Extintas / Extinct

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EXTINTAS

Todos conocimos a alguna de ellas, eran parte de nuestras familias. Extintas rescata la historia de cinco mujeres que aún viven en nuestro recuerdo porque fueron parte de una cotidianeidad reciente: la tía solterona, la nana1, la guacha2, la suelta3, la abuela que escondía dulces y secretos inconfesables. Personajes queribles, cercanos y sufridos, víctimas de su tiempo. Las cosas cambiaron en menos de tres décadas y ya no hay Guillerminas que dejen a sus propios hijos para cuidar la familia de otros ni Conchitas que sublimen la sexualidad o eviten ser madres por los prejuicios de una época. Tampoco existen, gracias a una ley de data reciente4, los hijos llamados bastardos o ilegítimos ni las Marianelas discriminadas —en una sociedad llena de convencionalismos— por vivir de un modo más consecuente con sus sentimientos. Hoy las mujeres damos por sentado que somos libres de elegir, de ser y de hacer, y exigimos derechos. Hasta hace muy poco, no era así. Cinco relatos escritos para no olvidar a las mujeres que pudimos ser.

1 En Chile, la mujer que realiza diversas tareas del hogar, desde cocinar y hacer aseo hasta cuidar a los niños. Solía residir en las casas donde trabajaba. Las nanas son una figura muy relevante al interior de las familias, donde en ocasiones asumen el rol materno más que la propia madre.

2 «Guacha» o «huacha» se refiere, en este caso, a la hija de una madre soltera, que no ha sido reconocida por el padre.

3 Coqueta, desinhibida, liberada.

4 La Ley de Filiación se promulgó en 1998.

Anochece en medio de una brisa con olor a primavera. Guillermina está en el balcón del living, silenciosa, con los pies juntos y las manos enganchadas por delante. El valle se extiende a sus pies convertido en un pozo de luces. Con el ánimo encendido, regresa a la cocina, su territorio. De ahí sigue a su pieza5, un espacio pequeño y primoroso. La cama tiene una colcha nueva y las paredes están recién pintadas de un rosa pálido, del mismo tono de la alfombra que cubre el piso. El baño le parece un lujo. Don Isidro no es «medio pesado»6, como le dijo Ramona. Por el contrario, tiene el temperamento tranquilo, en armonía con unos ojos dulces que siempre miran a lo lejos. La patrona no. Doña Carmen muestra una altivez apabullante que la hace sentir desamparada cada vez que le habla. Por suerte no vive ahí, aunque da las órdenes. Si es verdad lo que le dijo al contratarla, ella solo tendrá que encargarse de los quehaceres domésticos y estar pendiente del caballero... Además de darle las medicinas, llevarlo a caminar, ir al supermercado, rendir las cuentas, atender visitas, planchar y otras funciones del todo servicio. «Si hay que limpiarle el traste a don Isidro, tiene que hacerlo Guillermina», le ha escuchado ya un par de veces a doña Carmen. Hasta el momento no ha sido necesario, pero Guillermina lo haría sin

5 Cuarto.

6 Cargante.

chistar. Tiene la sensación de que la suerte esta vez le sonríe, a ella, a quien nunca se le ha mostrado entera.

La vida de Guillermina Collao nunca fue fácil. Tenía diecisiete años cuando se casó en un lugar del sur donde lo único que abundaba era el barro en invierno y el polvo en verano. ¿Qué otra cosa iba a hacer? En la casa familiar eran más de diez entre hermanos, tíos, sobrinos y los allegados que asomaban por la puerta pidiendo alojamiento por una noche y se quedaban por meses. Sin mejor opción que un marido, se dejó llevar a una mediagua7, se instaló en ella sin remilgos —más bien agradecida— y ambos repitieron la historia de sus padres y la de los padres de sus padres. Al año Guillermina ya tenía un bebé y un hombre del cual cuidarse cuando volvía borracho después de recibir la paga. Por ese entonces, cada vez que se encontraba en un espejo, veía a una muchacha flaca, de moño desmayado y moretones en los brazos. Ni la sumisión ni el recién nacido habían mejorado las cosas; en verdad, las pusieron peor. En menos de cuatro años Guillermina estaba de regreso en la casa de su madre. Apareció por el sendero de tierra más pobre y cabizbaja de como había partido, con un niño agarrado de la mano y otro en el vientre a punto de nacer. Desde entonces, descontando los días del parto, estuvo ocupada en un sinfín de labores que nunca nadie agradeció. Desgranaba porotos8, zurcía ropa, cosechaba la huerta, alimentaba a los pollos, servía el almuerzo y, en medio de todo, vigilaba a sus hijos. Solo se dejaba libre una horita al atardecer, cuando el sol teñía de ocre los muros de adobe de la casa familiar. Siempre fue su hora preferida. Si no sur-

