Los sueños del cyborg - Diego Muñoz Valenzuela

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Las ansias de soñar

Ha trabajado por meses —sin prisa y sin pausa— con la tenacidad propia de su condición de cyborg. Procesó miles de artículos científicos, centenares de libros y compendios de investigación, analizó docenas de bases de datos mundiales, consultó a decenas de especialistas ya fuera en persona, a través de video conferencias o mediante insistentes correos electrónicos hasta lograr convencerlos de que realizaran su aporte. Un trabajo que habría sido imposible de realizar con tanta efectividad para el ser humano más tozudo y empeñoso en la completa historia de la humanidad. Solo se detenía cuando alguna otra obligación ineludible lo atenazaba sin remedio y con gravedad evidente.

Para explicarse tales afanes, es preciso considerar los turbulentos sucesos acaecidos en los tiempos recientes. Primero, la repentina desaparición de Rubén, su creador; luego la sospecha de que pudiera haber sido secuestrado por Génesis en Nueva York; y la constatación de este último e infausto hecho. Rubén fue atrapado mientras seguía el rastro de los nanobots que habitaban el cuerpo de William, uno de los principales líderes de la organización criminal.

Tom viajó a Nueva York para rescatar a Rubén y descubrió el búnker donde lo tenían prisionero. En una operación al borde de la imposibilidad, él —con un grupo de familiares y amigos— lograron rescatarlo y llevarlo de regreso a Chile. Sin embargo, el precio de la atroz experiencia había sido demasiado alto para el científico: una amnesia profunda, causada tal vez por las torturas brutales a las que fue sometido, o bien activada como un medio de autoprotección para no revelar secretos y poner en riesgo a los suyos. Cualquiera que fuese la explicación, todo recuerdo fue borrado de su mente,

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exceptuando los conocimientos científicos y el sentido común. Sus características de personalidad no habían sido afectadas: en esencia era el mismo ser, aunque carente de cualquier vestigio de historia personal.

Mientras Rubén recuperaba su condición física —un proceso complejo debido a los graves daños que sufrió en su prolongado tormento— Tom fue narrándole los hechos más relevantes de su propia vida y su historia. Lo hizo para que pudiera reinsertarse con éxito en su existencia previa: país, trabajo, entorno y familia. Debió referirle cada mínimo detalle necesario, con suficiente paciencia para responder miles de nimiedades. Afortunadamente, paciencia hacia el científico era algo que le sobraba al cyborg. Un genuino amor por su creador —extraña mezcla de padre, hermano, amigo y camarada de aventuras insólitas y terribles— resultaba en una fuerza tremenda y potente; en cierta medida, incluso incontrolable.

Gracias al impulso de esta energía, Tom fue cumpliendo con las diversas tareas que se asignó a sí mismo. Entre ellas, elucubrar formas para recuperar la memoria de Rubén. Existían esperanzas debido a un hecho fortuito: un respaldo de ella realizado poco antes del fatídico viaje a Nueva York. Fue llevado a cabo aplicando una técnica experimental que había desarrollado el propio Rubén para Tom (de probada efectividad, pues se probó con la resurrección del cyborg). Efectuaron esta tarea gracias a la potente supercomputadora BRAINX. El propósito fue —por insistencia de Tom— ensayar acaso la técnica podía funcionar con seres humanos. Una potencial cura para el mal del siglo: el Alzheimer.

El desafío —pensó Tom— era reinstalar esos recuerdos, almacenados como representaciones digitales de la historia y la vida del científico, en su cerebro orgánico, sin dañar lo que permanecía allí: conocimientos, lenguaje, sentido común.

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En esa línea Tom ha trabajado intensamente en las últimas semanas, sin dar con una solución que asegure el triunfo y excluya cualquier daño severo.

No obstante, se ha producido un singular viraje en el camino de su investigación. Ciertas referencias bibliográficas lo condujeron a la frontera de los misterios de la mente humana, una antigua obsesión compartida con su creador. Uno de los ámbitos que más intriga al androide es la función del inconsciente. ¿Cómo evitar producir daños al recargar recuerdos en la mente, en circunstancias de que no existe claridad respecto del funcionamiento del cerebro humano, en particular del fino y complejo equilibrio entre consciente e inconsciente? Jamás se perdonaría producir un deterioro irreparable en la mente de su creador. Por eso los pasos a seguir deben ser extraordinariamente seguros y bien diseñados. No conviene apresurarse.

Los sueños —una cualidad propia de los humanos— volvieron a emerger como ardiente anhelo en la mente del cyborg, tras muchos años de contención deliberada. En su momento significó avanzar hacia una aspiración largamente acariciada, olvidada después —a conciencia— debido a un temor atávico e inexplicable y ahora vuelta a vivificar por la amnesia de Rubén. Tom decidió ocupar una parte de su tiempo para buscar el modo de activar sueños en su cerebro cibernético; esta vez como parte de su obsesivo trabajo para devolver a Rubén a su estado antes de caer en los tentáculos de Génesis.

¿Por qué no iba a lograrlo, si ya —y en múltiples ámbitos— había traspuesto las fronteras emocionales preasignadas a un androide? ¿Se ocultaría una entidad equivalente al inconsciente en la región más profunda de su mente? Rubén habría respondido que no; estaba seguro de ello. Nada de eso estaba presupuestado en su diseño. Pero tampoco se habían contemplado en él características tales como autonomía plena

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o capacidad para experimentar una amplia gama de emociones humanas. Y Tom las poseía. Por ende, había una esperanza, aun cuando esta fuese mínima.

Así el cyborg decidió construir un mecanismo que indujera en su cerebro biónico un símil de los comportamientos del sueño humano. Se sintió seguro de poder lograrlo.

