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¿Acaso no ven al niño que sale de mí llorando, un niño a la carrera con su capa en llamas? Humberto Díaz-Casanueva, Réquiem.
“For always and ever is always for you I want it to be perfect Like before I want to change it all I want to change”. The Cure, “A night like this”.
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No estoy muy segura de lo que pasó. Yo estaba durmiendo. Me despertaron el timbre y golpes en la puerta. Después sentí el humo que había en mi pieza. Yo duermo en el primer piso, mi ventana da hacia el patio. Estoy acá porque usted me lo pidió y yo no quiero tener problemas con usted. No fue fácil venir hasta acá, ¿sabe? No fue fácil. Todavía estoy con la garganta reseca y no me siento bien, pero estoy decidida a contar lo que sé y ver si es que existe alguna forma de entender lo que ha pasado. Usted sabe de esto, seguro ha escuchado a mucha gente, hombres, mujeres; usted debe saber de lo que le hablo. Lo que sí debo decirle es que no puedo creerlo. No puedo creerlo. Nadie la prepara a una para ser mamá, sabe, y siempre dicen que ser madre es lo más maravilloso que te puede pasar. Para mí no fue así. El Gabrielito era difícil y llegó un momento en que se alejó de mí, así, sin más, se puso atrevido, ingrato. No parecía mi hijo, quizás él ya no se sentía mi hijo. Estuve todo el día pensando qué pudo haber salido mal. Siento que usted me mira como diciendo “al final todo salió mal”. ¿Usted tiene hijos? Seguro entenderá entonces lo que le quiero decir. Nadie le enseña a una a ser madre. Ni la propia madre de uno puede hacerlo. Uno cuando es hijo o hija siente, vive, perdona o no, pero no sabe qué hará cuando se convierta en padre o madre. Usted sabe de lo que le estoy hablando. Uno lo da todo por ellos, todo. Yo al Gabriel lo eduqué, lo formé, le di todo lo que me pertenecía. Me desviví y trabajé por él. Una espera que respondan bien. Yo no
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sé qué hice para que el Gabrielito hiciera lo que hizo. Yo espero que cuando sean grandes sus niñitas le respondan bien. Se lo deseo de todo corazón. Le quiero decir una cosa. Después de que se fueron todos esta mañana, me quedé un rato en la pieza del Gabriel. En lo que quedó de su pieza. Qué manera de tener papeles. Fue extraño, sabe, siempre fui yo la que le hice el aseo, la cama, ordenaba todo, pero esta mañana me sentí libre de tomar lo que ahí había. Abrí cuadernos, miré sus libros. Después fui a la otra pieza que él tenía, un estudio como le decía él, que para mí era otra pieza más, con la única diferencia de que no había cama: solo un escritorio que le había hecho su papá y estantes llenos de enciclopedias, libros y revistas que coleccionaba. Miré los libros de su biblioteca. Por su carrera él leía mucho. Geología. Estaba en segundo año. Siempre hablan de que ser madre es lo mejor que a una le puede pasar en la vida, y sí, no se lo voy a negar. Aunque hoy siento que eso es una pura mentira, y siento también que todo lo que me tocó ha sido un infierno. Sobre todo ahora, imagínese, aquí, frente a usted, contando esto. ¿Usted de verdad quiere escuchar cómo vivíamos? ¿Desde el principio? Eso es irse hacia muy atrás, pero bueno, qué le vamos a hacer. Pensaba ahora que venía hacia acá que tenía que contarle todo a usted. Sí, eso pensaba, quizás esto puede servir de algo.
