
Kira despierta a media mañana en la frescura de sus sábanas de seda. La luz es tenue, los ventanales oscurecidos recrean la atmósfera de un atardecer.
Apenas abre los ojos, siente el peso de las pestañas recién tupidas por la última fertilización folicular. Le gustan las pestañas densas con un leve tono azulado acentuando su mirada color miel. Se deja atrapar por los vestigios del sueño hasta que la sensación de algo pendiente la obliga a despejarse. “El juego…”, dice en voz alta. “Ah, y avisarle a Mel”. Las frases quedan al instante grabadas en su agenda personal.
Estira las piernas y aprovecha de repasar los contornos. Siguen firmes, suaves y bien delineados como los de una adolescente. Se pregunta en silencio cuál será el objetivo del próximo juego. El solo hecho de sentir la cercanía de un nuevo desafío le produce un estremecimiento. De un salto se pone en pie. De inmediato se activan en el baño los dispositivos de la cápsula de radiación tonificante donde recibe sus tratamientos estéticos. Los ventanales cambian de opacos a transparentes y la pieza se llena de luz.
Justo antes de que Kira deje la habitación, la holografía de una mujer de edad imprecisa ilumina el espacio cóncavo de base oscura diseñado para recibir a las visitas virtuales. La imagen de Melina –en cuerpo entero y tamaño natural– toma posesión del centro de la pieza y amansa la expresión dura, más
bien arrogante, que habitualmente domina los ojos de Kira. Sonríe, se envuelve en una bata japonesa del siglo XX –a tono con su corta melena azulina– y dedica un tiempo a contemplar la belleza perfecta de la recién llegada. Mel es lindísima, exacta a Cuinsara, su madre genética: los pómulos altos realzan unos ojos almendrados y amarillos que recuerdan los de un tigre; la boca grande pintada de rojo intenso destaca la claridad y la impecable textura de la piel. El pelo rubio platinado cae en ondas sobre unos hombros de proporciones precisas. Si hubiese llegado en cuerpo presente, Melina seguiría siendo tan etérea y luminosa como en el holograma.
Kira se arma de valor y de inmediato plantea el asunto que aquella mañana le ha quitado el sueño:
–Haré un viaje, Mel –toma aire y desvía la vista hacia el ventanal–. Ya sabes, no puedo darte más información.
–¿Otro más? Uhmm… ya lo presentía –Melina echa hacia atrás un mechón platinado y, con ese tono melindroso que imita el de Cuinsara, encubre su molestia, retoma–. ¿Me dirás alguna vez qué es eso que escondes hace tanto tiempo?
Kira se concentra en las uñas de su mano izquierda. Pese a todo, nunca está preparada para esa conversación.
–Ese abrillantador de cutícula no se absorbe…
–No empieces, por favor… –interrumpe Mel–. Kira, ya sabes que ninguna distancia va a separarnos. ¿A dónde vas y para qué?
Surge el silencio, el mismo que crece entre ellas cada vez que Kira anuncia una partida; el preámbulo de una discusión inevitable.
–Nada importante, algún día te contaré. Confía, no haré nada que vaya a avergonzarte o que nos ponga en riesgo.
–¡No es así! –la voz de Melina enronquece. Su mirada color ámbar se afila y despide destellos invisibles–. Puedo sentir el peligro cada vez que te vas. Si te pasa algo, también me pasa a mí. ¡¿Qué haces en tus viajes?!
Kira tiene la impresión de que el aura de la holografía se extiende por el dormitorio y la alcanza. Siente la presión. Niega con un leve movimiento de cabeza. Aunque quisiera no puede hablarle sobre el juego, sería una imprudencia. Levanta la vista, desafiante, y concluye.
–¡Tengo derecho a mi individualidad! ¡A vivir mi vida! –acentúa la última frase adelantando el mentón–. Volveré pronto… Y, ahora Mel, tendrás que irte. Es tarde.
Kira da la espalda a la imagen, entra en la cabina radiante y reanuda, de mala gana, sus rutinas estéticas. Por menores que sean, las discusiones entre ambas
siempre afectan su ánimo. En realidad, cualquier desacuerdo con Mel deja en su alma una molestia indefinida, difícil de aplacar. Quiere a Melina de un modo peculiar, como se ama a un ser idéntico, a una copia exacta, a la viva réplica de uno mismo. No importa si tienen estilos opuestos, si Mel usa el pelo platinado y Kira lo prefiere azul. Siguen siendo tan reconocibles la una en la otra como un mismo actor que interpreta papeles distintos.
Con treinta años, Kira y Melina Farsán, son clones: copias gemelas creadas simultáneamente de tejidos donados por Cuinsara Farsán, la gran actriz de mediados del siglo XXI.
II
En su primera y segunda juventud, durante el preludio y plena consolidación de su fama, Cuinsara Farsán pensó en la maternidad como quien divaga sobre un viaje improbable. Sin duda la deformación de su cuerpo y los contratiempos de un embarazo habrían interrumpido la espiral de éxitos en la cual se entrelazaba con su público. Sin embargo, la única razón de su resistencia a tener hijos biológicos era de índole personal: ella nunca quiso ser madre. Si hubiese querido reproducirse de manera orgánica, la solución habría sido tan simple como arrendar un útero.
Cuinsara vivía para su estrellato. Tenía talento o, quizá, la rara habilidad de entender el lenguaje sutil de las cámaras. Se movía frente a ellas con total confianza y les daba lo que pedían: un guiño, un perfil, un tono de voz coqueto o suave o quejumbroso como maullido de gato, la inflexión precisa en el momento exacto, pasión, tristeza, plenitud… lo que exigiera la ocasión. Su carisma fluía, se desbordaba, colmaba las almas huecas de millones de espectadores. La actriz, a quien sus incondicionales llamaban Cuini para sentirla más cercana, levantaba un brazo hacia la multitud, sonreía y en ese acto desovaba miles y miles de nuevos admiradores. Todo el mundo la amaba. Además, poseía una belleza excepcional, uno de esos raros casos en que la perfección física es de origen natural. Aunque, claro, cuando decidió clonarse, ya muy poco de su esplendor seguía siéndolo.
Tenía ya sesenta y un años.
El día exacto de su decisión había despertado en su inmensa cama extra-king, igual de agotada que la noche anterior. Le dolía la cabeza y el cansancio seguía pegado a sus huesos. Envejecía. Siguió recostada por largo tiempo con la cara cubierta por un antifaz de drenaje mientras una angustia nueva y persistente iba apropiándose de su ánimo. El último fracaso amoroso con un hombre cuarenta años más joven la había obligado a entrever el páramo seco y solitario de su vejez. Lo cierto era que Cuinsara no toleraba por mucho tiempo la cercanía de sus amantes. Tampoco la de amigos, familiares o asesores de confianza. Ella sabía –y sus conocidos lo comentaban a sus espaldas–que probablemente moriría entre mascotas clonadas a pedido y una camarilla de empleados tan descarados como indispensables.
Se quitó el antifaz y recorrió la habitación con la mirada; una familia completa podría vivir ahí. Por primera vez le pareció de una enormidad innecesaria. Ella misma había participado en el diseño de la mansión para asegurarse que fuese tan espaciosa como la había soñado. “Quiero salas grandes de líneas simples donde quepa mi ego”, decía a los arquitectos en un ambiguo tono de broma. Había pedido que construyeran un bunker para vivir a resguardo del acoso. “Una fachada hermética, pocos ventanales y cielos transparentes. Que solo pueda entrar la luz del sol”. Cuando aún era joven, su alma se explayaba en esa amplitud. Ahora, las pisadas hacían eco en
los muros, los perros se perdían en las piezas y los empleados y los dispositivos de aseo cruzaban de una esquina a otra como fantasmas. Era preciso dar con algo o con alguien que aliviara la soledad, en especial, la que traería la vejez ya acechante en el cansancio del último tiempo. Algo o alguien que por lo menos calmase el desasosiego ineludible que la hacía ir y venir de un lado a otro de su habitación cuando pensaba en la etapa final.
Sola en su dormitorio, incapaz de levantarse, tuvo de pronto la visión de su propia infancia. Vio a la niña de cuatro años que alguna vez fue y la sola imagen atizó el alicaído entusiasmo de aquella mañana. Podría traspasar a esa niña algo de su experiencia, incluso implantarle recuerdos, seguir su crecimiento y, a través de él, revisar su propia historia, reparar de algún modo los episodios lamentables… y luego, cuando se hiciera vieja, contar con una igual que cuidase de ella. Si todo iba bien, podría seguir existiendo en un clon después de su muerte y perpetuar su imagen por toda una vida.
No lo pensó más; la había embargado por completo la necesidad de hacerse de un clon. Se enderezó en la cama y miró enfrente, hacia el nuevo paisaje de su futuro. A los pies dormitaban cuatro bulldogs enanos, la última camada que algún laboratorio genético había reproducido para ella. Tomó uno de los cachorros en los brazos y lo apegó a su mejilla; el perro le lamió la cara. La cercanía de algo vivo, ese olor animal y la ilusión de cambios, refrescaron su
ánimo con una corriente de satisfacción. “Pequeñín, tendremos una familia propia”, dijo sonriente. Se levantó y se vistió de prisa.
–Voy a clonarme –anunció a los asesores citados de urgencia a la mansión de la diva.
El grupo intercambió miradas. Ninguno había considerado los alcances de una clonación. Ni siquiera estaban seguros de que algo así fuera posible. El más influyente de los consejeros tomó la palabra.
–¿No sería mejor que fertilizaras tus óvulos? Siguen congelados.
Cuinsara había desechado tal posibilidad apenas surgió en ella la idea de una familia. La reproducción orgánica seguía siendo azarosa. Nadie iba a garantizar que sus genes fuesen dominantes en un hijo concebido por inseminación. ¿Y si asomaban los rasgos de abuelos y otros desconocidos? Tampoco quería compartir la crianza con un padre formal o quedar expuesta a los riesgos de un donante anónimo. Los bancos de semillas humanas eran un desastre. Si el dador rastreaba sus genes y se enteraba de que ella, la mismísima Cuini criaba a sus hijos, podía llegar hasta la mansión con demandas absurdas. Situaciones similares ocurrían todos los días.
Caminó en diagonal por la sala de reuniones, mientras otro aspecto de su decisión se imponía sobre los anteriores: la idea de que la clonación atenuaría las complejidades propias de los seres humanos de
factura tradicional. No era más que un supuesto pero, de tan generalizado, ya constituía un hecho. Apretó los labios y negó con la cabeza.
–No, no, no… Un hijo sería más difícil de criar que un clon –se detuvo en medio de la sala y con voz firme precisó–: A mí no me interesa ser madre.
Hizo una pausa breve y aprovechó de retocarse las ondas de pelo platinado. Reconsiderando lo dicho, agregó:
–Bueno, puede ser lo mismo criar a una hija o a un clon… qué se yo. La adoptaré y crecerá a mi lado.
–Si ya lo decidiste, entonces hay que sacarle partido a la noticia –opinó otro de los asesores.
Cuinsara no había pensado en las implicancias sociales de una clonación. Aunque seguía siendo una mega diva, la insoslayable posibilidad del olvido pendía sobre ella como nube negra. Siempre había que estar armando historias para permanecer en la primera línea del estrellato, en especial en ese último tiempo, cuando su belleza iba recogiéndose sobre sí misma día a día, película a película. Su mirada de tigre estaba perdiendo el brillo; la piel, la voz, su presencia adquirían un tono distinto que ningún esfuerzo de la medicina estética lograba vitalizar. Cualquier día llegaría un impertinente a ofrecerle el papel de madre en una serie familiar de bajo presupuesto. Repuso en los consejeros su mirada color miel y concluyó.
–Sí… Lo haremos público.
Cuinsara se alegró doblemente de la decisión de clonarse. La noticia remecería las redes y los medios. Su clon se llamaría Kira, como la Kira Knightley, o quizá Melina, ese nombre le producía cierta paz.
Además, ¿qué mejor que la versión de uno mismo para acompañar la última etapa de la vida?
III
Apenas termina las sesiones estéticas en la cápsula de mantención, Kira se ajusta la bata japonesa a la cintura y provista de una jarra de café auténtico camina a paso firme hacia el ala norte de la mansión. Justamente ahí, en lo que fue el refugio de Cuinsara durante los años previos a su muerte, Kira ha instalado la sala de conexión de uso personal, el más privado de sus espacios. Cierra la puerta y se asegura de que nadie más pueda abrirla.
La finísima chapa de madera que tapiza los muros desde el piso al cielo crea una atmósfera umbrosa y la impregna de un aroma exótico e inquietante. “Olor a Kira”, dice Mel cuando se le permite entrar. Las persianas siempre bajas acentúan el efecto. Sobre el piso destaca la piel de un león africano cazado por Kira durante uno de los primeros juegos en los que participó… una experiencia que estuvo lejos de satisfacerla. El león había crecido en cautiverio para ser presa de millonarios faltos de aventura y, en consecuencia, no significó desafío alguno. Sin embargo, fue entonces cuando se desplegó en ella un rasgo desconocido incluso para sí misma: la crueldad. En las sucesivas cacerías animales y humanas que siguieron a ese descubrimiento, sintió que llegaba hasta el borde de un ámbito electrizante donde ella era la soberana absoluta. Matar la hacía sentir viva, poderosa y por sobre todo, única. Esta última era la sensación más vibrante de todas. En los juegos podía