Ahora, por fin, tenía el mecanismo en sus manos. Lo único que restaba por hacer era conectarlo a su cerebro y activarlo. De repente sintió miedo. ¿Y si algo fallaba, si un mínimo circuito de su mente —acaso el esencial que configuraba su personalidad— era destruido por efecto del aparato? Desechó la idea tras examinar con cuidado, una tras otra, las diversas posibilidades.

En un arrebato de simbolismo, fue a sentarse al bergere de Rubén, el lugar donde su creador se entregaba a las interminables sesiones de lectura que tanto le agradaban. Tomó el cable que emergía del aparato y acercó el conector a su cabeza. Allí hurgó con precisión e hizo un pequeño espacio en su piel. Hizo contacto y activó el mecanismo. Cerró los ojos y preparó su inmersión en aquel mundo desconocido.

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eL primer sueño

Rubén me mira inquisitivamente, como si procurara penetrar en mi mente. Me encuentro en el dormitorio de su pequeño departamento en la época en que estudiaba para el doctorado en Dirtystone: reconozco cada detalle grabado en mi indeleble memoria. Y como esta situación no es posible, porque ocurrió una década atrás, sé que estoy soñando. Mi primer sueño. Lo he logrado. Significa que ahora soy un poco más humano.

¿Por qué me mira así Rubén? Contemplo mi cuerpo, idéntico a como soy ahora; una incongruencia temporal propia del mundo onírico. Por ese entonces yo apenas superaba la condición de un horroroso amasijo de cables, sensores y actuadores electromecánicos. Me alegro, porque esta distorsión hace aún más exitosa la experiencia de este primer sueño. Lamento, de otra parte, esta capacidad para advertir el absurdo; la mayoría de los humanos no percibe esta clase de incoherencias: se sumerge en el sueño sin prestarles atención. Se tragan lo que venga, sin cuestionamientos. La racionalidad es depuesta al momento de abandonar el estado de vigilia; por ende, raras veces las personas captan que viven un sueño y no una experiencia real. Yo no puedo bajar la guardia del pensamiento lógico, porque constituye mi esencia. Así me pierdo parte sustantiva de la diversión. Quizás podría intentar anular mis capacidades, pero me produce recelo. Nunca lo he hecho, excepto cuando fui desactivado por razones ajenas a mi voluntad.

Rubén me habla, pero no puedo oírlo. Mueve los labios, aunque no produce sonidos. Hay una especie de neblina que me impide ver con claridad, así que no logro interpretar sus movimientos. Trata de decirme algo. Ahora yo le hablo, pero las palabras no salen de mi boca. La desesperación comienza a invadirme, pero como sé que es un sueño, concluyo que

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debo tranquilizarme. Le hago una seña para que vayamos a la habitación que hace las veces de living, comedor, sala de estudio y pieza de alojados. No entiende: lo aferro por el antebrazo y lo conduzco a la fuerza. Al principio se resiste, pero al fin cede.

Cada cosa está en su lugar exacto, reproducida en el mundo onírico con perfecta verosimilitud. La información procede de mi propia mente, así que no debiera extrañarme. Logro que Rubén se siente en el único sillón y yo tomo lugar en el futón del frente, la cama para visitas. Rubén se reclina y el sillón rechina, tal como ocurría entonces. Eso significa que hay sonido. Le pido que repita su pregunta y ahora oigo mis palabras.

—¿Quién es usted, qué hace aquí? —inquiere con el rostro marcado por una viva preocupación.

—Soy Tom, tu creación, una especie de hijo tuyo.

Rubén abre los ojos hasta casi el doble de su tamaño. La incredulidad lo domina completamente.

—¡Eso es imposible! No mienta. Tom es un proyecto en desarrollo. Apenas existe un prototipo en construcción y bien escondido.

En su cara comienzan a dibujarse señales de miedo, desconfianza y hasta de ira. Si se siente amenazado podría tornarse agresivo. Lo conozco, puedo predecir sus reacciones.

—Rubén, mantén la calma. Te explicaré algo difícil de comprender. Estamos dentro de un sueño. En ese sueño, tú vives en el pasado y yo provengo del futuro. Soy el resultado de ese proyecto que almacenas en el armario de tu laboratorio. Sospecho que, por ahora, para ti vengo a ser algo así como un cachivache sin alma.

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—¿Cómo sabes donde escondo a Tom? ¿Qué locura es esa de que estamos dentro de un sueño? ¿Tuyo, mío, de quién? —Se lleva las manos a los costados de su cabeza como si tratara de atornillarla.

—Es un sueño mío, Rubén. Lo siento. Eres el protagonista de mi primer sueño. Algo que va a ocurrir más de una década adelante en el tiempo. Ahora, cálmate; no puedo hacerte daño. Menos aún desearía provocártelo. Soy tu propia creatura, algo parecido a un hijo, un amigo, un hermano. No tiene sentido que me temas.

Esa última afirmación parece asentarse con firmeza en su mente; es como si se aferrara a ella. Súbitamente se apacigua y pone atención, a pesar del absurdo que impregna la situación. Pienso que es parte del sueño y me pregunto cuál puede ser el sentido. Me respondo que ninguno. Sin embargo, sigo jugando, arrastrado por el vértigo de la nueva experiencia. O quizás por ese instinto que a veces brota e interfiere con mi pensamiento. Está oyéndome y debo hablarle.

—En ese futuro de donde provengo, tú has sufrido un ataque de amnesia. Has perdido todos tus recuerdos, pero no los conocimientos. Algo bastante extraño.

—Extraño a primera vista —repone sin dudas—, sin embargo, la mente posee mecanismos intrincados, tal vez inaccesibles a su propio entendimiento. Entonces no me parece tan extraño. ¿Dime, por qué perdí mis recuerdos en ese futuro hipotético?

—No es hipotético, recuerda que provengo de allí. Mejor dicho, estoy en ese futuro, solo que ahora tengo este sueño, ¿entiendes? Te torturaron Rubén, igual que antes, durante la dictadura, ¿entiendes? Eso debió gatillar el olvido.

