cartocoreografía
I JORNADAS DE
POLÍTICA
Universitat Autònoma de Barcelona Departament de Filosofia
Quiasmo, 2019 Barcelona, España Departamento de Filosofía Universidad Autónoma de Barcelona Cartografía de las I Jornadas de Coreografía Política Volúmen 1 Edición y diseño: Sara Gómez. Licencia Creative Commons Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons AtribuciónNoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Cartografía de las I Jornadas de Coreografía Política
Índice Introducción Iluminar la oscuridad para entrar en ella con devoción Aimar Pérez Galí (texto)
Ágape insípido: Del sabor (in)determinado del cuerpo Vera Livia García (texto)
Hacer «Gesto común» Aina Alegre (registro en imágenes)
Cuerpos no conlusivos: crear desde la relación y la indisciplina Laura Vilar (registro en imágenes)
Espacios públicos de la danza Gastón Core (video)
Cuándo hay coreografía política Sara Gómez (texto)
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Poner el cuerpo en (lo) común. Coreografía y política Tania Costa (video)
Dance is a weapon. Coreografía, violencia y propaganda Paula Velasco Padial (video)
Reinventar nuestros cuerpos. Estrategias de producción de corporalidades disidentes en la danza y la coreografía Victoria Pérez Royo (texto)
Coréuticas de la convivencia Roberto Fratini (texto)
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Índice de imágenes
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Agradecimientos
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Introducciรณn
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S
e ha dicho que lo contemporáneo en el arte puede reconocerse cuando los medios o las disciplinas comienzan a cuestionarse a sí mismos, a pensarse críticamente. Aquí se dice que ese movimiento que inicia una disciplina al interior de sí misma es el que le permite paradójicamente su expansión; una maleabilidad en sus elementos estructurales; un estirar plástico que pareciera atentar contra ella,
pero que no termina de romperla aunque parezca disolverse en los soportes de otra disciplina. Lo que ella logra es un viaje de ida y vuelta en el que reconoce nuevas maneras de enunciar aquello contemporáneo que observó a su paso. Se evidencia pues, en ese gesto crítico y contemporáneo, una identidad disciplinar que se resiste a la disolución plena, que dota al medio artístico de un sitio desde el cual pronunciarse, y desde el cual le es posible proponer formas particulares para crear pensamiento; nuevas materialidades. En dicha renovación estética, cada disciplina podría participar de unas políticas estéticas si sus nuevas materialidades, nuevos soportes logran cuestionar el lugar que, aparentemente, cada uno debe ocupar, el nombre que cada uno debería tener, o la imagen que cada uno debería representar. Es posible decir, que el primer gesto político de la danza sería pensar su propia configuración, sus modos artísticos de aparecer; es así que, cuestionar y revisar la forma coreografiada de la danza sería el sitio para pensar una primera relación con la política. Las Primeras Jornadas de Coreografía Política, tituladas Cartografiar las nuevas formas de
hacer coreografía (celebradas en La Caldera les Corts, en Barcelona, en mayo de 2018), fueron un esfuerzo por crear herramientas que nos aproximaran a entender si la coreografía funciona como acto político (ya sea uno que está al servicio del poder o uno que se muestra disidente del poder dominante), y como arte que, por su capacidad organizativa, su despliegue colectivo, se aproxima de formas particulares a ámbitos sociales, colectivos, públicos. Se reúnen aquí, en diversos soportes -textos, imágenes, vídeos-, los puntos de vista de creadores escénicos, teóricos de la danza, curadores y público; materiales que dan fe del recorrido
08 hecho en las Jornadas; recorrido que a su vez arroja, a grandes rasgos, un panorama de temas y modos de abordar la relación danza y la política, que por supuesto puede ampliarse. A través de mesas de conferencias, talleres y charlas, hemos reconocido por lo menos dos vías de pensamiento: la práctica que ensaya formas de actividad política y la teoría que piensa lo coreográfico como herramienta para profundizar lo político. Se han organizado los materiales en dos apartados generales: Coreografía política y Políticas de la coreografía; pero debe considerarse que no necesariamente todo el contenido se ajusta cien por ciento a esta clasificación. Baste decir que, el interés de dicha organización no es ser conclusiva, sino por el contrario, prestar una nominación para identificar dónde y cómo se abren nuevas líneas de investigación sobre el tema que nos ocupa. Se quiere pues, dibujar, sugerir, señalar direcciones; es en ese sentido que se entiende lo
cartográfico; no como el calco de un territorio definido sino como la aportación de coordenadas que quedan a la espera de que otros puedan relacionarlas, y otros más, interpretar tales relaciones.
