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1º Edición: septiembre 2022
ISBN: 978-956-097-193-7
Registro de Propiedad Intelectual: 2022-A-7654
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida en cualquier forma o por cualquier medio electrónico o mecánico, incluyendo almacenamiento de información y sistemas de recuperación, sin permiso por escrito del editor o autor, excepto por un crítico que puede citar pasajes breves en una reseña.
Ilustración de portada y diagramación: Francisco González
Fotografía de portada: Chantal Cartier Z.
Edición, promoción y distribución: Ediciones del Gato
Impreso en Chile/Printed in Chile
A mi familia y mi círculo de amistad, y en especial a quienes tienen sueños por cumplir.
Antes me daba miedo hablar con la gente. Eso resultaba ser un gran problema, porque yo quería tener amigos y amigas, pero al menor intento me paralizaba, quedaba en blanco, tiritaba como jalea y mi cara se ponía roja. Creía que se iban a burlar de mí o que me cambiarían el nombre por un apodo de esos que duelen, los que te demuestran que el resto cree que no eres igual a los demás, sino diferente.
Era algo muy raro. Yo me aceptaba con mis virtudes y defectos, pero a los demás parecía ofenderlos y se encargaban de recordármelo todo el tiempo. Me daba mucha rabia, me frustraba. Para ellos era algo muy normal olvidar que las personas somos más que un apodo. Narigona, orejona, enana, gigante, cuatro ojos, aceituna; todos eran igual de hirientes.
Eso pasó en mi colegio anterior. De un día para otro dejé de ser Sofía y pasé a llamarme cabeza de cobre, entre otras cosas que no quisiera recordar. Fue tanto el bullying que sufrí por parte de mis compañeras y compañeros de curso que al final no solo me tuve que cambiar de casa; mi familia decidió mudarse a otra región.
Fue así como mi papá, mi mamá, mi hermano de seis años y yo nos vinimos a vivir a la casa donde pasábamos las vacaciones en Robles Viejos, un pueblo rural precordillerano de la localidad Los Aromos, al sur de Chile. Cuando veníamos en verano con Maxi solo nos preocupábamos de pasarlo bien, jugar la mayor parte del día en el patio y por las noches esquivar a los zancudos. Todo parecía funcionar, pero sería algo muy diferente vivir el año completo. Para que eso ocurriera, tuvimos que reacondicionar la casa: agrandar la alacena, instalar una chimenea y cocina a leña, comprar un radio comunicador para mantenernos en contacto con los vecinos, y reforzar el techo y las ventanas. En el exterior instalaron unos tambores para la recolección de aguas lluvia, construyeron corrales para los animales, y ampliaron la bodega para guardar leña, follaje y herramientas. Era todo muy lindo, pero cuando empezó a hacer frío añoré estar en la ciudad; abrir la llave del agua y que saliera calientita, ver televisión tranquila y abrigada con un chal o salir con paraguas en un día de lluvia se cambió por estar preocupados de que al primer ventarrón nos quedemos sin luz y hasta que se nos vaya a volar la casa, sumado a que los días fríos las cañerías se congelan. Para bañarnos hay que calentar el agua en el fuego. ¡Cómo olvidar las veces que me caí al principio por la escarcha sobre el suelo que se convierte en una pista de patinaje! Ahora ya estoy más acostumbrada sí.
Robles Viejos es conocido por el Festival de la Manzana y la Feria Costumbrista que se realizan en enero. Entonces se hacen diversas actividades y se venden productos del pueblo como miel, pasteles, tejidos y artesanía, además de las deliciosas Mermeladas Rojas que prepara y envasa la familia de Maite.
Ella es mi única y mejor amiga en este lugar. Compartimos un montón de cosas. Nos gusta la misma música, somos compañeras y hasta viajamos en el mismo transporte escolar. Cada verano, a Maite la observaba compartir con otras niñas en la Plaza de Robles Viejos, pero yo no me atrevía a jugar ni conversar con ellas. Hasta que el año pasado, cuando empecé a ir a la escuela acá, me tocó usar el puesto vacío que había al lado de ella en la sala de clases.Yo estaba muy nerviosa y cuando me senté se me cayó la mochila. Ella la recogió, me la pasó y después me regaló una goma de borrar.
-Bienvenida -me dijo con una sonrisa.
Desde ese día nos volvimos inseparables. Ser la mejor amiga de Maite hizo que mis días escolares comenzaran a ser más geniales y menos angustiosos.