7 Casa humilde, de construcción precaria.

8 Judías.

gía algún imprevisto, se preparaba un mate caliente y partía donde Ramona, la vecina, a entibiar los pies en el brasero y sumirse de lleno en las penurias de un radioteatro. Por las noches, con el cuerpo adolorido, se acostaba en el espacio libre al lado de la ventana en el camastro que compartía con el menor de sus hijos.

Tres años de rigores de todo tipo la convencieron de partir, idea que venía madurando desde el día en que se casó. Ya era hora de irse a la capital a trabajar de empleada doméstica. Ramona había armado su quiosco de abarrotes9 con lo ahorrado en sus tiempos de nana, hasta era la dueña del único teléfono que había en el pueblo. Ahora vivía tranquila con las ventas del boliche10, lo que le mandaban sus hijos y la pensión.

¿Cómo podría irme yo a trabajar a la ciudad y hacerme de unos pesitos? A usted, lo más bien que le fue.

Ramona la miró con sus ojos redondos de mujer obesa, suspiró y dijo:

—La gente en la capital cree que una es burro de carga. Se trabaja mucho.

—Aquí también, pues.

Guillermina advirtió que Ramona se daba un tiempo para descubrir sus miserias de allegada en las manos curtidas, en la estrechez del cuerpo, en las ropas viejas y las ojeras. Parecía verlas por primera vez.

—Sí pues, Ramona, criar hijos sola y ser pobre es mala cosa. Y con la manga11 de hermanos flojos que tengo, me voy a desaparecer trabajando. Allá, por lo menos, la gente paga.

9 Mercaderías de uso cotidiano, principalmente comestibles.

10 Establecimiento comercial de poca importancia.

11 Forma despectiva para referirse a un grupo de personas.

—Yo me encargo —respondió la vecina—. Siempre andan buscando niñas del sur «cama adentro»12.

Un mes después, en la puerta de la casa materna, Guillermina se despidió de su familia con promesas de volver en vacaciones y enviarles dinero. La madre se comprometió a cuidar a los niños.

El servicio doméstico le resultó más que llevadero, al menos no había que matar el pollo y desplumarlo para la cazuela13 o alimentar diez bocas tres veces al día. En ocasiones la inundaba la nostalgia de la tierra. Cerraba los ojos y revivía el aroma del campo en las mañanas, el sosiego de un pastizal soleado o la suavidad de los terrones húmedos deshaciéndose bajo el peso de sus pies. Doce horas diarias de trabajo —si es que los patrones no tenían invitados a comer— y una tarde libre a la semana dejaban poco espacio a la melancolía. Del terruño y de los hijos. Claro que echaba de menos a sus niños, pero así era la vida del pobre. Mejor embrutecerse trabajando que pensar en leseras14 sin solución.

Cada verano, y durante los feriados largos, cuando los patrones la autorizaban, Guillermina volvía a su pueblo para ver a los suyos. La casa seguía igual: miserable y llena de gente, un hoyo negro de necesidades en el cual su sueldo desaparecía antes de llegar. En esos días de supuestas vacaciones en los cuales le era imposible descansar, Guillermina anhelaba volver a una cama propia, a la ducha caliente, al piso de alfombras y al aislamiento obligado del servicio puertas adentro. No había vuelta atrás para ella,

12 «Cama adentro» o «puertas adentro» indica que las nanas deben alojar en la misma casa donde trabajan, disfrutando de permiso para estar con su propia familia (si es que la tienen) un día o dos, normalmente los fines de semana.

13 Plato típico chileno.

14 Tonterías.

ya no pertenecía al mundo de su familia; tampoco, al de sus patrones. Al cabo de tres semanas, aún más abatida de cómo había llegado, besaba a su madre y, rodeada de críos y perros, enfilaba hacia el cruce de caminos a esperar el bus. En esas despedidas registraba el paso del tiempo. Cada vez tenía que agacharse menos para dar el beso a sus hijos. El año en que tuvo que empinarse para abrazar al menor, supo que se acercaba ya a la mitad de su vida. Una vida volcada por completo a otros que no siempre fueron buenas personas o dignos de respeto o de su misma sangre, sino más bien lo contrario. ¿Por qué le costó tanto estudiar? ¿Y si no se hubiera casado? ¿Qué pudo ser distinto? Las preguntas rondaban en su mente por unas semanas y luego desaparecían tragada s por lo inmediato.

