Ithênai

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Basada en el relato “La Diosa Blanca”, esta novela (que también está por el momento sin terminar) quiere desarrollar la historia de la ciudad muerta y de los personajes que creé para ese relato. Fantasía, pero también ucronía, intenta narrar lo que habría ocurrido en una ciudad cualquiera del período prehelénico si la Luna hubiera llegado a la órbita terrestre cuando el ser humano ya campaba por la Tierra. Os dejo el principio, a ver qué os parece ;)

El dosel del cielo cuajado de estrellas colgaba sobre la ciudad dormida, cubriendo con una manta de negrura y diamantes las calles desiertas, las plazas, las avenidas arropadas por el estrecho abrazo de las murallas. Las estrellas dedicaban guiños de complicidad a las siluetas rectilíneas de los edificios y se asomaban, traviesas, por las ventanas de las viviendas, espiando a los habitantes de la ciudad, siguiendo con la mirada a los que se aventuraban a salir a rendir homenaje a la noche. El mar en calma era el espejo en el que se miraban, coquetas, estudiando la perfecta estampa de sus rostros colgados sobre la ciudad. Pocos se molestaron en levantar la mirada hacia el cielo para devolverles el guiño, tan acostumbrados a su presencia que ya ni se percataban de su interés, ni tan siquiera de su presencia; pocos, pues, notaron el extraño sabor levemente metálico del aire, la casi imperceptible tensión en el ambiente, el silencio antinatural, la quietud. La expectación. El aire estaba cargado de energía, anunciando la cercanía de una tormenta. La noche misma contenía el aliento, y nadie había prestado la suficiente atención como para darse cuenta. Fue entonces cuando apareció su rostro en el cielo. La ciudad chilló,


aterrorizada al ver la luz de sus ojos, la intensa luminosidad que expulsaba a las sombras, que hería de muerte la suave penumbra de la noche. En un primer momento reinó el silencio; un instante después se desencadenó la tormenta, pero no llovió agua: sobre la ciudad cayó una lluvia de fuego y sangre, roja y dorada, negra, espesa, hirviente. El desconcierto de los pocos que se hallaban en las calles se convirtió en terror cuando las primeras gotas cayeron sobre ellos, prendiendo fuego a sus cabellos y ropas, quemando su piel, deshaciendo su carne y royendo hasta el hueso, disolviendo los ojos de los que miraban hacia arriba. Muchos echaron a correr; otros muchos se quedaron inmóviles, petrificados, incapaces de reaccionar. Muchos murieron sin tener la oportunidad de correr; otros muchos murieron pese a haber sido capaces de hacerlo. Cada gota de lluvia creaba un pequeño incendio, destruía un tejado, hacía caer un edificio. Los gritos de miedo se mezclaron con los gritos de dolor, y el aire se llenó del olor a humo, a polvo de piedra, a muerte. La tierra tembló, un ronco gruñido que ahogó los alaridos de los que corrían desordenadamente por las calles; una enorme grieta se abrió en una de las avenidas principales. El arco de entrada al palacio del vanaka se desplomó lentamente, engullido por el suelo. Detrás de él, la muralla, una de las achatadas torres defensivas, hombres, mujeres, niños. El león de piedra que guardaba el arco quedó colgando, exánime, sobre una sima sin fondo, sus fauces congeladas en una eterna mueca de ferocidad. Las estrellas se quedaron inmóviles, aturdidas, incapaces de creer lo que sus ojos les decían que estaban viendo. La lluvia de fuego arreció, cubriendo de llamas las calles convertidas en abismos, los edificios caídos sobre aquéllos que habían confiado en ellos para darles refugio. Los ladridos de un perro se alzaron por encima del estruendo de la tierra al tragarse la ciudad; un cántaro rodó por el suelo hasta caer en