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Las mañanas siempre eran brumosas cuando despertábamos. Íbamos juntos a comprar el pan y para el almuerzo: Gabriel estudiaba en la tarde y hacíamos pequeñas cuestiones domésticas uno al lado del otro. En la panadería yo le compraba un dulce o un pastel, él lo aceptaba cariñoso y algo había en su gesto que me hacía dudar si es que me acompañaba todos los días para conseguir ese regalo. Los domingos íbamos al Cajón del Maipo con su padre. Tomábamos la micro que pasaba por Vicuña Mackenna y que en menos de una hora nos dejaba en la Plaza del Cajón. Siempre que nos bajábamos ahí, Gabriel pedía algodón de azúcar y había que decirle que no, que tenía que aguantarse hasta después de almuerzo. Comprábamos en el mismo local donde vendían empanadas y pollos asados. Caminábamos hacia el río con la comida en bolsas. Yo llevaba un bolso con un par de chales y cubiertos, platos y vasos de plástico que teníamos para esos días. Lo demás era rutinario. Recogíamos piedritas a la orilla del río, comíamos pollo asado con las manos que al rato quedaban grasientas y había que remojarlas. Nos quedábamos en silencio mirando hacia todos lados: la cordillera encima, la luz del sol pegando fuerte. En invierno hacíamos una pequeña fogata que Gabriel atizaba con un palo moviendo hacia uno y otro lado la leña mientras se quemaba. Una vez nos tocó ver nieve. Neva nieve nieva nieve neva neva nieve nieva, repetía él en un canturreo que al principio me pareció gracioso. Escuchar cómo lo repetía una y otra vez. Tenía seis años y esa tarde hicimos un mono de
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nieve en la orilla del camino que Gabriel miraba feliz porque se parecía a los que alguna vez había visto en una película de Navidad. Nos quedamos parados junto al mono y Gabriel quería jugar a tirarnos bolas de nieve y estábamos en eso cuando unos chicos desde su auto nuevo tiraron una bolsa con restos de almuerzo directo al mono. Gabriel lloró después de eso. Tengo ese recuerdo intacto, porque fue una de las pocas veces que lo vi así.
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En el colegio era un niño flaco y lento. Le daban miedo las fiestas de cumpleaños de sus amigos. Con su padre teníamos que rogarle que fuera un rato, ya pos, Gabriel, anda un ratito, apenas te aburras te vamos a buscar. Él inventaba excusas para no asistir, dolores de estómago, repentinos ataques de asma, dolencias en general. Cuando ya se veía muy urgido, insistía para que me quedara conversando un rato con las mamás de los otros niñitos que eran distintos a nosotros, todos compartían la misma sala de clases cada día, todos usaban la misma cotona o delantal, todos iban al mismo colegio subvencionado de las monjas de la calle principal del barrio, pero había detalles en el tipo de ropa que usaban, las colaciones que se compraban en los recreos. Yo sabía que nuestras vidas eran distintas a las de ellos. Se notaba en cómo en esos cumpleaños las otras mamás hablaban de sus trabajos en oficinas del centro. Cada tarde en el colegio se notaba en el cuadriculado del delantal de las niñitas. Los de buena calidad eran de un color azul oscuro y de líneas bien definidas. En los delantales comprados a un precio más económico se pasaban de un lado a otro los colores: eran más celestosos, era como el color de la cordillera en pleno invierno. Eran lindos esos delantales. Lindos, como las casas a las que el Gabrielito iba a los cumpleaños. Él nunca tuvo once de cumpleaños con sus amigos. Un día dijo que no quería, porque nosotros éramos pobres. Con su papá reímos y le dijimos que no, que era un día especial y que podíamos celebrarlo en la casa.
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Él insistió que no, con una pataleta que aún recuerdo. Así es que para cada cumpleaños nos sentábamos los tres a la mesa, yo le compraba una torta, le cantábamos el cumpleaños, comíamos juntos, él pedía permiso para ir al living y se quedaba feliz mirando televisión hasta tarde.