Coreografía política El término coreografía política enmarcaría las creaciones que en su contenido tocan temas de interés social, pero también aquellas que se cuestionan a sí mismas alterando su propio formato, las relaciones o jerarquías entre público y bailarines, el rol del coreógrafo, etc. En este sentido, experimentamos la propuesta de Aimar Pérez Galí, coreógrafo y bailarín, quien alteró la escucha y la mirada con su intervención “Iluminar la oscuridad para entrar en ella con devoción”; escuchamos asimismo, de Vera Livia García, una reflexión sobre su obra
Ágape Insípido, en la que ha modificado el rol del espectador, su actividad y por tanto, su experiencia estética. Aina Alegre, a través de un workshop, en el que practicamos las herramientas de composición e investigación coreográfica que exploró para la obra “El día de la bestia”, ha llevado a los participantes a pensar acerca de cómo los cuerpos se organizan, unifican en una celebración, y cómo, en tal situación se potencian particularmente para crear nuevas relaciones o afectacio-
09 nes en su entorno. Así también, Laura Vilar nos invitó a crear un cuerpo colectivo a través de la práctica; un cuerpo que tomaba decisiones al instante con la simple escucha de la respiración, del impulso del movimiento, con la percepción del tiempo compartido, del espacio ocupado en colectividad. En una ponencia que funcionó como bisagra entre las dos visiones antes mencionadas, Gastón Core ilustró cómo, a través de la práctica curatorial y la programación, es posible intervenir en, si no es que transformar, los circuitos de distribución, gestión y consumo de la danza, circuitos que afectan tanto las coreografías políticas como las políticas de la coreografía.
Políticas de la coreografía Las políticas de la coreografía corresponderían a una conceptualización del potencial de la coreografía para repensar el entramado de lo político (la gestión del poder y todo aquello que tiene relación con las formas de la política y lo político). Sara Gómez propuso la pregunta ¿Cuándo hay coreografía política? ¿cuándo aparece?, y si aparece ¿lo haría en un cruce real, material, entre lo simbólico del arte (la coreografía) y la acción social ? o ¿sólo en el ámbito social; sólo en el simbólico? Tania Costa, por su parte, utilizó algunas obras del arte relacional y conceptual como filtros para pensar la diferencia entre el espacio público y el espacio común; propuso que el modo en que los cuerpos se manifiestan y ordenan es distinto en cada uno de ellos. Paula Velasco, expuso cómo la danza coreografiada puede ser un arma útil para la emancipación y para desenmascarar una violencia sistematizada. Victoria Pérez Royo, en la conferencia de clausura, compartió material de su última investigación en la que, a partir del trabajo de varios coreógrafos involucrados con diferentes tipos de comunidad, observa cómo sería posible reconfigurar corporalidades desde la danza y los límites de la relación con otros a través de un ejercicio coreográfico, ejercicio que permitiría una reinvención de los cuerpos. En el trabajo de investigación de Victoria se percibe cómo el pensar filosófico es afectado por la creación coreográfica; pero también cómo lo filosófico presta sentidos y palabras a los aconteceres indefinibles de la danza que rozan lo político.
