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Ángeles con rostro de lechuza
La fotografía de bordes dentados apareció entre las oxidadas herramientas del galpón. El otrora blanco y negro de la imagen había cedido a un color sepia muy húmedo, por donde se traslucían rostros de otro tiempo. El hombre alto y huesudo, de ojos intensamente claros, nariz ganchuda y un cigarrillo azumagado entre los labios, es mi tío Davor Mantic. Los que aparecen a su alrededor son la peonada, es decir, puesteros y ovejeros de brazos firmes y caras curtidas por el sol. Casi todos provenientes de la isla de Chiloé.
El niño pecoso que viste un chaleco de lana con un ciervo en el pecho y calza ese gorro de piloto, sonriendo sin abrir los labios, soy yo. Debo tener unos nueve años apenas cumplidos.
Todos están felices por el éxito de la esquila y exhiben en sus manos sendos vasos de vino. Sólo hay una figura en el extremo izquierdo de la cuadrilla cuya silueta parece adosada, ya que es totalmente ajena al lugar. El gastado vestón es de otro escenario y la bola de plumas irregulares parece ser su cabeza.
–Es Romilio –me digo.
Cuando pronuncio ese nombre recuerdo a ese ser accidental y remoto, un obsequio en aquel pasado que uno no delimita certeramente si acaso se trató de un sueño.
Todos los veranos, mi padre me enviaba a la estancia familiar que administraba su hermano, el tío Davor. El viejo sentía que el hijo único del clan Mantic no debía acostumbrarse a vivir exclusivamente en Punta Arenas, sino también conocer los rigores del campo. El tío Davor, un croata de modales ásperos y marcadamente poco afectivo, me involucraba como un callado espectador en las faenas de la
estancia. Recuerdo que sentado en un portón de troncos veía aterrado cómo los peones marcaban a fuego los novillos bajo las órdenes de mi tío. También vi capar corderos a diente y sacrificar cerdos por cuya garganta rajada brotaba el fiero manantial de sangre que colocaban en una vasija para el ñachi. Muchas veces montado en un caballo alazán con una estrella en la frente, cabalgué junto a mi tío arreando piños. Yo era un frágil hombrecito conducido por las manos grandes y huesudas de un tipo parco y distante, que olía a humo y capón. No obstante, en las noches, cuando los sonidos del campo cedían al silencio, lo escuchaba cantar a voz en cuello, mientras se zampaba unas copitas de pelinkovac:
«Tamo daleko, dalejo kraj mora, / tamo je selo moje, tamo je ljubav moja, / tamo je selo moje, tamo je ljubav moja». *
Así pasaban para mí los meses de enero y febrero, peinado por el viento que sacudía los pastizales hasta perderse en el mar. Toda la evocación de esa época me remite a un río de aburrimiento y crueldad. Luego volvía a Punta Arenas donde me esperaba el colegio salesiano.
Una tarde que fuimos hasta el emporio cerca de ahí, en una traqueteada camioneta Ford roja que parecía haber sobrevivido varios inviernos, vimos una figura que parecía descender por el lado derecho del cerro tropezando torpemente con las matas de calafate, mientras batía sus alas con fuerza intentando en vano evitar las rachas de viento, hasta estrellarse contra el parabrisas. Vi con patente claridad sus inmensos ojos acuosos similares a un búho, antes de rodar acrobáticamente por el capó hasta caer en tierra.
–¡Tío! ¡Tío! –grité asustado–. ¡Atropellaste a una persona!
–No es persona quien romper vidrio, ser carancho –respondió él sin inmutarse, para seguir conduciendo–. Pájaro desgraciado rompió vidrio. Nesreca ptica** .
Pero yo estaba tan aterrado y eufórico asegurando que habíamos matado a un hombre, que el tío Davor detuvo muy malhumorado la
* En español: «Lejos, muy lejos, / allá en la orilla del mar, / está mi novia querida, está mi amada ciudad».
** En español: «Pajarraco infeliz».
camioneta. Nos bajamos en plena ruta y avanzamos unos metros en dirección opuesta. El sendero de ripio tenía unas manchas de sangre muy espesa.
–Golpear fuerte pájaro la camioneta –comentó mi tío mientras nos acercábamos al bulto.
Yacía en el suelo una figura vagamente antropomorfa. Así lo confirmaban una camisa blanca muy gastada, un vestón oscuro a rayas y una corbata de fantasía. Sin embargo, su cuerpo estaba cubierto de plumas. Se tapaba la cara de dolor y a unos metros había saltado un sombrero de copa.