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Vivíamos desde siempre en esa casa de dos pisos que usted hoy vio. Teníamos todo lo necesario, excepto al padre, que se acarameló con una cabra de la calle de atrás, de esas de los pasajes oscuros en invierno, llenos de moscas y fetidez en el verano. Se engatusaron y ya: yo no di la pelea. Dejé que se fuera y a veces los miraba cuando hacíamos la fila para pagar el pan. Las vecinas cahuineaban que yo era digna, yo encontraba que no había de otra, la cabra era más joven y más linda, llena de vida y sin problemas. El parto de Gabriel me había dejado con un problema en las caderas y no podía parir más, y el papá siempre quiso una familia grande. Así fue como un día tomó sus cosas, las puso en un par de bolsos que habíamos comprado en el Persa cuando nos fuimos los tres de viaje a la playa. Se sentó en el sofá y cuando llegamos esa tarde con Gabriel del colegio, le pidió al niño que subiera, porque el papá y la mamá tenían que conversar. Yo no dije nada cuando vi que Gabriel se quedó mirando desde las tablas que protegían la escalera y tampoco dije nada cuando se puso a gritar: ándate, no te queremos, hiciste llorar a mi mamá, ándate. Gabriel tenía doce años y era un niño que no jugaba a la pelota, dibujaba todo el día, leía con lo que le quedaba de ojos por la tarde y noche, cuando se iba la luz. Ándate ahora, repetía con su voz chillona, y los ojos llenos de rabia y lágrimas. Recuerdo que los cerraba con fuerza mientras gritaba. El padre no volvió más. Lo veíamos a veces por el barrio. No se demoró en armar una familia y dejamos de hablarnos. Solo aparecía una vez al mes con plata
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para Gabriel, porque era eso o me iba al Juzgado de Familia. Jamás se me habría ocurrido sin mi vecina y amiga, la Isabel. Si no te da plata lo demandamos, me dijo una vez y sí, yo pensé que él debía responder y era por eso que le aceptaba la plata. Pero no podía ir cuando el niño estaba en casa. Lamentablemente él no hacía nada tampoco por acercarse a Gabriel, así es que así fue mejor para todos, porque mi hijo tampoco lo necesitaba.
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De chico fue muy enfermizo: le dio neumonitis a los ocho años, en pleno verano. En ese tiempo aún estábamos juntos con su papá. El médico dijo que una enfermera debía pincharlo día y noche. Apenas teníamos plata para las inyecciones, así que le pedimos a mi amiga Isabel que lo hiciera. Ella había hecho un curso de primeros auxilios, y con alguien tenía que practicar. Fueron en total cuarenta inyecciones y después de la quinta creo que ya ni las sentía. Gabriel leía y dibujaba todo el día, parecía un pollito enrojecido entre el calor del verano y su fiebre que no le bajaba. Yo le colocaba paños fríos y eso no le gustaba, porque debía quedarse quieto al menos unos diez minutos mirando el techo. Un día intentó dibujar con los paños fríos puestos, pero se chorrearon hacia sus hojas y eso lo aniquiló: todo lo que había hecho con su lápiz de mina desapareció. Te odio, me dijo, se me borró una historia que estaba haciendo. Me dio risa lo que dijo, sabe, pero una risa de ternura. Te odio, déjame solo, dijo él y tiró lejos el paño frío. Justo en ese momento iba entrando su papá a la pieza y le gritó porque me había faltado el respeto. Déjalo, cabro chico mañoso, ya se le pasará. Me quedaron tiritando las manos y a pesar del calor del verano, me corrió algo frío por la espalda. Te odio, escuchaba dentro de mí. Desde ese día sentí que de verdad me odiaba. Fue muy tremendo pensar que un hijo mío, mi único hijo no me quería, sabe usted. El papá me consoló diciendo que cómo era posible que mi propio hijo no me quisiera, que era una rabieta y nada más, pero después de eso Gabriel escondía sus
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papeles y revistas cada vez que yo entraba y no quería que le pusiera paños fríos en la frente. Se puso mañoso conmigo. Pensé que quizás sería la fiebre, pero no, le quedó cierto rencor después de ese hecho hacia mi persona. Creo que nunca se le pasó. Siempre era atento y obediente como cualquier hijo con su madre, pero algo había en él que me hacía pensar que no me quería. Sí, así de simple, yo sentía que mi propio hijo no me quería.