la grieta por la que había desaparecido la calle. Los árboles estallaban en llamas a ambos lados de otro arco, muy cerca del que había caído poco antes; los bloques de piedra temblaron, incapaces de dejar de escuchar los gritos de los hombres, preguntándose cuánto más podrían resistir antes de ser devorados, ellos también, por la tierra. Una figura corría por el laberinto sin dirección aparente, indiferente a las heridas que las paredes provocaban en sus brazos cada vez que chocaba con ellas al torcer una esquina, en sus piernas cada vez que tropezaba y caía al suelo. Sobre su cabeza, Ella inclinaba el rostro hacia el mundo; y allí donde posaba su mirada la tierra se resquebrajaba, abierta en un millón de bocas hambrientas que devoraban los edificios, los cadáveres, la ciudad entera. La figura, una niña cuyo cuerpo empezaba a mostrar los primeros signos de la juventud, tropezó una vez más, cayó, y se quedó tendida en el suelo, con el rostro empapado en lágrimas de terror. Se arrastró hacia una de las paredes del laberinto, buscando una sombra que la ocultase de la aterradora luz plateada; sus músculos se negaron a seguir moviéndose y la dejaron abandonada, desamparada, medio desplomada sobre el muro combado. Los ojos de Ella iluminaron su rostro, dándole un tono ceniciento. La niña se echó a reír, enloquecida de miedo, pugnando por alejarse de la luz e incapaz de moverse de donde se encontraba. La luz plateada entró en su boca abierta, se abrió camino por sus entrañas y desgarró su estomago con dientes afilados como dagas; la niña cayó al suelo, apretándose el vientre con las manos, y gritó de agonía cuando notó el cálido torrente de sangre que brotaba entre sus piernas. Los cadáveres se amontonaban junto a los restos de los orgullosos edificios caídos bajo la mano de Ella. La muerte le había dado vida, alimentándola con la


sangre de miles de hombres, mujeres y niños. Y su rostro blanco dominaba la noche, su mirada creaba simas sin fondo en la tierra, inmensas olas en el mar, que lamía las murallas con mil lenguas anhelantes. Una enorme ola se alzó del océano y se cernió sobre la ciudad, ensombreciendo la noche. Y cayó, aplastando los edificios con la fuerza del aliento divino, inundando Ithênai, la Ciudad de los Dioses, de agua, de muerte, de sangre.

Primera parte: Eketai

Ithênai Día veinticinco. Sexagésimo quinto mes de la Era de la Sangre

—Éramos tan arrogantes… Arik suspiró y se removió en su asiento. La silla, la única que habían logrado encontrar en el destrozado edificio, estaba tan astillada que había cubierto su espalda y sus nalgas de arañazos y rozaduras; pero, como él mismo había dicho en alguna ocasión, aquello era preferible a tener que obligar a sus viejos huesos a descansar sobre el frío suelo de mármol. Sentada a sus pies con las piernas cruzadas, Mai esperó pacientemente a que el


anciano siguiera hablando. El fuego encendido en el centro de la sala circular, sobre el hogar rodeado de columnas, no lograba ahuyentar el frío de las horas previas al amanecer. Darav, el Señor del Día, esperaba a que el sol anunciase el inicio de su mandato sentado en el resquebrajado trono de piedra que, no hacía tanto, había estado recubierto del mismo mármol azulado que cubría el suelo. Su expresión contenida no ocultaba la tensión que endurecía su cuerpo, que se hacía evidente en la rigidez de la espalda, en los brazos cruzados sobre el pecho. Tampoco él parecía tan seguro de su dominio como pretendía demostrar. También él parecía dudar. En el centro de la estancia, Niel estiraba las manos sobre las llamas, abriendo y cerrando los dedos. El apagado fulgor rojizo endurecía sus rasgos y confería un brillo enojado a sus ojos pardos, clavados en los de Mai. La sonrisa torcida, por el contrario, mostraba la burla que convertía su rostro alegre en una máscara mordaz cada vez que la miraba. Desde el suelo, Mai le devolvió una mirada desafiante. Más allá de las cuatro columnas que rodeaban el hogar había un grupo de hombres y mujeres, algunos de pie, otros sentados en la misma postura que ella: las piernas cruzadas, la espalda encorvada, las manos en el regazo. Un hombre se había tendido cuan largo era en el suelo con los brazos detrás de la cabeza. No dormía; los que estaban en el salón del trono a esa hora tan temprana eran los Guerreros del Día, los guerreros de Darav. Nunca dormían de noche. Siempre alerta, siempre preparados, desde la puesta del sol hasta el amanecer, en espera de un ataque de los Señores de la Noche. En el antiguo palacio del vanaka vivían los supervivientes, los que no habían perdido la vida, ni el alma, cuando llegó Ella. Y los Guerreros del Día eran su escudo y su espada, su única protección y su única arma en una ciudad que había enloquecido por


