Nadar a oscuras - Beatriz García-Huidobro

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LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL

García-Huidobro Moroder, Beatriz Nadar a oscuras [texto impreso] / Beatriz García-Huidobro Moroder.- 1ª ed.- Santiago: LOM Ediciones, 2007. 116 p.: 11,8 x 21 cms. (Colección Narrativa)

R.P.I: 161.327

ISBN: 978-956-282-888-8

I. Novelas chilenas I. Título 2. Serie

Dewey : Ch863

Cutter : G216

Fuente: Agencia Catalográfica Chilena

© LOM Ediciones Primera Edición, 2007.

I.S.B.N: 978-956-282-888-8

Registro de Propiedad Intelectual Nº: 161.327

Motivo de cubierta: Fotografía Julio Bertrand.

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Impreso en Santiago de Chile

Ramón Díaz Eterovic Beatriz García-Huidobro

NADAR A OSCURAS

NARRATIVA

Dijiste: “Iré a otra ciudad, iré a otro mar. Otra ciudad ha de hallarse mejor que ésta. Todo esfuerzo mío es una condena escrita; y está mi corazón –como un cadáver– sepultado. Mi espíritu hasta cuándo permanecerá en este marasmo. Donde mis ojos vuelva, donde quiera que mire, oscuras ruinas de mi vida veo aquí, donde tantos años pasé y destruí y perdí”.

Nuevas tierras no hallarás, no hallarás otros mares. La ciudad te seguirá. Vagarás por las mismas calles. Y en los mismos barrios te harás / viejo y en las mismas casas encanecerás. Siempre llegarás a esta ciudad. Para otro lugar –no / esperes–no hay barco para ti, no hay camino. Así como tu vida la arruinaste aquí en este rincón pequeño, en toda la tierra la destruiste. La Ciudad

CONSTANTINO K AVAFIS

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I

A lo alto de la colina suben las voces de los niños. Corren entre los árboles y trepan por los juegos de madera. Se levanta tierra en los senderos de la plaza.

Los niños siguen corriendo. Desde lejos, las madres se asoman por los estrechos ventanales. Las madres con el rostro de perfil o de tres cuartos, mientras doblan la ropa o cargan al más pequeño en brazos. Las madres que no descansan.

Las cabezas gachas de las madres se acercan y alejan de los estrechos balcones. Levantan los ojos hacia el poniente, hacia la plaza de árboles ralos. Las madres empavonadas por los vidrios. Los niños polvorientos. El aire espeso entre los manchones verdes del solar y los bloques de cemento en la colina.

Los niños cargan piedras en sus bolsillos y las arrojan a un tarro. Los niños corren detrás de la pelota hacia alguno de los arcos señalado por dos varillas arrancadas de una rama. Los niños se

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persiguen unos a otros y gritan y ríen por los atajos de grava. Las piernecitas de los niños no se detienen. Cuando alguno cae, se levanta, se sacude el polvo y restriega sus manos por el rostro lloroso. Otros niños lo llaman y corre a correr con ellos. Líneas oscuras por la piel, endureciéndose al viento frío y cortante.

Bruna sentada en uno de los bancos. Es en verdad el muñón de un árbol. Los niños llaman bancos a los troncos mutilados. Se dejan caer agitados sobre ellos. Algunos cerca, muy cerca de ella. Bruna siente su aliento tibio y la piel quemante. Afirma sus brazos atrás e inclina su cuerpo alejándose de ellos, de su respiración entrecortada y acezante.

Los niños no le hablan. Las madres no la miran. No hay una madre para ella en los ventanucos distantes. La ventana que debiera ser la de su madre es un rectángulo callado y gris que refleja borrosos el cielo y las copas de los árboles distantes.

En lo alto de la colina se entrelazan los bloques de edificios. Por la explanada, el barrio se dispersa en casas bajas, con techumbres rojizas y rejas endebles, algunos almacenes, la escuela, la plaza. El barrio termina en calles que convergen hacia la quebrada. Las escaleras construidas con bolones de piedra son ahora una huella escarpada.

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Los niños no se acercan a esos abismos de tierra y rocas. Tampoco las madres. Solo los domingos bajan a la ciudad. Algunos domingos. Visitan la ciudad que se viene abajo. Arropada con el manto pestilente de la fábrica de harina de pescado. Atravesada por las huinchas transportadoras que se quejan con un chasquido incesante.

La ciudad opaca y desvencijada, como si le hubieran abierto las entrañas de barro con un cuchillo largo y romo.

Bruna se deja caer sentada por la pendiente. Nadie grita desde lo alto que se detenga. El bullicio de los niños, cada vez más lejano. El canto raso de las piedras le raspa los muslos. Con las manos va frenando la caída. El olor del polvillo seco que se levanta le nubla los ojos y reseca su garganta. Sigue hacia abajo con el viento serpenteando entre sus piernas, enredándole el pelo, como queriéndole insinuar que se detenga, que debe detenerse.

Las calles que fueron de adoquines y asfalto se han destrozado. Los hoyos se rellenan con tierra apisonada. Algunos hombres con cotonas recorren las veredas.

La mayoría de los hombres está en las fábricas. O al inicio o al término de las cintas transportadoras que atraviesan la ciudad, cargadas de sacos y cajas. Los hombres que son los padres de los niños.

Algunos no son padres de nadie. Hay niños que no tienen padre. Son hombres que se han

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marchado lejos del barro, del aire enrarecido y del chirrido de las huinchas transportadoras. Se han ido solos, se han olvidado de sus hijos y de las mujeres tras las ventanas. Los hombres en la ciudad no miran hacia el horizonte lejano, porque no hay nada más que olores suspendidos y correas sin fin.

