Sólo mío

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Sólo mío Virginia Pérez de la Puente

03-01-2001 Ella fue la primera. Y, sin una palabra más, sin siquiera despedirse de mí, me dejó aquella helada mañana de enero. Recuerdo haber sentido dolor, confusión, miedo, frío, mientras el viento jugaba conmigo y se burlaba de mi soledad con cada ráfaga que lanzaba sobre mí. Recuerdo la sensación de abandono. Y recuerdo su última mirada llena de tristeza y, al mismo tiempo, inundada por el brillo de una alegría que, no obstante, no llegaba a suavizar el pinchazo agudo del dolor de saber que me estaba mirando por última vez. Como el sol que asomaba entre los altísimos edificios del centro de la ciudad, pálido y reluciente, no alcanzaba a caldear el gélido ambiente de la mañana, tampoco el fulgor de esa extraña alegría conseguía ocultar la pena que sentía al separarse de mí. Y, sin embargo, se marchó. Antes de ella no había habido nadie, no había habido nada. ¿Cuánto tiempo habíamos estado juntos? Todo me resultaba confuso, pero creía recordar que fueron varios años. Podía estar meses sin verla, pero ella siempre volvía a mí, tarde o temprano. Y yo la esperaba pacientemente, sabiendo que acabaría por regresar, que acabaría por volver a necesitarme. Que me quería, ni siquiera lo dudé aquella mañana. Sigue queriéndome. Pero me dejó. —Tengo que hacerlo —me susurró justo antes de abandonarme, apretándome contra su pecho y temblando por el esfuerzo de contener las lágrimas—. Tengo que... No puedes ser sólo mío —intentó explicarme, y yo reconocí el tinte de desesperación en su voz estrangulada. No la entendí. Pero sentí el suave golpe de una gotita que cayó sobre mí, y supe que, al final, no había conseguido reprimir las lágrimas. —Tienes que ser libre —susurró, acunándome una última vez contra la calidez de su cuerpo. Y después me dejó. Y sólo el recuerdo de aquella última mirada, llena de

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dolor y de alegría al verme libre por fin, me abrigó durante las horas que pasé allí solo, azotado por el inclemente viento de enero, que se reía quedamente de mi soledad. Oh, hubo otras después de ella. Y otros. Pero ella fue la primera. 04-01-2001 Madrid. Gran Vía, 12. En un banco. Le cuesta arrancar, pero logra mantenerte en vilo hasta el final. Me ha provocado un par de ataques de risa. Dicen que cada uno es como es. Una frase absurda, pero no podría ser más cierta. Cada uno, cada una, es quien es, se comporta como su carácter le dicta, hace lo que cree, lo que siente, lo que piensa, lo que necesita. Y cada uno, cada una, lo hace de una forma distinta. No puedes enfadarte con alguien por ser como es. Pero reconozco que al principio me costó comprender que nadie sería igual que ella, porque ella era ella, y los demás, las demás, eran ellos mismos. Ni mejores, ni peores: sólo distintos. Juan, por ejemplo. Comía hamburguesas, perritos calientes y kebabs mientras leía. No sé cómo lograba sostener con una sola mano el puñado chorreante de comida empapada en salsa sin mancharse, sin que el bocadillo se deshiciera en una miríada de trozos pringosos y, sobre todo, sin dejar que una sola gota de ketchup cayese sobre las páginas. No me gustó Juan, al principio. Era tan distinto de ella... Pero al final fui incapaz de resistirme a su mirada embelesada, a la sonrisa manchada de mayonesa con que celebraba los pasajes que más le gustaban de lo que leía, la expresión absorta de su rostro mientras sus ojos recorrían las líneas, negro sobre blanco, sus pupilas dilatándose cuando la historia le atrapaba de verdad. Al final, Juan me gustó. Era quien era, y todo lo hacía a su manera. Juan era Juan, como ella había sido ella. Juan también me dejó. Una tarde, cuando iba a visitar a unos amigos de la Universidad que vivían en uno de esos pueblos de los alrededores de la ciudad que habían acabado formando parte de la misma ciudad, pequeñas ciudades satélites tan modernas como la capital. Él, también, me dirigió una última mirada. La suya no contenía tristeza alguna: la suya era una mirada inteligente, llena de una ternura que, 2