Digo menos porque nada es perfecto. Durante el trayecto de ida y regreso al colegio tenemos que compartir bus y aire con las pesadas de Las PINK. Priscila, Inés y Karen insisten en burlarse de nosotras y tratan de que los demás lo hagan. Es una especie de fijación. Ellas
se creen como parte de la realeza y pretenden que las traten así, aunque nadie en el transporte escolar lo hace.
Pero un viernes, cuando Maite ya se había bajado, estaba harta de que se burlaran del gorro de lana con orejas que me había tejido mi mamá y apenas llegué a mi casa me vi haciendo algo que por ningún motivo tenía que hacer.
-¡Cállense! ¡Mi gorro es calentito! -les grité, enfurecida, con el portón a medio abrir.
Ellas se quedaron mudas. Estoy segura de que se escuchaban hasta los grillos.
Cuando comenzó a moverse el bus vi al resto de los compañeros riendo y me di cuenta de lo que había hecho. Sentí desesperación; corrí por el camino hacia la casa y me lancé sobre mi cama llorando. “¿Por qué soy tan atarantada? Las PINK me la van a cobrar el lunes, ¡seguro!”
Sabía que eso sería el comienzo de algo peor, que el problema escalaría a pasos agigantados. Y yo no quería que sucediera de nuevo todo lo que había hecho que con mi familia nos hubiéramos ido a vivir al campo.
Imaginé que tendríamos que cambiarnos de casa o buscar otra alternativa para no usar ese bus escolar, al que no me volvería a subir jamás. Pero, a diferencia de la vez anterior, mi familia era feliz en Robles Viejos, por lo que frases como “todo va a mejorar”, “no hay
otra opción”, “es más seguro el bus escolar” hicieron de muralla ante mis ruegos, y la gran solución de mi mamá al drama escolar que estaba viviendo fue un lapidario: “no les hagas caso”.
Al lunes siguiente, tendría que aguantar estoica a Las PINK hasta que Maite se sumara al trayecto.
Mi vida se había acabado.
Al otro día, mi mamá no había cambiado de opinión. Deprimida y todo, me sentí con un poco de suerte cuando papá me pidió que lo acompañara a comprar al pueblo.
—Sofía, apúrate —dijo mientras yo estaba aún amarrándome las zapatillas—. No quiero que nos demoremos una eternidad en las compras que encargó tu mamá —su voz fue perdiendo fuerza hasta que se escuchó como lamento—; yo estaba seguro que era perejil, pero ella dice que es cilantro y que lo necesita urgente para el almuerzo de mañana…
—Pero si es lo mismo, una ramita con hojas verdes que…
—No es el mismo sabor —aclaró mamá, que apareció de improviso detrás de nosotros—. Mañana vienen los Montes a almorzar. —Al ver mi cara de sorpresa puso los brazos en jarra. —No me digas que se te olvidó…
No dije nada y me apresuré para subir a la camioneta porque sí, lo había olvidado. Al día siguiente era
el turno de que los Montes nos visitaran. Ellos viven a tres kilómetros de mi casa por la vereda del frente hacia la cordillera y me caen casi todos muy bien. Tienen una hija y un hijo: Eloísa, que estudia en mi colegio un par de cursos más arriba que yo, a veces usa el bus escolar y en un tiempo remoto, cuando yo era mucho más chica que ahora, fue nuestra niñera en vacaciones; y Lucas, el odioso, que tiene mi misma edad. “Quizás con qué tontera saldrá mañana”, pensé. Yo no entendía por qué él visitaba MI casa y jugaba con MI hermano muy campante si había sido capaz de inventar que mi familia tenía un perro vampiro y más encima lo había contado en el bus escolar. Como si esto fuera poco, Lucas siempre se reía junto a su amigo Agustín Toro de las burlas que Las PINK nos hacían a mí o a Maite. Por todas esas razones, en la pequeña lista secreta de mis enemigos él se había ganado un merecido puesto.
Recién al bajar de la camioneta mi mente se acordó de que era muy posible que fuera a coincidir alguna o todas Las PINK. Me golpeé la frente. No sabía por qué había olvidado que Robles Viejos es un pueblo pequeño, en el que uno de los pocos panoramas es caminar o comprar en los negocios alrededor de la plaza. Por si eso fuera poco, por más que lo intente no paso desapercibida; mi cabello rojo al sol parece resplandecer. No llevaba ni media cuadra caminando junto a mi papá
cuando Inés, una de Las PINK, me hizo un desprecio desde la vereda del frente.