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Rubén se estremece. Recordará los interminables meses que pasó en las cárceles secretas y las casas de tortura. Allí sufrió lo indecible.

—¡Si la amnesia lograra hacerme olvidar la estadía en aquellos lugares secretos, bienvenida sea! —exclama convencido.

—El problema es que olvidaste toda tu historia —recalco bien el calificativo—. Eso incluye amigos, familia, mujer, hijos, a mí mismo.

Me mira con sospecha, tal vez asombrado. ¿Cuánto pueden interesarle los sentimientos de un autómata?

—Es verdad. Lo bueno, lo malo y lo peor suelen venir juntos —concluye, dejando entrever un grado de resignación.

—Tu vida ha ido bien e irá cada vez mejor, Rubén. Valdrá la pena recordarla, créeme. Tienes estrella. Además, también tendrás la posibilidad de hacer un poco de justicia. Eso te lo puedo asegurar

Los ojos de mi creador brillan alimentados por una oscura esperanza. Se acerca, agitado, y me toma por los hombros para sacudirme con vigor.

—¿Es verdad? ¿Es posible un poco, siquiera una pizca de justicia en este mundo, en mi país anestesiado por el olvido y el consumo? ¿Que los torturadores no anden sueltos, haciendo negocios, viajando en primera clase y bebiendo licores finos?

Sonrío y asiento. Rubén muestra una auténtica felicidad. Me abraza con ternura, como si recordara quién soy. Lo aprieto con fuerza. Cuando nos separamos me dirige una mirada inteligente y escrutadora.

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—Hay alguien que puede ayudarte. Un gran médico que ha trabajado en silencio con modelos de funcionamiento de la mente. Muy originales, tan poco ortodoxos que nadie le ha hecho caso. A mí me ayudó muchísimo en una etapa inicial de mi trabajo. Se llama León Laurent.

—¡Eso debe haber sido hace un chingo de años! —exclamo divertido al descubrirme usando una de las expresiones preferidas de mi amigo el chicano Eddie Amarales— Ese fulano debe estar requete muerto y enterrado.

—Tendrá unos sesenta años. Setenta en tu futuro, abrelatas parlante. Tampoco se trata de Matusalén.

Su arranque humorístico y el apodo que emplea me demudan. ¿Será normal que un sueño soporte esta clase de fenómenos?

—Y dime, Rubén, ¿dónde encuentro a ese señor?

—Trabaja… o trabajaba en la Universidad de Valparaíso. Debe continuar allí. Es su vocación. Además, no sabe hacer ninguna otra cosa para sobrevivir. Fuera de la academia es un perfecto inútil.

—Gracias —le contesto—. Es un dato muy útil. Ahora debo regresar a la realidad. Tienes que disculparme, Rubén. No quiero ser grosero. Lo último, ¿de dónde sacaste eso de “abrelatas parlante”?

—Ni idea. Inspiración repentina. Si es tu sueño, ha de ser idea tuya. Un jugueteo de tu subconsciente.

—¿Un cyborg con subconsciente? Una idea para discutir. Dejémoslo para otro día.

—¿Volverás a soñar conmigo? —pregunta con ansiedad.

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—Seguro —respondo—, uno de estos días te convoco de nuevo. Prometido. Me es grato encontrarte, aunque sea en una versión anticuada.

—Una última cosa, reloj con patas. León Laurent no es un tipo fácil de tratar. Tiene un severo trastorno. Vas a tener que emplear triquiñuelas para tratar con personas complicadas. Cuando me invites de nuevo a tus sueños, te contaré algunas historias acerca de él. Pueden servirte para calibrar al personaje.

—No olvides que tú eres mi creador y tuve que soportarte desde mi primer día. Y ahora, por si fuera poco, te apareces hasta en mis sueños. Hasta pronto, grasienta bola de carne.

—Hasta la vista, saco de tuercas.

Nos damos la mano e interrumpo mi primer sueño, inundado de interrogantes que se agolpan en mi atolondrada mente electrónica.

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eL hombre de L a barba rojiza

El hombre de la barba rojiza camina hacia la puerta de la sala corroído por aquella oscura sensación que lo embarga desde hace casi un mes, cuando conoció de primera mano los pormenores de la terrible desgracia ocurrida en el búnker. Federico Schötz y media docena de fieles colaboradores acabaron muertos como resultado de un repentino caos sin explicaciones.

El búnker quedó inutilizable. Aparte de los severos daños, se infestó de policías y fue imposible evitar un registro riguroso del sitio, pese a las influencias de sus altos protectores diseminados por las estructuras de poder. Hay cosas imposibles aún para nuestros más elevados patrocinadores, piensa con amargura. Esta amalgama de sucesos funestos lo lleva a pensar que tal vez hayan dejado de ser intocables. Nadie puede sentirse seguro. Sin embargo, hasta antes de este evento, él, William van der Rohe, había creído a pie juntillas en su sacrosanta impunidad. Ahora se sentía como un joven frágil: le corresponde dar cuenta ante el Consejo acerca de los hechos acaecidos en el búnker. Quizás habría sido preferible haber muerto junto con sus desafortunados esbirros.

Lo que más grave le parece es que su prisionero, el científico chileno, desapareció; pudo perecer en el incidente; o bien escapar, una opción inquietante, por decir lo menos. Los cadáveres encontrados en el búnker estaban completamente carbonizados y ninguno pudo ser identificado. Las pruebas de ADN no se podían comparar contra muestras originales, pues estas no existían. Las identidades eran todas falsas. Una vieja medida de seguridad en Génesis: miembros y prisioneros deben ser imposibles de identificar.

