
Mario
La gente se divide de varias formas. Los guardias. Los guardias andan de azul. No son tantos pero sí suficientes para que siempre haya alguno mirando. Un poco más allá, nunca en la esquina. Siempre parece como si emergieran desde dentro de un grupo. Un guardia es un guardia si está vestido de azul, con gorra y tiene una pala. Las palas no son uniformes, cada uno aporta la suya. Incluso algunos tienen palas nuevas. Quizás rompieron la anterior. Cuando alguien alborota, un guardia le lanza una palada de tierra, en la espalda o en la cara. Si no hay tierra suelta pueden ser escombros, objetos chicos. Cuando recibe la tierra, en general la gente se calla, se sienta en el suelo o se va y no pasa nada más, pero si insisten el guardia les pega con la pala hasta atontar o hasta matar.
Nadie se mete. En general basta un puro guardia pero pueden venir más, cada uno con su pala. Así son los guardias.
Los durmientes no eligen ser. Es distinto. A los soñadores los llaman. Un día el niño flaco que se queda dormido en la escuela sale y se va solo a la central. O la señora con cataratas se levanta y anda. Todo el mundo sabe y distingue a quienes se van y les abren paso o los llevan. Los durmientes pueden empezar a cualquier edad y pueden ser cualquiera, pero la mayoría son mujeres jóvenes. Pasan la mayor parte del día y de la noche durmiendo, flotando en las piscinas.
Las piscinas no son muy hondas. Son grandes, rectangulares, y según la hora puede haber hasta cincuenta durmientes al mismo tiempo. Todo es un poco verde, la piscina, las paredes y el agua y las camisas de los durmientes, y siempre está tibio y húmedo.
Algunos durmientes no soportan las capuchas que cubren los ojos.
Los escritores se pasean entre los durmientes que flotan en el agua muy salada.
No es fácil encontrar un punto medio entre la luz para escribir y la luz para dormir.
Flotar es muy fácil, caminar no. Hay muchos ronquidos, eco y respiraciones. Chapoteo. No es tan silencioso. Los escritores se pasean con el agua hasta las rodillas. El agua espesa como un barro brilla a la menor provocación. Es bueno que los durmientes se mareen. Los escritores no. Los escritores anotan cada ruido de los durmientes mientras duermen y cualquier cosa que digan al despertar. Los escritores se pasean y no tienen asignados durmientes, aunque tienen durmientes favoritos. Algunos durmientes no hablan casi nunca y casi nada pero no importa. De todas formas son valiosos y hay que protegerlos. Robarse un durmiente o hacerle daño son las cosas más terribles que alguien puede hacer. Y aunque nunca digan nada, la comunidad recibe su premio. Hay comunidades que han tratado de forzar la aparición de soñadores para conseguir los premios. Se ponen cosas en la comida y prueban a no dormir para que cuando
finalmente caigan se manifieste la palabra. Hay itinerantes que ofrecen crear durmientes. Pero ninguna de esas cosas ha demostrado ser efectiva. Los durmientes aparecen y ya.
Para ser escritor hay que estudiar y dar los exámenes. Se puede ser escritor un tiempo y dejarlo, aunque nadie lo haga. No se puede dejar de ser durmiente. Sería muy difícil, además, con la vegetación en los pulmones y la piel ablandada por el agua y la sal y el daño en los ojos. Nadie quiere. Los cuidamos y cuidamos a su comunidad y a cambio les basta soñar. La combinación del ambiente verde y tranquilo y la propia disposición los hace dormir casi todo el tiempo. Lo que dicen justo al despertar es particularmente precioso. A veces una escritora trota y chapotea hasta una que está por despertar para no perderse nada. También hablan dormidos. Todo se anota. Cuando no duermen pasan el tiempo callados y más bien quietos en largas bancas, con un chal delgado en los hombros. Parecen felices. Si dicen algo ahí, nadie les hace caso.
A los durmientes les debemos muchas cosas. El sistema de comunicaciones basado en las perturbaciones de
la armonía tonal y también cosas que parecen menos importantes pero son bonitas, como los tapices con gallos bordados en oro que se usan para despedir a alguien cuando se muere.
