con los examinadores, y no querría llegar tarde. — Bueno, profesora, verá — continuó Harry, dejando caer la mochila —. El sábado es el
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juicio de los mortífagos que la Orden atrapó el otro día... — Ajá — asintió McGonagall frunciendo el ceño —. ¿Qué ocurre? ¿Quieres ir, acaso? — Eh... Bueno, sí, profesora — dijo Harry. McGonagall le dirigió una de sus habituales miradas escrutadoras. — No vendrás a pedirme permiso, ¿verdad? — inquirió, imprimiendo un tono sarcástico en su voz que Harry no pudo más que percibir —. Como si te hiciera falta pedirme permiso para salir del colegio a tu antojo... — Eh... Bueno, no, profesora — contestó Harry, un poco avergonzado —. En realidad, pensaba ir de todas formas. — Ya — dijo ella apretando los labios —. Bueno, Potter, entonces, ¿qué quieres? — Verá, profesora — respondió Harry, mirándose los pies. No le importaba pedir cosas para sí mismo: pero pedirlas para otras personas... y más si esas otras personas no tenían ni idea de lo que estaba pidiendo... —. Quería pedirle que permitiese que Neville viniera con nosotros al juicio. La profesora McGonagall guardó silencio un instante, mirándolo intensamente como si quisiera sopesar lo que Harry pretendía con aquella petición. — ¿Neville? — repitió —. ¿Neville Longbottom? Harry asintió enérgicamente, y levantó la mirada para clavarla en la de la directora. — Sí, claro — se contestó a sí misma la profesora McGonagall, perdiendo su severidad momentáneamente y haciendo una mueca que Harry no fue capaz de identificar —. Longbottom... Sí, supongo que es lo más justo, Potter. No se me había ocurrido. Harry sonrió tristemente. — Aunque no sé si Neville querrá venir — dijo —. A lo mejor es un trago por el que no desea pasar... — Hay otro problema — añadió McGonagall, la severidad volviendo a su rostro
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repentinamente —. Al juicio sólo pueden asistir los miembros del Wizengamot y los testigos. Harry la miró con una media sonrisa apenas esbozada en los labios. — Deje eso de mi cuenta — respondió enigmáticamente.
Al principio creyó que Neville no iba a querer acudir al juicio, al ver la expresión de su rostro cuando le explicó que quizá podrían arreglárselas para asistir; sin embargo, al momento siguiente pensó que probablemente se lo había imaginado, porque Neville apretó los labios, entrecerró los ojos e hizo un gesto de determinación que Harry apenas le había visto en un par de ocasiones desde que le conoció. Neville se limitó a decir un seco "Sí", y dejó a Harry con la palabra en la boca y la molesta sensación de saber que había algo que se le escapaba en aquella escena. Pese al miedo de la profesora McGonagall, conseguir el permiso para asistir a aquel juicio fue bastante sencillo, como Harry esperaba. El veinte de mayo se presentaron en el Ministerio por la entrada de visitantes, cuidándose de que todos los que estaban en esos momentos en el Atrio vieran quiénes eran y escucharan cómo Harry le decía con voz estentórea a Eric Munch, el mago de seguridad, que tenía que ver al Ministro de Magia para un asunto urgente y, sobre todo, confidencial. Teniendo en cuenta que menos de una hora después se celebraba el juicio más importante desde la época de la "muerte" de Voldemort, el Atrio estaba lleno a rebosar de miembros del Wizengamot, funcionarios del Ministerio, periodistas de El Profeta (y, quizá, de algún otro diario de la sociedad mágica), así como curiosos en general atraídos por el espectáculo como las moscas por la miel, al hacer aquello se aseguró de que al menos medio centenar de personas supieran que El Niño Que Vivió, El Elegido, había ido al Ministerio a tratar con el Ministro "asuntos urgentes y confidenciales". La única pega, según murmuró Ron mientras bajaban en el ascensor acompañados por el omnipresente Eric, era que, de aquella manera, tenían que ver a Scrimgeour... y él no tenía ninguna esperanza de que el Ministro les recibiese precisamente de buenas maneras. Harry, por el contrario,
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había pretendido precisamente aquello cuando planeó entrar en el Ministerio de esa forma: quería que Eric le explicase a Scrimgeour la escena que había tenido lugar abajo, en la entrada principal del Ministerio. — Deja de preocuparte — siseó cuando Eric miró a Ron, suspicaz —. Limítate a parecer un chico serio. — Va a ser difícil — musitó Hermione, recibiendo a cambio una mirada asesina de Ron. — Primera Planta, Alta Dirección Mágica, incluyendo el despacho del Ministro de Magia y de sus asesores directos — dijo la voz fría de mujer en el ascensor. Harry los miró con el ceño fruncido y salió del cubículo, con un inseguro Neville pisándole los talones. Se dirigió con paso firme, como si no sólo tuviera todo el derecho del mundo a estar ahí sino que además hiciera una visita al Ministro al menos cada tres días, hacia la puerta del fondo del pasillo, donde una enorme placa dorada clavada en la madera rezaba: Ministro de Magia. Sin detenerse a llamar, entró en el despacho, ignorando la expresión horrorizada de Eric. — Ya he hecho lo que quería — dijo Harry fríamente, con los ojos clavados en un desconcertado y muy sorprendido Ministro de Magia —. He demostrado que estoy trabajando codo con codo con usted, y que nos traemos entre manos asuntos ultrasecretos e hiperpeligrosos encaminados a proteger a la sociedad mágica. Ahora quiero que sea usted el que haga algo por mí. Anonadado, Scrimgeour no pudo sino asentir cuando Harry le exigió que permitiese que él, Ron, Hermione y Neville estuvieran presentes en el juicio de los tres mortífagos, y apenas fue capaz de reaccionar cuando volvieron a salir inmediatamente, casi sin despedirse, dejando al angustiado Eric farfullando incoherentemente explicaciones y excusas por la irrupción de los cuatro jóvenes en el despacho del Ministro. Antes de que el mago de seguridad pudiera salir del despacho para acompañarlos, Harry, Hermione, Ron y Neville se apresuraron a coger de nuevo el ascensor y aporrearon el botón, no fuera que Scrimgeour cambiase de idea y Eric quisiera detenerlos o sacarlos a rastras del
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Ministerio. — Novena Planta, Departamento de Misterios. Cuando salieron al desnudo corredor de piedra que tan a menudo había visitado Harry en sus sueños, Hermione se detuvo en seco. — ¡Ouch! — exclamó Ron, chocando contra su espalda —. ¿Qué...? — Harry — dijo Hermione en voz baja —, no pasa nada por... ¿Verdad? Harry giró sobre sus talones, sorprendido. — ¿Qué...? Oh — contestó, comprendiendo de pronto. Miró a su alrededor —. No, no pasa nada, tranquila. Y se sorprendió a sí mismo advirtiendo que lo que decía era cierto. Durante mucho tiempo había creído que volver al Departamento de Misterios avivaría en su interior unos sentimientos que esperaba haber enterrado hacía mucho; sobre todo, rabia, dolor y tristeza. Y, sin embargo, lo único que sentía en ese momento era... curiosidad. — Aún queda un rato para que comience el juicio, ¿verdad?... — dijo en voz baja, consultando por costumbre su muñeca en busca de un reloj que hacía años que no llevaba. — Eh... sí, unos veinte minutos — respondió Hermione, inquieta —. Harry, ¿qué...? — Nada — dijo él, y siguió adelante —. Sólo que, aprovechando que estamos aquí, quería comprobar una cosa. Y, en lugar de torcer por el hueco de la izquierda que conducía a los tribunales, siguió adelante y empujó la puerta de madera negra que se erguía, ominosa, al fondo del pasillo. — Harry, ¿qué haces? — susurró Hermione cuando él atravesó la puerta —. ¿Por qué...? — Hazle una marca a esa puerta — dijo Harry, avanzando hasta el centro de la estancia circular de paredes, techo y suelo negros, con sus puertas negras en las paredes, flanqueadas de candelabros que emitían una tenue luz azul antinatural. Hermione abrió la boca para protestar, pero al ver la expresión distante de Harry la cerró, sacó la varita y marcó la puerta por la que acababan
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de entrar con una ígnea letra "X". Al igual que la última vez que estuvieron allí, se oyó un sonido retumbante y las lucecitas azules imprimieron en sus retinas unas finas líneas de luz cuando los muros, y su docena de puertas, comenzaron a girar. Únicamente el trazo de luz roja y dorada que marcaba el camino de la "X" de Hermione se distinguía entre el azul que, más que alumbrar, resaltaba la oscuridad. Tan repentinamente como empezaron, los muros dejaron de girar y se hizo el silencio. Harry se dirigió sin titubear a la puerta que había quedado justo frente a él y la abrió con un movimiento brusco. Se detuvo súbitamente cuando vio lo que había al otro lado. Después del ominoso pasillo de piedra, y de la no menos amenazante y extraña sala de las puertas negras y las luces azules, el interior de aquella habitación era insólitamente normal y tranquilizador; las paredes de piedra desnuda eran iguales al resto del Departamento, pero la estancia estaba bien iluminada con la luz de las antorchas que colgaban de las paredes, y en un lateral había un escritorio de madera pulida que parecía estar curiosamente fuera de lugar. Detrás de él se sentaba un mago de mediana edad, calvo y de ojos saltones, que los miraba con una expresión inconfundible de alarma y desconcierto. — ¿Qué demonios estáis haciendo aquí? — exclamó, levantándose de un salto y alargando la mano para coger la varita, que descansaba sobre la superficie pulida de la mesa. Harry se adelantó e hizo un movimiento descuidado con la cabeza para apartarse el cabello de la frente. El mago se quedó inmóvil con la mano extendida. — ¡Harry Potter! — susurró, abriendo tanto los ojos que dio la impresión de que se le iban a salir de sus órbitas —. ¿Qué haces...? — Buenos días — le interrumpió Harry serenamente —. Busco la Sala de la Muerte, si pudiera indicarme cómo... — La Sala de la Muerte... — balbució el mago, desconcertado —. Pero... Abrió y cerró la boca un par de veces, como un pez necesitado de oxígeno, y sacudió la
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cabeza. — No sé si... Verás, este Departamento está restringido, y no se permite la entrada al público en general... — Nosotros no somos público en general — dijo Neville desde detrás del hombro de Harry. Éste giró en redondo, asombrado —. Venimos con El Elegido, ¿no?... El mago parpadeó rápidamente. — Eh... sí, supongo que sí — admitió —. Pero no sé si... — Estamos aquí con permiso del Ministro de Magia — insistió Neville. Harry no podría haber pronunciado una sola palabra aunque se le hubiera ocurrido qué decir: ver a Neville enfrentándose con un mago del Ministerio era más increíble que comprender que, realmente, el inefable estaba a punto de ofrecerles una visita guiada por el Departamento de Misterios... El mago cerró la boca, derrotado, y rodeó el escritorio para acercarse a ellos. — Está bien — dijo —. Os llevaré a la Sala de la Muerte. Pero sólo unos minutos, ¿de acuerdo? — De acuerdo — respondió Harry, permitiéndose el lujo de esbozar una sonrisa. — Soy Jonathan Croaker — se presentó, alargando la mano para estrechar la de Harry. — Encantado — dijo éste —. Ellos son Neville Longbottom, Ron Weasley y Hermione Granger. — Ya hemos estado aquí en otra ocasión — dijo Hermione al estrechar su mano. — Oh — contestó Croaker, y entrecerró los ojos, pensativo —. Ah. Ya recuerdo. Vosotros fuisteis los que... — Sí — se apresuró a decir Harry —. Bueno, ¿por dónde...? — ¡Usted estaba en los Mundiales de Quidditch! — exclamó Ron de repente, cuando Croaker le estrechó la mano —. Estaba con Bode, mi padre dijo que... Su voz se perdió cuando vio la expresión dura del rostro de Croaker.
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— Sí — asintió brevemente —. Era mi compañero. Prudentemente, Ron se abstuvo de decir nada más, y siguió a los demás hacia la puerta por la que habían entrado, con Croaker encabezando la marcha. Hermione frunció el ceño. Probablemente, pensó Harry, recordaba perfectamente cómo había muerto Broderick Bode. Y quizá todavía se sentía culpable porque pensaba que debería haber reconocido aquel esqueje de Lazo del Diablo. Croaker permaneció impávido mientras los muros volvían a girar a su alrededor, limitándose a lanzar una mirada de curiosidad a la "X" grabada al fuego en una de las puertas. Cuando la habitación circular quedó inmóvil, se dirigió hacia una de las puertas que quedaban a su izquierda y la abrió. Entraron a una habitación rectangular, de grandes dimensiones. Los bancos de piedra que cubrían las paredes a modo de gradas se hundían en dirección al gran foso cuadrado de piedra de seis metros de profundidad. La sala con forma de anfiteatro estaba apenas iluminada, pero aún así Harry pudo ver, con una extraña sensación de vacío en el estómago, la tarima de piedra que se alzaba en el centro de la fosa, sobre la que apenas se mantenía en pie el antiquísimo arco de piedra, agrietado y derrumbado en parte, con el raído y harapiento velo ondeante colgando en su interior, balanceándose ligeramente. — Esta es la Sala de la Muerte — dijo Jonathan Croaker, y su voz resonó fuertemente en la estancia, amplificada por las paredes de piedra sin desbastar. Harry no dijo nada: bajó las gradas de una en una, con la mirada fija en el arco apuntado de piedra, en la cortina desgarrada que se movía como si alguien acabase de pasar a través de ella. Oyó un susurro cuando se acercó a la tarima, y, sin pensarlo dos veces, puso las manos sobre el borde de piedra y se aupó para subir. El susurro se intensificó. Avanzando lentamente hacia el arco, Harry aguzó el oído, esperando oír, en cualquier momento, una palabra susurrada que pudiera reconocer... Alargó la mano para rozar el velo, que se mecía movido por una brisa
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inexistente. — Yo de ti no tocaría eso — resonó la voz de Jonathan Croaker desde detrás de él. Harry no retiró la mano —. Ese arco es un conducto hacia el otro lado... pero eso no quiere decir que sea un conducto de ida y vuelta. Harry se volvió. — ¿Sabe lo que es? — preguntó, sin poder evitar que la ansiedad se notase en su tono de voz. Croaker sonrió desganadamente y saltó la última grada para caer en el fondo de la depresión sobre la que se erguía la tarima del arco. — A eso me dedico — respondió, caminando lentamente hacia él —. Estudio los misterios del Departamento de Misterios. Éste, en concreto — continuó, pasando una mano sobre la piedra del borde de la tarima —, es algo que todavía no hemos llegado a conocer demasiado bien... — ¿Por qué? Croaker se encogió de hombros. — Porque ninguno de los que ha pasado al otro lado ha vuelto — explicó —. Así que no te acerques mucho, no sea que te resbales o algo así y el Ministro me corte la cabeza por perder a El Elegido. Harry apartó la mano del velo. — Pero hay alguien detrás... — musitó, observando la tela raída, sintiendo cómo la antigua desesperación, la angustia, crecían finalmente dentro de él —. Hay gente. — ¿Los oyes? — preguntó Croaker con una mirada de astucia que hizo que a Harry se le erizasen los pelos de la nuca. Asintió. — Sí — dijo, sintiendo cómo su corazón golpeaba fuertemente contra sus costillas —. Sí, los oigo. Croaker suspiró, y, con un descuidado movimiento de muñeca, levitó para subir a la tarima. Alzó la mirada hacia el imponente y casi derruido arco.
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— Los muertos — dijo simplemente, y posó una mano sobre el hombro de Harry —. ¿Entiendes lo que dicen? — No — admitió Harry —. Pero creo que podría llegar a hacerlo. Si tuviera más tiempo... — El tiempo no importa — contestó Croaker —. No los entendemos porque no se les puede entender. Harry lo miró, desconcertado. — Pero... — No se puede hablar con los muertos, Harry Potter — insistió —. Ellos no están detrás de este arco: el arco sólo es un conducto. Y nunca se ha utilizado para ir al otro lado. — Hubo alguien que lo utilizó — respondió Harry, volviéndose hacia el arco —. Hubo uno que pasó al otro lado... — Murió — se limitó a decir Croaker. — Pero sólo fue un encantamiento aturdidor — protestó Harry en voz baja —. No pudo morir por eso... — Sirius Black murió — dijo Croaker con una sonrisa amable en el rostro de edad indefinible —. Cuando uno pasa al otro lado, por medios naturales o por atravesar este conducto, no puede volver. — Los fantasmas sí — insistió Harry, tozudo. — Los fantasmas nunca han llegado al otro lado del velo — contestó Croaker —. Según lo poco que sabemos acerca del tema, cuando morimos se nos da la posibilidad de elegir: o seguimos nuestro camino, o nos quedamos atrás y nos convertimos en fantasmas... Y nadie que haya seguido adelante ha vuelto a comunicarse con nosotros. — ¿Y cómo...? — Lo único que hemos sacado en claro de nuestras investigaciones — dijo el inefable — es que la gente feliz no suele elegir quedarse.
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Harry suspiró. — ¿Y la gente que no era precisamente feliz? — musitó. Croaker se pasó la mano por el escaso cabello. — No te tortures más: los muertos no pueden resucitar. Al menos, no como ellos mismos. Harry no contestó, y siguió mirando el arco con una mirada vacía. La angustia que sintió ante la muerte de Sirius se reavivó en su vientre, como si acabase de ver cómo su cuerpo caía hacia atrás y desaparecía tras la tela que colgaba del arco, y por un momento notó que las rodillas se le doblaban. Tragó saliva, y sus rodillas recordaron de pronto que hacía casi dos años que había ocurrido todo aquello, y que aquel dolor hacía meses que había desaparecido. Inclinó la cabeza en un último homenaje a su padrino caído, y sonrió tristemente. Sin embargo, antes de dar media vuelta y salir para siempre de aquella sala, se dejó llevar por un impulso y alargó de nuevo la mano para rozar con las yemas de los dedos el ondeante velo. Oyó la exclamación horrorizada de Hermione, la respiración entrecortada de Ron, el gemido de Neville y el grito ahogado del inefable; pero no retiró la mano. Sintió un cosquilleo en los dedos, una sensación hormigueante, extraña, pero no desagradable. Los susurros se hicieron más nítidos al otro lado del arco, y Harry se descubrió a sí mismo escuchando, desesperado, tratando de entender aunque sólo fuera una palabra... Un fuerte golpe en el antebrazo le obligó a retirar la mano del velo. Al levantar la mirada, vio la expresión de furia en el rostro de Croaker. — ¿Estás loco? — gritó, aferrándole del brazo y obligándole a bajar de la tarima de un salto —. ¿Sabes lo que podría haber pasado? Harry no contestó, y no opuso ninguna resistencia cuando Croaker les condujo gradas arriba hacia la puerta cerrada que daba a la sala circular. Sin embargo, cuando iba a cerrar la puerta tras de sí, creyó, por un instante, oír una risa estrepitosa, como un ladrido, y un susurro que llenaba la Sala de la Muerte.
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Harry...
— CAPÍTULO 32 — Ojos verdes
Jonathan Croaker les condujo hasta la salida del Departamento de Misterios y se alejó sin despedirse, aunque antes de cerrar la puerta del pasillo de piedra dio una palmada en el hombro de Harry y le sonrió brevemente; Harry intuyó que era su forma de decir que comprendía lo que acababa de ocurrir en la Sala de la Muerte. O algo así. Harry se encogió de hombros y observó cómo se cerraba la puerta del Departamento de Misterios, sin saber muy bien si sentía alivio o tristeza al saber que no volvería a visitar aquel lugar. Pese a todo, Neville parecía mucho más afectado que él por haber vuelto al escenario de su última aventura con los mortífagos. Lo observaba todo con los ojos desorbitados, y daba la sensación de estar a punto de vomitar. Harry hizo una mueca y siguió caminando por el pasillo, rezando porque al Wizengamot no se le ocurriese sacar a Neville a testificar en contra de Bellatrix Lestrange: en ese caso, seguro que acababa vomitando de verdad. Afortunadamente, el Wizengamot debió considerar que con la declaración de uno de los testigos acerca de lo que ocurrió aquella noche en el Departamento de Misterios era suficiente para
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condenar a Bellatrix Lestrange. Y, en lugar de elegir a Neville, y a pesar de que fue a Neville a quien Bellatrix torturó en la Sala de la Muerte, el tribunal decidió que era mucho más oportuno que fuera Harry quien contase lo sucedido. Hubo algunas protestas por lo irregular que era llamar a declarar a alguien que no estaba citado oficialmente, pero la curiosidad del tribunal y de los asistentes por oír lo que Harry tenía que decir pudo ante cualquier queja que hubiera por saltarse los procedimientos. No fue tan terrible como pensó que sería; de hecho, era mucho más fácil hablar delante del Wizengamot cuando todos estaban pendiente de cada palabra que decía, absortos en su figura, observándolo con admiración y comprensión, y sobre todo no era el acusado ni temía que lo expulsasen de Hogwarts por usar la magia delante de un muggle. Su voz, clara y firme, tan diferente de aquella otra vez que tuvo que declarar ante el tribunal, resonaba en la amplia estancia, amplificada por las paredes de piedra negra y el suelo de piedra sin desbastar. No le resultó tan difícil como esperaba contar lo sucedido la noche que murió Sirius. Incluso fue capaz de enfrentar la mirada burlona de Bellatrix Lestrange mientras lo contaba, y reprimir al mismo tiempo las enormes ganas de asesinarla allí mismo que pugnaban por salir de su interior. Lo más difícil fue soportar la expresión horrorizada de Neville, con la mirada fija en Bellatrix Lestrange y el rostro de un enfermizo colo verde. Harry estuvo a punto de soltar un suspiro de alivio cuando el Wizengamot condenó a la mujer a cadena perpetua en Azkabán, y volvió a su asiento, esperando que los aurores acompañasen a la mortífaga fuera de la sala del juicio. Sin embargo, y para su sorpresa, Bellatrix permaneció en la sala, sentada en una de las sillas y fuertemente sujeta con las cadenas, mientras los aurores conducían al interior a los otros dos convictos. Estudió con curiosidad al hombre que acompañaba a la profesora Grubbly—Plank, ya que nunca había tenido la oportunidad de ver a Gawain Robards, supuestamente uno de los aurores más poderosos a sueldo del Ministerio. Era un hombre de edad indefinida, alto, ancho de espaldas
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y con aspecto recio y duro. Tenía el rostro fuertemente cincelado por una expresión endurecida e insensible, deformado por una cicatriz que le recorría el mentón de lado a lado. En cierto modo, se parecía a Rufus Scrimgeour, no físicamente (Robards era más alto, no cojeaba y llevaba el crespo cabello negro cortado casi al rape), sino en el porte: al igual que su predecesor al frente de la Oficina de Aurores, Gawain Robards tenía una cierta elegancia, en la que se mezclaban la astucia y la inteligencia con una inconfundible sensación de impavidez y serenidad, pese a la situación tan difícil a la que se enfrentaba. Si Bellatrix Lestrange se sentaba en su silla como si fuese un trono, al igual que la había visto hacer años antes en el Pensadero, Gawain Robards tomó asiento en la incómoda silla de piedra como si, en lugar de ser horrorosamente incómoda, según Harry recordaba perfectamente, fuese una mullida butaca colocada frente a un acogedor fuego encendido. Grubbly—Plank se sentó como una persona acostumbrada a sentarse en cualquier sitio, fuera una silla, una piedra o el mismísimo suelo del Bosque Prohibido, y miró a su alrededor con expresión de curiosidad. Las cadenas de ambas sillas tintinearon amenazadoramente, y se enroscaron alrededor de sus cuerpos. — Gawain Henry Robards y Wilhelmina Deirdre Grubbly—Plank — dijo rígidamente Scrimgeour desde el banco alargado donde se sentaba parte del medio centenar de miembros del Wizengamot, observando a los acusados con expresión adusta y amenazadora, las túnicas grises formando una sinfonía monocorde en las gradas, salpicada únicamente por alguna mancha plateada aquí y allá, donde se veía alguna "W" bordada en el lado izquierdo de una túnica —. Se les acusa de colaboración con El—Que—No—Debe—Ser—Nombrado y pertenencia al grupo de magos tenebrosos que apoyan a dicho personaje, auto—denominados "mortífagos". ¿Cómo se declaran? Ni Robards ni Grubbly—Plank se dignaron a contestar. — Bien — continuó Scrimgeour, visiblemente furioso —. Según la información que posee este tribunal, Gawain Robards aprovechó su situación privilegiada en el Ministerio de Magia para ayudar a El—Que—No—Debe—Ser—Nombrado a conseguir sus inicuos fines, apartando a
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Nymphadora Tonks de su puesto de guardiana de la puerta del colegio Hogwarts de Magia y Hechicería para que un mortífago, llamado Gerard Golding, pudiera entrar en el castillo, cosa que, afortunadamente, la misma auror a la que antes he hecho referencia pudo evitar. Asimismo, se le acusa de haber engañado a esa misma auror para atraer a Harry James Potter a las manos de El— Que—No—Debe—Ser—Nombrado. Bien, todos conocemos el afán de El—Que—No—Debe— Ser—Nombrado por conseguir hacerse con Harry James Potter, para matarlo o sabe Dios qué otra depravación. ¿Qué tiene que decir, señor Robards? Gawain Robards esbozó una sonrisa burlona, y no contestó. — Muy bien — dijo Scrimgeour, y Harry vio cómo hacía un verdadero esfuerzo por controlar su rabia —. Wilhelmina Grubbly—Plank, según los datos que posee el Wizengamot, engañó a Nymphadora Tonks para apartarla también de su puesto y facilitar la entrada en Hogwarts de otro mortífago, Bernard Castlegard. ¿Tiene algo que decir en su defensa? La profesora Grubbly—Plank tampoco dijo nada. Scrimgeour se irguió sobre la silla, la densa mata de pelo rojizo grisáceo agitándose por la furia que era incapaz de disimular. — ¿Por qué quería El—Que—No—Debe—Ser—Nombrado que dos de sus mortífagos entrasen en Hogwarts? — preguntó duramente —. ¿Qué podían hacer ellos que no pudiera hacer usted misma desde dentro? ¿Cuál era su objetivo? Grubbly—Plank no respondió. — De acuerdo — dijo Scrimgeour, e hizo una seña a los dos aurores que esperaban de pie junto a la puerta de la mazmorra que servía de sala de juicios —. Traed a los dos últimos acusados. Harry se quedó desconcertado al oír esas palabras; no sabía que fuesen a juzgar a nadie más aquella mañana. Y su desconcierto fue en aumento cuando vio que los dos aurores volvían a la sala pocos minutos después custodiando a dos hombres a los que no había visto en su vida. — Bien, bien — continuó Scrimgeour cuando los dos hombres estuvieron sentados y amarrados en sus respectivas sillas de piedra —. Quizá ahora podremos echar un poco de luz sobre
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este asunto. Harry parpadeó, atónito. No veía cómo iban a poder ayudar aquellos dos hombres a esclarecer nada: eran más bien dos muchachos, unos pocos años mayores que el mismo Harry, y al menos uno de ellos parecía aterrorizado por el mero hecho de verse delante de tanta gente. Estaban en bastante mal estado: parecía que no hubiesen comido, o se hubieran dado un baño en condiciones, desde hacía meses. — Bernard Castlegard y Gerard Golding — dijo Scrimgeour —, ya les han informado de por qué se les ha traído hasta aquí: en caso de que decidan... cooperar con este tribunal, el Wizengamot podría reconsiderar una disminución de su condena. Harry se quedó perplejo al oír aquello; no sabía que el Ministerio siguiera haciendo ese tipo de tratos con los mortífagos. A juzgar por los murmullos, muchos de los miembros del Wizengamot opinaban, igual que él, que era una barbaridad. Scrimgeour tampoco parecía muy contento; sin embargo, continuó: — ¿Por qué quería El—Que—No—Debe—Ser—Nombrado que entrasen en Hogwarts? ¿Qué buscaban? Uno de los dos mortífagos parecía haberse quedado petrificado de terror, incapaz de pronunciar una sola palabra. El otro, un joven de mirada fría, calculadora, observó a los miembros del Wizengamot durante unos segundos, como evaluando lo que le resultaría más beneficioso, hablar o no; finalmente, se irguió en la silla, tensando las cadenas que lo inmovilizaban. — Nos habían ordenado secuestrar a... alguien — dijo —. El Señor Tenebroso necesitaba... — ¿A quién? — preguntó Scrimgeour, desviando la mirada hacia donde Harry permanecía sentado, incómodo. — A Ginny Weasley — respondió el mortífago. Harry sintió que el mundo se le desplomaba encima, y el respingo de Ron le llegó desde muy lejos; los rostros de los miembros del tribunal se volvieron hacia él. — Ginny Weasley... — dijo Scrimgeour lentamente —. Weasley.