Es posible que el ataque al búnker hubiese sido una audaz maniobra para rescatar al científico chileno. Muy difícil,

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pero viable. En ese caso, los problemas que enfrenta Génesis tendrían una proporción gigantesca. Desde el inicio de este nefasto episodio le intrigó la certeza de que el chileno hubiera podido rastrearlo hasta Nueva York. ¿Cómo lo hizo? ¿Qué clase de información dominaba? ¿Habría una organización poderosa detrás suyo, un enemigo desconocido? ¿O una mera coincidencia hizo que sus caminos se cruzaran y él se colgara a sus espaldas?

Tales eran las preguntas que le encargó resolver al infeliz enfermo de Federico Schötz, especialista en torturas de extensa y probada eficacia. Sin embargo, a pesar de sus profusos esfuerzos, no había conseguido despegar los labios del chileno. Es posible que Schötz no pasara de ser un marica bravucón cuya fama era producto de la instalación de un mito. Nunca lo apreció de verdad. Ahora Federico está bien muerto, única certidumbre con la que cuenta. Eso —de rara manera— lo satisface.

El Consejo no conoce los detalles de esta historia, al menos no por boca suya. Pero no puede descartar que Schötz haya actuado como informante de alguno de sus miembros. En ese caso, su destino estaría sellado. Enfrenta un juego peligroso, donde las esperanzas de salir indemne son bajas. De cualquier forma, el Consejo lo responsabilizará a él, William van der Rohe, por la desgraciada tragedia.

Un moreno alto y ancho como catedral le franquea el paso a la sala del Consejo. Con disimulo inspira una buena carga de aire en sus pulmones antes de golpear la puerta con los nudillos. Desde adentro se escucha un asentimiento e ingresa a la estancia.

Un anciano calvo en la cabecera y dos a cada lado. Los cinco mayores líderes de Génesis. Varios siglos reunidos en torno a la mesa cubierta con una placa maciza de granito gris. Ninguno

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baja de los setenta y cinco años. La jefatura de la organización en Estados Unidos. Entre ellos, supone, se encontrarán uno o dos de sus líderes mundiales. Conocer sus rostros resulta peligroso per se. Pertenece a aquella clase de conocimientos de los cuales resulta conveniente apartarse. Es demasiado grande la tentación de suprimir a sus poseedores para mantener a salvo el secreto.

Hasta aquí conocía a uno solo de ellos, su contacto directo, Ruperto Opazo, un latino con acento imposible de rastrear, sentado a la diestra del presidente. Vivió en muchos países y borró sus marcas de nacimiento. Actuó como su contacto de nivel superior desde que fue transferido desde Sudáfrica, cuando el apartheid se derrumbó sin vuelta. Es un tipo frío, cerebral, muy difícil de engatusar, pues se enfoca en los resultados. Para él los discursos y las promesas no pasan de constituir meras agrupaciones de palabras.

Opazo le indica a William que tome asiento en una silla ubicada en el extremo opuesto al anciano que preside. Queda bastante lejos de ellos: una distancia que simboliza la brecha jerárquica. Quieren hacérselo sentir: eso está claro. Los viejos lo observan con sus rostros impávidos, escrutándolo, tratando de leer sus pensamientos.

—William, lo hemos convocado en virtud de la grave situación producida ocurrida en el búnker —Opazo habla directamente, sin perder tiempo; su voz es firme y clara, como si proviniera de un hombre cuarenta años menor—. No está claro el asunto. Para nada.

—Si es que puede aclararse un hecho tan enigmático — complementa el anciano calvo que preside la reunión; su rostro es el de una tortuga milenaria: arrugado, inexpresivo y frío—. Tal vez nunca sepamos la verdad, por más que nos esforcemos. Quizás convenga cerrar el maldito capítulo de una vez. Enterrarlo para siempre.

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La amenaza implícita brota espeluznante; eso interpreta William, pero sabe que no debe demostrar temor. De hacerlo estaría perdido sin remedio. Es un hombre experimentado en toda clase de intimidaciones; su carácter se ha ido templando con la firmeza y la ductilidad del mejor acero. De sus respuestas dependerá que no lo transfieran a sesiones de tortura con expertos capaces de soltar las lenguas más obstinadas.

—Estoy de acuerdo, señores —responde con seguridad, sin que el más mínimo temblor delate su tensión—. Un desastre semejante constituye una mancha indeseable en la historia de Génesis.

William lee en las miradas de los viejos aquello que esperaba encontrar: una leve vacilación que revela la existencia de otras manchas. Ellos conocen mejor que nadie la historia de Génesis: sus auges y sus caídas, los errores fatales y las estrategias que le han permitido sobrevivir a través de un largo tiempo. Son los custodios de esa experiencia, los depositarios de los más preciados secretos institucionales. Ellos saben que no es primera vez que acontece un desastre semejante. William sonríe para sus adentros. Es la clave para recurrir a la compasión del Consejo, porque ellos mismos no están libres de pecado. Habrán de tener en cuenta que William ha sido un hombre leal a la causa, por muchos, muchos años. Eso pesará a la hora del juicio. Sabe que ha ganado el primer round. Es un comienzo promisorio.

—Nadie sobrevivió para contar lo ocurrido. Los refuerzos llegaron cuando los demás estaban muertos, calcinados, convertidos en cenizas dispersas. La única excepción fue Schötz, cuyo cadáver fue encontrado en los alrededores. Resulta imposible saber qué pasó. Solo podemos especular.

—La explicación que buscamos podría ser que no todos los nuestros hayan muerto, sino que se hayan esfumado —El obeso

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sentado a la derecha del líder masculla las palabras de modo que hace difícil la tarea de entenderlas—. Tal vez se trate de traidores, infiltrados o quizás qué… ¿Qué piensa usted, William?

—Hay quienes hacen cálculos incómodos. Falta un cuerpo entre los quemados, no solo Schötz. Un testigo poco fiable aseveró que vio huir del edificio a un gigante negro con otro grupo. Ese gigante podría ser Yusseff, el guardaespaldas de Schötz. Pero no hay ningún indicio que pruebe que se encuentre vivo. No obstante, considero imposible que Yusseff haya sido un traidor. Era un imbécil redomado: demasiado cuerpo y escaso cerebro.

