Había dos casitas allá lejos, cerca del horizonte. Cerca una de la otra, lejos de todas las demás.
En una vivía yo y en la otra, mi vecino.
—Buenos días, vecino −lo saludaba amablemente.
—Buenos días —me decía sin decir mi vecino, con un suave movimiento de cabeza y una sonrisa suave también.
A veces nos cruzábamos en el pueblo, sin ningún apuro, mientras comprábamos tomates y escarola en la verdulería, o pastillas de menta en el quiosco.
En fin, esas cosas.
Todos los días lo mismo. La misma quietud, las mismas palabras, las mismas sonrisas.