Hay cosas que no son lo que parecen. Hay personas que no son quienes dicen ser. Hay verdades que son falsas, y mentiras que son ciertas. Hay leyendas que aĂşn no han sucedido y profecĂas que anuncian el pasado. Y hay un juego. Y se acerca el final.
y, mi cachorrito, mi príncipe, mi rey... Ay, señor de Laurvat. Te diría que me duele saber que tu felicidad, esa que tanto esfuerzo te ha costado conseguir, está a punto de romperse en mil pedazos una vez más. Pero mentiría. No me duele. Y tú lo sabes, ¿verdad? Es difícil que algo me duela. No sé lo que es el dolor, como no sé lo que es la muerte, aunque haya compartido con ella no recuerdo cuántos siglos. Todos, creo. Sí, también con la Vida he compartido muchas cosas. Tantas que ambas, la Vida y la Muerte, han llegado a creer que pueden considerarse mis iguales. Qué poco saben, ellas que lo saben todo... Las recuerdas, ¿verdad? La Muerte, la mujer de plata, y la Vida, la mujer de negro. Me dijiste que parecían hermanas, y yo lo único que hice fue reír. No lo son. Son... aliadas, amigas, amantes, quizá todo al mismo tiempo, quizá depende de lo que les convenga en cada momento. Ahora, por ejemplo, las cosas están a punto de cambiar entre ellas. O tal vez sería más adecuado decir que van a cambiar entre sus siervas, las Portadoras de los Signos. A ellas no llegaste a conocerlas, ¿me equivoco? Deja que te explique quiénes son. La Iannä, la Portadora del Signo de la Vida, y la Öiyya, la Portadora del Signo de la Muerte. Me miras como si te estuviera cantando una leyenda... Lo son, cachorrito: son una leyenda, son muchas leyendas, todas las leyendas de Ridia, porque todas las leyendas hablan de vida y de muerte. Pero si existen la Vida y la Muerte, como tú mismo pudiste comprobar al conocerlas en persona, ¿por qué no iban a existir sus Elegidas? Son dos mujeres. O lo eran: los Signos, el Ia, el Öi, no son para los vivos ni para los muertos, y ellas no están vivas ni muertas. Eso es lo que tanto le costó asumir a Isendra, la mercenaria, cuando se topó con la Öiyya en un campo de batalla y acabó con el Signo de la Muerte incrustado en la frente. Pobre Issi... ¿Ahora también te ríes? Pensaba que tú, entre todos los hombres, comprenderías que el hecho de ser mujer no convierte a nadie en un ser débil. ¿No llevas tú media vida esclavizado por una hembra? Ah, ahora no te ríes. Claro que no. Ya imaginaba que no te haría mucha gracia. Issi es una mercenaria de Thaledia, y te aseguro que es letal con una espada en la mano. Y aún fue más letal después de recibir el Öi, el Signo que la marcaba como la Elegida de la Muerte. Por mucho que se resistiera a él. Por mucho que luchase contra el destino (ah, el destino... ahora soy yo quien se ríe, cachorrito), por mucho que pusiera la
península de Ternia patas arriba para huir de sí misma. También los dos reyes de Thaledia y Phanobia pusieron el mapa patas arriba para encontrarla, uno de ellos para matarla, otro para utilizarla. No pongas esa cara: la encontraron, pero Issi era letal... tanto con la espada como con el Signo que no podía arrancarse de la frente y que se había convertido en su alma. Y el rey de Svonda, Carleig, y el rey de Thaledia, Adelfried, tuvieron tiempo para arrepentirse de haberla buscado. Aunque muchos dirán que la muerte de Carleig fue provocada por su propia debilidad, y que la muerte del asesino enviado por Adelfried fue culpa de la mala suerte. Carleig se suicidó, eso es cierto, avergonzado de su derrota en el campo de batalla. Pero esa derrota fue, en parte, culpa de su obsesión por encontrar a la Öiyya; la suya, y la de algunos de sus mandos militares. Estoy pensando en el