Mi vida entre mutantes1 Luz Marina Barreto Universidad Central de Venezuela Yo siento una gran admiración por Caracas. También cariño, desde luego, y gratitud, pero, sobre todo, admiración. Es la ciudad que ofrece un marco a mis primeros sueños metafísicos, es decir, la ciudad en la que yo concebí que podía ser una filósofa. Si me permiten la inmodestia de este símil, para mí es el equivalente de Atenas, de Alejandría. El mundo, visto por primera vez con los ojos de una niña querida y privilegiada, como debe ser la infancia de todos los niños, no tiene simplemente el carácter de una escenografía puesta allí para servir de marco a nuestras vivencias. El mundo, más bien, constituye, es, nuestra vivencia. Un niño no ve el mundo con la mirada analítica de un arquitecto, un diseñador o un ingeniero, mucho menos con los ojos de un pedagogo infantil o un biólogo evolutivo. Verlo así es mirar la realidad con la mirada de un adulto cuyo rango de visión se ha ido limitando paulatinamente. Al principio, el mundo tiene más bien, para un niño, plenamente el carácter de lo que los filósofos llamamos “el mundo de la vida”: no es el lugar en donde “transcurre” la vida, sino que es el lugar en donde experimentamos nuestra condición de individuos autoconscientes y nos configuramos como personas distintas del mundo físico: es en el entorno mundano donde puede surgir la conciencia de lo que es la propia vida. Dado que este proceso de auto-diferenciación y de constitución paulatina de funciones cognitivas superiores (como ustedes saben, buena parte del desarrollo del cerebro humano tiene lugar fuera del útero) es lento y complejo, dependiendo del espacio físico en donde se produce, será más o menos alucinante. Es por esta razón que cualquier pequeño atisbo de inquietud metafísica que pude haber tenido siendo una niña tenía que llevar la impronta de mi ciudad, Caracas.
Este texto apareció en el libro Miradas y palabras sobre Caracas, compilado por Nelson de Freitas para la colección Una Sampablera por Caracas, CaracasVenezuela, julio 2013, pp. 151-160. 1
No es nada raro que esto sea así. Toda experiencia del mundo, dice el filósofo del s. XX Ludwig Wittgenstein, es, en el fondo, una experiencia mística. La filosofía griega clásica nace en Mileto, en Asia menor, una ciudad portuaria que recibía cientos de visitantes al año procedentes de exóticos lugares y remotas culturas. De allí se dice que es el primer filósofo del que tenemos noticia documentada en Occidente, Tales de Mileto, quien fue también un importante consejero político y un gran matemático. Diógenes Laercio, me parece, le atribuye dos frases hermosas que han sido suficientes para cimentar la genuina originalidad del quehacer filosófico. A Tales se le atribuye haber sentenciado que “el mundo estaba lleno de dioses”, una interesante observación si tomamos en cuenta que alrededor del s. VI antes de nuestra era cristiana el pluralismo religioso, es decir, la impiedad respecto de los dioses de la ciudad, era una traición castigada con la muerte. También se le atribuye haberse preguntado por “el ser de todas las cosas”. La pregunta por el “ser” es la pregunta filosófica por excelencia, increíblemente compleja y difícil si se la examina con atención y se la comprende en toda su hondura. Yo tardo medio año nada más para explicar esa pequeña pregunta a mis estudiantes del primer semestre. Se trata de la misma pregunta que se hace hoy en día un físico teórico cuando examina alguna propuesta de la física de partículas, el modelo estándar o la teoría de supercuerdas, por ejemplo, o de la cosmología contemporánea, pero también se trata de una pregunta mucho más poética, o más ontológica: ¿qué es toda esta realidad que doy por sentada? Que está tan lejos precisamente por estar tan cerca, como decía Heidegger. Por ello no es causalidad que alguien se haga esta pregunta, por primera vez, precisamente en una ciudad portuaria como Mileto, es decir, en una ciudad en la que sorprendería a una mente provinciana y despierta la variedad de gentes, culturas y creencias que pueden existir. Es a la luz de esta multiplicidad que tiene sentido preguntarse: ¿es esa visión de la realidad que doy por sentada válida de una manera general o universal, o se trata sólo mi visión particular? Si, como Wittgenstein, creemos que toda experiencia del mundo es una experiencia
cuasi-mística,
entonces
mi
experiencia
personal
apunta
inevitablemente a una verdad de carácter general. La realidad sería producto