Bruna esquiva las calles ruidosas y se pierde en los pasajes sombríos. Las puertas de las casas sin antejardín, adheridas la una a la otra, tienen la pintura descascarada. Algunas fueron rojas, otras azules. Los restos de color se levantan como cascajos desprendidos de los tablones. Puertas que son ahora madera gris y carcoma.

Da un golpe suave. Se escucha el sonido de las aldabas al correrse lentamente. Las cortinas y los postigos están cerrados. Bruna entra en la casa a oscuras y mientras la anciana cierra la puerta nuevamente, sus ojos se amoldan a la penumbra.

En el interior de la casa se apacigua el olor pastoso y penetrante de la harina de pescado; los aromas se vuelven tela y silencio. El vapor de la tetera sube por el aire quieto y se adhiere a las ventanas como filones en las primeras hojas verdes. –Las fotos –dice Bruna.

La vieja abre el cajón y las fotos caen tiesas e inertes sobre las tablas del piso.

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La niña señala la foto de un niño en la pared. La mujer no dice nada y desvía los ojos hacia el montón de rostros dispersos en el suelo. No habla de ese niño enmarcado, de porqué el gesto adusto de sus ojos negros.

–Están todos muertos –suspira la vieja.

Aunque no sabe. La ceniza del verano se llevó a la gente y la dispersó más allá de las montañas y del mar agrisado. El viento soplando hacia fuera del pueblo, no suspiraba hacia dentro, nunca volvieron ni se enredaron en los pasos de otros que los llevaran de vuelta. Tierra que no se añora, carga que se aliviana en la distancia. La memoria girando hacia el porvenir no importa si oscuro y viejo, pero que no sea otra vez las fábricas humeando y las minas agotadas y aún devoradoras.

La vieja dice:

–Cierro los ojos y veo a mis muertos. Son jóvenes y hermosos y no saben que van a morir. Yo también soy joven y hermosa y no pienso que ese momento nunca más se va a repetir, que nunca más estaremos juntos bajo el parronal, tan alegres y despreocupados.

Mira mi sombrero de ala ancha y mi vestido blanco. La mantilla roja con flores de colores me envuelve tibiamente, se remonta con el viento hasta los ojos de quienes me admiran y se mantiene en alto, elevada de mirada en mirada y mi sonrisa, cómo calmar esta sonrisa que va de aquí para

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allá, esta alegría que no detiene el viento oscuro y amenazante del tiempo que se acerca.

Entonces el pueblo olía al sudor de los hombres desvaneciéndose bajo el agua que corría generosa por las duchas colectivas. Desde fuera de los galpones las mujeres escuchábamos sus risas y aspirábamos el vaho del agua caliente.

Ellos salían de uno en uno o en grupos pequeños, las cabezas mojadas y la piel radiante. Abrazaban a sus mujeres o caminaban hasta la plaza donde encontraban a las mismas jóvenes que aspiraron la niebla de su desnudez. Esas jóvenes que fingíamos no tener la mirada vuelta hacia ellos y que cuchicheábamos entre nosotras y nos reíamos de las palabras que flotaban en el aire.

La plaza parecía girar por sí misma bajo los pasos de las niñas yendo en un sentido y los jóvenes yendo en el otro. Se cruzaban las miradas, los saludos, los roces de las telas de los vestidos con las piernas cansadas de los hombres fuertes, con sus caderas demasiado cercanas, con su piel estremeciendo más abajo.

–Ahora eres vieja –dice Bruna.

–Es el cuerpo, solo el cuerpo –murmura.

–Bruna, Bruna, tienes nombre de hombre. Tus manos deberían ser grandes y toscas. Tu piel tendría que engrosarse y tu voz volverse ronca.

La anciana se llama Adela. Su nombre fue apenas un derivado del de su madre Adelaida.

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Dice:

–Mi padre la amaba y ella se murió. No quería a sus hijos porque cada uno le había robado un poco de su sangre. La dejaron seca y fría, nos reprochaba. Pero qué sabía. Se murió de desesperanza. La mató la vida que él le daba.

La niña dice:

–Mi madre se fue por la mañana. Yo era pequeña. Me dejó con una vecina, recogió sus cosas y se marchó sin decirle nada a nadie.

La vieja entrecierra los ojos y sigue diciendo:

–A veces las mujeres también se van.

Es hermosa la silueta de una mujer lejana, de espaldas a su hogar, cada vez más pequeña, los contornos esfumados.

Es natural que los hombres se distancien y dejen atrás el derrumbe de lo que construyeron eventual y endeble. A ellas les corresponde quedarse, siempre quedarse. Como si debieran horadar el punto en que nacieron y enterrarse en él cada día un poco más hondo.

La anciana le muestra una fotografía desvanecida. Los grandes ojos oscuros de una joven pálida la miran desde lejos.

–Palidece su retrato pero no su recuerdo. Se sentaba junto a la ventana y veía hacia la calle. Su rostro enmarcado por los muros azules, condenado a envejecer detrás de la ventana entreabierta.

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Entonces las calles estaban libres de las huinchas transportadoras. El aire no se cargaba de ese olor rancio a peces muertos, ni de la pestilencia de la madera procesada, ni del plástico quemándose en las chimeneas. La ciudad no estaba circundada por los camiones incesantes. El silencio parecía espesarse en el viento, solo el rumor del mar lejano se adormecía en la tibieza de la tarde.

Y ella en la ventana. Parecía haber nacido para esperar. Se movía lenta entre las paredes y regresaba al antepecho que la enmarcaba en sordina, las sombras llegaban a su rostro antes que a las calles todavía iluminadas por el sol que no acababa de sumergirse en el mar.

–Es mi hermana –dice la vieja–. Mi hermana, mi hermana mayor.

