LA ESCRITURA COMO DESCUBRIMIENTO Mariana Schmidt Quintero1 Conductora de Almas que Escriben
La escritura es lo desconocido. Antes de escribir no sabemos nada de lo que vamos a escribir […]. Si se supiera algo de lo que se va a escribir, antes de hacerlo, nunca escribiría. No valdría la pena. Marguerite Duras Escribir
Cada cuadro encierra misteriosamente toda una vida, toda una vida con muchos sufrimientos, dudas, horas de entusiasmo y de luz. ¿Hacia dónde se dirige esta vida? ¿Hacia dónde clama el alma del artista[…]? ¿Qué proclama? “Enviar luz a las profundidades del corazón humano es la misión del artista” dice Schumann. Kandisnky De lo espiritual en el arte
En el inicio la palabra es tosca y tiesa. Está constreñida, enclaustrada. Así también está el cuerpo de quien sabiendo que tiene tanto para decir, acude al verbo pues intuye que este será luz para sacar su alma de la penumbra. Nunca sabemos qué saldrá, como Marguerite Duras no lo sabe. Pero notamos que algo habita en el interior, deseoso de ser expresado. Afirma el escritor judío David Grossman (2011), que cuanto más prolongado el dolor y el miedo, más 1
Psicóloga y editora. Correo electrónico: marianaschmidtquintero@gmail.com
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infranqueable está el cerrojo de las palabras auténticas, encarnadas. El desasosiego anida en el pecho, la respiración se estanca, falta el aire que da vida a esas voces. Es preciso entonces caminar a paso lento en busca de los resquicios que deja el alma para liberarlas. Todo un privilegio en los tiempos actuales cuando el eficientismo no da tiempo ni de mirar hacia dentro ni de ir hacia el genuino encuentro con el otro. Caminar a paso lento fue la licencia que nos dio la Alta Consejería para los Derechos de las Víctimas, la Paz y la Reconciliación, de la Alcaldía de Bogotá, para vivir en 2017 y 2018 procesos en los que la escritura fue el avío que ayudó a revelar las marcas que el conflicto armado dejó en un grupo de mujeres y hombres colombianos. Así, Almas que Escriben fue, para cada participante (once en 2017 y trece en 2018), un camino de descubrimiento de sí mismo y del otro, y también de descubrimiento por parte de la ciudadanía de una guerra que aún no se ha visto en toda su dimensión. De sí mismo, al tratarse de una experiencia en la que cada quien se sumergió en su mundo interior para ir levantando capas hasta llegar a alguno de los puntos neurálgicos que condensan lo penosamente vivido. Pero también esta fue una búsqueda del otro, cuya humanidad se fue develando mientras los estereotipos se iban derribando y daban cabida a múltiples perspectivas de la guerra; entonces comenzó a surgir el plural nosotros, con lo cual vino la solidaridad y el cuidado mutuo. Sacar a la luz aquello que padecieron personas de carne y hueso, narrado por ellas mismas, tuvo a su vez otra intención: dejar huellas que ayudaran a revelar lo acontecido en el país durante décadas de enfrentamiento armado. Para ello, las autoras y los autores escribieron relatos hondamente humanos, los cuales — siendo muy pretenciosos—, aspiramos a que hagan eco en las vidas de quienes los lean. A su vez, esperamos aportar al intento de crear memorias de una guerra que se ha llevado tantas vidas y cobrado infinito sufrimiento, y contribuir a avanzar hacia su comprensión. La escritura como descubrimiento de sí mismo Una cosa es decirlo y otra vivirlo. Si bien con quienes se interesaron en participar en este proyecto hablamos previamente sobre lo que significaría escribir, y 2
algunos desistieron de hacerlo desde el principio, para quienes aceptaron la invitación no dejó de ser revelador lo que aconteció sesión a sesión2. En efecto, todos sabían que en ellos habitaba una congoja que esperaba ser nombrada, pero además, como dice uno de los personajes de Murakami en La muerte del comendador, estaban deseosos de “encontrar algo distinto en lo que ya existe” (2018, p. 343). Recordar lo ocurrido sería necesariamente doloroso. Cuando se pasa por situaciones extremas, como las que han vivido millones de colombianos3, de lo que se trata es de sobrevivir y se cierran las ventanas a los sentimientos. Así lo dice Grossman: … debido al miedo permanente —y absolutamente real— que tenemos frente al sufrimiento, a la muerte, a una pérdida insoportable, incluso “solo” a una dura humillación, todos y cada uno de nosotros, ciudadanos y prisioneros del conflicto, restringimos nuestra vitalidad, nuestro diapasón interior, mental y cognitivo, y nos envolvemos en múltiples capas protectoras que acaban asfixiándonos (2011, p. 11).