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Alguien carraspeó desde un extremo del banco. — Si me permite, señor Ministro... —. Percy Weasley se levantó, dejando a un lado el pergamino en el que había estado escribiendo. Su expresión orgullosa y arrogante era claramente visible incluso desde lejos —. Ginny Weasley es mi hermana pequeña. Todavía estudia en Hogwarts... — Oh, Weasley. Sí — dijo Scrimgeour, parpadeando, desconcertado —. Ya. — Hay algo que no entiendo — intervino desde la grada una anciana decrépita, arrugada como una pasa, a quien la túnica gris del tribunal le quedaba varias tallas grande; Harry reconoció a Griselda Marchbanks, que también formaba parte del tribunal que calificaba los exámenes oficiales —. ¿Para qué querría Quien—Vosotros—Sabéis secuestrar a la hermana pequeña del ayudante junior del Ministro? — También es hija de Arthur Weasley — intervino un hombre de mediana edad desde detrás de la señora Marchbanks —. Y Arthur es miembro de la Orden del Fénix, no lo olvidemos. — Aún así — insistió la señora Marchbanks —. No tiene ningún sentido. Las cadenas de la silla del mortífago que había respondido tintinearon ominosamente. — ¿Podría explicarnos esto, señor Castlegard? — dijo Scrimgeour severamente. Bernard Castlegard sonrió desganadamente. — El Señor Tenebroso no suele explicarnos sus planes — contestó, y su voz se tiñó casi imperceptiblemente de amargura —. Se limita a exigirnos que cumplamos sus órdenes. Una mano se posó sobre el antebrazo de Harry; al volverse, vio que Hermione lo miraba con una expresión sombría en el rostro. — Ya lo sé — respondió a la pregunta que ella no había formulado —. Ginny. De modo que, al final, todo lo que había hecho no había servido de nada. Voldemort sabía lo de Ginny. Todos lo sabían. Y, si no le había ocurrido nada, había sido por pura suerte: Voldemort había intentado por todos los medios hacerse con ella. Y, si lo hubiera conseguido,
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probablemente Harry lo habría mandado todo al cuerno y habría ido a buscarla, que era, seguramente, lo que Voldemort tenía en mente cuando había planeado secuestrarla. — Quizá los otros dos acusados sepan algo más... — sugirió la señora Marchbanks, dirigiendo la mirada hacia Grubbly—Plank y Robards. El antiguo jefe de los aurores se encogió de hombros. — No lo sé — dijo la profesora Grubbly—Plank sosegadamente, como si en vez de juzgándola estuvieran compartiendo una agradable merienda —. Mis órdenes fueron muy sencillas: debía apartar al auror que estuviera de guardia en la puerta de Hogwarts de su puesto. A cualquier precio. — ¿Y sus órdenes provenían de El—Que—No—Debe—Ser—Nombrado? — preguntó Scrimgeour —. ¿No le explicó nada? Grubbly—Plank se encogió de hombros. — Severus Snape me transmitió las órdenes del Señor Tenebroso — respondió —. No soy lo suficientemente importante como para que él se dirija a mí directamente. Harry contuvo una exclamación, que, afortunadamente, pasó inadvertida para el resto de la gente que había en la sala. Para todos excepto para Ron y Hermione. — Snape — susurró Hermione, sobresaltada. — Ajá — dijo Harry, frunciendo el ceño. Snape. ¿Por qué cada vez que desenredaban un nudo del entramado que conformaban los planes de Voldemort, al final siempre estaba Snape? — La cuestión es — intervino Ron desde el otro lado —: ¿Actuaban realmente bajo las órdenes de Quien—Vosotros—Sabéis, o eran las órdenes de Snape? — Casi da la sensación de que Snape era el auténtico amo, ¿verdad? — murmuró Hermione, pensativa —. El que estaba en el centro de la telaraña, por decirlo de alguna manera. — Déjate de metáforas, Hermione — gruñó Ron en voz baja —. Lo que quieres decir es que parece que Snape era el jefazo en la sombra, y que Quien—Tú—Sabes no se enteraba de nada
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y pensaba que era él quien mandaba, ¿no? Pues dilo claramente. — No del todo — contestó Harry, ignorando la expresión de dignidad ultrajada de Hermione —. Snape era mucho más listo de lo que cualquiera podía pensar. Seguro que se cuidó muy mucho de querer gobernar demasiado. No, seguro que se limitó a dar una orden aquí, otra allí, y el resto se lo dejó a Voldemort, adecuando sus planes para que coincidiesen con los de su Señor. — Explíquenos para qué quería El—Que—No—Debe—Ser—Nombrado secuestrar a la señorita Weasley — dijo Scrimgeour desde la parte delantera de la Sala —. Recuerden que estamos hablando de una reducción de su condena... Pero ni Bernard Castlegard ni Gerard Golding pudieron añadir nada más: evidentemente, Severus Snape les había ordenado que secuestrasen a Ginny y no les había dado ningún tipo de explicación. El Wizengamot parecía confuso: todos ellos habrían apostado lo que fuese a que los mortífagos iban detrás de Harry. Lo de Ginny Weasley les tenía completamente desconcertados. Harry, por el contrario, una vez pasó la primera impresión, comprendió que era lo más lógico: si Voldemort sabía lo que él sentía por Ginny, la mejor forma de atraerle hacia él era tenerla a ella. Y, por supuesto, ese también era el caso de Severus Snape. Había sido un imbécil... ¿Cómo había podido olvidar que el año anterior, cuando Ginny y él estaban juntos, había pasado horas y horas en el despacho de Snape, castigado, e incluso había pensado que Snape prolongaba el castigo para que no pudiera aprovechar las escasas oportunidades de ver a Ginny que tenía? Evidentemente, Snape sabía lo de Ginny... Lo único que Harry no tenía claro era si había sido Snape o Voldemort el que había ordenado a sus mortífagos que secuestrasen a Ginny. El Wizengamot volvió a votar y condenó a Grubbly—Plank y a Robards a cincuenta años en Azkaban; Castlegard y Golding lograron reducir su cadena perpetua hasta los setenta años en la prisión. Tras eso, Scrimgeour dio por finalizado el juicio, los aurores sacaron a los cinco acusados por una puerta lateral y los miembros del Tribunal salieron poco a poco de la sala por la puerta del lateral opuesto a la anterior. Los escasos afortunados que habían conseguido presenciar el juicio,
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Harry, Ron, Hermione y Neville entre ellos, tuvieron que esperar hasta que todo el Wizengamot salió para que se abriera la puerta del fondo de la estancia, la que daba acceso al pasillo del Departamento de Misterios. Mientras esperaban de pie junto al pasillo entre las gradas a que pasase la corta hilera de magos y brujas que habían asistido al juicio, Harry vio entre ellos a la profesora McGonagall, a Tonks y, sorprendentemente, a Horace Slughorn, que recorría el pasillo con su habitual paso bamboleante. El profesor de Pociones levantó la cabeza cuando pasaba junto a los cuatro alumnos. — Ah, Harry, mi niño — dijo, esbozando una leve sonrisa bajo el enorme mostacho —. ¿Podría hablar un instante contigo? Estupefacto, Harry asintió brevemente y dirigió una mirada de soslayo a Ron y a Hermione. Ellos salieron detrás de todo el público, seguidos por Neville, mientras Harry y Slughorn se quedaban atrás. — ¿Qué ocurre, profesor? — preguntó Harry cuando se quedaron a solas en la sala del juicio. Contra todo pronóstico, la sonrisa perenne de Slughorn se desvaneció y el profesor se puso repentinamente serio. — Hay algo que quizá debería haberte contado el año pasado — dijo, con la voz impregnada de inseguridad —. Pero no creí que tuviera ninguna importancia, y, teniendo en cuenta lo mal que te llevabas con el profesor Snape... y luego, cuando murió el profesor Dumbledore, pues, yo... Harry lo miró con curiosidad, pese a que estaba firmemente convencido de que nada que Slughorn pudiera contarle acerca de Snape podría sorprenderle. —¿De qué se trata? — preguntó. — Verás, Harry — comenzó, no sin cierta reticencia —. Yo... Bueno, ya sabes que conocí a tu madre en el colegio, ¿verdad? — ¿Mi madre? — exclamó Harry, extrañado —. Sí, me contó que le dio clase... ¿Pero qué
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tiene que ver mi madre con...? — Bien — continuó Slughorn —, no sólo di clase a tu madre... En su curso, evidentemente, también estaba tu padre, y sus amigos, y Severus Snape. Harry esbozó una sonrisa. — Ya lo sabía, profesor — asintió —. Tenían la misma edad, y... — Hay algo que creo que nadie te ha contado — le interrumpió Slughorn —. Y no me extraña, teniendo en cuenta la... Bueno, lo que sentías por el profesor Snape. — ¿De qué está hablando? — preguntó Harry, alarmado —. ¿Qué tiene que ver...? — Verás... — Slughorn bajó la mirada, y su bigote de morsa tembló ligeramente —. Probablemente no sabes que tu madre, Lily, y Severus, eran bastante amigos en el colegio. Harry se quedó boquiabierto. — ¿Q—qué? — farfulló —. ¿Que mi madre qué? Slughorn asintió lentamente. — Lily y Severus formaban una pareja muy extraña. Ella era una Gryffindor, y él estaba en Slytherin, y con razón... Sin embargo, Lily no se llevaba demasiado bien con sus compañeros de Gryffindor, ya sabes, con tu padre y sus amigos... — Ya — dijo Harry, todavía demasiado asombrado como para darse cuenta de que estaba hablando. — Y Severus, mientras tanto — continuó Slughorn —, no conseguía integrarse en su casa... Creo que, aunque hubiera conseguido ocultarlo, no tenía ningún tipo de confianza con ellos porque su padre era muggle. Pero Lily se parecía mucho a él... — Mi madre no se parecía en nada a ese... a ese... — escupió Harry, furioso. — Tienes que entenderlo, Harry — dijo Slughorn pacientemente —. Severus no encajaba entre sus compañeros, y Lily tampoco. Eso los hacía iguales, al menos en la mente de Severus. Estaba muy solo, me temo. Y ninguno de nosotros hizo nada por remediarlo. Pero Lily sí. Harry contuvo la respuesta que sentía aflorar a sus labios. Slughorn tenía razón en algo:
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Lily Evans sí se preocupaba por los demás. Y sabía ver lo mejor que había en cada uno. Ahora, de ahí a que pudiera ver algo bueno en Severus Snape... — Lily decidió sentarse junto a él en clase de Pociones — continuó Slughorn —. Aunque no creas que le resultó nada fácil hacerse amiga de él: Severus era un niño muy... adusto, por decirlo así. De cualquier forma — añadió, ignorando el bufido de Harry —, consiguió ganárselo de alguna manera. Quizá porque compartían un mutuo desagrado por tu padre — sonrió —, aunque creo que más bien era el hecho de que Lily no lo aborrecía por ser de Slytherin, ni tampoco por ser hijo de un muggle que, además, le maltrataba. Slughorn miró a Harry con una sonrisa amable. — Hay algo bastante curioso en todo este asunto: Severus, en realidad, aborrecía la asignatura de Pociones. Harry abrió la boca para protestar, pero, afortunadamente, la cerró a tiempo. No tenía intención de contarle a Slughorn que le había robado el libro de Pociones que le prestó el curso anterior, y que había acabado siendo de Snape. — Sin embargo, se interesó por las pociones porque tu madre las adoraba — continuó Slughorn —. Y acabó siendo un maestro, como bien sabes. Pero sólo porque aprendió todo lo que Lily sabía acerca de ellas, que era mucho. Lily era su única amiga, y por tanto se interesó por lo que a ella le interesaba: en este caso, las Pociones. Y al final logró que se le dieran muy bien, aunque nadie lo habría dicho por lo mal que lo hacía en clase en sus primeros cursos... "Si hubo algo que Lily hizo por él — continuó Slughorn —, fue darle confianza en sí mismo. Saber que era capaz de hacer lo que se propusiera, del mismo modo que consiguió ser un maestro en Pociones simplemente proponiéndoselo. — No creo que Snape tuviera ningún tipo de trauma o algo por el estilo, profesor — dijo Harry, pese a que recordaba perfectamente la imagen del Snape niño asustado ante la furia de su padre.
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— Ahí es donde te equivocas, Harry — contestó Slughorn con expresión pesarosa —. Severus sí que tenía algo parecido a un trauma. Ten en cuenta que era un Slytherin, y de la cabeza a los pies, te lo puedo asegurar. Pero era hijo de un muggle. Y los hijos de muggle no encajaban bien en mi casa, por desgracia. De modo que Severus no encajaba en Slytherin por ser mestizo, ni encajaba en el resto de Hogwarts por ser de Slytherin. Si a eso le sumamos que tampoco vivía lo que se dice un ambiente acogedor en su casa, entonces verás que es muy lógico que no estuviera precisamente contento con su vida... Harry no dijo nada: lo cierto es que no le importaba en absoluto lo mal que pudiera haberlo pasado Snape a lo largo de su demasiado larga (a juicio de Harry) existencia. — Aunque también debo decir que Severus siempre ocultó a sus compañeros el hecho de que era mestizo — siguió Slughorn —. Nunca se lo dijo a nadie. Los profesores lo sabíamos, por supuesto, pero ningún alumno lo descubrió. Excepto Lily: Lily sí lo sabía. Claro Que había muy poco que se le escapase a Lily: creo que tardó días en comprender la causa de la amargura de Severus. Y, contrariamente a lo que se podría esperar, Severus no se alejó de ella por aquello, sino que acabó abriéndose a ella y confiándole todos sus secretos. Incluso le buscaron juntos un mote, aunque no recuerdo... — ¿No sería "El Príncipe Mestizo"? — murmuró Harry, desganado. — Sí, algo así — respondió Slughorn —. Creo. Aunque nunca me lo dijeron, ni siquiera cuando ambos comenzaron a venir al Club Slug... — Oh — dijo Harry, sin sorprenderse en absoluto. De modo que su madre y Snape habían ido juntos al Club Slug... ¿Había algo más que le quedara por saber? — Creo que estaba un poco enamorado de ella — confesó Slughorn, sin percatarse del brinco que el corazón de Harry dio en su caja torácica. — ¿Cómo? — exclamó, esperando haber oído mal. Slughorn pareció volver de muy lejos, y miró a Harry como si no supiera quién era.
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—Oh, lo siento, mi niño — dijo, y sonrió —. Es sólo una teoría que tenía, aunque, viendo lo que sucedió después... Harry vaciló. — ¿Qué... qué pasó? — preguntó al fin. — Bueno — respondió Slughorn, mirando al infinito —, según lo que pude descubrir por lo poco que me contaron, Severus llamó "Sangre Sucia" a Lily delante de todo el colegio. — Oh, sí, un signo inconfundible de enamoramiento — dijo Harry con sorna. — No lo entiendes, Harry — contestó Slughorn —. A pesar de todo, Severus se sentía culpable por sentir... bueno, eso, por una Gryffindor, y de familia muggle, para más señas. Supongo que reaccionó así en un momento de tensión, aunque no llegué a averiguarlo. Harry cerró los ojos. Evidentemente, Slughorn estaba hablando de aquella escena que presenció en el Pensadero... De modo que aquel era el peor recuerdo de Snape, sí, pero no por lo que él había creído en un principio. — De cualquier forma — continuó Slughorn —, desde entonces Lily no quiso volver a saber nada de Severus. Él intentó arreglar las cosas, me consta: incluso llegó a pedirme consejo, y eso que siempre tuve la sensación de que no me tenía demasiado aprecio, la verdad. Pero Lily no volvió a ser su amiga. "Y fue entonces cuando Severus empezó a cambiar. Antes era un muchacho retraído, y todo lo que hacía era para complacer a su amiga, incluso lo que hacía por los demás era porque sabía que a ella le agradaría; pero desde entonces se convirtió en una persona fría, independiente, y jamás, jamás — recalcó —, volvió a hacer absolutamente nada que no redundase en su propio beneficio. Creo que utilizó la confianza en sí mismo que Lily le ayudó a encontrar para llegar a ser quien era — añadió, un poco contrito —. Aunque, por supuesto, Lily nunca lo supo: creo que no volvieron a cruzar una sola palabra. Y claro, dewspués de la muerte de tus... Slughorn calló repentinamente al ver la expresión de odio intenso que desfiguraba el rostro
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de Harry. Pareció comprender repentinamente que Harry sabía algo que a él, pese a sus múltiples fuentes de información, se le escapaba... Y así era, en realidad: Harry estaba recordando una vez más, como si hubiera podido olvidarlo, que había sido Snape quien había conducido a Voldemort hasta Lily. Y entonces se le ocurrieron dos cosas a la vez: en primer lugar, si no habría sido cierto que Snape se arrepintiera de contarle a Voldemort la profecía cuando supo que por su culpa había muerto el que, si había que creer a Slughorn, había sido su gran amor de juventud; y en segundo lugar, y mucho más alarmante, cómo era posible que Snape hubiera vuelto "al buen camino", es decir, se hubiera unido a las filas del Ministerio, un año antes de la caída de Lord Voldemort, es decir, aproximadamente cuando nació Harry... Así lo había asegurado Dumbledore en el juicio de Igor Karkarov, que Harry presenció en el Pensadero años atrás. Y, sin embargo, Dumbledore le había explicado el año anterior que Snape se había arrepentido de sus acciones cuando Voldemort mató a sus padres... Entonces, ¿cómo se iba a arrepentir Snape un año antes de la caída de Voldemort, que fue por lo que el Wizengamot le declaró inocente en aquella ocasión, si la caída de Voldemort coincidió con la muerte de James y Lily Potter? ¿Cómo era posible que Dumbledore se tragase aquel cuento, si Snape llegó justo después de la supuesta muerte de Lord Voldemort y dijo que estaba muy arrepentido por haber propiciado la muerte de James y Lily? Y, lo que era aún más inquietante, ¿Snape había cautivado a Dumbledore lo suficiente como para que el director de Hogwarts mintiese por él ante en Wizengamot? Porque si Snape se arrepintió tras la muerte de sus padres, y por tanto después de la desaparición de Voldemort, entonces Dumbledore había mentido al decir que se había unido a las filas de la Orden un año antes de la caída del Señor Tenebroso... — De todas formas, Harry — dijo Slughorn, vacilante —, tienes que creerme cuando te digo que Severus tampoco habría hecho jamás algo que perjudicase al hijo de Lily Evans. Y menos con esos ojos que tienes... Los ojos de... — Mi madre, sí — le interrumpió Harry abruptamente —. Y no me diga que no habría hecho nada que me perjudicase porque si llega a hacer algo más por perjudicarme me habría
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encontrado en serios problemas, profesor. Ni siquiera ayudarme a vencer a Voldemort, pensó para sí. Si hubiera conseguido matarlo, no creo que Snape se hubiera hecho a un lado graciosamente para cederme el puesto. No, como dice Slughorn, todo lo que hacía, lo hacía por él, no por nadie más. Lo cual, en cierto modo, le hacía sentir un orgullo feroz: si Snape, que siempre había pensado lo peor de Harry, había creído que era capaz de vencer a Voldemort, entonces quizá no estuviera todo perdido... — Harry — dijo Slughorn, que parecía un poco avergonzado —. No sé si debería decirte esto, pero... Bueno, tú mismo me dijiste que eras El Elegido, y supongo que... — ¿Lo recuerda? — preguntó Harry, sobresaltado. Slughorn sonrió de mala gana. — El hecho de que haya bebido mucho un día no quiere decir que el alcohol me haya sorbido el cerebro, muchacho — respondió —. De cualquier modo eso ahora no importa. Verás — continuó, introduciendo una mano en un bolsillo interior de su recargada chaqueta granate con botones dorados —, a lo mejor a Minerva le da algo si sabe que... Bueno, este verano recibí esta nota — dijo, sacando un arrugado pliego de pergamino —. Era de Severus Snape, y... — ¿De Snape? — exclamó Harry —. Profesor, ¿por qué no se lo contó a los aurores, o a la Orden...? — Porque no me pareció oportuno en ese momento — contestó Slughorn tranquilamente, como si no estuvieran hablando de que podrían haber atrapado a un mortífago fugado —. El caso es que Severus me pedía que me reuniese con él la noche siguiente, supongo que para entrevistarme con Quien—Tú—Sabes. Me imagino que... que él, querría que me uniera a sus mortífagos "por los viejos tiempos", o algo así. El—Que—No—Debe—Ser—Nombrado todavía me guarda un cierto respeto, ¿sabes? — añadió, hinchando el pecho como si fuera motivo de orgullo —. Pero yo no fui. Nunca he compartido la forma en que el joven Tom Ryddle se comportó, ni en el colegio ni fuera de él. Y mucho menos lo que hizo años después, y lo que sigue
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haciendo hoy en día. No pienso unirme a él, me ofrezca lo que me ofrezca. De hecho, más bien pienso en cómo derrotarle. Y ahí es donde entras tú, Harry. Harry no dijo nada. No sabía a dónde quería ir a parar Slughorn al contarle todo aquello, ni sabía por qué el profesor confiaba tanto en él como para contarle algo que podía costarle unos cuantos años en Azkaban. — Severus me citó en una casa — le aclaró Slughorn, desdoblando la nota —. En una casa particular, ¿entiendes? No sé si Quien—Tú—Sabes confiaba lo suficiente en convencerme para que me uniera a él como para revelarme el paradero de su escondite, pero creo que podría ser un buen comienzo... ¿O me equivoco al pensar que, para matarle, antes debes dar con él? — inquirió con una aguda mirada que hizo que Harry se estremeciera. — ¿Y dónde está esa casa, profesor? — preguntó Harry, vacilante, sin saber muy bien si Slughorn era digno de confianza o no. ¿Lo era? Era el jefe de Slytherin, y había sido profesor de Voldemort... pero también era cierto que Dumbledore, McGonagall y el Ministerio, confiaban en él, si es que eso servía para algo, se dijo amargamente. Slughorn le tendió el pergamino. — En el Valle de Godric — dijo.