—¿Cómo puede mostrarse tan seguro? —espeta la tortuga que preside.

—Porque tenemos la costumbre de examinar en profundidad a todos nuestros colaboradores. Ese tipo de asuntos no puede manipularse. Las pruebas que usamos son infalibles. Siempre me ocupo personalmente de esa clase de detalles. Eso ustedes lo saben. Debe haber muerto en el combate.

—¿Y para qué se iban a llevar el cuerpo? ¿Para fabricar embutidos? —ironiza la tortuga anciana— No me haga reír, William.

—Bueno, es verdad, eso no lo sabemos. Quizás reventó con una explosión y sus cenizas estarán repartidas por allí. Pero aun suponiendo que haya huido, Yusseff no tenía acceso a información clave. No representa una amenaza, en el supuesto caso de que lo hayan capturado o que se trate de un traidor, aunque, como dije, eso me parece imposible.

—¿Y qué ocurrió con el doctor Guendelman?

William traga saliva. Recuerda que Federico Schötz le pidió autorización para que el médico asistiera al prisionero en forma

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permanente. Temía que el chileno muriera a consecuencia de las torturas, porque había experimentado varios episodios de pérdida de conciencia. Hasta el momento en que el maldito quelonio pronunció su nombre no se había acordado de él. ¿Cómo se le pudo escapar ese detalle? Podía costarle muy caro.

—Guendelman es un yonqui perdido. No puede vivir sin su dosis de droga. Está colgado sin vuelta y obedece nuestras instrucciones para seguir viviendo y recibiendo la sustancia que lo moviliza.

—Entonces usted lo descarta como sospechoso —musita la tortuga presidente con tono de enfado, escupiendo palabras como una cobra hace con su veneno—, así no más, de un plumazo.

El anciano carraspea horriblemente al final de su frase y el sonido es como un adelanto del infierno que espera a William acaso no supera el interrogatorio de los ancianos.

—Afirmo que por su condición de dependencia de la droga es incapaz de participar en una conspiración.

—Pero sí que era capaz de supervigilar la salud de un prisionero tan especial —Rodolfo Opazo lanza la estocada y lo queda mirando en abierto desafío.

—Guendelman dependía de Federico Schötz, no de mí, en cualquier caso —aclara William—, apenas si lo vi alguna vez. De hecho, ni siquiera tengo una remota idea de su aspecto.

—La responsabilidad siempre reside en el superior a cargo, William. Eso usted lo sabe. Es la primera regla en Génesis —Opazo habla con firmeza. No está dispuesto a soltar la presa con facilidad.

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—No sostengo lo contrario. Sé que tengo la primera responsabilidad en esto. Pero yo no conocía a Guendelman. Y Schötz requería un médico para supervigilar a su prisionero. Eso es todo.

—¿Y quién era el prisionero que estaba en el búnker? ¿Sabe usted algo de eso? ¿O también ignora todo al respecto? —Ahora habla un anciano caucásico. Sus azules ojos son dos llamas letales clavadas como dagas en el rostro de William.

—Mis guardaespaldas lo sorprendieron siguiéndome. La primera vez le tomamos unas fotos, pensando que podía tratarse de una coincidencia, un hecho casual. Al día siguiente volvió sobre mis pasos. Entonces mis muchachos lo apresaron y acabó en el búnker. Le encargué a Schötz que le soltara la lengua, él es… bueno, era, un gran especialista en esa clase de tareas.

—Sin duda —afirma la tortuga centenaria con su eterno mascullar que se percibe despreciativo—, pero también era un maldito enfermo mental. ¿Coincide usted con esa valoración, William?

—Muchos de nuestros colaboradores se mueven en la imprecisa zona que separa la cordura de la demencia. Federico Schötz era uno de ellos. Pero también hay que decir que era muy eficaz. Nuestra organización no habría sobrevivido ni siquiera un quinquenio si no hubiera contado con hombres como él. Resultan imprescindibles. Yo mismo no puedo considerarme normal ni corriente. No creo que ningún integrante de Génesis sea una persona ordinaria. Como sabemos, se requiere un temperamento especial.

Por primera vez a William le parece advertir una pizca de simpatía entre los añosos consejeros. En sus frases ha deslizado conscientemente un poco de insolencia, eso les ha gustado. Quizás lo vean, proyectado al futuro, en la posición de uno de ellos.

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—Tiene razón. Ninguno de nosotros tiene vocación de santo —sentencia el presidente.

Los viejos dejan escapar unas risitas sibilantes que carecen de consistencia para transformarse en carcajadas. La energía de otrora ha abandonado sus cuerpos y ahora apenas pueden expresar sus infrecuentes explosiones emocionales.

En ese preciso instante William siente que los tiene, que ahora es posible inclinar la balanza en su favor. Falta el movimiento final, que ha de ser tan diestro como los precedentes. Se lanza decidido al ataque.

—Ni siquiera Federico Schötz y su selecto cuerpo de expertos en torturas lograron extraer algo útil del prisionero. Quizás no había nada que encontrar.

—Pero usted sabe quién es, William —asevera Opazo y se queda callado mirándolo. Los restantes ancianos del consejo replican el gesto.

—Se llama Rubén Arancibia, es un científico chileno. Un investigador muy destacado en automática y control. No es un aventurero, ni un policía. Ni parece peligroso. Tampoco hay noticias de él en su país. Se ha dicho que está enfermo y retirado, pero nadie lo ha visto.

—Los más peligrosos son justamente quienes no lo parecen —gruñe el presidente—. Por ejemplo ¿quién tendría miedo de este quinteto de viejos indefensos? ¿Cierto?

Los viejos vuelven a celebrar la broma con sus risas cascadas y grotescas.