Cuando entramos a la panadería, mi papá me lanzó una bomba:
—Sofía, se me hace que tendré que esperar por el encargo de tu mamá. —Miró la pantalla de su teléfono celular. —¿Podrías pasar al correo, por favor? Capaz que ya hayan llegado las cartas de tus abuelas.
Salí de allí hecha un manojo de nervios; eso de hablar con las personas no se me daba bien. Ni el llavero de Las Abejas Furiosas, el equipo femenino de fútbol en mi colegio que me había regalado Maite, me hizo sentir mejor. Tampoco me estaba resultando mucho eso de repetirme en cada paso “¡yo puedo!” Mi mente solo mostraba escenarios catastróficos de lo que podría pasar y lo único que pensaba era en cómo salvarme de ellos.
Cuando iba frente a la entrada principal de la Municipalidad me llamó la atención un cartel de color amarillo. Me acerqué: anunciaba un concurso literario.
Un calorcito llenó mi corazón, que comenzó a palpitar de una forma diferente. Leí tan concentrada que aprendí de memoria lo que allí decía. Sonreí sin darme cuenta, y del gancho donde colgaban varios papelitos con los requisitos tomé uno.
Estaba decidida a participar y me sentía muy feliz.
El concurso se trataba de escribir una historia sobre un lugar novedoso de Robles Viejos para atraer turistas.
Quedaban descartadas las actividades tradicionales: el Festival de la Manzana, las visitas al Parque Nacional o la Feria Costumbrista. El premio sería la publicación del cuento en un libro y un diploma de reconocimiento. Tenía tres meses para presentarlo.
Yo estaba clara sobre qué iba a escribir e incluso cumplía con todos los requisitos. Sentí una certeza dentro de mi corazón, calientita y palpitante como un caballo que disfrutaba de su libertad. Mi idea superaría las expectativas de esas tradiciones y haría que, en un futuro cercano, personas de todas partes del país y hasta del mundo viajarían aquí a conocerlo. De paso, dejarían de apodarme “cabeza de cobre” porque al fin yo sería visible por quien era y no por mi color de pelo que, aunque me encantaba, no es mi nombre, sino una característica.Yo, Sofía Catalina, escribiría sobre “El cerro de los deseos”, una leyenda de este pueblo que pedía a gritos ser contada y leída. De hecho, tenía ese cerro justo al frente de mi casa.
Para mí era una idea fabulosa.
—Mamá, ¿tú crees que podamos subir al cerro de los deseos un fin de semana?
Aunque la había buscado por toda la casa para preguntarle, titubeé. Los permisos con mi mamá eran cosa seria.
—No —dijo. Lo sentí como un cachetazo en mi cara. Ni siquiera sabía mi idea completa y ya me estaba negando la felicidad—. Tú sabes que tu hermano es hiperactivo, por lo que no puedo estar pendiente de los dos. Tendrías que buscar alguien mayor para que nos acompañe…
—Yo soy mayor que Maxi.
—Me refiero a alguien responsable... alguien como Eloísa.
—Yo soy súper responsable.
Mi pecho se infló de orgullo y pasé por alto la propuesta.
—Anoche el corral de las gallinas no decía lo mismo. Y yo no sé por qué reclamas tanto, si te estoy dando permiso si va Eloísa, quien sí es mayor que tú y responsable…
—¡Bien! ¡Pero cuando yo tenga quince años voy a subir sola al cerro!
—Bajamos el tonito —advirtió con cara seria de mamá—. Si sigues así no hay permiso.
Era una tontería ponerme a discutir con ella, haciendo peligrar el permiso, pero me daba rabia que por un simple descuido me acusara de ser irresponsable. ¡No lo soy! Solo lo olvidé con el asunto del concurso.
Cuando se me pasó la molestia me enfoqué en el punto importante: todo se resumía en hablar con Eloísa para que me acompañara al cerro. Estaba más que segura de que me acompañaría; quizás la idea hasta la entusiasmaría. Entonces, yo le avisaría a Maite. Todo lo plasmaría en un cuaderno de borrador. “¡Sí, sí! Esa es una buena idea. Incluso tendrá un nombre secreto, algo como Expediciones Secretas. ¡No! Mejor Expedición Número Uno. ¡Sí! Eso lo hará sonar interesante”, me entretuve pensando, y de inmediato decidí que lo tendría que esconder fuera del alcance de Maxi, que parece tener alma de espía.
Con la idea que parecía fluir como el agua por el estero solo me restaba organizar mis tiempos, ya que durante tres meses me concentraría en escribir sobre este cerro en particular.