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— CAPÍTULO 33 — Lengua de serpiente
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— Potter — dijo una voz a sus espaldas. Harry y Slughorn se dieron la vuelta a la vez. — Oh, hola, Minerva — dijo el profesor, atusándose el tupido mostacho en un gesto de nerviosismo —. ¿Qué ocu...? — No he podido evitar escuchar lo que decíais — contestó la profesora McGonagall, y su expresión de severidad desmentía la hipotética disculpa que subyacía en sus palabras. Hipotética, porque en realidad la directora de Hogwarts no solía disculparse a menudo, ni siquiera por escuchar a escondidas conversaciones privadas —. De ninguna manera vas a ir tú solo a buscar la guarida de El—Que—No—Debe—Ser—Nombrado. — Disculpe, profesora — dijo Harry frunciendo el ceño —, pero no había pedido su opinión, y lamento si parezco un poco rudo al decir esto. McGonagall apretó fuertemente los labios. Las arrugas de su rostro se hicieron aún más visibles, haciéndola parecer, incongruentemente, más fuerte y vital que nunca. — No pretendo convencerte de que no vayas, Potter — respondió —. Pero no vas a ir solo. No tardaré ni quince minutos en reunir a la Orden, y entonces... — Profesora — la interrumpió Harry bruscamente —, no necesito que la Orden del Fénix me haga de niñera, muchas gracias. — No se trata de eso, Harry — dijo McGonagall, suavizando el tono —. Tú harás el trabajo, por supuesto, pero nosotros podemos protegerte... — Además — insistió Harry —, lo que menos me hace falta en este momento es llegar al escondite de Voldemort con un ejército: lo que pretendo, de hecho, es entrar y salir sin que se dé cuenta. Recuerde que antes de ir a por él tengo que encontrar a su serpiente, y eso es lo que quiero hacer hoy. Ya tendrá tiempo de "protegerme" cuando vaya a por Lord Voldemort — añadió, no sin cierta burla en su voz: no tenía la menor intención de llevarse a la Orden del Fénix a su lucha
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personal contra Voldemort. Y, ya puestos, tampoco tenía intención de llevarse a Ron y a Hermione: Voldemort era demasiado peligroso. Ya era bastante malo que él estuviera obligado a intentar matarlo, como para que Ron y Hermione se vieran envueltos en aquel asunto. — Harry — intervino Slughorn en voz baja —, no sé si es lo más sensato... Harry suspiró, impaciente. — En serio — respondió —. Lo que realmente necesito es pasar desapercibido, de modo que no me voy a llevar a una docena de miembros de la Orden si... — Harry, no creo que tú puedas pasar desapercibido para Quien—Tú—Sabes — dijo McGonagall —. Y mucho menos en el Valle de Godric. Notará tu presencia desde kilómetros de distancia. Harry le dirigió una mirada triunfal. — Si realmente quiere ayudarme, entonces — contestó, esbozando una sonrisa —, lo que debe hacer es organizar una maniobra de distracción. ¿Por qué no intenta hacer salir a Lord Voldemort de su escondite, para que yo pueda entrar sin ningún peligro y cargarme a esa maldita serpiente? La profesora McGonagall chasqueó los labios. — No creo que nos resulte tan fácil como crees, Harry — dijo, y sin embargo en su tono de voz se adivinaba que había admitido la derrota —. Pero lo intentaré. Ven, Horace — añadió, mirando en dirección a un desconcertado profesor Slughorn que observaba a Harry como si no hubiera entendido la mitad de lo que había dicho —. Vamos a buscar a Remus. Harry, si puedieras decirle al profesor Slughorn dónde... Harry sostuvo un instante la mirada de McGonagall y después se encogió de hombros. Si ella confiaba en él, ¿por qué iba a dudar él? — La sede de la Orden está en Grimmauld Place número 12, profesor — dijo en un susurro, pese a que no había nadie cerca que pudiera oírles. Slughorn asintió.
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— Un Encantamiento Fidelio — comentó —. Impresionante. Ya sabía yo que eras un mago poderoso, pese a que sigo sin comprender qué ha pasado con tu habilidad para hacer pociones, mi niño. — Supongo que Snape tenía razón — respondió Harry irónicamente —. Me falta sutileza. Slughorn negó con la cabeza. — Hace falta mucha sutileza para hacer un Fidelio, Harry — dijo —. Nunca te infravalores: si Dumbledore tenía fe en ti, lo menos que puedes hacer es tenerla tú también. Y, dicho esto, ofreció el rechoncho brazo cubierto de brocado granate a la profesora McGonagall y ambos se alejaron hacia la puerta de la Sala del Tribunal.
Una vez más, Harry, Ron y Hermione se Aparecieron a la sombra de una colina de un intenso tono verde esmeralda, cubierta de hierba fresca y húmeda que olía a primavera y mitigaba sus pasos mientras avanzaban hacia el polvoriento camino arenoso que bajaba hacia el valle. Los matorrales y los árboles llenos de brotes amarillos y verdes les flanqueaban el camino mientras se dirigían colina abajo, bajo el agradable calorcillo del primer sol del verano, y una brisa suave les agitaba las túnicas y los cabellos y les llevaba aromas de flores, hierba, agua y frutas tempranas, una mezcolanza de olores que les abrió el apetito y, a la ver, les hizo sentirse bien con el mundo en general y con ellos mismos en particular. Al doblar un recodo del sendero, ante ellos apareció el pequeño valle rodeado de colinas. Al fondo pudieron ver el riachuelo que el verano anterior había correteado entre las piedras, convertido con el deshielo en un río ancho y de aguas espumeantes. Encaramado en el flanco de una de las montañas descansaba el pueblecito de color rojo terroso. — Lo que no acabo de entender — comentó Ron, encaramándose en la misma roca sobre la que, meses atrás, había escudriñado el panorama —, es por qué Quien—Vosotros—Sabéis ha elegido esconderse precisamente aquí. Uno pensaría que no querría ver este sitio ni en pintura, después de que estuvo a punto de morir en este mismo pueblo hace años, ¿no?...
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— Al contrario, yo lo veo bastante lógico — dijo Hermione sacudiendo la cabeza —. A Voldemort le gustan mucho los símbolos, ¿recuerdas? Seguro que, en su cabeza, se imagina que al esconderse aquí está demostrando algo, no sé, que tiene poder sobre Harry, o algo así. Ron soltó un bufido. — De verdad, Hermione, tienes una imaginación desbordante. Hermione se volvió hacia él con los ojos entrecerrados, en parte por la rabia, en parte por el deslumbrante sol de media tarde que centelleaba entre dos de las colinas más altas. — Bueno, de eso trata, ¿verdad? — se limitó a decir, y siguió caminando por el sendero. Ron miró a Harry, que se encogió de hombros y la siguió camino abajo. Refunfuñando, Ron bajó de la roca terrosa y echó a andar hacia el lejano pueblecito, que parecía aún más rojizo por el reflejo de la luz del sol. Al llegar al pueblo comprobaron que habían tenido razón al pensar, la primera vez que lo visitaron, que de ordinario debía ser de un colorido impresionante: las casas de color bermejo y tejados rojizos, con las puertas y ventanas pintadas de oro viejo, contrastaban de forma increíble con las montañas esmeralda sobre las que se apoyaba, y con el marco intensamente azul del cielo primaveral. El río, de aguas color turquesa manchadas de blanco por la espuma que levantaban al chocar con las piedras, rugía a un lado del conglomerado de casitas rojas y doradas. Incluso las calles empedradas, de piedras redondeadas por el tiempo y un apagado color gris grafito, parecían tener mucho más color que las calles de cualquier otro lugar. — Bien, ¿qué casa es? — preguntó Ron mientras caminaban por la calle principal del Valle de Godric —. No será la tuya, ¿verdad? Harry negó con la cabeza. — No, no habría podido aunque se atreviera a hacerlo. Recuerda que los habitantes de este pueblo la han convertido en una especie de santuario, no podría esconderse allí si a cada momento puede aparecer alguien a dejar flores o... — Además, este verano nosotros mismos estuvimos allí, y no vimos ni rastro de Voldemort
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— añadió Hermione —. Y, según Slughorn, si este es realmente su escondite, ya debía estar aquí para entonces... — Ajá — asintió Harry —. En la nota decía que era la última casa de la calle del Oeste, supongo que es la que sale de la calle principal hacia el río... — No hay ningún cartel... — Ron paseó la mirada por las fachadas de las casas —. ¿Cómo se supone que vamos a saber si es la calle que buscamos? — Supongo que podríamos preguntarlo — sugirió Hermione, señalando hacia una de las callejuelas adyacentes, donde un anciano acababa de salir de una casa —. ¡Eh! ¡Disculpe, señor! — gritó, dirigiéndose hacia él. El hombre se detuvo, sorprendido —. ¿Cómo podríamos llegar a la calle del Oeste? La mirada del hombre se paseó por los rostros de Ron y Hermione y acabó, indefectiblemente, sobre la cicatriz que brillaba en la frente de Harry. — La calle del Oeste... — murmuró, con los ojos fijos en Harry, que se removió en su sitio, incómodo —. Ten cuidado si vas a la calle del Oeste, Harry Potter. Es aquella de allí — y señaló hacia su izquierda, a un recodo que hacía la callejuela por la que acababa de llegar —. La primera a la derecha. — ¿Por qué tengo que tener cuidado, señor? — preguntó Harry, desconcertado. El anciano se encogió de hombros. — Nadie va a esa calle desde hace años, Harry Potter — contestó en voz baja —. Se dice que fue por esa calle por la que entró en el Valle de Godric El—Que—No—Debe—Ser— Nombrado la noche en que os atacó a tus padres y a ti. — Oh, vaya — gruñó Hermione —. ¿Es una calle maldita, acaso? — preguntó con sorna. — Aquí no hay calles malditas, señorita — dijo el anciano —. Sólo maldecimos los recuerdos. Esbozó una sonrisa enigmática y se alejó arrastrando los pies, hasta desaparecer doblando
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la esquina que conducía a la calle principal. Los tres permanecieron inmóviles unos segundos, hasta que Hermione soltó un bufido de incredulidad. — O sea, que Voldemort se da un paseo por una calle y nadie vuelve a poner los pies en ella... Desde luego, esta gente es increíble. — Tienen miedo, Hermione — la contradijo Ron, cuya expresión era indescifrable —. A lo mejor tú no lo entiendes, porque tu familia nunca ha oído hablar de todo este asunto. Pero yo he crecido temblando ante el mero sonido de su nombre. Te aseguro que si viviera aquí tampoco me haría ninguna gracia entrar en esa calle. — Bueno, pues eso es precisamente lo que vamos a hacer — dijo Harry, dirigiendo la mirada calle abajo —. Por lo menos, yo. Ron, no es necesario que vengas si no... — ¿Estás loco? — exclamó Ron, frunciendo el ceño —. ¿Crees que he venido hasta aquí sólo para rajarme por otro cuento de brujas? — Llevas toda la vida temblando por esos cuentos de brujas, Ron — respondió Harry, divertido —. ¿No? Ron le fulminó con la mirada y echó a andar calle abajo, sin detenerse para comprobar si le seguían o no. Harry soltó una carcajada, miró a Hermione, que le devolvió la mirada con los ojos brillantes de regocijo, y ambos lo siguieron por la callejuela empedrada. Realmente, no costaba nada creer que nadie hubiera pisado la calle del Oeste desde hacía diecisiete años. A diferencia del resto del pueblo, en aquel estrecho callejón que llevaba hasta el río las fachadas de las casas estaban descuidadas, sucias; la pintura de las puertas y los marcos de las ventanas se había desconchado, aunque donde aún podía verse algún resto se adivinaba que era del mismo color dorado viejo del resto de los marcos del Valle de Godric. Había tejas caídas en mitad de la calle, y las telarañas cubrían casi por completo las ventanas y puertas. Incluso el color rojizo de las fachadas estaba un poco desvaído, y parecía más bien rosado en la penumbra de la
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calle, en la que apenas asomaba la luz del sol, tan estrecha que era. — Demasiado estrecha para ser una entrada al pueblo, ¿no os parece? — comentó Hermione en tono casual, mientras avanzaban con precaución sobre el suelo irregular. — ¿Sabéis? — dijo Ron en un susurro —. Bien pensado, no me extrañaría nada que resultase que Quien—Vosotros—Sabéis se esconde aquí. Vamos, que tiene toda la pinta. — Sí — asintió Harry —. Una calle abandonada en el Valle de Godric. No se lo podían haber puesto mejor... La última casa de la calle, justo al lado del río, estaba tan deteriorada como las demás. Sin embargo, pese a que apenas conservaba un vestigio de pintura en el marco de la puerta, la hoja en sí estaba intacta, casi como si la hubieran puesto nueva sin molestarse en arreglar el resto de la puerta. Las ventanas estaban cerradas a cal y canto, cubiertas de polvo y telarañas, como si nadie hubiera vivido en aquella casa desde hacía décadas. Y así parecería si no fuera por la puerta, que daba a entender que alguien se había preocupado por cambiarla hacía poco. — Mucho cuidado ahora — musitó Harry, colocándose frente a la puerta —. No queremos que nadie sepa que estamos aquí, ¿de acuerdo? — Deberíamos haber traído la Capa de Invisibilidad — susurró Ron, que parecía un poco asustado ahora que se veía frente a la puerta de la que, posíblemente, era la casa donde se escondía Lord Voldemort. — No quería perder el tiempo en volver a Hogwarts a por ella — explicó Harry, posando una mano sorprendentemente firme sobre la madera rugosa y nueva de la puerta —. Además, no creo que con una Capa de Invisibilidad se pueda engañar a Voldemort, sinceramente: sería demasiado sencillo. Empujó la puerta muy despacio, y no se sorprendió al encontrarla cerrada. Incluso sonrió cuando giró el picaporte y tampoco se abrió. Se volvió hacia Hermione. — ¿Qué te parece? — preguntó en voz baja. Hermione se acercó.
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— Supongo que con un Alohomora bastará — respondió ella observando la puerta —. No creo que Voldemort haya puesto una protección mayor en este lugar: si nadie se ha acercado a esta calle desde hace años, apuesto a que pensó que no lo necesitaría. Más bien creo que se trata de una protección testimonial. Harry volvió a sorprenderse ante la extraña manera de funcionar que tenía la mente de Hermione. Y, sin embargo, una vez más tenía razón: apenas había apuntado a la puerta con la varita y ésta se abrió sin un crujido, lentamente, mostrando la densa oscuridad del interior. Harry vaciló un instante en el umbral, encendió el extremo de su varita y después entró cautelosamente, seguido por Hermione y Ron. La casa estaba completamente a oscuras, y, al parecer, vacía. Entraron a un pequeño recibidor polvoriento, en el que no había ni un solo mueble. Detrás de una puerta que parecía a punto de caerse a pedazos había un salón de un tamaño desmesurado, para lo pequeña que parecía la casa desde fuera: en el centro, una enorme mesa rectangular con al menos una docena de sillas alrededor, y en un lateral una alacena inmensa, sobre la que un espejo manchado por la edad colgaba de la pared; también había sillas, sillones e incluso un sofá de tres plazas desperdigados por los rincones, junto a la chimenea de piedra, y, aún así, todavía quedaba espacio suficiente para organizar un baile con treinta o cuarenta invitados. Pero allí tampoco había nadie. Ron descubrió una escalera que salía de un hueco junto a la chimenea. Subieron los empinados escalones y Harry empujó otra puerta destartalada para entrar en una habitación mucho más pequeña que la que acababan de abandonar. Le echó un vistazo rápido, y se quedó petrificado. Con estupor, contempló la habitación en penumbra, las paredes cubiertas de cortinajes color rojo sangre, el candelabro de múltiples brazos llenos de velas a medio consumir, apagadas y secas: nadie las había encendido en las últimas horas. Una silla de madera y estilo anticuado, forrada de terciopelo negro, permanecía de pie, solitaria, en mitad de la estancia. En el muro opuesto a la puerta, entre los cortinajes, había un espejo roto y manchado por los años. Harry se
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acercó lentamente, y al final no pudo resistirlo y apartó la mirada de su propio reflejo, temiendo verlo convertirse en el rostro blanco, cadavérico y de ojos rojos de Lord Voldemort, como... como sucedió la última vez que se contempló en aquel espejo. — Tenía razón — musitó, estudiando la habitación con una creciente sensación de triunfo, mezclada con el horror de verse de nuevo en aquella habitación —. Slughorn tenía razón... Lord Voldemort se esconde aquí. O, al menos, se escondía aquí hace menos de dos años. — No hace tanto, Harry — dijo Hermione, estudiando el candelabro —. Estas velas aún están blandas. Alguien las ha encendido hoy mismo, ayer como mucho. Harry esbozó una sonrisa extraña. — Por supuesto — respondió —. Es el escondite ideal, ¿no?..
No iba a dejarlo así
como así... — ¡Harry! — susurró Ron desde una de las paredes cubiertas por los amplios y apolillados cortinajes. Hubo algo en su tono que hizo que a Harry se le erizasen los pelos de la nuca. Ron señalaba el suelo, con una expresión de pánico en el rostro. Entre las largas cortinas surgió una sombra alargada, que avanzó lentamente por el suelo alfombrado. El apretón que Hermione le dio en el brazo fue completamente innecesario: Harry reconoció al instante la figura sinuosa, enorme, y la cabeza triangular de la mascota de Lord Voldemort. — Harry — musitó Hermione, sin dejar de apretarle el brazo —. Cuidado... Si ella está aquí, también puede estar él. Harry se soltó de un tirón y negó con la cabeza. — Ésta es su habitación — dijo —. Si estuviera, estaría aquí, con ella. En ese momento la serpiente levantó la cabeza, fijó sus ojillos de pupilas rasgadas en los de Harry y emitió un leve silbido. — Te conozco — dijo —. Eres el enemigo de mi amo.
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Harry sonrió y se acercó a ella. — Nagini — dijo a su vez —. De modo que ahora hablas conmigo, ¿eh? Qué honor. La serpiente se irguió hasta que su cabeza quedó a la misma altura que la de Harry. Éste oyó el respingo de Hermione, y la respiración entrecortada de Ron. — Antes no tenía nada que decirte — contestó la serpiente, y sus pupilas se estrecharon aún más mientras estudiaba a Harry atentamente —. Sólo eras comida. Ni siquiera podía imaginar que pudieras entenderme. Y, desde luego, no me habría importado saberlo: seguías siendo comida. — Oh — dijo Harry fríamente —. ¿Y ahora ya no soy comida? ¿Ahora tienes algo que decirme? Si Nagini hubiera tenido labios, probablemente habría sonreído. — Sigues siendo comida — admitió —. Pero ahora eres una comida más entretenida. — No pienso servirte de diversión, Nagini — dijo Harry con un gesto de tolerancia —. Por si no te has dado cuenta, ahora no estoy atado a una lápida. No te resultará tan fácil comerme. — Por eso eres una comida más entretenida — respondió la serpiente, sacando la lengua para saborear el olor de Harry. A éste le dio la sensación de que se relamía por anticipado. Sin embargo, no se apartó de ella, ni movió ni un músculo cuando Nagini se acercó a su rostro. Eso pareció desconcertar a la serpiente, que se retiró unos centímetros, observándolo, desconfiada. — ¿A qué has venido, enemigo de mi amo? — preguntó en un silbido agudo. Harry no se movió, pero se las arregló para imprimir en su mirada todo el odio que sentía por aquel animal. — A matarte — respondió sencillamente. Nagini volvió a pasar la lengua bífida por lo que, de ser distinta su morfología, serían sus labios. — Ah, pero no puedes matarme — dijo suavemente.
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— ¿Por qué? — preguntó Harry, acariciando su varita con los dedos —. ¿Por qué piensas eso, Nagini? — Porque nunca matarías a quien es igual que tú — contestó la serpiente con un brillo divertido en los ojos reptilianos. Harry se enfureció, y tuvo que respirar hondo para controlarse y no acabar con ella en ese mismo instante. — Que hable pársel no quiere decir que sea igual que tú, serpiente — dijo con toda la frialdad que le permitió la rabia que sentía —. Significa sólo que puedo explicarte por qué antes de mandarte al otro barrio. — No se trata de que hables mi lengua — respondió Nagini en un silbido inconfundiblemente burlón —. Eres igual que mi amo... Has sido una serpiente, y ya no puedes discernir las sensaciones que son humanas y las que son mías. — No soy como tu amo — dijo Harry, temblando —. Y no he sido... La serpiente le dirigió una mirada cargada de malignidad. — ¿No has sido una serpiente? — terminó por él —. ¿Crees que ya no distingo un visitante del otro, enemigo de mi amo? ¿Crees que no sé cuándo hay un hombre en mi cuerpo y cuándo hay dos? Harry se quedó lívido de furia, y la sangre huyó de su rostro, mientras se sentía incapaz de separar el sentimiento de rabia y la sensación de horror que le embargaba. — Oh, sí, lo recuerdas, ¿verdad? — preguntó la serpiente en un suave silbido —. ¿Cómo ibas a matarme, si tú también lo recuerdas? Nagini bajó un poco la cabeza y se acercó al oído de Harry para susurrar: — El sabor de la sangre... El placer de sentir cómo los huesos se quiebran bajo la fuerza de tus mandíbulas... Quieres volver a hacerlo, ¿no es así? —. Bajó aún más la voz para terminar: — Quieres volver a atacar... quieres... matar... Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Harry cuando volvió a sentir el ansia por
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probar la sangre caliente, por hundir en la carne los... colmillos. Soltó un grito inarticulado de rabia y, cegado por la furia, sin molestarse siquiera en utilizar la varita, alargó la mano hacia Nagini y, aferrando con fuerza la lengua bífida que vibraba a centímetros de su oído, se la arrancó de un tirón. No malgastó ni una mirada en los despojos que tenía en la mano: los lanzó a un lado y se encaró con la serpiente, que había vuelto a tumbarse en el suelo, sobre un charco de su propia sangre, y pugnaba por alejarse de él. Tampoco desvió la mirada del animal cuando oyó un gemido ahogado justo detrás de sí. — Serpiente — silbó, tan enfurecido que apenas era capaz de contenerse para no lanzarse contra ella —. Te aseguro que no me parezco en nada a ti. Y mucho menos me parezco a tu amo. Levantó la varita y, con un único gesto, partió a Nagini por la mitad. — Harry — dijo Hermione con voz temblorosa; él no apartó la mirada del cuerpo destrozado de la serpiente —. Harry, ¿qué...? ¿Por qué? Harry suspiró profundamente y giró sobre sí mismo, intentando tranquilizarse. En su interior, se recriminaba aquel momento de falta de control: no podía permitirse el lujo de dejar que sus sentimientos influyeran tanto en su comportamiento. Si algo había aprendido de Snape, era precisamente eso: furioso, no era rival para Voldemort. Y bien, quizá no fuera rival para él de cualquier forma... Pero había llegado tan lejos, destruyendo todos sus Horcruxes, que valía la pena intentarlo hasta el final, ¿no?... Suspiró otra vez y trató de poner la mente en blanco. Y, cuando miró el rostro compungido de Hermione y la expresión de asco con la que Ron miraba el cadáver de Nagini, no le hizo falta hacer ningún esfuerzo por apartar todos los pensamientos conscientes de su mente, porque huyeron de repente al ver lo que había detrás de ellos. En el umbral de la puerta, medio oculto por la sombra que proyectaban los cortinajes a la débil luz de las tres varitas, mirándolo fijamente con el rostro inexpresivo, estaba Lord Voldemort.