—Quizás el hombre salió caminando del búnker en medio de la revuelta, no podemos descartarlo —La tortuga ya no

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espera nuevas palabras de William, ahora nada más dictamina lo que ha de hacerse—. A menos que esté calcinado, revuelto con los demás. Pero esa historia no nos convence. Creemos que usted debe viajar personalmente a Chile para ver si ese científico regresó a su país y averiguar qué ocurrió en el búnker. Podrá elegir a un equipo para acompañarlo, por supuesto. Tendrá todos los recursos que estime conveniente —guarda silencio un instante—, recursos razonables, por cierto. Usted sabe que nos caracterizamos por ser austeros. ¿Alguna pregunta, William?

—Será un honor cumplir con esta misión, señores. Les agradezco la confianza que me otorgan.

—Está bien que agradezca, William. Había solo dos resultados posibles: su cabeza cortada chorreando sangre sobre una bandeja o esta misión que le encomendamos. Ha tenido suerte. Nos ha convencido acerca de su lealtad. Créame que, ante la menor duda, su cabeza habría abandonado los hombros hace bastante rato. Obtenga información y castigue a los culpables. No puede haber ni perdón ni olvido. ¿No era eso lo que repetían las víctimas de los gobiernos militares?

Por tercera vez los viejos estallan en esos remedos de risas que William escucha de espaldas mientras abandona el salón del consejo.

Ha tenido suerte. Espera seguir teniéndola.

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en Los cerros de coLores

Edgardo Olivares maldice una vez más su miserable suerte antes de abandonar el cuartel y emprende ágilmente el ascenso del cerro rumbo a la cita. Se alisa el pelo, día tras día más canoso, y medita sobre el encuentro que va a sostener. Mucho tiempo ha pasado desde la última vez que tomó contacto con estas personas. “Y la gente cambia con rapidez en este mundo donde cada cual hace lo que sea para conseguir unos billetes”, murmura para sí mismo. Sin embargo, guarda un buen recuerdo de ellos. Fue una de las operaciones más exitosas en las que participó en su extensa carrera. Nadie interfirió para salvar a los criminales y recibieron el castigo merecido. Ahora lo habían llamado. Una voz conocida emergió del pasado, cuando menos lo esperaba. Se hunde en profundos pensamientos mientras da zancadas para doblegar la pendiente tenaz.

Ya sobre la cima, se introduce sin vacilaciones por callejuelas tortuosas hasta que al fin divisa en la esquina el pequeño bistró, un sitio bien conocido por él. “Quizás qué me espera. Justo cuando estoy en una posición más o menos tranquila”, se dice y vuelve a sumergirse en el océano de su mente. “Tal vez estás acomodándote, Edgardo. Saboreando la cercanía de la jubilación, una vida reposada, lejos del mundanal ruido”. En la puerta lo espera el dueño, un francés de mediana edad llamado Philippe. Le clava sus ojos azules y sonríe abriendo los brazos como un Cristo.

—¡Eh, inspector! ¡Bienvenu! —exclama con genuina alegría en un español bastante aceptable; ha ido perdiendo el acento rápidamente —Tú eres el único detective que es recibido con regocijo en este cerro.

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—Tal vez sea porque no estás al día con las patentes o infringiendo las ordenanzas municipales, franchute sinvergüenza.

Se dan un abrazo resuelto y afectuoso.

—Te esperan, comisario. Lástima que tu cita sea con un hombre. Estarás cambiando de sexo. Con el paso de los años eso les ocurre con bastante frecuencia a los gigolós.

—¡Mierda! De eso tienes lleno el cerebro —El comisario le propina un golpe en el pecho y el francés lo deja pasar al interior del local.

Olivares reconoce de inmediato a su interlocutor. Está sentado solo en la mesa más apartada del local, escondida en un recodo. Para llegar allí hay que descender unos escalones. Procede sin despegarle la vista. Al comisario le parece que el tiempo ha transcurrido solamente para él. Tomás se ve igual, como un émulo de Dorian Gray. Se abrazan con cierta parsimonia demostrativa de un vínculo remoto e intenso.

—¿Dónde tienes escondido el retrato que te mantiene eternamente joven? —El comisario no puede contener sus palabras.

—En lugar seguro —replica el androide con amplia sonrisa—, donde nadie pueda encontrarlo. Claves: comer sano y hacer mucho ejercicio.

—Trato de seguir esa receta, pero las canas y las arrugas hacen su trabajo. Ya ves —El comisario se auto señala con ambas manos en gesto de resignación—, aquí está la prueba palpable del transcurso del tiempo, grabada en mi rostro.

Se sientan frente a frente, como para disputar una partida de ajedrez, midiendo fuerzas al cruzar las miradas.

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—En todo caso, Edgardo, te ves muy bien. No lo digo a manera de consuelo. Canas y arrugas benefician a un hombre que conserva el tono muscular. Lo hacen más atractivo a los ojos de las mujeres, sobre todo para las más jóvenes.

Olivares lanza una carcajada en respuesta. Sabe que esa afirmación tiene mucho de cierto.

—Bueno, en ese aspecto, al menos, Dios no me ha abandonado, como sí lo ha hecho en otros campos. Me provee con esplendidez.

—¿Sigues soltero? ¿Qué tal va la vida?

—Soltero empedernido. Ya me quedé para vestir santos —ríe de buenas ganas—, así anunciaba mi tía Luzmira. En otros aspectos de la vida no me va tan bien.

—Vaya, te pusiste quejoso. ¿A qué te refieres?

—En mi trabajo llegué a un tope imposible de trasponer. Subcomisario en esta ciudad no parece mal, pero debí tener mejor carrera. En todo caso, como no tengo hijos, el dinero me alcanza más que bien. He podido ahorrar algo y comprar un par de bienes raíces para cuando me jubile.

—¿Jubilarse? ¿No estarás exagerando? ¿A tu edad?