Mario siempre supo lo que quiere hacer. Aunque pasara horas mirando a los acróbatas, hasta que le doliera el cuello y le ardieran los ojos, Mario quería estar acá abajo y ser cocinero.
Los invernaderos magenta también fueron idea de los durmientes. En los edificios antiguos se van reemplazando los vidrios transparentes con vidrios azules. Es más fácil hacer piezas más chicas e irlas soldando que tratar de hacer enormes enormes placas de vidrio azul. Cuando un piso está listo, se saca todo lo que quede dentro para que sea lo más posible como una planta libre. Ya no se usan las hileras de plantas. Los cultivos son como un incendio.
Los jardineros acumulan y organizan la materia vegetal con patrones que cuesta entender. No son milpas ni taungyas. Las plantas se mueven a su antojo. Mandan, ordenan. La luz azul estimula crecimientos aparentemente irregulares y la aparición de parásitos y simbiosis. Nada se poda. Dependiendo de la altura de los pisos se traen distintos animales para que agreguen confusión. Se usa un piso de cada dos para no sobrecargar la estructura ni afectar su integridad.
Curiosamente, no pasan de un piso a otro, no atraviesan el techo ni el suelo. Son cultivos de maduración lenta pero dan comida todo el año. Hierbas y frutos ásperos y sabrosos. Las raíces no se cosechan en estos jardines. Los tubérculos y los rizomas crecen aparte. Aquí se dejan estar y se cosecha según una medida estricta de uno para nosotros y dos para el jardín. Desde lejos los invernaderos son amables a la vista y la gente va a pasear allí y se ríe de los insultos de los vidrieros y las jardineras. Vibran, además, en la noche. Algo pasa con la luz azul que se acumula en las plantas que durante las noches suena como un rumor.
Mario pasa de un trabajo a otro, como la mayoría. Hoy va con un grupo a cosechar algas a las playas de Lo Espejo.
El camino no es largo ni peligroso. Se puede conversar. Pasan por el barrio de las casas blandas. Meten las manos en las murallas. Es una sensación rara. Se quedan con las manos metidas hasta el codo aunque se supone que no hay que hacerlo.
—Dame un beso.
—Déjate, Elena.
—Sabes que te gustaría.
Y sacan las manos haciendo como que no tienen miedo aunque tienen un poco, pero no pasa nada.
Siguen caminando con la sensación de humedad y frío en los brazos, que están secos, hasta que llegan. Tienen los dedos sensibles y con un cosquilleo. Tamborilean un rato sobre las piedras con las yemas hasta que se les pasa el cosquilleo antes de empezar a trabajar.
Las playas de Lo Espejo son muy bonitas, con sus piedras de colores. Es una lástima que las piedras azules no sirvan para hacer vidrio azul.
Esperan a que la marea baje y se dividen. Se cosechan dos tipos de alga acá. Las algas como alfombra que tienen buen perfume. Son fáciles de cosechar. Basta elegir las que ya están suficientemente densas pero no florecidas y cortar lonjas grandes que después se enrollan. Se desprenden fácil y con la misma alga se puede coser un saco con la parte de abajo hacia afuera, resiste mucho. Se usa para llevar las mismas algas pero se puede usar para cocinar también. En ese caso se abre en dos la membrana y se voltea. La parte de afuera es como cuero y aguanta el agua caliente y las brasas. No se usa como ropa porque sin tratarla la parte verde irrita la piel después de un rato.
El otro tipo de alga necesita más coordinación. Parece una especie de alambre muy delgado con pequeñas boyas cada tanto. Para cosechar siempre tiene que haber dos fuera del agua por cada uno dentro. Hay que acostarse boca abajo en la roca y enrollar. Nunca poner los pies entre los alambres porque se enredan y no se puede salir.
Pero hoy no pasa nada y la cosecha es buena y no ven guardias en el camino: pueden volver. Cosechan también frutillas de mar y las usan de cocaví. Al llegar Mario prepara un plato sencillo de garbanzos y tiburones de tierra. Mucha gente prepara los tiburones de tierra con hierbas cítricas o picantes. Mario cree que es mejor aceptar el gusto terroso y amplificarlo con los garbanzos, para que sea un plato bueno para antes de ir a dormir. Un plato que anticipa el descanso, que recuerda el trabajo. Nadie necesita una fiesta estridente justo antes de dormir, piensa Mario, y los demás están de acuerdo aunque no lo sepan. Apoyan la idea al comerse todo con gusto y calma y durmiendo después.