completo con el olor de la sangre. —¿Ves, damokoro? —comentó Niel desde el hogar, dirigiéndose a Darav—. Mai está a punto de dormirse. Y no me extraña: si no ha escuchado la historia de Arik quinientas veces, me como las botas. Mai se tensó al oír su nombre, pero no hizo ningún movimiento. Sentado en el trono, Darav torció la cabeza para mirarlo con expresión interrogante. —Está medio dormida —explicó Niel, volviendo las manos para calentarse el dorso y mirándola con los ojos brillantes—. Estoy seguro de que un buen chapuzón es lo que necesita para despertarse. Creo que hoy debería ser ella quien bajase a la playa. —Es mejor que vayas tú, Niel —replicó Mai, echando los brazos hacia atrás y apoyando todo el peso de su cuerpo sobre las manos posadas en el suelo—. Desde aquí puedo oler que no te vendría mal darte un baño. O dos. Niel frunció el ceño, contrariado. —Nadie tendría que ir a la playa si las mujeres no hubieran secado el pozo con su manía de bañarse dos veces al día. —El pozo no se habría secado si tú y tus compañeros no hubierais necesitado tanta agua para hidrataros después de ahogaros en vino todas las noches —le espetó ella. —No me gusta hacer de niñera de nadie —masculló Niel, dirigiendo a Darav una mirada compungida. Desde donde estaba, Mai pudo comprobar que sólo fingía a medias: realmente le molestaba acompañar al grupo de hombres y mujeres que bajaban diariamente a bañarse en el agua del mar. Bufó, desdeñosa. —No te preocupes, Niel —dijo en voz alta, esbozando una sonrisa maliciosa—. Si os atacan, es muy posible que sean ellos quienes acaben protegiéndote a ti. —Fingió quedarse pensativa un instante, llevándose los dedos al mentón—. Aunque... estoy


pensando en ir contigo, ¿sabes? —rió, socarrona—. Si vas a correr desnudito delante de los Señores de la Noche, quiero estar allí para verlo con mis propios ojos. Niel hizo una mueca de desagrado. —Si quieres verme desnudo, ven esta noche a la puerta oeste y veré lo que puedo hacer. Y trae algo de beber. —¿Necesitas reunir valor para desnudarte delante de alguien, Niel? —preguntó Mai con voz suave. —Necesito beber mucho vino para que se me olvide que quien está delante eres tú —replicó él. Mai puso los ojos en blanco. —Es tentador —sonrió, sardónica—, pero será mejor que te des un baño antes. No quiero tener que suplicarte mañana que me acompañes a la playa a quitarme tu suciedad de encima. —Basta —intervino Darav, levantando la mano en un ademán que hizo enmudecer a Niel antes de que pudiera encontrar una réplica lo suficientemente hiriente—. Niel, hoy eres tú quien va a escoltarlos a la playa. Ayer fue Mai, y mañana será Kosso. Los turnos son los turnos, y no voy a cambiarlos sólo porque a ti no te apetezca apartarte de esa hoguera y pasar un poco de frío. —Damokoro —aceptó Niel, renuente, saludando a Darav con un gesto desganado. —Mejor sería que Darav se decidiera por uno de los dos —oyó Mai el susurro proveniente del lado opuesto del salón, donde se aglomeraban los Guerreros del Día. Un grupo de hombres y mujeres famélicos, desarrapados, de rostros prematuramente envejecidos y ojos duros. Como Niel, como Mai. Como Darav, el Señor del Día—. No pueden tener ambos el rango de eketai: Darav debería decir claramente cuál de ellos está al mando cuando él no está. Si no, un día van a acabar matándose el uno al otro. —Arrogantes —repitió Arik. Mai se sobresaltó y le dirigió una rápida mirada:


sería la primera vez que el anciano intervenía, que su mente se posaba siquiera en el presente. Suspiró, aliviada y a la vez desalentada, al comprobar que la mirada del anciano seguía perdida en el pasado, no tan remoto, pero tan distinto que ya formaba parte de la Leyenda. Arik había sido uno de los pariseu, los miembros del Kerosija, por quienes toda la ciudad sentía un temor reverencial. Incluso el vanaka, que había tenido poder sobre los hombres y los dioses, escuchaba lo que su Consejo le decía. Los pariseu no habían sido gobernantes, pero su palabra era tan poderosa que todo Ithênai la respetaba como se respeta la Ley. Sólo el vanaka podía revocar un mandato del Kerosija, y el vanaka había sido muy consciente de lo peligroso que podía ser, incluso para él, enfrentarse a sus consejeros. Ahora, el último de los pariseu se encorvaba en una silla medio destrozada, estudiando lo que quedaba del antiguo palacio con los ojos ciegos. —Cuando esta ciudad todavía tenía un nombre, que hacía temblar a todo el continente —masculló Arik—. Tan arrogantes, cuando nuestro poder se extendía de una costa a otra, tantas ciudades, tantos estados bajo nuestro mando... Arrogantes —insistió y cerró los ojos, reclinándose en la silla—. El vanaka, sentado en su trono, un dios encarnado; los eketai, con sus espadas tan poderosas como el Fuego Divino. Los miembros del Kerosija, los más arrogantes de todos. Nuestra ciudad, el centro del mundo, la Ciudad de los Dioses... Suspiró, compungido, y abrió los ojos velados por las cataratas. —Y entonces llegó Ella. Mai se inclinó hacia delante y se rodeó el cuerpo con los brazos para contener el súbito temblor que se extendió por sus miembros. Sólo necesitaba cerrar los ojos para recordar el horror de aquella noche, el fuego lloviendo sobre Ithênai, la luz plateada


bañando las calles hundidas, los edificios en ruinas, los cadáveres amontonados sobre las piedras caídas. Los cadáveres habían desaparecido; las ruinas, no. —Hemos recibido nuestro castigo —siguió el anciano pariseu—. Hasta los dioses han muerto, han muerto... —Su voz vaciló cuando contuvo un sollozo—. Ya nada puede devolver la belleza a esta tierra. Tan sólo la muerte riega los campos, tan sólo la muerte llena nuestros pulmones. —Cállate de una vez, Arik —espetó Darav desde el trono. Lanzó una mirada fugaz a Mai, que seguía sentada a los pies del antiguo pariseu, y se volvió hacia Niel—. Cuando vuelvas de la playa quiero hablar contigo y con Mai: es posible que de aquí a un par de días tengamos que hacer una incursión. Si es cierto que las fuentes de la Ciudad Llana todavía tienen agua, tenemos que llegar hasta ellas. —¿Tan poca agua nos queda que tenemos que arriesgarnos a ir a un lugar donde ni siquiera de día gobiernas, Darav? —inquirió Mai, tensando los músculos de las piernas para levantarse del suelo. Los ojos fríos del Señor del Día se posaron en su figura cubierta por los restos de una túnica de lana. Mai no apartó la mirada mientras daba un paso hacia la hoguera que dominaba la sala, dejando atrás al balbuceante Arik. —Sí —admitió Darav renuentemente. Niel frunció el ceño. —¿Vas a dejar que te hable así, damokoro? —preguntó. —¿Vas a dejar que te diga cómo tengo que hablarte, damokoro? —inquirió Mai. Niel siguió mirando a Darav, ignorándola, dándole la espalda de forma premeditada, en un gesto que en otro tiempo, cuando Ithênai todavía tenía una ley, todavía tenía unas costumbres, habría significado desprecio. —El vanaka está muerto, y nadie va a sucederle —dijo Niel en voz baja—. Es curioso ver cómo los que se escudaban en él siguen pensando que pueden hacer y decir los que les venga en gana, que el vanaka va a levantarse de la tumba para decirnos a los