Es luego, con la distancia de los días, los meses o los años, cuando se vuelve a lo acontecido y se mira a los ojos el terror, que todo vuelve a pasar por el corazón. Por eso el recuerdo4 de los actos violentos duele de manera abrasadora, y por ello debíamos construir un espacio vital seguro, en el que el encuentro con las palabras fuera afortunado y esas capas que asfixian se fueran desvaneciendo.
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Las sesiones grupales, doce con cada grupo, tuvieron lugar en el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación de Bogotá, los sábados de ocho de la mañana a cinco de la tarde, cada dos o tres semanas. Quienes participaron lo hicieron de manera voluntaria; se tuvieron reuniones informativas con quienes manifestaron interés, esto con el propósito de precisar el carácter del proyecto y dar libertad de decidir si ingresar o no. No éramos nosotros quienes seleccionábamos a los participantes, eran ellos quienes nos seleccionaban a nosotros. 3 Según la Unidad de Víctimas, a febrero 4 de 2018 el número de víctimas es de 8 794 542 (http://www.unidadvictimas.gov.co/). 4 La exposición permanente del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación se llama “Recordar”. Como lo afirma Arturo Charria (2018), coordinador del Centro: “La palabra ‘recordar’ oculta en su etimología uno de los significados más bellos del español: se compone del prefijo ‘re’ (volver) y del sustantivo ‘cordis’ (corazón), es decir, ‘volver a pasar por el corazón’”.
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Se trataba de gestar lo que algunos investigadores psicosociales han llamado el tercer espacio, trasladando al trabajo con grupos el concepto de espacio transicional creado por el pediatra y psicoanalista inglés Donald Winnicott, ese escenario intermedio entre el mundo interior y exterior5. Sobre este espacio de construcción simbólica, de creación artística, bien señala Graciela Montes: La literatura, y el arte en general, esté o no esté hecho de palabras, pertenece a lo que Winnicott llamó la tercera zona, la de las construcciones simbólicas, la de las grandes consolidaciones y el juego, esa frontera entre el yo y el mundo que no es puro yo ni puro no-yo sino otra cosa, especie de territorio liberado, el lugar donde se dejan las marcas, donde se ponen los gestos … (2001, pp. 88 y 89).
La promesa de crear un libro que sacara a la luz pública las historias de terror vividas en la guerra fue un ingrediente imprescindible en la construcción de ese espacio. El libro llevaría esas marcas dejadas por la violencia en sus vidas. Que una entidad del Estado hiciera esta oferta, ratificaba que lo lastimosamente vivido por quienes lo padecieron era un asunto público y por lo tanto debía ser conocido por muchos en un país donde se ha pretendido ocultar la barbarie. Sea el momento de reconocer la confianza de estas mujeres y hombres que aceptaron la invitación a transitar en el borde de camino sin saber con qué se encontrarían. Lo anterior, por supuesto, debía ir acompañado de un auténtico interés por sus vidas de parte de quienes los acompañamos6, así como de un profundo respeto por su intimidad y las razones que los llevaron a encerrar allí su sentir. La
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Por ejemplo, el equipo del Instituto Paulo Freire de Berlín, que generosamente nos asesoró en el proyecto, ha trabajado ampliamente desde esta perspectiva con grupos diversos que han sufrido en América Latina los estragos de la violencia. Sus planteamientos pueden conocerse especialmente en Schimpf-Herken, Ilse y Baumann, Till (2015). 6 Si bien la conducción de Almas que Escriben fue mi responsabilidad y siempre estuve al frente del proceso, tanto en su diseño, como en la ejecución y el seguimiento, agradezco infinitamente a quienes junto conmigo acompañaron a los autores: Angélica Pinzón y Wilson Mora, ambos profesionales de la Alta Consejería para los Derechos de las Víctimas, la Paz y la Reconciliación, la primera psicóloga y el segundo comunicador social. Igualmente, fue invaluable la presencia de Lilia Carvajal y Juan David Ramírez, ambos conocedores del lenguaje.