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Vámonos por la selva, mamá, decía Gabriel cuando volvíamos caminando del colegio. Con el tiempo me di cuenta de que hablaba de un peladero que quedaba al lado de la cancha de baby-fútbol donde jugaban los cabros del barrio por las tardes. Vámonos por la selva, mamá, decía Gabriel, yo te defiendo si aparece un animal salvaje, vamos. Eso me decía y tomaba un palo seco y feo que había botado algún árbol de la cuadra. Se apoyaba en él, sabe, mientras caminaba haciendo piruetas para no pisar la caca de perro y la basura que el viento arrastraba hasta ahí. En nuestro barrio habían casas con ampliación, con hermosos jardines, rejas pintadas de blanco y al mismo tiempo se podía ver un antejardín completamente seco y una puerta sin pintura desde por lo menos unos cinco años. Cada casa o cada pasaje tenía vida propia. Nuestra casa se mantenía digna, seguramente con la misma dignidad de la que hablaban las vecinas: tenía un pequeño jardín, un par de rosales llenos de espinas y una que otra rosa. Yo tengo dos hermanos y son mi única familia. Ellos mantenían la fachada de mi casa pintada con el barniz que les sobraba después de haber pintado las suyas: así como es afuera es adentro, decían. Mis hermanos eran policías, pero los echaron a los pocos años que habían empezado a trabajar. Nunca supe por qué y nunca me contaron. Ellos siempre han estado preocupados por mí, porque soy sola, abandonada por mi marido. Yo siempre he trabajado eso sí. Bordo manteles, tejo chalecos y una vez una vecina nos enseñó a un grupo
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de mujeres de la cuadra a hacer monos de peluche, igualitos a unos que aparecen en un comercial de la tele. Se vendían bien entre las vecinas que siempre me compraron; incluso me pedían que me quedara con el vuelto y me daban un apretoncito en el brazo con los ojos con lágrimas. Todo eso era por lo de mi marido, sabe. A mí no me importaba, porque me encantaba entrar en esas casas de reja blanca, siempre había un olor rico como de once, como de té y queque con azúcar flor. Algunas veces juntaba plata y hacía queque para mí y el Gabriel, pero se nos hacía mucho, éramos dos en casa y mis hermanos no siempre iban a vernos. En esos años había un rumor en el barrio de que mis hermanos andaban metidos en cuestiones de droga, pero a mí me daba lo mismo, daba la cabeza vuelta y mientras nada viera, nada creía. Además me tenían protegida y esas maledicencias me ahorraban tener que dormir con un ojo abierto y el otro cerrado temiendo que nos entraban a robar. Mi casa estaba protegida, decían, y yo continuaba mi vida: por las mañanas hacía el aseo y me preocupaba de que Gabriel almorzara tranquilo y se fuera a tiempo al colegio. Por las tardes cuando me quedaba sola miraba la tele y cosía o bordaba. Por las noches, mientras tejía un chaleco a Gabriel se le iban los ojos leyendo y mirando sus revistas, porque nunca paraba y se le iba cambiando el rostro, ya no era un niño, era más un chiquillo y tenía otra actitud en el semblante pensaba yo.
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Qué leís tanto, hueón, parecís mariquita, le decían mis hermanos cuando lo veían a Gabriel devorándose los libros que habían en nuestra casa. Él no los tomaba en cuenta. Mis hermanos se intimidaban por esa actitud que los hacía quedar como un par de miserables y cuando ya notaron que Gabriel no les hacía ni un caso lo dejaron de molestar. Gabriel notó ese gesto y algo cambió en él. Se dio cuenta de que podía ser algo más que ellos. Ese año las cosas comenzaron a cambiar en casa: mi hijo ya estaba por cumplir los quince años y era alto. Le crecía el pelo crespo que él peinaba hacia atrás. Peleábamos cada vez que tenía que cortárselo. Cuando accedía se dejaba siempre una parte más larga que después le molestaba, porque le caía sobre la frente. Las mamás de sus compañeros de curso decían que ya casi tenía leída toda la biblioteca del colegio y que era un buen alumno, muy inteligente. A mí no me llamaba la atención que fuera así. Mientras no me llamaran los profesores él y yo estábamos en paz. Mi deber era asistir a las reuniones de apoderados donde las profesoras llegaban corriendo de dar clase en otro lado y rápidamente en el baño disimulaban las ojeras con maquillaje de bazar. Varias veces me felicitaron por el buen rendimiento de Gabriel. Yo las escuchaba atentamente sin decir ni una cosa. Me parecía algo normal y sano que mi hijo fuera un buen alumno. Lo malo pasaba en casa: un adolescente creído y prepotente que un día me había dicho: ¿alguna vez te leíste un libro completo de esta casa? Y si no lo hiciste, ¿se puede saber para qué tienes tantos libros?