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— CAPÍTULO 34 — El séptimo Horcrux
Sin embargo, Harry se recuperó en seguida: no pudo evitar sorprenderse, al recordar que la última vez que se había encontrado frente a frente con Voldemort no había sido capaz ni de levantar la varita para defenderse. En ese momento, no obstante, sintió la mente clara, fría, y, asombrosamente, ningún tipo de temor. Quizá el hecho de saber que, al final, hiciera lo que hiciera, se iba a ver en esa situación, había hecho que se acostumbrase tanto a la idea que, llegado
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el momento, tenía una extraña sensación de dejà vù. Como si, en realidad, ya hubiera vivido esa escena muchas, muchas veces. Se quedó mirando a Voldemort fijamente, con una serenidad que ni en sus más locos sueños habría creído que sentiría en una situación como aquella. Era como si su mente le dijese que todo lo que había vivido en su vida le había conducido hasta aquella casa y hasta aquel momento. Hermione se dio la vuelta, y soltó un grito tan agudo y penetrante que los oídos de Harry se resintieron. Al oírlo, Ron la miró, desconcertado y todavía asqueado por el aspecto de Nagini, que permanecía en el suelo. Cuando vio a Hermione temblando como una hoja, él también miró hacia la puerta. Él no gritó: pero el terror más absoluto se pintó a su rostro, del que huyó todo el color, y se quedó paralizado, con la boca abierta, los ojos desorbitados y la piel tan blanca como la cera. Harry tomó aire profundamente y dirigió una mirada elocuente a Hermione, que parecía un poco más dueña de sí misma que Ron. Al menos, ella había conseguido apartar los ojos un instante de Voldemort, para clavarlos en los suyos. Harry le hizo un leve gesto con la mirada, indicándole que se hiciera a un lado, mientras, por el rabillo del ojo, veía cómo Voldemort se ponía en movimiento hacia él, ignorando a los otros dos jóvenes que permanecían inmóviles, aterrorizados, a un lado. Hermione abrió y cerró la boca sin emitir sonido alguno e hizo ademán de avanzar hacia donde estaba Harry; éste negó con la cabeza, pero, o bien Hermione no le entendió, o bien no quiso entenderle: el caso es que dio un paso vacilante en dirección a él. En ese momento Voldemort hizo un gesto con una mano alargada y blanca como el hueso, y las ocho velas del candelabro prendieron a la vez. Bajo el repentino charco de luz, Harry vio cómo avanzaba lentamente, adelantando a Hermione sin malgastar ni una mirada en ella, y a Ron, que parecía incapaz de apartar los ojos de él. Entonces se le ocurrió una idea. Empuñó la varita y, sin mirar a Voldemort, apuntó hacia Hermione. Sonrió brevemente al
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ver cómo ella tropezaba con una barrera invisible y se detenía en su avance; al mirar su rostro, comprobó que, como había imaginado, estaba tan confusa y aterrada que no era capaz de romper el sencillo hechizo—escudo que había lanzado apresuradamente. Harry volvió la cabeza para mirar a Voldemort, e hizo una leve inclinación de cabeza. — Lord Voldemort — dijo en voz baja, sin apartar la vista de los ojos rojos, rasgados, fijos en él. Voldemort apretó los finos labios al oír el tono levísimamente burlón. — Harry Potter — dijo a su vez, con la voz fría y cruel que Harry había llegado a identificar como la suya propia en alguna ocasión. El rostro inhumano brillaba fantasmalmente a la luz tililante de las velas —. Así que, finalmente, has venido a encontrarte conmigo. Qué oportuno. Y pretendes proteger a tus amigos — señaló a Ron y a Hermione con un gesto evasivo — con ese encantamiento tan básico. — No se trata de eso — contestó Harry, sin dejar de observar a Voldemort —. Pero no quería que nadie nos interrumpiera... esta vez. Voldemort entrecerró los ojos de serpiente. — Ah, pero tu querido Dumbledore no puede intervenir esta vez, ¿verdad, Harry?... Hace mucho que está criando malvas, según tengo entendido. — Cierto — dijo Harry sin inmutarse, caminando hacia un lado para evitar que Voldemort se le acercase —. Tampoco tu adorada "Bella", si no me equivoco. Ya debe estar camino de Azkaban, si no ha llegado ya. A reunirse con Malfoy, con Avery, con MacNair, Crabbe, Goyle, Rabastan, Rookwood... ¿Me dejo alguno? — preguntó, fingiendo quedarse pensativo —. Oh, sí, Nott, Mulciber, Greyback, Rosier... Ah, y tampoco podemos olvidar que Snape también está... ¿Cómo has dicho?... criando malvas. Voldemort frunció el ceño, lo cual hizo que su rostro deformado adquiriese un aspecto aún más horrendo de lo habitual. — ¿Cuándo te he dado permiso para tutearme, Harry? — dijo suavemente —. Muestra un
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poco de respeto, jovenzuelo... —. Y después, sin darle a Harry tiempo para reaccionar, exclamó: — ¡Crucio! El dolor, horrible, abrasador, como si mil cuchillos de hielo horadasen sus entrañas y se convirtieran en lava fundida en sus venas, lo golpeó con tanta virulencia que se tambaleó y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano por no gritar. Duró unos segundos que parecieron eones, hasta que Voldemort levantó la varita, dejando que el cuerpo de Harry cayese al suelo. Con la respiración entrecortada, Harry levantó la mirada y sus ojos se clavaron no en Voldemort, sino en Ron y Hermione, que observaban, horrorizados, desde el otro lado del escudo invisible. Hermione abrió mucho los ojos pardos y formó con los labios temblorosos dos palabras, cuyo significado le llegó directamente al cerebro como si ella las hubiera pronunciado en voz alta y junto a su oído: Aguanta, Harry... Olvidando el dolor al instante, Harry se levantó de un salto y aferró su varita con fuerza. Voldemort lo miró con lo que, con mucha imaginación, se podría interpretar como una expresión divertida en su cadavérico rostro. — Ya empiezas a darte cuenta de que vas a morir, ¿verdad, Harry? — preguntó en voz baja. Harry, haciendo caso omiso de la oleada de dolor que recorrió todo su cuerpo al tensarse, le devolvió la mirada con frialdad. — Eres un estúpido, Lord Voldemort — contestó, y lanzó un encantamiento aturdidor que, como esperaba, Voldemort desvió sin ningún problema —. Sigues creyendo que eres inmortal, ¿verdad? — Tú no puedes acabar conmigo, niño estúpido — escupió Voldemort, a quien, como Harry esperaba, el hechizo le había enfurecido —. Nadie puede. Y tú menos que nadie. — Eso es lo que tú te crees — dijo Harry, aguijoneándolo con otro aturdidor que también rebotó en el escudo levantado rápidamente por Voldemort con un gesto descuidado. Después,
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viendo que contaba con toda su atención, sonrió burlonamente y señaló con un gesto de cabeza el cuerpo ensangrentado y partido por la mitad de Nagini. — Oh — dijo Voldemort, mirándolo con indiferencia —. Ya veo. Has matado a una serpiente. Pero yo no soy una serpiente, Harry Potter. Yo soy mucho más que una serpiente. Y, con la velocidad del rayo, levantó la varita y envió en dirección a Harry un rayo de color rojo intenso que Harry, asombrándose de sus propios reflejos, desvió con un leve movimiento de mano. El hechizo rebotó en el escudo protector que les envolvía como una crisálida y se perdió en la oscuridad. — Curioso — respondió Harry —. Para ser mucho más que una serpiente, resulta que habías guardado un trozo de tu propia alma dentro de una. El rostro de Voldemort se quedó lívido, la piel blanca como el hueso adquirió un tinte violáceo mientras los músculos de la mandíbula se movían convulsamente. Harry rió fríamente. — Creías que nadie adivinaría nunca lo de tus Horcruxes, ¿verdad? — dijo en un tono que hizo que Voldemort se enfureciera aún más —. Y digo "Horcruxes", en plural, Milord. Los seis Horcruxes que tenías. El énfasis que puso en la última palabra provocó la reacción que estaba esperando, pero, pese a que estaba preparado para la maldición de Voldemort, la rapidez con la que su oponente atacó apenas le dio tiempo a él para reaccionar a su vez; desde luego, fue incapaz de defenderse con la mano, de modo que tuvo que recurrir a su varita para desviar la maldición. Se tambaleó. Entonces, volvió a ocurrir. Los rayos de ambos hechizos, el suyo y el de Voldemort, se encontraron en medio del aire, y la varita de Harry comenzó a vibrar como si la recorriera una descarga eléctrica, mientras Harry, con la mano agarrotada, observaba el fenómeno con una serenidad que le sorprendió a él mismo. El estrecho rayo de luz dorada y brillante unió las dos varitas hermanas, que no dejaban de vibrar, y se ramificó en una miríada de hilillos dorados que trazaron arcos sobre ellos hasta formar una segunda burbuja protectora dentro de la primera,
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dejando fuera a Ron y a Hermione, más desconcertados y aterrorizados que nunca. Harry miró la red dorada formada por el Priori Incantatem unos segundos, mientras su varita vibraba más que nunca conforme las curiosas piedrecillas de luz se acercaban paulatinamente a su lado del rayo de luz: al parecer, Voldemort también había reconocido el efecto provocado por el encuentro de los dos hechizos, y esta vez no pensaba dejarse vencer por la fuerza de voluntad de Harry. Éste sonrió, al darse cuenta, por primera vez, de que aquella vez había vencido a Voldemort en una lucha de igual a igual. Y pensaba volver a hacerlo. Evidentemente, aquello sólo ocurría cuando obligaban a sus varitas a combatir la una contra la otra, como había explicado Dumbledore aquella noche, hacía ya tanto tiempo. De modo que, para vencerlo, antes tendría que conseguir desarmarlo. Lo mejor era distraerlo, y eso creía saber cómo conseguirlo. No se tragaba ese cuento de que Voldemort era frío como el hielo y no perdía jamás el control: apenas llevaban diez minutos frente a frente y ya había conseguido sacarlo de quicio. Sólo tenía que enfurecerlo un poco más. Justo cuando el canto del fénix comenzaba a surgir de cada uno de los hilos de la red finamente tejida en torno a Harry y a Voldemort, Harry rompió la conexión. Voldemort bajó la varita y se lo quedó mirando con expresión inexcrutable. Un momento después torció los labios en lo que pretendía ser una sonrisa. — Veo que sabes por qué se produce este efecto, ¿no es así, Harry? — preguntó con indiferencia; no obstante, Harry percibió un brillo anormal en sus ojos rojos, y contuvo una sonrisa de satisfacción al adivinar que Voldemort no sabía que sus varitas tenían el mismo núcleo. De haberlo sabido, quizá Voldemort se habría deshecho de ella décadas antes. Pese a todo, no se le ocurría cómo podía sacar ventaja de aquello, a no ser que... — Sí, lo sé — dijo en tono casual —. Pero no creo que te interese saberlo, sinceramente. Voldemort no dijo nada, y Harry esperó el tiempo suficiente como para asegurarse de que había excitado su curiosidad.
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— La pluma que contiene tu varita es de Fawkes — dijo entonces, y sonrió —. El fénix de Dumbledore. Y no dijo más, guardándose el hecho de que la suya también tenía una pluma de Fawkes por si podía resultarle de utilidad más adelante. La expresión de Voldemort no cambió en absoluto. — Ah — respondió —. ¿Y por eso se conecta con la tuya? Interesante — añadió, pensativo —. No tiene ningún sentido... A menos que Dumbledore te haya enseñado alguna manera de hacerlo, ¿me equivoco? ¿Te has hecho tan amigo de ese pájaro como para que te haya enseñado a luchar contra sus propias plumas? Harry se encogió de hombros. — Ya acabé contigo una vez gracias a Fawkes, ¿te acuerdas? — preguntó —. O quizá no... Al fin y al cabo, sólo eras un recuerdo. — Oh, ya — dijo Voldemort, haciendo un gesto evasivo —. Ya veo. Sigues poniendo todas tus esperanzas en Dumbledore, a pesar de que el viejo está muerto, ¿verdad? Su fénix te salvó por Dumbledore, y piensas que seguir creyendo en ese chiflado volverá a salvarte... No sé quién es más estúpido, si Dumbledore o tú. — ¿Dumbledore, un estúpido? — preguntó Harry suavemente, acariciando su varita —. Es posible. Al menos, confió en quien no debía. Pero lo mismo se puede decir de ti, Lord Voldemort. Lanzó perezosamente un encantamiento aturdidor en dirección a su enemigo, buscando no conseguir desmayarle, sino más bien no bajar la guardia por culpa de la conversación. Voldemort ni siquiera necesitó alzar la mano para desviarlo. — Estás intentando despistar mi atención, ¿verdad? — dijo —. Eres patético. — Patético. Ya — contestó Harry con una sonrisa burlona —. Al menos, yo siempre supe que Snape no era de fiar. Lo patético es creer que tienes la fidelidad de una persona y darte cuenta al final de que te ha estado traicionando siempre. Voldemort sonrió.
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— Dumbledore... Siempre Dumbledore. Estás obsesionado con... — No estaba hablando de Dumbledore — le interrumpió Harry —. Estaba hablando de ti. Voldemort abrió la boca para responder, pero de su boca no surgió ningún sonido. Sin embargo, pese a su desconcierto, reaccionó en seguida: alzó la varita y gritó: — ¡Crucio! Afortunadamente, Harry ya se esperaba algo así, y tenía el cuerpo en tensión, preparado para esquivar la maldición que Voldemort pudiera lanzarle; los reflejos que el Quidditch había afinado y potenciado durante años vinieron en su ayuda en aquella ocasión, y se lanzó a un lado justo a tiempo para esquivar el rayo que surgió de la varita de Voldemort. Rodó por el suelo y se incorporó al instante, a los pies de Ron, que lo miraba desde el otro lado del escudo con los ojos muy abiertos, mordiéndose los labios. — No vamos a empezar otra vez con esto, ¿verdad, Harry? — dijo Voldemort, con una mueca sardónica en los inexistentes labios —. ¿O has venido hasta aquí para jugar al gato y al ratón conmigo? — ¿Quién es el gato y quién el ratón? — preguntó Harry intencionadamente, y se lanzó hacia el otro lado para esquivar la maldición de Voldemort. Lo único que podía servirle de escondite en aquella habitación era la silla forrada de terciopelo, y tampoco iba a servirle de mucho... De cualquier forma, en aquel momento no pensaba en ocultarse: se sentía extrañamente sereno y tranquilo, a pesar de saber que, esta vez, no había ninguna lápida ni estatua de piedra que se interpusiera entre una maldición asesina y él. Pues tendré que ser el primero en lanzarla, pensó mientras se incorporaba de nuevo. — ¿Qué has querido decir? — le espetó Voldemort, alzando de nuevo la varita. Harry alzó la suya a su vez y soltó una carcajada sin pizca de humor. — ¿Acaso pensabas que una persona capaz de traicionar a alguien era de fiar? — preguntó bruscamente —. Si traicionó a Dumbledore, debías haber pensado que muy bien podía traicionar
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a... alguien más. — ¿De qué estás hablando? — preguntó Voldemort, entrecerrando los ojos. — De Snape, por supuesto — contestó Harry, mordaz —. Me temo que a ti también te ha estado tomando el pelo todos estos años. Pero no es necesario que te enfades: ya está muerto. — ¡Ya sé que está muerto! — exclamó Voldemort, iracundo. Harry contuvo una sonrisa: Voldemort estaba empezando a perder el control. — Y murió intentando ayudarme a acabar contigo — continuó tranquilamente —. Pero no por su bondad de corazón: lo que quería era destruirte, claro. — No digas bobadas — respondió Voldemort, apretando con fuerza la varita entre sus largados dedos —. No podría... — ¿Destruirte? — acabó Harry por él. Rió —. Para no poder, lleva muchos años buscando el modo. Y debo decir que consiguió encontrarlo. Lentamente, sin apartar la mirada de Lord Voldemort, se metió la mano izquierda en el bolsillo y sacó el medallón falso que siempre llevaba encima. — ¿Te suena? — preguntó suavemente, haciendo que la fina cadena dorada corretease entre sus dedos —. Supongo que no. Dumbledore y yo lo encontramos en una cueva, escondida en un acantilado... Llena de Inferi, y con un islote en mitad de un lago. Este medallón estaba escondido en una vasija, y tuvimos que beber una poción verde para alcanzarlo... Voldemort palideció, de modo que su rostro se volvió de un repulsivo color violáceo, y se contorsionó en una mueca de furia. — Eso sí te suena, ¿verdad? — continuó Harry, jugueteando con el medallón, que tintineaba a cada movimiento de sus dedos —. Dumbledore encontró tu escondite, sí. Pero lo más divertido es que alguien lo había encontrado antes. Aunque tú ya lo sabías, ¿no es así? —. Soltó una carcajada seca —. ¿O acaso mataste a Regulus Black porque te caía mal? Voldemort pareció sobresaltado. La mano que sostenía la varita vaciló, como si, por
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primera vez en su vida, una debilidad humana pudiera afectarle. — ¿Regulus? — dijo, y, realmente, parecía confuso —. Yo no maté a Regulus, niño estúpido. Lo mató la Orden del Fénix. Snape dijo que... Harry soltó otra carcajada, ésta de verdad. Snape. Una ardiente sensación de triunfo le recorrió la columna vertebral, mientras miraba fijamente a Voldemort, con los ojos brillantes. — Snape — dijo en un susurro suave, hiriente —. ¿A que no adivinas quién tenía el medallón verdadero, el de la Marca de Slytherin? —. El regocijo le inundó al ver a Voldemort palidecer de nuevo —. Estaba roto — añadió —. Quiero decir que ya no era un Horcrux, vamos. Una pena. Snape se me adelantó. — ¡Eso es mentira! — gritó Voldemort, fuera de sí —. ¡Snape no sabía... nunca habría...! — Oh, sí, sabía, y sí, habría — respondió Harry con la voz cargada de veneno —. De hecho, lo hizo. Te traicionó, Milord. Encontró tu Horcrux y, al final, lo destruyó. Y trató de convencerme para que yo te destruyera para él. Creo que ser la mano derecha del Señor Tenebroso no le bastaba — dijo, con una risita irritante —. Lo que más le apetecía era ser el Señor Tenebroso. — No — contestó Voldemort, y la mano que sostenía la varita tembló visiblemente —. ¡No! ¡No es cierto! ¡Mientes! ¡Cruc...! — ¡Desmaius! — gritó Harry a la vez, y, de nuevo, los dos rayos surgidos de las varitas se unieron en uno sólo, brillante, dorado, radiante. Esta vez, sin embargo, antes de que pudiera siquiera escindirse para formar una nueva campana protectora, Harry levantó la varita y rompió la conexión. Se quedaron mirando el uno al otro, insistentemente, las varitas en alto, y Harry creyó ver en los ojos reptilianos de Voldemort un pequeño cambio: un brillo escondido, apenas visible, que revelaba un cierto... ¿respeto? Pero ese posible respeto que Voldemort pudiera sentir por Harry al ver que era capaz de hacerle frente, siquiera por un rato, se esfumó en un instante, y en los ojos rojos sólo quedó... odio.
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Harry bajó la varita en un gesto de desprecio. — No sólo no previste que Dumbledore descubriese lo de tus Horcruxes, sino que tampoco te diste cuenta de que Snape sólo trabajaba para sí mismo... Tú confiaste en él, y él te traicionó. Eres un bobo confiado, Lord Voldemort — dijo, despectivo. — Y tú un niño estúpido — contraatacó Voldemort, y se irguió en toda su imponente altura, una vez controlado su acceso de ira —. Vienes aquí, convencido de que puedes vencerme porque has destruido mis Horcruxes. Pero todavía tienes que enfrentarte a mí, ¿sabes? —. Sonrió malévolamente —. Y yo no soy un objeto, que se queda quieto mientras espera a que lo rompas. ¿Cómo piensas matarme? Harry se encogió de hombros, fingiendo indiferencia, y no contestó. — Oh, ya — siguió Voldemort —. Planeas destruirme por medio del... amor — mordió la palabra como si supiera a rayos —. Como te habrá enseñado el tonto de Dumbledore. ¿Cómo era lo que decía?... Ah, sí... "El amor es mucho, mucho más poderoso que cualquier otro tipo de magia" — dijo, en una burda imitación del tono sereno de Dumbledore —. "Una fuerza más maravillosa y terrible que la muerte, que la inteligencia humana, que las fuerzas de la Naturaleza. El poder más misterioso y temible de todos cuantos se conocen". Sí, recuerdo sus discursitos, Harry. Tuve que soportarlos durante siglos. — Pero no los escuchaste — respondió Harry, levantando la barbilla en un gesto de orgullo, por su antiguo director, y por haber descubierto, al fin, que Voldemort estaba equivocado, y que Dumbledore tenía razón: había una fisura en la armadura de poder y terror que recubría a Voldemort —. Y tu incapacidad para amar te hace débil. — ¿Sí? — preguntó Voldemort, dando un paso hacia él, en un gesto amenazador —. ¿Te parezco débil, Harry? ¿En serio? — Sí — asintió Harry —. Te has debilitado, Lord Voldemort. Te burlabas de Dumbledore por conseguir la fidelidad de sus aliados por medio del cariño y la lealtad, mientras que tú
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intentabas controlar a tus seguidores por el miedo y el poder, sin darte cuenta de que poder era precisamente lo que buscaban. Por eso te traicionaron Regulus y Snape... — ¿Y quiénes son tus aliados, Harry? — preguntó Voldemort con rencor —. Dos niños asustados... — añadió, señalando a Ron y a Hermione, que miraban retorciéndose las manos desde el otro lado del escudo —. Ah, lo olvidaba, y un montón de muertos ambulantes que se hacen llamar La Orden del Fénix... Todos acabarán como Dumbledore, ¿sabes? — mostró los dientes puntiagudos en una siniestra sonrisa —. Igual que Black, y que tus padres... Harry no pudo contener una sonrisa: si Voldemort pensaba que así iba a conseguir sacarle de quicio, iba listo... Acarició la superficie pulida de su varita, sólo para mostrarle que no había bajado la guardia. Voldemort supo interpretar correctamente los dos gestos, tanto el de la varita como la sonrisa. Clavó los ojos en los de Harry. Entonces, un ataque mucho más virulento de lo que había esperado, de lo que podía haber imaginado, lo dejó paralizado, incapaz de reaccionar. Voldemort se había introducido en su mente, y atravesaba su cerebro célula tras célula, afilado como un bisturí, provocándole un dolor y una sensación de indefensión insoportables. Gritó de agonía, mientras la mente de Voldemort seguía sondeando la suya, capa tras capa, buscando un punto débil en el que hundir sus colmillos... El grito ahogado de Hermione le devolvió a la realidad, y Harry hizo un esfuerzo sobrehumano por sobreponerse al dolor, a la impotencia. Luchó por apartar cualquier pensamiento consciente de su mente, cualquier imagen, cualquier sentimiento, cualquier cosa que Voldemort pudiera utilizar en su contra. Cerró los ojos para apartar de sí aquella mirada rojiza, maligna. Apretó los dientes, tomó aire y expulsó a Voldemort de su mente. Gimió, dolorido, llevándose las manos a la cabeza. Instantes después sacudió la cabeza, comprendiendo que cualquier momento de debilidad podía costarle la vida. Suspiró al ver que Voldemort permanecía inmóvil, desconcertado, mirándolo fijamente. — ¿Quién te ha enseñado? — dijo al fin, en voz baja, átona —. ¿Quién te ha enseñado
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Oclumancia? ¿Dumbledore? Sin que el pensamiento consciente pasara por su mente, Harry hizo un gesto rápido con la muñeca en dirección a Voldemort, que había bajado la guardia, creyéndolo indefenso. — ¡Expelliarmus! La varita de Voldemort se escapó de entre los largos dedos y rebotó en el suelo hasta salir al otro lado del escudo. Voldemort miró a Harry scon expresión de incomprensión. — Snape — respondió Harry, con la varita en alto, apuntando a Voldemort —. ¿Empiezas a entender hasta dónde llegó su traición, Lord Voldemort? Voldemort respondió lanzándole un ataque mental aún más poderoso y ponzoñoso que el anterior. Harry se tambaleó y trastabilló, pero esta vez estaba preparado: armó sus defensas mentales en tan sólo unos segundos, y volvió a expulsar a Voldemort de su cabeza. Su enemigo lo miró, confuso. — Imposible... — musitó. — Me dio armas para poder defenderme de ti — continuó Harry en un susurro, haciendo caso omiso de la punzada dolorosa que latía en su sien —. Y para atacarte. Y, a modo de prueba, intentó penetrar en la mente de Voldemort. Un puñado de imágenes sin sentido inundó su cerebro, antes de que Voldemort consiguiese expulsarlo a duras penas. Harry sonrió: el estado de confusión mental de Voldemort le hacía vulnerable... y él lo sabía. — Es... imposible — repitió débilmente Voldemort, y repentinamente pareció asustado por primera vez. Harry se irguió ante él, esbozando una mueca de desprecio. — Yo tengo un poder que tú no conoces — dijo, tratando de imprimir en su voz todo el desprecio y la repugnancia que le inspiraba. Entonces descubrió, anonadado, que no era eso lo que Voldemort le inspiraba. En ese instante, mientras observaba a su oponente, tambaleándose, asustado, comprendió que aquel ser, aquel... horror, era quien le había hecho ser lo que era... era él quien había creado a Harry Potter tal
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y como Harry Potter era entonces. Sin Voldemort, él no existiría. Y sintió una extraña sensación de alegría que trepaba por su espalda, mirando a su enemigo, odiándole tanto, tanto, que casi podía decir que... le quería. — Yo soy capaz de amar — susurró. Voldemort ni siquiera levantó la cabeza cuando Harry le apuntó con la varita. — Y eso no me hace débil — continuó —. Porque amo, y por eso soy capaz de querer... matar. Inspiró profundamente y cerró los ojos. — ¡Avada kedavra! El brillante torrente de luz verde le deslumbró momentáneamente, y el sonido ensordecedor le impidió oír el ruido del cuerpo de Voldemort al desplomarse sobre el suelo. Permaneció de pie, inmóvil, con la varita en la mano y respirando entrecortadamente, y al final fue capaz de fijar la mirada en el cuerpo sin vida de su enemigo, del enemigo de magos y muggles, del asesino que mató a sus padres. Y entonces intuyó que algo iba terriblemente mal. El cadáver de Voldemort permanecía a sus pies, tirado en el suelo, desmadejado, los ojos rojos abiertos, la mirada vacía fija en el techo entelado de la habitación, el rostro congelado en una horrible mueca de terror. Sin embargo, Harry sintió que había algo que iba mal... Observando a Voldemort, sin saber muy bien cómo ni por qué, repentinamente supo, de alguna manera, que no había salido bien. Que Lord Voldemort no estaba muerto. No del todo, al menos. Aquel cuerpo no tenía vida, desde luego. Pero, de alguna forma, Voldemort seguía vivo. No había conseguido acabar con él. Fue entonces, en ese mismo momento, cuando la verdad lo golpeó con la fuerza de una montaña desplomándose sobre su cabeza. No había destruido todos los Horcruxes: aún quedaba uno. Por eso Voldemort no había muerto. Nagini no había sido el último Horcrux. Voldemort había creado su útimo Horcrux mucho antes.
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Y supo, del mismo modo que sabía que Voldemort no estaba muerto del todo, dónde se encontraba ese último Horcrux, qué era y cuándo había sido creado. Dumbledore se había equivocado. Había cometido un error garrafal. Había asegurado que Voldemort no había conseguido crear su séptimo Horcrux cuando quiso hacerlo, y aquello no era cierto. Voldemort sí lo había logrado. Había estado tan preparado para escindir su alma cuando intentó asesinar a Harry diecisiete años atrás que, pese a que la maldición asesina no acabó con Harry, sí logró desgajar la mitad de su alma. Quizá porque acababa de asesinar a James y a Lily, quizá porque, en realidad, el asesinato era el peor de los crímenes, aunque se quedase en una mera tentativa. A lo mejor, a la hora de dividir el alma en dos, la intención era lo que contaba, y Voldemort tenía toda la intención de matar a Harry a sangre fría. Quizá llegó a pronunciar el conjuro de división antes de que la maldición rebotase en Harry, y su alma sí se partió en dos... Fuera cual fuese el objeto que Voldemort tenía preparado para albergar esa séptima parte de su alma, al recibir el impacto de la maldición asesina no había podido elegir. Y el trozo de alma había encontrado un recipiente por su cuenta. El primero con el que tropezó. El mismo Harry. Harry tomó aire y jadeó, tembloroso, al comprender que, para acabar con Voldemort, tenía que acabar con todos sus Horcruxes, con toda su alma, con todos los pedazos. Tenía que matarse él. — Yo tengo un poder que el Señor Tenebroso no conoce — musitó, entendiendo, por fin, el alcance de la Profecía. El amor. Sólo podía destruir a Voldemort con amor. Amor hasta las últimas consecuencias. — ¿Y qué mayor acto de amor que dar la vida? — susurró —. Como hizo mi madre, que dio la vida por amor, y me protegió hasta hoy... Autosacrificio. No pudo evitar sonreír amargamente. Incluso el Sombrero Seleccionador se
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había sacrificado por conseguir que Harry destruyese uno de los Horcruxes... Y ahora, era el turno de Harry. — El único con el poder para destruir al Señor Tenebroso — dijo, con la voz más firme, más serena. Una serenidad que todavía no sentía —. El Elegido. Elegido para dar la vida. O, quizá, el título no era El Elegido... Quizá, como había insinuado Dumbledore, más bien debía ser El Que Elige. Luchar, o quedarse al margen. Vivir, o dar la vida. — Elijo — murmuró —. Lo que debo. En realidad, ¿tengo elección? Puedo vivir, se dijo. Alejarme de aquí, y continuar intentando impedir que Voldemort recupere una vez más su cuerpo. Podría hacerlo. Vivir. — No. Y una sensación de paz inundó su corazón dolorido, calmando sus dudas y su terror como un bálsamo, cálido, reconfortante. Harry levantó la mirada hacia el techo. Podía imaginar, más allá de los cortinajes, del yeso, de las tejas, el cielo tachonado de estrellas tililantes, con tanta claridad como si realmente pudiera ver a través del techo. — Papá — musitó —. Mamá... Bajó la mirada y clavó los ojos en Ron y Hermione, que lo observaban, paralizados, sin comprender. Sonrió. — No — susurró Hermione con los ojos desorbitados, la comprensión reflejándose repentinamente en su rostro —. No. Harry. No. Levantó los brazos y golpeó el escudo con los puños cerrados. La barrera invisible no cedió. El rostro de Hermione se convulsionó en una mueca de horror. Golpeó el escudo con más fuerza. — No — repitió —. ¡No! ¡Harry, no! ¡No! Harry sonrió más ampliamente y cerró los ojos, rezando por poder llevarse consigo esa
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última imagen de Hermione y de Ron, y por poder conservarla por toda la eternidad. Los golpes de Hermione arreciaron, sus gritos se tiñeron de desesperación. Suspiró, levantó la varita y la apoyó contra su sien. — Avada kedavra — musitó. Y ya no oyó más.