–Le ruego me ayude –dijo una voz sumisa e infantil desde el suelo–, creo que me he quebrado el ala.
Cuando nos acercamos, la confusa criatura que yacía en el suelo parecía retorcerse de dolor. Mi tío lo miraba impávido y yo me escondí tras sus enormes manos para contemplar aquel pájaro que debía medir un metro y medio de altura. Recordaba por momentos a una lechuza y en otros, a un halcón. Tenía la cara aplanada revestida de plumas parduscas, mostrando en el disco facial café amarillento la forma de un corazón. El pecho y el abdomen eran blancos con manchas amarillentas y negruzcas; el pico curvo, corto, de color hueso.
–¿Usted estar tonto? –preguntó molesto el tío Davor–. ¿Por qué persona disfrazarse de pájaro y querer volar?
La criatura se incorporó con mucha dificultad.
–Debe extrañarle mi aspecto –dijo amablemente tras algo parecido a una risa–, no están acostumbrados a ver por aquí a un terodo… Si bien somos aves, nuestra raza tiene comportamientos similares a los seres humanos. Por ejemplo, hablamos.
Mostraba el hombre pájaro su ala quebrada, exhibiendo el borde de un hueso roto que se hundía en un remolino de plumas. El tío Davor actuó con indiferencia ante este personaje estrambótico e inusual. Yo le pedí algo angustiado que lo llevara a la estancia, que no podía dejarlo botado allí.
–Eres un jovencito muy bondadoso –comentó tras una breve queja de dolor.
En el camino de regreso a la estancia, yo iba entre mi tío al volante y esa suerte de lechuza gigante con corbata.
–¿Usted ser de muy lejos? –preguntó el tío Davor rompiendo el silencio.
–Un poco –dijo el pájaro limpiando su sombrero con el ala buena–.
En realidad los terodos, mi raza, creamos nuestros nidos no lejos de los acantilados de la costa. Iba a Punta Arenas a resolver unos trámites. El viento norte me trajo hasta esta parte y desgraciadamente me estrellé contra ustedes. Me llamo Romilio.
Yo miraba asustado sus enormes ojos. Mi tío Davor le contó que venía de un país lejano llamado Yugoslavia y de una isla que se llamaba Brac, aunque había llegado desde pequeño con sus padres a Magallanes. Luego volvió a su mutismo acostumbrado.
Romilio escuchaba las palabras de mi tío con especial atención, siempre con una personalidad tenue, como a punto de desmoronarse. Esta primera impresión se confirmó cuando llegamos a la estancia y observó con semblante reflexivo los altos galpones de esquila, la gran casona familiar y los corrales repletos de ovejas.
La señora que hacía el aseo en la casa familiar vendó y entablilló el ala rota. Así fue como el tío Davor decidió que Romilio permaneciera en la estancia hasta que recuperara las fuerzas. El caudal que me remite a todos esos recuerdos es un gran viento confuso por donde transita un espíritu oscuro. Yo soy ese espíritu oscuro.
Romilio vivió cerca de dos meses durmiendo en los sucios jergones de los trabajadores que observaban con una mezcla de indiferencia y desprecio a este inmenso pájaro vestido de persona y que se dirigía a ellos usando modales afectados y caballerosos.
Yo solía recorrer la estancia de extremo a extremo con él, mientras me explicaba los comportamientos de los pájaros como un maestro de enorme paciencia. Algunos de esos datos todavía los conservo en la memoria. Contemplaba con una timidez muy similar a la mía las duras faenas del campo y observábamos en silencio cuando se
sacrificaba a un animal como una rutina despreocupada. También nos acompañó en la esquila, donde alguien nos fotografió a todos.
–Mira, muchacho –me dijo una vez con su ala sana, por donde asomaban unas plumas nuevas de color gris apizarrado–, pocos terodos han visto tan de cerca el comportamiento humano como yo. Ustedes son una especie muy especial, conviven con otras razas, incluso las sacrifican, pero jamás comprenden sus idiomas.
El humano no habla con el perro, con la oveja, con la vaca. Si bien los terodos somos organismos débiles y maltrechos, podemos comunicarnos con cualquier ser viviente. De hecho, para nosotros, Dios es un pájaro que entiende todos los idiomas.