de la experiencia única de cada uno de los individuos que conforman una comunidad. Así pues, es muy importante siempre la ciudad en la que un individuo comienza a pensar. Siendo niña, cuando mi padre, Esteban Barreto Ravell, me llevaba al Parque del Este a pasear, y mientras me contaba toda clase de cuentos inspirados en su disciplina académica favorita, la física teórica, me parecía que los maravillosos espacios diseñados por Burle Marx, en particular el laberinto que está a la izquierda de la entrada norte del Parque, con sus elegantes estanques y esbeltas columnas de concreto, debía parecerse mucho a la superficie de otro planeta. Por aquellos días, a mi papá le interesaba mucho la ciencia ficción y le gustaba la versión cinematográfica de 1960 de La máquina del tiempo, de H.G. Wells, protagonizada por Rod Taylor e Yvette Mimieux. En esa admirable versión, la ciudad del futuro, en la que vivirían seres humanos desafortunadamente mutados por una especie hostil en una condición neurológica disminuida, me parecía que debía ser algo como el Parque del Este. Cuando mi padre compartía conmigo sus elucubraciones en relación con las posibles características de la superficie de Marte, siendo yo la única persona dispuesta a escucharlo que estaba cerca, llegué a pensar que Marte pudiera parecerse un poco al jardín xerófilo que se encuentra discretamente oculto al lado de la entrada oeste del Parque. Con estas imágenes en mente, asentía confiadamente a las reflexiones de mi papá. Entusiasmado, mi padre me llevaba entonces al Planetario Humboldt, ubicado en el mismo parque. De esta manera, el Parque del Este se integró pronto en mi vida como todo un universo paralelo. Las ciudades, me parece a mí, tienen un suerte de espíritu y, para mí, el espíritu de Caracas quedó inevitable impregnado por ese carácter de ser un universo paralelo u otro planeta. De niña, me llamaba la atención que el Teleférico de Caracas, a donde mis padres nos llevaban asiduamente, o el Hospital Universitario, en donde trabajaba mi mamá como bioanalista, o la Universidad Central de Venezuela, compartieran ese mismo espíritu. Mucho se ha escrito sobre el ímpetu modernista que animó el boom arquitectónico de la década de los cincuenta caraqueña. Jürgen Habermas dice en alguna parte,
refiriéndose a la modernidad, que ella es “la ilusión de un presente detenido y un pasado idealizado”. Los arquitectos, mecenas y políticos que imaginaron esa Caracas posible seguramente que tenían en mente precisamente eso, es decir, un espacio que no se transformaría jamás, estéticamente perfecto, inmune a los caprichos de la moda, con edificios tan sólidos y perennes como monolitos extraterrestres. Ya adulta, me mudé a Alemania por unos años para hacer mi doctorado. Estaba también casada con un europeo del que me divorcié por una única razón que arrojó una sombra definitiva sobre sus otras muchas buenas cualidades: no le gustaba Caracas. Desde que regresé quienes no me conocen son los que me preguntan por qué volví. La verdad es que no pasaba un solo día mientras vivía en Berlín en el que yo no veía la hora de regresar. Contaba de forma regresiva los meses, minutos y segundos que me distanciaban de la hora del retorno. Soñaba con las arepas y las empanadas de cazón, el sol incandescente, el Litoral Central, las fuentes de Higuerote y el balneario de Naiguatá, Aldemaro Romero y la Onda Nueva, mi cuatro y la música de Vitas Brenner y los periquitos verdes que vuelan raudos e impregnan el aire con sus graznidos. No presumo de saber cómo debe uno amar el país y la ciudad en la que nació, pero lo cierto es que, desde entonces, sé de algunos buenos amigos que, al igual que yo, no pueden vivir fuera de Venezuela más allá de un mes. Por fin volví, después de haber obtenido mi doctorado, creo que es bueno decirlo, con honores, y, también hay que decirlo, a una posición como profesora universitaria en la Universidad Central de Venezuela. Era el año 1995. Dice Descartes en las primeras páginas de su Discurso del Método que el buen entendimiento o sentido común es la cualidad mejor repartida de este mundo. Pronto me di cuenta de que, en Caracas, la cualidad mejor repartida sería la ceguera y, últimamente también, la sordera. De la ceguera me di cuenta nada más aterrizar. Se me ocurrió salir un día de noche al cine. Nunca tuve auto en Alemania y tardé años en comprar uno aquí, de modo que, como el cine quedaba cerca de mi casa, pensé que sería bonito irme tranquilamente a pie, caminar por la ancha avenida