—Pasé los cincuenta hace rato —gruñe el detective mientras unta una rebanada de pan con paté de la casa. En Chile eso te convierte automáticamente en un viejo. Además, en nuestra carrera el retiro está previsto antes de los sesenta; a veces mucho antes, sobre todo cuando careces de padrinos.

—Eso de la ausencia de padrinos es dato antiguo. Es elección tuya. Y fue la razón de que nos acercáramos a ti. En ningún otro detective habríamos podido confiar. Eres un hombre limpio,

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de trayectoria impecable, fuera de alcance para políticos, narcotraficantes, empresarios y ladrones.

Los interrumpe el dueño al acercarse con la pizarra negra donde acostumbra a escribir el menú del día con tizas de colores. Tras un par de bromas, les declama las opciones. Escogen ambos lo mismo: sopa de cebolla y boeuf bourguignon, acompañados por un generoso carmenere del Valle del Maule.

—¿Y cómo está el doctor Arancibia? —pregunta el comisario mientras prepara una nueva porción de pan con paté— En este restaurante mis cuidados alimenticios se van al mismo infierno; este veneno está delicioso, ¿no lo pruebas?

El cyborg asiente y se prepara un bocado.

—Rubén ha estado algo enfermo últimamente. Desmemoriado. Ha olvidado casi todo. Un ataque de amnesia muy severo.

—¿Y olvidó su ciencia? ¡Qué desperdicio! Tantos años.

—No, eso no lo olvidó —interrumpe el cyborg—. Extraño, pero así fue. Curiosidades de la mente humana. Estamos intentando ayudarle a recuperar los recuerdos perdidos. Pero no vine a hablar solo de eso, comisario.

El detective asume una expresión más seria y se concentra en su interlocutor. No quiere perder palabra. Asiente en silencio para que Tom prosiga.

—No puedo contarte toda la historia ahora, tampoco sé acaso tendría sentido.

—Cuéntame lo que tenga sentido —exige con energía el comisario y también con impaciencia—, no te preocupes. Preguntaré cuando algo me falte para armar el rompecabezas.

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Un garzón moreno se acerca para servirles dos humeantes platos de soup a l’ónion. Los comensales la reciben con entusiasmo mientras les llenan generosamente sus copas con carmenere. Cuando el mozo se retira, prueban la sopa al unísono

Bon apetit! Está bien. Voy a ser telegráfico. Pregunta lo que quieras una vez que hayas escuchado el discurso completo. Rubén viajó a Estados Unidos siguiendo la pista de un alto jefe de Génesis, un individuo llamado William van der Rohe. Ese nombre utiliza. Debe ser un apodo. Génesis es la organización que amparaba la operación de narcotráfico que desmontamos juntos años atrás. Y William era el cerebro a cargo de la operación. De alguna forma detectaron a Rubén y lo hicieron prisionero en un búnker secreto en pleno Manhattan. Fue sometido a intensas torturas para conocer sus propósitos. A causa de esa experiencia, no estoy seguro si debido a las torturas o como mecanismo de autoprotección para no revelar información, se generó la amnesia. Nos infiltramos allí y lo rescatamos en una operación muy arriesgada, al borde de la imposibilidad.

—Esta sopa está realmente deliciosa. Fue una excelente elección —hace una pausa breve, como para digerir lo que ha escuchado—. Imagino que mucha sangre habrá corrido por las calles de Manhattan —resopla el inspector con furiosa sonrisa y recitó con sonsonete— “Venid a ver la sangre por las calles”. Pero aclárame este punto. ¿Cómo fue que Rubén siguió al tal William? ¿Qué pista tenía?

El cyborg vacila unos instantes antes de responderle. No quiere exponer sus secretos, pero concluye que si quiere contar con su apoyo debe mostrar confianza al policía. Es un hombre honesto y leal, así lo demostró en el pasado.

—Mira, Edgardo. Gracias al trabajo de Rubén, tenemos acceso a una gran variedad de tecnologías nuevas, que no han

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sido patentadas, ni siquiera reportadas en trabajos científicos. Una de esas tecnologías corresponde a una clase de artefactos nano—tecnológicos con capacidades cibernéticas de alta autonomía y dispositivos comunicacionales muy sofisticados.

—Háblame en un idioma que un lego como yo pueda comprender —repone Edgardo Olivares mientras saborea otra cucharada de sopa de cebolla—. Para mí es como si estuvieras parloteando en chino mandarín.

—Bueno —responde resignado Tom—, se trata de una especie de insectos microscópicos que permiten espiar a una persona. Se introducen en su ropa o en su cuerpo y transmiten señales a un computador remoto.

—¿Qué clase de señales?

—Audio y video de excelente resolución. Permiten localizar exactamente dónde está el portador mediante tecnología GPS.

—¿Sistemas de rastreo satelital? Muy sofisticado para mí, que apenas puedo lidiar con el maldito teléfono celular —gruñe el detective mientras extrae el aparato de su bolsillo para exhibirlo—. Todo el mundo me reclama que es una antigualla, que debo cambiar este cachivache. A mí me parece demasiado moderno. Apenas logro contestar llamadas. Con grandes dificultades llamo a los teléfonos que están programados. Así que insectos microscópicos. ¿Una especie de súper pulgas invisibles?

—Algo así, solo que mucho más pequeños. Son invisibles al ojo humano e indetectables, a menos que se cuente con la frecuencia exacta en que transmiten señales encriptadas. Es un sistema seguro y eficaz.

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—¿Cripto qué? —inquiere con molestia el detective, sin abandonar su intenso ritmo de cuchareo.

—Quiere decir que son señales en clave. Y que la clave es muy difícil de adivinar.

—Entonces Rubén siguió a su objetivo a través de los insectos que vivían con William, el líder de los malos. ¿Y para qué? Tiene que haber habido una buena razón para arriesgarse así.