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exploración sería lenta y cuidadosa, no deseábamos que tanta pesadumbre se desbordara e hiciera más daño. Pero ¿es acaso posible mesurar el dolor de una persona y establecer hasta dónde se debe llegar o ahondar? ¿Hay manera de fijar un límite para sentirlo? De ninguna manera. Solo quien lo sobrelleva puede decir cuál es su umbral en el momento y en las circunstancias actuales. Confiar en la capacidad de cada participante de saber hasta dónde sumergirse y estar atento a sus movimientos, descifrar sus propias maneras de explorar el alma, descubrir sus tiempos, tantear una a una sus intervenciones, comprender sus ausencias y aceptar si abandonan el proyecto es, en consecuencia, la tarea de quienes acompañamos a un ser sufriente. Estar ahí prestos para la contención de las emociones, arremetieran como fuera y cuando ello ocurriera, fue un imperativo en la conducción de esta experiencia, lo cual obviamente no se restringía a los encuentros grupales. Cruce de mensajes de texto y de voz, llamadas telefónicas y, por supuesto, sesiones individuales con los participantes, formaron parte de Almas que Escriben. Las personas que amparamos procesos como este somos un filtro por el que pasan sus penas, no en vano nuestros cuerpos quedan resentidos después de las sesiones, quedamos habitados por su desolación, de allí que sea importante dedicarnos tiempo, cuidarnos también y alimentar relaciones fraternas entre nosotros. Finalizada la experiencia, podemos dar fe de que ese tercer espacio que alimentamos sesión a sesión garantizó las condiciones para el surgimiento de las palabras. Por lo vivido en el pasado con otros grupos, sabemos que primero tienden a salir a la luz aquellas marcadas por el lenguaje institucional que se ha creado en torno al conflicto; la dinámica de sus luchas ha llevado a muchos a apropiarse de unas palabras y de un modo de hablar propias del Estado y de las entidades que adelantan proyectos destinados a las víctimas. Romper esos moldes, que cual yeso impiden que surja un lenguaje móvil y libre, es una tarea que emprendemos apoyándonos en quienes ya han transitado el sendero para conjugar las palabras.
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Así, leímos mucho. Leíamos para llenar los cuerpos y los corazones de otras maneras de decir. Palabras blandas, textos emotivos, algunos livianos, vocablos que acarician. Leímos a algunos de los mejores representantes de la narrativa breve latinoamericana como Rulfo y Quiroga, y también cuentos de Arguedas y de García Márquez; disfrutamos de crónicas, apartados de buenas novelas y relatos escritos por otros seres que como ellos han vivido situaciones extremas en el país. De igual manera, gozamos con la sonoridad de las palabras que nos regala la poesía, sobre todo aquella en las que los autores dibujan su existencia. Y de cuando en cuando acudimos a algunos libros magistrales de la literatura infantil. ¡Son tan sabios! ¡Tan contundentes simbólicamente! No hubo sesión sin lectura. Con ella el salón se transformaba, la magia de las palabras escritas por otros entraba a nuestro sitio de encuentro y los cuerpos se disponían de distinta manera. La lectura en voz alta es mágica, genera un ambiente de complicidad, de cercanía, de un mundo compartido, así la conexión con el texto sea personal. No leímos para hacer grandes análisis, lo hicimos para disfrutar la armonía de las palabras entrelazadas, para trasladarnos a un escenario, para ser testigos de lo que vive un personaje o escuchar un diálogo. Leímos para sentir, para imaginar, para despertar el habla. En el espacio de la sesión y fuera de él. En efecto, gracias a los recientes recursos tecnológicos, hicimos grabaciones de voz de algunas narraciones y las pusimos a circular por WhatsApp. Este fue un hilo construido de palabras que, además de mantenernos vinculados mientras nos volvíamos a encontrar físicamente, buscaban enlazarse con aquellas que los habitan. Así, las voces auténticas empezaban a aparecer, tenues, tímidas, casi imperceptibles, pero iban ocupando su lugar en las conversaciones que se propiciaban de a dos, de a tres, de a cinco participantes que hablaban de sí y en primera persona. Es más fácil pronunciarse en escenarios pequeños, siempre resguardados. Al inicio los grupos no se formaban al azar; o bien se propiciaba que de manera voluntaria eligieran con quien compartir, o cuidadosamente ayudamos a organizar los grupos con base en el conocimiento que íbamos teniendo de cada quien y a las similitudes en sus historias. Pautas construidas colectivamente guiaron los encuentros: la escucha atenta, sin juzgar, la formulación de preguntas sinceras que desean comprender lo dicho por el otro son quizás las más necesarias para abrir el alma. En las primeras sesiones la 6