teniente Kamur, por ejemplo. Pobre hombre, que sucumbió a sus propias lealtades enfrentadas. Era uno de los siervos de la Iannä, que también buscaba a Isendra para obligarla a aceptar el Signo... ¿Me estoy yendo por las ramas? En realidad, no es importante. Ni la muerte de Kamur, ni la captura de Issi, aunque fuera precisamente el soldado que la llevó ante el rey de Svonda el que la ayudó a encontrarse a sí misma. Y, de paso, se reconcilió con su ascendencia ianïe y öiyin, que llevaba torturándolo desde niño. Tuvo suerte de que yo lo alejase de Issi cuando Keyen y ella fueron a buscar respuestas al valle de los öiyin, porque para los seguidores del Signo de la Muerte la sangre mezclada de Nern habría sido una abominación merecedora de una muerte horrible. Y, sabiendo lo que ellos consideran una muerte horrible, creo que Nern no supo agradecérmelo lo suficiente. Sí, otra vez me estoy yendo por las ramas, lo sé. Y sé que te preguntas por qué te cuento todo esto, cachorrito. Pero verás, la historia de la Öiyya es también la tuya, aunque todavía no lo sepas. ¿Que si también veo el futuro? No, cariño: yo hago el futuro. Una parte, al menos. La otra... bueno, ya veremos. Al final entenderás por qué quiero que conozcas la historia de Isendra. Porque todo lo que le ocurrió, todos los sinsabores y los peligros y el dolor que tuvo que soportar mientras el Öi y la Muerte se iban adueñando de su alma, son un reflejo de los peligros y sinsabores que sufriste tú mismo mientras luchabas por recuperar la tuya. Aunque la situación fuera distinta: tú eras un esclavo, ella era la dueña. La dueña de la Muerte, la dueña del Signo. Y peleó para no serlo, vaya que si peleó. Tanto que estuvo a punto de morir, y si no murió fue porque la Öiyya no está viva. Y, en su lucha en contra de su destino, provocó la muerte de Nern, el joven soldado ianïe y öiyin, y de Keyen, el hombre que amaba a Issi hasta el punto de dar su
vida por ella. Y también provocó la muerte del hijo de ambos, el bebé que ninguno de los dos sabía que crecía, a esas alturas, en el vientre de Issi. Cuando se lucha contra la Muerte es difícil vencer, aunque tú misma seas la Muerte... Se lo dije en ese momento, pero creo que no llegó a entender lo que quería decir. Fue una suerte que yo estuviera presente aquel día, en Ahdiel, cuando Isendra exigió a la Vida y a la Muerte que la liberasen del Öi. Porque yo sabía que el Signo no pertenecía a Issi: era de Antje, la muchacha svondena que había perdido la razón el día que un ejército decidió divertirse con ella antes de matarla. Es difícil conservar la cordura cuando mueres, y más difícil aún es conservarla cuando no consigues morir. Fue el Signo el que mantuvo a Antje con vida, el Signo que brillaba en la frente de Issi y que en realidad no estaba destinado a estar allí. Supongo que por eso la Muerte accedió a liberar a Isendra: porque sabía que su auténtica Öiyya estaba esperando en las puertas de Ahdiel, con la sangre de Keyen en las manos y la muerte infectándole el alma. Lo que no sé es por qué devolvieron la vida a Keyen, y también al niño que había muerto en el interior ya muerto de Isendra. Les haría gracia que Issi se enfrentase a ellas, imagino. A veces, Issi puede ser muy vehemente, y la Vida y la Muerte no están acostumbradas a que nadie les plante cara. Y menos a que las insulten. Al final me culparon a mí, por supuesto. Soy la mejor excusa que han tenido nunca para hacer lo que quieren sin tener que avergonzarse por ello. No me importa, siempre que lo que ellas quieran hacer sea lo que yo quiera que hagan. Como acabar con la vida de la reina Thais de Thaledia, por ejemplo, y dejar