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— CAPÍTULO 35 — Una sola vuelta
— ¡No! ¡Harry! ¡No lo hagas! Hermione siguió golpeando el escudo como una loca, histérica, mientras veía, horrorizada, cómo el cuerpo de Harry se desplomaba lentamente en el suelo, junto a Voldemort. En ese momento el escudo desapareció, y ella perdió el equilibrio y cayó hacia delante, sobre sus manos. Ni siquiera hizo un esfuerzo por incorporarse. El tupido cabello castaño ocultó su rostro surcado por las lágrimas. — No — susurró sin fuerzas, dejándose caer al suelo —. Harry. No. Aturdido, Ron se dejó caer a su lado, sin dejar de mirar los cuerpos de Harry y de Voldemort, que, curiosamente, habían caído el uno junto al otro. — ¿Qué... qué ha ocurrido? — preguntó, tembloroso —. ¿Por qué...? — Harry — repitió Hermione, alargando una mano para acariciar el borde de la túnica de su amigo caído. La retiró antes de tocarlo —. Harry... Sollozó, sintiendo que su garganta se desgarraba de dolor. — Hermione, ¿por qué ha...? — murmuró Ron, tembloroso, mientras la incredulidad se plasmaba claramente en sus ojos —. No lo entiendo... Ya lo había matado, ¿no?
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— Harry era el último Horcrux — dijo Hermione con voz entrecortada, y gimió, sintiendo, por un momento, que el dolor iba a acabar también con ella —. El último Horcrux... Su mente siguió el mismo camino que había seguido la de Harry instantes antes, y comprendió finalmente el razonamiento que éste había hecho. Pese al dolor, pese a la angustia, pese a la sensación de vacío que se había instalado en su estómago, amenazando con congelarle las entrañas, Hermione supo, igual que Harry, que ella habría hecho lo mismo. ¿Acaso tenía elección? Y, sin embargo, irracionalmente, no podía evitar culpar a Harry por lo que sentía en esos momentos... — ¿Por qué me has hecho esto? — dijo, y creyó que su corazón empezaría a sangrar, incapaz de soportar el hueco que Harry había dejado en el dolorido músculo —. Harry — repitió suavemente, y, esta vez sí, su mano acarició el borde de la túnica negra, bajo la cual la piel de la pierna aún estaba caliente al tacto. Tomó aire, temblorosa, temiendo no poder soportarlo y echarse a llorar a gritos. Harry no se merecía aquello. Al fin y al cabo, había vencido. Cerró el puño y se enjugó las lágrimas, furiosa —. Esto no tenía que haber sucedido así — dijo —. No tenía que haber sucedido así... — El último Horcrux — repitió Ron en voz baja. Se acercó a Harry arrastrándose por el suelo, hasta llegar a la altura de la cabeza, y miró el rostro sin vida de su mejor amigo. Y en aquel momento comprendió, al ver los ojos cerrados y la sonrisa que Harry aún esbozaba. Daba la sensación de que estaba dormido, soñando, en algún lugar agradable del que no quería volver. Ron no hizo ningún movimiento para impedir que las lágrimas resbalasen por sus mejillas y se escurrieran por su larga nariz; alargó la mano y apartó el mechón de pelo negro que ocultaba la cicatriz en forma de rayo —. Pero, Harry... — dijo, dirigiéndose a él como si pudiera escucharlo — . ¿Qué voy a hacer yo ahora sin ti? — preguntó suavemente, y, temblando, bajó la mano para apoyarla en el suelo. — Un momento — dijo Hermione de pronto, en un tono de voz totalmente distinto —. Un
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momento — repitió, y se irguió, con un extraño brillo en los enrojecidos ojos. Ron levantó la mirada hacia ella, interrogante —. Esto no tenía que haber sucedido así. — Ya lo has dicho antes, Hermione — respondió Ron, y volvió a mirar a Harry con infinita tristeza —. Pero así son las cosas, y él eligió... — No me refiero a eso, Ron — exclamó ella, y se puso en pie a toda prisa —. ¡Pero si ni siquiera ha funcionado! Ron la miró, desconcertado. — ¿Qué estás diciendo, Hermione? — preguntó en voz baja, asustada. Temió por un instante que ella no hubiera soportado el dolor y estuviera perdiendo la razón. — ¡No ha destruido el último Horcrux antes que a Voldemort, así que no ha funcionado! ¡Y no tenía que haber sucedido así! — insistió. Alargó la mano hacia Ron y lo obligó a levantarse. — Hermione... — ¡Ven! — dijo ella ferozmente, y Ron se apresuró a seguirla, lanzando una última mirada hacia los dos cadáveres tendidos en el suelo. Hermione se alejó de ellos sin soltar la mano de Ron. Entonces, sin una palabra de aviso, se Desapareció, arrastrando a Ron consigo a donde quiera que fuera. Ron forcejeó un instante, hasta que comprendió que, si se quedaba atrás, quizá no podría encontrarla más adelante. Luchó por seguir asido a la mano de Hermione, que se le escapaba de entre los dedos, sintiendo cómo tiraban de él desde todas las direcciones, la desagradable opresión en el tórax, los globos oculares al ser empujados fuertemente al interior de sus órbitas... Tomó aire y miró a su alrededor, desorientado. Hermione se sacudía la túnica con energía, con una mueca de determinación. Ron, desconcertado, descubrió que se habían Aparecido en un larguísimo vestíbulo con el suelo de madera pulida y las paredes forradas de paneles también de madera, flanqueando gran cantidad de chimeneas que se abrían a ambos lados del vestíbulo, frente a la fuente con sus cuatro figuras de mármol. El Atrio del Ministerio. Una marea de gente salía de
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los ascensores al otro lado de la estancia, y Ron pensó que ya debía ser la hora de salida de la mayor parte de los funcionarios que trabajaban allí: por supuesto, habían estado fuera toda la tarde... Y sintió que la cabeza le daba vueltas al recordar que hacía apenas unas horas que había acudido a ese mismo edificio, con Neville y con... Harry. — Vamos — dijo Hermione, imperativa, tirando de él. Ron se apresuró a seguirla hacia los ascensores. Justo a la entrada del segundo vestíbulo, más pequeño, el mago de seguridad les cortó el paso. — Eh, no tenéis autorización para Apareceros aquí — exclamó, malencarado, y golpeó a Ron en el pecho con el dedo índice —. Y además el Ministerio se va a cerrar a los visitantes en menos de cinco min... — Apártese — dijo Hermione con voz firme, sacando la varita del bolsillo de su túnica y apuntando al vigilante con mano firme —. Ya. El mago se la quedó mirando, incrédulo. — Oye, criatura — dijo en un tono de superioridad que Ron sabía que podía hacer que Hermione se convirtiera en una tigresa en menos de dos segundos —. ¿Qué crees que estás hacien...? — ¡Cállese! — exclamó Hermione, entrecerrando los ojos. Tiró de Ron y ambos pasaron junto al vigilante, que los observaba, atónito. Ron le dedicó una breve sonrisa de disculpa, mientras Hermione tironeaba de él hacia los ascensores. — Fuera — dijo en voz baja cuando se introdujeron en la cabina de uno de ellos. Los magos y brujas que había en su interior la miraron con expresiones que iban desde la diversión hasta el enojo —. ¡Fuera! Sin saber muy bien cómo, Ron se encontró encerrado en el ascensor a solas con Hermione, que aporreaba el botón del número nueve como si le fuera la vida en ello. — Hermione, ¿puedes explicarme qué demonios hacemos aquí? — preguntó finalmente.
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Ella lo miró con exasperación. — Vamos a arreglar este embrollo — contestó —. Como que me llamo Her... — Novena Planta, Departamento de Misterios — dijo la incansable y fría voz de la bruja en el ascensor. Hermione salió corriendo antes de que las puertas se hubieran abierto por completo, y Ron no pudo hacer otra cosa que correr tras ella por el desnudo corredor de piedra hasta que traspasó la puerta negra y estuvo a punto de golpearle la nariz con ella. Entró detrás de Hermione y aferró su antebrazo para obligarla a volverse hacia él. — ¿Te has vuelto loca? — exclamó —. ¿Quieres parar un momento y decirme para qué diablos me has traído aquí? Los muros llenos de puertas de la habitación circular comenzaron a girar bajo la tétrica luz azul de las velas de las paredes. Cuando se detuvieron, Hermione abrió una de las puertas al azar. — No, ésta es la de los cerebros — dijo —. Sal de ahí, Ron — añadió al ver que Ron daba un paso adelante, fascinado con el tanque repleto de cerebros. — Sólo quería... — murmuró Ron, saliendo de nuevo a la sala circular. Al tercer intento lograron hallar la sala que Hermione buscaba: la habitación de aspecto absurdamente normal que se escondía en el interior de aquel Departamento lleno de habitaciones anormales. Detrás del escritorio de madera, bajo la luz de las antorchas, seguía sentado Jonathan Croaker. — ¿Qué hacéis aquí? — preguntó, sorprendido —. Ah, sois vosotros... ¿Dónde están Harry Potter y ese otro chico que...? — No importa — le interrumpió Hermione, avanzando hacia él imparable como una locomotora —. Hemos venido a pedirle que nos dé un giratiempo. Croaker abrió la boca, desconcertado, y después se echó a reir. — ¿Un giratiempo? — repititó —. Pero, jovencita, para eso tienes que pasar por una Comisión Interdepartamental que evalúe tus motivos... que, previamente, tendrás que haber
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explicado a fondo en una solicitud formal presentada ante la Secretaría de... — No — volvió a interrumpir Hermione, deteniéndose frente al inefable y levantando la varita —. No voy a necesitar nada de eso. — Además, ya no tenemos giratiempos disponibles — siguió Croaker con una sonrisa —. Alguien destrozó el armario donde los guardábamos hace un par de años. Supongo que no podréis decirme nada acerca de ese asunto, ¿verdad?... — ¿Me está diciendo — preguntó Hermione, inclinándose sobre el escritorio con un gesto amenazador — que en dos años no han repuesto la provisión de giratiempos que tenían? Ya, claro — añadió, escéptica —. Y ahora me dirá que aquel armario todavía está cayéndose y levantándose solo en la sala del Tiempo, ¿verdad? — Ah, de modo que fuísteis vosotros — dijo Croaker, mirándola fijamente —. Pues debéis saber que, ahora que sois mayores de edad, podríamos pediros responsabilidades por destrozar material guberanmental, e incluso... — Déjese de tonterías — le cortó Hermione, agitando la varita nerviosamente frente al rostro del mago —. Va a darnos un giratiempo, y nos lo va a dar ahora, ¿me he explicado con claridad? — Pero, ¿es que no me has escuchado? — insistió Croaker, y su rostro adquirió un tono rosáceo que no presagiaba nada bueno —. Los procedimientos... — ¡Los procedimientos me los paso por donde yo le diga! — vociferó Hermione, y Croaker se echó hacia atrás, anonadado —. ¡Déjese de burocracia! ¡Le estoy pidiendo un giratiempo para salvarle la vida a Harry Potter, no para repetir un exámen del colegio! — ¿Salvar a...? — ¿Qué prefiere — gritó Hermione, fuera de sí —: salvar a El Elegido saltándose sus malditos procedimientos, o dejarlo morir? ¿Sabe el paquete que le puede caer si se sabe que ha muerto por su culpa?
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Croaker la miró fijamente, asombrado, durante unos minutos, sin saber muy bien cómo reaccionar. Finalmente se encogió de hombros, abrió un cajón de su escritorio y sacó un pequeño reloj de arena colgado de una fina cadena dorada. Se lo tendió a Hermione. — Yo no sé nada de esto — dijo antes de permitir que lo cogiera —. Lo habéis robado, ¿me has entendido? Hermione asintió brevemente y aferró la cadena con brusquedad. Se colocó el giratiempo alrededor del cuello. — Gracias — respondió, volviéndose hacia Ron —. Muy bien, vámonos, deprisa. — Tenemos un giratiempo — dijo Ron en un susurro —. ¿Por qué tenemos que darnos prisa? Hermione le dirigió una mirada asesina y le agarró por la muñeca con tanta fuerza que Ron tuvo que reprimir un gemido. — Antes de iros, señorita — dijo Croaker, cogiendo un montón de pergaminos del interior del cajón y colocándolos sobre la mesa —. No sé si conocéis las normas, pero debéis aseguraros de que no os ven. Que no os vea nadie, ¿entendido? Y no cambiéis el pasado. — Señor Croaker — respondió Hermione, volviéndose para mirarlo con un gesto indefinible —. Hemos entrado en el Ministerio a saco, hemos amenazado al mago de seguridad y a un inefable del Departamento de Misterios, y hemos robado un giratiempo. ¿De verdad cree que nos importa romper las normas? —. Sonrió —. Además, le aseguro que nos va a ver mucha gente. Y que vamos a interferir en el pasado todo lo que podamos. Vamos, Ron. Se Desapareció, arrastrando a Ron consigo de nuevo en el incómodo viaje, mientras éste se repetía que podía apostar a que no volvería a permitir que nadie ensayase con él una nueva Aparición En Paralelo. Comprobó que Hermione les había traído de vuelta al Valle de Godric, no a la casa de la que acababan de salir sino al camino de entrada al pueblo. Sin esperar a ver si Ron había llegado
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bien, o entero, a su destino, Hermione echó a correr camino abajo, mientras los últimos rayos del sol caían sobre el valle, el astro zambulléndose rápidamente tras una de las montañas. — Hermione — jadeó Ron, tratando de mantener su paso —, ¿por qué no nos has llevado al pueblo, al menos? — Hay algo en ese pueblo que no permite la Aparición — contestó ella, corriendo a su lado —. Está protegido. Pero no como Hogwarts: antes he podido Desaparecerme sin ningún problema. ¿No has notado que hemos cambiado de dirección a mitad del viaje? — No — dijo Ron —. Estaba muy ocupado tratando de mantener la lengua pegada al paladar, muchas gracias. — Hay una barrera — continuó Hermione con la respiración entrecortada. Las primeras casas del pueblo aparecieron a unos metros de distancia —. No sé quién la habrá puesto ni por qué sólo impide la entrada, pero ahora no me importa. Corre. — ¡Hermione, tenemos un giratiempo! — volvió a exclamar Ron cuando una punzada en el costado le impidió tomar aire —. ¿Por qué tenemos que correr tanto? Hermione se detuvo en seco a la entrada del callejón que conducía a la calle del Oeste, y lo miró, jadeante, desafiante, con el ceño fruncido y los ojos entrecerrados. — ¿De verdad quieres perder el tiempo mientras Harry está muerto al lado del cadáver de Lord Voldemort, Ron? — le espetó, y siguió corriendo sin esperar una respuesta. Ron ahogó una maldición y echó a correr tras ella, pensando que jamás volvería a recuperar el ritmo cardíaco en su vida. Para cuando subió la escalera de piedra del interior de la casa, estaba a punto de renunciar y dejarse caer al suelo, y desmayarse o morir, lo que fuera más rápido. Al respirar le daba la sensación de que las costillas se le iban a salir, una a una, por el ombligo. Gimió al llegar al final de la escalera, donde el dobladillo de la túnica de Hermione acababa de desaparecer, y empujó la puerta sin fuerzas para entrar en la habitación.
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Hermione estaba inmóvil junto a la puerta, observando el interior de la estancia. Allí nada había cambiado desde que se habían Desaparecido con tanta prisa: a un lado seguía el cuerpo ensangrentado y partido por la mitad de Nagini, junto a la silla forrada de terciopelo. Las velas del candelabro seguían encendidas, iluminando los densos cortinajes y los dos cuerpos tirados en mitad de la habitación, el cuerpo de un ser inhumano con una máscara de terror en el rostro deformado, el cadáver del joven con los ojos cerrados y una inverosímil sonrisa en los labios. — Bien — dijo Hermione, sacándose el giratiempo del cuello de la túnica —. Ven aquí, Ron. — ¿Por qué no hemos retrocedido antes, en el Ministerio? — preguntó Ron, acercándose a ella sin dejar de mirar a Harry —. ¿Y puedes, por favor, explicarme de qué va todo esto? Hermione lo miró con impaciencia. — No hemos retrocedido antes porque no era probable que Croaker nos dejase salir del Ministerio sin saber qué hacíamos allí y por qué teníamos un giratiempo, Ron — explicó —. Y no tengo tiempo para explicarte ahora lo que... — ¡Tenemos un giratiempo, Hermione! — aulló Ron —. ¡Tenemos todo el tiempo del mundo! — ¿Quieres venir o no? — exclamó Hermione, impaciente. Alargó la cadena del giratiempo e hizo un gesto señalándole el hueco que quedaba entre ella y el giratiempo —. Son las nueve. Hace casi una hora que Harry ha muerto. Y no pienso retroceder dos horas sólo para explicártelo, Ron. No quiero aparecer aquí cuando todavía ni siquiera habremos llegado a esta casa. Ron abrió la boca para protestar otra vez, pero se lo pensó mejor al ver la mirada decidida de Hermione y se apresuró a meterse dentro de la cadena del giratiempo. Hermione asintió y giró el reloj de arena sólo una vez. Ambos permanecieron inmóviles mientras a su alrededor giraban a toda velocidad manchas
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borrosas de todos los colores del espectro, como si estuvieran en el ojo de un extrañamente colorido huracán sin viento. Daba la sensación de que estuvieran yendo hacia atrás a toda velocidad: ningún sonido llegaba a sus oídos, y, en caso de que hubieran querido gritar, no habrían podido emitir absolutamente nada. Un instante después todo se detuvo. Ron miró a Hermione, inseguro, pero ella no perdió el tiempo: sacó la cadena del cuello de Ron y volvió a guardar el giratiempo bajo la pechera de su túnica. Después, se giró para mirar al interior de la habitación. Desde donde estaba, pudo verse a sí misma y a Ron de espaldas a la puerta, observando la escena que se desarrollaba en el interior de lo que, a esa distancia, parecía una enorme pompa de jabón iridiscente. Hermione se acercó sin hacer ruido, y se colocó justo detrás de su otro yo, sin dejar de mirar hacia el interior del escudo, donde Voldemort miraba confuso a Harry, que estaba de espaldas a ella. — Imposible — decía Voldemort en ese momento. — Me dio armas para poder defenderme de ti — susurró Harry —. Y para atacarte. Hubo un silencio de unos segundos, durante los cuales el rostro de Voldemort se contorsionó en una mueca de rabia y confusión. Harry sonrió. — Es... imposible — repitió débilmente Voldemort. Hermione miró a su alrededor atentamente, hasta que al fin localizó lo que buscaba: se agachó para recoger del suelo la alargada y negra varita de Lord Voldemort, que yacía tirada junto a los pies de su yo pasado, olvidada. — Yo tengo un poder que tú no conoces — dijo Harry cuando Hermione volvió a erguirse para observar lo que sucedía. Harry miraba a Voldemort con una anómala mezcla de desprecio, repugnancia y alegría, mientras Voldemort bajaba la cabeza. Entonces Hermione alargó la mano y tocó suavemente el hombro de su otro yo. La Hermione del pasado se volvió, aterrorizada, y abrió mucho los ojos al verse a sí misma detrás de sí. Hermione sonrió y se guiñó el ojo.
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— ¿Me dejas pasar? — musitó tranquilamente, y, con un gesto amable, apartó a la otra Hermione a un lado para colocarse ante el escudo invisible. Pasó suavemente una mano por la barrera, que onduló y volvió a su sitio original. — Finite incantatem — dijo en voz baja, con la mano sobre el escudo. La burbuja protectora volvió a ondular, y después, lentamente, comenzó a desaparecer, como una barrera de hielo que se derritiese bajo la luz del sol. — Yo soy capaz de amar — susurró Harry a escasos metros de ella. Hermione avanzó hacia él, sin dejar de mirar a Voldemort, que parecía incapaz de levantar la cabeza —. Y eso no me hace débil. Porque amo, y por eso soy capaz de querer matar. Hermione rodeó a Harry y se colocó delante de él justo cuando éste levantaba la varita para darle a Voldemort el golpe de gracia. Harry la miró, sorprendido. — ¿Qué...? Hermione no dijo nada; simplemente le devolvió la mirada, levantó una rodilla y, sin apartar los ojos de él, partió en dos la varita de Voldemort. Harry observó desconcertado cómo Hermione lanzaba a un lado los pedazos de la varita. Entonces, ella sonrió e hizo un gesto con la cabeza en dirección a Voldemort. Harry parpadeó, confuso. Voldemort soltó un aullido de rabia. Harry se volvió hacia él, y se quedó paralizado, fascinado ante lo que sucedía ante sus ojos. El rostro blanquecino de Voldemort comenzó a recuperar poco a poco el color rosado de la carne, mientras sus ojos rojizos se oscurecían paulatinamente hasta alcanzar el negro más puro que Harry hubiera visto jamás en unos ojos. Unos ojos que, era imposible pasarlo por alto, tenían las pupilas redondas. Sobre ellos crecieron las cejas, finas, arqueadas, dos trazos elegantes que enmarcaban los ojos y terminaban justo sobre la nariz recta, aristocrática, que acababa de aparecer en el rostro. Los finos labios engrosaron hasta convertirse en dos curvas suaves y carnosas bajo la
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nariz. Del cráneo calvo de Voldemort surgió rápidamente una tupida mata de sedoso y ondulado cabello negro como la pez, que él echó hacia atrás con una mano fina, elegante, de dedos largos. Harry lo miró con estupor: donde antes estaba Voldemort, y vestido con la misma túnica negra que él, yacía el hombre más hermoso que hubiera visto en su vida. Un hombre, registró el cerebro de Harry, que apenas tendría treinta años. — Y bien, parece que eso de dividir el alma de uno también conserva la juventud, ¿no es cierto, Tom Ryddle? — preguntó con sorna. — Ya está, Harry — dijo Hermione, haciéndose a un lado —. Todo tuyo. Harry miró una última vez a Voldemort, que lo observaba con rabia, una vez recuperada su antigua belleza y, con ella, su mortalidad. Cerró los ojos e inspiró profundamente. — ¡Avada kedavra! — dijo con voz firme. El brillante torrente de luz verde le deslumbró momentáneamente, y el sonido ensordecedor le impidió oír el ruido del cuerpo de Voldemort al desplomarse sobre el suelo. Permaneció de pie, inmóvil, con la varita en la mano y respirando entrecortadamente, y al final fue capaz de fijar la mirada en el cuerpo de su enemigo, del enemigo de magos y muggles, del asesino que mató a sus padres. Tom Sorvolo Ryddle. Lord Voldemort. Muerto.