10 Roberto Fratini compartió, en una conferencia inaugural más que generosa, a cerca de varios momentos en los que la danza y la coreografía ha querido convertirse en una práctica disidente, expresamente contestataria y crítica de las convenciones sociales restrictivas, alterando hábitos para si no librarse por lo menos distinguirse de las prácticas de la política imperante; Fratini evidenció que en ocasiones esas voluntades disidentes caen sin saberlo, en las mismas formas de la macropolítica que cuestionan. Cabe mencionar, finalmente, que las Jornadas son un proyecto que se gesta desde el Departamento de Filosofía de la Universidad Autónoma de Barcelona como una de las actividades del Grupo de Investigación “Experiencia estética e investigación artística: aspectos cognitivos del arte contemporáneo”, y se pretende sean celebradas anualmente. Específicamente forman parte del proceso de investigación de la tesis doctoral de quien aquí escribe. Parte de ese proceso es compartir con el lector los resultados preliminares. Sara Gómez. Barcelona, 2019
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Coreografía política
13 Iluminar la oscuridad para entrar en ella con devoción 1 Aimar Pérez Galí
I
nhala... Hagamos un peepshow. Pero no de esos en que unos hombres miran, desde un escondite para proteger su identidad, a una mujer haciendo un striptease. Te propongo hacer un “auto-peepshow”. Una introspección hacia dentro. Un peepshow donde también se juega con la fantasía, la imaginación, la seducción, el deseo. Pero donde la
mirada, en lugar de ir hacia fuera, hacia el objeto de deseo, ahora mirará hacia dentro, hacia el propio sujeto, para poder desmontarlo y así ampliar su finitud. Para dejar de atrapar el cuerpo por la trampa de la definición, y desocuparlo. Disolverlo en un desestado.
¿Vamos? Túmbate. Cierra los ojos. Abandona el peso de tu cuerpo a la bendita gravedad. Inhala. Exhala. Inhala. Exhala. ... Inhala profundamente. Hasta llenar los pulmones al máximo. Hasta que la punta superior de los pulmones, hinchados de oxígeno, lleguen a acariciar las clavículas.
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Este texto fue escrito en el contexto del programa PeepShow en el Arts Santa Mònica (Barcelona) en abril del 2017, comisariado por Jordi Pallarès, y en relación a _è p i c a_, obra estrenada en el Mercat de les Flors en junio de 2017 dentro del festival Sónar.
14 Y exhala. Exhala todo el aire, hasta que las paredes de los pulmones se acaricien entre ellas, empujando el diafragma hacia el corazón, dejando espacio para que las tripas se expandan. ¡Que empiece el show! Piel. Piel. Piel. Siempre tocando. Algo. O alguien. Un órgano que nos comunica de fuera hacia dentro. Y de dentro hacia fuera. Que opera tridimensionalmente por toda la superficie de tu cuerpo. Que no se apaga nunca. Que lo imaginamos como frontera, pero es más bien una selva tupida que hace de contención de todo lo que cargamos en nuestros movimientos. Que contiene ese dentro que estamos espiando. Donde la luz penetra, haciendo de membrana porosa. Esa luz que en breve abandonaremos, haciendo un fundido a negro. Nos dejamos resbalar por la fascia que envuelve los músculos, y en un impulso, llevados por la curiosidad, nos agarramos a un tendón y rozamos hueso. Hueso. Estructura. Nos percatamos de su textura, de su porosidad, sus curvas y huecos. Y sin pensarlo nos lanzamos por uno de esos poros, como si fuera un tobogán de un parque acuático. Y ahí descubrimos un mundo alucinante. Algo incomparable con cualquier mundo visto a través de los ojos. No podemos ver nada, y poco nos importa. Aquí no va de ver. Es otra cosa. Quizás tampoco entendemos nada, pero es que tampoco se nos pide que entandamos en un sentido racional y lógico. Somos muchas, nos reconocemos en nuestra multitud. Nos tocamos. Nos sentimos. Nos olemos. Nos atraemos. Hasta nos fusionamos y volvemos a dividir en otras múltiples. Y así, amorosamente, estamos. Somos. Inhala. Exhala. ¿Seguimos? ¿Sientes que te acercas a un chorro de energía? Arrímate. Y déjate llevar por ese meridiano. Mola, ¿eh? Sigue por ahí, abandónate a ese flujo cósmico. Siente como tu núcleo está formado en los núcleos de las estrellas. Disfruta del movimiento moviéndote. ¿Te sientes libre? Puede ser. Recuerda que nosotras, que creemos en la libertad, no descansaremos hasta que llegue.