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Y yo simplemente me derrumbé, no supe qué decirle. ¿Cómo iba a decirle que no había terminado el colegio por arrancarme con su papá? Así es que ese día decidí que él no podía saber esa parte de mi vida, que no terminé el colegio, que no había leído los libros que habían en casa, que no sabía casi nada de la naturaleza, del planeta Tierra y esas cosas que él leía en las revistas que tanto le gustaban. Entonces me fui quedando callada de a poco, porque ya no casi no me quedaba de qué hablar ni qué compartir con él.
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Llamaron por teléfono a la casa una tarde, mientras Gabriel andaba en el colegio. Me dijeron que se había ganado un concurso de dibujo y tuve que pedirle a la señorita que me repitiera lo que estaba diciendo, porque no lo entendía. No tenía idea que existían concursos de dibujo y menos que mi hijo hubiera participado en uno, pero sí, incluso lo había ganado. Gabriel estaba en segundo medio y la premiación era en La Serena y los organizadores del concurso enviaron pasajes para él y uno de sus padres, como decía en la carta que nos enviaron a la casa. Recuerdo perfecto la escena de los dos sentados en el comedor, mirando la carta y los pasajes sobre la mesa sin decir una sola palabra. Desde la partida de su papá hasta esos últimos años con Gabriel no éramos muy cercanos. Todas las comidas en casa eran en absoluto silencio y las veces que yo intentaba hablarle él me miraba extrañado o respondía con evasivas hasta que me acostumbré a pensar que era un niño no muy cariñoso y que eso era parte de su personalidad. Voy a ir contigo, le dije mirando los pasajes y la carta. Está bien, respondió él, igual no puedo viajar solo. Podríamos preguntarle a tu papá si quiere acompañarte él, propuse dudosa y la verdad me dio miedo que me dijera que no quería ir conmigo. No, me dijo, yo vivo contigo y voy a ir contigo. Lo que sí, tendremos que comprar algunas cosas para el viaje, dijo él. No tenemos mucha plata, dime qué necesitas y veo si me alcanza para comprarlo. El premio es plata y es mucha, me respondió casi humillado. En la carta dice dónde debo ir a retirar el cheque, iría solo, pero
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tengo que ir con un mayor de edad. Sentí vergüenza porque no había leído la carta y le respondí que sí, que podía acompañarlo al banco y que después podíamos ir a comprar ropa. Al menos me podrías felicitar, dijo él mientras se levantaba y se iba a encerrar a la pieza. Siempre hacía lo mismo, decía algo terrible y me dejaba sola sentada ahí, entre la pena y la rabia. Fuimos juntos al banco. Yo nunca había visto tanta plata junta aparecida de la nada. Gabriel tampoco. Me pidió que fuéramos a Patronato y me hizo regalos. Podría decir que ese día fuimos casi felices. Me dijo que almorzáramos en un restaurant, era muy barato y comimos como reyes. Me animé con su alegría y brindé por él y por su premio. Estaba contento. Sabe qué, recuerdo ahora que hablo con usted que cuando llegamos a casa salió al patio y quemó unas hojas. En ese momento me llamó la atención, pero no sé si tanto tampoco. Pensé que había quemado algo que no quería que yo viera. A la semana siguiente viajamos. Leyó durante las seis horas de ida y las seis horas de vuelta en el bus. No dijo una sola palabra. En la premiación el jurado me felicitó por lo joven y talentoso que era. Me preguntaron si es que yo le había enseñado a dibujar, si yo lo había inscrito en clases de dibujo. Me preguntaron muchas cosas que yo no sabía cómo contestar. Quiero decir que sí las contestaba, pero de todos modos no sabía muy bien qué decir. Respondía brevemente, con sonrisas. Además que es muy guapo, dijo en algún momento una chica del jurado que podría haber sido mi hija por lo joven que se veía. Tiene de dónde salir, respondió otro caballero. Es verdad, Gabriel era muy buen mozo. Era alto y delgado, ojos claros, pelo crespo con un corte de pelo peinado hacia atrás, nariz recta, casi respingada. Tenía linda sonrisa. La verdad es que sentía un poco de envidia cuando lo miraba. Yo estaba ahí, avergonzada con