–¿También está muerta? –pregunta Bruna. La mujer no responde. Alicia y Adela. Adela y Alicia. Nacidas las dos en un día de primavera. Una en el año más seco, cuando la tierra se agrietó, los ríos se secaron y los niños recogían desperdicios de su fondo seco y pedregoso. La otra en el año más lluvioso, cuando el mar se encrespaba con los golpes del agua cayendo sobre sus olas enormes y la desembocadura del río se desbordó hacia los costados, volviendo pantanosas las tierras entonces verdes y ondulantes.

Alicia, seca como el cielo que vio al nacer. Adela, ruidosa como la ventisca. Su padre las

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buscaba por la tarde, tomaba sus manitos entre las suyas y las llevaba a las tiendas de la plaza.

–¿Qué quieres, hermosa? –les decía a una y a otra. Pero solo tenía ojos para Adela, para mí, que escarbaba entre los estantes y escogía un sombrero de gasa y tul. Alicia se llevaba una caja de madera pintada.

–Es una caja para guardar secretos y tú no tienes ninguno– me burlaba.

La caja se llenaba de porquerías, pero Alicia la mantenía con llave y esperaba a que yo saliera para encerrarse en nuestro cuarto y abrirla.

–Yo no tengo hermanas –dice Bruna–. Ni tampoco hermanos. Estamos solos mi padre y yo.

–Nunca se está completamente solo –dice la vieja.

Yo estaba grande cuando nacieron mis hermanos. Eran una masa informe que lloraba en el mar de sangre y agua que brotó de las entrañas de mi madre. El catre quedó inservible, el agua podrida envenenó el aire del cuarto y no se pudo entrar en él durante días.

Los niños dormían y lloraban. Cada uno de espaldas indiferente al otro, movían las manos y no se miraban al rozarse. Tardaron meses en levantar la cabeza, años en caminar, muchos más años en decir esas palabras incomprensibles.

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Mi madre era entonces joven y hermosa. Usaba un delantal para las tareas de la casa. Se lo quitaba al salir. Aunque fuera a la esquina o a la casa de una vecina. Se acomodaba la falda, se miraba en el espejo y se pintaba los labios, ajustaba su tocado con coquetería y abría la puerta.

La gente la miraba al pasar. La cintura y la cabeza enhiestas, la parte inferior del cuerpo meciéndose al vaivén del ritmo acompasado que tarareaba en su mente. El moño deshaciéndose al viento, las hebras del peinado cayendo sobre su frente y el rostro juvenil sonreía al caminar.

Los niños le robaron la juventud, como si la viscosidad de sus entrañas la hubiera arrastrado y derramado en el entablado que la absorbió hasta que solo hubo una mancha oscura.

Ya no podía salir y la piel se le volvió opaca. De tanto inclinarse hacia la cuna, se ensanchó su cintura, su espalda se encorvó y las piernas ahora tiesas y frágiles dejaron de caminar al son de una cadencia. Les entonaba canciones para que durmieran, para que comieran, para que dejaran de llorar.

A veces cantaba sollozando y los niños no dejaban de llorar. Nada los callaba.

Nos miraba con los ojos vencidos.

Le decíamos:

–Nos haremos cargo.

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Yo apagaba su bramido con las mantas. Llanto en sordina, lejano como un barco en altamar. Podría haberlos ahogado en las cunas circundantes.

Alicia los mecía frenéticamente. Se apostaba junto a la ventana y cosía o tejía mientras los bamboleaba con furia, empujando la cuna con los pies.

–Cállense, por Dios– murmuraba con los dientes apretados.

Mi madre era la única que no quería verlos muertos. Los acunaba y les hablaba. Ellos no entendían que la oscuridad de la noche era para contener al silencio y lo quebraban con sus gritos.

–Déjalos, Adelaida. Déjalos llorar y vente conmigo –le decía mi padre.

Ella no los dejaba. En el consultorio le dieron un frasco con un polvo que se mezclaba con agua y formaba un jarabe pegajoso. Los niños se callaban al tomarlo. Sus cabezas caían inertes y los ojos se les daban vuelta. Un hilo de saliva descendía por las comisuras y entonces dormíamos extrañados del silencio recobrado.

–Esto les hace daño– decía mi madre. No buscaba más los frascos y los niños retomaban sus llantos desacompasados. Mi padre me mandaba al consultorio y yo pedía los remedios que nos devolvían el sueño. Los vertíamos en el tarro con la leche en polvo y mi madre mezclaba

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despreocupada, alegremente, la leche con el agua y el azúcar y el silencio.

–De cualquier modo no tienen destino –decía mi padre.

Los niños despojaron a mi madre de su juventud, pero no pudieron quitarle la música. Cantaba desde que el día clareaba. Corría las cortinas, abría las ventanas y no importaba si el día era opaco y las nubes se arremolinaban como perros en leva. Cantaba. Y cuando acababa de llorar también cantaba. Celebraba cada día solo porque estaba viva.

–Vivir es lo más ordinario que existe. Yo estoy viva. Tú estás viva. Viven los mendigos. Sobreviven los ancianos. Nacen y nacen niños. No hay nada asombroso en estar vivo.

–Aunque no dura para siempre–, dice Bruna.

–Nada es eterno. Ni siquiera el sufrimiento.

Bruna va a la escuela. En lo alto de la colina se amortigua el ruido de las huinchas transportadoras, pero no el olor de las fábricas compitiendo y acabando sometidos al de la harina de pescado. El aire trabado se arremolina en el patio y se abate contra los vidrios, como si fuera la hiedra ansiosa que se encrespa alrededor del tronco, deseando entrar en todos los rincones, adherirse a los muros y penetrarlos. Como si quisiera demostrar la fuerza de sus olores, su turbiedad intraspasable, su tosca densidad.

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Los niños leen. Responden en voz alta las preguntas que la profesora anota en la pizarra. Luego escriben las respuestas y más tarde copian en sus cuadernos de caligrafía algunos párrafos de la lectura. La profesora corrige los trabajos atrasados y vigila que se mantenga el silencio. Los niños hablan por lo bajo y hacen correr papeles y dulces. Bruna es solo un correo entre unos y otros. Nadie le envía un mensaje. Ella escribe las palabras de las lecciones.