dinámica se rompió una que otra vez, pero bastó con hacer algunas mediaciones recordándolas, para que quedaran asentadas. Asumirse como sujetos de lenguaje implica, como bien lo señala Beneviste (2016), un otro. Siempre que un yo habla dice “existo”, y a su vez atribuye existencia a aquel a quien se dirige. Así, en esa enunciación y en esa alteridad de parte y parte se va construyendo un universo de significados compartido poniendo de relieve la condición de existir. Ser sujetos de lenguaje es ser con otros, otros que me construyen y a quien yo construyo; ya nos referiremos a esto en el siguiente acápite. Pero así conozcamos esta maravillosa condición del lenguaje, no deja de sorprendernos cómo en relativamente poco tiempo el grupo fue uno solo; en torno a un gran círculo todos abrieron sus vidas, todos estaban interesados en los demás. El silencio y el trabajo con el cuerpo fueron también recurrentes en las sesiones. Silenciar el mundo externo, abrir los canales que nos permiten surfear hacia el mundo interior, conectarse consigo mismo, tomar conciencia de sí, son asuntos indispensables para que las palabras sean propias, únicas y contundentes. Y esto pasa por el cuerpo. Prácticamente en todas las sesiones hicimos algunos ejercicios para ser conscientes de que el cuerpo es nuestra casa, como ese llamado que nos ha enseñado el monje vietnamita Thich Nhat Hanh para hacer meditación: decirnos a nosotros mismos “he regresado, estoy en casa”. Saber que allí habitamos y debemos regresar a ella cuantas veces sea necesario es fundamental para poder avanzar en el descubrimiento de nosotros mismos, en el levantamiento de los velos que si bien nos protegen en el día a día, tienden a ahogar el alma. Otra herramienta que nos resultó de gran ayuda para empezar a nombrar el terror fue acudir a elementos simbólicos, diferentes a las palabras, que ayudan a ir tras los rastros de aquellos momentos cercanos a la muerte que siguen martillando en el alma. Y es que como lo dice Jorge Sémptum en La escritura o la vida, es necesario construir senderos para que las huellas de lo vivido sean perceptibles: … a pesar de esta nebulosidad de la memoria, sé que las huellas de aquellos días no se han borrado irremisiblemente. El recuerdo no aflora de modo natural,
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irreflexivo, por supuesto que no. Tengo que ir a buscarlo, a desemboscarlo, mediante un esfuerzo sistemático. […] Entonces emergen rostros, afloran episodios y encuentros a la superficie de la vida. Palabras borradas por el torbellino del tiempo transcurrido resuenan de nuevo. […] Así, guardo como reserva un tesoro de recuerdos inéditos, que podré utilizar cuando llegue el momento, si llega, si se impone su necesidad (1995, pp. 191 y 192).
Contar en el centro del círculo con telas, lanas y cintas de diferentes colores, así como papeles diversos, tijeras y pegante; asociar la memoria con un objeto concreto y representarlo gráficamente; tener un árbol que es testigo del proceso y lo resguarda a la vez, y hacer mapas de sus recorridos vitales fueron algunas de las muletas de las que nos socorrimos para ir tras la memoria y empezar a identificar un recuerdo escondido, que traía otro y otro. Nunca sabemos a qué hora ni cuándo los momentos más neurálgicos vividos por una persona empiezan a ponerse al descubierto como quien quita capas. Y estos se van acoplando con otros, se van tejiendo, van construyendo un texto (textus en latín es tejido) que transita de la palabra hablada a la palabra escrita, mientras la subjetividad de cada escritor y escritora va tomando forma pronunciando con ímpetu el pronombre “yo”. Finalmente “los pronombres personales son el primer punto de apoyo para este salir a la luz de la subjetividad en el lenguaje” (Beneviste, 2016, párr. 10). Contrario a lo que se pueda pensar, y habida cuenta de que los autores no eran escritores de oficio o que incluso eran escasos los ejercicios de escritura que habían hecho en sus vidas, podemos decir que la escritura llega de manera casi natural. No es indolora, duele, y duele mucho, pero fluye. Bien sabíamos, ellos y nosotros, que el escrito que iba saliendo nunca sería una fiel copia de lo que ocurrió. La distancia en el tiempo, lo que ha ocurrido desde entonces y el escenario de comunicación en el que han sido invitados a escribir, los lleva a definir paulatinamente qué narrar y cómo hacerlo, a qué darle realce y qué dejar oculto. Finalmente, hacer memoria, como nos lo dice Joan-Carles Mèlich: … significa recordar selectivamente y, en consecuencia, ser capaz de olvidar […] No podemos muchas veces hacernos cargo de todo nuestro pasado, de toda
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nuestra historia. Los acontecimientos que nos han sucedido son a veces un peso insoportable. […] Como ha escrito Edmond Jabès, jamás conservamos intacta la memoria a lo largo de toda la vida… (2002, pp. 92-94).
