Amiga tóxica - Cecilia Curbelo

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Primera edición: noviembre de 2022 © 2022, Cecilia Curbelo, con arreglo de VLP Agency © 2022, de la presente edición en castellano para Uruguay.

Penguin Random House Grupo Editorial Colonia 950, piso 6. Montevideo, Uruguay.

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Mi

A Diego. A Roci.
lugar en el mundo es donde ustedes estén.

Mosca en una telaraña

Antes que ella entrase en mi vida, yo existía y punto.

Era una más en el liceo, una más en mi casa, una más en el universo.

A mí, Julieta Reyes, nada me diferenciaba de los miles de millones de seres humanos que habitan el planeta.

Hasta que conocí a Nicole.

Entonces, cambió todo.

Nuestra amistad es un cúmulo de sensaciones en blanco y negro. Es un contraste permanente entre lo brillante y lo opaco. Entre la alegría y la pena. Entre la contención y el abandono. Entre la felicidad extrema de sentirme única y valiosa cuando me relata un secreto, un secreto que solo comparte conmigo, y la angustia lacerante cuando Niki se enoja y se aleja.

Con ella no existen los términos medios.

Si acaso me ignora, busco la manera de ser perdonada. Cualquier cosa con tal de hacer las paces y volver a ser de nuevo las mejores amigas, o «las hermanas elegidas», como juramos aquella vez cuando cruzamos nuestros dedos meñiques.

Nicole transformó mi vida.

¿Para bien? ¿Para mal?

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Desconozco la respuesta. De hecho, ni siquiera cuestioné nuestro vínculo hasta los últimos sucesos. Hasta que aquel globo de ilusiones se pinchó y estalló en miles de fragmentos.

Hasta que Nicole y sus padres desaparecieron misteriosamente.

¿Dónde estarán? ¿Por qué se fueron? ¿Qué pasó? ¿Tendrá algo que ver la «zona prohibida», esa área cerrada con llave en la casa, a la que nadie puede acceder excepto la familia?

Mi ánimo muta por diversos estados: deambula de la preocupación a la tristeza, de la tristeza al enojo, del enojo a la culpa. ¡Siempre la culpa!

Sin Niki, no sé quién soy ni sé qué hacer.

Estos sentimientos fastidian y preocupan a Leonel, mi hermano mayor.

«¡Juli, date cuenta! La amistad entre Nicole y vos no es normal. ¡Es enfermiza!», dijo un día en el que habíamos discutido. Me enfurecí y lo tildé de paranoico y celoso. Leo se exasperó y terminamos hablándonos muy mal, lo cual es raro porque, a pesar de nuestras diferencias, siempre fuimos muy cercanos y confidentes. La muerte de papá, cuando éramos pequeños, nos unió muchísimo.

En estos últimos tiempos, sin embargo, nos hemos distanciado.

También mi tía abuela Aurora, que es muy intuitiva, aparte de clarividente, me advirtió sobre Nicole. «Hay algo en esa chica que no me termina de cerrar… Algo que tiene que ver con su entorno. No sé, pichona, no me quiero entrometer, pero tené cuidado. Sea lo que sea, percibo oscuridad», dijo, moviendo las manos como si cerrase una

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ventana invisible. Evité prestarle atención y me convencí de que se había pasado en la cantidad de copitas de licor de huevo que toma todas las noches a escondidas de su hermana Chela.

Las tías abuelas —o tabuelas, como las llamamos en mi familia— son imprescindibles para nosotros. Además de vivir cerquita, criaron a mi mamá, que perdió a sus padres cuando ella tenía apenas dos años.

Me doy vuelta en la cama y tomo el celular. Lo levanto hacia mi rostro y lo enciendo. Un escalofrío me recorre entera al observar mi reflejo en la pantalla. Ver mis propios ojos verdes mirándome hace que mentirme sea absurdo: soy como una mosca atrapada en una telaraña que, desesperada, mueve las patas con el fin de escapar, pero a la vez cree que ahí donde está se encuentra a salvo, por lo que se aquieta y se deja enredar aún más, más y más.

Me observo a mí misma.

Sé la verdad. En el fondo de mi ser la conozco, claro que sí.

Pero no la digo ni la diría jamás en voz alta: que Nicole me absorbió y me transformé en su apéndice.

Que ya no soy yo, aunque tampoco soy ella.

Que no sé qué pensar de ella.

Pero tampoco de mí.

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Una mañana normal

La casa todavía estaba llena de cajas sin abrir. Nos habíamos mudado hacía poco de un apartamento que nos quedó chico, porque al principio vivíamos solo mamá, Leonel y yo. Para nosotros tres estaba perfecto. Pero luego mi madre conoció a Horacio, se enamoraron y en poco tiempo pasamos de ser tres a ser seis: Horacio y ella tuvieron primero a Dante, y enseguida que nació, mi mamá quedó embarazada de Ariana.

Dante ahora tiene cuatro años y Ari, tres.

El apartamento pareció encogerse de golpe. En el dormitorio de mamá y Horacio no entraba nada más. Tenían la cama grande, un ropero que ocupaba toda una pared y dos mesitas de luz que tuvieron que quitar para que cupiese una cuna, donde durmió Dante hasta que nació Ariana.

Con el nacimiento de Ari, pasaron a Dante al cuarto que compartíamos Leonel y yo, y donde dormíamos en una cucheta. Leo tuvo que trasladar su guitarra y su batería al living-comedor. Pero igual era un dormitorio pequeño para tres personas. Estábamos incómodos y apretujados.

Para mal de males, Dante resultó ser un bebé muy llorón y, para que Leo y yo pudiéramos dormir, mi madre entraba varias veces a la noche y de madrugada a consolarlo. Al final, terminaba llevándoselo con ella, pero para entonces se había

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hecho casi la hora de ir a la escuela y Leonel y yo estábamos malhumorados y exhaustos. Teníamos sueño, nos dolía la cabeza y le contestábamos horrible a todo el mundo.