15 Somos así. Devotas al amor y a la libertad. Venga, sigue por ahí, corriendo a toda leche hacia la oscuridad, hacia lo desconocido, hacia la libertad. No, no hay límites, ni diferencias, y a la vez está lleno de oportunidades. ¿Sabes? Dicen que la libertad está por inventar, hay que inventarla. ¿Te parece un buen plan? A mi también. Inhala. Exhala. Estás aquí. Ahora. Decides estar aquí, ahora. Aquí el tiempo no pasa, pasas tu. Aquí es ningún lugar. Oscuro. Femenino. Maravilla. ¿Te gusta? Pues disfruta. No hay prisa. Esto es un viaje. Un tratamiento colectivo de liberación celular. Una alianza de cuerpos. ¿No te lo esperabas? Mejor. Las sorpresas producen precisamente esto, una falla en la realidad. Y en esa falla, en esa rendija, en ese hueco se abre un posible. La oportunidad que estabas esperando. El gozo. Sí. El gozo. Nuestro poder es gozar. ¡Gozar hasta las células! ¡TOMA YA! ¡Hasta las células! Sí. ¡SÍ! No dejes de inhalar. Y exhalar. ¿Entiendes ahora porque hablaba de devoción celular? Es que era importante que lo sintieras. Era crucial. Este tratamiento es precisamente lo que necesitas. Necesitamos todas. Y no está lejos. No es caro. Y lo puedes hacer tantas veces como quieras. Porque cuando le pillas el vicio, te digo, cuesta abandonarlo. Esta es la mitosis del futuro. Inhala.
16 Exhala. Hagamos una pausa, que te quiero contar algo. En su nuevo libro Singularities: Dance in the age of performance, el teórico de la performance André Lepecki afirma: Esto es intrigante: una potencialidad total, es decir, la oscuridad como tal, es un suceso tan raro y poderoso (y que por ello debe ser producido, activado y practicado en nuestras sociedades de control donde la iluminación transcendente se ha establecido como un autocontrol iluminado) que Deleuze incluso le dio otro nombre que resonaba con la dimensión política que invoca: la libertad.1
La libertad es, precisamente, el motor. El motor hacia una épica. Una épica otra. Una épica que reconoce esas otras luchas que no operan en la lógica hegemónica heteronormativa, blanca y occidental y que, por lo tanto, no han podido concebirse como épicas. Aunque para las que hemos formado parte de esas luchas, quizás de manera tímida o humilde, las hayamos vivido de manera épica, es decir, tomadas por el afecto de un sí incondicional. Esas luchas en las que no puedes no tomar partido vienen como un tsunami y solo puedes entregarte a la batalla, no hay alternativa. Como cuando te entregas al chorro energético del meridiano, ¿lo recuerdas, verdad? Por que defender, reivindicar y dar visibilidad a lo disidente, lo supuestamente patológico, lo otro, es una batalla épica. Es urgente reapropiarse de ese concepto para reivindicar esas luchas no normativas; como es urgente que esas luchas sigan encarnándose en nuestros cuerpos. Queremos encarnar esos discursos otros (feministas, negros, maricas, ecologistas, etc.) que se han construido a raíz de esas luchas. Inhala. Exhala. En una sociedad hipermediatizada por la imagen y por el exhibicionismo del hecho cotidiano (aunque totalmente ficcionado por la construcción de un yo normativo), el gesto más épico,
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Lepecki, André, Singularities: Dance in the age of Performance, Routledge, 2016. Traducción del inglés de Jaime Conde-Salazar.