En un tanteo fuimos y vinimos acercándonos a definir de qué hablar. Encontrar la pepa, el almendrón, el asunto cargado de significado fue algo que nos ocupó varias sesiones. Para unos fue el no haber podido aún darle santa sepultura a su ser querido o desconocer el sitio donde la persona amada murió; para otros la necesidad de resarcir su nombre y el de aquel o aquella a quien le arrebataron la vida, denunciar un atropello o incluso varias injusticias, o identificar de dónde ha salido la fuerza para seguir viviendo. La necesidad de algunos fue poner la lupa en los vínculos que se rompieron por cuenta de la violencia, pero que los constituyeron como sujetos. Las promesas no cumplidas, las rabias acumuladas, las historias que se repiten generación tras generación, las frustraciones paralizantes, los amores revitalizantes, todo ello que ocupa el mundo interior y ronda por ahí deseoso de ser esclarecido, empezó a aflorar. Hubo quienes relativamente pronto lograron identificar lo que les tallaba, y estuvieron aquellos que requirieron ensartar muchos collares de recuerdos hasta encontrar el que justamente ayudó a nombrar su padecimiento. Nosotros permanecimos atentos, prestos a descubrir una señal que nos indicara un posible sendero de exploración. La postura corporal, el tono de la voz, las palabras que se usan, el cruce de miradas, el ojo encharcado pueden ser claves importantes para que esa persona levante capas y encuentre aquello que duele tanto. Una autora llegó incluso a compartir con los lectores, en su relato, cómo gracias a la escritura fue abriendo la puerta a un mundo oculto en el que habita la desolación. Encontrar el hilo narrativo que concatenará los eventos es un momento importante; una vez llegan allí, lo que sigue es tejer y tejer teniendo un camino más allanado, aunque no exento de sorpresas y sobresaltos. Hasta el final estuvimos haciendo maniobras que ponían en riesgo la estructura textual, aspiramos a no haber dejado grietas a este respecto. Así surgieron diferentes estructuras narrativas, diversas maneras de organizar la historia, los pensamientos y los sentimientos. Varios escritores decidieron empezar narrando el momento en el que se les quebró la vida y luego ir abriendo el relato hasta abarcar otros 9
sucesos importantes. En otros, el camino narrativo fue relatar un acontecimiento posterior al evento traumático, sin duda muy importante para su autor, y mediante pequeñas analepsias nombrar aquello que lo originó. Otras personas hicieron micro relatos de las marcas dejadas por la violencia. Al inicio los textos eran cortos, muy sintéticos, casi planos. Les faltaban los matices de los afectos, los detalles, la descripción de los escenarios, el dibujo de los protagonistas. El ser apenas si se vislumbraba, pero a medida que avanzábamos en el proceso, ese retrato de autor se iba esclareciendo. Ayudaron a ello las lecturas hechas, conocer los textos de los compañeros, recapacitar sobre el propio acto de escribir y, por supuesto, las tertulias que iban siendo más agudas y en las que nos aventuramos a reflexionar críticamente sobre lo ocurrido en sus vidas y en el país, y a encontrar más y más conexiones. Así, entre una y otra versión de los escritos dejaban ver sus desplazamientos internos. Para quienes acompañamos es vital comprender la escritura como proceso y saber qué se le puede exigir a alguien que escribe sobre su vida. Hay que ir con cuidado, no queremos tirar la pita tan duro que se reviente y hacer que la persona no siga adelante con su búsqueda, pero tampoco halar tan débil que se termine alimentando la inercia. Cada quien fue a su ritmo, y esto sin duda es un desafío metodológico; es necesario diseñar actividades suficientemente abiertas y suscitadoras como para que hagan eco en todos. A su vez, esto demanda dosis altas de flexibilidad, de estar leyendo permanentemente al grupo y a quienes lo componen, y en esa compenetración que se logra, identificar cuándo es necesario cambiar el orden de lo que se pensaba hacer, o proponer nuevas acciones. En Almas que Escriben las fórmulas no existieron, el camino se creó minuto a minuto y ello fue de una vitalidad enorme. Pero quizás lo más apasionante fue ver cómo lentamente iba emergiendo la voz de cada autor, su tono, sus propias palabras y la manera de decirlas. Conquistar una voz propia es quizás de los asuntos más difíciles en la escritura, pero es esencial. Los aspectos formales de la lengua son importantes, por supuesto, sin la ortografía y sin la sintaxis no lograríamos entendernos, pero de eso se puede ocupar un profesional de la lengua (corrector de estilo). En cambio, una voz 10
propia no la puede emular nadie. Esta remite a lo singular, a lo hondamente humano, a lo cierto.