Debo decir que mi tío Davor siempre observó con desconfianza la amistad que yo había entablado con Romilio. Pero yo estaba boquiabierto escuchando las historias de los terodos y viendo cómo Romilio hablaba con los perros y me traducía sus ladridos.
En una oportunidad, mientras cenábamos en la casa, las intenciones del tío se transparentaron.
–Si carancho no colaborar con la esquila, mejor irse para su casa –declaró con su voz enfática, donde las erres prácticamente no existían.
Pero yo le rogué que dejara a Romilio hasta que por lo menos pudiera volver a volar. El tío Davor aceptó a regañadientes, dejando escurrir unos insultos en croata.
Efectivamente, el ala de mi amigo continuó prosperando con nuestras conversaciones. Yo sentía que Romilio era un ser hermoso y desprotegido que albergaba un poco a todos los animales que había visto, una suerte de entrañable mascota que me narraba un mundo paralelo, muy distante a esos pastizales agrestes y sus días nublados que a veces amenazaban con lluvias frías.
No obstante, en una oportunidad lo espié tras unas matas de calafate y pude verlo desprendiéndose cuidadosamente de las vendas. Tomó vuelo desde lo alto del cerro y se lanzó al capricho del viento. Yo corrí siguiendo su figura alada. Planeó unos metros desmadejadamente y se estrelló contra un árbol. Los trabajadores lo trajeron en andas más malherido que la vez anterior.
–Te ibas sin despedirte de mí –le reproché mientras la señora le curaba sus heridas.
–Jamás haría eso –respondió con su voz de anciano comedido–, sólo que los míos deben estar preocupados, ya que debí haber vuelto hace mucho.
En ese momento entró mi tío blandiendo el rebenque y observó la escena con expresión agria.
–Govna ptica. Gdje cémo ici? *
Creo que desde entonces los acontecimientos fueron tomando un sesgo terrible.
De partida, mi amistad con Romilio se fue quebrando. Cada vez que yo le preguntaba algo, solía contestar con respuestas parcas y algo inconexas. De igual modo, en pocos días parecía estar más enfermo, su plumaje se tornó ocre, las patas se le descamaron y su vientre se había abultado extrañamente. Había perdido el apetito y el ánimo. Permanecía todo el día acostado en su jergón tapado con una piel de guanaco que le servía de cobija, en medio de tercianas que acentuaban sus ojos vidriosos y febriles. Por momentos daba la impresión que deliraba.
Sin embargo, todos los días le llevaba su comida que agradecía apenas y de la cual probaba uno o dos bocados.
Durante ese breve lapso noté que el tío Davor había recuperado el buen semblante y la ausencia fantasmal de Romilio le había llevado a vislumbrar con entusiasmo las faenas de los matarifes. Tanto fue su entusiasmo que un día me pidió que lo acompañara nuevamente al emporio. En el trayecto de vuelta, la camioneta cruzó los mismos senderos por donde nos habíamos topado accidentalmente con Romilio. El perfil anguloso de mi tío parecía perderse en la ruta. Cuando entramos a la estancia, nos encontramos con un grupo de unos veinte trabajadores que parecían celebrar en círculo, con unas garrafas de vino sobre la hierba. Sobre la misma piel de guanaco «manteaban» a Romilio esta vez sin ropa alguna, en medio de risas y vivas. El pájaro aleteaba en el aire como queriendo escapar de esa
* En español: «Pájaro de mierda. ¿Adónde vamos a llegar?».
situación desgraciada, pero luego de su esfuerzo inútil caía en el gran manto y el ritual de angustia y dolor se repetía. Recuerdo que mi tío los insultó con dureza arrojando lejos una de las garrafas, desafiando a quien se atreviese, a romperle la cara. Los trabajadores volvieron a los galpones silenciosos, pero con un resentimiento felino que les atravesaba el rostro.
–¡Chilotes de mierda! –gritó–. Desde que llegar carancho, todo mal aquí. Razumijes? *
Me di cuenta que en algo tenía razón, que nuestras almas jugaban al escondite con la muerte.
–Creo que el momento más importante en la existencia de un terodo ha llegado –me dijo Romilio después, recostado en su jergón. Al día siguiente ingresé en el gran galpón de techos altos, por donde el viento parecía colarse sin remedio. Encontré a Romilio más repuesto de los maltratos. Parecía como si el largo tormento de la enfermedad que lo aquejaba culminara.