17 quizás, está más cercano a una cierta privacidad que a la exposición de una misma. Cercano a una cierta oscuridad pública, si es que esta paradoja genera algún tipo de sentido. Quizás la épica de una posible práctica exhibicionista hoy en día recaiga en cubrir con un tupido manto nuestra cotidianidad, oscurecerla, devolverla a la privacidad del tacto, a la intimidad, al roce. Volvernos invisibles, no por sobre exposición sino por la falta de ella. Recurrir a la oscuridad como un lugar utópico para encarnar la libertad. Una revolución que ocurre en la oscuridad. Inhala. Aún así, en la práctica artística muy a menudo se oculta el proceso para mostrar la cosa acabada, dando valor al producto final y siendo reticente a desvelar todos los referentes, todas las reflexiones y derivas que cualquier proceso genera. Y entonces, ¿cuál era el gesto necesario? Iluminar, exhibir, hacer público ese proceso que muy a menudo queda en la privacidad del estudio del artista, iluminar los motivos por los cuales nos interesaba adentrarnos hacia la oscuridad, hacia la libertad. Iluminar la oscuridad para entrar en ella con devoción. Exhala. Si, como nos sugiere Lepecki, es en la oscuridad donde esta revolución tiene todo el potencial de acontecer, está claro que el trabajo tiene que desarrollarse en esa oscuridad prometedora. La libertad de la que hablamos no sólo se define en ese ideal utópico en el que tenemos la capacidad de elegir (la asquerosa trampa del neoliberalismo), sino más bien poder profundizar en sensaciones, afectos, sentidos que van más allá del ocular centrismo y del antropocentrismo; podernos imaginar más allá de la forma humana, de la imagen que una proyecta, de lo que se concibe capaz. Ser. Ser como vibración en armonía con los cuerpos. Pensarnos a nivel celular, escapando la forma humana, donde no hay diferenciación de raza, género, capacidad, cultura... y vibrar (o bailar). Y en ese bailar, vibrar, una encarna las voces disidentes que escucha en una sesión de techno épico y feminista. Porque una cosa es entender un texto, otra encarnarlo. Y aquí hemos venido a encarnar. Aunque os pueda sonar un tanto esotérico y se os levante un poco la ceja con el rollo de las células como lugar utópico de la libertad, os propongo que recordéis el tratamiento que habéis hecho al principio de este texto. Os penséis a un nivel micro, celular. Y en esa colección de
18 células que constituye ese “yo” occidental que hemos encarnado tan bien, pensemos en si hay diferencia alguna, más allá de la organización de estas, con otra colección como por ejemplo una planta, un gato, el plancton, una montaña... o el universo, ¡¿por qué no?! ¿Es realmente tan utópico pensarnos así? Los animistas o los budistas bien saben que ahí reside una joya de esta vida de la cual formamos parte. Inhala. Si en la cotidianidad tenemos que escuchar demasiado a menudo canciones machistas y homófobas que incitan a la violencia y la represión de la libertad, que construyen una realidad estrecha y racista, en cualquier canción de reggeaton, hip-hop, rock o pop, ¿por qué no bailar una sesión de techno en el que las voces nos dan motivos para emanciparnos y ser libres? Agitar las células al son de la libertad. El plan, aunque conspirativo, me parece más urgente, atractivo y relevante. Un plan disidente de liberación celular. Y de ahí, sacudir, vibrar, bailar, con devoción celular, para encarnar esas voces que en algún momento de la historia devinieron públicas porque ya no podían ser silenciadas. Alterar el estado de las células mediante el baile para que estén porosas al discurso y que el amor trans-celular circule sin parar. Exhala. Aimar Pérez Galí, verano 2017 * Aimar Pérez Galí es bailarín, performer, creador, pedagogo, investigador y escritor. Formado en la Escuela Superior de Arte de Ámsterdam, ha trabajado en Holanda durante unos años. Ha realizado el Master del Programa de Estudios Independientes del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona y ahora desarrolla su carrera profesional en España. Su trabajo transita entre la investigación sobre las relaciones entre danza, movimiento, pedagogía y el desarrollo de nuevas aproximaciones procedimentales hacia la práctica escénica. Entre sus últimos trabajos escénicos podemos mencionar Épica, Delta, A Post-Believe Manifesto, la conferencia performática Sudando el discurso y The Ping-Pong Dialogues. Ha colaborado y colabora con creadores como Xavier Le Roy, Nicole Beutler, Nora Heilmann, Andrea Boziç, David Zambrano, Abraham Hurtado / AADK y Silvia Sant Funk entre otros; es director artístico de Espacio Practico, un espacio auto-instituido en el centro de Barcelona, y miembro del colectivo ANTES. Actualmente es profesor en el Institut del Teatre.
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21 Ágape insípido: Del sabor (in)determinado del cuerpo1 Vera Livia García
L
a propuesta de repensar el Ágape Insípido2 en el contexto de la coreografía social
o coreopolítica (Lepecki, 2013) requiere plantear lo coreográfico fuera de los propios límites de la danza, avanzando hacia nuevos campos artísticos para pensar otros vínculos entre cuerpo, movimiento, espacio, política y subjetividades. Solicita, asimismo, revisar el concepto de coreografía asociado al proyecto cinético de la
modernidad del “ser para el movimiento” Lepecki (2006). Voy a centrar la reflexión en torno a la acción del espectador como elemento constitutivo de significado en la performance. Y cómo dicho componente nos posibilita ponerla en relación con las nuevas formas de expansión disciplinar de la coreografía hacia el ámbito social y político. El proyecto de investigación artística Ágape Insípido se originó a partir de la noción de lo insípido desarrollada por el filósofo y sinólogo francés, François Jullien (1998). El tema al que refiere se centra en lo insípido como condición de posibilidad en la práctica performativa.
