Maju, ¡pará de hablar! / Maju, Stop Talking!

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HOLA, ME PRESENTO!

Avos, que estás leyendo esto, ¿te pasa lo que me pasa a mí?

Ah, perdón. Cierto que hablar sin presentarse es de mala educación. Es que cuando comienzo a hablar no me doy cuenta de que arranco de una y ya no paro.

Mi abuela Zulma, que vive con nosotros, dice que eso es una prueba de que soy “extrovertida”, y yo asiento, resegura, como si supiese qué es ser extrovertida. A mí esa palabra me suena a “extraterrestre” y, si bien yo creo que existen los extraterrestres, dudo que eso esté relacionado con que sea charlatana.

Debería buscar el significado en internet y salir de dudas, pero me da pereza ir hasta la computadora de mis padres. No tengo ganas de bajar las escaleras de mi casa para llegar al escritorio donde tienen la compu…

Bue, la verdad verdadera es que no es pereza. ¡Es que me muero de miedo! Las escaleras crujen cuando subís o bajás, y me causan un escalofrío por todo el cuerpo.

Encima, entrar sola a esa habitación, que está llena de libros y de cajas, no es nada entretenido, porque de una de las paredes cuelga un portarretratos inmenso con una foto en blanco y negro de los abuelos de mi papá.

En la foto los dos están superserios, como si estuviesen enojadísimos por algo.

Ella (mi bisabuela) aparece sentada, con un peinado que parece un globo, y él (mi bisabuelo) está de pie a su lado, luciendo un bigote que termina en punta a ambos extremos.

Sé muy bien que es solo una foto, que las fotos no tienen vida y bla, bla, bla.

Pero he comprobado que, cuando me muevo, sus ojos siguen cada uno de mis movimientos.

Si me paro frente a la ventana y miro la foto, me están mirando. Si me paro en la pared contraria a la de la foto, me están mirando. Si me siento en un rincón al costado, me están mirando.

¡Es espantoso!

Cuando tengo que ir a esa habitación intento hacer de cuenta que el portarretratos gigante no existe. Pero como en el fondo sé que está ahí, he ido desarrollando métodos diferentes para sacarme el miedo: entrar cantando a grito pelado, llevar conmigo la jaula de mis hámsteres para que me acompañen, ir en cuatro patas y, aunque me da un poco de vergüenza admitirlo, una vez hasta probé arrastrándome por el suelo como un caracol…

Ningún método me funcionó.

Así que lo que hago es lo siguiente: me paro en la puerta, respiro profundo varias veces, calculo la distancia que existe desde la puerta hasta lo que quiero alcanzar y salgo disparada con los ojos cerrados y los brazos para adelante, con el corazón bombeando a mil por hora.

Sí, me he dado contra el escritorio varias veces, y la semana pasada calculé mal y me trope-

cé con una de las cajas. Reboté y caí de traste, y por eso me salvé de darme la dentadura contra el filito del escritorio.

Hubiera perdido todos los dientes, según mi abuela. (Exagerada, ¿no?) Pero aún no tengo otro sistema que me resulte.

La vez que le conté a mi abuela Zulma esto de que los ojos de los bisabuelos me observaban, no paró de reírse por no sé cuántos minutos.

¡Me vas a matar de un infarto! —exclamó, después de toser, con los ojos llenos de lágrimas de las carcajadas, agarrándose la barriga con ambas manos.

No le encontré la gracia, pero ella se ve que sí, porque más tarde se lo contó a mis padres, y por celular a una de sus hermanas, que vive en Tacuarembó.

¡Ojalá tuviera un celular!

Investigar en internet es una de las tantas, tantas cosas que podría hacer al toque con un teléfono móvil, pero ¿adiviná qué? Sí, eso mismo que pensás: mis padres no me dejan.

Las excusas son:

• “Ya vas a tener tiempo”

• “Sos demasiado chica”

• “No lo necesitás”

¿Cómo que no lo necesito? ¿Acaso ser curioso y buscar información es malo?

Tengo ocho años, o sea, ¡no soy un bebé!

Uh, perdón nuevamente. Sigo sin presentarme.

MellamoMaríaJosé,perotodosmedicenMaju.

Esta soy yo

CHAQUI-CHAQUI

Hay asuntos que mis padres no entienden (aparte de la necesidad de tener un celular).

Bah, ojalá fuese una sola cosa la que no entienden, ¡pero son varias!

La abuela Zulma siempre dice que hablando la gente se entiende, pero con mis padres no funciona tan así, y eso que —como ya te habrás dado cuenta— yo no tengo ningún problema para expresarme.

Las veces que les intento explicar algún tema que me tiene preocupada, como por ejemplo por qué si la Tierra está girando uno no se da cuenta y parece que seguimos quietos, o por

qué el mundo no se pone de acuerdo para hablar en un solo idioma así nos evitamos tener que estudiar inglés o francés o lo que sea, ellos me miran como si de verdad me estuvieran prestando atención pero andan chaqui-chaqui con el celular.

Se piensan que no me doy cuenta de que los ojos se les van a las pantallas y que teclean mientras hablo.