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tanta pregunta entre los adultos. Lo miraba de lejos y allá estaba él, entre todos los ganadores, conversando muy tranquilo a pesar de que era el más pequeño del grupo, con una solemnidad y una elegancia que no le conocía, pero no sé, cómo decirle, era algo que yo veía venir. Con su papá no somos personas finas. Lo que sí nunca fuimos gente mal educada o mal hablada. Nos gusta el buen trato. Pero Gabriel era distinto a nosotros. Muy distinto. La última noche hicieron una fogata en la playa. Gabriel estuvo sentado junto al fuego conversando con la chica del jurado que lo había encontrado guapo. Me llamó la atención su rostro frente a las llamas, porque se veía mayor de lo que en realidad era y al mismo tiempo era como si no hubiera estado ahí. Hablaba mucho. Casi podría decir que el fuego lo animaba, fíjese usted. De vuelta en el bus le dije al Gabriel que había encontrado que eran personas muy preguntonas. Él me dijo que no le había parecido lo mismo, que los había encontrado de lo más normal. Y fue lo último que dijo esa noche hasta que regresamos a Santiago.
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Un día cualquiera mis hermanos le llevaron de regalo un linchaco, un día que no era su cumpleaños ni nada por el estilo, le dijeron: pa que te hagai hombrecito, hueón, y dejís tanta hueá que leís en esos libros de mierda: entrena, pelea y muévete como un hombre, así le dijeron. Entonces Gabriel, que tenía diecisiete años, aceptó ese regalo y ellos lo llevaron al patio donde comenzaron a enseñarle. Parece que le salía fácil usar esas cuestiones. La primera vez que lo ocupó quedó con unos machucones en uno de sus hombros y en el mentón. Me acuerdo porque yo los miraba desde la cocina cómo le enseñaban y también cómo reían juntos. Creo que fue una de las pocas veces en que mis hermanos y el Gabrielito coincidían en algo que les gustara a los tres. Después que le enseñaron a usarlo me dijeron en la reja antes de irse, nos vamos tranquilos, no es maricón. Ahora nos queda quitarle el gusto por esas revistas y libros que tanto lee, me dijeron. Yo nunca he sabido cuál era su odio a que leyera, nunca lo supe, nunca lo sabré, aunque créame que me dan ganas de preguntarles a veces. ¿Qué de dónde salieron tantos libros en mi casa? Con el papá de Gabriel habíamos ido coleccionando libros desde que el día que nació. Su papá decía que algún día el Gabrielito los leería todos y sería un hombre sabio. Me decía esas cosas cuando andábamos en la feria o el Persa revolviendo en cajas de cartón, buscando las enciclopedias y los libros que él elegía para nuestro hijo. Su papá era un buen lector. Siempre buscaba algo en los cajones hasta que lo encontraba. Nunca compró cualquier libro o revista, buscaba y buscaba, tomán-
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dose todo el tiempo del mundo. El tiempo que vivimos juntos siempre había en su velador de noche un libro de turno. Yo nunca he leído, sabe, me da flojera. Ahora, después de lo que pasó, voy a empezar a leer los libros que quedaron del Gabrielito. No sé si usted se dio cuenta, pero una de las piezas estaba llena de fotocopias, revistas y libros. Ahora pensaba mientras venía a hablar con usted que quiero leer esas cosas que él leía, dicen que cuando uno lee siempre piensa o analiza más. Quiero ver si puedo entender lo que pasó. Sí, señor, eso es lo que quiero.