inferiores que inclinemos la cabeza y dejemos que nos sigan humillando como hacían cuando todavía estaba vivo. Mai apretó los puños a ambos lados de su cuerpo y contuvo el impulso de agarrar el cuchillo de bronce que colgaba del cinturón que ceñía su túnica. Niel giró el cuello para mirarla, sonrió y, sin ocultar la burla de su gesto, le guiñó el ojo. —Ah, bah —exclamó Mai, crispada, y dejó que su mano actuase por voluntad propia y aferrase el mango del cuchillo. Lo extrajo de la vaina de cuerda trenzada, echó el brazo hacia atrás y lo lanzó hacia donde Niel permanecía de pie, todavía esbozando esa sonrisa sardónica que tanto la irritaba. El cuchillo, un arma ligera, de hoja delgada y afilada, voló por el aire recto como una flecha hacia el rostro de Niel. Mai sintió un nudo en la garganta al creer, durante un instante, que él no iba a moverse, que iba a permitir que la punta se clavase entre sus ojos; fue sólo un momento, que se alargó hasta el infinito mientras Niel la miraba fijamente sin perder la sonrisa. El brazo de él salió disparado hacia delante, tan rápido que Mai apenas distinguió la sombra blanca de la manga de su túnica, y sus dedos rodearon el mango, deteniendo el vuelo del arma a un dedo de su rostro. Niel tiró el cuchillo hacia arriba y lo recogió con la otra mano, sin dejar de mirarla fijamente. Enarcó una ceja antes de volver a lanzarlo, esta vez hacia ella. Mai resistió el impulso de lanzarse hacia un lado para esquivar el cuchillo. Se quedó muy quieta, con los ojos clavados en Niel, siguiendo de reojo el vuelo de la hoja dorada; en el último momento alargó el brazo y contuvo un suspiro de alivio cuando su mano se cerró alrededor del mango. Dio un paso atrás mientras bajaba el brazo, tropezó con las piernas estiradas de Arik y perdió el equilibrio. Manoteó en el aire para recuperarlo, pero finalmente su cuerpo se rindió y cayó hacia atrás, con los brazos en alto y los ojos muy abiertos. No


pudo contener el gemido ahogado que escapó de su garganta cuando sus nalgas golpearon fuertemente el suelo de mármol, y después su espalda. El golpe la dejó sin aliento; el cuchillo cayó junto a ella con un tintineo. Las risas llenaron la estancia y ahogaron los quedos balbuceos de Arik, que seguía sumido en sus recuerdos. Furiosa y avergonzada, Mai forcejeó para bajarse la túnica, que se había enredado en su cintura y mostraba la parte superior de sus muslos y lo que había entre ellos a un público más que ansioso de demostrarle lo mucho que le gustaba el espectáculo: las risas arreciaron, uniéndose a los silbidos y palmas de los Guerreros del Día, que no disimulaban lo agradable que les resultaba que su eketai se tomase tantas molestias para arrancarles del aburrimiento de las últimas horas de la noche. Niel apretó los labios para disimular su propia risa. —Vaya, muchas gracias, Mai —dijo, con los ojos brillantes de júbilo—. Ahora puedo decir sin temor a equivocarme que no necesitas un baño. Aunque tal vez nosotros sí —añadió, mirando hacia el grupo de hombres que se habían levantado y jaleaban y gritaban frases que Mai prefería no entender. El rubor ascendió por su cuello hasta su rostro; con la piel de la frente hirviendo de vergüenza y de rabia, Mai tanteó el suelo en busca del cuchillo. Sus dedos tropezaron con la hoja de bronce. Con la mente ofuscada por la furia, agarró el mango con fuerza, se incorporó y lanzó el cuchillo hacia el risueño Niel. El tiempo se congeló en ese instante, en el que comprendió que Niel no le estaba prestando atención y no había visto la hoja que volaba hacia él con toda la ira de Mai reluciendo en su filo. Abrió la boca para soltar un grito de advertencia justo en el mismo momento en que Niel se giraba para volver a mirarla y sus ojos se desorbitaban al ver, por fin, el cuchillo. No tuvo tiempo de apartarse antes de que el arma lo alcanzase; trastabilló, su cuerpo tropezó con la columna que tenía detrás, y la daga se hundió en el