estoy seguro, sus amigos no habían visto jamás en sus ojos. 28-03-2001 Alcorcón. Avenida de Valladolid. En un cajero. Al principio parece sólo una historia de aventuras más, pero es más, mucho más que eso. Es magnífico. Escrito con sencillez, pero lleva dentro cosas mucho mayores que las palabras. Alfonso usaba un billete de Metro para marcar las páginas. A mí personalmente eso me parecía una falta de consideración: las letras mal impresas en los torniquetes y en la máquina expendedora automática se frotaban contra las páginas, dejando borrones grisáceos sobre la superficie otrora blanca, ahora un poco amarillenta por el uso, por las decenas de dedos que habían manoseado el papel, unos limpios, otros menos, sudorosos, humedecidos de saliva, cubiertos de una pátina pegajosa de comida o bebida, o de otras cosas que prefiero no saber. También guardaba entre las páginas todo papel que cayera en sus manos. Entradas de cine o de fútbol, folletos de propaganda, recibos de la luz y del teléfono, una vez incluso guardó entre la portada y la primera página una carta de despido. Procedente, por supuesto: a su jefe tampoco parecía gustarle que no supiera dónde había dejado los papeles. Alfonso era un desastre. Eso sí: sabía leer. Sabía comprender lo que leía. Sabía analizarlo, desgranarlo, diseccionarlo, dividirlo en partes y luego volver a unirlas como un rompecabezas que, una vez completado, en su cerebro tuviera más sentido que la imagen original. También lo hacía con las películas, con las canciones, con las personas. A mí me diseccionó. Le costó un tiempo, pero al fin logró tenerme dividido en partes, para comprenderme primero en ese estado, después en mi totalidad. Y entonces, cuando me comprendió, me dejó, como apagaba la televisión después de comprender una película, como abandonaba a una mujer cuando llegaba a entenderla perfectamente. No me importó. Para entonces, yo también había comprendido a Alfonso. 17-11-2002 Santander. Paseo Marítimo, en la barandilla Es un quiero y no puedo. No es malo, pero 3


tampoco es como para considerarlo el mejor libro del siglo. Eso sí, engancha. Es un hecho. Quien creo que no llegó a comprenderme jamás fue Alicia. Tampoco me extraña, teniendo en cuenta que no se entendía a sí misma. ¿Quién es capaz de conocer a otro, a quien sea, lo que sea, si no puede mirar en su interior y saber lo que estaba viendo? Lo máximo que hizo Alicia conmigo fue lanzarme contra Maite una noche que discutieron porque una de las dos, no llegué a descubrir cuál, había mirado a otra mujer con "ojitos tiernos". En respuesta, Maite me tiró por la ventana; fui a caer junto a unos cubos de basura, y allí me quedé, lamentándome de mi mala suerte, medio destrozado, mientras observaba impotente cómo el camión más ruidoso del mundo se tragaba los contenedores y las bolsas amontonadas a su lado. A mí me ignoraron. Como me había ignorado Alicia, como me había ignorado Maite. No sé por qué me llevaron a su casa si no tenían intención de intentar siquiera conocerme. La lluvia cayó sobre mí durante aquella noche interminable, calándome concienzudamente, mientras yo soñaba con un salón caldeado y bien iluminado y un secador de pelo y trataba de olvidarme de Alicia y de su manera de mirarme sin verme. Eso sí, la puntería de Alicia era envidiable. 21-03-2006 Mérida. Calle Legión X, en un portal. Bueno, la estructura es un poco caótica, y tiene muchos altibajos. Lo que pasa es que los bajos son poco bajos, y los altos son altísimos. A mí me ha encantado, pero va en gustos... Miguel pasaba media vida armado con un lápiz. Al principio no me gustaba Miguel; me sentía agraviado, sucio, mancillado, incluso llegué a odiarle: su expresión de resignación, la forma que tenía de morderse el labio cada vez que me miraba, su manía de corregirme cada vez que se sentaba conmigo. O cuando me dejaba a un lado y se ponía a escribir furiosamente en el ordenador, sujetando su eterno lápiz entre los dientes. Yo estaba hecho para tener toda la atención de aquellos que, al tropezar conmigo en la calle, se sentían lo suficientemente confiados como para dejarme entrar en sus casas y en sus vidas; no entendía a Miguel, ni me gustaba tener su atención sólo a 4