En el recreo mira cómo las otras niñas juegan al luche. La dejan entrar a la fila y saltar. Pisa la línea, pierde y vuelve a la fila. No se fijan cuando ya no se pone a la cola y solo se queda viendo.

Hace frío en el patio. El cielo se mantiene gris y opaco durante meses. En invierno la lluvia cae dura y su rugido compite con el de las poleas; son jaurías de perros furiosos mirándose de frente.

Cuando las nubes se abren y entre gritos se desgarran en una lluvia que no se detiene, las huinchas se paralizan y callan. Entonces se escucha a lo lejos el sonido del mar y el golpeteo incesante y triunfador de la tempestad. El viento se levanta y acompaña al agua, juntas limpian las calles, rescatan los viejos adoquines y hacen que todos los caminos desemboquen en el mar olvidado.

Ahora es otoño. Durante meses la lluvia será una amenaza solamente. La garúa no detiene la marcha de las fábricas. Las cubre con un manto

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gris que difumina su inmensidad y las hace parecer más lejanas, como si no las hubieran instalado en las entrañas de la ciudad del mismo modo que esos tumores enquistados que crecen y deforman el cuerpo.

La escuela tiene grandes muros. Contra ellos, en la distancia, la áspera silueta de la fábrica de harina de pescado se vuelve inofensiva. El muro parece cortarla y sus chimeneas ardientes se asoman inocentes, víctimas también de su propio humo pestilente.

Ante el muro está apoyado displicente el hijo de la viuda. Tiene un pequeño juego entre las manos que retuerce hábilmente, divide en varias piezas y vuelve a enredar. De vez en cuando levanta la vista y mira hacia los otros niños, observa sus correrías y se desinteresa nuevamente.

Los demás lo buscan. Giran hacia él. Les permite que caminen en torno y lo complazcan. Cuando la sumisión lo harta, los deja atrás, volteando el cuerpo hacia sí mismo.

El hijo de la viuda se llama Ezequiel. Es el menor de sus hijos, el único que aún vive con ella. Los otros están casados, dispersos por las ciudades aledañas, olvidados de ella. Huyeron de la ciudad ruidosa y nauseabunda.

No han encontrado nada, pero ya no están aquí. Eso les basta, dice la mujer.

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La viuda es mayor que su padre, pero cada anochecer cierra la puerta de su departamento y llega al de Bruna. Él le pregunta si ya comió y ella responde que sí. Entonces abren una botella de vino y la beben en silencio.

Se sientan junto a la ventana y miran hacia el mar, que de día es una franja verde y lejana más allá del declive de la colina, de la ciudad sumergida y de las grandes fábricas. De noche es solo el abismo negro en el que caen las últimas luces de la ciudad y de la ensenada.

En los bloques de edificios hay muchas mujeres que son viudas. Hay otras que simplemente están solas. El marido de Raquel murió despedazado por una máquina y ella peleó con la empresa por un seguro de viudez.

–Ahí viene Raquel, la viuda –decían los trabajadores.

Luego decían:

–Otra vez viene la viuda.

Fueron meses en los cuales descendió diariamente la colina para esperar a los ejecutivos en sus oficinas y enseñarles los papeles. La ropa le caía cada vez más holgada por ese cuerpo que nunca se encorvó ni dejó de caminar hacia abajo hasta que le dieron el primer cheque y los siguientes. Los retiraba en silencio y subía nuevamente por la ladera.

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A pesar de los años pasados desde entonces y de las viudas que siguieron sus pasos, aún le dicen la viuda. Solo a ella.

Bruna se ubica junto a él y lo mira jugar. La pasa por más de una cabeza. A sus ojos debe ser una niña pequeña e insignificante. El juego de Ezequiel consiste en una estructura de seis eslabones de metal atravesados por una cuerda, que los engarza y separa.

–¿Quieres intentarlo?

–Me gustaría –responde Bruna.

–Dos minutos, nada más.

Bruna enreda las cuerdas y los aros metálicos no ceden. Ezequiel la mira y sonríe socarronamente.

Cuando se lo quita, dice:

–Suficiente.

Bruna lo devuelve y él se aleja desenredándolo en instantes.

Va a una clase superior, en el pabellón del segundo piso. Ezequiel nunca ha estado en su casa; su madre llega sola y seguramente vuelve también sola.

Antes de que ella aparezca y descorchen la botella de vino, su padre le ordena que se lave y se acueste. Escucha lejano el tintinear distanciado de las copas, sus voces apenas audibles, una puerta que se cierra.

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Remotos, los pasos de algunos vecinos y sus palabras que suben con el viento hasta el tercer piso. Sonidos apenas audibles que se desvanecen lentamente y entonces el traquetear de los ratones por el entablado del techo, sus pasos cortos y rápidos, los choques bruscos de sus cuerpos blandos contra los rincones.

Bruna aguza el oído, pero no se oye a su padre ni el chasquear de las copas. Se cubre la cabeza con la almohada y ya no resuenan los pasos, solo los golpes a veces tan duros que se dan contra las paredes.

–¡Aleje a los niños de la fruta! –exclama el hombre.

Manzanas golpeadas, de redondez irregular y manchas cafés en los cajones. Unas cuelgas de plátanos cuyo olor maduro traspasa las cáscaras. Naranjas amarillentas desparramadas indolentes en el gran canasto. Esa es la fruta que protege y hace gritar al hombre.

La fruta se mueve por las carreteras en los grandes camiones, se detiene en las ciudades y a los últimos pueblos llegan los rastrojos del viaje. Recibe el raspado de la carga, el que está por pudrirse.