Elena trae sal y harina de caracoles secos. Es insípida pero sirve para espesar y fortificar los guisos. Es un buen recurso, del que no hay que abusar. De otro modo la comida termina borroneándose en una pesadez imprecisa.
La gente se divide de varias maneras. En las partes altas los bailarines se mueven con relajo, con movimientos amplios que se ven desde lejos. Con su ritmo se mueve la ciudad, a tiempo doble o en contrapunto. No hay casi accidentes, pero hay que dejarse guiar por la pauta irregular de los bailarines y reaccionar a ellos. Las partes más difíciles son los espacios de transición entre la influencia de dos bailarines. Ahí todo es más lento y hay que tener cuidado, hasta poder despedirse del anterior y sincronizar con el siguiente.
Los escritores citan, resumen, parafrasean, traducen las palabras de los durmientes. Han probado inventarlas ellos mismos y la diferencia es enorme, imposible de disimular. Los durmientes hablan espontáneamente mientras duermen o justo al despertar. Nadie les pregunta nada a los durmientes. No opinan sobre lo que dicen porque no saben nada.
Los cocineros trabajan para los durmientes y los escritores. En cuanto al resto, cada cual cocina para su grupo o pide comida, ofrece.
Los escritores siempre tienen hambre, los durmientes casi nunca, pero aceptan los platos nuevos. Es importante mantenerlos alimentados. Los que quieren ser cocineros van a ofrecerse a las piscinas, afuera de las piscinas. Nadie está obligado a probar.
Los cocineros duran poco y son famosos. Cuando sobra de lo que prepararon, los escritores reparten entre la gente que anda por ahí.
Este año la primera seleccionada fue la primera que se presentó y se presentó por primera vez. Ofreció una maravilla, una cuajada de leche humana con lactobacilos humanos, perfumada con perfume de papel. La grasa la hacía muy suave, y el control de la temperatura y el giro uniforme la volvían densa y perfecta. Era apenas ácida, y todos los que la probaron sintieron una nostalgia dolorosa y lloraron. Fue inevitable. Mario estuvo ahí ese día.
—Qué haces.
—Pienso. Ahora ya no.
—Acompáñame mañana a ver si hay cocineros.
—No puedo. Tengo turno de greda.
—No siempre va a ser feo.
—Ya sé.
—No es verdad que chillen con el agua caliente. Es un ruido del caparazón.
—Vuelve a hablarme así y te saco un diente.
—Perdón.
—Lleva a Jorge. Otro día te acompaño yo.
—De verdad tienes turno de greda.
—Siéntate conmigo.
Mario prepara el cajón de arvejas secas. Si se hace con la consistencia adecuada, en la mañana el revuelto de arvejas se puede cortar con la mano y llevar a la oficina. Es simple, lo que hace que la gente se confunda y piense que es fácil de hacer. Los platos simples son los que más rápido pueden volverse repugnantes. No pueden ser demasiado dulces, porque hostigan, pero es que hay una relación entre la textura y el dulzor. Hay que vigilar la temperatura, el movimiento y el tiempo.
Mario no está contento con el resultado, no del todo, pero eso también es parte de ser cocinero, aprender a vivir con un plato que no queda bien. Quizás si lo sirviera así, tibio, como un guiso. Pero es mejor resignarse y echarlo al cajón y que se enfríe lento durante la noche y tempere el ambiente mientras se endurece. Deja tatemadas las hojas de higuera para que cada cual envuelva su porción en la mañana. El perfume lo calma. Necesitan llevar merienda, especialmente quienes van al turno de greda.
Al lado de la guardería sirven compota e infusiones, semillas de espino horneadas y molidas. Jorge pasa ahí.
Por la expresión en su cara todo el mundo se confunde y cree que siempre está sonriendo y preguntando. No es así. Jorge antes fue guardia. Ahora no.
Le gusta ver cómo preparan las gelatinas lubricantes. Mira las máquinas que trae la gente para pedir un poco de la mezcla. Le gusta el olor, también que no le guste a nadie más.