hombro de su túnica y se clavó en la blanda arenisca de la columna, donde quedó temblando, emitiendo un leve sonido metálico, sujetando a Niel con firmeza por el retazo de lana que había atravesado. El silencio llenó la sala del trono, denso como la sangre que empapaba lentamente el hombro de Niel. Mai consiguió finalmente ponerse en pie y se colocó la túnica, aturdida, incapaz de apartar la mirada del rostro asombrado de Niel. Darav se echó a reír, se levantó del trono y bajó de un salto los dos escalones que lo separaban del suelo. Estiró el enorme corpachón cubierto por una túnica tan raída como las que vestían sus seguidores, y gruñó de satisfacción cuando el crujido de sus vértebras resonó en el amplio espacio cerrado del salón central del palacio. —Creo que es obvio que esta vez ha ganado Mai —dijo alegremente, avanzando hacia Niel. Cogió el mango del cuchillo y lo desclavó de la columna—. Niel, te toca bajar a la playa, me temo. —No sabía que nos jugábamos un cambio de turno —masculló Niel, rabioso, palpándose el hombro ensangrentado. Darav volvió a reír. —Aunque hubiera sido así, seguirías teniendo que bajar a la playa, ¿no es cierto, eketai? —sonrió, dándole una palmada en el otro hombro—. ¿Estás herido? —Sólo es un arañazo —murmuró Niel. Darav asintió antes de volverse hacia Mai. —Ven, eketai —dijo, cuidando de pronunciar su título en el mismo tono que había empleado para llamar a Niel—. Acompáñame a dar un paseo mientras Niel va a lavarse esa herida. Tenemos que hablar de esa excursión a la Ciudad Llana —añadió, con una amplia sonrisa que a Mai le supo a triunfo, a vino y a orgullo. Darav le tendió el cuchillo sujetándolo por la hoja, con el mango hacia ella; Mai lo cogió y le devolvió la sonrisa. —Damokoro —saludó Niel con un suspiro resignado, antes de separarse de la


columna y dirigirse al estrecho pasaje que conducía a la parte de atrás del edificio principal del palacio, donde ya debían estar despertando las pocas decenas de personas que vivían bajo la protección del Señor del Día y sus guerreros.

Ithênai Día veinticinco. Sexagésimo quinto mes de la Era de la Sangre

Mai limpió la sangre de Niel del cuchillo con el borde deshilachado de su túnica y se apresuró a seguir a Darav, que caminaba a grandes zancadas hacia la puerta del salón, por el que se colaban los primeros rayos del sol naciente. Lo alcanzó justo cuando el Señor del Día atravesaba el pórtico y salía al patio, uno de los muchos que separaban el conjunto de edificios que formaba el palacio del vanaka; patios de todos los tamaños entre los edificios bajos y rectangulares, que antaño habían sido talleres, almacenes y residencias, y que ahora sólo servían para dar cobijo a los Guerreros del Día en su lucha constante por sobrevivir en la ciudad en ruinas, en su guerra abierta con los que caminaban al amparo de la oscuridad. El sol trepaba con esfuerzo por los edificios que tenían justo delante, pugnando por encaramarse a las terrazas que los coronaban. El cielo brillaba con el intenso color azul de la mañana, pero el aire grisáceo del amanecer todavía se rezagaba, perezoso, en el patio, resistiéndose a dejar que la suave brisa del mar disipase las últimas reminiscencias de la noche y las sustituyera por el fulgor azul y dorado de la mañana, por el frescor vivificante de las primeras horas del día. Mai caminó junto a Darav hasta el centro del patio cuadrado y se sentó a su lado