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Versión escrita y editada de la ponencia presentada para las I Jornadas De Coreografía Política; ponencia y texto contienen varios fragmentos que corresponden a mi Tesis de Máster en Investigación en Arte y Diseño, Ágape insípido, un aporte de conocimiento.
Ágape Insípido performance se ha presentado en el Museo Picasso de Barcelona, en el Festival de Terrassa Noves Tendències, en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, en la Fundación Antoni Tàpies de Barcelona, en el Centro Cultural de España en Buenos Aires, en el Campus de Alimentación de Torribera de la Universidad de Barcelona, en el Teatro de la Universidad Autónoma de Barcelona, en el Teatro General San Martín de Buenos Aires.
22 Lo insípido, desde Occidente, ha sido vinculado al ámbito de los sentidos, particularmente al del gusto, adquiriendo una connotación negativa. Sin embargo, lo insípido en la cultura y el pensamiento chino, posee valor, trasciende el ámbito del gusto y se expande hacia la esfera artística, convirtiéndose en experiencia estética a través de las diversas artes como puedan ser la pintura, la música y la poesía (Jullien, 1998). Detenta un carácter nómada e indefinible. Y es por ello que, definirlo se vuelve una tarea compleja y aventurada, en el sentido de correr el riesgo de producir un discurso demasiado insistente y demostrativo que termine agrietando su propio modo de ser (García Cassinelli, 2014:17). Lo insípido se opone a la particularidad determinada de cualquier forma, trazo, movimiento, sonido, sabor, gesto; entendiendo que: al privilegiar, forzar la atención e insistir en un sentido único, se produce una cancelación completa del mismo, excluyendo la posibilidad de cualquier otro devenir. Si bien lo insípido nos mantiene en el campo de la experiencia sensible nos sitúa a la vez en el límite de su desdibujamiento, donde aquella se vuelve más tenue. La forma que se diluye, el trazo difuminado, el movimiento esbozado, el residuo de un sonido, el gusto indefinido, el gesto inacabado, son todas manifestaciones de lo insípido en el arte, en cuanto conllevan en sí la capacidad de transformarse ilimitadamente (2014:18). En la práctica culinaria los sabores insípidos son reconocidos como aquellos difusos, evanescentes y sosos. La cocina china les concede un gran valor debido a su singular condición de indeterminabilidad. Al no pronunciar, distinguir o afirmar ningún sabor en detrimento de otro, contienen siempre algo a desarrollar dentro de los mismos, en forma de reserva, permaneciendo de este modo, implícitamente fértiles (Jullien, 1998) “El sabor nos ata, la insipidez nos desata” (1998: 34). El sabor en su determinación, nos sujeta, acapara y deslumbra, produciendo una excitación inmediata, que apenas consumida se desvanece. En cambio lo insípido, al no estar atrapado por ningún gusto, posee la capacidad de transformación infinita, es inagotable, y se saborea lentamente dando toda su fuerza a la sensación (García Cassinelli, 2014:18). Esta nueva mirada sobre lo insípido permite socavar la noción tradicional del concepto deshaciendo imposibilidades respecto al mismo. Por un lado, produce un desplazamiento del ámbito habitual de lo insípido -el gusto- permitiendo que se manifieste en el terreno de lo artístico. Y por el otro, posibilita descubrir una nueva cualidad de lo insípido, lo indeterminado. Pensar lo insípido como indeterminado permite descomponer la oposición binaria sápido-insípido y nos invita a reflexionar si la plenitud del sabor no es un efecto performativo del discurso que
23 decide qué es sabor y qué no lo es. Permite el desplazamiento hacia un nuevo terreno, donde lo insípido ya no se configuraría como un (a) fuera del sabor, sino como un sabor que se mantiene en el borde, un “todavía no” o un “ya se está yendo”. De este modo, abre el camino hacia una realidad inestable, difusa y transitoria. Durante la elaboración de la performance se fue visualizando una serie de tensiones que se articulaban alrededor de este concepto: la posibilidad de comprobar en la praxis que lo insípido se constituía en una categoría de cruce; la viabilidad de concebir lo insípido como una cualidad que nos permitiría resistir desde la indeterminación, la cancelación de un sentido único; la posibilidad de que esta cualidad en el cuerpo manifestara el tránsito por lugares de fragilidad, disolución, rendición, invitando a desarticular la inercia habitual e insistiendo