2 El señor Presley llegaba a casa con el tiempo justo para cargar el equipaje y salir en dirección al aeropuerto. Fue directo al vestidor. Empezaba las vacaciones y no tenía la menor intención de discutir con su mujer por el tamaño de la maleta; así que, recordando el saludo del luchador de sumo, se puso en cuclillas frente al maletón, agarró el asa con las dos manos y, tras hacer una profunda inspiración, contrajo bíceps y pectorales. Consiguió dar cuatro pasos, pero cuando alcanzaba el rellano de la escalera, le flaquearon las fuerzas y dejó caer la maleta a plomo sobre el reluciente suelo de mármol italiano. –¿Eres tú, cariño? No te vayas a herniar el primer día de vacaciones. Haz el favor de pedir a Elvis que te ayude a cargar las maletas– sugirió amable la señora Presley que en ese momento se secaba el pelo frente al espejo del tocador.
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4 El señor Presley bajó sin rechistar la escalinata que conducía a la biblioteca. Era un hombre regordete, de carácter muy tranquilo. Hacía diez años que no iba de vacaciones con su mujer, así que no tenía la menor intención de discutir por el tamaño de su maleta. Rodeó el estanque y atravesó la rosaleda en dirección al cobertizo. Pronto empezarían a brotar las rosas. Todavía no se acababa de creer que su querida esposa hubiera accedido a ausentarse unos días de su maravilloso jardín. Se detuvo a comprobar la hora en el reloj de bolsillo, debían apresurarse o, de lo contrario, perderían el vuelo. – ¡Elvis! ¿Estás ahí?
5 El señor Presley intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave, señal de que su inquilino trabajaba en ese momento en la mesa de mezclas y seguro que llevaba puestos los auriculares. Llamó al timbre con cierta insistencia; de hecho, no levantó el dedo del pulsador hasta que el famoso Elvis Piglet abrió la puerta malhumorado.
6 –¿Pero se puede saber a qué viene este escándalo, señor Presley? ¿Tanto le cuesta a usted entender que necesito ensayar tranquilo? El señor Presley se armó de paciencia, estaba a punto de iniciar unas merecidas vacaciones y no tenía la menor intención de discutir ni por el tamaño de la maleta ni por las salidas de tono de su extravagante inquilino. Iba a estar quince días sin escuchar ensayar a Elvis Piglet ni soportar el terrible hedor a acelga podrida que desprendía su aliento, motivo más que suficiente para responder con una sonrisa a sus impertinencias. –Disculpa, Elvis, pensé que no te importaría ayudarme a bajar la maleta de mi querida Elda. Será sólo un momento.
7 Elvis Piglet se quitó las gafas de sol y le miró de reojo. –De acuerdo. Sin necesidad de más conversación, el señor Presley y Elvis Piglet regresaron a la casa y subieron al vestidor de la señora Presley. Ataron una cuerda a la maleta y tiraron de ella hasta conseguir hacerla rodar escaleras abajo. Una vez alcanzaron el recibidor, a Elvis le sonó el móvil y aprovechó para retirarse al cobertizo. El pobre señor Presley se las vio y se las deseó para conseguir meter esa enorme maleta en el coche. Entretanto, la señora Presley esperaba sentada en el asiento delantero sin inmutarse y cuando su marido entró en el coche empapado en sudor y arrancó el motor, le dijo:
8 –¡Ay! Lo siento, cariño, he olvidado dejar una nota a la señora Lola. El señor Presley respiró hondo tres veces seguidas para no perder los estribos y a continuación le preguntó con amabilidad a su esposa: –¿Te importaría explicarme quién es la señora Lola y por qué tienes que escribirle una carta 48 minutos antes de que salga nuestro vuelo? –Se trata de la mujer que vivirá en casa y se hará cargo de Elvis en nuestra ausencia –dijo la señora Presley y a continuación salió del coche dando un portazo y volvió a entrar en la casa.
9 Minutos después el señor y la señora Presley abandonaban su preciosa mansión y cogían la carretera de la playa en dirección al aeropuerto. Ni que decir tiene que Elvis salió del cobertizo en cuanto oyó derrapar el coche del señor Presley. Se pasó la tarde cantando en el jardín, estaba solo y a nadie le molestaba su mal aliento. Horas más tarde, la mona Lola aterrizaba en el jardín de los señores Presley. Había viajado con luna llena, como aconsejaban las guías de viaje intergalácticas. Al sobrevolar la ciudad, se había visto forzada a sortear una enorme nube verde aceituna que dificultaba la visibilidad y desprendía un hedor indescriptible.
10 “Qué peste a podrido”, pensó mientras localizaba la maceta de geranios en la que la señora Presley había escondido las llaves de la mansión. “Por todos los astros del universo, qué olor tan insufrible. Espero que sea algo pasajero”. Miró a su alrededor, por lo demás no tenía quejas, la casa era tal y como aparecía en las fotos y por lo poco que alcanzaba a ver en la penumbra, más que un jardín tenía un parque con estanque y laberinto incluidos. Se abanicó para apartar aquel gas verdoso de su hocico. “Se habrá producido un escape en una fábrica de bombas fétidas ¡Por todos los anillos de Saturno, qué asco! En el recibidor encontró una nota de la señora Presley que decía:
11 Querida Lola, Espero que encuentre todo a su gusto. Le ruego que se asegure de que a nuestro adorado Elvis Piglet no le falten acelgas. Le deseo unas felices vacaciones. Reciba un cordial saludo, Elda Presley
12 Estaba agotada, saludaría al tal Elvis Piglet al día siguiente, con luz de día. Dejó el casco espacial y las botas de amianto a los pies de la escalera y subió a cuatro patas por el pasamanos hasta acceder al primer piso. La puerta del dormitorio principal estaba abierta; se hizo un hueco entre la colección de cojines de seda que decoraba el cabecero de la cama y, tras enroscar la cola, se quedó profundamente dormida. A media noche, le despertaron los gritos que provenían del jardín. Se asomó al ventanal y vio a unos quince humanos que empujaban a un cerdo que llevaba una cresta verde en el pelo y vestía con chupa de cuero. “Ese debe ser Elvis Piglet”, pensó Lola.
13 – ¡Socorrooooooo! ¡Señora Presley, señora Presley! –gritó Elvis desesperado. – Ya puedes desgañitarte, tu querida señora Presley se ha ido de vacaciones – le respondió riendo el hombre corpulento que iba a la cabeza de la expedición. – ¡Al matadero con él, al matadero! –gritaron a coro los demás.
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