Hasta ya no ir y otros textos - Beatriz García-Huidobro

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Lom

palabra de la lengua yámana que significa Sol

© LOM ediciones, 2013

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rpi: 227.682

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edición y composición

LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago

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Tipografía: Karmina

impreso en los talleres de lom

Miguel de Atero 2888, Quinta Normal

Impreso en Santiago de Chile

Hasta ya no ir y otros textos

Beatriz García-Huidobro

Helas ahí una al lado de la otra, sin tocarse; golpeadas oblicuamente por los aún últimos rayos que pro yectan hacia el este-nordeste sus largas sombras paralelas. Es, pues, atardecer; un atardecer de invierno. Siempre será atardecer. Siempre invierno. Salvo durante la noche. La noche de invierno. Ya no más corderos. No más flores. Con las manos vacías, allá irá a ver la tumba. Hasta ya no ir. O no regresar. Está decidido. Las dos sombras se parecen hasta el punto de confundirse.

Entre los cerros de la cordillera de la Costa están las tierras de mi padre. Me da risa que se llame así. Yo nunca vi el mar desde ahí. Mi hermana Ester lo conoce. Llega diciendo que hasta la tierra huele distinto y que desde lejos se siente el ruido de las olas. A cada uno nos da una concha y nos enseña a oír el mar. Es un sonido ronco y lejano, tan lejano que a veces se apaga. Yo le paso la lengua. Está salada y algo hedionda. Me gusta, quiero conocer el mar.

Acá el paisaje es inmenso. Es una avalancha el cielo sobre los cerros, ondea en el viento con todas las gamas del gris. Envuelve la curva de esta tierra apenas manchada de verde y siempre cubierta de polvo pardo y seco.

En el interior de la casa, el aire es quieto. Tonos neutros en las paredes, sepia en los rostros. Los trajes son oscuros. O se ponen oscuros. Yo tengo el vestido entero blanco. Me dejan usarlo durante las procesiones y las novenas. Al terminar el día ya está apagado su color por el polvo suspendido. Yo espero un día de sol. Llevo mi ropa al estero y la refriego contra las piedras. La cuelgo de una rama. Me quedo horas atajando ese viento inmundo que a todo se le adhiere.

Hecha un burujo, me la meto bajo la falda y camino de vuelta sonriéndole al viento incansable.

Bajo mi cama guardan unos azafates. Más atrás de ellos queda mi vestido. Esperando, esperando.

Casi nunca hay fiestas. Las familias están lejos unas de otras. Y el pueblo mucho más. Los funerales son el evento más importante, salvo cuando caen las lluvias y se cortan los accesos. Mi madre va siempre a despedir a los muertos. Se saca el delantal y se cubre los hombros

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con una manta. Camina horas por los tediosos senderos cubiertos de polvo. A veces me hacen acompañarla. Nuestra marcha es silenciosa. Algo llevamos en unos canastos. Ella no sabe extender sus manos si están vacías. A mí me aburren los velorios. Las sillas no alcanzan y me quedo de pie. Oigo la retahíla de palabras y oraciones. Me las sé de memoria, pero no abro mi boca.

Cuando muere mi madre tampoco hablo. Mis hermanas ya tienen ropa negra por ser mayores. Me quieren obligar a usar un vestido que era de ella. Lloro y grito. Amelia cede y me presta su falda y su blusa y se pone ese vestido negro que yo no quiero.

La cara me queda congestionada. Estoy pálida. Yo sé que tengo el rostro más blanco que nunca. Y si me vieran la piel del cuerpo, sabrían que la sangre apenas se arrastra en mi interior. Me cuesta avanzar detrás de los hombres que cargan el cajón. Alguien me afirma y puedo seguir. Algunas viejas me miran y comentan con lástima de mí. No saben que no es pena lo que me tiene abatida. Es el miedo.

Mi madre lleva días con un dolor en el vientre. No descansa. Se contrae a ratos y sigue. Cada vez está más encorvada sobre sus labores. Yo no quiero quedarme sola con ella. Nunca sé qué decirle y menos ahora. Pero me ha pedido que prepare la masa y me quedo. Ella habla sin esperar respuesta. Me recita cómo debo hacer las cosas para ser después una buena esposa. No respondo, porque no me atrevo a decirle que he decidido no ser esposa. Me va a decir que qué haré en cambio y no voy a tener contestación posible. La escuela se arrastra apenas hasta el sexto año y yo no soy buena estudiando. Estoy envolviendo la masa cuando siento el ruido sordo de su caída. Se quiebra con un grito profundo y ronco y se queda sobre el suelo de tierra. Está inerte. La miro. Sé que algo debo hacer. Trato de levantarla y no puedo. Mis hermanos están en la siega. Mis hermanas se han ido a llevarles el almuerzo a los hombres y no volverán antes de una hora. Aun eso es poco probable. Las dos tienen novio y se desvían al regresar y se entretienen entre los matorrales. Se llevaron los caballos en la mañana. Si le aviso a la tía Berta, seguro que se pone

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a gritonearme. Y va a correr quizás dónde diciendo cosas feas de mí. Me van a echar la culpa y yo no tengo la culpa de que se haya caído al suelo. Falta poco para que sea la hora de irme a la escuela. No pienso más. Nadie va a saber que la vi desplomarse. Los demás sabrán hacer lo correcto. Tomo mis cuadernos y corro hasta el camino. Sé que voy gritando, pero no hay nadie que pueda oír este alarido sin palabras.

Amelia tiene grandes las manos. Es delgada, se mueve suavemente mientras ayuda en las labores. Pero tiene esas manos enormes, donde las venas se levantan agresivas y recorren serpenteantes caminos. A veces tararea canciones de una moda que ya n0 ha de ser moda si son las mismas que conoció nuestra madre. Su voz apenas logra sumarse al ruido del viento, así de frágil es, pero posee una gama de incontables tonos que al alzarse parecen acariciarnos la espalda, la piel, el pelo. Cuando José empieza a rondarla, ya nunca más interrumpe su canto. Debe pensar mucho en él, porque a solas se sonroja del mismo modo que estando juntos.

El velorio empieza antes que el sol acabe de perderse entre los cerros. Se torna rojo el cielo y el horizonte está morado como las alas desplegadas de un pájaro. No está aún el cajón ni mi padre ni mis hermanos mayores, no hay nadie que pueda hablarle a la gente que va llegando. Yo los miro y dejo que entren. Me preguntan, pero yo no sé nada. Se instalan alrededor de la mesa. Luego no caben, así es que mueven muebles y se acomodan. Las mujeres traen algo para comer. Los hombres permanecen de pie junto a la puerta abierta. Llegan los ausentes cargando a mi madre. Es una entrada silenciosa y solemne, como la de una novia en el templo. Solo que no se sonríe.

Mi padre le dice a Amelia que los atienda a todos. A mí no me pide nada. Ella obedece y alguna tía le ayuda. Llevan una gran bandeja, ofrecen, recogen, lavan, vuelven a ofrecer. Es una labor silenciosa. Ester también sirve. Extiende la bandeja y las viejas recelan. Pausa antes de recibir lo que su mano ofrece. Desvían la mirada al coger el vaso del que beben ávidas. Algo comentan bajito. El murmullo crece

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uniforme cuando Ester atiende a los hombres. Recorren con ojos ansiosos los detalles de su cuerpo, buscándole intenciones a cada movimiento.

Pronto olvidan que está mi madre al centro de la habitación, secándose entre tantas flores.

Hay una foto de la familia en la pared. Solo falto yo. Naceré unos seis años más tarde, cuando muera mi hermano Jaime y ya nadie se interese por las fotografías.