La leyenda cuenta que si se pide un deseo de corazón el cerro lo concede, pero solo si cada uno pone de su
parte. Cuando se cumple, la forma de retribución es plantar una flor o un árbol sobre la cima.
¿Cómo sabía yo que era cierto?
Porque había hecho la prueba. El año pasado, cuando nos vinimos con mi familia a vivir a Robles Viejos, pedí tres deseos: que la gente me viera por lo que soy y no por un apodo, tener un grupo de personas con quienes compartir y, el último, encontrar una mejor amiga. De los dos primeros no puedo hablar, pero el tercero sí se me cumplió. ¿Qué más prueba que esa?
Tenía todo planeado hasta el último detalle. Solo faltaba hablar con Eloísa para fijar el día y la hora, subir hasta la cima y listo.
—¿Aún no estás vestida para el almuerzo con los Montes? Pero Sofía… —Los ojos de mi mamá se clavaron en mi ropa; no era buen momento para reclamar.
—Ya deberías estar arreglándote…
Justo que yo había encontrado el tema para escribir y mi mamá me recordaba sobre las visitas. En mi mente, el cambio de ropa había pasado como a octavo plano de importancia porque los almuerzos con los Montes siempre eran iguales. Lo único que me mantenía entusiasmada era que confiaba en que Eloísa diría que sí a mi propuesta de subir al cerro de los deseos.
Iba a ser una tarde memorable.
4
Tuvimos un almuerzo tranquilo y leche nevada que llevaron los Montes como postre.
Luego de la sobremesa, los chicos, o sea Eloísa, Lucas, Maxi y yo, salimos a una pequeña expedición hacia el estero que marca el límite de la parcela llevando cuerdas, una muda de ropa para mi hermano (que siempre tenía extrañas casualidades) y hasta un palo que mi mamá insistió en agregar. El señor que nos ayudaba con el regadío y las labores del terreno se había tardado tres días en abrir un túnel en medio de las zarzamoras para pasar directo hacia al estero sin tener que darnos una vuelta.
Nos lanzamos a la aventura. El túnel se veía tenebroso, dispuesto a devorarnos al menor despiste con las espinas que se entretejían como una gran telaraña gigante.
A medida que nos íbamos acercando, el sonido del agua se hacía más fuerte. Lucas, asombrado, caminó solo unos pasos y se detuvo.
—¿No vienes? —le preguntó Eloísa—; si no, te vas a quedar solo.
—Esas espinas se ven muy filosas…
Maxi le mostró las heridas de batalla que se había ganado por curiosear en medio de los trabajos de poda.
—Según él, les tiene respeto a las zarzamoras —me susurró Eloísa sonriendo pícara—, pero la verdad fue que una vez se cayó y quedó todo rasguñado. Lo tuvieron que sacar con una escalera… ¡épico!
Mi cara de dolor debió notarse a kilómetros. Alguna vez yo me había pasado a llevar con una rama y quedé sufriendo en silencio, pero Lucas había ido como dos niveles más allá con esa caída.
—¡Cómo pudiste! ¿Se lo dijiste? —La cara de Lucas se puso de todos colores. —¡Esas cosas no se cuentan!
—Estaba tan molesto que sus ojos parecían a punto de disparar rayos, pero al segundo nos dedicó un desprecio.
—Además que no fue tan así…
—Ni siquiera sabes qué le dije.
—¡No fue así y punto final! —gritó a su hermana.
Eloísa simuló un bostezo de aburrimiento y Lucas se fue hacia el túnel de zarzamoras. Caminaba encorvado, convertido en un ogro con pasos pesados, enojadísimo, tanto que ni Maxi se atrevió a preguntar de qué hablaban ellos y yo solo me apresuré a seguir sus rulitos saltarines.
—Dicen que este cerro cumple deseos —me aventuré a cambiar de tema.
—Es cierto —respondió Lucas, que miraba el agua—, cumple todos los deseos…
—¡No es cierto! Esas son habladurías de la gente
—dijo Eloísa en voz tan baja que dudé si había escuchado bien.
—¿Cómo? Entonces, ¿no cumple los deseos?
—¡No! —respondió y frunció su ceño.
Quedé estupefacta. ¡No podía creerlo! La única persona a la que yo estaba hiper segura de que se le habían cumplido sus deseos me estaba diciendo que no era cierto.
En ese momento Lucas se me acercó.
—¡Bah! Lo que pasa es que a ella no se le cumplió un deseo, por eso siempre dice esas cosas —me susurró con cara de tener un secreto atragantado.