flanqueada con árboles de copas frondosas. Recuerdo mi asombro al comprobar que a las nueve de la noche las calles de Caracas estaban desiertas de peatones. A la misma hora, cualquier lugar de Berlín estaría lleno de gente paseando a sus perritos, llenando los muchos cafés con terrazas que aprovecharían el calor del verano para colocar sus mesas al aire libre. ¿Dónde estaba todo el mundo? Dicen que la gente se estaba replegando a sus casas por temor a los delincuentes, pero me perdonarán si no me convence mucho esa explicación. Creo ahora, como entonces, que todo el mundo estaría más bien en su casa viendo la telenovela de moda, incluyendo los posibles delincuentes. Toda esa belleza que yo había buscado y que yo veía que seguía estando allí se encontraba ahora abandonada por individuos que preferían estar en sus casas viendo los truculentos espectáculos de la televisión. Lo que presencié a mi regreso a Venezuela en la década de los noventa fue como un paulatino abandono de nuestros espacios y nuestras tradiciones políticas e institucionales a ciertos depredadores, que nos convencieron de que el legado de nuestros padres no tenía ningún valor. Al regresar noté inmediatamente, y con asombro, el generalizado desprecio y descuido de nuestro entorno físico, la admiración desmedida por quienes habían atentado contra nuestras tradiciones políticas e institucionales y las denigraban con apelativos altisonantes, y el abandono de una vida social urbana que yo había comprobado que era posible llevar en una gran ciudad, por más compleja y problemática que fuese. Esa falta de autoestima y respeto por nosotros mismos, ese ímpetu depredador, tuvo, me parece, su paroxismo con la destrucción de la elegante y bella estatua de Cristóbal Colón que, con su brazo extendido, apuntaba al Jardín Botánico de la UCV. La turba enloquecida que llevo a cabo aquella absurda e irracional tropelía se me parece ahora a la de los mutantes en la película de Will Smith I am Legend: una nueva raza de individuos pseudohumanos contagiados por ratas con un virus similar al de la rabia. En cualquier país civilizado, los tribunales de justicia habrían obligado a quienes perpetraron ese hecho a pagar de su propio bolsillo el daño patrimonial
causado a la ciudad y a los caraqueños. Pero aquí no sé si fueron imputados de sus delitos. Lo que sí me consta es que las acciones plenamente documentadas de uno de estos mutantes fue premiada poco después con un cargo de Viceministro. Los historiadores del futuro se asombrarán, sin duda, de episodios como este. Entre tanto, nos toca a quienes amamos esta ciudad llamar a sus ciudadanos a la plena responsabilidad personal por sus acciones y al cuidado de su entorno. Y, desde luego, a castigar más tarde este y otros atropellos, que no deben ser olvidados. Llamar a la plena responsabilidad individual por nuestro entorno y nuestra calidad de vida significa reconocer que nuestra realidad es el producto de acciones individuales y personalizadas. Depende de cada uno de nosotros la calidad de nuestro entorno. Cuando el deslave de 1999, noté que muchos ciudadanos confiaron la reconstrucción del Litoral Central a la iniciativa estatal. Lo cierto es que el Litoral varguense era el resultado de la suma de la iniciativa privada de muchos individuos que tuvieron un sueño, tan conmovedores como el de aquel inmigrante que bautizó una playa de Los Corales con el nombre de una célebre playa veneciana. Fueron esas acciones personales acumuladas durante décadas las que se llevó el deslave. De modo que lo único que quiero decir hoy es que nuestra calidad de vida depende de nuestra capacidad para personalizar nuestras vidas y nuestro entorno con nuestra acción individual y responsable. Hoy en día, sin embargo, nosotros mismos hemos entronizado en el poder individuos que, esclavos de una ideología falsa, han emprendido un cuidadoso trabajo de uniformización y despersonalización de los ciudadanos, lo que tiene como efecto grave e inevitable la negación de la responsabilidad individual en las acciones. Un efecto de esta negación de la responsabilidad individual en las acciones es que se vuelve imposible castigar adecuadamente a quienes infringen la ley, bien sea cuando destruyen nuestro patrimonio,
como el ciudadano
Viceministro aquel, cuando ensucian la ciudad o dañan las paredes con grafittis, o cuando contaminan el espacio acústico con una música a todo volumen (lo que a la larga traerá un problema de salud pública que las
generaciones futuras habrán de solventar con sus impuestos). Esta insidiosa tarea de negación de la responsabilidad individual se evidencia también en la obligatoriedad del uniforme para los funcionarios públicos, la camisa roja, así como en la supresión de toda marca o aviso que insinúe diferencia, singularidad, en las fachadas de los edificios o de los locales comerciales. Algunos de estos esclavos aplauden hoy que MacDonald’s, una empresa respetable que da trabajo a mucha gente y que es el resultado de la inventiva de un individuo, ya no pueda mostrar las señas que la distinguen en la actual Sabana Grande. En
realidad,
aplauden
porque
no
ven
que
este
trabajo
de
despersonalización, de negación de la diferencia, de la singularidad que es la fuente de la creatividad individual, la autonomía moral y el coraje ciudadano, es, en último término, un trabajo desmoralizador destinado a la mejor opresión de la personas y a la eternización en el poder de quienes ejercen su dominio.
Caracas, 14 de julio de 2011