Lafken es mar. Kamapu, su lejanía. Kamapulafken. Antes el pueblo se llamaba como su paisaje de colinas distanciándose del mar. A los dueños de las

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minas no les gustaba esta alusión y le cambiaron el nombre por Mirasol. Como si este nuevo nombre hubiese podido cambiar la oscuridad del cielo, las horas de los hombres bajo tierra y el escozor del barro adherido a los árboles hastiados. Como si al decirlo se hubiesen llenado los zanjones de girasoles, las colinas tornado amarillas y volteado hacia un sol que no se acaba de asomar.

La mujer lleva un niño pequeño en brazos. Los otros dos se aferran a su falda y es uno de ellos el que estira su brazo hacia los cajones con manzanas. Coge una antes que la mujer alcance a detenerlo y la fruta cae. Se golpea duramente y rueda por el piso hacia un rincón, como si quisiera esconderse de la mirada airada del hombre que pide que le paguen, que le tienen que pagar.

Bruna revisa sus bolsillos y cuenta con el tacto las monedas que lleva para comprar el pan. La mujer saca una moneda y la entrega al hombre. El niño recoge la manzana y la muerde. Caminan por la calle angosta y ella lo zamarrea con la mano que tiene libre. Le jala el pelo y lo sigue zamarreando. El niño no deja de comer.

–¿Qué quieres? –dice el hombre.

–Nada. Solo estoy mirando su hermosa fruta.

–No la toques.

Su padre le encarga el pan. Bruna deja las monedas necesarias sobre la mesa y lleva seis

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hallullas. Eso hace cada día y el hombre no la reconoce.

Los sábados su padre hace que lo acompañe a la feria y una vez al mes, al supermercado. Descienden hasta la ciudad. Las huinchas transportadoras rugen fuera de los pasillos y Bruna empuja el carro mientras su padre deja caer los tarros y cajas.

Antes, él ha hecho el menú de las cuatro semanas siguientes. Luego calcula los ingredientes que se necesitan, escribe la lista de todos ellos, los escoge rigurosamente y paga en la caja. Cuando acaba el último día de la última semana, ya no hay en el estante de la cocina más que los restos de azúcar y té.

–¿Mi mamá hacía las compras antes?

–No.

–¿Por qué no?

–Le disgustaba hacerlo.

–Yo no tengo recuerdos de ella.

–No los necesitas.

–Me gustaría saber cómo era.

Se encoge de hombros. No revela rencor ni otro sentimiento. Aun así guarda silencio acerca de esa mujer hace tantos años distante. Se calla acerca de casi todo.

Revisa sus informes de la escuela y le dice que puede ser mejor. Le explica cómo se preparan

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las comidas mientras están en la cocina. Examina el orden de su cuarto y la limpieza de sus ropas. La manda a dormir. Parece estar siempre enviándola a la cama. Bruna se queda en el cuarto con las cortinas corridas y la luz de la luna cae tenue sobre las luces distantes de la ciudad y resbala hasta su cama.

A la cama. A los padres les gustan los niños en la cama.

La vieja aún disfruta de los amaneceres en que se despierta antes que claree el día y entonces arrebuja su cuerpo sin edad entre las sábanas y deja que lo acunen pensamientos que vienen y van, como las algas a la orilla de mar, dominadas por una corriente sin propósito ni fin.

Dice:

–Cuando yo era pequeña siempre obedecía. Me gustaba la cama calentándose lenta y silenciosa, sus caricias envolventes que detenían el tiempo y la noche afuera, arrimándose a nuestras ventanas hasta cubrirlas y dejarlas cercadas por su oscuridad impenetrable. Un poco más allá, los ruidos de mi madre en la cocina y mi hermana en la ventana, la llegada de mi padre, los pasos retumbando en mis oídos adormecidos.

Después nacieron esos niños deformes y ya nadie me mandaba a la cama. La noche por horas desparramada en nuestra casa y ellos no se callaban. Nos acostábamos tarde y sus quejidos

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nos acompañaban al dormir y al despertar. Nos levantábamos cansados, con los ojos enrojecidos y solo queríamos alejarnos de la casa que tenían tomada.

Mi padre ya no cogía nuestras manos. Se alejaba solo, llamando a mi madre hasta el último momento. Ella estaba adherida a la cuna de palo. Sonreía desde la ventana y se quedaba con los niños.

Tanto estar con ellos debe haberla matado. Los ojos se le voltearon hasta que la cuenca se llenó de venas blancas y cayó al suelo entre espasmos. Luego dejó de moverse y de cantar.

Puede durar años así, dijo el médico.

Cogíamos su mano, pero no podía sentirnos. Acercábamos a los niños, uno en cada lado resoplando a su oído, y ella recibía callada el vaho caliente y húmedo de sus bocas abiertas.

Unos días más tarde dejó de respirar. Se estremeció en su cama, los párpados cerrados temblaron y finalmente murió como moriremos todos, solos y desamparados.

–Dejan a los demás también solos –dice Bruna.

–Los vivos tienen mala memoria. Se olvidan pronto de los que se han ido. Mi padre lloraba por ella en los brazos de otras mujeres.

Los niños seguían desplomados en su camita. Ni siquiera giraron la cabeza para buscarla. Mi

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padre repetía que los hijos le robaron la vida a su mujer y cuando decía hijos nos miraba a Alicia y a mí, con los niños en brazos o remeciendo sus cunas vocingleras.

Alimentábamos a los niños de tranquilizante, leche dulce y aguada, y té caliente. Lo que fuera con tal de mantenerlos callados y quietos. Tenían más de cinco años y seguían siendo títeres de trapo.

Los lavábamos para no tener que soportar su olor.

Los sacábamos al sol para sentirlo en nuestra piel.

Les cantábamos porque la melancolía de esas dulces canciones nos recorría el cuerpo y despertaba nuestros sueños.