La escritura como descubrimiento del otro Así como la escritura estuvo al servicio del descubrimiento de sí mismo, Almas que Escriben también se propuso como una vía para el descubrimiento del otro. En efecto, este no fue un ejercicio de escritura solitario, que bien lo hubiera podido ser para lograr un compendio de escritos similar al que tenemos hoy, pero se habría perdido la insondable riqueza de escribir con otros, de compartir un escenario, de apoyarse mutuamente y unir las esperanzas con el deseo, ojalá no vano, de vivir en un país donde la violencia pueda escribirse en pasado. Desde la entrevista individual que sostuvimos con quienes manifestaron su interés en participar, se les informó sobre la inclusión en el proyecto de personas cuyas ideas y experiencias en el conflicto armado probablemente eran opuestas a las suyas. Es un asunto que hablamos en profundidad. Si bien algunos de los futuros escritores ya habían compartido escenarios con sus antagónicos de aquel entonces, y en su mayoría encontraron valiosa la experiencia, para otros esta fue una revelación que necesitaron procesar; incluso hubo quienes solicitaron tomarse unos días para analizarlo. Aunque algunos desistieron, la mayoría dijo tener claro que si como país se desea avanzar hacia la paz, es fundamental establecer un diálogo con los opuestos. No deja de ser impactante que quienes fueron carne de cañón sean los más dispuestos a encontrarse con sus contrarios. Como es natural, al inicio del proceso ese otro es visto con los lentes del estereotipo social que se ha construido en torno a cómo es una persona de izquierda, una que forma parte de las fuerzas armadas del país, alguien que estuvo en la guerrilla o que fue paramilitar. Sus condiciones en el conflicto es algo de lo cual no era necesario hablar en las primeras sesiones, pero tampoco se dijo que no lo hicieran. Uno a uno fueron asomándose a su manera. La búsqueda era estar juntos bajo la sombra de un proyecto compartido y empezar a encontrar allí los puntos en común. En el segundo grupo de Almas que Escriben contamos con la participación de un líder indígena yanacona que nos ayudó a ver este proyecto como una minga y 11
nos compartió varias anécdotas de su comunidad, en la que adversarios deponían sus diferencias a favor del trabajo colectivo; igualmente, nos enseñó que si bien el resultado visible de la minga es importante (por ejemplo contar con un aula para la escuela, recoger una cosecha o arreglar el techo de la casa de alguien), es más valioso el acto mismo de encontrarse, pues allí construyen vínculos, afianzan sus valores y comparten horizontes. En nuestro caso la minga era para construir un libro que contara sus vivencias de guerra. Qué decir, cómo decirlo, a quien decírselo fue algo en lo que se nos dio completa libertad y de lo que nos ocupamos en las sesiones iniciales. Así entonces, los primeros tanteos de encuentro entre unos y otros se dieron en torno al tipo de libro que se deseaba crear, y que en opinión de todos necesitaba el país7. Mostrar el rostro humano de la guerra, quitarle la máscara que se le ha puesto y que la ha congelado en clichés, en palabras vacías de sentido, así como honrar la vida de quienes ya no están, fueron algunos de los grandes propósitos que los unieron. Estábamos construyendo de manera colectiva un escenario de enunciación en plural que, por encima de las diferencias, los acogía, y en donde todos cabían. Quedó claro que allí, en Almas que Escriben, se viviría la experiencia de aprender a construir con quien es diferente. Cada una de las sesiones las cuidamos en busca de un ambiente cálido y con capacidad de contención, tan necesario para que los autores emprendieran el camino de descubrimiento de sí mismos, pero también del encuentro con el otro. Como es obvio, cada uno llegó con su propia identidad —valores, ideología, creencias, sueños— conforme al rol que se le ha atribuido socialmente en el universo de la confrontación armada: víctima, madre de Soacha, desplazado, líder social, policía, militar, ex paramilitar, ex guerrillero. A su vez pudimos ver que según la valoración social que cada quien consideraba era la que predominaba en el grupo, dicha identidad se exhibía o se escondía. También fuimos testigos de cómo al inicio, ese encuentro con el otro estuvo signado por
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Luis Bernardo Peña en su artículo “La escritura como conversación” (https://bit.ly/2RJBDW2) es terriblemente inspirador al concebir el lenguaje escrito como “una actuación, una intervención en el mundo, una forma de participar”. Sea esta la oportunidad de agradecerle sus enseñanzas y confesar que el título de este escrito toma prestada la misma figura que él usara para el suyo.