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— CAPÍTULO 36 — La sombra de la serpiente
— Harry — dijo una voz temblorosa detrás de él. Se volvió para ver a Hermione yendo hacia él, tambaleándose. Sonrió, cansado, y se quedó de piedra al ver que Hermione se echaba a llorar y se lanzaba contra él, sollozando. Tuvo que sostenerla para que no cayera, y, aún así, acabó hincando la rodilla en tierra bajo el peso muerto de Hermione, que le echó los brazos al cuello y enterró el rostro empapado en lágrimas en su pecho. — Hermione, ¿qué...? — murmuró, atónito. Ron se arrodilló junto a ella y les rodeó a ambos con sus brazos, y, para sorpresa y desconcierto de Harry, se echó a llorar también. — Era la varita — sollozó Hermione, levantando el rostro surcado de lágrimas y mirándolo
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con una expresión que mezclaba, incongruentemente, la alegría y el enojo —. Era la varita... No eras tú, ¿me oyes?... No eras tú... Idiota. Harry parpadeó, anonadado, sin entender absolutamente nada. — No eras tú — repitió ella tironeando de su túnica con tanta fuerza que Harry temió que la tela se rasgase. — Va—vale — dijo él, desconcertado —. No era yo, ya lo he entendido. Bueno, en realidad no entiendo nada, pero... — ¡No vuelvas a hacerme esto! — aulló Hermione, histérica. Harry sacudió la cabeza. — Estás empezando a asustarme, ¿sabes? — dijo, esbozando una sonrisa intranquila —. ¿Qué es lo que no quieres que vuelva a hacer, matar a Voldemort? — Harry — dijo Ron, muy serio, enjugándose las lágrimas con la manga —. No te me vuelvas a morir, ¿has oído? — S—sí... — respondió Harry, temiendo que sus dos amigos se hubieran vuelto locos por alguna razón que se le escapaba. Dio una palmadita torpe en la espalda de Hermione, que lloraba incontroladamente sobre su túnica, y levantó el rostro para abrazarla. Entonces estuvo a punto de gritar él también. A un metro escaso de distancia de donde estaban los tres, junto al cadáver de Tom Ryddle, estaban Ron y Hermione. Otros dos Ron y Hermione distintos de los que él abrazaba en ese momento. Ambos observaban la escena con cara de estupor, vacilantes, sin saber muy bien, a juzgar por su expresión, cómo reaccionar. — ¿Q—qué...? — farfulló, quedándose rígido y temiendo ser él quien se estuviera volviendo loco. Ron desvió la mirada al ver su cara, y se topó con la mirada de su otro yo. — Hermione, tenemos que... — dijo, aferrando la manga de la Hermione que lloraba en brazos de Harry —. Oye, ¿cómo hacemos para...? — ¿Qué? Oh, sí — dijo ella con voz débil, apartándose unos centímetros de Harry pero sin
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soltarle la túnica, como si temiera que Harry pudiera desaparecer si le daba la espalda. Se dirigió a la Hermione del pasado, que la observaba desconcertada —. Escucha, tenéis que ir al Ministerio de Magia ahora mismo — le dijo —. No hay tiempo para explicaciones: vais, le pedís a Croaker un giratiempo, volvéis aquí y retrocedéis una hora. Sólo una hora, ¿de acuerdo? — ¿Nada más? — se respondió a sí misma desde el pasado —. ¿No hay nada más que debas explicarme? ¿Como, por ejemplo, por qué has roto la varita de Voldemort? — Limítate a romperla — dijo Hermione, aferrándose aún más a Harry. — Hermione, tienes que explicárselo — intervino Ron, el Ron del presente, observándose a sí mismo con curiosidad —. Ya es bastante malo que hayamos cambiado el pasado, no vayamos a cambiar el presente también. Tienes que asegurarte de que lo hagan. Y de que lo entiendan, porque si no es posible que nosotros dejemos de entenderlo también, y... — ¡De acuerdo, de acuerdo! — exclamó Hermione, accediendo a regañadientes a soltar la túnica de Harry, que miraba alternativamente a los cuatro sin comprender absolutamente nada. — ¿Por qué habéis cogido un giratiempo? — preguntó —. ¿Y por qué habéis cambiado el pasado? — Muy bien — respondió Hermione, impaciente —. Escuchad, vosotros dos: es necesario que vayáis al Ministerio a coger un giratiempo porque si no lo hacéis nosotros no habremos podido volver y no habremos conseguido salvar a Harry, ¿entendido? Y ya se me ha muerto delante una vez, no quiero que... — Espera, espera — dijo Harry, aturdido —. ¿Qué demonios estás di...? ¿En realidad ha vencido Voldemort, quiero decir, antes de que...? — No — contestó ella rotundamente —. No, lo has matado, pero luego resulta que te has dado cuenta de que faltaba un Horcrux por destruir, y has pensado que ese Horcrux eras tú. — ¿Y—yo? — casi gritó Harry, atónito —. ¿Pero qué...? — ¡Luego te lo explico! — exclamó ella, y se volvió hacia el Ron y la Hermione del
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pasado —. El caso es que Harry se ha suicidado, algo muy noble, desde luego, pero, después de pensarlo bien, me he dado cuenta de que el Horcrux no era Harry en realidad, sino la varita de Voldemort. Así que... — ¿La varita...? — ¡Calla! — gritó Hermione hacia Harry —. Así que hemos ido al Ministerio, hemos amenazado al guardia de seguridad, nos hemos colado en el Departamento de Misterios, hemos pedido un giratiempo a Croaker, hemos vuelto, hemos retrocedido una hora y hemos roto la varita de Voldemort, antes, y esto es muy importante, antes de que Harry le matase. Y eso es lo que tenéis que hacer vosotros. Así que andando. — ¿De verdad soy tan mandona? — preguntó la Hermione del pasado al Ron que permanecía a su lado con expresión indefinible. — Sí — contestaron a la vez los dos Ron y Harry. Hermione se echó a reír. — De acuerdo — dijo, cogiendo a Ron de la mano y arrastrándolo hacia la puera —. Adiós, chicos — añadió, y se Desapareció, haciendo Desaparecerse también a Ron. Harry apartó la mirada del lugar donde los dos se habían desvanecido, y la clavó en Hermione. — Quiero una explicación — exigió, y volvió a sonreír cuando Hermione se le abrazó otra vez y se negó a soltarlo.
La luz de la luna entraba, plateada, mágica, por las ventanas abiertas de la habitación, que habían dejado al descubierto tras descorrer los amplios cortinajes. El satélite en cuarto creciente parecía una enorme sonrisa torcida en el cielo nocturno. Y Harry, Ron y Hermione permanecían allí, sentados en el suelo, junto al cadaver de Voldemort, esperando... — No sé si es seguro que nos quedemos aquí mucho tiempo — había dicho Hermione un rato antes, indecisa —. Todavía hay muchos mortífagos por ahí sueltos... Pero tenemos que esperar
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a que venga la Orden. No creo que tarden mucho en enterarse de que les necesitamos. Y se habían quedado allí, sentados, observando cómo el cielo pasaba del violeta al negro tinta hasta que finalmente salió la luna, como una gran boca sonriente sin un rostro detrás. — Lo que todavía no acabo de entender — dijo Ron, rodeándose las rodillas con los brazos y apoyando la barbilla en ellos — es por qué se ha transformado... Me refiero a Quien— Vosotros—Sabéis, se ha transformado antes de que lo mataras, y... — En realidad, no tengo ni idea — respondió Harry, mirando el cuerpo sin vida que yacía a menos de un metro de distancia —. Sabía que su aspecto fue cambiando conforme ampliaba sus conocimientos de magia tenebrosa, porque lo vi en el Pensadero. Dumbledore pensaba que, conforme iba dividiendo su alma, iba perdiendo humanidad, y eso se reflejaba en su aspecto físico. Pero nunca se me ocurrió que, cuando su alma dejase de estar separada en distintos recipientes, pudiera volver a tener ese aspecto. — Pero seguía teniendo sólo una séptima parte de su alma... — Ya, pero cuando Hermione partió la varita ya no quedó ningún pedazo fuera de su cuerpo — dijo Harry —. No sé si eso lo explica, pero es lo único que se me ocurre. — Tenías razón, Harry — comentó Hermione con los ojos fijos en Voldemort —. Es hermoso. Demasiado, quizá. Pero ahora puedo entender perfectamente cómo logró hechizar a tanta gente... — Más que hermoso, yo diría precisamente eso, que es hechizante — asintió Harry volviendo la mirada hacia el cuerpo de Voldemort —. Cuando estaba en el colegio era francamente impactante. No me extraña que Dumbledore fuera el único que no se fiase de él: el resto estaban... — buscó una palabra desesperadamente y acabó por sonreír —: Hechizados, eso es. — Demasiado carisma — gruñó Ron, lanzando una mirada aviesa a Voldemort —. Nunca me ha gustado la gente que se cree superior porque es más guapa. Son todos unos idiotas. — En este caso, me temo que Voldemort tenía razón — dijo Harry encogiéndose de
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hombros —. No sólo era el tío más guapo de Hogwarts: también era muy inteligente. Y no tenía escrúpulos, lo cual también ayuda. — No sé — contestó Ron —. Pero, ahora que lo miro, Quien—Tú—Sabes me parece sólo un tipo algo creído, que decidió pasarse a todos por... — Para verlo como un tipo normal, Ron — le interrumpió Hermione con un guiño travieso —, sigues teniendo miedo de pronunciar su nombre... — ¿Miedo, yo? — se encrespó Ron. Harry soltó una carcajada. — Está muerto, ¿sabes? — dijo —. Puedes decirlo sin miedo. — ¡Yo no tengo...! — A ver, repite conmigo — se burló Hermione —: Lord Vol—de—mort. No es tan difícil. Ron soltó un improperio y frunció el ceño, pero no dijo nada. En ese momento oyeron pasos apresurados en la escalera, y un instante después la puerta se abrió con violencia, dejando pasar a varias figuras que entraron corriendo, con las varitas en alto. La primera de ellas se detuvo abruptamente al verlos, y la segunda chocó contra su espalda y soltó un gemido. — Hola, Remus — dijo Harry serenamente, y se levantó del suelo. A su lado, Ron y Hermione hicieron lo mismo, sacudiéndose las túnicas. — ¡Harry! — exclamó Lupin, asombrado, mientras Tonks daba un rodeo para colocarse a su lado y ver lo que había en la habitación. Detrás de ellos aparecieron Kingsley Shacklebolt y la profesora McGonagall, ésta última con una cara de susto que Harry no le había visto jamás. — Qué ha pasado? — preguntó McGonagall, y corrió hacia donde estaban ellos tres —. Tonks asegura que un mago del Departamento de Misterios ha dicho que Harry Potter estaba... estaba muerto... ¿Estáis todos bien? ¿Harry? — Sí, profesora — respondió Harry, sumiso. McGonagall paseó la mirada por toda la habitación, se detuvo un instante ante el cuerpo destrozado de Nagini y dio un respingo al ver a
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Voldemort. — Tom Ryddle — susurró, anonadada, y por un instante pareció flaquear hasta el punto que tuvo que apoyarse en Shacklebolt, que había acudido a su lado seguido por Lupin y Tonks. En ese momento alguien más entró sigilosamente por la puerta. Harry lanzó una mirada de soslayo hacia Hermione e hizo un gesto en dirección a la entrada. Ella miró, parpadeó rápidamente y se llevó subrepticiamente el dedo índice a los labios. Detras de Lupin y Tonks, otra Hermione hizo señas al Ron que acababa de entrar con ella por la puerta para que se metiera en el hueco de una cadenita de oro, y ambos desaparecieron sin hacer ruido. — Harry, ¿qué ha ocurrido? — preguntó Lupin con voz preocupada —. Tonks nos ha dicho que Ron y Hermione habían ido al Ministerio diciendo que estabas muerto, y ahora os encontramos aquí a los tres, vivos, y... — señaló el cadáver tendido en el suelo —. ¿Quién es? — Voldemort — respondió Harry, y Lupin dio un respingo —. Pero antes de morir le ha dado tiempo para hacerse un cambio de imagen. — Quiero que me expliquéis qué ha pasado aquí — dijo McGonagall con la voz temblorosa —. Harry, dijiste que venías a enfrentarte con la serpiente. ¿Cómo... por qué...? Harry se encogió de hombros. — A Lord Voldemort no le hizo ninguna gracia que me cargase a su mascota — contestó —. No sé si me estaba esperando o llegó cuando nosotros ya estábamos aquí, pero el caso es que apareció y no tuve más remedio que enfrentarme con él. No pasa nada — añadió rápidamente al ver que el rostro de McGonagall se volvía de un malsano color verdoso —: me costó un poco, pero conseguí... — ¿Y entonces cómo es que Ron y Hermione han aparecido hace menos de una hora en el Ministerio, exigiendo un giratiempo para salvarte la vida? — intervino Tonks, cuya palidez contrastaba con su vívido pelo violeta —. Croaker me explicó que...
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Hermione suspiró e hizo un gesto para acallar a Tonks. Después se dirigió a la profesora McGonagall. — Harry ha conseguido matar a Voldemort, que es lo que importa — dijo simplemente —. Cómo lo haya hecho da igual. Esta vez ha acabado con él de verdad, o sea, que no puede volver, y eso es lo importante. Lupin se adelantó un paso y posó una mano sobre el hombro de Harry, obligándolo a levantar los ojos. Se miraron fijamente durante unos segundos que se alargaron como horas. Al cabo de un minuto o así, los labios de Lupin comenzaron a temblar y él se inclinó hacia delante para abrazarlo con fuerza. — Gracias, Harry — susurró, y Harry se dio cuenta, alarmado, de que Lupin también estaba a punto de perder el control. Se apartó de él, inquieto, y señaló el cuerpo de Voldemort. — A lo mejor deberíamos sacar la basura antes de que lleguen los mortífagos a ver por qué su jefe no contesta las llamadas... — sugirió, implorando por dentro que Lupin no volviera a perder los nervios como la noche que murió Dumbledore; si había algo que siempre le había gustado de Lupin era precisamente la capacidad que tenía de controlarse aún en las situaciones más adversas. Lupin asintió y se separó de él. — Tienes razón — admitió —. Creo que lo mejor sería llevarlo al Ministerio. No es justo que la gente siga encerrada en casa, aterrorizada, pensando que Voldemort todavía está vivo. Cuanto antes haga pública la noticia el Ministerio, mejor. Además, seguro que algunos de los mortífagos más jóvenes se entregan al saber que su amo ha muerto. — No apostaría por ello — respondió Tonks, inclinándose para observar el rostro sin vida de Voldemort con curiosidad —. Oye, cuando me describíais a este tipo me había hecho una idea muy distinta de su aspecto. ¡Yum! — añadió, torciendo la cabeza y guiñándole el ojo a Hermione —. ¿Has visto esto, chica? Hermione sonrió ampliamente y estuvo a punto de soltar una carcajada cuando Ron empezó
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a refunfuñar. — Tenías que haberlo visto hace un rato — gruñó Lupin, acercándose a una pared para descolgar una de las cortinas de un brusco tirón —. Entonces no te habría parecido tan bonito. En absoluto. Y Hermione y Tonks no pudieron contener la risa cuando lo oyeron refunfuñar exactamente igual que Ron.
Eric, el mago de seguridad del Ministerio de Magia, los miró con incomprensión y asombro al verlos Aparecerse repentinamente en el Atrio desierto. A sus ojos, debían ser un grupo bastante curioso: una anciana de gesto adusto y mirada severa, una joven con el pelo de color violeta y sonrisa contagiosa, un hombre vestido con una túnica raída, otro hombre calvo, negro y con un pendiente de aro en una oreja que cargaba un bulto extraño de brocado rojo oscuro a la espalda, y tres adolescentes, dos chicos y una chica, que parecían cansados pero sonreían ampliamente. Todos ellos le resultaban familiares, pero en ese instante no fue capaz de reconocer a ninguno. — ¿Qué dem...? — empezó, levantándose a toda prisa. Shacklebolt se adelantó con el bulto envuelto en la cortina y su habitual expresión de serenidad. — Tenemos que ver al Ministro — dijo simplemente. El mago de seguridad entrecerró los ojos e hizo una mueca. — Ya — respondió —. Así que tienen que ver al Ministro. Claro. A estas horas. Mire — dijo, subiendo el tono y rodeando el escritorio para enfrentarse a él cara a cara —: ya he tenido bastante por hoy. Así que si quieren ver al Ministro vuelvan mañana con una cita concertada o... — De acuerdo — dijo Shacklebolt, dejando caer el bulto que cargaba sobre el escritorio de Eric con un golpe sordo —. Entonces le dejo esto aquí, ¿vale? Encárguese de que el Ministro lo recibe cuanto antes. El color huyó del rostro congestionado de Eric cuando vio que, de entre los pliegues de la
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cortina, asomaba una mano blanca, inerte. Retrocedió a toda prisa. — Llévense eso — dijo con una mueca de repugnancia. — Es para el Ministro — insistió Shacklebolt tranquilamente —. Bueno, pues nosotros nos vamos, ¿eh? Hasta otra. — ¡Es—esperen! — gritó Eric al ver que Shacklebolt giraba sobre sus talones para marcharse junto a sus compañeros —. ¡No pueden...! — ¿No podemos qué? — preguntó Shacklebolt, mirando a Eric con su habitual parsimonia. El mago de seguridad vaciló. — Er... No sé si el Ministro estará en su despacho a estas horas — admitió a regañadientes —. Le avisaré de que... — No es necesario — intervino Tonks adelantándose un paso para pasar por delante del mostrador de seguridad —. Ya conocemos el camino, muchas gracias. Pasaron junto a Eric sin apenas dirigirle una mirada más, ignorando su expresión de desconcierto. Shacklebolt volvió a cargarse el bulto envuelto en la cortina al hombro, saludó al mago de seguridad con un gesto y siguió a los demás hasta el ascensor. — Primera Planta, Alta Dirección Mágica, incluyendo el despacho del Ministro de Magia y de sus asesores directos. Los siete recorrieron a buen paso el pasillo hasta la puerta con la placa en la que aparecía grabada la leyenda Ministro de Magia. McGonagall se adelantó y llamó quedamente, y abrió lentamente la puerta cuando una voz respondió bruscamente "¡Adelante!" desde el interior. Harry entró en el despacho de Scrimgeour justo detrás de Lupin a tiempo para ver cómo Shacklebolt dejaba el fardo de brocado y terciopelo sobre la mesa de madera pulimentada. Scrimgeour, recuperado ya de la sorpresa de ver entrar en su despacho a la directora de Hogwarts, a dos de sus aurores, a un hombre lobo y a tres alumnos del colegio, los miró de hito en hito, con expresión inexcrutable. Después bajó la mirada hacia su mesa, donde yacía el cadáver que
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Shacklebolt acababa de destapar. — ¿Quién es este desgraciado? — preguntó con indiferencia haciendo un gesto hacia el cuerpo. Lupin se adelantó hasta el escritorio y sonrió plácidamente. — Lord Voldemort — respondió. — Está un poco cambiado, pero, tratándose de Quien—Usted—Sabe, es lo menos sorprendente que se puede llegar a ver — dijo Tonks animadamente. Scrimgeour paseó la mirada por la habitación, sin comprender. Finalmente su vista descansó de nuevo sobre el cadáver que yacía sobre su mesa. — No me gustan las bromas pesadas — dijo bruscamente —. Y menos a estas horas de la noche. Si tenéis la bondad de sacar esto de mi desp... — Rufus — intervino la profesora McGonagall de pronto —. Te aseguro que es verdad. Es El—Que—No—Debe—Ser—Nombrado. Consulta tus archivos si quieres y busca una descripción de Tom Sorvolo Ryddle: verás cómo coincide. — ¿Tom Sorvo...? — Lord Voldemort — repitió Lupin, apoyando los nudillos sobre la superficie de la mesa —. Se ha acabado, señor Ministro. Sin un enemigo, no hay guerra. Enhorabuena. Por el rostro de Scrimgeour pasaron expresiones de todo tipo en sólo unos segundos: fluctuó entre la incomprensión, la incredulidad, la sorpresa y, finalmente, sacudió la cabeza. — No es posible — farfulló, incorporándose y apartando la silla a un lado —. ¿Cómo iba a cambiar de aspecto tan... radicalmente? — Usted es el Ministro — respondió Tonks mirándose las uñas en un gesto de indiferencia —. ¿Acaso no cree en la magia? — Pero... — Rufus — insistió McGonagall —, te aseguro que es él. Está muerto.
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— No puede ser — dijo Scrimgeour —. Pero... ¿Cómo...? ¿Quién? Harry sorteó a Lupin y a Tonks para llegar hasta el escritorio del Ministro, y se detuvo frente a Scrimgeour. Sostuvo su mirada con una media sonrisa bailando en los labios. — Hola — dijo simplemente. Scrimgeour abrió y cerró la boca varias veces sin emitir ningún sonido; después bajó la vista hasta el cadáver de Voldemort y volvió a clavar los ojos en Harry. — Tú — dijo débilmente —. Pero... Entonces, sí que... sí que eras El Elegido... —. Vaciló, y se dejó caer en la silla, tembloroso —. El Elegido... — Sí — contestó Harry con frialdad. Se inclinó sobre la mesa, ignorando el cuerpo que había encima, y miró a Scrimgeour con los ojos entrecerrados —. Ya he hecho lo que se esperaba de mí, señor Ministro — añadió —. Ahora ya pueden dejarme en paz. Dio media vuelta, se alejó del escritorio y, sin una palabra de despedida, abrió la puerta y salió del despacho.
— De modo que Voldemort había dividido su alma en siete partes... Es increíble. Harry sonrió en dirección a Lupin y tomó otro sorbo de cerveza de mantequilla. Tonks abrió otra botella y se sentó en la silla que estaba al lado de Lupin. — Eso ya no importa, en realidad. Harry ha conseguido matarlo, ¿no? — Sí — Lupin sonrió ampliamente —. Eres increíble, Harry. Ni en mis sueños más locos pensé que... — Dumbledore sí tenía fe en ti — dijo McGonagall apartándose de la ventana de la cocina de Grimmauld Place y dirigiendo una mirada brillante en dirección a Harry. Se enderezó las gafas cuadradas y fue hacia la mesa —. Gracias, Harry — añadió, posando una mano arrugada y temblorosa sobre el antebrazo de Harry. Éste se revolvió en su asiento, incómodo. — ¿Cómo lo has hecho? — preguntó Tonks con curiosidad —. Quiero decir... Quien—
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Tú—Sabes era el mago tenebroso más poderoso que se ha visto en el último siglo... No ha debido ser precisamente fácil, ¿no? — No — respondió Harry —. No, no ha sido fácil. Aunque he tenido mucha ayuda — añadió, mirando hacia Ron y Hermione, que se sentaban a su lado. No dijo nada más, y se llevó de nuevo la botella a los labios. Aún no era capaz de asimilar que todo había acabado, que finalmente era libre. — Así que al final Dumbledore tenía razón, Harry — intervino Hermione —. Era amor, lo que le faltaba a Voldemort, y el poder que tú tenías, según la profecía... — ¿Sabéis? — dijo Lupin, frunciendo levemente el ceño y apartando su botella de cerveza de mantequilla —. Aún no puedo creerlo. De modo que sí había una profecía, y Dumbledore conocía su contenido desde el principio... ¿Por qué no nos lo contó? Lo único que hizo fue ordenarnos que vigilásemos que Voldemort no pudiera entrar en la Sala de las Profecías, pero no nos explicó por qué... — A lo mejor no confiaba en nosotros — sugirió Tonks encogiéndose de hombros —. En todos nosotros, al menos. Y qué bien, porque al final Snape resultó ser un auténtico gusano. Harry soltó un bufido. — Ni de coña — respondió —. Snape sabía el contenido de la profecía desde el principio, y Dumbledore sabía que lo sabía. No, no creo que fuera por eso. De hecho, lo más lógico, pensaba Harry, era creer que si Dumbledore no había contado a la Orden lo de la profecía era porque pensaba que eso sólo concernía a Harry. Al fin y al cabo, era sú profecía, ¿no?, la que trazaba con tanta claridad el destino que iba a tener su vida... como así había sucedido. — Pero Trelawney acertó — continuó Hermione —. Ha sido el amor el que te ha hecho vencer. Harry frunció el ceño.
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— No — dijo al fin —. No ha sido el amor que yo sí siento y Voldemort no podía sentir. Eso sólo ha servido para que yo me haya suicidado de mala manera. En realidad, lo que ha vencido a Voldemort habéis sido vosotros. Y clavó los ojos brillantes en Ron y Hermione, que se sonrojaron de placer. — Pero es que es eso, Harry, ¿no lo ves? — preguntó Lupin con una amplia sonrisa —. Has vencido a Voldemort porque Ron y Hermione te quieren. Por eso han hecho todo lo que han hecho por ti. Algo que ninguno de sus seguidores habría hecho por él... al menos, no por amor. Quizá sí por miedo, o por ambición, pero no por amor. Así que ha sido el amor lo que le ha matado. Harry no dijo nada, y se quedó mirando su botella, pensativo. ¿Sería verdad? ¿Acaso cuando la profecía hacía referencia a "un poder que el Señor Tenebroso no conoce" se refería al cariño y la lealtad de Ron y Hermione? Sintió que su cabeza daba vueltas. Entonces, quizá la profecía no sólo le incumbía a él... también era cosa de ellos. Y lo habían descubierto demasiado tarde. Afortunadamente, no saber que la profecía afectaba también a su destino no había tenido consecuencias graves para ellos dos. ¿O esa profecía no se fijaba en nombres y apellidos, no hacía referencia a dos personas concretas? ¿Podría haber sido otro cualquiera, Ginny, Neville, Lupin, los Weasley...? — Voldemort no habría sido capaz de entenderlo nunca — dijo al cabo de un rato, sin levantar la mirada —. Porque él no podía amar. Y, sinceramente, tengo mis dudas acerca de que haya sido algo que él mismo eligió. — ¿A qué te refieres, Harry? Harry miró a Lupin y frunció el ceño. — Durante todo este tiempo he aprendido muchas cosas acerca de Lord Voldemort — contestó lentamente —. Él nunca amó a nada ni a nadie, cierto, pero no lo hizo desde que nació en ese orfanato, abandonado por su madre muerta y rechazado por su padre. No sé si yo, en esas circunstancias, habría sido capaz de amar.