Los Aránguiz son familia conocida para Guillermina. Ramona trabajó para ellos hasta que los hijos de los patrones estuvieron grandes. «Gente decente, pero abusadores, como todos», le ha contado. Ahora buscan a alguien que cuide del padre, de don Isidro. «Para lo que se necesite, GuiGui- Para lle, todo servicio. No quieren más enfermeras. Usted sabe que no lavan un plato y se la pasan quejando». Ella acepta de inmediato; hace dos meses que tuvo que dejar la casa donde la emplearon por años y ya necesita volver a un trabajo pagado.

La semana siguiente, Guillermina se muda al apartamento de don Isidro; es decir, toma posesión de su pieza desempacando las pocas mudas de ropa que ha llevado en un bolso de lona. El lugar le gusta: silencioso y compuesto, igual que su dueño.

«Hace dos años que mi papá sufre de Alzheimer», le ad- Hace le ad- », le , vierte doña Carmen, la nueva patrona. Guillermina asiente,

ya ha notado que el caballero anda medio perdido. Esa misma mañana, el anciano le preguntó cinco veces qué día era: «¿Qué día es hoy, niña?», «¿me dijo en qué día estamos?». Guillermina le respondió todas las veces que fue necesario y ha seguido haciéndolo con el tono paciente y cariñoso con que se habla a un pequeño. No hay razones para ser poco amable, don Isidro es un caballero. Todas las mañanas se viste como es su costumbre: con terno, corbata y zapatos lustrados. Después se peina con gomina, se perfuma y nunca olvida llevar un pañuelo limpio en el bolsillo. En eso no necesita ayuda. En un par de ocasiones le ha escuchado decir: «Seré un viejo inútil y desmemoriado, pero jamás un pelafustán». Parece consciente de la decadencia y dispuesto a no darle tregua. Perfectamente vestido, toma su desayuno en la cabecera del comedor, repasa la misma página del diario durante una hora y, luego, con el sombrero puesto, le ofrece el brazo para el primer paseo del día. Guillermina deja a un lado la aspiradora, el paño de cocina o lo que tenga en las manos, y juntos parten a la plaza del frente, siempre a paso lento y en silencio, cada uno en paz en el lugar que le corresponde.

Las otras nanas del edificio, en escasas conversaciones de pasillo, le han hablado de la vida de don Isidro, es decir, de doña Ester. «Era elegante y buenamoza, no se puede negar». Guillermina ha visto mil veces su retrato en el living del apartamento: la copia viva de la patrona que viene dos veces por semana a darle instrucciones. Hay días en que don Isidro le dice «Estercita» a la señora Carmen. «Papá, soy yo, la Carmen Luz, cuántas veces le tengo que decir». Otros días se sienta en el sillón frente al cuadro y la contempla. «Viera usted cómo la quería y ella siempre dándose aires». También se ha enterado de que don Isidro

fue ministro de la República. En una pared del dormitorio principal hay fotos enmarcadas en dorado de un pasado ilustre: él y doña Ester bailando en una fiesta de gala, ella de traje largo; ambos junto a hombres importantes, uno de ellos con una cinta tricolor terciada al cuerpo; novias vestidas con grandes trajes blancos del brazo de don Isidro. Fotografías más recientes dan cuenta de nietos y de parejas, todas felices. Hay solo dos en las que él aparece de viejo rodeado de gente y con guaguas 15 en los brazos.

Apenas se ve. En una ocasión don Isidro la encontró en el living observando a doña Ester; apuntó un dedo nudoso y temblón hacia el retrato y comentó: «Pobre de mí si le negaba algo».