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el contraste: “yo soy esto o aquello en contraposición a lo que fulano o zutana es”8. Así, una de las tareas fue reconocer al otro como un ser que es más que esa identidad petrificada. Para lograrlo, los recursos simbólicos fueron invaluables, como lo reconociera una de las participantes del grupo: “Gracias a los ejercicios de simbolización logramos saber que no hay tales diferencias entre nosotros, somos humanos y en ello nos encontramos”. A su vez, ese ir al encuentro del otro se propició con nuestra manera de conducir el proceso, la invitación a relacionarnos como iguales en derechos y a evitar las relaciones jerárquicas; darles a todos las mismas oportunidades para desplegar su ser y a su vez tratar de ofrecerles lo que cada quien necesitaba; el respeto por sus silencios, pero la búsqueda de caminos para que pudieran expresarse, fueron sin duda alguna estrategias que favorecieron el reconocimiento mutuo. Aparte de la descarga emocional que significa para un ser doliente poner en palabras su congoja y sacarla, lo que evidentemente genera una sensación de liviandad, tal como lo vimos en el apartado anterior, el saberse escuchado y sin recibir juicio alguno le permite validar lo que ha padecido, aceptar su ser sufriente y reconocerse como alguien valiente que pese al terror que lo acechó, está vivo. Para la gran mayoría, Almas que Escriben se convirtió en un espacio privilegiado de contención pues sus familias y seres cercanos, con las mejores intenciones, por supuesto, los instan a que superen el trauma, a no quejarse y a ver lo lindo de la vida. Algunas madres que han perdido hijos, por ejemplo, reciben reproches de quienes sobrevivieron pidiéndoles atención y no “enterrarse con el hermano que murió”. Pero de igual manera ocurre un efecto espejo en quien escucha al otro, esto es poner en diálogo su experiencia y sentir con quien está enfrente, saber que no se es el único, que no se está solo e incluso llegar a pensar que la propia pena es quizás menor a la de sus compañeros: “Lo mío no se compadece con lo que ha vivido el otro”. Este conectarse con la pesadumbre del otro genera movimientos, trae nuevos recuerdos, ensancha la mirada de la experiencia en el conflicto armado y se da una apertura muy interesante a verlo desde otras perspectivas. 8
Charaudeau (1992) ha llamado a esto el principio de la alteridad.
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Podemos decir que así como la escritura fue un ir en busca de lo desconocido dentro de sí, ir al descubrimiento del otro fue también aventurarse a encontrarse con un mundo desconocido, en el otro y en sí mismo, resultante de ese encuentro. Así por ejemplo, al cierre de una jornada de trabajo y tras oír por primera vez el relato de una compañera que representaba al “enemigo”, una de las participantes dijo: “A mí se me puso el mundo patas arriba, ya ni sé qué pensar, oír esa historia cambió completamente lo que yo tenía en mente y cómo me había relacionado hasta ahora con ellos”. Junto con lo dicho, la polifonía de las voces fue poniendo al descubierto la complejidad de lo humano y para muchos ya no era posible ver el mundo en blanco y negro, en buenos y malos, todos son, sencillamente, seres humanos marcados por la guerra. Aceptar que múltiples voces nos interpelen, pongan en duda lo que tenemos por cierto, nos muevan el piso, es caminar hacia la reconciliación y empezar a bosquejar nuevas maneras de asir el conflicto. Dejarse transformar por el otro no es fácil. Como lo afirma Aljoscha Begrich: “El otro nos constituye, nos destruye, nos ayuda y nos complica, nos posiciona y nos cuestiona” (2007, p. 72). En efecto, en nuestro caso, los muros que erigió la violencia en torno a uno de los participantes víctima del desplazamiento forzado en nuestro país fueron infranqueables; el imaginario sobre los sindicalistas y defensores de derechos humanos que su padre creó en él de niño, se combinó con su temor a que grupos de ultraderecha, que eran los responsables de su salida del pueblo, vieran su escrito publicado, lo asociaran con grupos de izquierda y decidieran volver a buscarlo y causarle daño a su familia. Tristemente abandonó el proceso y, además de privarnos de su presencia, es una lástima que ese escrito que refleja magistralmente aquello que viven quienes deben dejar sus tierras bajo la presión de hombres armados, no haya salido a la luz. Por más que buscamos argumentos y le sugerimos analizar la situación desde distintos ángulos, no fue posible que el muro cayera. Lo invitamos a que se pusiera en el lugar de quienes eran vistos como enemigos, que analizara con detalle los escritos, pero nada logró hacerlo cambiar de decisión. Fue tan contundente esta experiencia que nos hizo ver que la construcción de relaciones democráticas y armoniosas, desafío en tiempo del posacuerdo, no se limita a un asunto racional, así como comprendimos que las heridas de la violencia podían 14