medias. Al final, comprendí que Miguel no era Miguel si no escribía. Y que me había utilizado para inspirarse, extrayendo pensamientos, sentimientos, mis ideas más sencillas y mis frases más elaboradas, para escribir su propia historia. La última mirada que me lanzó antes de abandonarme fue lo suficientemente elocuente: en ese momento lo entendí, y le quise, aunque sólo fuera por el cariño y el agradecimiento que relucía en sus ojos. En ese momento me sentí contento de nuevo, y olvidé todos los meses de miseria que había pasado en su salón, deseando que Miguel me dejase. 18-07-2008 Toledo. Plaza de Zocodover, en una jardinera. Atención a la escena de la ducha. ¿Cuál era, entonces, el sentido? ¿Qué hacía yo allí? Creo que todo el mundo se ha preguntado algo parecido alguna vez en su vida. Al final logré comprender que el sentido, mi sentido, eran esas miradas, esas sonrisas, esas carcajadas subrepticias, las lágrimas derramadas encima de mí. Los sentimientos, las sensaciones. Vivir. Hacerles vivir. Recuerdo a María. Tenía algo especial en su mirada: sus ojos pardos, enormes, demasiado grandes para su carita, parecían tan perdidos como había estado yo aquella mañana de enero. Ella no reaccionaba igual que los demás. Sonreía, y reía, y lloraba, pero parecía incapaz de sentir de la misma manera que el resto. Pocos días después de que María me encontrase comprendí que había algo en su interior que se había roto. A veces lloraba sin motivo alguno, a destiempo, cuando en realidad lo que tendría que estar haciendo era reír. Esas lágrimas eran mucho más sinceras que las otras, las que yo le provocaba cuando tenía que hacerlo. Porque entonces, cuando lloraba por sí misma, sin mi ayuda, lloraba de verdad. Nunca reía. No por sí misma, no de verdad. Yo la hacía reír, pero su risa tampoco era sincera. Ni su angustia, cuando era yo quien se la provocaba. Nada, no sentía nada, más que un dolor sordo que a veces se vertía por sus ojos cuando sólo yo podía verla. María había dejado de vivir y se había refugiado en mí, pero yo no le servía más que para ocultar sus lágrimas, las que la vida que había dejado atrás hacía brotar de entre sus párpados. Recuerdo a María. Todavía hoy me hace sonreír. La recuerdo aquella noche, 5