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Hubo un silencio prolongado, roto sólo por el ruido que hizo Ron al posar sobre la mesa su botellín de cerveza de mantequilla. — Harry — dijo Lupin en voz baja —, Harry, ¿estás defendiendo a Voldemort? Él suspiró profundamente y bebió un trago, más por darse tiempo para aclarar sus pensamientos que porque realmente tuviera sed. — No lo sé — confesó —. Siempre he pensado que, en este caso, todo era blanco o negro, no había término medio, ni matices: si no amabas, eras malvado, y punto. — Voldemort era malvado, Harry... — Sí, lo sé — asintió él —. Pero también es cierto que lo era por... bueno, por todo lo que le ocurrió desde su nacimiento, no sé. — Él podría haber elegido otro camino — susurró Hermione —. Harry, Voldemort podría haber elegido hacer otra cosa con su vida, en lugar de dedicarla a conseguir más y más poder... — Sí, claro que sí. Ya lo sé. Pero no sé si podría haber amado nunca. — Tu infancia no fue precisamente agradable, Harry — insistió Lupin —. Tú también eres huérfano, y, aunque no tengo ni idea de cómo era el orfanato donde se crió Voldemort, la casa de los Dursley tampoco ha debido ser una fiesta. Y después has tenido que lidiar con él toda tu vida, te ha perseguido, te ha hecho daño... — Ya lo sé — repitió Harry —. Ya sé que a mí... ya sé que yo... — se detuvo, turbado, y sacudió la cabeza —. Lo que quiero decir es que Voldemort no conoció nunca lo que era el amor, por eso nunca supo cómo... practicarlo — sonrió —. Yo, por lo menos, tuve a mis padres un año... Ellos me querían. Me querían tanto que dieron su vida por mí. Y eso tiene que haberme marcado de alguna manera, ¿no? Enseñarme a amar, o algo así... Calló, azorado, sin saber muy bien por qué estaba discutiendo acerca de algo tan absurdo como eso. ¿Qué importaba, al fin y al cabo? Voldemort ya estaba muerto. Fin de la historia. — ¿Sabes? Creo que, en cierto modo, puedes tener razón — dijo Tonks, pensativa —. Debe
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ser muy difícil amar sin que nadie te haya enseñado a hacerlo. En ese caso, odiar es la opción más lógica. — ¿Me estás diciendo que Voldemort era como era porque nadie le había dicho algo bonito en su vida? — exclamó Lupin, mirando a Tonks, incrédulo. — No, no te estoy diciendo eso — respondió ella —. Lo que digo es que Quien—Tú— Sabes no sabía lo que es el amor, por lo que no tuvo que darle la espalda. Creo que es peor alguien que haya amado y se haya decidido por el odio. — Como Snape — asintió Harry —. Slughorn me dijo que... que había estado enamorado de una mujer —. Se guardó el nombre para sí —. Y que cuando ella le rechazó se hizo como es... como era hasta que murió. Para su sorpresa, el rostro de Lupin adquirió un tinte melancólico y sombrío que no le había visto antes. Suspiró. — Así es — admitió, apoyando el codo en la mesa y la barbilla en la palma de la mano —. Snape estaba loco por Lily. Creo que nunca llegó a superar que ella prefiriera a James. Harry clavó los ojos en Lupin, que bajó la mirada, turbado. — Nunca me habías... — Pues yo pienso como Harry — interrumpió Tonks —. En ese sentido, Snape era peor que Quien—Vosotros—Sabéis. Snape sí sabía lo que era el amor. Y eligió el odio. — Oh — dijo Hermione, abriendo mucho los ojos —. Entonces... Entonces, en cierto modo, el amor también venció a Voldemort en este caso... Snape sí lo conocía, y fue capaz de superarle. — ¿Superarle? — preguntó Lupin, desconcertado —. ¿Superar a quién? Harry se encogió de hombros. — Snape traicionó a Voldemort desde el principio — explicó —. Sólo buscaba convertirse en el amo. Descubrió lo de uno de los Horcruxes y convenció a Regulus para que robase; escuchó
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la profecía y envió a Voldemort a mi casa, con la intención de que muriese. Se alió con Dumbledore para tener poder sobre Voldemort, y estuvo haciendo su doble juego para obtener toda la información posible y propiciar la caída de Voldemort. Durante el tiempo que estuvo en Hogwarts me ayudó — escupió, rabioso —. Me ayudó sin que yo lo supiera, porque habría sospechado, teniendo en cuenta lo mucho que me odiaba. Pero me ayudó. Me protegió de Quirrell, y me enseñó Oclumancia, con lo que se aseguró de dejar a Voldemort en desventaja, porque yo podía contrarrestar su poder favorito, pero él no conocía el mío, como decía la profecía. Y todo porque Snape sí sabía el contenido de la profecía, y no se lo contó a Voldemort... Sabía que, si alguien podía auparle hasta el máximo poder, ese era yo. — Snape era el mejor Oclumens que he conocido — dijo Lupin, meditabundo —. Si había alguien capaz de engañar a Voldemort, ese era él. Pero... ¿Estás seguro de todo eso? Harry asintió brevemente. — El mismo Voldemort tuvo que reconocer que era cierto, y él conocía a Snape bastante bien... Mejor, desde luego, que cualquiera. — Voldemort se dejó engañar — intervino Hermione —. No creo que fuera capaz de imaginar que alguien, y mucho menos Snape, pudiera traicionarlo. Confiaba demasiado en el poder que tenía sobre sus seguidores. La profesora McGonagall, que no había abierto la boca desde hacía un buen rato, levantó la cabeza con expresión indescifrable. — Entonces, Snape era, en realidad... Harry sonrió. — Por lo que a mí respecta, un auténtico herpes inguinal. Por lo menos, Voldemort iba de cara, pero él... Jugando a estar a la sombra de la serpiente, cuando en realidad quería ocupar su lugar, jugando a ser la sombra de Dumbledore, jugando a ser el seguidor más leal de los dos bandos cuando para él sólo existía uno: el suyo propio. Está mejor muerto, desde luego.
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Lupin lo observó con una mirada intensa, como si apenas pudiera creer que Harry dijera una frase como aquella. Harry sostuvo su mirada sin parpadear. — Y Voldemort también, por supuesto — añadió, por si acaso quedaba alguna duda después de lo que había dicho antes. — Ironías de la vida — dijo Tonks en tono casual, abriendo otra botella de cerveza de mantequilla —. Snape fue capaz de engañar a Dumbledore, a Quien—Vosotros—Sabéis y a todos nosotros, y, sin embargo, al final lo mató una rata cobarde como Colagusano. — Ajá — asintió Harry, y vació su botellín de un sorbo —. Pero incluso Dumbledore me dijo una vez que algún día me alegraría de haberle salvado la vida a Peter Pettigrew. Si lo supiera, no creo que le extrañase tanto. McGonagall soltó un suspiro tembloroso y se levantó de la mesa para ir hacia los fogones. Sacó la varita y de un golpecito encendió el fuego debajo de la tetera. Cuando el agua comenzó a hervir la puerta de la cocina se abrió de golpe y un bulto lloroso y acongojado entró como un ciclón y se lanzó sobre un descuidado y distraído Ron. — ¡Os podían haber matado! ¡Cómo se os ha ocurrido... cómo habéis podido...! En qué estabais pensando! — Mamá... Mamá, por favor... — dijo Ron, medio asfixiado bajo el abrazo de la señora Weasley —. Contrólate... El señor Weasley entró más despacio en la cocina de Grimmauld Place, con los ojos desorbitados, asustados, y sólo pareció tranquilizarse cuando adivinó, más que ver, el bulto de Ron entre los brazos de su mujer. Sonrió y se dejó caer en una silla junto a Harry, con aspecto cansado. — Harry — dijo, mirándolo solemnemente. Alargó la mano y se la estrechó —. Harry... Ya no sólo salvas la vida a los miembros de mi familia, sino que has conseguido salvar a toda la comunidad mágica. No tengo palabras para... Harry hizo un gesto evasivo, azorado, y notó cómo toda la sangre se le subía al rostro. Bajó
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la cabeza. — ¡Harry! — gritó la señora Weasley abalanzándose sobre él, cuando Ron consiguió desembarazarse de ella —. ¡Harry, oh, Harry, cómo te has atrevido a...! ¡Enfrentarte a solas con... con... con él! Y, para embarazo de Harry, la señora Weasley se echó a llorar en su hombro, abrazándolo con tanta fuerza que le cortó la respiración. Harry tragó saliva, ruborizado. — Es lo que tenía que hacer, Molly — dijo Lupin amablemente, inclinándose sobre la mesa y dando una palmadita en el hombro de la señora Weasley, que, para alivio de Harry, se apartó un poco de él y se sentó sobre la silla que su marido le ofrecía, sin dejar de sollozar. — Hagrid está en camino — dijo el señor Weasley, en respuesta a una mirada interrogante de la profesora McGonagall —. Les he enviado una lechuza a Olympe y a él: desde que Beauxbatons se salió de la Red Flú no hay forma de enviarles mensajes largos por otros medios. Imagino que utilizarán esa vieja moto de Hagrid para llegar cuanto antes: ya sabes que él no puede montar en escoba, y la moto es más rápida que el carruaje de Olympe. — De modo que Hagrid todavía guarda la moto de Sirius... — musitó Harry con una sonrisa, preguntándose cómo no lo había pensado antes, y cómo había sido capaz de olvidar un artefacto que había poblado sus sueños durante sus primeros años de vida. Por supuesto que la tenía Hagrid: él mismo dijo años atrás que Sirius se la había cedido la noche que murieron James y Lily. Recordaba haber oído a Hagrid decir que, después de llevar a Harry a Privet Drive en la moto, Sirius le había dicho que ya no la necesitaba... justo antes de ir a buscar a Colagusano y acabar en Azkaban. — Harry — dijo Lupin, y la seriedad que leyó en sus ojos le asustó un segundo, hasta que comprendió lo que Lupin quería decirle —. Estoy seguro de que, si quieres, Hagrid te devolverá la moto. Al fin y al cabo, tú eres el heredero de Sirius... Pero Hagrid la ha mantenido oculta todos estos años porque...
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— Me da igual — contestó Harry —. A mí no me hace falta, y sé que a Hagrid le viene muy bien para viajar. Aunque no me importaría volver a verla —. Sonrió, nostálgico —. Igual le doy una vuelta a mi tío Vernon para demostrarle que las motos sí pueden volar —. Y soltó una risita, imaginando el rostro congestionado de Vernon Dursley a varios kilómetros de altura. La profesora McGonagall puso una taza de té delante de la señora Weasley, se sirvió otra y se sentó a la mesa, dirigiendo una mirada preñada de gravedad en dirección a Harry. — Escucha, Harry. Escuchad los tres — dijo, paseando la mirada por Ron y Hermione y dejándola descansar en Harry —. Ya sé que habéis terminado los exámenes, y que sólo le pedí a Harry que volviera a Hogwarts para protegerlo, algo que, evidentemente, ahora ya no es necesario. Al menos, no de El—Que—No—Debe—Ser—Nombrado, aunque quizá sí de los mortífagos que aún quedan sueltos. De cualquier forma, entenderé que no queráis volver al colegio, ahora que él ha muerto y que ya habéis terminado los estudios. Pero me gustaría — dijo, y en sus severos ojos Harry pudo ver un brillo cálido y suave que jamás había visto —. Me gustaría mucho que decidiérais venir, y acabar el curso, y esperar las calificaciones de los ÉXTASIS allí. Hermione y Ron se quedaron boquiabiertos al ver a la profesora McGonagall demostrando una emoción que apenas eran capaces de imaginar que sintiera; Harry, por el contrario, no pudo contener una amplia sonrisa. Dirigió una mirada de soslayo a los señores Weasley. — De hecho, todavía tengo un asunto pendiente en Hogwarts. No se sorprendió cuando sintió que su propio corazón se aceleraba al decirlo.
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— CAPÍTULO 37 — El Niño Que Vivió
Harry encontró a Ginny en el Gran Comedor, cuando todo Hogwarts se encontraba desayunando. Acababan de Aparecerse ante la verja de los terrenos con la profesora McGonagall. Cuando entraron en el castillo Harry no perdió el tiempo en dar ningún tipo de explicación: se limitó a atravesar las puertas abiertas del Gran Comedor y recorrió los metros que le separaban de la mesa de Gryffindor, ignorando los murmullos que lo perseguían y las miradas fijas en él. Al fondo, en la última de las mesas alargadas, podía entrever una mata de cabellos llameantes, y centró la vista en ellos, sin molestarse en mirar nada más. Se detuvo frente a ella. Neville levantó la cabeza y, al verlo, propinó un codazo a Ginny, que tenía la cabeza inclinada sobre un plato lleno de salchichas y arenques ahumados y no se había percatado de la llegada de Harry ni del silencio opresivo que había provocado en el Gran Comedor. Ella miró a Neville, sorprendida, y, cuando él señaló a Harry con un gesto, levantó la vista.
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Al ver a Harry de pie, frente a ella, abrió la boca, y después volvió a cerrarla. Pareció ir a decir algo, pero al ver la mirada intensa de Harry fija en sus ojos, se echó a temblar y dejó caer el tenedor y el cuchillo. Ginny paseó la vista por la túnica sucia y rasgada, por el arañazo que Harry tenía en la mano derecha y por el pelo revuelto, la capa polvorienta y la expresión indescifrable, pétrea. Pese al temblor que sacudía todo su cuerpo, no dijo nada. Él tampoco. Ginny se levantó lentamente y rodeó el banco y la mesa para llegar hasta él. Harry la siguió con la mirada hasta que llegó, y entonces, aún con los ojos fijos en ella, metió la mano en el bolsillo de la túnica y sacó algo, que puso en la mano de Ginny. Ella miró los dos pedazos de la varita de Voldemort sin pestañear, y volvió a mirar a Harry, interrogante. Él asintió. Ginny bajó de nuevo los ojos hasta posarlos en los pedazos de la varita, ignorando el hecho de que todo el Gran Comedor parecía estar conteniendo la respiración. — ¿Ya está? — preguntó con la voz entrecortada. Harry volvió a asentir. — Ya está. Ginny volvió a temblar cuando levantó la cabeza, y Harry vio que tenía los ojos húmedos. Sin embargo, no tuvo tiempo de reaccionar. Ginny le echó los brazos al cuello y, para su sorpresa, comenzó a sollozar. El rostro de Harry no varió cuando le cogió la barbilla y la obligó a levantar la cabeza y mirarle. Sonrió, mientras le pasaba un dedo por la mejilla en una caricia y enjugaba la lágrima que rodaba por su pómulo. Acarició también la naricilla respingona de Ginny, que cerró los ojos, dejando las pestañas adornadas de brillantes gotitas saladas. Y la besó. Su corazón entonó un canto de aleluya cuando Ginny respondió a su beso, apoyándose contra él, incapaz de oír los murmullos, exclamaciones, silbidos y risas. La abrazó con fuerza, intentando levantar la cabeza para lanzar al universo una mirada desafiante, y, en lugar de eso, se
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echó a llorar.
— ¿Me dejas el periódico? Gracias — dijo Hermione, y, sin esperar respuesta, le arrebató un ejemplar de El profeta a Michael Corner y volviendo a su mesa antes de que él tuviera tiempo de protestar. Se sentó y desplegó el periódico —. Tengo muchas ganas de ver lo que... Oh, vaya, Harry, hoy has conseguido la portada. Harry apenas levantó la cabeza, ya que aún podía sentir toda su sangre acumulada en el rostro. Se había puesto de un color granate intenso al darse cuenta, cuando Ron le apartó de su hermana y le obligó a sentarse, de que había besado a Ginny en mitad del Gran Comedor y delante de todos los alumnos, los profesores y demás personal de Hogwarts. Entre Ron y Hermione lograron desviar en cierta medida la atención, pero aún se oían suficientes comentarios y risitas como para que el rubor desapareciera de su faz. Y de la de Ginny, también. Pese a que había comprendido que ya no importaba que les viese todo el colegio, todo el mundo entero, todo el universo, no podía evitar sentirse avergonzado. Verse allí, en la primera página de El Profeta, bajo el enorme titular, la misma foto de sonrisa tímida que ya había publicado años atrás El Quisquilloso, no le sirvió precisamente para tranquilizarse. Hundió la nariz en su copa de zumo de calabaza y deseó poder salir de allí, por la puerta, por la ventana o hundiéndose en el suelo. Hermione ignoró su expresión desconsolada, abrió el periódico y comenzó a leer.
EL NIÑO QUE VIVIÓ
El Ministro de Magia, Rufus Scrimgeour, ha confirmado a este periódico que El—Que— No—Debe—Ser—Nombrado murió anoche en el Valle de Godric, tras casi dos décadas intentando hacerse con el control del mundo mágico. En una conferencia de prensa
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convocada a altas horas de la madrugada, el Ministro aseguró, asimismo, que el autor de la muerte de El—Que—No—Debe—Ser—Nombrado había sido Harry Potter, El Elegido. Rufus Scrimgeour confirmó también que el Ministerio de Magia había guardado durante años la grabación de una profecía referente a Harry Potter y a El—Que—No— Debe—Ser—Nombrado. Pese a que el Ministro no conocía las palabras exactas de dicha profecía, un trabajador del Departamento de Misterios, Jonathan Croaker, que se encargó de hacer la grabación cuando la profecía fue pronunciada, aseguró en primicia a El Profeta que las palabras exactas son las siguientes: "El único con poder para derrotar al Señor Tenebroso se acerca. Nacido de los que lo han desafiado tres veces, vendrá al mundo al concluir el séptimo mes. Y el Señor Tenebroso lo señalará como su igual, pero él tendrá un poder que el Señor Tenebroso no conoce. Y uno de los dos deberá morir a manos del otro, pues ninguno podrá vivir mientras siga el otro con vida". Estos datos confirman sin lugar a dudas que Harry Potter es El Elegido, ya que, como todos sabemos, nació el 31 de julio de 1980 y sus padres, James y Lily Potter, pertenecían a la Orden del Fénix y se enfrentaron con El—Que—No—Debe—Ser— Nombrado exactamente en tres ocasiones, según nuestros archivos. Ayer Harry Potter demostró la veracidad de la profecía al derrotar y matar a El—Que—No—Debe—Ser— Nombrado, aunque no conocemos más datos acerca de cómo consiguió vencerlo, de forma que no sabemos a qué se refería la profecía al hablar de ese poder desconocido. De cualquier forma, el Ministro de Magia informó anoche de que el Comité de Relaciones Institucionales está estudiando la posibilidad de nombrar a Harry Potter miembro honorario del Wizengamot y Asesor Directo del Ministro. Lo que ya está confirmado es la instauración oficial, por parte de la Confederación Internacional de Magos, del 20 de mayo como Día de Harry Potter, mientras el Ministerio de Magia
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alemán ha enviado un comunicado asegurando que apoyará la moción presentada por el Ministerio de Magia italiano para erigir un monumento a Harry Potter en el Valle de Godric, donde también la antigua Calle del Oeste pasará, a partir de hoy, a llamarse Calle de Harry Potter, y...
— ¿Cómo es que Croaker conocía el contenido de la profecía? — preguntó Ron, lanzando una mirada de soslayo al enrojecido Harry —. Pensé que sólo la sabía Dumbledore... — No sé — respondió Hermione, con la mirada todavía clavada en el periódico —. Alguien tenía que hacer esa grabación, ¿no? Supongo que Dumbledore se la contaría con la promesa de que nunca la revelaría a nadie. Recuerda que nadie sabía realmente mucho sobre el trabajo de los inefables... Todo lo que hacían era alto secreto. — Sí, pero ahora lo ha propagado a los cuatro vientos. — La profecía ya se ha cumplido — dijo Hermione —. Así que ya no importa. Harry tamborileó los dedos sobre la mesa, pensativo, y después dirigió la mirada hacia su derecha, donde Ginny permanecía con la cabeza gacha. Un poco más allá estaba Neville, con una expresión extraña, mezcla de confusión y el terror más absoluto. Se había quedado pálido, con los ojos desorbitados, la mirada perdida en algún lugar de la pared opuesta del Gran Comedor. Harry suspiró y se inclinó sobre Ginny. — Supongo que tendré que ir a hablar con Neville — susurró, de forma que sólo ella, Ron y Hermione pudieran oírlo —. Hasta ahora. Se incorporó, tratando de no llamar demasiado la atención, y fracasó estrepitosamente: además de la escenita que él y Ginny habían protagonizado instantes antes, todo el colegio se había enterado ya a esas alturas de que había logrado matar a Lord Voldemort, y era muy difícil encontrar un par de ojos en todo el Comedor que no estuvieran fijos en él. Trató de ignorarlos mientras pasaba por encima del banco y rodeaba a Ginny.
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— Neville, ¿te apetece dar una vuelta? — preguntó en voz baja, inclinándose sobre el hombro de Neville. Éste dio un respingo y lo miró con los ojos muy abiertos, espantados. Harry trató de sonreír —. Venga, vámonos — añadió, agarrándolo suavemente del brazo y tirando de él. Finalmente consiguió que Neville se levantara y lo siguiera como un autómata hasta las puertas del Gran Comedor, y más allá, atravesando el Vestíbulo hasta que salieron a la brillante luz del sol de finales de primavera. Cuando bajaron la escalinata de entrada al castillo, Harry se volvió hacia él y sonrió tristemente. — De modo que te has dado cuenta, ¿verdad? Neville lo miró, asustado; tragó saliva y asintió. — Mira, Neville... —. Carraspeó —. Yo sabía que tú... que yo... que tú también podrías haber sido el de la profecía. Pero no lo fuiste... — No lo fui — repitió Neville automáticamente, como si realmente no hubiera escuchado lo que Harry estaba diciendo. Él volvió a suspirar. — No, Neville, no lo fuiste — insistió —. Escucha, ya sé que tú también naciste cuando decía la profecía, y que tus padres... tus padres se enfrentaron con Voldemort tres veces, como los míos. Pero la segunda parte de la profecía... Neville clavó los ojos en los de Harry por primera vez, con expresión indefinible. — No sé lo que significa — admitió —. Creo que... que ni siquiera la he escuchado. Después de oír lo de... — Ya — asintió Harry —. Bueno, por resumirlo de alguna manera, digamos que Voldemort tenía que elegir entre tú y yo a aquel que iba a poder derrotarlo. Tenía que marcarlo como su igual, según la profecía. Claro que Voldemort no sabía esa parte... Pero aún así lo hizo. Me marcó — señaló la cicatriz de su frente con un ademán —. De modo que la profecía no hablaba de ti, al fin y al cabo. — Pero sólo porque él no me eligió — musitó Neville, y se sentó en el último escalón de
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piedra. — Si lo hubiera hecho, tus padres habrían muerto, Neville. Y tú habrías tenido que matarlo a él. O morir a sus manos. Neville se mordió el labio. — Mis padres están peor que muertos, Harry — dijo en voz apagada —. A pesar de todo. — Pero tú no has tenido que enfrentarte con él — recalcó Harry —. Escucha, Neville. Sé que tu vida no ha sido nada agradable, pero te aseguro que tener esta cicatriz la habría hecho aún peor. Créeme: no me siento nada orgulloso de haber matado a Voldemort. Fuera quien fuera, un asesinato es lo último que querría haber tenido que cometer en toda mi vida. Y te aseguro que no lo olvidaré mientras viva. Neville permaneció en silencio un minuto o así, observando el camino y los árboles lejanos con un gesto sombrío. — ¿Cómo fue, Harry? — preguntó al fin —. Matar a... a Voldemort, quiero decir. Harry no pudo contener una sonrisa al oír a Neville pronunciar su nombre por primera vez. Y lo había hecho antes que Ron. Bien por él. Se sentó a su lado en el escalón. — Lo maté, nada más — respondió lacónicamente —. Era lo que tenía que hacer. Por un momento, Neville lo miró sin comprender. Después suspiró y le dio una palmada en la mano, que Harry tenía apoyada sobre la rodilla. — La profecía te obligó, ¿no? — musitó en tono comprensivo —. Si me hubiera elegido a mí, yo también me habría visto obligado a hacerlo... Harry apoyó el codo sobre la rodilla y miró a lo lejos, hacia el Bosque Prohibido. — ¿Sabes?... En realidad, no. Podría haber elegido no hacerlo — contestó —. Pero aún así lo hice. Voldemort me eligió, me marcó, mató a mis padres y me ha arrebatado a mucha gente que era importante para mí. Yo elegí enfrentarme con él: nada me obligó. Pero Neville pareció comprender que aquello no le hacía sentirse orgulloso, porque suspiró
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y entrecerró los ojos. — No sé si yo habría sido capaz de hacer lo mismo, en caso de que... Bueno, ya sabes. Harry torció la cabeza y lo miró. — Sí, lo habrías hecho. Mírame: no soy nadie especial, Neville, no importa lo que diga la gente. Tú me conoces mejor que ellos. Y, sin embargo, lo he hecho. Neville esbozó una sonrisa tristona. — ¿Crees que mi madre se habría sacrificado por mí, como hizo la tuya, si Quien—Tú— Sabes me hubiera elegido a mí? Harry pasó un brazo por encima de los hombros de Neville y lo acercó hacia sí. Después, ambos desviaron la mirada hacia los terrenos de Hogwarts, donde el sol brillaba alegremente sobre las copas de los árboles del Bosque Prohibido. — No tengo ninguna duda — respondió sencillamente. Neville suspiró. — Yo tampoco.
Harry bajó lentamente la escalinata de mármol, sin hacer caso de las miradas y cuchicheos que surgían a su paso. Después de soportar lo mismo, día tras día, durante más de un mes, se había acostumbrado a ellas, y apenas las percibía pese a que le perseguían allá donde fuera. Si antes había llamado la atención, y había habido épocas en las que ni siquiera era capaz de salir a la Sala Común de Gryffindor sin atraer miradas, murmullos, comentarios e incluso (en ocasiones que habría preferido olvidar) insultos e increpaciones, después de matar a Lord Voldemort aquello se había incrementado hasta llegar a un punto francamente insoportable. Sin embargo, Harry había optado por ignorarlo. Al fin y al cabo, se decía, él ya había hecho lo que tenía que hacer, y pensaba llevar una vida normal a partir de entonces, hiciera lo que hiciese el resto de la humanidad. Si querían hablar de él, adelante: no tenía intención de permitir que aquello influyera en su vida. Junio tocaba a su fin, y con él el curso y, para los de séptimo, su etapa escolar. Las últimas
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semanas habían sido bastante extrañas para ellos, no sólo por el hecho de saber que Lord Voldemort había desaparecido por fin y, con él, aquello que amenazaba su vida y la de toda la sociedad mágica: apenas habían tenido clases, y habían dedicado el tiempo a plantearse su futuro profesional, una vez que llegaron las calificaciones de los ÉXTASIS y supieron a ciencia cierta si podían o no hacer realidad sus aspiraciones. Hermione, por supuesto, sacó nota máxima en prácticamente todas las asignaturas, excepto en Defensa Contra las Artes Oscuras, donde Harry logró, una vez más, superarla. Pero con su currículum podía elegir la profesión que le viniera en gana, como recalcó la profesora Sinistra en varias ocasiones, tantas que llegó un momento en que todo el curso se sabía las calificaciones de Hermione. Ella pasó semanas enteras vagando por el castillo como alma en pena, cavilando acerca de su futuro y preguntando a todo el que se le ponía delante qué opinaba él o ella que debía elegir, hasta que la gente empezó a esquivarla y Hermione tuvo que tomar su decisión ella sola. Finalmente, una tarde, les dijo que había elegido solicitar su ingreso en el Ministerio de Magia, en el Departamento de Control de Criaturas Mágicas. No lo dijo, pero Harry y Ron intercambiaron una mirada elocuente: — Quieres que el Ministerio acepte tu Peddo, ¿no es así? — preguntó Ron, con una mueca de fingida desesperación. Hermione levantó la nariz y respondió dignamente: — Pues sí, espero que desde allí se me permita trabajar por los derechos de las criaturas que conviven con los magos, y lograr mejorar su situación laboral... Harry soltó una carcajada cuando Ron sacó la lengua y fingió ahorcarse a sí mismo con el asa de su mochila. De no haber sucedido lo que sucedió días después del enfrentamiento entre Harry y Voldemort, probablemente Ron habría estado inconsolable durante todo el mes, ya que, aunque no fueron malas, sus notas no le permitían ni de lejos optar a una plaza en la Escuela de Aurores.