vivo a su hijo recién nacido. Sé que mi oponente cree que eso jugaba en su favor, pero eso es porque, después de tantos siglos, todavía no ha aprendido que todo lo que juega en su favor en realidad juega en el mío. No te preocupes: ya se enterará. Que el hijo de Thais de Thaledia y Adhar de Vohhio siguiera vivo mientras sus dos padres morían, por mucho que mi enemigo crea que fue decisión suya, me convenía. Como me convenía que el rey Adelfried decidiera hacer la vista gorda a la infidelidad de su difunta esposa y adoptar al crío como propio. ¿Cómo? ¿Que qué escándalo, nombrar heredero de un trono a un niño que no tiene sangre real...? Perdona, no quería reírme. Ya me conoces: a veces me río demasiado. Es difícil que haya algo que no me cause hilaridad. Sí, claro que sé dónde está Issi ahora. Y dónde está su Keyen, de quien no ha vuelto a separarse desde que lo vio morir bajo las manos enloquecidas de Antje, que ahora lleva orgullosa el Öi engastado en la frente. No, no te lo voy a decir: no te preocupes, lo descubrirás tú mismo,
muy pronto. Y ella descubrirá la verdad sobre ti, príncipe y rey de Novana, señor de Laurvat. Es difícil no darse cuenta de que tú también tienes el alma partida en dos, aunque en tu caso no sea por haber sido elegido por la Vida o por la Muerte sino porque naciste con dos cuerpos y una sola alma. Ya, ya sé que tengo ventaja. Yo sabía que eras un shalhed antes de que lo supieras tú. Soñabas, ¿te acuerdas? Diez años pasaste soñando que eras un esclavo, que estabas atado a tu Melliza, Dila, a quien debías una obediencia total y quien ni siquiera te permitía conservar tu nombre. Soñabas que llevabas puesto el sha’al, el brazalete de plata que te obligaba a cumplir su voluntad y a servirle la Shah, la magia que solo las shalhias pueden utilizar y solo los shalhed pueden encontrar para ellas. Soñabas que eras un esclavo por la noche, y por el día te levantabas y eras el príncipe heredero del trono de Novana, y después fuiste rey, cuando tu padre, Tearate, murió a causa de ese ataque cuya causa tu madre no te permitió investigar, por si acaso llegabas a descubrir que había sido organizado por él mismo. No me extraña que te rebelases contra tu shalhia, cachorrito. Siempre has sido distinto, y no porque llevases una corona en la cabeza. Fuiste el único shalhed capaz de utilizar la Shah, el único capaz de escapar de su Melliza. Lástima que eso fuera en un sueño, y poco después tu shalhia tuviera la ocurrencia de aparecer en tu Corte y descubrir quién eras, quién era ella y por qué no siempre es bueno desear que los sueños se hagan realidad. No te gusta recordarlo, ¿verdad? Aunque ahora tu Melliza y tú hayáis decidido convertiros en amantes, o en esposos, si los rumores que he oído son ciertos. No es una mala solución, eso tengo que reconocértelo: si tú no puedes dejar de ser su esclavo, ¿por qué no esclavizarla a ella también...? Sé que no te gusta recordarlo no solo por el mal trago que supuso para ti que se hiciera público que no eras más que un esclavo, que te arrebatasen la corona y te encerrasen en la celda en la que te encontró tu primo Angarad durante el ataque de los salvajes del norte a tu ciudad. Te trae demasiados recuerdos amargos. Si no recuerdo mal, por aquel entonces tu alma, o al menos la mitad de tu alma que habita en tu cuerpo, ya se había partido en mil pedazos. Y todavía te culpas. No hace falta que me lo niegues: sabes que leo tus ojos como si estuvieran escritos en tinta verde y negra. Te sientes culpable, ¿a que sí? Por la muerte de tu padre, Tearate, que fingió un ataque para asegurarse de que tú heredabas su trono. Por el asesinato de tu madre, Isobe, que murió bajo la mano de tu mejor amigo. Eso fue un accidente, supongo que lo sabes... Cuando Isobe decidió tomar a Evan como amante, no hubo nada que el pobre señor de Lenvania pudiera hacer para negarse. No quiso matarla. En