Mario lo lleva sin problema cerca de las piscinas. Dos mujeres están apostando por una de las candidatas a cocinera. Aparece un guardia. Las mujeres se quedan quietas. El guardia levanta la pala. Las mujeres se sientan en el suelo muy rápido y bajan la cabeza. El guardia espera un poco y se va con la pala levantada. Luego las mujeres se alejan. Cada una por su lado.
Esta vez no hay cocineros seleccionados.
—Es estúpido ofrecer grillos y decir que el plato es musical.
—Estaban crujientes, sabrosos.
—La piel de pájaro frita con erizos estaba bien.
—Eriza la piel…
—Es una falta de respeto, la comida no es una broma.
—Puede ser un juego.
—Si no se han preparado lo suficiente no deberían presentarse.
—Cualquiera querría ser cocinero. Les perdonan cualquier cosa. Yo me presentaría. Cuando ganes, me ayudas a presentarme.
—Me falta mucho para participar.
—Te falta un buen cuchillo.
—No es eso. No sabría qué prepararles.
—Igual necesitas un par de cuchillos.
No hay turno en los humedales por un tiempo. El camino a los pantanos se ha puesto muy difícil y ahora hay puestos de ranas cerca.
Mario va a la guardería. No le gusta. El ambiente es demasiado tibio, más que los invernaderos. Jugar con los niños está bien. Doblarse, saltar, arrastrarse, tomar las manos. Es bueno tener un poco de silencio, pero el día se le hace largo, los niños requieren un tipo de atención cambiante que le sale difícil.
Vuelve muy cansado y agradece que el resto improvise comida con las sobras.
Los durmientes tienen que estar estimulados. Es difícil entusiasmar sin remecer, alimentar sin despertar. No salen, prefieren el silencio y la luz siempre es la misma. Se les hacen masajes regularmente para que no se atrofien tan rápido y la piel les produzca sensaciones cambiantes. Las masajistas tienen mucha fuerza. La comida es una buena solución para transformar los sueños. Comida nueva, platos nuevos que producen sueños nuevos, visiones y conocimiento nuevo a los durmientes. Compartir la misma comida vincula a durmientes y escritores y eso facilita las traducciones. Ser cocinero tiene riesgos. Alguno se ha perdido buscando ingredientes. Copian cosas de los barrios. Así incorporaron el revuelto de pulmones con aceitunas blancas. Algunas han muerto al intentar preparaciones peligrosas. Pero todo tiene sus riesgos. En total, es menos esforzado que ser percusionista y más seguro que fabricar vidrio azul.
Llegan copaos y guillaves. Dicen que son de Quilicura. Elena no cree. Mario piensa en hacer algo con ellos pero terminan comiéndoselos así no más, pegajosos, ácidos, dulces, tibios, refrescantes.
En la noche, a oscuras, queman resina y juegan a la construcción de la torre.
Cada vez que puede practica los cortes. Verduras de distinta dureza. Tallos, hojas. Papas. El movimiento que sale de las caderas. Respetar las fibras o romperlas. Inclinar la superficie o mantener la perpendicular al cuerpo. Separar las piernas para encontrar la altura correcta, que pueda mantener el tiempo que necesita.
Formas que siguen la forma de la hoja o abstracciones regulares. El cuello no debe tensarse, nunca. La velocidad pareja. Láminas, lonjas, cubos, hilos. No busca hacer cortes perfectos sino movimientos fluidos desde las caderas, una soltura que tenga suficiente control. No fijarse en los temblores. No afectan el resultado del corte si no piensa en eso.
Solo hay dos tipos de corte: seguir la forma o imponer la forma. Obedecer o mandar. Separar el tendón de la carne, desvenar una hoja o hacer cubos, lonjas.
Llevados a su extremo los dos tipos de corte son uno solo. La decisión de lo que es raíz y lo que es tallo, seguir
las vetas para que no se desarmen las líneas. Trata de no pensar en eso y de aflojar la articulación de la muñeca. Cuándo bajar recto el cuchillo, cuándo balancearlo, cuándo deslizar la hoja.