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Ayer lo llamé porque sentí que debía hablar con usted. No quería que pasara más tiempo. Desde la otra vez que nos vimos me quedé pensando en lo que usted me dijo antes de que yo me fuera. Me llamó la atención de que usted supiera de lo del Gabriel con la Edith. La primera vez que vi a la niña ellos estaban conversando en la cocina y escuché clarito cuando el Gabriel le dijo: pero yo pensaba en amarrarte, ¿eso se puede? Me gustaría amarrarte, en eso pienso cuando te veo. No notaron que yo había entrado y alcancé a ver que él la miraba directo a los ojos y la chica lo miraba con sus grandes ojos dormilones, oscuros, como su cabello. Ella le respondió que no le importaba. ¿Me dolerá?, le preguntó. Esa es la idea, que te duela, le dijo Gabriel. En ese momento se dieron cuenta de que yo los había escuchado y se rieron poniéndose colorados. La Edith siempre andaba con él. Es una niña bien bonita, medio niño niña que se le dice, de pecho plano, pelo muy corto, que se vestía con abrigos de piel y faldones de terciopelo sacados quizás de dónde. Gabriel tenía veinte años. Ella también. Después de ese encuentro conmigo ellos se fueron a encerrar a la pieza. En su pieza durante toda su infancia tuvo solo la cama, pero mis hermanos, con deseos de que se hiciera hombrecito y dejara las cagás de libros le regalaron un televisor y un VHS usado y lo llenaron de cintas pornos regrabadas. Cuando hacía aseo a su pieza siempre las miraba de lejos, amontonadas en un rincón y llenas de polvo, lo que me hacía pensar que ni siquiera las había
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mirado. Pero sí aprovechó el VHS y lo veía coleccionar películas de cine arte, como él le decía. Ese día que pasó lo de la cocina, al rato salió al patio y al entrar me dijo que iban a ver una película en la pieza. Me di cuenta de que en las manos llevaba un cordel que tenía de niño y que estuvo abandonado durante años, entre los maceteros viejos y algunas plantas que crecían solas. El cordel estaba sucio y gastado por las lluvias. Con el cordel había jugado de niño y cada vez que lo hacía frente a sus tíos, ellos lo retaban, que eran cosas de niñas, que no podía seguir saltando así, hasta que él mismo lo escondió y no lo volvió a ocupar hasta el día ese de la película.
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Estaba pensando en que te fueras de vacaciones un fin de semana a la playa, dijo un día de la nada, mientras tomábamos once juntos una tarde. No hablábamos mucho, él siempre estaba leyendo y cada vez lo veía menos, porque hacía poco había encontrado trabajo en una fotocopiadora de la universidad pública a la que asistía y dividía el tiempo entre sus clases, la lectura y su trabajo. Lo poco que pasaba en casa estaba con la chica, así es que no era mucho lo que conversábamos los dos. No sé si quiera viajar sola; no seas latera, yo no tengo tiempo para ir contigo, tómate un bus y anda donde alguna de tus amigas de cuando eras niña, ¿te acuerdas que me contabas? Yo te paso plata, anda, no seas fome, me dijo, pero yo sabía que lo que quería era quedarse solo con la cabra flacuchenta que cada día pasaba más en la casa y se encerraban en la pieza a ver películas según ellos, pero yo ponía fuerte la televisión, para no escuchar sus ruidos. El cordel siempre estaba ahí en su velador y una o dos veces tuve que lavar sábanas manchadas, pero qué iba a hacer, era aguantar eso o me quedaba sola. Gabriel me daba plata para la casa, y salvo las sesiones con la chica encerrados en su pieza, era responsable y ordenado: postuló a todas las becas posibles y todas las ganó; de hecho estudiaba gratis. Mis hermanos me torturaban diciendo que qué chucha era ir a la universidad y que hubiera sido mucho más útil para mí que se pusiera a trabajar. Gabriel en ese tiempo apenas se dignaba a saludarlos. Algunas veces pasaba en silencio cuando ellos estaban en casa. Se quedaba en la cocina un rato, se hacía un té y se iba a su pieza.