—Pero se supone que los cumple, todos aquí dicen eso… —No pude evitar mi curiosidad. —¿Qué deseo no se le cumplió?
—Ni idea —respondió y se encogió de hombros.
Así que ese era el motivo.
De golpe tenía una nueva misión: averiguar qué era lo que Eloísa había pedido. “Capaz que la pueda ayudar y de paso logro que me acompañe al cerro”, pensé y creí que tenía todo solucionado.
Me despabilé justo a tiempo cuando Maxi ya estaba agachado desamarrándose las zapatillas. Ambos sonreímos de forma cómplice cuando escuchamos el “¡wow!” de Lucas por enésima vez. Siempre que venía reaccionaba igual; era como si por primera vez conociera un estero. A veces hasta decía que era “huérfano de estero”, como solía llamar a la desgracia de no tener uno en el patio de su casa.
Nos acercamos a la orilla y buscamos alguna poza chica para refrescarnos por el calor. La profundidad del arroyo no superaba mi rodilla, pero a Maxi le llegaba a medio muslo, por lo que tenía que estar más pendiente para que no tuviera una de sus malas casualidades.
—El túnel de zarzamoras lo abrieron para que pudiéramos venir aquí y así no tener que darnos la vuelta —expliqué a Eloísa.
—¿Y qué hay más arriba?
—Agua y rocas —respondí a Lucas lo obvio.
—Entonces no pasa nada si me paro sobre esa roca para mirar si es verdad.
—¡Yo vivo aquí mismo! ¿Cómo no voy a saber qué hay más arriba? —le respondí molesta, pero a él poco le importó, porque se fue saltando con pasos cortos entre roca y roca. “Eso de brincar tentando a la suerte no le llevará a nada bueno”, pensé. Tenía un hermano que hacía lo mismo todo el tiempo. —Yo tendría algo más de cuidado —alerté cuando se acercó a “El pantano de los lamentos”, una tierra falsa cerca de las orillas con piedras pequeñas y algo de maleza de color café oscuro, una trampa en la que apenas se pone un pie, adiós. Una se hunde como si se tratara de arena movediza.
—Yo soy el amo del univer…—alcanzó a decir Lucas antes de perder el equilibrio.
—¡Nooo! —gritamos a coro con Maxi cuando lo vimos irse de espaldas y caer como en cámara lenta en el agua.
Corrimos para tratar de sacarlo, pero una de sus piernas se había clavado en el pantano hasta la rodilla, inmovilizándolo.
Eloísa estalló a carcajadas, contagiando a Maxi.
—¡No se sigan riendo de mi desgracia! ¡Ayúdenme!
—gritó Lucas, enterrándose más con cada movimiento para liberarse. —¡Eloísaaa!
—A ti no más se te ocurre saltar las rocas. ¡Era una pésima idea! —respondió su hermana entre risas—.
¡Solo sale de ahí!
—¡No puedo! ¡Me tiene agarrado el pie! —insistió con la cara descompuesta—. Me voy a quedar por toda la eternidad aquí. ¡El barro me está comiendo la pierna!
—¡Solo sale y ya, Lucas!
—¡Te dije que no puedo! ¡Tengo mi zapatilla atrapada! La mamá me va a castigar de por vida si la pierdo.
¡Nooo! ¡Me va a matar! ¡A su propio hijo! Si muero tragado por el barro dile al papá que lo quiero mucho…
—¡No seas dramático, Lucas! —lo interrumpió Eloísa—. Deja de lamentarte y solo sale de ahí.
—¡Claro! Tú lo dices porque al que le irá mal será a mí... ¡Yo voy a morir aquí! ¡Te quedarás sin hermano!
¿Qué será de mí? Soy muy chico para morir así, tragado por el barro… Díganle a Agustín que…
—¡Nadie le dará ningún recado a tu amigo! ¡Solo sale de allí! —apenas dijo esto Eloísa pareció cambiar de idea—. Aunque no me vendría nada de mal ser hija única…
—¡Eloísaaa! No puedes decir eso. ¡Soy tu hermano favorito! Se supone que tú eres la mayor aquí y nos tenías que cuidar…
—Ah, no. Maxi está íntegro y eso que es el más chico…
—¡Ya para de reírte y ayúdame a salir! ¡No quiero morir así!
Maxi me tiró la polera e indicó un rincón de las zarzamoras. Yo sabía a qué hacía referencia, pero me negaba a aceptarlo.
—Bien, ya entendí… —agarré la mano de Maxi ante su insistencia—. Sí, lo vamos a sacar.