La sangre duerme durante la infancia. Se desliza quedamente como un río de otoño por la cuenca del valle. Durante la juventud se despierta y es agua correntosa por el terreno escarpado de la quebrada.

La sangre de Alicia hervía y enrojecía su piel blanca. La empujaba hacia la calle, a buscar el golpe del viento frío y el roce de las miradas ardientes. Por las noches se agitaba en su cama junto a la mía, me despertaba su gemido angustiado y solitario.

Cuando estaba en la casa se ponía junto a la ventana y dejaba que el aire del atardecer la cubriera como una sotana fría. El espejo colgaba

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de un muro agrietado desde el terremoto. En la esquina se abrían dos brazos de adobe amarillento que recorrían el muro deslucido, lo rasguñaban cada día y dejaban la cicatriz de su caricia. Ensayaba sonrisas frente al espejo. Echaba la cabeza atrás y reía, se levantaba el pelo para dejarlo caer. Examinaba su rostro pálido, la nostalgia de lo que nunca sería atravesándolo como una lanza. No veía el entorno cierto de su figura. No sé qué miraba. Solo notaba el reflejo de sus sueños y seguía sonriendo.

Por la calle caminaba con la cabeza baja y la mirada se levantaba curva, entre pestañas y remilgos que le daban un aire de disimulo que no atraía a nadie. Se sonrojaba si un joven le hablaba. Los hombres no reparaban en ella. No se le acercaban como a mí. Inclinados a mi paso, murmuraban palabras que me hacían reír y mi risa les daba alegría. Todo era sonoro en torno a mí. Escúchame ahora, mi voz cascada arañando el aire como un gato desesperado entre las cortinas de un cuarto cerrado.

Bruna camina por la ciudad chirriante. De oriente a poniente las calles rajadas por las huinchas, los camiones expectantes, los contenedores apilados. Están consumadas las calles más anchas, las que miraban al mar sin disimulo y se dejaban caer en una pendiente ligera

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hacia el agua y la arena mojada. Mira hacia la colina, el mar a su espalda apenas perceptible por el crujir de las poleas.

Las cajas selladas descienden. Llevan adherida una etiqueta con nombres y números. Su padre escribe algunos de esos números. Trabaja en las bodegas de la fábrica de plásticos, usa un delantal azul y lleva unas planillas. Registra cada movimiento de entrada y salida primero en el papel, luego en la computadora, finalmente en las etiquetas, números y letras coincidentes. Almuerza entre las cajas enormes, sus planillas siempre junto a él.

No se ve el cielo desde las bodegas ni se escuchan los lamentos del mar.

–Tampoco golpean la lluvia y el viento helado –dice su padre.

Ata las llaves a su cinturón. Abre el portón, las rejas y las demás puertas. De noche las cierra. El guardia nocturno camina en torno a ese bloque tan impenetrable como la oscuridad. Recorre el perímetro del patio interno hacia un lado y otro. A ratos se adormece en la caseta de metal. Las calles son silenciosas por la noche. En el galpón contiguo, las chimeneas de la fábrica siguen humeando. El turno de noche alimenta el fuego que tiñe el cielo, ese humo negro que se desploma sobre la ciudad como un caballo muerto sobre la hierba.

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Atardece y Bruna camina hacia la colina. Apoya la mano extendida contra las cajas que descienden. El cartón la roza y le calienta la piel; lenta y persistente la abrasa, enrojece su palma y la niña cuenta las cajas que alcanza a resistir antes de quemarse, antes que la herida se enrojezca y sangre.

También hay mujeres trabajando en las fábricas. Usan monos holgados como los de los hombres, con letras en la espalda y una cinta en la cabeza que les sujeta el pelo. Cuelgan los uniformes antes de salir y se desparraman por las calles. Durante el invierno caminan apresuradas, arrimándose a los muros, protegiendo la cabeza de la lluvia, enfundadas en ropas gruesas e informes. Muchas de ellas suben por los escalones mojados de la ladera de la colina a encontrar a sus niños.

Otras aguardan en el paradero de alguna esquina, hombres y mujeres en la penumbra silenciosos, esperando que termine el día y se pierda entre otros iguales, como la carta escogida en el mazo del mago.

Cuando se acerca el verano y las tardes son todavía luminosas al sonar la sirena, las mujeres se retrasan. Esquivan las calles ruidosas, segadas por el traqueteo de los embalajes, y caminan hasta la orilla del mar. La costanera es una franja larga de pavimento blanquecino. Las mujeres la recorren de norte a sur. Dejan atrás las bodegas y el

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embarcadero, miran hacia el acantilado donde el mar convaleciente recupera su bramido ignorado, gira sobre sí mismo y rodea a las rocas, se mete en sus cavernas y el paisaje ya no es más la ciudad ruidosa y pestilente, sino costa abrupta y poderosa. Compran en los puestos de la costanera y regresan a sus casas con las bolsas cargadas, la piel aterida por el viento frío del atardecer.

Las jóvenes se encuentran con los cargueros, los obreros y los empleados. Salen de las fábricas con el pelo húmedo y los bolsillos impacientes, dirigidos hacia los bares. Se pierden hombres y mujeres en la penumbra que cautiva sus ansias, la música trepa a las mesas, los levanta y los desliza por el piso de baldosas; ya no hay sillas alrededor, solo la sangre erguida y rastreadora, como un oso recién despierto.

–El enardecimiento los atrapa –dice la vieja. Es la red que anudan cantando y bailando para ser jalados, el hoyo que cavan para caer en él y ver desde abajo el espectáculo de las nubes arremolinándose en el cielo, mientras ennegrecen sus dedos rasguñando los muros cada vez más altos, más escarpados, más cerrados.