realidad, fue ella la que se mató, cuando se abrazó a él y se clavó el cuchillo que ella misma había desenvainado. Y creo que tú ya lo sabías cuando le cortaste la cabeza delante de la corte de Lanhav. Por eso te enfadaste tanto con tu Melliza cuando acudió a consolarte, ¿verdad? Por eso, y por todos los años de sufrimiento que habías tenido que soportar bajo su mano, aunque ella ni siquiera lo recordase cuando estaba despierta. No deberías habérselo echado en cara, cachorrito. Al fin y al cabo, tú tampoco supiste que eras un Mellizo hasta que saliste del mundo de los sueños... Y, si tú pudiste ser coronado y gobernar un reino tan grande como Novana sabiendo que en realidad eras un esclavo, ¿por qué ella no podía ser una dama de la nobleza phanobiana, educada y respetuosa, cuando no tenía ni idea de que cada vez que cerraba los ojos te torturaba y te maltrataba en sueños? A ti, al rey del país en cuya corte permanecía como invitada. Al final lo entendió. Y, al final, tú también lo entendiste. Ser su esclavo era tu destino, ser tu ama era el suyo: pero vosotros, como Issi, decidisteis que ese destino no tenía por qué cumplirse tal y como estaba escrito. El destino se puede cambiar, cachorrito: me gustaría que recordases estas palabras como si te las hubiera grabado a fuego en la mente. ¿O no te resulta curioso que tu padre hiciera todo lo que hizo para impedir que el trono fuera a parar a manos de Angarad de Teilhil o de su padre, Linat, y al final tú mismo te encargases de ponerle a Angarad la corona en la cabeza? No le gusta ser rey, por cierto. En eso no ha cambiado: tampoco quería ser rey cuando era niño. Pero será un buen rey. Angarad siempre hace lo que tiene que hacer. Como cuando mató a Nikao de Venver cuando este se atrevió a usurpar tu corona, o cuando arriesgó su vida y la de todos sus hombres para detener a los tikën y a los he-ranne primero en Kianlê y después en Lanhav. Oh, ¿fue por eso que le cediste la corona? ¿Porque había salvado tu ciudad, y tu reino, de la destrucción? No, ¿verdad? Al fin y al cabo, tú también tuviste parte en esa victoria. Angarad venció a los hombres que atacaban Novana: tú venciste al Sueño, que quería convertir Ridia en una pesadilla. Tú, y tu Melliza, los dos juntos. Vuestra alma, esa alma que compartís, en aquella batalla de pesadilla que librasteis en la Bruma. Si cediste la corona fue porque tú no querías ser rey, y sabías que Angarad no se iba a negar. Él siempre ha sido mucho más responsable que tú. No diré que haya sido una mala elección, cachorrito. Aunque tampoco diré que le hayas hecho un favor. No, no te voy a explicar por qué: si te contase lo que va a suceder, no sería tan divertido... Ah, ¿que no te parece divertido? Espera y verás. ¿O creías que todo había terminado, cachorrito? Ahora que has derrotado a tus enemigos, en
esta tierra y en la tierra de los sueños, ¿creías que podías vivir tranquilo? ¿Creías que las batallas de Lanhav y la Bruma serían las únicas guerras que tendrías que librar? Ten cuidado, señor de Laurvat, rey de Novana. Ten cuidado, cachorrito: en Ridia no existe la paz. Los olvidados se alzan del Abismo, las sendas se abren, las orillas se unen, y tú estás en el centro de la telaraña, en el centro del tablero, en el centro de la partida. Ya sabes que, cuando el destino decide jugar, es él quien impone las reglas.
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