Guillermina ha ido notando que don Isidro no está tan mal de la cabeza como le han dicho. Hay días en que ambos pueden conversar perfectamente de tiempos pasados. Se ha perdido en relatos sobre la historia de países lejanos y le ha hablado de su juventud. A veces se confunde, claro. Recuerda la casa de su infancia pero cree que Estercita es su madre o confunde a su hermano Remigio, muerto hace treinta años, con alguno de sus parientes vivos. «Oye niña —grita de pronto—, acuérdame de preguntarle a Remigio donde quedó el bastón del abuelo». «Sí, don Isidro, ya me dijo». También suele quejarse de sus hijos. «Tropa de malagrade- Tropa cidos. ¡Sinvergüenzas!», dice al aire cuando algo interfiere en su mente. Las amigas en la vecindad le han contado cosas feas de esa familia. «Se pelearon todos cuando se murió doña Ester, hasta en los pasillos se gritaban; y ahí lo tienen, botado. Si no fuera por usted, Guille, quizás qué sería de él». No, no es por ella que don Isidro sigue viviendo en su casa. Ramona le confidenció que doña Ester les hizo jurar a los

15 Bebés.

hijos que jamás lo meterían en un asilo. Pobre caballero, tan solo, tan triste. Lo único que necesita para curarse es alguien que lo acompañe y lo escuche. «Don Isidro, ¿quiere jugar unas cartitas o vamos a dar una vuelta?».

A los seis meses de perfecta armonía con sus nuevos patrones, Guillermina es quien compra a don Isidro los remedios y la ropa interior, quien lo entretiene con juegos y paseos por el vecindario, quien lo lleva al médico; en fin, es la encargada permanente del enfermo además de la empleada doméstica. Y, desde entonces, don Isidro tiene mejor semblante. A veces se sienta en su sillón y se deja estar, como si alguien lo acunara, mientras ella avanza en los infinitos quehaceres de la casa siempre silenciosa y presente. «Linda chiquilla», le dice una mañana como si recién la conociera. En realidad, Guillermina ya no es chiquilla y nunca será una belleza, pero ha mejorado. Por lo menos ella se siente lejos de esa joven flaca y ojerosa a quien le pegaba el marido. Ahora, al verse en un espejo, halla a una mujer de mediana edad, de facciones más redondas y buen color. Sonríe a menudo porque está feliz. Además de disfrutar de un bienestar que nunca tuvo, ese trabajo le permite vestir los mismos delantales que usan las enfermeras. Si hubiese podido estudiar, a ella le habría encantado ser enfermera, vestirse de blanco y usar una cofia sobre un moño perfecto.

Guillermina ha empezado a ser para don Isidro mucho más que una presencia grata, ella lo sabe. Es su lazarillo, su contrapartida en los juegos de naipes que él siempre gana, aunque ya los olvidó, la atenta oyente de sus historias sin fin, la mujer a quien él lleva del brazo. Ahora se angustia cada vez que ella se aleja. Guillermina lo nota en la contracción del ceño, en la inquietud de los ojos. «Aquí estoy, don Isidro,

ya volví». Entonces, el alivio reaparece en la cara del viejo. Incluso ha dejado de preguntar por sus hijos o de insultarlos al aire. Hay momentos en que ella se cansa del interminable trabajo doméstico, de la responsabilidad de cuidar del enfermo y, también, de repetir a don Isidro diez veces las mismas cosas. Pero no le importa. Nunca antes había sido tratada con tanta gentileza. El caballero, que en realidad no es un anciano sino un hombre mayor, es la mejor persona que ella ha conocido en la vida. ¿Dónde se ha visto que un señor que fue ministro le ofrezca el brazo a una nana? Jamás le ha escuchado una mala palabra y es tan compuesto, tan decente. Ni siquiera de la bruja de su mujer habla mal, porque la tal Estercita era una bruja. Ramona le ha contado que la señora decía a menudo cosas hirientes que él escuchaba sin replicar. «“Si no fuera por mi familia, tú serías un don nadie”, eso le gritaba, Guille, y delante de los niños». Lo que es la vida, piensa Guillermina, ella jamás habría tratado mal a un buen marido. Satisfecha y agradecida de su suerte, ya no sale las tardes de domingo que tiene libres. ¿Para qué... adónde va a ir? Mejor quedarse tranquila en el apartamento en compañía de don Isidro en vez de andar botando la plata por ahí. Y él le corresponde mirándola con los ojos rendidos. Además, los feriados los cobra aparte.

Justamente un domingo en que saldrá sola, mientras espera a doña Carmencita, quien vendrá a buscar al padre, él la increpa con un «para dónde cree que va la señorita», que a Guillermina la deja perpleja. No solo eso, queda con la sensación de pisar en el aire y un hormigueo en el cuerpo, grato y levemente punzantes, que no recuerda haber sentido antes. Cuando llega la patrona, Guillermina está más solícita que otras veces. Le sirve un café con endulzante en bandeja de plata con paño de lino, tal como le gusta.

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