Para disimular exclaman: “Mmm”, “ajá”, “claro” y listo.

Yo me cruzo de brazos, los acuso de ser padres “despreocupados” (escuché esa palabra en unos dibujitos que miro en la compu, cuando me dejan, y la escribí para no olvidarla) y amago a irme ofendida.

Entonces ellos se disculpan y me dicen que son asuntos de trabajo que no pueden dejar pasar.

Lo cierto es que no hacen eso todo el tiempo, digo, lo de no escucharme con atención. Son algunas pocas veces.

Pero igual me da rabia.

Además, ¡hasta la abuela Zulma se engancha con el celular cuando cocina!

Ya que no me dejan tener celular a mí, ellos deberían apagarlo cuando entran a casa. ¡Es lo más justo!

Eso sí, después les pido un ratito para jugar a la play antes de dormir y saltan como resortes: “¡De ninguna manera, señorita!” (odio que me llamen “señorita”), “¡esta generación no sabe vivir sin tecnología!”, “¡ya te dijimos que la play antes de dormir te quita el sueño y hace que descanses mal!”, y que pim y que pam.

Pavadas, porque las veces que me dejaron (si suplico unas cien veces, más o menos, y los agarro cansados, he logrado que me den permiso), dormí como un lirón.

(No sé lo que es un lirón, pero escuché eso de “dormir como un lirón”.)

Esperá, esta palabra sí la voy a buscar.

Uhhh, ¿cómo hago para entrar en el escritorio?

¡Ah! Está la abuela Zulma en la cocina. La escucho cantar su tema de reguetón favorito. Es uno de Ozuna, que a mí también me gusta. Pero ella es reeefanática. Dice que le levanta el ánimo y la hace bailar.

ABUELA REGUETONERA

Cuando llego de la escuela, ahí está mi abuela Zulma cocinando, doblando ropa o regando las plantas del comedor con los auriculares puestos, moviendo la cabeza para adelante y para atrás cantando:

Si todavía me amas como ante’

Ya nada me parece interesante

Yo sé que en el amor soy un farsante

Yo sin ti no vuelvo a enamorarme, bebé

Lo más gracioso es que agarra el acento de Ozuna y canta: “Yoséquenelamolllllsoyunfallllsanteeee”.

Lástima que la pobre desafine tanto.

Hace tiempo que anda juntando plata para irse con las amigas a un recital de él, que va a dar en no sé qué país.

Las amigas y ella se compraron remeras con la palabra “Criminal”, que es otro de los temas preferidos de mi abu.

Mi amiga Julia dice que es demasiado raro que a un abuelo le guste el reguetón. Pero a mi abuela no solo le gusta, sino que ¡la enloquece!

Y a veces se cree que es cantante y copia los pasos frente al espejo que tenemos en el dormitorio que compartimos.

La abu Zulma es la madre de mi madre. Se vino a vivir con nosotros desde que se divorció de mi abuelo Carlos, cuando yo era bien chiquita.

A mi abuelo no lo veo tan seguido, pero dos por tres viene a casa y me trae regalos que no me gustan para nada: disfraces de princesas, coronitas, zapatos de plástico rosa con taco y pompones...

Mi abuela Zulma se enoja, le explica que yo no soy de usar esas cosas, pero a él no le entra en la cabeza, y me sigue trayendo regalos así.

Mis padres dicen que lo que cuenta es la intención. Que el abu Carlos es de otra época y que por eso cree que a todas las niñas les gustan las princesas.

La abuela Zulma termina admitiendo que es verdad, que el abu Carlos es de buen corazón y que, por eso, a pesar de estar divorciados, siguen siendo muy amigos.

Una vez le pregunté por qué se había separado, porque cuando el abu viene a verme, ellos se sientan juntos, charlan de lo más contentos y se ríen un montón.

La abu me explicó que hubo dos motivos: uno, que el abuelo se pasaba demasiadas horas mirando fútbol, y otro, que ronca demasiado seguido y demasiado fuerte.

Probó varios métodos que le dijeron que funcionaban para que una persona dejase de roncar: desde hacer dormir al abuelo Carlos con un palillo apretándole la nariz hasta colocar una

cebolla cortada al medio y espolvoreada con sal en la cabecera de la cama.

Ese último mecanismo no solo no evitó que el abu Carlos siguiese roncando, sino que provocó que la abuela Zulma se pasase llorando durante todita la noche, se levantase con terrible malhumor y con los ojos como en compota.

La peor noche fue una en la que el abuelo Carlos roncaba tanto y tan alto que de repente se ahogó con uno de sus propios ronquidos y mi abuela se despertó de golpe, creyendo que había explotado la garrafa de la cocina.

Jura y perjura que la cama saltó por los aires.

Creo que mi abuela exagera. La cama no puede saltar, y menos con el abuelo Carlos encima, que es grandote y gordo.

Fue el día en que decidió divorciarse.

Bah, eso me dijo ella, que se piensa que me creo cualquier cosa porque soy chica. Es obvio que se separaron por algún otro motivo, ¡no porque mi abuelo ronque fuerte!

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