Calla el espíritu cuando habla el cuerpo. Somos carne. Carne sofocada por la sangre caliente. Mira mis brazos, secos como las ramas de un árbol muerto. Nadie se arrimaría a buscar una caricia mía. Pero antes se agolpaban por mí,

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por mi piel blanca y turgente, buscaban mis ojos risueños y mi voz que los saturaba de optimismo. Ahora nadie se detiene ante esta puerta deslavada.

–Tal vez eres tú quien no quiere abrirla –dice Bruna.

Ninguno la ha golpeado. Aún no he podido decir que no.

Ezequiel la encuentra por el camino. Van hacia los bloques de edificios grises azotados por el viento. Otros niños caminan en pequeños grupos hacia la cima de la colina.

Le dice:

–Seguro que no conoces la entrada secreta a las minas abandonadas detrás de la gruta.

Bruna responde que sí. ¿Quién no ha recorrido esos caminos tortuosos, húmedos y oscuros? Afuera se siente el rugir de las olas y el agua se cuela un poco más adentro, remoja la arena y se desliza sinuosa entre las rocas del suelo. Las paredes y el cielo de piedra semejan animales tallados que amenazan en la penumbra y se inclinan hacia el agua que no logran alcanzar.

Ezequiel insiste:

–Esas son las cavernas. No las conoces hasta el fondo, no has llegado a las entrañas de la mina muerta.

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Nadie llega hasta el final. Las cuevas se ahondan en un tramo y están siempre inundadas de aguas correntosas y oscuras.

Le explica que si se sumerge en esas aguas y nada por el interior del túnel que se forma en el fondo, ascenderá hasta llegar a un claro en el que se abre una gran caverna ciega, rodeada de pequeñas cavidades también ciegas entre las que se perderá y descubrirá antiguos secretos.

No podría estar tanto rato debajo del agua. Es poco tiempo. Unas cuantas brazadas y llegas al otro lado.

Bruna no quiere verlas. Ni siquiera le gusta recorrer las cuevas que hay detrás de la gruta. La asusta la húmeda oscuridad que envuelve su interior. Prefiere el viento helado, las nubes torvas y el barro resbalando por la superficie de las veredas.

–Puedes venir conmigo un día –le dice.

–Un día de verano –dice Bruna. Y mira al cielo enlutado por las nubes.

Ezequiel se encoge de hombros y se aleja.

–Las puertas –dice la vieja–. Parece tan sugerente su vaivén y al final se cierran. Siempre acaban cerradas. Son un trozo más de muro, continuidad del perímetro que atrapa.

Alicia cerró sus puertas antes que yo abriese las mías. De tanto estar en la ventana y dar vueltas

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por las calles, sonriéndoles desesperadamente a los rostros que se acercaban, acabó en las manos violentas de un hombre impávido por fuera y tumultuoso por dentro.

Le dijo al oído las palabras que todos los hombres aprenden a decir. Pero ella no sabía que eran vulgares y reiteradas. Sentía la impaciencia de su aliento, el calor de sus manos, la urgencia de su mirada y se quedó ciega imaginando su vestido blanco.

Aún era una niña cuando él la abrazó frente al altar. Pronto dio un portazo en cada cuarto. Vivía en una casa de puertas y ventanas cerradas, donde la penumbra se apostó y lamió las paredes. No más mi hermana acodada en el balcón. Volcada hacia dentro, nada teníamos de ella, solo su figura de maniquí en la vitrina de una tienda de modas.

Cada domingo llegaba a la casa de mi padre con un vestido floreado y la sonrisa pintada. No la aflojaba cuando mis hermanos gritaban. Ella, que no podía resistirlos, ahora los mecía con el rostro rígido y sonriente. Niños grandes y laxos, caían sobre su regazo y babeaban entre gritos y retahílas que nadie comprendía.

Después de almorzar se iban del brazo.

Néstor la apresuraba y Alicia volvía a quedar encerrada.

–Pero ella podría haberse escapado –dice Bruna.

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Pero no lo hacía. Él la tenía dominada. Era su único poder. Hombre pequeño, hijo de una mujer burda y de un japonés que desembarcó en el puerto y luego se esfumó. Siendo niño aguantó las burlas por su origen, por sus ojos hundidos y esa piel como azafrán. Nadie debió explicarle qué significa la segregación. Las filas resultaban más largas y lentas, las miradas despectivas lo apuntaban, se dispersaba la gente en torno a él, como si hubiese tenido el olor pestilente de la harina de pescado.

Ella le daba un poder que no tenía sobre otros. Dependía de su salario, vivía en su casa, llevaba su nombre, esperaba su hijo. Años aprendiendo a soportar, conocía todos los insultos, por eso cuando el hombrecito tuvo el bastón de mando lo ejerció con furia.

Durante el día era un obrero oscuro e insignificante. Al caer la noche se transformaba en el amo del reino más pequeño, donde sus silencios acusaban, su voz aguda remecía las paredes y sus órdenes reclutaban con apuro.

El vino lo envalentonaba más y entonces la castigaba. Alicia no decía nada, pero todos sabíamos. Las paredes no amortiguan el sonido de los golpes ni los sollozos. De noche no se ven los cardenales, es de día que afloran y cambian de color. Ella pretextaba caídas, choques contra puertas abiertas, accidentes incomprensibles.

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Yo la remecía y su respuesta era él me ama. Así no se ama, le decía. Ni siquiera a un perro, insistía yo. Alicia describía la pasión de las reconciliaciones, la profundidad del arrepentimiento, el aroma embriagante de las lágrimas y entonces lloraba con la emoción de las mujeres estúpidas. Yo veía su ceguera, ella no veía nada.

Mi hermana se hundía frente a mí para que yo nunca fuera como ella. Esa era la razón de su existencia.

Por mí, le decía yo, sin querer esto lo haces por mí. Ella no comprendía. Ni yo insistía. Qué decirle a una joven hundida cuando también se es joven y correr contra el viento es un desafío, la caricia del frío de la noche es el galanteo de tantas miradas, el repiqueteo de la lluvia es el llamado de las voces que invitan, que no dejan de invitar.