en el borde del pozo, sobre el muro bajo de piedra parduzca que lo rodeaba. Igual que Darav, ella tampoco pudo contener el impulso de asomarse por la boca hacia las profundidades de la cisterna, pese a que sabía tan bien como él que no iban a vislumbrar nada más que oscuridad, que el aire en el interior del hoyo era tan seco como en el soleado patio. Darav guardó silencio, y Mai esperó mientras escudriñaba en la negrura, en busca de algo que sabía que no iba a encontrar. Finalmente, el Señor del Día se incorporó con un hondo suspiro. —No te pediría que fueras a la Ciudad Llana si no fuera necesario, Mai —dijo, señalando la boca del pozo—. Ni siquiera de día. —De noche no iría ni loca —sonrió Mai. Darav le devolvió el gesto; su sonrisa era contagiosa, pero las líneas que rodeaban sus labios demostraban la amargura que se escondía detrás de su expresión. El cabello castaño salpicado de gris enmarcaba una cara de facciones fuertes, que los ojos brillantes no lograban suavizar; las arrugas que rodeaban sus ojos y sus labios hablaban de un pasado duro y de un presente mucho más duro. Darav tendría unos cuarenta años cuando Ella apareció en el cielo de Ithênai, y desde entonces el tiempo no se había vuelto a contar en años; ahora era Ella la que marcaba el paso de los días: cada vez que su rostro aparecía completo en el cielo, redondo y plateado, comenzaba un nuevo mes. Si el calendario que Ithênai utilizaba antes de su llegada hubiera seguido vigente, Darav habría tenido unos cuarenta y cinco años: muy pocos para tener el cabello casi gris y la faz llena de arrugas, muchos para tener el cuerpo musculoso y ágil, lleno de fuerza y ligero como el de un muchacho. Pero, igual que el paso del tiempo ya no se medía en años, tampoco afectaba a los hombres como antaño. Ithênai envejecía los rostros y rejuvenecía los cuerpos; la vida en la moribunda Ciudad de los Dioses convertía a los hombres en seres sin edad, si


no les arrebataba directamente su humanidad, como había ocurrido con los Señores de la Noche y sus seguidores, que caminaban como hombres, hablaban como hombres, parecían hombres, pero Mai no estaba segura de que siguieran siendo hombres en absoluto. Su locura, su sed de sangre, la violencia de su estilo de vida, todo en ellos los asemejaba más a los monstruos. —Lo lógico es pensar que, si todavía hay agua en alguna fuente, será en las que están en la zona este de la acrópolis —continuó Darav—. Recuerdo que había varios arroyos que bajaban de las colinas y rodeaban la Casa de los Muertos... —Es el sector de Deono —murmuró Mai con prudencia, mirando a Darav sin ocultar su inseguridad. El Señor del Día asintió. —No me gusta ponerte en peligro, Mai. —Sacudió la cabeza—. No quiero enviar a nadie a la Ciudad Llana, aunque sea de día y con un grupo numeroso. —Deono está chalado —dijo ella, pensativa—. Más chalado que los demás Señores de la Noche, quiero decir. Si descubre que hemos estado allí, es muy capaz de atacarnos esa misma noche, sin importarle que nosotros seamos más y que el palacio siga siendo una de las pocas zonas defendibles de Ithênai. —¿Quieres que envíe a Niel? —preguntó Darav. Mai lo miró, sorprendida; la expresión de Darav era indescifrable. —No —contestó, sacudiendo la cabeza—. No, yo puedo hacerlo perfectamente. Lo he hecho otras veces, ¿recuerdas...? —Se obligó a sonreír—. Aunque nunca en el sector de Deono. Pero bueno, también él duerme de día, como todos los Señores de la Noche, ¿no...? —Se encogió de hombros—. ¿Cuándo quieres que vaya? Darav esbozó una sonrisa nostálgica, alargó un brazo y acarició su mejilla con las yemas de los dedos. —No hace falta que finjas que no tienes miedo. Recuerda que fui yo quien te