Otra de las desventajas de un apartamento tan chico para una familia numerosa era el baño. Además de que era diminuto, con la llegada de mis hermanitos quedó atiborrado con un cambiador plegable, una palangana plástica de baño y bolsas de pañales. Apenas nos podíamos mover.

Y para entrar era otra historia: ¡prácticamente debíamos sacar turno! Si alguien demoraba más de lo habitual, era un relajo. A veces, yo prefería esperar para ir cuando todos estuvieran acostados. Eso me daba mayor intimidad y menos apuro.

Una tarde de domingo, en la que Ari berreaba en el pecho de mi mamá, Dante tocaba la batería de Leonel en el comedor, Leo lo rezongaba y yo intentaba terminar los deberes, Horacio sugirió buscar un lugar más grande para mudarnos y todos dijimos que sí a la vez.

Nos pusimos a buscar casas por internet de inmediato, restringiendo la búsqueda a la zona donde viven las tabuelas. Es impensable estar lejos de ellas. Marcamos algunas opciones y, en esa misma semana, mamá y Horacio las fueron a ver. Al final se decidieron por esta, que nos gustó a todos. Es una casa superespaciosa, perfecta para nuestra familia y a solo diez minutos caminando de lo de Chela y Aurora.

Lo que dejé atrás al abandonar el apartamento, aparte de los recuerdos, fue una pequeña inscripción en un sitio secreto del dormitorio. Cuando todos estaban saliendo, me trepé hasta la cajonera de la persiana con la ayuda de una escalera que quedó de los pintores, y escribí sobre el costado de la tapa: Julieta estuvo aquí ♥

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De esa forma, una parte de mí siempre va a estar allá. He dejado mi huella en varios sitios que son importantes: en lo de las tabuelas, en un baño de las termas a donde fuimos de vacaciones una vez y en el banco de la escuela que dejé al entrar al liceo.

Abrí los ojos cuando mi celu reprodujo la música de siempre. No habría sido necesario, porque desde hacía rato que los gritos agudos de Ari se escuchaban desde la planta baja y me habían arrancado de cuajo de un sueño profundo. Estaba peleando con Dante, acusándolo de haberle tomado la chocolatada, y Dante (que sí, estoy segura de que se la tomó) reía a carcajadas golpeando la mesa con algún objeto contundente.

—¡Maaaalooooo! ¡Hermano malooooo! ¡Malo, muy maloooo! ¡Mamiiiiii! —chillaba Ari.

Bufé bajo las sábanas. La noche había estado complicada. Dante y Ari tardaron en dormirse, y como comparten una habitación pegada a la mía, los oí lloriquear, pelear, hablar, brincar por el cuarto y, supongo, sobre las camas. También escuché que mamá entró varias veces a calmarlos, y en todas, fiel a su método, les cantó. Es una práctica que usa para dormirlos o para apaciguarlos, pero mucho no funciona.

Mi madre tiene una voz muy dulce. Canta en un coro. Sin embargo, puedo asegurar que esa misma voz dulce, a las dos de la mañana, se transforma en un amasijo de sonidos molestos que te aguijonea cada neurona.

Para rematar la noche de terror, Leonel se la pasó rasgando su guitarra. Como la pared del cuarto de Leo contra la que tiene su cama está pegada a la pared donde yo tengo la mía, es inevitable oír cada sonido que mi hermano músico produce a la hora que le llega la inspiración. Adoro la

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música que compone, pero no me resulta tan excitante a las cuatro o cinco de la madrugada. Y aunque le golpeo la pared con los puños (si estoy desesperada, uso una chancleta), Leo no escucha, o se hace el distraído.

La verdad es que cuando rasga la guitarra tampoco puedo ponerme en plan botona porque sé que anda triste. Por lo general sucede cuando discute con Isabel, su novia. Dos por tres tienen algún encontronazo, se separan unos días y a mi hermano se le da por tocar la guitarra de madrugada.

La tarde anterior, mientras merendábamos todos juntos, Leo e Isabel andaban raros. Ella tenía el ceño fruncido y evitaba mirarlo cuando él le hablaba. Por eso, cuando Isabel se fue y mi hermano subió a su dormitorio, fui tras él, abrí la puerta sin golpear y me senté en el puf forrado con el logo de Creta, su banda de música. Mi hermano, que mide cerca del metro noventa y es corpulento, estaba tirado en la cama, mirando al techo.

—¿Problemas con Isabel? —le pregunté.

Él se rascó la cabeza, incómodo:

—Seee.

—Bueno, si puedo ayudar… Ya sabés.

—No. Pero gracias. Es todo un detalle que te preocupes por mí —exclamó, con tono herido. Leonel puede ser muy grandulón físicamente, pero en su interior sigue siendo un niño pequeño que busca cariño.

—Siempre me preocupo por vos —dije.

Él hizo un gesto para que me acercase más. Me incorporé del puf y me lancé a su lado, a hacerle cosquillas.

—¡Salí, Juli! —gritó, entre molesto y risueño. Él es un tierno absoluto. Nadie lo diría cuando toca la batería con su banda de rock y sus remeras oscuras. Cada vez que me

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invitan, que no es habitual porque no les gusta tener «público», voy a los ensayos que se hacen en el garaje de la casa de Peta, el baterista.

La banda Creta está compuesta por Peta, mi hermano (que toca la guitarra eléctrica) y el vocalista (el de ahora se llama Fran, pero no sé si durará mucho porque ha faltado bastante a los ensayos y eso le pega mal al resto, obvio). Cuando logran juntar algo de dinero, alquilan una sala de ensayo, que es más profesional. Pero para eso tienen que hacer algún toque, y aunque les salen algunos cumpleaños de quince o boliches cada tanto, cuando se reparten la plata entre los tres, después de haber pagado el traslado de los equipos y otros costos, no les queda casi nada.

Mi hermano no se bajonea. Dice que el camino de los músicos es así. Que todas las bandas arrancaron de abajo.

Le hice una mueca divertida con los ojos y terminamos riéndonos.

Amo a mi hermano.

Apagué el sonido del celular y me froté los párpados antes de levantarme con un bostezo que ahogué con mi mano sobre la boca abierta. Subí la persiana y miré al exterior. Se notaba la llegada del otoño abriéndose camino, a pesar del día soleado.