Mario ha probado forzar los ingredientes, transformar las cosas, partir de algo muy sencillo y elevarlo. Le sale bien pero no lo convence. Si va a presentarse como cocinero quiere un ingrediente especial, que muestre lo que puede hacer sin mostrarlo, que no lo exhiba a él sino al plato y que el plato sea una emoción específica, irrepetible. Sabe que va a ser difícil encontrar algo así y también sabe que el ingrediente no excusa la técnica sino al revés. Tiene que aprenderlo todo, estar preparado y a la vez no obsesionarse.
Se detiene cuando empieza a sentir las articulaciones de los dedos. Sabe que no tiene que forzar el cuerpo. Las lesiones no son ningún orgullo. Guarda los cuchillos y piensa que es verdad que no son buenos. Tiene que prestarles demasiada atención, no logra integrar el cuchillo con la mano. Piden demasiada fuerza. Se va a acostar con los hombros ardiendo.
Se cayó un bailarín. O lo empujaron. O se tiró. Hay un bailarín en el suelo.
Se empieza a juntar gente. Aumenta por la dificultad de movimiento ahora que no hay un bailarín arriba para copiarle, para imitar sus pausas. Las personas se agolpan, los autos se traban con las motos y forman alrededor del bailarín caído una multitud no completamente voluntaria.
Sigue creciendo el volumen de gente. Aparece un guardia. Unos tratan de quedarse quietos y otros tratan de alejarse pero se enredan con los que están detenidos. El guardia levanta la pala. La mayoría se sienta en el suelo o trata de derrumbarse en los vehículos mirando hacia abajo. Sigue habiendo un grupo grande y trabado. Asoma un segundo guardia más allá, pala en alto. Un par de paladas de tierra al aire sin destinatario
específico y la multitud cambia de forma: grupitos que retroceden con la espalda hacia el suelo pero mirando
hacia abajo y en cuatro patas, vehículos que dan la vuelta muy despacio, se reacomodan. Señas con los brazos muy separados, individuos que reptan sobre otros. Un guardia baja la pala. Espera un poco. El otro sigue con la pala cargada de tierra y la sostiene hasta que todos se dispersan. Solo entonces la apoya en el suelo, la voltea lento y la tierra se devuelve a la tierra como en un reloj de arena grueso.
No queda nadie, solo el bailarín en el suelo, en una última posición que no cambia. Pierde el ritmo.
Antes de irse, los guardias cubren al bailarín con un tapiz bordado con gallos para que puedan despedirlo.
Dos días de trabajo en los túneles y después alrededor de los invernaderos dos más. Los cambios en los invernaderos son fáciles de ver, los vidrios azules tienen distintos tonos desde distintos puntos de vista a distintas horas. Es difícil no distraerse.
Después, los durmientes piden hacer arqueo en las bodegas comunitarias. Se hizo hace poco pero hay que volverlo a hacer.
Mario prepara dos tipos de comidas para el día porque es un día nervioso: comidas sonoras y silenciosas.
Semillas de algarroba cocidas en un caldo claro, después secadas, tostadas a fuego muy lento y revueltas con aceite y sal. Crujen. El agua de cocción se guarda para otro día.
Vainas de algarroba cocidas con jarabe de peras de invernadero, un jarabe muy espeso al que le ralla papa secada por congelación y luego bate para incorporar
aire mientras se enfría. Como una nube densa, se puede dejar disolviendo en la boca sin sonido. Es un día muy largo. Por suerte no falta nada.
Los días de fibra son días felices. Se alienta a llevar fibras nuevas y buscar nuevas formas de prepararlas. La gente colabora en tejidos demasiado grandes, intercambia técnicas y pedazos, sujeta o urde para que otros trencen. Costura, trenza y desarme. Hay muchos proyectos fallidos, la mayoría de lo que hacen se desperdicia, pero cada tanto surge una nueva forma de amarrar, un estilo de torcer, un diseño hermoso, un uso desconocido, una mezcla para hilar, nudos con otra función. También se conoce a gente nueva, se aprende a confiar y a desconfiar. Los durmientes le apuntaron con esto.
© Andrés Kalawski, 2023
© Laurel, 2023
Cuchillos está compuesto con las tipografías Gill Sans y Chaparral Pro, y se fue a imprenta en mayo de 2023
Diseño: Daniela Escobar
Impreso en Chile por Salesianos Impresores
isbn 978-956-9450-92-1