encontró aquella noche, Mai —dijo con voz suave—. Tirada en el laberinto como un perrillo abandonado, temblando de frío y de miedo, empapada en sangre y llorando como una niña asustada. —Era una niña asustada —murmuró Mai, cerrando los ojos y apoyando la mejilla sobre la palma de la mano de Darav. —Y sigues siéndolo —replicó él—. Eres fuerte, pero todavía estás asustada. Todavía tiemblas cada vez que miras al cielo y la ves. Mai abrió los ojos. —Creía que estaba a punto de morir, Darav —contestó en voz baja. —Todos lo creíamos. —Suspiró, alzó el otro brazo y encerró el rostro de Mai entre las manos—. Escúchame, Mai: confío en ti. Eres fuerte, como te he dicho. Ya no eres una niña asustada. Pero Niel también es fuerte, y también confío en él. Ni más ni menos que en ti. Mai frunció el ceño. —Y él era un guerrero —masculló—, mientras que yo era una niña que jugaba a imaginar que un palo era una espada. —Sí —sonrió Darav, acariciando su nariz con un dedo—. Sé que no te llevas bien con Niel, pero esta lucha constante entre los dos ya no me divierte, Mai —añadió, repentinamente serio—. Puede llegar un día en el que tengas que poner tu vida en sus manos, o él en las tuyas. Mis guerreros ya lo han hecho: han puesto sus vidas en manos de los dos. Igual que todos los demás. Igual que yo. —Posó un breve beso en la punta de su nariz, una caricia que trasladó a Mai a otro tiempo, a una Ithênai blanca y deslumbrante, a un palacio erguido sobre el mar, desafiante; a ese mismo patio, a la sombra de los naranjos que rodeaban el pozo lleno de agua y que tamizaban la luz cegadora del sol.


—Doero —suspiró Mai, cerrando los ojos y agachando la cabeza entre las manos de Darav. Él rió suavemente. —Eres la única capaz de llamar "esclavo" a un hombre y hacerle creer que ése es su nombre —murmuró, apoyando la frente en la frente de Mai—. No quería acabar siendo yo quien te diese órdenes a ti, Mai... —Empiezas ofreciendo tu protección a los que la buscan, y acabas convirtiéndote en su amo —dijo ella, cogiendo sus manos y apartándolas de su rostro—. No podría haber elegido un señor mejor que tú, damokoro. Confiaba en ti cuando eras un esclavo, y sigo confiando en ti ahora que te sientas en ese trono de piedra. —Lo miró fijamente a los ojos, perdiéndose en su mirada gris como hacía cuando era una niña—. Pero tú ya no eres mi doero... —Y tú ahora eres mi eketai —suspiró Darav, apartándose de ella y levantándose del murete. La miró desde arriba, y su expresión cambió rápidamente, convirtiendo su rostro en una máscara de severidad—. Y Niel también lo es. No lo trates como si siguiera siendo inferior a ti, Mai. —No lo hago —respondió ella, incorporándose también—. Lo trato como si fuera un arrogante egocéntrico. Que es lo que es, dicho sea de paso. —Niel ha llegado a donde está por méritos propios. —Y yo también —replicó Mai, fastidiada—. No soy tu eketai porque sientas lástima por mí, ni porque el recuerdo del pasado te haya impulsado a nombrarme; soy tu eketai porque me necesitas a tu lado, y porque confías en mí. —Y en él —agregó Darav bruscamente—. No estoy poniendo en duda tu valía, Mai. Deja tú de poner en duda la valía de Niel. Mai abrió la boca para protestar, pero el gesto de Darav la obligó a agachar la cabeza. Mortificada, se mordió el labio antes de volver a mirarlo a los ojos.


—Sí, damokoro —murmuró. Darav asintió secamente. —Vuelve con Arik, anda —dijo, y una nueva sonrisa suavizó las líneas de su rostro—. Una vez que empieza a contar su historia tiene que acabarla, y si nadie le escucha volverá a contárnosla una y otra vez hasta que supliquemos piedad o vayamos a ver a Deono para que nos mate rápidamente y sin sufrir. Mai rió quedamente mientras Darav giraba sobre sus talones y se alejaba del pozo seco, dejándola a solas bajo la luz cada vez más intensa del sol.


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