La sangre me remecía con su optimismo eferescente, a pesar de los niños desplomados, de las minas condenadas, de mi padre ausente. Aún resonaba el tarareo de mi madre por las veredas empedradas.

Las calles continuaban abiertas con sus caminos ondulantes como el ruedo de mi falda al viento, el mar despejado azotaba el muelle por el norte, a los bosques por el sur y más allá se amaba a sí mismo, se dejaba penetrar por el sol y lanzaba su destello verde y silencioso.

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Entonces yo abría mis ojos a la claridad opaca de la noche y entonaba canciones que los hombres empapaban de alcohol. Junto a ellos en las tabernas era uno más. Las toscas mesas de madera se remecían con el golpe de nuestros vasos y el mesero bostezaba escuchando el torrente de palabras que no podíamos contener. Con los ojos enrojecidos nos poníamos de pie y encendíamos un discurso en el que dábamos las soluciones, tan simples, tan llanas, a los problemas que ninguna generación puede enmendar.

Entre el humo y el fragor, mi voz era semejante a la de un hombre, robusta y definida, como los nudos en el tronco de un árbol añoso. Después, de a dos en el cuarto, se volvía cantarina y suave. Me cautivaban las otras voces, en ocasiones bastaba un verbo, una frase corta, una vehemencia al hablar y acabábamos encerrados escuchándonos el uno al otro.

Mi voz se arrastraba por la piel del hombre de ese día y lamía todos los rincones, subía y bajaba por el aire, se enroscaba como una pluma en el viento y acababa desvanecida, afónica y sonriente, abrazada a una voz también callada, absorta en palabras que luego asomarían entrelazadas.

Mi padre no sabía de mis noches o fingía no conocerlas. Aún así, me decía que nadie querría casarse conmigo. Que debía apresurarme o me quedaría en la orilla de la línea viendo alejarse al

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tren. Yo miraba a mi hermana y le respondía que no esperaba amarrarme a alguien. Solo anhelaba que existiera un hombre con el cual me pudiera sentir tan unida, que no necesitáramos hablar para entendernos y que su palabra fuera la que más respetase en el mundo.

Se debe respetar al marido siempre, decía mi padre antes de marcharse.

Entonces los hijos de Alicia fueron hierros que se enroscaron en su cuerpo y la jalaron hasta dejarla atada contra las paredes y esas puertas cerradas, para siempre cerradas.

Clausuraron las minas cuando sus hijos nacieron. Su vientre se abría a la vez que se inhabilitaba la entrada angosta a esos túneles que tuvimos prohibidos. Se acabaron las filas de hombres desapareciendo por los boquetes diagonales, las mujeres caminando por la playa escarbando en la arena, los niños temerosos de su primer descenso a la mina. Empezaron las marchas y las voces alzadas, las correrías de un grupo a otro, los intentos estériles, las uniones deshaciéndose como hebras de un tejido. Y mi voz, que no podía detenerse.

Bruna no debe entrar al cuarto de su padre.

No tienes nada que hacer en él, le ha dicho.

Pero el invierno es largo, deja caer horas que se arrastran lentas por las ventanas empañadas y

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cambian el paisaje saturado por el reflejo de la casa desnuda en las superficies vidriadas.

En el ropero su escaso vestuario se mece en riguroso orden. En la cómoda, las camisas y ropa interior se encuadran aburridas e impasibles. La cama es ancha y Bruna se recuesta en ella trazando una línea diagonal. Lee sus libros, completa sus tareas, escucha música; todo lo hace volcada en esa cama que después alisa hasta que recupera su apariencia intocada.

A veces se adormece con el rostro apoyado sobre la colcha que huele a su padre. No cierra los ojos para que el sueño no la venza y por la noche se desvele escuchando el corretear lejano de las ratas en el entretecho, compitiendo con el golpeteo de la lluvia.

¿Qué hacen las ratas durante el día? No se ven en la colina, ni se oyen sus pasos en el entarimado.

En un pequeño estante hay unos libros enfilados que nadie lee. En la parte inferior hay revistas también viejas. Los tarros metálicos de la cocina son los mismos de siempre; las tazas y platos que nunca se quiebran, las copas que no le permiten tocar y que tampoco se trizan.

Todo parece tan conocido e inmutable, que Bruna sale a la lluvia y corre por la plazoleta vacía, las botas de goma se hunden en el lodazal y aunque evade los charcos profundos, se salpica de barro y

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vuelve empapada y sucia. Se desviste en el pasillo, frente a la puerta, y luego lava y tiende la ropa.

Cuando su padre regresa, se ha secado el pelo, la mesa está puesta y ella lo saluda con la sonrisa a medias de cada día.

La gente sonríe demasiado. No saben reír pero sonríen. Sonríen cuando se disculpan y cuando tienen miedo. Sobre todo cuando tienen miedo. Es una mueca patética que se extiende desde un lóbulo hasta el otro, desciende hacia los pies y deforma las pupilas. Se les pueden ver las entrañas contritas pero no dejan de sonreír. Yo ya no hago ni los guiños de antes, si tengo los gestos tallados en la piel.

Alicia sonreía con el vientre hinchado y los niños como racimos prendidos a su falda. La ropa se le ajaba, los codos de sus chalecos se volvían transparentes y las puntas de los zapatos se levantaban suplicantes.

El cierre de las minas también fue miseria para los que no bajaban a ellas, para los oficinistas, los obreros. Detrás de ellos había una fila de hombres dispuestos a arrebatarles el trabajo por la mitad del salario. En todas las familias existían hombres y mujeres con los brazos colgando derrotados, descargando la frustración de algún modo, los bares repletos de la desazón destemplada de la energía que no encontraba un cauce.

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