ser en algunos tan hondas, que difícilmente podrían compartir algunos escenarios con quienes opinan diferente a ellos. El universo de lo afectivo sigue siendo insondable. No obstante, algo mágico que sí presenciamos en Almas que Escriben fue la contundencia de la solidaridad; todos empezaron a sentirse responsables del otro y de su escrito. Lo que tenía sentido era que las voces de todos salieran a la luz, que además de vivir el descubrimiento de sí mismos en el grupo, los lectores tuvieran acceso a sus mundos íntimos. Llegado a este momento, la dinámica en los grupos tuvo un viraje; cuando leíamos en voz alta las distintas versiones de los textos, todos estaban muy atentos para destacar las perlas del texto, pero a la vez para señalar aquellos aspectos que podrían mejorarse. Eran uno solo, comprendiendo a la vez que eran singulares. A su vez, empezó a ocurrir que cada quien tomó conciencia de que leer su escrito en las sesiones significaba hacerlo ante representantes de los futuros lectores, y eso se convirtió en una exigencia de claridad; dicho de otra manera, incorporaron en su ser a sus compañeros de escritura y mientras construían individualmente el relato, consideraban las preguntas que estos quizás les harían, y así, aunque no los tuvieran de cuerpo presente, para cada uno era como si estuviera escribiendo con ellos. No sabemos qué tanto le ocurrió esto a todos, pero en la sesión individual de cierre que tuvimos con los autores para hablar de su experiencia en este proyecto, varios hablaron de ello. Otro fenómeno fue el aprendizaje mutuo que se fue dando en la medida en que las estrategias escriturales de alguien podían iluminar el camino de un compañero, por ejemplo, la manera de iniciar el texto, narrar un evento, describir un escenario. En suma, podemos decir que el descubrimiento del otro en Almas que Escriben fue encontrarse con todo un universo que generó movimientos insopechados en todos. Pueda ser que ello se haya constituido, para quienes formaron parte de Almas que Escriben, en una experiencia que les permita en adelante abrirse a los otros en diversos escenarios como lo hicieron aquí, pero si así no fuera, es motivo de satisfacción suficiente haber contribuido a la vivencia de ser aceptados como son (así lo reconocieron varios de ellos), saber que pueden contar los unos con los otros (como de hecho ha ocurrido en aspectos que trascienden los escenarios
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de Almas que Escriben), y confirmar que hablar en primera persona del plural da fuerza para seguir enfrentando los avatares de la vida.
A manera de colofón Dijimos arriba que los participantes de los talleres se asumieron como un colectivo que se aventuró a recorrer un camino de exploración de sí mismos y de los otros con la intención de poner al descubierto las huellas que ha dejado la confrontación armada en hombres y mujeres cuyas vidas no tendrían por qué haber sido cruzadas por la desdicha. ¿Qué tanto conocemos los colombianos lo que han vivido nuestros compatriotas? ¿No estamos acaso llenos de lugares comunes, palabras gastadas, generalizaciones y cifras? Es preciso volver a David Grossman cuando nos dice: Por propia experiencia puedo decir que el lenguaje con el que los ciudadanos de un conflicto prolongado describen su situación, es tanto más superficial cuanto más prolongado es el conflicto. Gradualmente se va reduciendo a una secuencia de clichés y eslóganes. Empieza con el lenguaje creado por las instancias que se ocupan directamente del conflicto: el ejército, la policía, los ministerios y otras; rápidamente se filtra a los medios de comunicación que informan sobre el conflicto, dando lugar a un lenguaje todavía más retorcido que pretende ofrecer a su público una historia fácil (creando una separación entre lo que el Estado hace en la zona oscura del conflicto y la forma en que sus ciudadanos prefieren verse). Y este proceso acaba penetrando en el lenguaje privado e íntimo de los ciudadanos del conflicto (aunque lo nieguen energéticamente) (2011, p. 11).
Sabemos que es terriblemente ambicioso, pero lo que hemos querido con las construcciones de los relatos que conformaron los dos libros producidos (Almas que escriben memorias y esperanza y Almas que escriben. Vidas en medio del conflicto armado) es transgredir esa pretensión de que veamos el conflicto armado monocromáticamente. Sus autores escribieron para, además de descubrirse y descubrir al otro, mostrar sus propias verdades variopintas, múltiples, diversas, incompletas. También para resistirse al silencio, al anonimato y a ser una cifra. ¡Y con qué dignidad! Escribieron con el alma, expusieron su ser aspirando a conectarse con los más recónditos rincones del alma de quienes los lean,
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aspirando a alcanzar “las profundidades del corazón humano” como aparece en el segundo epígrafe de este escrito. Ninguno de los relatos de ambos compendios habrían surgido sin la desmesurada dosis de esperanza que anida en los corazones de sus autores, sin su fe ciega en que habrá un futuro en el que se hará justicia a sus sufrimientos y se evitará que más colombianos y colombianas carguen en sus hombros tanto dolor como el que ellos llevan a cuestas. Si no fuera por la esperanza, no serviría de nada escribir. Toda mi gratitud a ellos que con cada palabra pronunciada en los encuentros llenaban mis pulmones de aire y me hacían creer que vale la pena vivir. Siempre que esté a punto de desfallecer, los traeré a mi memoria.
Referencias
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