La pelea entre Dante y Ari seguía firme en la planta baja. La voz de mamá se hacía escuchar con otra de sus melodías que ella aseguraba que «calmaban el ambiente».

Mi madre está en contra de los rezongos. Afirma que la música puede revertir un estado de ánimo y, por lo tanto, mientras otros padres mandan a «meditar» a sus hijos cuando se gritan o les ponen penitencias si se pelean,

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mamá utiliza su propio método basado en «la expansión del amor mediante la melodía».

Para resumir, mi situación era la siguiente: mi hermano roncaba al lado (después de haberme martirizado media noche), Ari chillaba, Dante golpeaba la mesa (creo que con una sartén) y mi mamá… ¡cantaba!

Normal.

Horacio seguramente ya se había ido al hospital. Es médico. Hay días que se pasa metido en el sanatorio y noches que le toca hacer guardias. Sus horarios son imprevisibles.

Abrí la puerta del dormitorio con sigilo, recorrí el pasillo en puntas de pie y me encerré en el baño, exhalando un suspiro.

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Cosas que pasan

Cerré la puerta del baño y la trabé por dentro. Luego me senté en el inodoro, apoyando la frente en las palmas de las manos.

Mi cabeza parecía palpitar. Era el cansancio por la falta de sueño.

Levanté la vista y miré la imagen que me devolvía el espejo. A esa hora, tenía el cabello castaño claro suelto y revuelto, a la espera de que lo dominase con mi peinado habitual: un moño a cada lado de las orejas. Mis ojos, de un verde esmeralda, resaltaban en un rostro más bien común, con una nariz algo abultada de más.

Nunca fui bonita, con esa belleza clásica que tiene mi mamá, pero tampoco me incomoda mi apariencia. Soy baja, de piel blanca, y en verano el sol hace que las pecas de mis pómulos se vuelvan amarronadas.

Volví a suspirar profundamente y tomé fuerzas para ponerme de pie y cepillarme los dientes. Esa mañana planeaba anotarme a un curso de bordado en tela que había visto en un folleto del supermercado y que imparten en una academia de mi barrio.

Me gusta todo lo que tenga que ver con la creación manual: el tejido, el crochet, el bordado, la costura… Mi nuevo dormitorio lo decoré con mariposas que fabriqué con tules

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y encajes. Les cosí un hilo de tanza y las fui colgando a diferentes alturas. Ari, mi hermanita, está fascinada con ellas.

También, con la ayuda de tutoriales de YouTube, estoy aprendiendo a hacer atrapasueños con retazos de telas y sobrantes de lana.

Puedo pasarme horas y horas creando.

En mi cuarto, ahora que es grande, estoy organizando una pared con estantes donde voy a colocar cajas de zapatos forradas en tela arpillera para almacenar los insumos de mis artesanías. Voy a bordar etiquetas y pegárselas, así sé qué hay en cada compartimento.

Me gusta que todo tenga un orden.

Mi máquina de coser, que antes estaba en un rincón del comedor del apartamento, tiene su propio sitio en mi habitación. Es un sueño hecho realidad.

Algo que me entusiasma muchísimo es fabricarle ropa a la gente que quiero. Por ejemplo, soy yo la que les hace los disfraces de Halloween y de las fiestas de fin de año del jardín de infantes a mis hermanos. El año pasado le hice un disfraz de hada a Ari y uno de dinosaurio a Dante. Tuvieron tanto éxito que varias madres del jardín se me acercaron para pedirme mi número de celular, porque querían que el próximo año les hiciese los disfraces de sus hijos.

Pero eso me hace ruido. No sé, lo voy a pensar, porque tampoco es que quiero hacer de mi pasión un negocio. Al menos no por ahora. Para mí es un disfrute y tengo miedo de que si comienzo a hacerlo por dinero, termine perdiendo las ganas.

A mamá también le fabrico prendas, particularmente los pantalones. Tiene un estilo cómodo e informal, y no encuentra una tienda de ropa que la haga sentir ella misma.

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Por eso salimos juntas, compramos las telas —por lo general elastizadas, de colores vivos y con buena caída— y yo le coso sus pantalones. Le gustan holgados, con puño en los tobillos, y un cinturón en la misma tela con el que ajusta la cintura. Ese cinto lo personalizo especialmente con miniborlitas de hilo que cuelgan a cada extremo.

Otra cosa que me entusiasma es tomar ropa que parece común y corriente, y transformarla en piezas únicas mediante detalles originales. Lo aplico bastante en mi propia vestimenta. Suelo vestirme con leggins y vestidos holgados a los que les añado tiritas de encajes o algún bolsillo de crochet. Hace poco diseñé una pollera de algodón celeste, a las rodillas, a la que le cosí un tul crema en el ruedo. ¡Quedó alucinante! La usé varias veces con remeras, championes blancos y una campera de jean clarito.

Cuando estoy con mis manualidades no pienso en nada que no sea lo que estoy creando. Es como que me despego del mundo por un rato. Me relaja.

Aprendí las nociones básicas de costura por internet y, por supuesto, a prueba de ensayo y error. Si tengo alguna duda difícil de resolver, recurro a mi tabuela Chela, que sabe un montón. Fue quien me enseñó a tejer. Ella vive sentada con las agujas en las manos, y yo amo visitarla y charlar mientras hacemos crochet o tejemos juntas.

Bah, eso nosotras dos, porque la tabuela Aurora, de esto, nada de nada. Nos mira como a bichos raros y resopla, porque se pone celosa de que Chela acapare mi atención. Pero cuando necesito un consejo, sobre todo del futuro, es la tabuela Aurora quien me lo da, y es entonces cuando Chela se pone celosa de que la deje de lado por su hermana.

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¡Son tan pero tan tiernas! ¡Las dos sentadas siempre la una al lado de la otra, protestando, peleando pero queriéndose tanto!

—Juliiii, ¿bajás a desayunar con tus hermanos? —escuché gritar a mamá desde abajo.