la posibilidad de ser otro con otros (2014:21). La idea era dar visibilidad a la pregunta sobre lo insípido en el cuerpo mediante la experiencia estética. La acción coreográfica del espectador, durante la perfomance, es un tema central de la propuesta. Desde el inicio se pensó en un único público: los comensales.. De esta manera, se sugiere una desjerarquización del lugar del especialista (bailarín-actor-performer) deshaciendo una determinada división de lo sensible que fijaría a priori unas posiciones y capacidades e incapacidades vinculadas a las mismas (Rancière, 2010). La democratización del cuerpo performante no se declara sino que se pone en acto, se experimenta con cada nueva performance. Los 24 espectadores/participantes (diferentes en cada ocasión) deben construir los significados en el transcurso de la experiencia que coreografían y a su vez los coreografía. De este modo, se disuelven los lugares y espacios tradicionalmente asignados al performer y al público, invitando a una re-configuración de la experiencia común de lo sensible. Ágape Insípido se distancia de un movimiento coreopoliciado (Lepecki, 2013) que opera preasignando lugares para la circulación individual y colectiva a la par que garantizando su funcionamiento dentro del plano consensual del movimiento con el objetivo de adecuar funciones, lugares y maneras de ser. Por el contrario, propone una detención del movimiento de la circulación, acercándose a la quietud, (re)descubriendo vacíos, produciendo una temporalidad contemplativa e induciendo la suspensión de hábitos sensoriales y gestuales para abrirlos hacia un nuevo uso potencial (Agambem, 2008: 204). Las expectativas en relación al lugar y al modo de hacer como público, en relación a lo visible e invisible, al sabor y al no sabor, son puestas en crisis, generando una indeterminación que
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25 conduce al público participante a un estado de liminalidad (un espacio “entre”) en donde pueden revelarse nuevos modos de actuación. Los comensales ingresan a la performance y se sientan juntos en una gran mesa. Este cuerpo visible, puede mirar y ser mirado por el resto de los participantes (único público presente en el espacio). La mesa compartida, inaugura una nueva utopía (Foucault, 2010), la del cuerpo grupal: La posibilidad de ser otro con los otros. El cuerpo (re)ligado a otros cuerpos, y a otras partes del mundo (2010: 16). La experiencia consiste en un viaje gustativo de lo insípido a lo sápido que se coreografía en tres partes: “La entrada” (la degustación): preparación de los sentidos para el plato principal. “Plato principal”: el cuerpo en movimiento. “Sobremesa”: diálogo con los participantes. Las acciones realizadas por los participantes durante la degustación, tienen un orden y una duración determinada (marcada por el sonido de crótalos tibetanos tocados por un performer) y se llevan a cabo con los ojos cerrados. De esta forma se produce una desjerarquización del sentido de la vista que conduce a una diseminación de los lugares del hacer y el sentir, disolviendo gestos y movimientos significantes del cuerpo (Bardet, 2012). La atención se reparte entre el resto de los sentidos -gustativo, olfativo, táctil y auditivo- cobrando presencia otros lugares del cuerpo: La lengua, las papilas gustativas, la boca, los labios, la musculatura de la cara, la piel, la espalda, los oídos y la nariz. Es en el bucle de la acción donde el cuerpo se sustrae poco a poco de su visibilidad y accede a ciertos lugares donde están guardados los registros previos a la palabra. Donde el cuerpo es sólo cuerpo despojado de palabra (García, Cassinelli, 2014: 77). “Sentir que mi cuerpo vive y verlo en movimiento me procura la certeza inmediata de ser yo mismo, certeza que sin embargo oculta mi ignorancia de quién soy y de dónde vengo” (Nasio, 2008). El yo es al propio tiempo la certeza de ser uno mismo y la ignorancia de lo que uno es. Por eso Lacan califica al yo como “lugar de desconocimiento”. En el transcurrir de la degustación, el cuerpo tópico real deviene opaco, misterioso y se (re) vela, a partir de la percepción de los estímulos gustativos y sonoros, como cuerpo utópico (Foucault, 2010). Cuerpo permeable a los otros cuerpos, a los sabores, texturas, sonidos, y al mismo tiempo cuerpo impenetrable. Multiplicidad de lugares visibles e invisibles de los que no se puede separar al cuerpo y que se vuelven más evidentes durante la performance.