Suspiré profundo y me hice el ánimo. Desamarré mis zapatillas y le indiqué a Maxi que hiciera lo mismo. Eloísa detuvo su risa y nos imitó. Lucas siguió repartiendo su herencia de juguetes y comics.
Cuando me acerqué a él se sonrojó.
—No nos da el tiempo para cubrirte del sol —le dije.
Tartamudeó y luego se quedó en silencio, observando cómo me arrodillaba cerca de su pierna.
—Agradece que Sofía te salvará el pellejo —dijo Eloísa—. De ser por mí, te dejo aquí mismo o llamo a la mamá para que te saque con un reto.
—¡Mala hermana! —refunfuñó Lucas.
Metí mis manos para ubicar la zapatilla; el barro me llegó hasta cerca de los hombros. Resoplé unas mechas de cabello que me hacían cosquillas e hice varios intentos para agarrarla hasta que todo ese buceo dio resultados positivos.
—¿Ese es tu pie? —dije girando para verlo. Afirmó con la cabeza—. Bien. —Busqué con atención a mi hermano, que estaba expectante. —Maxi, ayuda a Eloísa a traer la pala grande y ese palo que nos pasó la mamá.
¡Con cuidado! ¡Nada de traerlo loqueando!
Quedé a solas con Lucas.
—¿Me sacarás?
—Eso vamos a tratar… tú, despreocúpate —intenté darle ánimos, pero mis palabras sonaron más bien intrigantes.
—¿Qué tienes en mente? Porque quiero mi pierna…
No sabía si explicarle mi idea, considerando que se había estado lamentando por su zapatilla y porque supuestamente iba a morir tragado por el barro.
—Ya, dime. ¿Cuál es tu idea? —insistió, preocupado—.
¿Saldré con mi pierna entera?
No dije nada, y cuando volvieron Maxi y Eloísa, los tres tomamos posiciones para sacar a Lucas.
—¿Listos? —pregunté.
—¡Sí! —gritaron.
—¡A la cuenta de tres!
Eloísa me guiñó un ojo y yo entendí a qué se refería. Cuando mi cuenta llegó al número dos ellos hicieron palanca y yo tiré de la zapatilla. Saltó barro hacia todos lados. Mi polera calipso quedó de cualquier color, los rulitos colorines de Maxi ya no se movieron, los pantalones de Eloísa quedaron tiesos y al afectado con suerte se le veían los ojos.
Cuando estábamos por perder la esperanza, después del trigésimo octavo intento El pantano de los lamentos soltó la pierna de Lucas incluyendo la zapatilla. Nosotros quedamos sentados sobre las rocas, recuperando el aliento.
—Nos debes la vida Lucas —dijo Eloísa casi desfalleciente.
—De seguro te vas a encargar de sacármelo en cara por el resto de mi vida —respondió a su hermana.
Cuando aparecimos en la casa, en lugar de castigarnos los adultos estallaron en risas. A Lucas lo tuvieron que manguerear para sacarle el barro que tenía impregnado, y se tuvo que ir con una polera mía de unicornio y un pantalón de buzo de mi mamá.
El lunes siguiente las nubes estaban cargadas de lluvia. Me dolía la cabeza, quería vomitar y que un meteorito, el chupacabras o un corte de camino me impidieran subir al bus escolar junto a Las PINK. Pero nada pasó, y el sonido de una bocina me sacó de mis pensamientos. Cuando abordé me tiritaban las piernas, y me fui observando a mis enemigas por el reflejo de la ventana hasta que Maite se subió.
—Relájate, ellas no te van a decir nada —me tranquilizó con una gran sonrisa—. Si no, yo te defiendo, que para eso son las mejores amigas. —Mi miedo se calmó un poco, pero quedó ahí como gallina viendo un grano de trigo. —Casi me fui caminando hasta tu casa, muero por saber de qué es el concurso. El Internet estaba intermitente y tus mensajes me llegaron cortados. ¿Sobre qué vas a escribir?
—Sobre El cerro de los deseos.
—¡Gusanos parlanchines! —exclamó—. ¿El cerro de los deseos para el concurso? ¡Pero qué genial…!
—¡Shhht! —la hice callar y observé con alarma hacia todos lados—; no quiero que se sepa…
—Estoy segura que nadie está interesado… por ejemplo, mira a Agustín, que está con su nuevo regalo…
Todos los lunes, Agustín Toro acostumbraba a conversar con Las PINK sobre sus grandezas: que había ido a la nieve, que le habían regalado una consola de videojuegos o una bicicleta de montaña nueva, y otras cosas así.