—No tengo idea. Curiosidad. Un momento de tontera en la vida de un hombre genial. Lamentablemente, los errores no solo los cometen los idiotas.

El comisario lanza una carcajada estentórea.

—¡Eso es verdad! Mírame a mí. Mi vida es un ejemplo de eso. He trabajado contra mis intereses. Y ahí estoy, en un puesto de segunda clase, lejos del poder, tratando de hacer lo mejor que puedo. Y, bueno, cuéntame, ¿quién es William?

—Un alto jefe de Génesis. Muy encumbrado en la cúspide que toma las decisiones.

—Y Génesis, ¿qué tal? No me has contado nada. ¿Cómo quieres que los ayude entonces?

—Es una organización criminal a nivel global. Muy a tono con los tiempos que corren. Sus tentáculos están distribuidos por todo el mundo. Nada escapa a su interés. Ni países, ni empresas, ni gobiernos. Sus ramificaciones tóxicas se propagan por doquier. Hay quienes los sirven por negocios o dinero, o sencillamente por temor. Eso los hace omnímodos. Creemos que su origen es remoto, pero que existe un vínculo muy fuerte con el nazismo y otros movimientos fascistas de ultraderecha.

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Aquí en América Latina tuvieron nexos con los servicios de seguridad en el periodo en que reinaron las dictaduras militares. Les transfirieron a los gorilas su valiosa experiencia en la organización de servicios secretos, represión y tortura.

—Siempre hubo rumores sobre la participación de exmilitares nazis en el entrenamiento de los agentes de la Dirección de Inteligencia —murmura Edgardo Olivares con la mirada perdida en tiempos lejanos—. Pensé que se trataba de exageraciones. Veo que no lo eran.

—De aquel origen oscuro proviene Génesis, al menos en parte, aunque sus filas también las integren gánsteres, traficantes de drogas, criminales de la peor estofa y buena parte de lo más granado de la delincuencia de todo el mundo. Muy selectos, si se quiere. Eso no anula su vínculo con grandes banqueros, traficantes de armas y magnates del petróleo y la minería, aunque los enlaces estén bien cautelados.

—Y William es uno de sus líderes principales.

—No sé a qué escala de la jerarquía de Génesis pertenece, porque la desconocemos, pero tiene una posición importante. Vino a Chile hace algo más de un año y lo tuvimos en nuestras manos. Pudimos darle el bajo, pero le perdonamos la vida a cambio de infiltrarle unos “bichitos” en el cuerpo, para poder seguirle la pista a donde quiera que fuese.

—Eso él no lo sabe, por supuesto —Quiere confirmar el policía pese a su tono afirmativo.

—Exacto.

—¿Y quiénes hicieron el trabajo? —El detective lanza la pregunta como si fuera un certero dardo— El caballero no debe haber andado solo ni desprotegido. Seguro quedaron unos

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cuantos en el camino. Anda, suelta la lengua, Tom. No te andes con medias tintas.

El cyborg menea la cabeza de lado a lado para enfatizar que se encuentra acorralado por el acoso sistemático del comisario. Luego habla.

—Nosotros, los mismos de entonces. Yo, Rubén, unos amigos ex militantes del PP y el FLN. No hay organizaciones formales involucradas. No confiamos en ellas, porque están carcomidas, anquilosadas, obsoletas, cooptadas por los intereses económicos y políticos. Para Nueva York conseguimos alguna ayuda adicional, poco ortodoxa, un mexicano y después… un gringo negro. Todos personas buenas y confiables —internamente se ríe al decir esto, mientras piensa en los tortuosos currículos de Eddie Amarales y Yusseff— en las que depositamos nuestras esperanzas.

—La verdad no me dan muchos deseos de conocer a tus amigos. Sospecho que van a agradarme menos que a ti. Pero ahora dime ¿qué ayuda mía necesitas?

El cyborg se queda en silencio unos segundos. No se trata de una pregunta fácil de responder. Todavía están sueltas demasiadas hebras del tejido.

—No puedo responderte a ciencia cierta, Edgardo. Es la pura y santa verdad. Supongo que las hordas enviadas por Génesis llegarán al país de un momento a otro, con órdenes muy claras: destruir a los enemigos que le propinaron tamaña derrota en sus propios cuarteles. Van a querer borrarnos del mapa para siempre. En consecuencia, necesitamos toda la ayuda del mundo para enfrentar la escuadra que está por llegar.

—Una sola pistola suma poco poder de fuego —ironiza el detective con gesto amargo—. No es eso lo que esperas de mí, ¿verdad, Tomás?

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—Necesitamos que monitorees a los inmigrantes sospechosos, en especial aquellos que provengan de Europa o Estados Unidos. Los agentes más operativos de Génesis están manchados hasta los huesos. Típicamente se trata de delincuentes que operan bajo su amparo: narcotraficantes, tratantes de blancas, sicarios, mercenarios. Cada cual tiene su propio currículo, bien abultado. Al menos los que operaban en su búnker pertenecían a esas distinguidas categorías. Así que, si no se encuentran en estado de hibernación, las alarmas de Interpol debieran saltar en cuanto detecten sus sucias pisadas.

El detective raspa con la cuchara los restos de su plato, saboreándolos con deleite.

—Lástima que se acabó la sopa. Tiempo que no comía tan bien. Es una bendición que hayas venido a sacarme de la rutina, Tomás. Estaba aburrido de las pizzas y las empanadas que sacan del apuro. Espero que el segundo plato esté a la altura de las realizaciones del franchute. Pero hablemos de otras cosas. Me carga comer y hablar de trabajo. Ahora bien, tendrás lo que pides. Justamente estoy participando en una operación internacional que me hace simple solicitar ese monitoreo. Si quieres otra clase de apoyo, lo vamos conversando. Ahora cambiemos de tema. No quiero indigestarme después de una cena maravillosa. Ya tengo bastante con la peste de mi trabajo.

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