Aparecen serios, intimidados por la cámara. Excepto Ester. Es una niña pequeña y hermosa, que parece estar apoyada en el borde de la imagen, con los brazos cruzados y la mirada fija en el lente que la enfoca. Tiene el pelo claro y la boca gruesa. Deja de correr por las pendientes de los potreros antes de ser señorita y deja de ser señorita antes de ser mujer. Eso me cuentan cuando se va detrás del hombre que la engañó. Yo lamento cuando se va, hace tantas bromas y mi padre solo se ríe con ella.

Ahora viene cuando se le antoja. Conoce las ciudades y hasta la capital. Ha visto cómo se pone el sol en el mar y cómo se asoma por la otra cordillera. Ha trabajado en casas con pisos relucientes como cristales. Ha peinado señoras con pelo rubio y suave. Ha dormido entre sábanas de seda crujiente. Ha leído la carta del fundador de Santiago en una enorme piedra enclavada en el cerro. Ha pasado temblores sin el temor de ver caer una pared. Ha caminado en calles atestadas de gente, donde nadie se conoce. Ha conocido varios hombres de ciudad que le han enseñado los secretos para no tener hijos.

Las viejas hablan mal de ella. Cuando Ester no está, las palabras se mantienen suspendidas en el aire. Pero cuando llega y camina entre los campos desafiando al viento, y los árboles se inclinan a su paso, nadie habla de Ester.

Cada día yo debo cruzar el potrero para llegar hasta mi casa. Hago el camino corriendo. Alguna vez me imaginé que el diablo me perseguía y no puedo desprenderme de esa impresión. El viento

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que voy cortando se me pega a la espalda y envuelve mi cuerpo de un modo aterrorizante. Al acercarme a su verja disminuyo la carrera desbocada que llevo. Él siempre está ahí. Yo sé que no faltará jamás. Inútil habría sido evadirlo. Así es que paso frente a su puerta caminando con un aire distraído. Don Víctor me sonríe desde el portal. Yo finjo sorpresa al descubrirlo en ese lugar habitual. Y le sonrío con una mueca incontrolable.

–Ven –me dice.

Pero podría permanecer silencioso y yo lo seguiría del mismo modo al interior de esa casa fría y clara. Antes me preguntaba cosas mientras sus manos recorrían mis piernas. Después ya no. Apenas entro, me abraza y avanzan sus manos urgentes por todos los caminos. El viento suena lejano. El sol, al ponerse, tiene un nuevo resplandor encandilante que muere junto con nacer. Un atardecer denso y gris se cuela por las ventanas cerradas. El polvo ya se ha levantado cuando me voy.

–No se lo digas a nadie –es su despedida.

Yo me alejo con los cuadernos en la mano y ya no corro. Voy contando las monedas que me da. Después las guardo en el escondrijo junto con las otras.

Mucho no pueden durarme. Tantas tentaciones a esta edad por los colores. Y yo aún no cumplo doce años.

Le cuento que ahora voy a crecer. Él me dice que espera que no sea así. Sus deseos tienen más fuerza que el curso de la naturaleza, porque mi cuerpo no cambia.

Los amaneceres son lentos. El sol se desliza fatigosamente por detrás de los cerros. Está alto cuando empieza a declinar. A esa hora, Amelia termina su trabajo y deja todo preparado para la llegada de los hombres. Algunas veces alcanza a encontrarse con José, corriendo hasta los matorrales de espinos. Hay días en los que mis hermanos y mi padre llegan antes de que ella alcance a alejarse. Amelia los atiende en silencio, mientras la densidad del atardecer se funde con la noche espesa.

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Yo me acerco a los espinos. José tiene la cabeza gacha y a ratos la levanta con una mirada expectante.

Se acerca el invierno. Ralean los matorrales y José ya no viene.

Una mañana despierto sangrando. Aprieto los muslos, pero no logro contener ese viscoso fluir. Amelia me dice que ahora voy a crecer y tendré el cuerpo de una mujer. Sus grandes manos me lavan con suavidad. Después corta unos paños y me enseña a esconder mi vergüenza.

Antes que llegue la tarde, camino hasta su casa. No he ido a la escuela ni he corrido por los potreros. Él está sentado frente a su escritorio. Libros y papeles con números en cuidadoso orden. Se quita los anteojos y me mira con más curiosidad que sorpresa.

Le digo que hay algo que no le debo mostrar.

Me levanto la falda mientras él retira las precauciones de Amelia. Introduce sus dedos y los va empapando. Me dibuja en el vientre caminos rojos y serpenteantes. Después es mi mano la que se pierde en ese túnel húmedo y profundo. Pero los trazos de mis dedos en su piel se desvanecen demasiado pronto.

El Cementerio es una hondonada en la que se confunden piedras y cruces. El viento las carcome y desvía en cualquier sentido. Sobre el hoyo en que sepultamos a nuestra madre, mis hermanos tallan una lápida de madera con el rostro de la Virgen. Alrededor del nicho, Amelia traza un caminito de flores. Son plantas tan escasas y mustias, que entre unas y otras intercalamos piedras blancas. Mi padre lleva una tinaja para que mantengamos ramas verdes en ella.

Cada semana hacemos el fatigoso camino cargando el agua. Las flores marchitas y terrosas acaban por extinguirse. Las piedras pierden su color y ralean entre las ramas secas. Empiezan pronto las lluvias y dejamos de ir.

La siguiente primavera, Amelia coge un inmenso atado de ramas de aromo. Yo no quiero ir, pero me convence su mirada apagada tras las pequeñas flores amarillas. José ya no viene y dicen que está

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rondando a una de las hijas de don Licho. Sus parcelas son más grandes que las nuestras y los animales se agolpan sobre ellas.

Levanto la vasija con el agua y empezamos la marcha. Aún hay barro, confundiéndose con el polvo seco que enreda el aire. Nos cruzamos con algunas personas. Amelia saluda con palabras breves y afables. Yo me mantengo arrimada a su sombra, en silencio.

El Cementerio es un barrial. No hay más caminito de flores y piedras. La lluvia y el viento envejecieron el semblante de la Virgen.

Alguien quebró la tinaja. Intentamos reconstruirla, pero no retendrá el agua.

Amelia mira desolada sus aromos. Ya nadie le lleva flores ni tiene ella a quien ofrecerlas.

Amelia le confiensa a nuestro padre sus temores. Sabe que sus manos son grandes para mecer niños y que su voz será melodiosa a los oídos de un bebé en arrullo. No habla de los deseos que desgarran su sueño.

–Se necesita una mujer en la casa –le responde.

Ni me miran. Mi figura enjuta y callada es argumento suficiente de inutilidad.

Ester se marchó después de los funerales y es absurdo pretender traerla. Va y viene como las tormentas de invierno, pero cada llegada suya se espera y recibe con las ansias de los brotes prematuros de la tierra.

Mi padre busca conformarla diciéndole que apenas se case alguno de nuestros hermanos, ella dejará de tener todo el peso de las obligaciones. Amelia asiente con la cabeza y la mirada bajas.

La primavera galopa entre los cerros y con el verano, Amelia cumplirá veintitrés años. Ya no hay espera, solo impaciencia .

Cuatro fueron los varones que parió mi madre. Hoy son tres los mozos que ayudan a mi padre en la lucha contra la sequía que sucede al invierno, los estragos de las lluvias, el enflaquecimiento de las bestias y la tristeza con que el polvo tiñe los tenues pasos del hombre sobre la tierra.

Ester les cuenta a mis hermanos que en la capital hay familias que poseen miles de hectáreas de tierra como la nuestra. Y la

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consideran inservible. La abandonan al pastoreo. O invierten en ella plantando unos pinos que enriquecerán a sus nietos. Las tienen y ni las mencionan. Y mi padre deja su salud en estas escuálidas parcelas sin horizonte.

La charla de Ester es liviana como su risa, pero siembra en ellos la raíz de la amargura, esa hiedra que trepa por la piel de los hombres y libera una savia venenosa, que los hace confundir el sudor de su trabajo con las lágrimas contenidas de la humillación.