Volteé con disimulo; él estaba oculto tras la portada de una revista donde aparecía su abuelo.
—No lo he escuchado decir nada…
—Quizás viene dormitando y se tapa con esa revista…
—… en serio, Agustín —dijo Lucas a su amigo acomodándose en su asiento—; yo soy un experto en El cerro de los deseos. Lo conozco por completo, sé todos sus secretos, podría subir hasta con los ojos cerrados. Yo lo sé todo de ese cerro…
Se detuvo mi corazón.
—¡Esto es horrible! —susurré con alarma a Maite—. Escucha a Lucas. ¡Está hablando de El cerro de los deseos!
—No te preocupes, eso debe ser coincidencia…
Traté de mirarlo a través del reflejo de la ventana, pero las primeras gotas de lluvia me lo impidieron, forzándome a voltear casi de cuerpo completo.
—Yo nací casi al frente del cerro, lo conozco de sus inicios, sé todo. ¡Todo! —enfatizó—. Puedo nombrar a todas las personas que suben a pagar por sus deseos cumplidos.
—Si sabes tanto, supongo que también escribirás sobre el cerro para ese concurso literario de la Municipalidad —agregó Priscila sonriendo.
—Si participa Lucas de seguro gana; es el mejor amigo de Agustín, el nieto de Arnaldo Toro, el futbolista ilustre de Robles Viejos. ¡Obvio! —celebró Inés.
Mi ilusión se empezó a resquebrajar como la escarcha en los días de frío.
—Vas a escribir sobre El cerro de los deseos, ¿cierto que sí? —preguntó Karen.
—Bueno, la verdad… yo si…
—¡Dijo que sí! ¡Sí! —celebraron a coro Las PINK y me sonrieron con mordacidad.
Mientras el bullicio del grupo se opacaba por un trueno con el que por poco quedamos pegados al techo y que terminó por desatar la lluvia, en mi mente veía a
Lucas recibiendo un diploma de manos de la alcaldesa, y a mí, chiquitita en un rincón, sufriendo porque otra persona robaba mi sueño.
Me puse a llorar de pura impotencia y dudé de seguir adelante, pero pudo más el calorcito en mi corazón y la rabia por la injusticia. Disimuladamente me limpié las lágrimas y respiré.
Yo, Sofía Catalina, había decidido escribir sobre El cerro de los deseos y no me iba a rendir sin dar la pelea.
Pasé toda la jornada escolar con la mente en cualquier otro lado. Contaba las horas para regresar a mi casa y escribir sobre El cerro de los deseos, pero me di cuenta de que me faltaba algo esencial: saber el deseo no cumplido de Eloísa para que me acompañara al cerro.
—¡Te dije que Lucas escribiría mi historia! —me lamenté con Maite—. Se pasó todo el camino diciendo que era experto. ¡Me da tanta rabia! Y para peor, Eloísa no cree en estas cosas y odia al cerro, y mi mamá no me va a dejar subir hasta la cima si no es con ella…
—¿Cómo que lo odia? ¿Por qué?
—Lucas me dijo que a ella no se le cumplió un deseo.
—¡Imposible!
—Parece ser posible. Eloísa no quiere saber nada del tema. Yo tenía todo planeado para preguntárselo, pero justo Lucas se cayó en El pantano de los lamentos…
—Me frustré de solo recordarlo. —¡Capaz que lo haya tenido planeado de antes! Así me quitaba la oportu-
nidad de que su hermana me acompañara… —Maite se retorció de la risa cuando le conté sobre la caída de Lucas y cómo fue que quedamos todos por salvarlo. —Nos dejó embarrados por completo, desde el pelo hasta la punta de los pies, y eso no fue todo. Justo a mí me tocó bañarme con el agua apenas quitada de hielo porque el gas se estaba terminando.
—¡Nadie se mete con mi mejor amiga! Nosotras vamos a averiguar sobre el deseo no cumplido de Eloísa y le vamos a ganar a Lucas.
Cuando salimos del colegio nos subimos al bus y lo encontramos vacío. Eso significaba que el recorrido partía al revés, es decir, que la próxima parada sería en el colegio de Lucas y finalizaríamos con Las PINK.