Abrí la puerta apenitas y le contesté que bajaba en cinco minutos. Me desenredé el cabello, me armé los dos moños bien tirantes y regresé a mi habitación para vestirme.

Necesitaba causar una buena impresión en la academia, porque sabía que los cupos eran limitados y, por lo que había leído en internet, el curso de bordado en tela que me interesaba era para mayores de dieciocho años. Esperaba convencerlos de que me dejasen cursarlo igual.

Me vestí con mis leggings preferidas en tono piel y un vestido corte princesa color aceituna. Después me crucé una bandolera hecha por mí en crochet, de la que cuelgan varios dijes y pompones de colores, y me calcé los championes blancos.

Bajé las escaleras de tablas largas y anchas, saludé a todos con un beso en la mejilla: la de Ari estaba húmeda por el llanto y la de Dante colorada y caliente por la fuerza al golpear una y otra vez el melamínico de la isla de la cocina. Mi madre, de espaldas, cantaba arrullos con el fin de tranquilizar a mis hermanos, mientras me calentaba un café con leche en el microondas.

—¿Dormiste bien, corazón? —me preguntó, cortando su canto y girando para mirarme.

Señalé a mis hermanos con la cabeza:

—¿Bien? ¿Es en serio? ¡Anoche fue una pesadilla, mamá!

—¡Uliiiii! —gritó Ari—. ¡Dante hermano malo!

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Tomé asiento en una banqueta alta, al lado de mi hermanita, e inhalé profundo.

—Chiquitos, bajen la voz —pidió mi madre, pero Dante y Ari siguieron en su mundo de sonidos estridentes. La cabeza me estaba por estallar. Mi nivel de paciencia había bajado considerablemente.

—Voy a tener que prender más inciensos —afirmó mamá elevando la voz para hacerse oír.

—No. Vas a tener que aprender a poner orden, ma. Mirá que un estatequieto, cada tanto, es necesario —protesté.

—Esta tarde compro algunos de citronela. Vas a ver cómo cambia el ambiente —afirmó, sin escucharme.

Me mordí el labio y meneé la cabeza.

—Acá tenés tu café con leche —dijo, apoyando la taza humeante en la isla frente a mí. No llegué a agradecérselo cuando, de repente, experimenté un calor que me recorrió la falda y las piernas. Ari, que seguía discutiendo con Dante y haciendo movimientos bruscos con los brazos, había dado un manotazo a la taza que se volcó de lleno sobre mi regazo.

—¡Oooops! —exclamó Ari, poniendo cara de pilla y llevándose una mano a la boca. Dante quedó petrificado con la sartén de juguete que hacía sonar contra la mesada, y yo apreté los párpados contando hasta diez. El nivel de furia en mi interior subía a la misma velocidad que lo hace un dron. Me observé la ropa antes limpia y elegida con tanto esmero.

—Juli, ¿te quemaste? Suerte que no lo calenté tanto porque… —se excusaba mi madre mientras limpiaba la superficie de la mesada con servilletas de cocina.

—No hables —le rogué, cortando su perorata—. Estoy intentando no explotar, ¿okey?

—Bueno, son cosas que pasan… —dijo mamá, ¡y me sacó!

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—¡No son «cosas que pasan»! ¡Son «cosas que pasan en esta casa de locos y dementes»! ¡Y son «cosas que pasan» porque vos no les ponés límites! —grité, y luego me levanté para subir ruidosamente los escalones hasta mi habitación.

Me cambié de ropa con lo primero que encontré en el cajón: un enterito de jean al que le había agregado algunos parches de emoticones, y bajé con las prendas manchadas para ponerlas en remojo en una palangana.

Mamá balbuceaba disculpas atrás de mí, pero yo salí de casa enojada y sin saludar a nadie.

Al menos todo el lío había provocado un exquisito, muy exquisito silencio en el hogar, porque mis hermanitos habían quedado mudos un buen rato.

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Imagen celestial

El señor que me atendió en la academia era antipático. Cuando le dije que quería anotarme al curso de bordado en tela de los viernes, me observó furtivamente desde debajo de sus lentes y siguió tecleando en la computadora, como si no me hubiese visto o escuchado.

Carraspeé, nerviosa, e insistí:

—Yo… estemmm, disculpe… —Volvió a levantar la mirada, con gesto fastidiado. Tomé impulso antes de hablarle de nuevo. Su expresión distante me acobardaba : Sé que las inscripciones empezaban hoy y, como quería asegurarme un lugar, porque sé que los cupos son limitados, vine temprano para…

—Cédula —masculló, volviendo a teclear.

—¿Ccc… cómo? —pregunté.

Alzó apenas una ceja y dijo, haciendo énfasis en la separación de palabras, y en tono condescendiente:

—Documento-de-identidad.

—Ah, sí, perdón —me excusé, revolviendo el morral en busca de mi billetera. Los dedos tocaban una y otra cosa allí dentro, nerviosos, como yo. Al fin palpé la billetera, saqué la cédula y la apoyé sobre la mesada de la ventanilla.

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Después de un rato en el que no cruzamos palabra, el hombre estiró el brazo, la tomó, la dio vuelta, leyó la fecha de nacimiento y la volvió a apoyar en el mismo lugar.

Retomó su tarea en el teclado sin mediar comentario alguno. No sabía si estaría haciendo algo relacionado a la inscripción o si me estaba ignorando nuevamente.

Aguardé, inquieta.

Después de un par de minutos, junté coraje:

—¿Está todo bien? ¿Será que me puede anot…?

—¿Sabés cuál es el problema con ustedes, los jovencitos? —me cortó, alzando la mirada.

—¿El problema? —atiné a balbucear.

—Sí, el problema. EL GRAN PROBLEMA —exclamó, con un gesto de la mano, que movió de izquierda a derecha, como si desplegase una cartelera.

—Bueno, realmente no… —dije, y se me escapó una risita tonta. Los nervios me provocan risas, es feo, pero se me dificulta contenerlas—: No lo sé —admití, y me encogí de hombros. El señor clavó las pupilas en las mías:

—Que no leen. Los jóvenes no leen y acá está la prueba —señaló mi documento—. No vendrías a perder el tiempo ni a hacérmelo perder a mí si hubieras leído que el curso es PARA MAYORES DE 18 AÑOS —exclamó, golpeteando con el dedo índice un folleto informativo que mantenía en alto, al lado de su rostro enjuto.

Me sentí estúpida. Lo había leído, por supuesto, pero tenía la esperanza de que pudiesen hacer una excepción. Con ese motivo fue que había ido temprano: para plantear que abriesen el curso a menores de edad, porque era ilógico que solo los adultos pudieran aprender a bordar.

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Pero callé. Quedé muda. Me sentía un gusano al que habían aplastado una y otra vez.

En ese instante, solo pensaba en la manera de salir de ahí con, al menos, una pizca de orgullo, para luego llorar. Llorar por no saber defenderme, por no hablar, por sentirme tan tonta, por dejarme pisotear tan fácilmente.

¿Cómo iba a afrontar la vida adulta si no podía siquiera plantarme firme frente a alguien que me estaba faltando el respeto?

Estaba a punto de tomar el documento para retirarme cabizbaja, muerta de vergüenza y rabia conmigo misma, cuando irrumpió una voz potente, grave y femenina detrás de mí.

—¿Usted es consciente de lo que está fomentando?

Giré sobre mis talones y esa fue la primera vez que vi a Nicole.

La luz entraba por la puerta de calle, detrás de ella. Ese brillo de fondo creaba una imagen casi celestial. Su figura se recortaba perfectamente en las sombras, hasta que adelantó unos pasos y la pude ver mejor. Cabello ondeado, negro, abundante, por los hombros. Mejillas sonrosadas, ojos castaños grandes y redondos, de pestañas largas.

Aunque es más bien de estatura media, parecía altísima: calzaba plataformas y tenía la cabeza erguida, con la mandíbula levemente inclinada hacia arriba.

Me hice a un lado, sin saber por qué, y entonces ella se acercó a la ventanilla, colocando las manos en los bolsillos traseros de su jean rasgado.

El señor antipático dejó de teclear y se bajó los lentes. Levantó un dedo para decir algo, pero la chica volvió a hablar, sin hacer ni una sola pausa:

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—Lo que está fomentando es un estereotipo que, además de ser un cliché, es totalmente falso: «Los jóvenes no leen». Puede ser que alguno no lea, pero también hay adultos que no leen. Ancianos que no leen. Niños que no leen. Por lo tanto, afirmar que «los jóvenes no leen», generalizando así a gran parte de la sociedad, es insultante y discriminatorio. Eso en primer lugar. En segundo lugar, incita a relaciones interpersonales violentas, en las que un adulto se posiciona en un rol de superioridad frente a un joven, en este caso una joven mujer que vino a solicitar ser inscripta en un curso. Usted la menospreció y la ignoró.

—Por favor, ¿qué dice, señorita? ¡Eso no es cierto! —protestó él, arrugando la frente y tocándose los lentes. La chica arqueó las cejas y sacó un celular de su jean.

—¿Le muestro? —Pensé que al hombre le iba a dar un ACV. Se puso colorado y comenzó a transpirar—. Y en tercer lugar desprestigia a esta academia. ¿Sabe lo que provoca su actitud? Que los jóvenes no nos acerquemos. Si usted fuese un adulto comprometido, lo que estaría haciendo en este momento es volver a mirar la cédula de la alumna e inscribirla en la actividad a la que vino a anotarse. Porque un adulto comprometido con su trabajo, con su rol en esta academia, sabe que gente joven que se interese por una actividad tan sana como la del bordado es un tesoro que hay que proteger —dijo, a la vez que me señalaba.

Yo estaba boquiabierta.

El señor antipático pasó a ser simpático (se deshizo en disculpas, y confesó que tenía un mal día) y me agregó a la lista de alumnos que comenzarían el curso a mediados del mes siguiente.

La chica me hizo un gesto, que parecía un guiño.

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Yo estaba anonadada. Fascinada.

Perpleja. Estaba absoluta y francamente hechizada por Nicole.

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No llegué a responderle.

No hay imposibles

Salimos juntas de la academia. Nicole había ido para averiguar acerca de un curso de gestión de redes, pero decidió no hacerlo después de lo que sucedió conmigo.

Quedamos un rato juntas en la vereda. Después de presentarnos, le agradecí la ayuda, el haberme defendido y el haberse involucrado en un problema ajeno por alguien a quien ni siquiera conocía. Ella, simplemente, se encogió de hombros, le restó importancia y rio, divertida.

—Pasé un buen rato —dijo—. Me gusta poner en su lugar a la gente desubicada.

La observé con disimulo.

—¿De verdad habías grabado todo? —pregunté, mientras la observaba con admiración.

—¿Me preguntás en serio? ¡Obvio que no! —exclamó, y volvió a reír.

Sacudí la cabeza, incrédula y maravillada al mismo tiempo.

—¿Para qué lado vas? —preguntó, desenvolviendo un chicle que se llevó a la boca.

—Para allá —señalé, en dirección a lo de las tabuelas.

—Ah, dale. Yo también. Vamos —dijo, y comenzamos a caminar.

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El sol se colaba por entre las ramas de los árboles a un lado de la calle, y el calor se notaba cada vez más.

Mi corazón palpitaba, emocionado, al ritmo de nuestros pasos lentos, perezosos.

La presencia de Nicole genera un aura imantada que la rodea y que invade tu espacio personal.

Toda ella exuda seguridad, control y poder.

Lo contrario a mí.

—¿Sos del barrio? No te he visto en la vuelta —preguntó.

—Sí, aunque vivíamos más hacia el norte. Nos mudamos hace poco para una casa acá cerquita.

—Qué raro. Nunca nos cruzamos. ¿A qué liceo vas?

—¿Ubicás el 14? ¿El que es un edificio rectangular, pintado de amarillo?

—Uf, con ese color amarillo pato, ¡es imposible no conocerlo! —dijo, y reímos, divertidas—. Qué coincidencia. Es en el que voy a empezar este año.

—¿En serio?

—Ajá. Arranco en tercero. ¿Vos?

—¡También! ¡Te juro que pensé que eras más grande!

—Soy más grande. Tengo quince, casi dieciséis. Debería pasar a cuarto, pero repetí. Por eso me cambié: me embolaba cursar con los que eran más chicos que yo y ya me conocían.

—Ah… ¿Tuviste muchas bajas?

Ella rio, sarcástica.

—Nunca tuve una baja en mi vida. De hecho, no es por hacerme la genia, mi promedio era el mejor de la generación.

—¿Entonces?

—Perdí el año por faltas —dijo, como si nada, y agregó de inmediato—: Podríamos pedir que nos pongan en la misma clase, así al menos tengo una conocida. ¡Es una masa

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ser la nueva! Me aburre soberanamente que la gente quiera saber todo de vos y arranquen con las preguntas típicas: «¿cómo te llamás?», «¿qué música te copa?», «¿a dónde salís el finde?», «¿de qué signo sos?», «¿qué serie mirás?» —dijo, imitando una voz infantil que me hizo reír a carcajadas—. ¡Por favor! ¿Qué necesidad tienen de conocer toda esa información basura? ¿Acaso no tienen otra cosa que hacer?

—Bueno, es que quieren saber… —excusé, aún tentada. Nicole resopló—. Sería buenísimo estar en el mismo salón. Pero hay un problema: los que arman las listas son recontrabotones. Forman los grupos con gran secretismo, como si estuviesen, no sé, ¡tratando con la receta archisecreta de la Coca-Cola!

—Bah, pero eso es lo de menos. Eso no es un problema para nada.

Creí que no me había captado la idea, así que exclamé:

—Lo que quiero decir es que no va lo de poner a un alumno con otro porque vaya alguien a pedirlo. Son reestrictos. No quiero ser mala onda, pero te diría que es imposible. Ella me miró y sonrió de costado. Me cohibió.

—No hay imposibles. Los imposibles son para los débiles. —Sus palabras me golpearon y me sentí atacada, aunque por supuesto que no lo había dicho por mí, ¿no?—. ¿Sabés si ya están listos los grupos?

—Ayer pasé por el liceo y la cartelera estaba vacía. Pero supongo que deben de estar hechos, porque las clases empiezan en una semana.

—Mmm…

—Igual son como cuatro terceros… Las chances de que nos toque juntas no son muchas, pero hay que ser positi-

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vas. Te toque conmigo o no, quedate tranquila que te voy a presentar a mis amigos.

Nicole se recogió el cabello en un moño alto y lo ató con una gomita que sacó de su muñeca izquierda.

—¿Tenés muchos amigos? —preguntó.

—Sí. Mis mejores amigos se llaman Marcia, Lucila, Simón y Paulo. Con ellos nos conocemos desde la escuela. Pero también tengo otros de mi clase que entraron al liceo el año pasado, y de segundo A que…

—Porque yo soy selectiva —interrumpió—. Me gusta el dicho «pocos pero buenos». La gente que acumula personas no se quiere a sí misma.

Un escozor nervioso me recorrió el cuerpo. Volví a sentirme acusada, y otra vez me di cuenta, en seguida, de que no tenía motivos. De todas maneras, me defendí:

—Bueno, yo no acumulo amigos, pero ellos han sido importantes y…

—No lo digo por vos, hablo en general. No podés tomarte como algo personal todo lo que te dicen.

—Ya sé, es que como justo te había comentado de mis amigos y me preguntaste eso de que…

—A ver: aclaremos esto. Mi opinión es mi opinión, nada más. Para mí, una persona que tiene miiiiles de amigos no se valora a sí misma, porque significa que le gusta la cantidad y no tanto la calidad, y que le da lo mismo regalar su tiempo. Y a mí no me da lo mismo regalar el mío. Yo valoro mucho mi tiempo, por eso elijo bien con quién compartirlo, ¿entendés?

—Yo… Sí.

—¿Viste que a veces se les dice amigos a los que son simples conocidos? No es lo mismo. Tendrías que evaluar vos

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si son realmente amigos todos esos que nombraste, porque es bastante dudoso tener tantos amigos posta.

¿Eran amigos o solo compañeros? Me entraron dudas.

—Ahora que lo pienso, no es que todos sean amigos… —confesé—. O sea, sí es verdad que soy muy amiga, sobre todo de Marcia, pero capaz que con los otros no tanto, o son más bien compañeros… ¡Ay, qué lío! —dije, meneando la cabeza—. No sé, me hiciste pensar…

Ella asintió, y se hizo un breve silencio.

Caminamos unos pasos más, antes de volver a hablar.

—Esa es mi casa —dijo, mientras la señalaba con un movimiento de cuello.

Era una casa linda, de fachada de ladrillo, pero con el jardín delantero descuidado. La única ventana que daba al frente tenía la persiana baja.

—¡Vivimos recerca! —exclamé, entusiasmada—. Además, siguiendo por esta calle, un par de cuadras, viven mis tías abuelas. Las visito todo el tiempo, así que, lo que necesites, ¡estoy a las órdenes!

—¡Qué formal! —exclamó, riendo.

Me sonrojé.

—Te debo un favor. Ese curso lo quería hacer sí o sí y si vos no hubieras estado ahí…

Ella hizo un gesto de desinterés con la mano.

—Me gusta tu onda —dijo, y observó mi enterito de jean con parches y mis dos moños en el cabello.

—Gracias.

—Ya te aviso que vamos a estar juntas en la clase. Me voy a encargar de eso.

—¡Ojalá! Estaría de más —afirmé.

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—Dalo por hecho. Pasame tu número y quedamos en contacto.

Nicole me hizo sentir diferente, en el buen sentido.

La palabra perfecta para describir cómo me sentía era afortunada .

Partí hacia lo de las tabuelas con una sonrisa y noté que mis pasos eran más firmes.

Intenté caminar bien erguida, como Nicole.

Ese fue el inicio de todo.

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Las tabuelas

Cuando llegué a lo de las tabuelas, la sonrisa me ocupaba la mitad del rostro.

—Llamó tu madre para contarnos que saliste enojadísima de tu casa ¡y resulta que acá estás como si te hubieses tragado un payaso! ¿Se puede saber qué pasó? —preguntó Chela, y me dio una aguja e hilo para que se lo enhebrase.

—¿Y qué va a pasar? ¡Es adolescente! —le contestó Aurora—. Lo que pasa es que vos naciste en el siglo pasado y ni te acordás de cuando tenías esa edad, que de a ratos andabas de lo más feliz y de a ratos te querías tirar a un pozo —agregó riendo y haciendo que tanto Chela como yo estallásemos en carcajadas.

—Más vieja sos vos, que naciste dos años antes que yo —retrucó Chela, luego de toser a causa de la risa.

—Bah, ¡qué son dos años cuando mi espíritu es joven! — exclamó Aurora, y volvimos a reírnos juntas.

Las tabuelas son demasiado geniales. Ellas no solo criaron a mamá cuando sus padres murieron en un accidente de auto, sino que le enseñaron a ponerse siempre en el lugar del otro, a creer que venimos al mundo porque necesitamos mejorar, y a pensar que cada ser humano es un ser de luz que irradia energía.

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Aurora dice que cada persona tiene un aura que la envuelve, y que si uno está espiritualmente bien desarrollado, es capaz de ver el color de esa aura, porque, según ella, las auras presentan distintos colores.

Chela y Aurora se complementan a la perfección.

Chela es terrenal. Se encarga de pagar las cuentas (aprendió a hacerlo por la tablet y hasta hace las compras del supermercado por internet), de llamar al sanitario si la canilla del baño pierde o de organizar una asamblea de propietarios en el edificio si el ascensor se tranca seguido y la empresa encargada no responde. Eso sí, todo lo hace por teléfono, y mientras teje. Jamás deja su tejido.

Aurora es todo lo contrario: vive acá y allá, en un mundo paralelo. O sea, su cabeza no puede centrarse en asuntos que ella llama «banales», una opinión que provoca la furia de Chela, que le retruca:

—¡Gracias a esos «asuntos banales» que resuelvo yo, vos vivís en un lugar limpio, comés y tenemos las cuentas al día!

La mente de la tabuela Aurora viaja de un punto a otro. A veces sus ojos parpadean a gran velocidad, y es porque, según afirma, está recibiendo información «del otro lado».

Cuentan que Aurora supo, segundos antes del accidente de mis abuelos, que ellos estaban por partir de este plano. Se lo dijo a Chela, que se enojó por ese pensamiento tan negativo, hasta que sonó el teléfono con la funesta noticia de que mis abuelos habían fallecido. Creer o reventar.

Hay muchísima gente que la consulta por su clarividencia, y ella no cobra nada por atenderlos, porque considera que si le fue otorgado ese don, es con la finalidad de ayudar, no de lucrar.

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También le sucede de soñar con personas que conoce, y a las que hace mucho tiempo no ve. Aparecen en sus sueños y se despiden. Cuando la tabuela llama para hablar con esa persona con la que soñó, indefectiblemente le informan que falleció el día anterior.

Es escalofriante.

Yo no podría convivir con ese poder. Sin embargo, a la tabuela no le molesta. Por el contrario, afirma que como sabe que hay vida más allá de esta que conocemos, no le teme a la muerte como la mayoría de las personas.

Tanto Chela como Aurora son obesas. Se les dificulta moverse y, más aún, levantarse, por eso dependen mucho de Graciela, una señora que va todos los días y las ayuda con la cocina y las tareas del hogar.

Yo las visito dos o tres veces cada semana. Estar juntas me hace bien.

A través de ellas, me entero de la historia de mi madre y mi padre. Descubro la personalidad de papá y se me hace más humano, porque casi no lo recuerdo, y solo me van quedando las fotos que decoran mi casa. Me da la sensación de que viví con él determinados episodios, pero luego me percato de que es solo una ilusión provocada por las fotografías que vi. Tal vez mi cabeza recrea un posible escenario en el que papá estaba con Leonel y conmigo.

No es que mamá se niegue a hablar de mi padre. ¡Para nada!

Es que la llegada de Ari y Dante la absorbió por completo y hace malabares para realizar diversas tareas a la vez, como las compras, la comida, la limpieza, la revisión de los cuadernos viajeros de Ariana y Dante, pero también de los escritos del liceo de Leonel y míos…

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Siempre está pendiente de todo.

Aparte, trata de no faltar al coro, que es su gran escape, y de hacerse espacios para compartir con Horacio: muy de vez en cuando van al cine o al teatro. En esas ocasiones, Leo y yo cuidamos a los pequeños.

En fin, es difícil sentarse a charlar con mamá sin que alguien te interrumpa, algo que no sucede en lo de las tabuelas, donde tenemos todo el tiempo del mundo para hablar sin pausas.

Con los años, las charlas, y entre tejidos, fui conociendo la historia que unió a mi mamá con mi papá.

Nunca me canso de escucharla.

Siempre quiero saber más.

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Maquina de porquería

—Se querían. Se querían muchísimo —afirmó Chela una tarde mientras yo les servía limonada y retomaba el crochet que estaba aprendiendo a hacer—. Tanto, que al principio nos dio miedo que fuese pura cosa de adolescentes, ¿te acordás, Aurora?

—¿Cómo no me voy a acordar? Pero siempre te dije que esa energía entre ellos era brillante. Había luz. Mucha luz.

Chela me miró y puso los ojos en blanco.

Me dio risa, pero me contuve. Chela no termina de convencerse de los poderes de Aurora. Por momentos le cree y por momentos dice que todo lo que sucede en este mundo es pura coincidencia. Que no hay milagros ni «cosas raras». Eso hace que, cuando Chela verbaliza estos pensamientos de descreimiento, las hermanas se enzarcen en una discusión eterna en la que abundan los improperios. Jamás llegan a ponerse de acuerdo.

—¿Y cómo se conocieron? —pregunté, aunque sabía la respuesta. Amo que hablen de mis papás.

—En el liceo. Eran dos gurises cuando empezaron el noviazgo.

—Me los veo, agarrados de la mano, con esas caritas de niños que tenían —suspiró Chela.

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—La mayoría de los vecinos opinaba que les dábamos demasiada libertad, porque ellos iban y venían a su antojo —recordó Aurora, con orgullo—. Nunca les pusimos restricciones, y en aquella época eso era… inusual.

—Pero ¿qué más daba lo que pensasen los demás? Aunque ninguna de nosotras estuvo enamorada, sabemos que lo que pasaba entre ellos era… ¿cómo llamarlo?

—Mágico —acotó Aurora.

—Eso mismo. Mágico.

Aurora levantó un dedo:

—Yo tengo que decir algo en este punto, ¿eh?

—¿Qué? —pregunté, pero mi tabuela miraba a su hermana.

—¿Qué sabés vos si yo no estuve enamorada, Chela?

Chela dejó escapar un bufido.

—¡Aaaah, bue! ¡Ahora resulta que a los setenta y pico me vengo a enterar de que la vieja esta andaba de amores! — exclamó, arreglando un punto del tejido.

—No andaba de amores, pero a lo mejor estuve enamorada y no fui correspondida —sugirió Aurora.

—¡Bah! ¡Me lo habrías contado!

—No te cuento todo, ¿qué te pensás? ¡Tengo una vida interior que es solo mía! —resopló indignada.

—¿Y se puede saber quién era el actor? Porque seguro que era un actor de telenovela —se rio Chela, a lo que su hermana respondió cruzándose de brazos y acribillándola con la mirada.

—Mirá, Chelita, te vas a quedar con la duda de si anduve enamorada o no. No te lo voy a decir.

—¡Aaaah, Aurora! ¡Si siempre me contás todo! ¡No seas así!

—Pero ahora no, porque ¿sabés qué? ¡Sos absorbente!

Chela hizo a un lado su tejido con brusquedad y le contestó:

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—¡Serás mala y harpía, ¿eh?!

—Sí, sí, soy mala y harpía, sí. ¡Por eso te aguanto hace tantos años! Mejor andá a hacer lo que mejor sabés hacer.

—¿Qué cosa?

—Tejer.

Me tenté.

—Pichona, alcanzale el tejido que dejó, ¡que esta se pone peor sin las agujas en mano!

Chela protestó por lo bajo, pero la vi cómo dibujaba una sonrisa, disimuladamente.

Las tabuelas se pelean todo el tiempo, pero sé que una no podría vivir sin la otra. Se aman y se necesitan mutuamente.

Después de un rato en el que abundó el silencio, volví a hablar.

—¿Cómo era papá? ¿Se llevaba bien con mamá?

—Ay, pichona, tu padre era un santo. Veía por los ojos de tu madre, y ella por los de él. Se adoraban —afirmó Aurora.

—Vos tenés el mismo color de cabello, y esa nariz la heredaste de tu papá, seguro —dijo Chela.

Me toqué la punta de la nariz.

—Uf, la genética podría haber obviado pasarme este rasgo…

—¿Por qué? Es una nariz diferente. ¿Acaso todas las narices tienen que ser respingonas, chiquitas, como las de las muñecas? Esa nariz que tenés es un rasgo hermoso, que une a diferentes generaciones, a tu papá, a Leonel, a vos… No odies algo tan especial —pidió Aurora, y me dejó pensando.

Al cabo de unos segundos de otro silencio cómodo, Chela siguió contando acerca de mi padre:

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—Tu papá era muy charlatán cuando entraba en confianza, ¡pero tenía que entrar en confianza! Si no lo conocías, pasaba por antipático porque era muy tímido.

—Es cierto —reafirmó Aurora—. Y un gran soñador. Muy familiero.

—Uf, le encantaba estar en familia, ¡cómo no!

—Estaría muy orgulloso de la familia que tienen hoy, pichona. Tu mamá y él siempre hablaban de tener muchos hijos.

—Se casaron jovencitos, cuando él entró a trabajar a la intendencia, a manejar esa máquina de porquería…

—Una máquina de porquería —repitió Aurora, sacudiendo la cabeza.

—En fin, ahí decidieron irse a vivir juntos un tiempo y se casaron al año siguiente. Enseguida llegó Leonel, y a los dos años, vos. ¡Estaban tan felices!

—Muy felices —volvió a repetir Aurora.

—Querían tener dos o tres hijos más. Querían una familia numerosa.

—¿Te acordás de que hasta nos pidieron que nos mudásemos con ellos? ¡Qué locura tenían! ¡Mirá si iban a cargar con estas dos veteranas!

—Tu padre quería comprar una chacra y llevarse a toda la familia. Decía: «Imagínense un domingo, la mesa larga, los gurises corriendo, un asadito en la parrilla…» —suspiró Chela—. Soñaban mucho, sí. Tenían lindos proyectos… Pero el destino es el destino.

—Lo que pasó fue una desgracia. Una injusticia.

—Si esa máquina hubiera tenido el mantenimiento que debía tener, Dante estaría acá ahora.

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—El accidente era evitable. No hay día que no piense en cómo su luz se apagó en cuestión de segundos —negó Aurora con la cabeza.

Tabuela, ¿vos tuviste algún tipo de… información? ¿Tuviste una visión de que mi papá iba a tener ese accidente?

Aurora fijó la vista en la falda y volvió a negar, profiriendo chasquidos con la lengua.

Al cabo de un rato me observó con cariño:

—No siempre sé todo. Sé lo que del otro lado me quieren decir.

—¿Y por qué? Es injusto que te cuenten algunas cosas y otras no… De haber sabido lo de papá, es probable que le hubieras podido advertir, ¡y hoy estaría con nosotros! —exclamé, llena de rabia.

Aurora se inclinó y me acarició la mejilla:

—Creo que me dan información de aquello que soy capaz de tolerar… —murmuró, y agregó en un hilo de voz—: A tu padre lo quería como al hijo que nunca tuve.

—Así mismo, sí. Así lo queríamos —agregó Chela, y se le llenaron los ojos de lágrimas.

Aurora le tendió la mano y las hermanas entrelazaron los dedos.

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