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Había aprobado Pociones por los pelos, y tampoco logró más de un Supera las Expectativas en Defensa Contra las Artes Oscuras. en Transformaciones y en Herbología, de modo que, pese al Extraordinario de Encantamientos, los responsables de la Escuela no iban siquiera a tomar en consideración su solicitud. Pero a Ron no le importó, gracias precisamente a eso que sucedió apenas una semana después de la muerte de Lord Voldemort. Cuando cayó el Señor Tenebroso y los mortífagos restantes comenzaron a caer tras él, Rufus Scrimgeour dimitió de su cargo de Ministro, y propuso al Wizengamot que nombrase en su lugar a Kingsley Shacklebolt para sustituirlo. El tribunal aceptó tanto la renuncia de Scrimgeour (motivada, según él mismo, porque "ya no es necesario tener un ministro como yo, estamos en tiempos de paz") como el nombramiento de Shacklebolt, un mago al que todos sabían capaz y que había demostrado, con su carácter sereno y afable y su buen hacer como auror, que podía enfrentarse a cualquier tipo de circunstancia. Lo primero que hizo Kingsley Shacklebolt como Ministro de Magia, después de comunicar su nombramiento al Primer Ministro muggle, fue pedir (no ordenar) a la Oficina de los Aurores que admitiesen en su Escuela a Harry, a Ron y a Hermione, como artífices de la muerte de Lord Voldemort. La Escuela les envió a los tres un impreso de admisión inmediata, independientemente de sus calificaciones en los ÉXTASIS y de las asignaturas que hubiesen cursado, con unas instrucciones muy precisas: si querían tomar posesión de su plaza en la Escuela de Aurores, debían firmar el documento y reenviarlo al Ministerio antes del 30 de junio. Hermione, por supuesto, renunció a su plaza, pero envió a Shacklebolt un mensaje en el que, por lo que Harry había podido averiguar, le decía que, si en algún momento había una plaza libre en el Departamento de Control de Criaturas Mágicas, estaría encantada de aceptarla. Ron, por el contrario, apenas leyó el documento de admisión antes de firmarlo y enviarlo de vuelta con Pigwidgeon, a quien amenazó de muerte si se perdía, se entretenía por el camino o retrasaba la entrega por cualquier circunstancia. Una vez que la pequeña y aterrada lechuza hubo
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partido, se volvió hacia ellos y les dijo que, si bien nunca se le habría pasado por la cabeza rechazar semejante oferta, mucho menos pensaba hacerlo con Tonks como directora de la Oficina y, por ende, de la Escuela de Aurores. Y es que los cazadores de magos tenebrosos habían sufrido un gran descalabro con la deserción de Scrimgeour y la detención de Robards, y Tonks, como miembro de la Orden del Fénix, había sido la opción más lógica para hacerse cargo de la Oficina de los Aurores. Algo que, según dijo Ron, más risueño y alegre que nunca, iba a convertir sus años de estudiante y su posterior futuro profesional en "una gran juerga". Harry, sin embargo, leyó varias veces el documento y se lo guardó en el bolsillo, respondiendo con un mero "Tengo que pensármelo" a las miradas atónitas de Ron y Hermione, y negándose a explicar nada más. Lo que le sucedía, y probablemente Ron y Hermione lo habían entendido así, porque no le habían vuelto a preguntar por la solicitud de admisión, era que ya no estaba seguro de querer ser auror. Ni siquiera le animaba a intentarlo el hecho de saber que podía entrar en la Escuela sin necesidad de aceptar favores de nadie (cuando el día uno de junio llegaron sus calificaciones, incluso la profesora Sinistra se quedó boquiabierta: sólo había sacado un Supera las Expectativas en Pociones, y, el resto, eran todo "E"). Después de enfrentarse a Voldemort, tenía la sensación de haber tenido suficientes magos tenebrosos para llenar el resto de su vida, y, quizá, aún más. Sinceramente, en esos momentos lo que menos le apetecía era pensar en pasarse el resto de su existencia luchando contra ellos. Por eso bajaba la escalinata de mármol un poco cabizbajo y meditabundo: porque estaba convencido de que la profesora McGonagall le había mandado llamar precisamente para hablar de aquello. Cuando llegó a la gárgola de piedra, murmuró distraídamente la contraseña que McGonagall le había facilitado y no prestó atención cuando se apartó el muro para revelar la escalera móvil de caracol que conducía al despacho de la directora. Llamó a la puerta y entró sin
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esperar respuesta. La profesora McGonagall estaba sentada detrás de su escritorio, como de costumbre, rodeada de pergaminos. Levantó la mirada cuando Harry entró en su despacho, y se enderezó las gafas cuadradas en su gesto habitual, aunque en esta ocasión la expresión de su rostro, acostumbradamente severa y rígida, se veía suavizada por una leve sonrisa y un brillo tililante en los ojos color acero. Harry también se había acostumbrado a aquello: una vez pasado el susto inicial, cuando asimiló que realmente Harry había conseguido matar a Voldemort en combate, McGonagall había adquirido la costumbre de mirarlo con esa desconcertante expresión de orgullo y satisfacción cada vez que posaba los ojos en él. Encima de ella, en su marco dorado, el rostro de Dumbledore estabaa, si cabe, aún más satisfecho y orgulloso. No dijo nada cuando vio entrar a Harry; sin embargo, éste tenía muy presente la reacción de su antiguo director cuando acudió al despacho de la profesora McGonagall a contarle lo que había sucedido. McGonagall no se lo impidió, ni le pidió ningún tipo de explicación, sino que le facilitó la contraseña de su despacho y permitió que Harry se entrevistase a solas con el retrato de Dumbledore. El anterior director de Hogwarts escuchó el relato de la lucha entre Harry y Lord Voldemort sin interrumpirle en ningún momento, y ni siquiera pestañeó cuando Harry le dijo que, según Ron y Hermione, se había matado a sí mismo, pensando que él era el último Horcrux. Sólo abrió la boca, atónito, al oír cómo Hermione había partido en dos la varita de Voldemort, y la barba plateada tembló visiblemente mientras escuchaba cómo Harry había matado a su enemigo con una Maldición Asesina. Cuando Harry terminó, el retrato de Dumbledore se quitó las gafas de media luna y lo miró con los ojos azules empañados. — No tengo palabras para decirte lo orgulloso que estoy de ti, Harry — dijo con voz temblorosa —. Has demostrado, como si no lo hubieras demostrado ya suficientes veces, que eres un mago, y un hombre, fuera de lo normal. Sólo puedo decir esto: ha sido un privilegio conocerte,
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y ser tu profesor, tu director y, espero, tu amigo. Y habría merecido la pena morir por ti, no una, sino mil veces. Y, para embarazo de Harry, el retrato de Dumbledore se inclinó profundamente ante él, y ese fue el momento que todos los retratos de los anteriores directores aprovecharon para hacer lo mismo. Incluso Phineas Nigellus hizo una leve inclinación de cabeza en señal de respeto. Cuando Harry salió del despacho, su mente daba vueltas, confusa y asombrada, abrumada e incrédula. Afortunadamente, en esta ocasión los retratos de los directores anteriores se abstuvieron de hacer reverencias y señales de respeto ante él, y sólo el brillo azulado tras las gafas de media luna de Dumbledore insinuaban que, al menos, había una persona más escuchando aquella conversación entre él y la directora. — Harry — decía McGonagall en ese momento —, me gustaría preguntarte una cosa. Él enarcó las cejas en una pregunta muda, y se sentó en la silla frente a McGonagall, que no apartaba la mirada de él. — Me gustaría saber — continuó McGonagall —, si te gustaría volver a Hogwarts cuando termines tus estudios en la Escuela de Aurores. Esta vez sí, la expresión de Harry se hizo inconfundiblemente interrogante. McGonagall sostuvo su mirada. — Como profesor — añadió. Hubo un silencio incómodo, prolongado, durante el cual ambos se miraron fijamente a los ojos, evaluándose mutuamente. La profesora McGonagall esbozó una sonrisa tirante. — Y date prisa, por favor. No creo que pueda soportar a McLaggen mucho tiempo más sin cometer un asesinato. Harry no pudo evitar sonreír a su vez, pero el gesto se desvaneció en seguida. Tragó saliva, sin saber muy bien cómo explicarle a McGonagall lo que tenía en mente decirle. Ella, ignorando su confusión mental, continuó hablando.
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— Tengo que hacer una remodelación a fondo del claustro de profesores. El profesor Slughorn ha decidido retirarse definitivamente, y no creo que nadie sea capaz de convencerlo de lo contrario. No tengo profesor de Cuidado de Criaturas Mágicas, y yo ya no daré Transformaciones a partir del año que viene: bastante he hecho con impartir la asignatura este año. A Dios Gracias, he conseguido convencer a Hagrid para que vuelva con su futura esposa, y, por supuesto, él puede hacerse cargo de Cuidado de Criaturas Mágicas otra vez, y Olympe probablemente aceptará dar Transformaciones... — ¿Hagrid va a volver? — preguntó Harry, sin prestar demasiada atención en realidad a lo que McGonagall le estaba diciendo. — Sí — dijo ella —. También he convencido a William Dawlish para que imparta Pociones, al menos este año; con El—Que—No—Debe—Ser—Nombrado muerto y los mortífagos cayendo como moscas, los aurores no van a tener mucho que hacer durante un tiempo... Además, él y Tonks no se llevan demasiado bien. Coincidieron en Hogwarts, ¿sabes...? — Creí que Dawlish era mucho mayor que ella — murmuró Harry, cavilando intensamente acerca de otra cosa y diciendo lo primero que se le pasó por la cabeza. — No, no, son de la misma edad — respondió McGonagall —. Bueno, es igual. Por lo menos tengo profesor de Pociones para un año. Pero necesito un sustituto para McLaggen: no puedo tener profesores incompetentes en Hogwarts. Y tú eres la mejor opción, aunque primero tendrás que terminar tu formación, por supuesto. — Profesora — comenzó Harry, vacilante —. Me siento honrado... — ¿Pero...? — le interrumpió McGonagall, enderezándose de nuevo las gafas. Harry tomó aire. — Pero me temo que he acabado un poco harto de Defensa Contra las Artes Oscuras. Y no sólo por Mc... por el profesor McLaggen. La directora suspiró y se inclinó sobre la mesa.
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— Imaginaba que dirías eso — dijo, y la sonrisa se esfumó de su rostro —. Pero... ¿Puedo preguntarte qué piensas hacer, entonces? Porque deduzco que tampoco vas a entrar en la Escuela de Aurores, ¿verdad? — No — respondió Harry —. Ni siquiera he enviado la solicitud. Tampoco he devuelto el documento que me mandaron informándome de que tenía una plaza, cortesía del nuevo Ministro de Magia. Ya le he dicho que, por el momento, no quiero saber nada de Defensa Contra las Artes Oscuras. Más adelante — se encogió de hombros —, quién sabe. — Pero, Harry — insistió McGonagall —, la Defensa Contra las Artes Oscuras siempre ha sido tu punto fuerte, y tú lo sabes. Comprendo que quieras tomarte un descanso, pero... Pero... ¿No piensas volver a...? Harry volvió a encogerse de hombros. — Por el momento, no — contestó —. Si tanto interés tiene, le diré que pienso dedicarme unos años al Quidditch —. Sonrió ante la expresión de desconcierto de la directora —. He recibido una carta de Viktor Krum. — ¿K—Krum? — preguntó McGonagall, sin comprender —. ¿Viktor Krum? — Ajá — dijo él —. Parece ser que se ha retirado del juego y ha aceptado entrenar al London Eagles. Está cansado de recibir bludgers en la cabeza, supongo — rió —. El caso es que la única condición que ha puesto es que me fichasen a mí como buscador, y el equipo ha dicho que un buscador que ya es famoso antes de empezar a jugar es precisamente lo que necesitan para aumentar el número de socios. Así que me lo ha propuesto... y yo he aceptado. McGonagall lo observó unos minutos con la boca abierta, sin decir nada. Después, en un gesto tan poco habitual en ella que Harry apenas pudo reconocerlo, se tapó la boca con la mano para ocultar una sonrisa. — De modo que vas a ser un jugador profesional de Quidditch... Bien, quién lo habría pensado — dijo, con los ojos chispeantes —. Si alguien me hubiera dicho cuando te metí en el
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equipo hace siete años que ibas a acabar siendo un profesional, no sé si lo habría creído. — Son cosas que pasan, profesora — se permitió Harry el lujo de decir, una vez hubo comprobado que McGonagall no estaba enfadada porque hubiera rechazado su oferta. Ella sonrió aún más ampliamente. — Sólo puedo decir que has elegido una buena profesión, Harry. El Quidditch se te da muy bien —. Enarcó las cejas —. Siempre que no te encuentres con Malfoy en el equipo contrario, por supuesto. — No es probable... Por cierto, profesora — se interrumpió Harry a sí mismo repentinamente —. ¿Qué ha sido de Malfoy? El rostro de McGonagall no se ensombreció pese al brusco cambio de tema, aunque su sonrisa vaciló levemente. — Di órdenes a la señora Pomfrey para que dejase de administrarle el Filtro en cuanto supe que habías matado a El—Que—No—Debe—Ser—Nombrado — respondió —. Estaba en el Gran Comedor aquella mañana, ¿no lo viste?... No, supongo que no — se respondió a sí misma con un leve dejo burlón que dejó a Harry estupefacto —. Estabas demasiado ocupado viendo a la señorita Weasley. Harry enrojeció violentamente y bajó la mirada, antes de recordar que no tenía por qué avergonzarse de nada y volver a mirar a la directora, desafiante. Ella enarcó una ceja, esperando una respuesta que Harry decidió no darle. — ¿Y cómo es que no he visto a Malfoy desde entonces, profesora? — preguntó con voz tensa —. Ha pasado un mes... — Se marchó aquella misma mañana — contestó ella, dejando a un lado por el momento el tono de burla y permitiendo que su acostumbrada expresión severa asomase a su rostro —. Dijo que ya no corría peligro, ahora que Snape y El—Que—No—Debe—Ser—Nombrado han desaparecido...
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— Profesora — la interrumpió Harry —, disculpe, pero ¿no cree que ya es hora de que la gente empiece a llamarlo por su nombre? Le aseguro que está bien muerto. Lo sé de buena fuente. McGonagall lo miró fijamente unos segundos y sonrió. — Supongo que sí — dijo —. Está bien... Lord Voldemort —. Y consiguió decirlo sin estremecerse —. Malfoy se marchó nada más desayunar: creo que no tenía demasiadas ganas de encontrarse contigo, y menos después de contarle que habías sido precisamente tú el que lo salvaste aquella noche... — Ya. Bueno, en realidad yo tampoco tengo muchas ganas de verlo — contestó Harry —. Sólo quería saber si está bien. — Pues está bien — dijo la profesora McGonagall —. Un poco aturdido después de perderse casi un año de su tiempo, pero vivo, que es lo más importante. Harry asintió, tratando de dejar el tema a un lado, pero McGonagall continuó hablando: — Harry — dijo —, creo que deberías hablar con él. Al fin y al cabo, lo que pasó en el colegio, pasado está, ¿no?... Ambos habéis acabado vuestra vida en Hogwarts, al menos por ahora — sonrió —. Tú mejor que nadie deberías saber lo que ocurre cuando dejas que la rivalidad y el odio que sientes durante la infancia se prolonguen en el tiempo. Piensa en Snape — insistió al ver el ceño fruncido de Harry —. No quiero hablar mal de nadie, y menos de los muertos: pero quizá nada de todo esto habría sucedido si él, tu padre y Sirius hubieran hecho las paces antes de salir al mundo. — No quiero hablar de eso, profesora — respondió Harry con el ceño fruncido. Ella se encogió de hombros. — De acuerdo. Pero piénsalo. No creo que te cueste mucho tener una charla con él, después de salvarle la vida. No debes odiarlo tanto... Harry chasqueó la lengua. — Le odio — afirmó tajantemente —. Pero, ¿quién sabe? Tal vez lo haga. Seguro que tiene
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muchas cosas interesantes que contarme. Se levantó cuando vio que la profesora McGonagall no añadía nada más, y se despidió con un gesto. Desde su retrato, Dumbledore le sonrió ampliamente y agitó la mano en un infantil gesto de saludo que hizo que Harry tuviera unas ganas inmensas de regalarle una bolsa de chicle superhinchable. Le devolvió la sonrisa y se volvió hacia la puerta. — ¿Sabes, Harry? — dijo desde detrás de él la profesora McGonagall. Harry se detuvo en seco con la mano alargada hacia el pomo de la puerta, y esperó —. La carrera de jugador de Quidditch no suele ser muy larga, y menos aún la de los buscadores. Sólo tienes que ver a tu amigo Krum... Él se volvió para mirar hacia la mesa, y comprobó que la directora sonreía animadamente. — Me atrevería a decir que McLaggen debería empezar a pensar en lo que va a hacer dentro de unos cinco años. Harry rió alegremente. — ¿Quién sabe? — repitió —.Tal vez lo haga.
Harry se sentó en el asiento junto a la ventanilla del compartimento del Expreso de Hogwarts, y dirigió una mirada desenfocada hacia el exterior, donde el sol radiante brillaba sobre los tejados de Hogsmeade. En su interior, una horrible sensación de pérdida y añoranza luchaba encarnizadamente con la ilusión que no podía evitar sentir al pensar que en apenas unos días pasaría a formar parte de un equipo de Quidditch... un equipo profesional. Y había sido Viktor Krum, el mejor buscador de los últimos tiempos, el que le había cedido el puesto. Al menos, eso le había dicho Hermione, que aseguraba que los London Eagles, en realidad, habían querido fichar a Krum como buscador. Así se lo había contado el mismo Krum en una carta, en la que explicaba que había renunciado a ese puesto porque, como Harry había supuesto, estaba cansado de recibir bludgers en la cabeza. A sus veintiún años, Krum no era ni mucho menos demasiado mayor para
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aquello: pero había decidido dejarlo y convertirse en entrenador. Y quería el mejor buscador para su equipo. Esto último había hecho que Harry enrojeciera intensamente y desease meter la cabeza bajo la mesa, aunque no tanto como el discurso que la profesora McGonagall había pronunciado la noche antes en el banquete de despedida del curso. Había sido tan bochornoso que Harry habría dado cualquier cosa por ser capaz de olvidarlo por completo: tarea difícil, teniendo en cuenta que su nombre había surgido al menos doscientas veces, y cada una de ellas docenas de rostros se habían vuelto para mirarlo fijamente con las más diversas expresiones de admiración y asombro. Harry se recostó sobre el asiento y entrecerró los ojos para protegerse de la deslumbrante luz del sol. Despedirse de Hogwarts había sido aún más duro que soportar el banquete de fin de curso: aquella mañana, mientras bajaba el camino hacia la verja de hierro, tras la cual esperaban los carruajes tirados por thestrals que los conducirían hasta Hogsmeade, había lanzado una última mirada hacia el castillo, hacia los terrenos, el lago, el Bosque Prohibido, los lugares donde tantas y tantas cosas había vivido, donde, poco a poco, había pasado de ser un niño a ser el joven que era ahora. El único sitio al que había llamado "hogar". Y, al comprender que no volvería el siguiente mes de septiembre, se le hizo un nudo en la boca del estómago, y, por un momento, temió ir a echarse a llorar como habría hecho ese otro Harry que había visto por primera vez aquel lugar siete años atrás, desde un bote que surcaba el lago al anochecer. — Entonces, ¿vendréis a pasar unos días a casa? — dijo Ron, entrando en el compartimento en el momento en que el Expreso soltaba un pitido ensordecedor y comenzaba a andar, primero muy lentamente y después más aprisa —. Pig me acaba de traer una carta de Bill: Fleur y él han tenido una niña... — No sabía que estuvieran esperando una — respondió Harry, apartando la vista de la ventana con verdadero esfuerzo. — Estarías pendiente de otras cosas — rió Ginny dejándose caer a su lado —. Hace más de
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ocho meses que lo sabemos... — Oh. ¿Y qué tal está ella? — Muy bien — contestó Ron sentándose frente a él —. Ah, ¿y sabes una cosa? La han llamado Lily. Lily Gabrielle Weasley. Harry no supo qué decir, de modo que no respondió. Se quedó mirando a Ron con los ojos muy abiertos. La risa de Ginny tintineó en el compartimento. — No me importa — dijo —. La segunda llevará mi nombre, si es que Fleur sabe lo que le conviene. Harry no pudo evitar sonreír. Al principio le había sorprendido, pero, una vez que había tenido un instante para pensarlo, lo cierto es que que la primera hija de Bill y Fleur llevase el nombre de su madre le parecía extrañamente apropiado. — Iré con vosotros — dijo al fin —. Pero sólo unos días: quiero dejarlo todo organizado antes de empezar a trabajar, no sea que después no tenga mucho tiempo. — ¿Qué es lo que quieres dejar organizado? — preguntó Ron, con la nariz metida en su mochila, buscando la carta de Bill para leérsela completa. — Había pensado reformar y arreglar la casa de Grimmauld Place y la casa de mis abuelos — explicó Harry —. Ya que las tengo, y que tengo dinero de sobra, no hay razón para que no las utilice para vivir. Y supongo que es lo que Sirius, y mis abuelos, querrían. Ron levantó la cabeza con cara de sorpresa. Hermione intercambió una mirada con Ginny. — ¿Y... la casa del Valle de Godric? — preguntó Hermione en voz baja —. ¿También la vas a restaurar? Harry negó con la cabeza. — Lo había pensado — admitió —. Pero lo voy a dejar para más adelante. La gente de ese pueblo la conserva como una especie de santuario, o algo así: no me parece justo quitárselo para tener otra casa que, probablemente, nunca utilizaré. Por ahora.
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— Es un sitio precioso — dijo Hermione, recostándose sobre su asiento —. Un buen lugar donde pasar el verano. Harry rió alegremente. — Por ahora no creo que me apetezca pasar mis vacaciones en el Valle de Godric. Aunque, quién sabe... — dirigió una mirada traviesa en dirección a Ginny —. Tal vez algún día tenga una razón para querer tener una casa más. Pero dos casas son más que suficientes para un jugador de Quidditch que acaba de empezar su carrera. — Hasta que el jugador de Quidditch tenga una familia política pobre y muy numerosa — murmuró Ron, conteniendo a duras penas la risa. Harry sonrió ampliamente. — Pensaba que no te gustaba que saliera con tu hermana, Ron. — ¿Quién ha dicho eso? — Tú. — Oh —. Ron se frotó la nariz —. Eso era antes de saber que tenías tres casas y dos cámaras en Gringotts llenas de galeones hasta los topes, tío. — Claro. Siempre he dicho que eras amigo mío por mi dinero. — Por supuesto. Ginny se levantó fingiendo indignación y repartió dos cachetes a partes iguales entre Ron y Harry, con las carcajadas de Hermione de sonido de fondo. Después volvió a sentarse, sonriendo ampliamente. — De todas formas, no tiemes que incorporarte al equipo hasta agosto, ¿no, Harry? — preguntó Hermione —. ¿Por qué tienes tanta prisa? — Bueno... En realidad, había pensado volver a Privet Drive. Esta vez el silencio que se hizo en el compartimento fue sepulcral. Ron, Hermione y Ginny lo miraron, desconcertados y aturdidos. — ¿A Privet Drive? — repitió Ron, estupefacto —. ¿Estás loco, Harry? O sea, llevas
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milenios intentando librarte de los Dursley, ¿y ahora que no tienes que volver, quieres volver? ¿Has comido algo en mal estado? — No — dijo Harry tranquilamente —. Pero le debo una visita a tía Petunia. El tren avanzó rápidamente, dejando atrás campos, montes, montañas, lagos y pequeños pueblos, mientras el sol hacía lo propio por encima de sus cabezas. Poco a poco fue deslizándose por el cielo veraniego, aproximándose a las montañas que el tren dejaba a su derecha, la luz amortiguándose conforme avanzaba la tarde. Hermione terminó de leer el periódico, y permitió que Ginny rellenase los crucigramas que publicaban en la última página; Harry y Ron se pasaron las horas muertas hablando incansablemente de Quidditch y de lo que le esperaba a Ron en la Escuela de Aurores. Aparte de la interrupción de Neville primero y de Luna Lovegood más tarde, que se pasaron por su compartimento a saludar y a pasar un rato, el viaje apenas tuvo ningún incidente digno de reseñar. Excepto uno. El sol acababa de ocultarse tras una colina, y el tren se preparaba poco a poco para entrar en Londres, cuando Ginny, que en esos momentos discutía con Ron acerca de la última jugada realizada por el guardián de los Chudley Cannons frente a un cazador de los Tornados en el último partido de la liga, se interrumpió de pronto, dejando la frase sin terminar. Hermione levantó la cabeza de un pergamino que leía en ese momento, alarmada. Harry también la miró con sorpresa, y su estupor aumentó al ver que ella tenía los ojos clavados en él. — Ginny, ¿qué pasa? — preguntó, inquieto. Ella tenía los ojos desorbitados, y los labios le temblaban ligeramente —. ¿Estás bien? — Harry... Harry — dijo débilmente, levantando una mano temblorosa para señalarle —. Harry, no me había fijado... — ¿En qué? — exclamó él, empezando a preocuparse de verdad —. ¿De qué estás hablando, Ginny? Hermione estudió su rostro, y su expresión se ensombreció de pronto. Frunció el ceño y se
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inclinó hacia delante para verlo más de cerca. Se mordió el labio. Harry se asustó de verdad. — ¿Qué es lo que pasa? — preguntó, desconcertado. — Harry... — Ginny tragó saliva —. Harry, tu frente... Harry parpadeó, aturdido, y se giró rápidamente hacia la ventana. En el exterior, la oscuridad había inundado el paisaje de las afueras de Londres, y las escasas luces apenas iluminaban algún que otro edificio bajo y alargado, alguna nave industrial, caminos rurales y postes del tendido eléctrico. A la luz vacilante de las lámparas del interior del compartimento, Harry pudo ver su propio reflejo en el cristal de la ventana, un joven de rostro asustado, cabello negro revuelto y gafas redondas. Levantó la mano y se apartó el pelo de la frente. Al principio, no vio nada anormal. Pero un segundo después comprendió que precisamente eso era lo que había hecho temblar a Ginny, lo que había ensombrecido la expresión de Hermione: allí no había nada anormal. Y eso, tratándose de la frente de Harry Potter, era lo que no era normal. El rostro del reflejo tenía la frente completamente lisa. Había desaparecido la cicatriz.
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