Para desgracia de Maite y Eloísa, nuestro colegio y el de Lucas comparten una alianza milenaria; solo los separa un gran gimnasio que ocupa toda una manzana en Los Aromos. Nosotras entramos por Avenida Margot Loyola esquina Arturo Prat, y al de él, que es solo de hombres, se ingresa por el otro lado, que es la calle Eleodoro Campos. Ese lugar es ruidoso. Por lo general se escuchan gritos de apellidos y otras cosas que quisiéramos olvidar. Bajarse a tomar aire significa esquivar objetos que suelen volar: pelotas, ropas hechas una bola, papeles, mochilas. Hay que estar atentas, porque ellos tienen como juego empujarse por cualquier motivo.
—¡Es ella!
Apenas pisamos la calzada escuché a un chico gritar; no le presté mayor atención porque supuse que se refería otra persona. Pero a los minutos nos vimos envueltas en una especie de avalancha de niños como de nuestra edad haciendo preguntas todos al mismo tiempo. Yo creía que le hablaban a Maite; quizás la habían reconocido como una de las jugadoras de Las Abejas Furiosas.
—Creo que te hablan a ti —dijo ella mirándome tan sorprendida como yo.
—¿A mí? Yo creo que es a ti, tú eres una de las goleadoras del último partido…
—A ver, a ver, ¡abran paso! —gritó Agustín Toro entre la multitud y puso orden—. ¡Abran paso! ¡Abran paso!
—insistió, perdiendo la paciencia, y las preguntas fueron disminuyendo poco a poco.
El alboroto se calmó cuando hizo acto de presencia Lucas, que cargaba una bolsa negra.
—¿Es ella o no? —preguntó un niño.
—Sí, ella fue quien me salvó —dijo Lucas y sacó su zapatilla embarrada de la bolsa—. ¡Aquí está la prueba de tal hazaña!
—¡Ohhhh! —se escuchó un gran coro.
Yo no cabía en mi asombro. ¿Cómo era posible que él llevara la zapatilla al colegio? Debía estar fétida.
—Tú me contaste que lo ayudaron —me secreteó Maite al oído—, pero él dice que eres su salvadora.
—No lo sé. —Me sentí aturdida. —Yo te dije la verdad. No sé qué pretende Lucas trayendo esa zapatilla asquerosa.
Con un séquito de niños revoltosos regresamos al bus, y con más preguntas que respuestas nos dirigimos hacia la calle Esmeralda González Letelier, que es donde está el colegio de Las PINK. Yo tenía toda la impresión de que Lucas estaba ocupando su zapatilla como una pantalla de humo, esas que hacen los magos para esconder sus trucos, y que solo quería asustarme para que no compitiera contra él.
Cuando íbamos de regreso a nuestras casas, Priscila apareció a nuestro lado.
—¿Es cierto que le salvaste la vida a Lucas? —preguntó y nos apretujó a más no poder en el asiento.
—¿Qué cosa?
Yo estaba aún más confundida. Era extraño e incómodo verla así de cerca, ya que ninguna de Las PINK nos dirigía la palabra, excepto para molestarnos. Me sentí como parte de un interrogatorio.
—Lucas nos contó que le salvaste la vida.
Volteé a mirarlo y Lucas me mostró su zapatilla con barro sonriéndome, cosa que me irritó. ¿Quién más lo sabría?
—Bueno… la verdad es que…
—Sí, lo salvó —me interrumpió Maite. Su voz sonó tan convincente como solía ser ella.
—¡Es cierto! —alzó la voz Priscila hacia sus amigas—. ¡Es cierto!
Y él, ¿habrá contado la parte que aseguraba que su mamá lo iba a castigar de por vida o que iba a morir tragado por el barro?
—¿Y cómo se veía, cómo estaba vestido? ¿Lo salvaste en el río?
—Feo, normal y es un estero, no un río —respondió Maite riéndose.
Esa es una de las diferencias entre nosotras. Maite siempre es la que habla con seguridad y yo la que se pone tan nerviosa que se queda callada.
—¿Feo? —Priscilla se mostró seria; el humor de Maite no le hizo ni cosquillas.
—Así como lo ves.
La chica se notaba desconcertada con la información y a los segundos regresó donde las otras PINK.
—¡Gusanos parlanchines! —refunfuñó Maite—; es que no me aguanté. No nos hablan nunca y más que saber si lo salvaste o no les importaba si Lucas se veía bien. ¡Qué importa eso! En todo caso, ella le dirá a Las PINK que se veía hermoso, un diez… no saben que el exagerado a ustedes casi les hizo firmar su testamento y a ellas no les iba a dejar nada de nada.
Traté de olvidar el asunto y acepté el otro audífono para que nos fuéramos escuchando música en el trayecto.
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