–Tú has sido mi único amigo todo este tiempo –dijo tocando mi mano–. Quiero compartir contigo un secreto que debes guardar celosamente, hasta que mi ala se recupere y pueda volar a casa.
En ese momento descorrió la colcha y me enseñó su pudorosa desnudez. Entre sus piernas había cuatro pequeños terodos, de dorsos color rufo y grandes ojos de lechuza. Piaban sin cesar.
–Entonces… ¿eres mujer? –articulé contrariado.
–En nuestra raza no distinguimos entre machos y hembras. El dios pájaro que nos entregó su aliento nos hizo seres completos: padres y madres a la vez. Ellos nacieron anoche, pero aún no tienen nombre, quizás puedas ayudarme en eso. Pero estos hombres son malos e impulsivos y temo que les hagan algo.
En ese minuto sellamos un pacto de silencio.
Recuerdo que me convertí en un ladrón profesional. Me las ingenié para robar comida de la alacena por los métodos más ingeniosos y que incluso en ocasiones opté por privarme de comer para llevar alimento a Romilio y sus crías.
* En español: «¿Me entiendes?».
El recuerdo final es una daga que desgarra la noche de esa infancia, un pincel expresionista que ensucia los matices del crepúsculo. Ocurrió durante una tarde hermosa, mientras yo me encontraba sentado en una rueda de carreta, observando el mar que se perdía en esos cielos incendiados tan comunes en los veranos magallánicos. Una mano me tomó el hombro con fuerza. Era mi tío Davor y su expresión era bronceada y rigurosa, de músculos rígidos. Llevaba al hombro su viejo rifle winchester.
–¿Sabe usted dónde estar carancho? –me preguntó como leyendo mi alma.
Alcancé a encogerme de hombros a la manera de un acto reflejo, absolutamente incapaz de ocultar el secreto. Me tomó de la mano y me llevó hasta el galpón. Cuando abrió las grandes puertas vi a Romilio que miraba con tristeza una oveja muerta con las vísceras abiertas que las crías devoraban en pequeños picotazos.
–Ahora arreglar esto yo –dijo el tío Davor–. Moje ovce su sveta*.
Romilio me dijo tras una mirada húmeda que delataba una expresión de disculpa:
–Lo siento, amigo… no pude evitarlo.
Pero mi tío me ordenó que saliera de ahí inmediatamente. Al pie del gran portón de las barracas sentí los cinco tiros que disparó. Eran puñaladas al lomo de mi inocencia, un viento pujante que apagaba llamas hasta cimbrarlas en el vacío y pequeñas almas que se elevaban por los techos, más bien querubines con cara de lechuza.
El regreso al colegio salesiano en marzo y el retorno a una vida que no escogí ya no es parte de esta semblanza. Tampoco el recuerdo de hombres torvos, palabras de un idioma que ni siquiera heredé, un ser providencial y asombrado, un niño mirando el mar. Sólo la fotografía atrapó un instante que se transfigura en mi memoria, un pasado crepitante donde la única patria es la infancia. Luego todo se oscurecerá. De repente, algún cielo de postal con nubes en forma de animales, rostros o guitarras, allá en los imperios del dios pájaro.
* En croata, «Mis ovejas son sagradas».
Quillas como espadas
Y entonces supo lo que había traído al mar. No había necesidad de Adán… ni de Eva. Sólo el mar, la gran madre de la vida, era necesario. El mar lo había llamado a su seno para que la vida pudiera surgir una vez más, y se sintió contento.
Alfredo Bester
El barco se movía como un cachalote sobre el cristal acerado de la superficie. Era un pequeño rompehielos bastante panzudo de no más de dieciocho metros de eslora cuyo motor rugía pesadamente, haciendo girar las hélices sobre el agua fría de esos parajes meridionales. El Barlovento –así se llamaba nuestro navío– zarpaba desde Punta Arenas hasta internarse en los canales australes y luego descender más al sur, hasta muy cerca del círculo polar.
A bordo sólo dos tripulantes: Faetón Cruz y yo. Miento, también nos acompañaba nuestro elenco, la mayoría de las veces oculto en un pañol.
Recalábamos en remotos puntos de esa geografía confusa y rotunda, donde el espejo del mar se extendía en grandes catedrales celestes de filudas aristas, en los hielos del fin del mundo. Cada puerto, villorrio costero, alcaldía de mar, caleta o faro del extremo austral escuchó nuestra rutina que se puede describir más o menos así:
–Señoras y señores –decía Faetón Cruz calzando un vestón de raso, un corbatín y un sombrero de copa–, El Barlovento se complace
en presentarles el espectáculo más fabuloso del extremo sur: ¡La orquesta antártica!
Por el puente de madera cruzaban a paso firme los músicos hasta tocar tierra e instalarse en un agreste e improvisado escenario: los tres pingüinos, Serfán, Asdrúbal y Carmelo, con sus trompetas; la foca cangrejera llevando atada a su aleta la baqueta para hacer sonar el xilófono; el lobo marino encargado de la percusión con su caja.
Me erigía frente a ellos con una batuta y daba comienzo a la melodía, torpe, desafinada al principio. Luego los metales se elevaban en la cadencia de la tarde, el golpe del martillo sobre las láminas del xilófono tentaba el límite de la escala sonora, y el ritmo de la caja se fundía con el viento helado. Después bocaquiusa y de nuevo siguiendo mis indicaciones comenzaba el andante, trayendo la armonía del brazo de una animalidad genuina e infantil, ya que de repente parecían niños recitando un poema aprendido de memoria. Los ojos acuosos de los pingüinos, la expresión distraída de las focas, el sonido del mar.
Había conocido a Faetón Cruz hace menos de dos años en «Los dientes de Navarino», un pequeño bar de Puerto Williams. Me llamó la atención su elocuencia y el frenesí que imprimía incluso a las actividades más triviales. Faetón puede describirse como un tipo de nariz afilada, fisonomía expresiva, labios apretados y finos, y una calvicie huesuda. Su barba era prácticamente roja y su bigote intensamente rubio y cercenado, siguiendo el perfil del labio.
Luego de beber litros de un whisky bastante poco católico, me ofreció enrolarme en El Barlovento para llevar su espectáculo por los rincones más remotos. Acepté sin vacilar, dado mi repentino entusiasmo por esa empresa estrambótica y por una cesantía prolongada que ya mostraba sus estragos.
Esos tiempos de camaradería fueron hermosos.
Innumerables los secretos del mar, las aguas siempre a punto de cambiar de humor, las ballenas resoplando en los amaneceres, las inmensas catedrales de hielo flotando en el inviolable cristal del oleaje antártico. Sin embargo, de tanto navegar y reiterar nuestro
número musical, los días se nos habían tornado largos y rutinarios. La temporada empezaba a decaer.
–Esto se está poniendo repetitivo y cansador –me dijo Faetón Cruz mientras daba pescado a los pingüinos, casi adivinando mis pensamientos.
–No te quejes tanto –respondí de inmediato–. Al menos el buen tiempo nos acompañó hasta ahora.
Para qué habré dicho eso. En las próximas tres horas de navegación observamos un cúmulo de nubes plomizas amontonarse en el horizonte y el viento lluvioso y arremolinado comenzó a soplar alterando el oleaje. La tarde sorprendió a El Barlovento empopado escalando esas frías cumbres de agua y espuma. Parecía una cáscara de nuez resistiendo la hondonada de las olas, para luego caer en el abismo.
En las próximas cuatro horas, el océano se había tornado un caldero del infierno.
El motor había sufrido una avería, así lo evidenciaba el difícil trabajo de las hélices.
Allí, en medio del vaivén vertiginoso que escoraba peligrosamente nuestro navío, Faetón y yo avizoramos una restinga de tierra que se extendía como un tajo abriendo el vientre de un pez hasta un fondo de glaciares. También apreciamos con alivio una bahía natural a un costado. Dirigimos la caña en dirección a ese sitio y pudimos atracar con menos dificultad de la que pensamos.
Nos recibió de sopetón la imagen de un colosal iceberg de puntas erizadas.
Protegidos por los gruesos abrigos polares, caminamos unos cuarenta metros a través de la franja de tierra enfrentando la reciedumbre de un viento que llegaba a cortar el rostro como un cuchillo. La tarde era clara y fría.
El lugar tenía algo de boreal y onírico, ceñido por el derrotero del astro diurno que caía sobre las aristas de los témpanos. Cuando miramos hacia donde estaba El Barlovento, aún un tanto inquieto por el movimiento del oleaje, nos pareció que el paisaje acentuaba hendiduras profundas, algo similar a fragmentos de montañas o a
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