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Recuerdo bien esos días, él siempre estaba como lejos, en otro planeta. Yo hablaba mucho más con la niña de los faldones de terciopelo que con él, al final me convencí de que era una buena chiquilla. Siempre que se quedaba me ayudaba en la cocina, no decíamos nada, no hablábamos mucho, solo nos sonreíamos y compartíamos el lavalozas, me pasaba los huevos para el batido del pescado frito. Las tardes de lluvia hacíamos sopaipillas y cuando me acercaba el bolo lleno de servilletas para absorber el aceite yo hacía como que no veía los chupones en sus muñecas o algún rasguño cerca del cuello. Estábamos ahí sin más, con la radio a pilas que sonaba por las mañanas. Era tanto lo que el Gabrielito miraba los libros de naturaleza que yo me decía a mí misma que los tres éramos como esas plantas que están juntas y que cuando crecen se enredan. Eso éramos.
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Sí, creo que fue una noche muy fría en la que Gabriel llegó triste, y creo que fue la única vez que lo vi tan mal. Entró a la casa sin meter ruido. Yo estaba cosiendo los peluches que todavía vendía y me daban un poco de plata. Él no se dio cuenta de que ahí estaba yo, mirando la televisión en el living. Me llamó la atención que no viniera con la niña, ya que esa semana había estado viniendo seguido. Estaba acostumbrada a encontrármela en las mañanas. A veces Edith se levantaba antes que yo. Hervía el agua y me ahorraba esos minutos al lado de la tetera en la cocina larga y fría con esa ventana al fondo que daba a los árboles del patio. Yo tostaba pan para las dos en el viejo tostador puesto en el gas de la cocina y después tomábamos té juntas en silencio; a veces ella me contaba cosas o me repetía lo inteligente que era Gabriel. Él nunca desayunaba, desde chico tenía la costumbre de entrenar en el patio con su linchaco en ayunas, cosas raras pensaba yo. Como le contaba, el Gabrielito esa noche llegó tarde a casa y triste. Se sentó a mi lado y acercó la estufa a parafina que compartíamos los dos. De pronto no sé si lloró o sollozó, pero un ruido hizo como si llorara. Se me acercó y se acurrucó. Yo me quedé más helada que esa noche de invierno. Creo que no estábamos tan cerca desde que era un niño y lo abracé en silencio. Él murmuraba algo como: ¡no sé por qué no me quiere, qué es lo que quiere! No dije nada, pero supuse que era de Edith sobre quién hablaba. Pensé que quizás habían terminado, pero era raro, esa mañana había estado ahí y habíamos tomado desayuno las dos con una sopaipilla que había quedado de la once.
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La regla de los nueve
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No me quiere… ¡qué es lo que quiere! Lo vi tan mal que me animé a preguntarle si era de Edith de quien hablaba. Sí, de ella hablo… Está pololeando y no quiere dejar a su pololo por mí. Es un hueón que la trata tan mal, pero ella no quiere dejarlo. El Gabrielito lloraba. Por otro lado, imagínese cómo estaba yo, que siempre creí que ellos dos pololeaban, no que mi hijo era, como decírselo, el otro. Lloró un buen rato. Me chocó verlo así, a él, que era prácticamente todo un hombre en muchos sentidos para mí. Lo había visto crecer, pero nunca lo vi llorar de amor. No sabía qué decir, entonces me quedé en silencio. De pronto, Gabriel se puso de pie, sacó un pañuelo de su bolsillo y se sonó los mocos con una dignidad que me causó una ternura muy grande. Abrí la boca para decirle que pusiera la estufa en su pieza; él notó ese gesto y balbuceó: ¿y qué me vas a decir? No sabes nada de la vida, déjame solo. Tomó su abrigo, uno con el que se veía elegante, un abrigo de color beige que yo le había regalado. Lo tomó y me dejó sola en el living, pasó al baño a lavarse los dientes, subió al segundo piso, fue a su pieza y creo que se durmió. No escuché ni un ruido más. No hubo luz esa noche en su pieza. Yo me quedé quieta con el corazón roto. Hombres… Nunca existí ni para él ni para su papá.
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