27 Durante el “plato principal”, la mesa desaparece, se transforma el espacio y los participantes son convidados a caminar, moverse o quedarse quietos en el nuevo espacio con los ojos entrecerrados a partir de un nuevo estado de disponibilidad. Esta disminución del sentido de la vista, implica necesariamente una desaceleración del movimiento y tiene el objetivo de inducir al cuerpo a un tipo atención sensible respecto al resto de los sentidos. La performance Ágape Insípido invita al espectador/participante a disolver modos habituales de ver, hacer, estar, percibir y paladear, produciendo un vuelco en la mirada, un tránsito de lo visible a lo invisible que activa un área próxima a la oscuridad que produce otro tipo de visión. “Un área donde los resultados conocidos, lo pre-asignado, lo pre-formado se encuentra con otra fuerza, otra potencialidad que emerge sólo cuando estamos fuera del alcance de la luz” (Lepecki, 2016). Suspender momentáneamente el sentido de la vista es también suspender la afirmación de un sentido único, permitiendo que se liberen otras lógicas de sentido como sugiere Deleuze. El Ágape Insípido se acerca a una coreopolítica proponiendo una “redistribución y reinvención de cuerpos, afectos y sentidos” transformando el espacio de circulación en un espacio donde el sujeto político pueda aparecer” (Lepecki, 2013). Los participantes mediante la experimentación corpórea imaginan, activan y coreografían caminos alternativos para la circulación. La tarea del espectador se asemejaría a la apremiante tarea del bailarín en lo que respecta a su potencia (siempre presente) para ejercitar una práctica del movimiento como coreopolítica de la libertad. * Enlace a la performance Agape Insípido https://vimeo.com/245967726 *
Bibliografía AGAMBEN, G. “Art, Inactivity, Politics”. In: Backstein, Joseph; Birnbaum, Daniel; Wallenstein, Sven-Olov (Eds.). Thinking Worlds: The Moscow Conference on Philosophy, Po-
litics, and Art. Berlin: Sternberg Press, 2008. BARDET, M. (2012). Pensar con mover: un encuentro entre danza y filosofía. Buenos Aires: Cactus. FOUCAULT, M. (2010). El cuerpo utópico: Las heterotopías. Buenos Aires: Nueva Visión.
28 GARCÍA CASSINELLI, V. L. (2014). “Ágape” Insípido, un aporte de conocimiento. EINA. Recuperado
de:
http://diposit.eina.cat/bitstream/handle/20.500.12082/395/
tfm_2013_2014_garcia_vera_livia.pdf?sequence=1&isAllowed=y JULLIEN, F. (1998). Elogio de lo insípido, A partir de la estética del pensamiento chino. (Trad. de Anne-Helene Suarez). España: Siruela S.A. LEPECKI, A. “Choreopolice and Choreopolitics: or, the task of the dancer,” TDR, Winter 2013, Vol. 57, No. 4, pp, 13-27, ©2013 New York University and the Massachusetts Institute of Technology. _______. Exhausting Dance: Performance and the Politics of Movement. London/New York: Routledge, 2006. NASIO, J. D. (2008). Mi cuerpo y sus imágenes. Argentina: Paidós. RANCIÈRE; J. (2006). Penser entre les disciplines. Une esthétique de la connaissance. Inaes-
thetik, 0, 81-102. ------------. (2010). El espectador emancipado. Buenos Aires: Manantial. SCHECHNER, R. (2000). Performance. Teoría y prácticas interculturales. (Trad. M Ana Diz). Buenos Aires: Libros del Rojas. Universidad de Buenos Aires. * Vera Livia García, es bailarina, performer, actriz. