
Lom
palabra de la lengua yámana que significa Sol
© LOM ediciones
Primera edición, mayo 2022
Impreso en 2.000 ejemplares
isbn: 978–956–00–1131–2
rpi:
Motivo de portada: gentileza de Pablo Ruiz.
edición y composición
LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago teléfono: (56–2) 2860 68 00
lom@lom.cl | www.lom.cl
Tipografía: Karmina
impreso en los talleres de lom
Miguel de Atero 2888, Quinta Normal
Impreso en Santiago de Chile
Según la mitología tehuelche, el viento o Xóchem era el aliento de un dios fundacional llamado Kóoch, cuyas lágrimas crearon también el mar primordial. Desde entonces, ese mismo viento, que disipó las tinieblas y las nubes para que entrara la luz, sopla interminablemente sobre la anchura de la Patagonia, y en él reconocemos a la remota deidad que gobierna el curso de las olas, que silba entre los cerros y vaga por los acantilados, las islas perdidas, los bosques húmedos y los coironales. Pese a que algunos lo consideran un castigo, ese dios que viaja en el aire cede su majestad ante el transcurrir de los seres más sencillos en los parajes meridionales. El mito, en el sur del mundo, cobra una patente cotidianidad.
El viento, esa energía inmaterial pero de indiscutida reciedumbre, su resoplar huracanado, su presencia inabarcable, su incorpórea bofetada, ejerce la fascinación en quien cae imantado de su poder y encarna en el alma de los navegantes la plena sinfonía del océano. De esta manera,
el viento ingresa por las ciudades como un ser evanescente y se empapa de nuestra memoria, de nuestros sonidos, para luego abrir las alas y emigrar hacia nuevas latitudes, dejándonos una melancolía feroz.
Dedico esta breve narración icárica, un poco disfrazada de cuento infantil, a todos los artistas y escritores que conciben su obra en lugares alejados, en puntos donde la geografí a es un capricho del primer día de la creación y los dioses de otro tiempo tienen carta de ciudadanía en el corazón de quienes quieren crear.
¿Sabe lo que es el amor? Yo sí: caída libre y fuerza ascendente a la vez.
Como el viento.
Si quiere comprobarlo deberá visitar un lejano poblado que queda al interior de la pampa magallánica, antes de llegar a Puerto Natales, siguiendo una dilatada huella de tierra que probablemente nunca será pavimentada, un desvío en la carretera que se interna como una lombriz ancestral en rutas donde solo encontrará desolación, aridez y coirón. Opasnost– así se llama el lugar– al igual que otras aldeas, es resabio de la antigua idea que gobiernos pasados tuvieron de poblar la Patagonia. Los gobiernos actuales evocan ese sueño, pero se esmeran en boicotearlo. Aunque en este caso la palabra poblado pudiese resultar un tanto pretenciosa.
Se trata con suerte de cuarenta y tantas casas con tejados de latón rojo, la capilla
religiosa, la enfermería, el cementerio de mascotas, la sede del club deportivo Brisa Austral, la Casa del Escritor de Pueblo Abandonado, una oficina de carabineros que oficia de retén policial y en cuyo mástil ondea deshilachada la bandera de Chile. Queda al borde de una ladera con pastizales secos y encorvados.
Hay otros parajes de la inmensa región magallánica que son célebres en todo el mundo por su difícil acceso, como la famosa Bahía de los Cuarenta Días, escala obligada para llegar al islote donde se erige el Faro Evangelistas; o el dificultoso canal Brecknock, ruta marítima de chubascos y cerrazones, que conocieron aquellos corajudos navegantes que se aventuraron al sur del Cabo de Hornos. Opasnost, pese a ser un villorrio totalmente distante del océano al cual solo se llega por vía terrestre, tiene como factor que dificulta el arribo a ella la intrincada y devastadora naturaleza de sus vientos.
En todo caso, el poder las fuerzas eólicas constituye un elemento transversal a toda la región magallánica, aspecto ya consignado por la poeta Gabriela Mistral cuando estuvo dos años en la más alejada provincia de Chile,
a comienzos del siglo XX: «La tierra a la que vine no tiene primavera: / tiene su noche larga que cual madre me esconde. // El viento hace a mi casa su ronda de sollozos / y de alaridos, y quiebra, como un cristal, mi grito. / Y en la llanura blanca, de horizonte infinito / miro morir intensos ocasos dolorosos».
Los temas eólicos en Opasnost, sin embargo, están fuera de todo pronóstico y son dignos de estudio. Se trata de una profunda garganta donde solo gobierna la tempestad, adquiriendo inusitadas formas.
El fenómeno que se produce en la localidad de marras obliga a que las tres largas cuadras que la componen se encuentren interconectadas, ya que salir como un sencillo transeúnte conlleva considerables riesgos, incluso mortales. Los corredores techados entre edificios parecen fuelles. Aquellos vientos descienden, a la manera de voraces dragones de aire, sobre las dos calles y la improvisada plazuela de pocos árboles y un desvencijado columpio. Allí, como largas e implacables manos de antojadizos dedos, entran ventarrones huracanados de rugido ensordecedor hasta Opasnost, formando al principio un poderoso remolino que
luego se convierte en un cono invertido cuyos espirales se ensanchan elevándose al cielo. El ulular de la ventisca estremece las estructuras de las casas y replica torbellinos similares en los extremos del poblado.
Ser vivo u objeto que ingrese en el radio que generan las ondas concéntricas de ese vórtice furioso es sometido a una suerte de estado antigravitatorio y al poder de la fuerza centrífuga. Levitación y rotación al unísono es el castigo de los elementos, hasta ser expulsado lejos por esa pujanza telúrica. En invierno, la situación suele ser más adversa: esas vorágines ventosas se convierten en alargados tifones que avanzan, convirtiendo en bloques de hielo cualquier obstáculo que se les presente.
De hecho, Opasnost tiene una escueta historia fundacional. Su fundador, don Dražen Smiljanovic, un pionero venido desde la isla de Brač, decidió, alrededor de los años treinta, construir galpones de maestranza y ranchos para habilitar el tránsito a su estancia, no muy distante de allí. El hombre, calvo, regordete y de largos bigotes rubios, abría sus enormes ojos claros ante los estragos de la ventisca.
Cuando los trabajadores alzaban los tijerales, enfrentaban ráfagas de viento que más de una de vez los derribaron, y el prohombre gritaba consternado: ¡Opasnost! ¡Opasnost! Vocablo que en croata se traduce como ¡Peligro! ¡Peligro!
Ya sé lo que estarán preguntándose. ¿Quiénes viven en Opasnost? La respuesta es bastante obvia. Peones de la estancia del clan Smiljanovic y sus respectivas familias, dos carabineros, el padre Alamiro Molina y Mike, un ornitólogo loco que trabaja para National Geographic y que anda hace años en busca de un pajarito declarado extinto, pero que él insiste en que migra por ahí: el zarapito boreal. (Creo que ya mencionamos que está un poco loco. ¡A qué ave se le va ocurrir aparecerse en medio de ese temporal del infierno; pero en fin…). La demografía de Opasnost asciende a la cifra de ciento tres personas, en virtud de los datos del último censo. Y constituyen una comunidad lacónica pero cohesionada, bastante afectiva y solidaria. Gente humilde y esforzada. Buenas personas.
Como es de suponer, escasos políticos, llámese parlamentarios, alcaldes o concejales,
se dignan a visitar Opasnost, y no solo porque es poco atractivo conquistar el sufragio de ciento tres ciudadanos, sino por la mala fama de los fenómenos climáticos del poblado. Un prominente senador de la República tuvo el aplomo de visitar el pueblo durante una de las campañas electorales, acompañado de la orquesta del Teatro Municipal de Punta Arenas. En su encendido discurso prometió mejorar las condiciones de vida de los opasnicenses, desarrollando un ambicioso programa de obras públicas, instalando servicios bancarios y una oficina del registro civil. Mientras el hombre recibía los tímidos aplausos de los ciudadanos, la orquesta preparaba sus partituras, afinaba los sonidos, siempre atento a la certera batuta del director.
Abrieron con Ennio Morricone y la banda sonora de Cinema Paradiso. Cuando ya todos estaban emocionados y se conmovían recordando los besos de todas las películas que el difunto Alfredo seleccionó para Toto, una invisible incomodidad comenzó a perturbar a los ejecutantes.
Primero fue una brisa tan helada que llegaba a estremecer, distorsionando un poco
el curso de la melodía. La ventolera entró sin previo aviso, volteando primero al senador y luego al director de orquesta. Las ráfagas arremolinadas no solo derribaban a los músicos como si fueran piezas de dominó, sino que también se infiltraban en los solfeos, en las cuerdas, en las teclas del piano, en la tuba, en el latir de los timbales, dotando a la armonía de una violencia tajante e imprecisa, como un balde de colores chillones que se arrojara con estrépito sobre un muro enteramente blanco. Así, la energía arremolinada del vendaval, esa cabriola misteriosa, enérgica y caprichosa, negaba el ingreso de otra música que no fuese la que dictamina su ronco soplido.
El último recuerdo que se tiene de esa infausta jornada es a los habitantes de Opasnost refugiando en sus casas a los músicos, mientras el senador maldecía al cielo, diciendo que esto era una locura, que quién era el desquiciado infeliz que se le ocurría vivir en ese pueblo de mierda. Todo esos improperios los vociferaba mientras los instrumentos se elevaban al cielo girando en círculos y el viento les sacaba sonidos extraños y turbulentos, una sinfonía que se alternaba entre chiflones y bramidos, entre
la delicadeza de una gacela y un elefante avanzando en medio de una cristalería.
Otro episodio que se conserva en los anales de Opasnost es la jovial visita que intentó hacer el jefe zonal de Carabineros para mostrarles el perro policial de la institución a los niños del pueblo, como un gesto tierno y educativo en torno al aprecio por los animales. Aquel resultado fue desastroso: el pobre can giraba desesperado en el aire como si levitara preso de un hechizo. Se le encontró unas horas después merodeando por Morro Chico, afortunadamente con vida. Unos ovejeros que arreaban su piño por el lugar aseguran haber escuchado ladridos que venían del cielo y luego contemplar cómo descendía el pobre animalito abriéndose paso entre las nubes.
Como es de suponer, en tiempos pasados, se pensó en sacarle partido al viento para generar energía. En virtud de aquello, se instalaron molinos de viento en puntos estratégicos del pueblo. Se conservan fotografías de esas torres metálicas, con sus ruedas y aspas girando interminablemente. No obstante, el carácter arremolinado e impredecible de los
vientos de esa zona destruyó todo el emplazamiento. Hoy son ruinas de un proyecto fallido. Sin embargo, se cree que el viento ha templado el carácter de los habitantes del villorrio austral. Dije en un comienzo que la palabra poblado era algo pretenciosa para el tema que nos preocupa. Creo que el hermoso vocablo pueblo, la criatura más hermosa que Dios creó, le viene mejor a Opasnost, porque no tiene siempre que ver con urbes o folletos turísticos, sino con lo que pervive a pesar de la inclemencia y la lontananza.
Aquí, sorteando los rigores del viento, ese elemento voluble, atronador y siempre proclive a los cambios de humor, han pasado varias generaciones de personas orgullosas del terruño que los cobija. Y el alma sensible que ha visto Opasnost, quiere volver a verlo. Me adelanto a la próxima pregunta, aunque no me la hagan: ¿en qué se entretienen las personas de Opasnost?
Televisión hay, pero llega un solo canal y la señal es bastante deficiente. Además, la luz eléctrica (alimentada por generadores) se raciona, usándola por un margen de diez horas. Internet ni hablar.
Los niños juegan principalmente dentro de las casas y todas las familias son muy amigas. Eso, sin duda, es un aspecto a resaltar.
Pero si tuviera que decirles cuál es el principal divertimento que los convoca, diría, sin temor a equivocarme, que viene a ser la visita del cartero.
Para hacer llegar la correspondencia a ese rincón de remolinos y fuerzas incontrolables, la Empresa de Correos de Punta Arenas ha ideado un método poco ortodoxo, pero efectivo a todas luces; más o menos dos veces al mes, un cartero, especialmente entrenado para esa compleja tarea, ingresa por los aires calzando un traje hecho con una fibrosa tela llamada dracón, botas propulsoras y en la espalda un considerable volantín tergal que él conduce hábilmente con dos cuerdas, a la manera de un curioso parapente. El heraldo detiene su vuelo frente al edificio principal de Opasnost y los habitantes del pueblo le arrojan cuerdas y cabos para bajarlo a tierra. Allí reparte las cartas que trae de la ciudad.
Es un verdadero espectáculo. Si alguien lo viese por primera vez quedaría con la boca así de abierta. Imaginen, por
unos momentos, el arribo de un ángel con mameluco espacial, con casco de ciclista y una cometa en lugar de alas, alunizando en una isla de cemento rodeada por un tempestuoso mar de aire.
