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NO ME PUEDEN HACER ESTO!
¡Estoy que estallo de la bronca! Y antes que alguien me lo diga, aviso que ya sé que está mal acusar a alguien de tramposo sin tener pruebas. ¡Pero es que casi no tengo dudas de que sea requetetramposo!
Perdón, ¡ninguno de ustedes debe de entender nada de lo que estoy diciendo! Es que hablo un poco rápido y me voy por las ramas sin darme cuenta: me refiero al tío de Gerónimo (mi compañero de clase y mi amigo) que se llama Damián.
Acabo de pasar la tarde con Gero y él, y estoy a punto de ponerme a gritar bien fuerte
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hasta que se rompan todos los vidrios de las ventanas del barrio.
¡Grrrrrrrrrrrrrrrrrrrr!
Gerónimo medio que se dio cuenta de mi malhumor, pero se hizo el tonto. Seguro que actuó así para no tener problemas entre nosotros ahora que nos amigamos. Lo que pasa es que antes no nos podíamos ni ver.
Todo empezó cuando él se burló de Tefy, una compañera de clase a la que se le escapó un eructo delante de todos después de almorzar. Tefy se puso horrible porque los demás se reían sin parar y no aguantó sentirse tan, tan humillada, así que salió corriendo y se escondió en el baño. Por suerte me dio por seguirla, porque la encontré en un rincón, al lado del tacho de la basura, hecha una bolita y llorando con unos hipidos horrendos. Me acerqué y le toqué la cabeza, para que se diera cuenta de que no estaba ahí sola. Después le dije que no se preocupase, que volviera al salón conmigo que yo me encargaría de defenderla si se seguían riendo de ella. Se limpió los mocos con la manga de la túnica y se puso de pie. Me dio un poco de asquito dar-
le la mano, porque ¿y si tenía mocos pegados? Pero disimulé porque ya la pobre había sufrido bastante como para que sintiera que me daba no sé qué tocarla.
Fuimos hasta la clase y, al entrar, Gerónimo dijo otra pavada del eructo de Tefy, así que lo encaré de inmediato.
—No entiendo cómo te burlás, ¡justo vos! —lo increpé, apuntándolo con el dedo índice.
La clase quedó en silencio. Gerónimo se rio.
¡Es una eructona! —dijo, señalando a Tefy, que, muerta de vergüenza, miraba al suelo. La clase entera estalló en una carcajada.
Yo seguí mirándolo seria, sin mover ni una sola pestaña. Cuando la clase se aburrió de reírse, aproveché un silencio que se hizo de repente.
Me paré frente a Gero, me puse una mano en la barbilla, levanté las cejas y le pregunté bien alto: ¿Vos no sos el que se hizo pichí encima, mojando todito el sobre de dormir en el campamento del año pasado?
Gerónimo se puso rojo como un tomate y las risas de los demás las tuvo que hacer callar la maestra, que justo entraba al salón en ese momento.
Por supuesto, Gero me odió por dejarlo pegado. Su venganza fue no hablarme más. Encima, si nos cruzábamos en el recreo, hacía gestos raritos, que yo le devolvía con otros gestos más raritos todavía. ¡A mí no me iba a meter miedo!
¡Uf! ¡No nos soportábamos!
Pero todo empezó a cambiar después de un partido de fútbol que organizaron en la escuela, y que aún hoy recuerdo como el mejor recreo de mi vida. En ese partido Gero le pidió perdón a Tefy por reírse de su eructo y eso me ablandó un poco. No mucho, pero sí un poco. Por eso dejé de mirarlo rarito o de morderme el labio inferior cada vez que lo veía. Él también dejó de mirarme rarito a mí.
Después, una mañana durante la clase, se animó a pedirme prestado un sacapuntas, y en otra ocasión se hizo el bueno y me avisó que se me había caído algo del bolsillo de la túnica (era un caramelo masticable, de los que me da Dolly, la señora de la cantina, y que escondo bien de bien porque mis padres no me dejan comer golosinas en la escuela). Le dije “gracias” y seguí de largo con Joaquín y Julia, mis
mejores amigos, haciéndome la que no me importaba hablarle.
A la semana siguiente nos tocó hacer un trabajo en grupo sobre el sistema solar. Aunque le pedí a la maestra que me cambiara de grupo a alguno en el que no estuviera Gerónimo, ella no quiso. Me dijo que todos éramos compañeros y que debíamos aprender a convivir.
A mí mi maestra me gusta, pero ese día no la quise ni un poquito. Así que tuve que tragarme las ganas de decirle cualquier cosa y organizar el trabajo con Gerónimo, Guadalupe y Raúl.
Debo reconocer que Gerónimo me trató requetebién y que fue el que buscó más información. Raúl no hizo casi nada (se pasó las dos horas riéndose de no sé qué) y Guadalupe estuvo más jugando con mis hámsteres que prestando atención a la cartulina que teníamos que preparar.
No sé cómo hizo Gero, pero ¡se sabía de memoria todos los nombres de los planetas del sistema solar! Mientras Guada jugaba con mis hámsteres y Raúl comía sin parar una rosca que había hecho mi abuela Zulma, Gerónimo y yo recortamos papel glasé e hicimos los distintos
planetas, que luego pegamos sobre la cartulina que había comprado mi papá el día anterior.
Para ese entonces, Gerónimo ya me caía un poquitito mejor.
Y de repente, ¡channn! ¡Cayó la bomba!
Mis padres se pusieron de acuerdo con la madre de Gero y su tío Damián (que vive con ellos) en turnarse para irnos a buscar a la escuela. Papá dijo que de esa manera no tenían que andar saliendo a las corridas de los trabajos ni molestando todo el tiempo a la abuela Zulma, que tiene sus propias actividades.
Mamá me explicó:
—Un día los va a buscar Damián, y los lleva a tomar la leche a lo de Gerónimo. Al día siguiente va la abuela Zulma y los trae a casa, ¿entendés?
—¿Quééé? —chillé, cruzándome de brazos—. ¡No me pueden hacer esto, ma! ¡Gerónimo no es mi amigo!
—¿Y qué? Quizá lo conocés mejor y te empieza a caer bien.
—Ja, ja, ja —me burlé, poniendo los ojos en blanco.
Pero mi madre no me dio corte y al lunes siguiente el tío de Gero nos fue a buscar a la escuela. Por eso es que ahora comparto tanto tiempo con él y su tío, ¡que me fastidia hasta el infinito! Damián es imbancable y se cree que sabe todo. Además, nunca de los nunca jamases te deja ganar en un juego. ¡Es reegoísta!
¿Cómo voy a aguantarlo hasta que terminen las clases? ¡Ayudaaa!
¡Ahhh! Olvidé lo más importante: ¡presentarme!
Me llamo María José, tengo ocho años y todos me dicen Maju.
Tampoco les conté que cuando sea grande voy a ser árbitra de fútbol, y que por eso siempre dirijo todos los partidos que se juegan en el patio de la escuela.
Todos saben que soy muy exigente y que no me importa si los que juegan son amigos o compañeros: si tengo el silbato rojo, para mí son todos iguales.
Una buena árbitra de fútbol es, sobre todo, justa. Por eso pila de veces les he sacado la tarjeta amarilla y la roja a Joaquín o a Julia, porque
no puedo hacer diferencias, aunque los quiera mucho a los dos.
Si se mandaron una falta, toco el silbato, levanto la tarjeta y listo.