Yo casi no hablo con mi padre. Ante la mesa, se encorva al sorber la sopa. La gruesa piel de sus dedos corta el pan que empapa en el té. Al mascar, las grietas en su piel se hacen más profundas y oscuras.

Cuando se levanta, el orgullo endereza su espalda. Una mirada a los cerros borra los surcos de su rostro. Llama a sus hijos al trabajo y salen.

Solo yo sé que en el mando de su voz está contenida la certeza del hombre trascendiendo por la sangre que deja en su tierra.

En la escuela son tres las clases. Hay una directora y un par de profesoras jóvenes. Nos agrupan según la edad, las capacidades y las limitaciones. Si un alumno avanza más allá de las fronteras del pueblo, la directora habla con sus padres. Se desgasta intentando convencerlos de enviarlo a San Juan, el pueblo grande del valle a cuyo alero se crían y nutren caseríos dispersos como el nuestro.

Las familias escuchan reverentes a la directora. Sus palabras grandilocuentes ensalzando el intelecto del joven solo aclaran a los padres que por fin la escuela ha terminado y que han recuperado dos manos para el trabajo.

Los domingos vamos a la Iglesia. Por el camino largo y terroso se van juntando las familias. Algunas veces, vienen grupos de jóvenes en una carreta tirada por bueyes. Invitan a las solteras, que miran suplicantes a sus madres en busca de permiso. Casi siempre acceden, pero entremedio suben a unas pocas viejas.

Mi padre lleva a Amelia del brazo. No se atreven a llamarla. Ni ella a desasírsele.

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A mí no me invitan. Avanzo lento, por los bordes carcomidos del sendero. Todos los domingos de esta primavera he vestido mi ropa blanca. Llevo la tela pegada al cuerpo y las enaguas sobándome las piernas.

El padre Benito abre una gastada Biblia. Se demora en hallar la página por el temblor incontrolable de sus manos. Inicia alguna lectura y yo me escabullo hasta la puerta. Cruzo la plazoleta y ya estoy en el negocio de don Víctor. A esa hora, nadie entra a comprar. Paso detrás del mostrador que me llega hasta los hombros. El me deja meter los brazos enteros en los barriles. Mi favorito es el de la harina tostada. Ya estoy perdiendo mis hombros y la cara en él, cuando siento cómo su cuerpo carga el mío contra la madera claveteada del barril. Su aliento y el mío levantan una tormenta de harina. Termino de sacudirme antes de subir la escalinata del templo. Me siento en uno de sus últimos bancos. La humedad resbala por mis piernas y se adhiere a las enaguas blancas. Mientras nos dan la última bendición, yo aprieto con fuerza mis bolsillos repletos de dulces y monedas.

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Antes que el verano empiece a desgajar la primavera y los niños dejen de ir a la escuela por ayudar en los campos, vamos a hacer la Primera Comunión. Por fin aprendí los pedazos obligatorios del catecismo y voy en el grupo de este año.

Las niñas tenemos que llevar un vestido blanco con un listón celeste en la cintura. Todas quisiéramos un velo blanco y transparente. La señorita Eugenia escucha nuestras murmuraciones. Nos explica que al Señor halaga la sencillez y ofende la ostentación, que nuestras almas puras, en oración y contemplación, son cuanto él espera de quienes reciben por primera vez su cuerpo.

A través de su negocio, don Víctor encarga metros de gasa blanca a San Juan. La entrega solemne a la directora, en homenaje a su sacrificada y desprendida labor. Espera que las pequeñas luzcan haciendo honor a la escuela y a la Parroquia de nuestro pequeño pero digno Pedregal.

Las madres cosen los velos de sus hijas. Nosotras nos quedamos después de clases fabricando coronas de flores en cerámica fría que vamos cosiendo con esmero. Cada anochecer, Amelia corrige y pule mi trabajo hasta que tengo la más linda de las coronas.

El día anterior a la ceremonia, don Víctor me regala un par de guantes hechos en encaje blanco. Las demás me envidian antes de entrar en la solemne procesión. Yo no dejo que ninguna los toque.

–Eran de mi madre –digo.

Rumbo al altar, con la cabeza alta y el rosario entre mis manos enguantadas, sé que a los ojos que me miran soy diferente de las demás.

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Cuando el Padre Benito nos hace co ntestar a coro los rezos, descubro que ya olvidé las palabras del catecismo.

La tía Berta es hermana de mi padre. No tiene tierras y sus hijos se han ido de peones, a luchar por la riqueza en el suelo ajeno. Es viuda de un hombre que no supo dejar sustento a su familia. Un tiempo vivió con nosotros. Yo apenas caminaba y ya distinguía su voz estridente sobre las palabras suaves de mi madre, el bullicio de mis hermanos, el viento azotando las tablas de nuestra casa, la lluvia deslizándose entre árboles lejanos, sobre las piedras rascando el barro y más cerca, encima, su voz. Incansable. Señala el pecado en los demás con la precisión del chacal sobre su presa. Escudriña, escarba, olfatea. Luego despedaza. Se pasea con los jirones, sonriente. Y entonces baja el tono de su voz. Desde lo profundo del pecho emerge en ronca vibración la razón del castigo, el porqué de la ira de Dios, la terrible ofensa. No conoce víctimas, solo pecadores expiando culpas.

Ahora vive con su hija que está casada, a poca distancia nuestra. No importa donde esté. Su maraña se extiende y enreda.

Los golpes que a ella le ha aventado la vida, en cambio, son pruebas del Señor para cerciorarse de su entereza y profunda e inquebrantable fe.

Con mis manos enguantadas recibo los regalos. Los voy dejando a un lado y vuelvo a extender las manos de encajes. Ofrezco mis mejillas a los saludos en vez de la frente inclinada. A las demás, su corona se les ha caído o ladeado. La mía sigue firme y curva como una aureola y el velo desciende impecable.

La tía Berta no me da su obsequio. Le dice a mi padre que aplaque mi soberbia antes que se desborde y me arrastre a un camino cenagoso como el que tomó Ester, que llega a la entrada misma del infierno y el castigo eterno. Mi padre levanta sus cansados ojos hasta mí.

Tengo la mirada baja y los hombros curvados hacia adelante, sobre mi pecho hundido.

–Es una niña –le dice. Y me sonríe con la torpeza del que puede sacar hierbajos de la tierra seca y carne de un animal hambriento,

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pero es incapaz de extraer una mueca de emoción de su pecho, tan cercano y desconocido.

Le devuelvo la sonrisa, con las mejillas arreboladas y las pupilas fijas en el encaje de mis manos reposando sobre el blanco ruedo de mi falda.

Si yo pudiera elevarme como un pájaro, enrumbaría hacia el oeste. Vería los cerros subiendo y bajando con su manto de aridez hasta que, mareada del vaivén, lograra descender al agua salada del océano. Cuando me hubiese hastiado de sentir la arena tibia en la piel y ya mis ojos estuviesen cansados de ver cómo la espuma borra la huella húmeda de mis pasos, entonces, con el cuerpo blanqueado y tieso de sal, volvería a levantar el vuelo.

Alcanzaría lo más alto al sobrevolar mi pueblo y las ondeantes tierras que algún gobierno pasado vendió a los lugareños que por generaciones habían desafiado su esterilidad. Encaramada en las nubes, tampoco vería Sauzal y El Paso, con sus plazoletas terrosas, los desvencijados techos y el andar cansino y polvoriento del hombre y la bestia confundidos.

Descendería al sonido del río que se desliza desde la otra cordillera hasta el mar, ese río que desvía y angosta su cauce para no rozar nuestros cerros. Mis pies tocarían el suelo verde y mullido de valle y en mis ojos no cabría la extensión de tanta tierra fértil. Sería larga pero nunca fatigosa mi marcha por la planicie. Horas tardaría en llegar a San Juan. Mi vestido aún estaría blanco, perfumado con el rocío de la hierba y el frescor del viento. En el pueblo grande me perdería entre las calles, el gentío, las ferias. Ya no querría volar.

Alguna vez, Ester trae un espejo. En las paredes desnudas abre un boquete de luz. Al principio, Amelia sonríe ante él y se acerca sigilosa a acomodarse el peinado. Ahora esquiva el reflejo de su cansada figura. Yo me pongo frente a él. Lo han colgado muy alto para mí, solo me veo hasta los muslos. Así es que cojo una silla y de pie, con nuevo porte, me miro entera. El vestido se desliza y va descubriéndose el pecho y las caderas de un muchacho. Nada se insinúa o es naciente en

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esta piel que se adhiere con firmeza a la escasa carne. Sin ropa y con el pelo recogido, parezco un campesino de los tantos que corretean tras las ovejas entre los cerros. Pero cuando me suelto el pelo oscuro que cae como un manto de lluvia sobre la blancura de este frágil cuerpo equilibrándose sobre una silla de paja, el espejo me habla de la seducción que en la ambigüedad se encuentra.

Los hombres hablan del valle y la mirada se les extravía hacia nuestros horizontes siempre curvos. Algunos jóvenes desafían a los viejos y parten como jornaleros. A otros no les queda más remedio que alejarse del suelo donde yacen sus antepasados. Han heredado su orgullo, pero no las tierras.

Retornan diferentes. La gente se apiña a su alrededor para conocer esa vida abierta y emergente como la flor del cardo. Mi padre dice que eso es por ahora, que el tiempo les va a curvar la espalda y agotar las fuerzas. Que entonces verán sus manos y las de sus hijos vacías. Las familias reafirman sus palabras. El fuego se apaga lentamente. Varios hijos varones asienten. Las brasas dejan ver sus siluetas apocadas, con la cabeza vuelta hacia el este.

La lana trasquilada inunda las casas después de la primavera. Antes que el agua sea solo una grieta quebradiza, las mujeres lavan ruma tras ruma en los enormes canastos. Las niñas escardan los montones ya secos y polvorientos. Cargan pedazos de informe blancura opaca y con sus dedos expertos y el huso van hilando, torciendo la hebra y devanando en él lo hilado. Hace calor y el polvo se cuela por los ojos y la boca. Así es como el canto de las mujeres llega a ser tan quedo y gutural.

Los dedos de la tía Berta son veloces como las serpientes entre las rocas. Atenta a su labor, no detiene su incesante charla. En los grupos de mujeres, ella ocupa el lugar preponderante. Nada le es ajeno y no hay decisión posible sin su intervención.

La tarde es espesa. Abochornado está el aire. Sus palabras lo cortan.

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La hija de doña Herminia se anda escapando a las hondonadas con mi hermano Pedro. A nada honesto pueden ir los pasos furtivos de dos jóvenes. Es su deber advertirle los riesgos a que lleva el desenfreno de los instintos. Doña Herminia está sonrojada. Ha visto crecer a Pedro. Recuerda su juventud cuando mira los ojos luminosos de su hija.

La sigue uno de esos días. Los ve abrazarse con desesperación. Ella descansa la cabeza sobre su pecho desnudo cuando irrumpe doña Herminia. Le grita y a empellones la conduce hasta el rancho miserable. El ruido de los golpes parece extenderse como vibración aguda de un diapasón. La niña se lamenta. Pide perdón. Sus palabras suenan vacías al oído de su madre. Las manos descargan con rabia la vergüenza.

Pedro no puede acercarse a Rosita ahora. Ahora que está tumbada sobre el suelo de tierra apisonada, envuelta en un lamento ronco. Entra a la casa acezando. Amelia está remendando ropa. Yo tejo. En todas las estaciones estoy con los palillos y la madeja colgando. Es la única labor que he aprendido. Pedro nos cuenta lo que ha pasado. Los ojos le brillan. La voz se le entrecorta. Yo pienso: va a llorar. Nunca he visto lágrimas cayendo por la mejilla de un hombre. Termina su breve relato entre el ruido veloz y agudo de mis palillos y los movimientos de Amelia preparando unos trapos, la botella con alcohol y un cacharro de greda.

Dejamos a mi hermano a mitad del camino. Yo quiero quedarme con él. Tengo el incontenible deseo de verlo llorar, de conocer por fuera la diferencia que hay entre el sufrimiento femenino y el masculino. Amelia dice que me necesita. Nos detenemos a buscar agua. Yo la voy cargando. La vasija se enfría y la pego a mi estómago. Es refrescante. Agrada a la piel. Con esta dulce sensación entro a la casa de doña Herminia.

Rosita está desparramada sobre una especie de jergón inmundo. Con una mano está tratando de coger algo que no alcanza. Amelia la recuesta. Me pide que traiga tierra en una palangana. Empapa un trapo en alcohol y le restriega el rostro. Luego prepara el barro y aplica cataplasmas sobre el cuerpo que va desnudando. Es una joven robusta, pero al quitarle la ropa, la piel se desborda en suaves

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colinas blancas. Tiene moretones. Demasiados, murmuro. Se le está inflamando un lado de la cara, justo sobre los labios.

Las manos de Amelia son precisas. Rosita ya respira con una frecuencia menos agitada. Amelia le dice que la sangre se lava y que los cardenales acaban por desvanecerse. Pero que el golpe a la honra es solo uno. Y mortal. Imborrable.

Las palabras de Amelia se parecen a las de la tía Berta. El tono es aún diferente, pero tangencial. Pronto se sentarán la una junto a la otra a esparcir ponzoña revestida de moral, del modo en que se disimulan los peores venenos; endulzándolos. Yo le digo que no hable así. Me mira con su habitual ternura. No te entiendo, me contesta. Yo la abrazo y le pido, le suplico, que nunca sea como ella. No me entiende, es cierto. Cree que estoy impresionada por lo de Rosa. En el trayecto de vuelta me va tranquilizando con esa voz en metamorfosis, esa voz que llegará a ser otra. Con la voz de las mujeres que no tienen el cuerpo de un hombre al cual estrechar, que después del interminable trabajo no tienen un pecho sobre el cual reclinar la cabeza y adormecerse hasta que el relajo alcance el último de los sentidos. Que por la noche se tumba en el camastro estrecho, agotada, con los brazos abiertos y el camisón cerrándose en su cuello, oprimiendo la garganta en que se ahogan los suspiros que no fueron. Amelia, le digo, tú tienes que irte.

Ándate.

Todavía tienes tiempo, insisto.

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Somos tres hermanas. Parece que fuimos concebidas en estaciones diferentes y nacimos con la luna en otra fase. Ester se asemeja a los ríos alegres y caudalosos que van cantando hacia un rumbo definido. El océano verdoso e inconmensurable mirado, desde lo alto de su descenso, debe hacer que se vaya despidiendo de lo que a su paso queda con sonrisa permanente y la mirada sin retroceder jamás a imágenes anteriores.

Amelia es como la tierra, a su propia tierra aferrada. Quiere ser sembrada, florecer y acabar segada. Bajo la sombra del mismo árbol. Por las mismas manos escudriñada. Al peso de los mismos pies agrietarse. Mirar el cielo desde lo más bajo y ver en las gamas del gris las sutiles diferencias, sin saber que las más contrastadas son semejantes cuando se ha visto el negro y el blanco antes de fundirse. Yo me parezco al viento que se desliza silencioso, pero trona si es atajado. Ese viento que no cesa en su afán por alejarse de donde está, aunque no sabe a dónde va.

En El Paso se hace la feria anual. Son seis días del verano, seis días de fiesta, seis días de olvido. Los campesinos llevan lo que han arrancado de sus tierras, de los animales y de sus laboriosas manos. Yo llevo lo que en el año he tejido. Gorros, chalecos y chales en tosca lana bajo el polvoriento sol de la zona no son atractivos a ninguno de los ojos enrojecidos que bajan a mirar lo que estoy ofreciendo en un paño extendido sobre el suelo.

La austeridad de las mujeres, su recuerdo del frío y los vientos, hace que finalmente me deshaga de todo. Le doy una parte a mi

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padre. Otro tanto lo uso para comprar lana teñida con la que voy a complementar los próximos tejidos. Y el resto de las monedas baila entre mis dedos, cobijado en los bolsillos de mi vestido blanco. Hay cosas lindas, traídas de San Juan: telas, vasos transparentes de vidrio, platos de colores, salchichones de cerdo ahumado, garrafas de vino cristalino, hierbas para los males del cuerpo y del espíritu.

Pero el lugar en el que inevitablemente termino es en el puesto de doña Esmeralda. No sé si es ese su verdadero nombre. Es una mujer de pelo rojizo, del tono que solo puede obtenerse en la ciudad tras conocer sus secretos. Se recuesta en una silla de madera labrada, de perfil a su mercadería, indiferente al gentío. En sus manos algo tiene que levanta hasta sus ojos y va moviendo de manera casi imperceptible. Yo me acerco y me detengo a prudente distancia, es tal la luminosidad de las piedras de sus joyas. Los engastes son artificiosos y diferentes uno de otro. Aunque tuviera millones de monedas y pudiera elegir cualquiera de estos adornos, no podría decidirme. Paso las horas viendo lo que no puedo tener. A ratos, doña Esmeralda me mira y sonríe. Entre los dientes delanteros tiene insertas láminas de finísimo oro que iluminan su boca y dan tanto esplendor a su sonrisa, que no descanso por esperar otra sonrisa suya.

La señora Esmeralda me pide que me acerque. Yo llevo las manos estrujándose en mi espalda. No se baja de la silla, pero la expresión de sus ojos y la dulzura de su voz invitan más que si me estuviera cogiendo del brazo.

Me permite rozar con la yema de los dedos el frío de los metales. Una corriente viaja por mi sangre al sentir ese contacto desconocido.

–Pruébatelos –me dice.

Permanezco inmóvil. Algo escucho salir de mi boca. Palabras ininteligibles que se excusan de no tener dinero. Ella desciende de su silla y me envuelve con un collar. Cruza en mi muñeca una pulsera cuyo tintinear semeja un lejano río. Los pendientes que ciñe en mis lóbulos inician un suave vaivén. Algunos anillos parecen inmovilizar estas manos. Doña Esmeralda acerca un espejo a mi rostro y no puedo

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contener un suspiro. Lamento profundo por el contraste de mi figura opaca y los fulgores que no se alcanzan.

Amelia está junto a los sacos del maíz ya molido. Prepara los paquetes de chuchoca. Son siempre menos de lo que se espera. Después de guardar la reserva para la familia y pagar al molino, apenas queda un residuo desvanecente para vender. El olor añejo es el aura de mi hermana en la feria. Le digo que la vengo a invitar a ver las cosas de doña Esmeralda. No le interesa. Solo los novios se acercan a esos lujos. Una joven soltera debe esperar que el hombre por su padre aprobado le haga desear esos adornos que una muchacha decente jamás llevaría.

–Además, no debes hablar con esa mujer –me previene. Yo quiero saber por qué. Amelia no me explica. Sospecho que tampoco ella sabe la razón. Pero acercarse a doña Esmeralda es como un pecado impreciso.

Es verano. Tarde calurosa que apenas comienza. La gente se recuesta a la sombra de los árboles. Siesta entre matorrales. Voy rumbo a la acequia a refrescarme. He soltado mi pelo para lavarlo.

Antes de mojarme la veo. Está lejos. Un hombre la acompaña. Me miran. Sé que ella habla de mí mientras él asiente. Finjo que no los he visto y empiezo a coger el agua en las manos. Me salpico la piel desordenada pero lentamente. Cada movimiento es hecho para sus ojos. Es el cuerpo mío el que revolotea, pero esa mirada lejana es quien lo mueve.

Doña Esmeralda se acerca. El hombre da media vuelta y se aleja. No dejo de fingir este juego con el agua hasta que ella puede alcanzarme con su voz. Es imposible que entienda las palabras que a mi oído canta. Igual me aliso la falda y la sigo.

La casa está en una calle polvorienta. Tiene la fachada de adobe. No hay ventanas, solo una puerta de madera por la carcoma roída. Entramos. Está fresco y oscuro. Doña Esmeralda interrumpe las indicaciones que me venía dando y cambia las dulces palabras por una mirada que hiela.

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Al fondo del cuarto hay un dintel del que cuelga una especie de cortina. Por ahí aparece el hombre. Está sin camisa. Huele a encierro, a humedad. Me hace entrar al cuarto donde está el camastro. Ahí me siento con los ojos clavados en un lavatorio de fierro enlozado lleno de agua. Algo murmuran unos segundos. Algo le da el hombre. Algo hay que debo conocer. Todavía no sé qué es. Si no permanezco ahí, si huyo, estaré corriendo hacia lo inmutable. En la inmovilidad y el silencio se hallan la acción y el cambio ahora.

El tipo corre la cortina y llega hasta mí. Su cintura está frente a mis ojos. Se abre los pantalones y me dice que ahora voy a saber cómo es un hombre.

Son varios los hombres que son el primer hombre en el cuerpo de la niña. La señora Esmeralda me dice que sea siempre igual. Materia inerte. Ojos abiertos por el pánico de sentir cómo se abre y despeja el nuevo camino. Contracción de la parte baja del cuerpo. Ahogar en el pecho un grito de dolor, pero no sofocarlo tanto que llegue a ser inaudible. Manos torpes. Ajena toda.

En la penumbra del cuarto su sonrisa ya no resplandece. El oro se ha vuelto cobrizo. Bronce gastado que protegen los labios grotescamente pintados.

No me molesta que se vacíen dentro de mí. Tampoco que exhalen en mis oídos palabras y suspiros miserables. Ni el sudor de los cuerpos agitados. O el peso muerto de la carne saciada.

No me importa si la piel es tersa y luminosa o si ha sido tallada por el tiempo. Las facciones se contraen todas del mismo modo y las manos presionan de igual forma, con idéntico programa de intensidad, hayan labrado la tierra o lamido papeles.

No me detengo a distinguir si las palabras son obscenas, violentas o tiernas. Todas nacen del interior para volcarse a las mismas entrañas que las vomitan. Necesidad de la carne por la carne creada, a sí misma retorna.

No podría reconocer el rostro del hombre al que ayer fui fundida, qué me confió, cuántos temores dejó escapar, cuánta perversidad dejó fluir, qué pena escondía su silencio.

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Pero el olor que se encierra en el paso del cuello a los hombros es siempre diferente y en cada uno singularmente repulsivo.

La noche ya está cerrando las ventanas. Me tengo que ir. Doña Esmeralda me habla, entreabriendo la cortina. Dice que espere unos momentos. Sonríe: este va a ser un dulce. Detrás viene el joven. Es como mis hermanos, pero sonríe con el desenfado de la gente de ciudad, mirando a los ojos, acercándose del modo en que más patente se hace la distancia.

Es delgado. Firme. Tiene los músculos largos y flexibles. Suave la piel, casi desprovista de vellos. Está limpio, hasta huele a alguna fragancia. El timbre de su voz hace que las palabras parezcan de plata, por un orfebre bruñidas. Habla mucho. Pregunta más. Por mi edad, por qué estoy aquí, por el futuro, por las tierras, por lo que a mi alma mueve. Me da consejos en un tono bajo y cadencioso, mientras desliza su mano por mi pelo, por toda la extensión de mi piel. Me ha cogido las manos y acaricia suavemente la punta de cada dedo.

–No contestas nada –dice.

Aunque está oscuro, puedo ver su mirada y él la mía por todo el tiempo sostenida. No hablo. Sus palabras han brotado solo después que el cuerpo sació su urgencia.

En Pedregal cada familia prepara su pan. La masa reposa unas horas cubierta por un trapo blanco. Luego se introduce en el horno de barro. De él no escapa aroma alguno; recién al sacar los panes hirviendo, el humo se confunde con el polvo suspendido y el aire parece tostarse. De inmediato las mujeres sofocan el olor envolviendo el alimento de sus hombres en grandes paños. Aferradas a los pesados bultos, corren hasta sus casas para dejar sobre el mesón la recompensa del trabajo.

Los pueblos tienen panaderías. Del dintel de alguna puerta cuelga y flamea una bandera blanca que parece mecerse al vaivén de las olas que sus horneadas forman en el aire. En la casa que está junto a aquella en que doña Esmeralda me ha cobijado, se dedican a la amasandería.

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El olor por horas encerrado del cuarto, se mezcla con el que los vecinos producen en sus hornos.

A los hombres les despierta el hambre.

Yo ya no pruebo el pan.

En invierno, las manos de las mujeres se enrojecen por los sabañones. Con la primavera, retoman su forma y el color se va tornando en un blanco apenas sonrosado. Las caricias abundan en esa época. Es así como los partos acaban siendo en época de lluvias.

La primavera despoja de chales y tosquedad a las mujeres.

El verano las desviste. Delgadas telas se apegan a sus figuras. Descuidadas trenzas se mecen sobre sus espaldas, reteniendo en finas hebras los rayos del sol. Caminan por la tierra quebradiza, descalzas. El polvo se va adhiriendo y tallando surcos en la piel. Los más gráciles movimientos terminan en oscuros pies que semejan troncos desgajados.

En los veranos ya no andaré descalza. Mi hermano corta unos neumáticos viejos, desechados por las vulcanizaciones, y les da forma de suelas. Une los extremos con huinchas elásticas y ya tenemos sandalias que, pese al burdo aspecto, son resistentes y protegen los pies.

Yo mezclo la manteca con el agua hirviendo, algo de alcohol y pétalos de flor o hierbas aromáticas. Así obtengo ungüento para suavizar la piel de los extremos de mi cuerpo. Amelia sonríe y me dice que no habrá en todo el verdor del valle planta de especie ninguna que vaya a mitigar el hedor de la manteca al fundirse con mi calor.

Doña Esmeralda encuentra que apesto. Me enseña a preparar una loción parecida, pero usando vaselina que ella misma me regala. Amelia pasa sus dedos por la piel de mis pies y manos, se los lleva hasta la nariz y mueve la cabeza.

–No entiendo –murmura.

Yo quisiera explicarle cómo se hace. Sin embargo, permanezco en silencio frente a su asombro.

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Vuelta a Pedregal. Parte del trayecto lo hacemos en una carreta, confundidos entre sacos y costales, aferrados a nuestras cosas. Vamos en silencio sorbiendo el viento. Cada uno está encerrado en su propia desilusión, en el abatimiento que producen los regresos. Yo llevo entre mis ropas, envueltos y escondidos, los aretes y la pulsera. Callada y pensativa, no escucho el gemir de las ramas lejanas ni distingo las palabras que a ratos murmuran entre hombres mis hermanos. Necesito saber cómo haré para perforar mis orejas y ensartar así los pendientes que desafían al viento y retienen la luz del sol.

Don Víctor me pasa un pote celeste con palabras en inglés, escritas con letra cursiva. Tiene en su interior una crema suave y homogénea, de penetrante y desconocido aroma. Yo le pregunto cuál es la flor capaz de impregnar de este modo. Me explica de las esencias, la química, los extractos... No distingo sus palabras. Estoy untando mi cara, mis manos, la angostura de mi pecho, el vientre cerrado; subo y bajo con las yemas de los dedos deslizándose sobre la propia y renovada piel. Tengo los ojos cerrados y en mi boca se agolpan melodías que fluyen en un suave cantar.

Él me pide que también recorra su cuerpo desnudo y lo vista con capas de crema y de caricias. Yo no quiero gastarla en la inmensidad de su piel. Me promete que nunca me ha de faltar una caja repleta si ahora lo embetuno así, presionando firme y suavemente, quedándome más tiempo en ese pedazo de él que se encarama y palpita al contacto de mis dedos ahora suaves y perfumados. Después son sus hábiles manos las que me adoban ascendentes, circulares, temblorosas; las mismas que elevan mis nalgas y me depositan con palmas y rodillas sobre el suelo, el pelo cayendo, arrastrándose y barriendo el piso al vaivén de sus temblores, penetrando suave y estrechamente la otra senda, abriéndola con sus dedos perfumados y sinuosos, mientras el intruso encuentra acomodo en esa estrechez y se deshace en estertores que me derrumban de cara a las tablas de pino.

Regreso caminando. Me duele al andar y voy con un temblor en las piernas. Pero las manos sostienen firme la cajita celeste.

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En la primavera se elige al nuevo presidente del país. Meses antes, los candidatos y los que también quieren arrimarse al vencedor, visitan los pueblos y arman grandes fiestas en las plazas, en la alcaldía, en el club. Enormes camiones recorren los caminos aledaños y a voces invitan a la gente a abordarlos, rumbo a San Juan. Entonces se forma una inmensa aglomeración; las casas se unen con guirnaldas y banderas, instalan parlantes y micrófonos, llegan orquestas, se embisten los fotógrafos en su asedio. Los del partido reparten vino a cambio de juramentos. Llenan baldes con ese ponche litreado y lo van sirviendo con cucharones a los recipientes que ávidos se extienden hasta ellos, con un murmullo ininteligible de frases preñadas de obsecuencia.

De caseríos como el nuestro, la gente sale a borbotones y llega al valle tras días de infatigable marcha, a pesar del frío, de la agresividad de los caminos pedregosos, del abandono temporal en que dejan sus tierras, sin importarles dormir al solo abrigo de las estrellas y del manto helado del rocío.

Los camiones ya abandonan los sitios baldíos en que se instalaron y se alejan las sonrisas.

La noche cae y aulla su negrura.

Pero no existe lugareño que no se quede a sorber las palabras que en el aire aún flotan.

La vuelta es larga. Vienen henchidos de promesas. Aunque tal vez no vayan a votar o desconozcan los rudimentos de la lectura. El hombre que fue palmoteado en la espalda por un candidato es ya otro hombre, más sabio, diferente. Parte fundamental de lo

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inconmensurable. Como si esa mano, en una suerte de osmosis, le hubiera dado trascendencia y cubierto con una capa de mundanería.

–Todo un inmenso engaño –concluye la tía Berta.

Yo quiero ir a San Juan. Hace seis años, en la elección de esa época, mi padre no quiso ir a la campaña de ningún candidato. Ese año abandonaba el mando el único hombre al que podía respetar. Esta vez se presenta a la reelección. Es un caballero de pelo blanco y mirada transparente. Mi padre desea verlo y oír sus palabras. Cuando se avise su llegada, todos iremos al valle. Mis hermanos ya están inscritos y deben escuchar con oídos adultos la voz del hombre al que elegirán.

El viento del este comienza a lamer los suelos. Algunas hojas tiñen de rojo el paisaje. Ya el cielo lleva blancos desgarrones. Amelia está inclinada, haciendo la colada. Yo, a medio tumbar en la silla, contemplo el prisma de mis joyas.

El canto es alegre y melodioso.

A medida que se acorta la distancia, distinguimos su voz.

Ha venido Ester.

Pedro vive con Rosita ahora que ella está embarazada. Al principio, quiere traerla acá, pero doña Herminia necesita un hombre para sus tierras desaprovechadas. Amelia espera que haya otra mujer en la casa. Mi padre no puede perder dos manos. La tía Berta dice que mi hermano no está obligado a casarse. Que si lo hace por reparar el daño, Rosita debe agradecerlo y no robar a mi padre de ese modo, porque los hijos que ha criado son su riqueza.

Doña Herminia argumenta que sus tierras serán del marido de su hija y de los hijos que con él tenga. Que Pedro debe empezar a labrar la herencia de sus descendientes.

Mi padre acaba cediendo. Cambia el grito del alba por la negrura que antecede los amaneceres y el reposo del atardecer por la fatiga espesa de la noche.

Amelia no habla. Arroja con furia los granos a las famélicas gallinas. Le digo que así es mejor. Rosita es mujer y nosotras debemos apoyar la decisión que a las mujeres favorezca. Solo dice:

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–A mí no me habrían desgraciado tan fácil. El gesto es altanero y aguda la voz. Camina hacia la casa erguida, a paso resuelto. Las manos cuelgan temblorosas al costado de su cuerpo.

Los hombres que han nacido en tierras áridas, de lento germinar y ocasional florecer, no están preparados para el cambio. El ciclo de la vida ha de rodar despacio y arrastrar suavemente las capas superficiales de la corteza.

Mi padre hace callar a Ester. Ya no se alegra con su risa. Ya no es el viento fresco que añoraba, sino un vendaval que arrasa.

Mi hermana no ha llegado sola. Con ella viene un joven. Se viste como campesino, pero se nota en cada hebra de sus paños que fueron manos lejanas quienes los torcieron y anudaron. Usa el pelo largo y un bigote espeso que no termina de ocultar la sonrisa frecuente y generosa. La charla le brota a borbotones y en cada palabra suya galopa un trozo del alma apasionada que su magro pecho contiene.

La gente se congrega a su alrededor y lo escucha manteniendo baja la mirada. Ester levanta los ojos hacia él. Está callada. Solo desvía su rostro cuando alguna frase de él la eleva y hace que se desboquen de su interior palabras que no conocía. El pecho le vibra en el discurso y su boca parece, en cada sílaba, una secreta invitación. Sin embargo, los hombres no perciben convite alguno ni las mujeres recelan de su opulencia ni las muchachas se detienen en lo terso de la piel de Pablo. Tan fuertes llegan a ser las palabras. Don Víctor tiene un hijo. La mujer murió al parirlo. Dicen que él estuvo resentido con ese pedazo de vida que tuvo la fuerza de arrebatar la otra vida. Dejó al niño, que todavía maullaba en la cuna, y se fue. Se comenta que estuvo en el valle y con malas artes reunió una pequeña fortuna. Cada verano volvía. Se dedicaba a mejorar las tierras, traía máquinas y semillas. En la casa, encerrado, observaba los progresos de su hijo. Manuel era delgado y moreno, en todo diferente a su padre. Lo criaron débil y aprensivo, reflejo del temor de su tía Erna, que había logrado un nivel social insospechado y que en todo dependía de la sobrevivencia del niño.

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Más adelante, don Víctor compró media manzana del pueblo y montó la primera tienda que conoció Pedregal, con cuatro secciones de diferentes artículos y una caja registradora. La gente se apostaba en las afueras del negocio para escuchar el tintinear de la máquina al abrirse y cerrarse. Puso a su hermana Erna a cargo y se llevó al niño al valle. Como la sangre se mezcla de diferente modo en las familias, doña Erna resultó una nulidad para las finanzas. La tienda quedó en manos de un administrador enviado por don Víctor y la mujer se perdió en la bebida. Cuentan que ella decía que la pena por habérsele arrebatado el niño fue la causa de su hundimiento. Sobre todo cuando lo mandaron interno a la capital y ya no tenía forma de acercarse a él.

La tía Berta dice que ella siempre fue una perdida, que no llegó a casarse porque no le quedaba misterio que develarle a un hombre, que el abismo de la bebida fue pálido reflejo del castigo que más allá le esperaba y que el despojarla del niño fue lo que merecía por aquellas criaturas que no dejó crecer en su vientre y que sin vergüenza desbrozó.

No saben por qué don Víctor regresó. Fue paulatino y silencioso el retorno, como si la tierra desplegara encanto y sugerente penetrara sus sueños.

Se aleja el invierno. La tierra va mudando sus colores y abre las primeras grietas. El niño corre hasta la loma que domina el sendero. Permanece horas de pie contra el viento, fija la mirada en esa huella polvorienta y vacía.

Amelia no recuerda más que esa imagen de él. –Esperaba al viejo ese –comenta Ester.

Una de esas tardes desentierro mis joyas de entre los trapos y peroles. Pablo ha ido a Sauzal a desparramar sus palabras. Ester desmaleza cantando con una voz que el viento no puede cortar, una voz que no ha absorbido la sequedad del aire y cuya melodía ahuyenta al polvo que se encumbra.

Llego hasta ella con las manos empuñadas. Tengo las uñas romas, pero se me clavan en las palmas. Deshago lentamente la presión que traía y aparece el fulgor de las piedras y el metal.

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–Es un secreto –le digo.

No se deslumbra ni por un instante. Me explica que son solo baratijas, alambre dorado y trozos de vidrio burdamente engastados.

–¿De dónde las sacaste? –su pregunta remece el interior de mi cuerpo, pero es tan casual el tono, que al momento me repongo y le contesto que las compré en El Paso.

Me invita a usarlas. Calienta al fuego una aguja y perfora mis orejas. Es breve el dolor, apenas punzante. Pero no dejo de sentir el peso suave y cimbreante de los aretes. La pulsera interfiere con mis labores, si cada movimiento suyo me distrae tan dulcemente.

Sé que Ester, en lo hondo de su pecho, se ríe de lo que como pequeña vanidad percibe. No me importa, si es que está dispuesta a decir que ella me regaló las joyas. Responde: claro, aunque yo te las habría dado más bonitas.

El sol se ha enrojecido. Lo tapo con el más grande de los rubíes. Los colores se funden y separan, esparciendo destellos por la piel de mi brazo.

–No son baratijas –le digo.

Pablo dice que en las ciudades los hombres se han unido. Que un movimiento nuevo ha exaltado al pueblo. Que este año será trocada la historia de siglos de opresión por un orden social renovado. De su maleta saca un aparato para nosotros desconocido. De la cinta que reproduce, se desborda indomable el canto de hombres y mujeres que van a alcanzar la libertad. Es tanta la fuerza de su expresión, que la noche se incendia y las cabezas se levantan con un ímpetu que ignorábamos. Brillan las pupilas, encendidas por el reflejo de lo que en el aire se está conteniendo. Lentamente, bocas titubeantes entonan los cantos. En pocos días, hay más brío en estas voces opacas que en el coro de la grabadora.

Mi padre prohíbe la música y las palabras en sus tierras. Se agosta su voz en las solitarias veladas. Yo lo acompaño. A Amelia le digo en cuál potrero se agruparán los jóvenes esta vez. Responde que no le va a llevar la contraria a su padre, que mis hermanos han

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sido envenenados con las mentiras de Pablo y Ester y se arrancan a escucharlo.

La tía Berta se acerca con la luna en alto. Nos cuenta dónde están y que han dicho. Cállate, le dice mi padre. Como si al no pronunciar, pudieran menguarse los hechos. Ella no ha nacido silente y explica los peligros a que lleva el afán por pretender cambiar los órdenes naturales que nos han sido impuestos.

Ester me cuenta que ya no importan los lujos y que los privilegios van a desaparecer. No será envidiado el hombre rico, sino rechazado. Cuando las almas se hayan tornado y hagan suyo este pensamiento, dejarán de fabricarse joyas y finuras que solo envilecen a las personas en su afán por poseerlas.

Me confiesa que le cuesta un poco desechar la vanidad, pero que los compañeros de esta ruta no se acercan a la mujer que se cubre de artificios. Al despojarse de ellos, los hombres pueden verla con toda su humanidad y no a través de costras y estereotipos. Al fin, hombres y mujeres caminarán de la mano, no irá la una en pos del otro. La supresión de las clases oprimidas se extenderá al interior de las familias, las escuelas, las fábricas, los campos.

Tiene razón mi padre: Ester ha cambiado. Lo que no pudo el aplastante entorno de su infancia, lo ha logrado un puñado de palabras reiteradas.

La niña va por el campo. Es un valle verde y florido el que cruza. El vestido es blanco, compuesto por varias capas de organza que el viento hace ondear, separándolas y mezclándolas de un nuevo modo. El pelo rubio y largo, suelto al vaivén del tiempo, ataja los rayos del sol y los funde para devolverlos en suaves matices. Con una mano se afirma el sombrero de paja cuyas cintas acompañan el ritmo del paseo. No lleva adornos, solo unos pendientes y todo su esplendor. Recorre la loma y baja a una hondonada. Los pasos que da son breves, pero cada movimiento es alargado y envolvente.

Desciende hasta el hoyo circular y negro donde se apoza el agua. La brisa está detenida y la charca es un espejo terso, luminoso. Sin

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azogue ni vidrio, parece quebrarse estruendoso al arrojar mi figura oscura y raída.

Ester se va una mañana. Carga las pocas cosas que trajo. Pablo lleva las suyas y la caja grabadora. El trabajo está activo a esa hora en los campos, pero sale un número creciente de hombres y mujeres a acompañarlos hasta la curva del sendero. Al comienzo es una procesión lenta y silenciosa. Pronto, una voz entona suavemente ese canto que ha socavado sus pechos y de todas las bocas se desborda la marcha. Impetuoso es el tono. Alados y sordos son los pasos de la gente que recorre varias curvas del pedregoso camino. Solo en la bifurcación, Pablo los despide. Les recuerda sus promesas de organización y señala a los lugareños que han hecho suyo el gran proyecto. Los conmina a exigirse, a no temer acercarse a los grupos que también se están organizando en pueblos aledaños. Volverán pronto y confí an en ellos, en los avances que en estas semanas lograrán.

Insiste: ahora. Esa es la palabra que más reitera. A mí se me introduce en las venas y me recorre entera. No sabría explicar a qué se refiere. El ahora ya está aquí, palpitando en todos nosotros. Yo no sé cuál es el ahora de los demás, ni cuál es el mío.

Algunas noches, la luna se mete en mi cama y arroja al suelo la manta que me cubre. Luego se desliza hasta mis ojos y hace retroceder los párpados. La noche está clara y puedo ver la silueta de mi madre. Se inclina, se levanta, mueve diligentes las manos, es actividad incesante. No se desplaza del lugar en que está, como si solo tuviera cabida en ese punto de la tierra y en él debiera contenerse. No puedo ver su semblante. Con las manos y los brazos cubro mis ojos. Tiemblo. No dejo de presionarme el rostro hasta que se asoma el día.

Cae una fina lluvia. Se adhiere al polvo que cubre nuestras ropas y resbala. Lento y callado es el barroso andar de mi padre. Alrededor nuestro, el viento del otoño con sus primeras agujas.

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Mi hermana va a inscribirse para poder votar. No hay registro en el pueblo, solo un joven autorizado que se ha acomodado en el negocio de don Víctor. Desde un alto taburete que no alcanza a tapar el mesón, extiende el gran cuaderno. Amelia firma lentamente, con el rostro casi pegado a la hoja. El tipo la mira y hace tamborillar sus dedos sobre la madera. Otras personas esperan turno. Con la vista, el funcionario las recorre despectivamente. Amelia tiene todos los colores en la cara y, aunque lleva el pelo recogido, varios mechones caen sobre su frente. Mi padre retuerce el sombrero en sus manos. La marcha del tiempo parece trabada aquí dentro. Yo saco unas monedas de mi bolsillo y caen al suelo. Ruedan lentamente. Trazan líneas curvas en su recorrido que no cesa. Amelia está aferrada al lápiz y las monedas ruedan, no dejan de rodar.

Esto me lo cuentan. No a mí. Es comentario que las voces elevan, envían y retoman. Madeja en la que no hay mano ausente. Manuel ha llegado a Pedregal. Dos jóvenes lo acompañan. Son en todo semejantes a Pablo. Derraman palabras con igual encanto, solo que ellos no lo hacen bajo las estrellas ni las encierran entre los cerros. Se encaraman a lo más alto y hablan con la luz detenida en sus rostros. Caminan por las tierras y convocan a hombres y mujeres. No suplican. Imponen las reuniones, con tal combinación de ternura y mando, que los tímidos brotes apenas insinuados emergen impetuosos. Gruesas raíces desgarran la tierra de pechos y vientres. Urgentes crecen ramas envolventes y de cada surco brota una flor abierta. Bosque movible que agrupa, entrelaza, desata y teje la red invisible de la esperanza. De los cuatro puntos cardinales se oye decir que don Víctor no lo recibe en sus casas. Que Manuel no ha golpeado su puerta cerrada y ha cruzado umbrales polvorientos. Que otras puertas se entornan al sentir sus pasos. Que en tantas mesas hay un puesto para él. Que de cada horneada sobra el pan más blanco, la mayor ofrenda, la más sencilla.

En las tierras que serán de Pedro, se levanta en pocos días una caseta hecha de tablones. Allá convergen los atardeceres y la gente

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se desprende de la fatiga para dejarle lugar al cansancio que en el trazado de la nueva senda se halla.

Doña Herminia se afana en sus labores junto a la ventana. Nada dice, hasta que caen las lluvias y las mujeres empapadas cruzan sus tierras. Entonces, deja emerger al canto de su vientre y corre por las lomas. Son horas las que cada día abandona en la caseta, va y viene, diligente recorre los caminos que el barro se lleva y alcanza a más mujeres. Se repletan las manos y, trozo a trozo, las dejan vacías.

No vamos a San Juan. El candidato de mi padre no se asoma por estas tierras. Sí viene la comitiva del otro. Ester llega. Le basta un gesto para que se forme la caravana. Parten alegres y aquí el aire se espesa. La bóveda del cielo se agrisa y estrecha, nos encierra en este lomaje que se ha vaciado.

Mis hermanos van. Rosa y el niño de pocos días se quedan con nosotros. Mi padre está envejecido. Ya no caben los surcos en su piel, pero cada día parecen ahondarse y ensancharse. Su figura se hace enjuta. Entre las siembras que no afloran, es una grieta más.

La lluvia se cuela por las rendijas. Están húmedas las paredes. Yo me arrimo a ellas de frente, de espaldas, de costado. Las ropas se me empapan y a través de la piel absorbo el agua que hace expandirse en mí eso que ya no contengo, aunque no sepa qué es ni cómo hacerlo salir.

Don Víctor me dice que va a ser electo el insensato, que ha prometido lo imposible. Y cuando termine la fiesta y la resaca traiga el desencanto, no será él quien los oiga plañideros gemir por sus tierras muertas. Que los valles no van a ser parcelados y arrojados a las manos de insignificantes campesinos. Se despoja a una oligarquía para crear otra, nuevo poder sin herencia, destrucción del orden y las jerarquías que su brutalidad necesita.

No puedo entender sus palabras. Tampoco las otras. Pero las de don Víctor son duras y amargas, golpean, opacan las miradas. Mientras que esas que socavan la tierra y con ella afloran, contienen el dulce ímpetu del viento.

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