leyendo en la cama. Recuerdo cómo sus ojos se dilataron conforme leía, cómo sus labios se entreabrieron, cómo su corazón se aceleró hasta que incuso yo fui capaz de percibir sus latidos. Recuerdo que empezó a pasar las páginas hacia atrás para releer lo que acababa de leer. Recuerdo su expresión, sorprendida y algo incómoda, cuando una de sus manos me soltó para posarse sobre uno de sus pechos. Recuerdo sus ojos entrecerrados, su respiración agitada, y su mano recorriendo su propio cuerpo, bajando por su estómago hasta su entrepierna, acariciándose con suavidad mientras me sostenía con la otra mano. Recuerdo el leve gemido que escapó de entre sus labios, y la risa entrecortada que emitió después, asombrada, antes de mirarme con expresión culpable. Pero sus ojos brillaron, y en ese momento yo me sentí feliz. María me retuvo para sí muchos meses. He perdido la cuenta de las veces que leyó esa escena. Pero cada vez que lo hacía, cada vez que me abría exactamente por la página 203, acababa riendo, tumbada en la cama a mi lado, con la piel empapada en sudor y una sonrisa triste en los labios. Hasta que un día no fui yo el único que yació a su lado. Ese día, María rió, pero no hubo tristeza en su sonrisa. Sólo risa. Al día siguiente, María me dejó. Fue la única que me dio las gracias antes de dar media vuelta, la única que me habló. Salvo ella, la primera. ¿El sentido? Vivir a través de ellos, en definitiva. 09.09.2008. Madrid. Plaza de España, monumento del Quijote. Maravilloso. El final me ha hecho llorar, y hacía tiempo que no me ocurría eso con un libro. No lo conocía, pero ha llegado directamente a la lista de mis libros favoritos. "Tienes que ser libre", había dicho. Libre para que ellos también puedan disfrutar de mí, comprendí. Y lo hicieron, de uno en uno, recogiéndome allá donde me hubieran encontrado y anotando cuidadosamente la fecha y el lugar en las páginas en blanco que quedaban al final de la historia que yo portaba orgullosamente alrededor del mundo. Todos escribían su opinión sobre mí. Todos excepto ella, la primera, la que me dejó aquella mañana de enero sobre un banco en el centro de una ciudad, después de haber pasado años y años posado en su mesilla de noche, aguardando impaciente a que volviera a necesitarme, observando como un amante celoso cómo ella leía otros libros, 6


uno detrás de otro, mientras yo esperaba y esperaba... Siempre volvía a mí. Los otros iban a la estantería, pero yo permanecía junto a la cabecera de su cama. ¿Por qué me liberó? Me lo he preguntado muchas veces. Al principio me sentí perdido, después ultrajado, cada vez que unas manos desconocidas se posaban sobre mí y me abrían para colarse en mi interior como violadores anónimos a quienes mi opinión no les importase en absoluto. Al final, sin embargo, lo entendí. Cuando empecé a leer lo que escribían en esas páginas inmaculadas que la imprenta había dejado detrás de la última, detrás de aquélla en la que se leía "Fin". —No puedes ser sólo mío. Tenía que ser de ellos. De todos. Por eso me dejó en el banco: para que todos tuvieran la oportunidad de sentir al abrirme lo que ella había sentido cada vez que se perdía entre mis páginas, cada vez que leía mi título, cada vez que sus ojos se posaban en mí, acurrucado en su mesilla, esperándola... 14-02-2009 Ni una palabra más. Igual que la primera vez. Sólo la fecha. Pero supe reconocer el tacto de sus manos en cuanto se posaron sobre mí. Me acarició suavemente, y leí en sus ojos asombro, una alegría feroz, un feroz sentimiento de posesión, cuando volvió a apretarme contra su pecho. —Eres tú —susurró. Empezó a temblar: hacía frío. Igual que la primera vez. Me acunó, primero con suavidad, luego con violencia, y finalmente se echó a llorar. Y entonces supe que nunca escribiría en mis páginas qué opinaba sobre mí, qué le había hecho sentir lo que había leído en mi interior. Porque era demasiado para escribirlo, demasiado para expresarlo. Y porque no necesitaba hacerlo: al fin y al cabo, las opiniones que los demás habían escrito eran para ser compartidas con quienquiera que me encontrase después de ellos. Ella no tenía intención de compartir eso con nadie. Me había compartido. Me había dejado libre ocho años. Y yo había vuelto a ella, como tantas veces ella había vuelto a mí. Y, desde entonces, yo iba a ser sólo suyo. ¿Qué pone en mi portada? ¿Qué título enseño a quien me mira, con qué palabras le tiento, le guiño acaso una de las letras casi borradas por los cientos de manos que han acariciado mi cuerpo? ¿Qué promesas contienen esas palabras? ¿Cuál es, el título, cómo 7


me llamo? ÂżMi tĂ­tulo, mi nombre? ÂżAcaso importa? Ella se llama "ella". Yo me llamo "su libro".

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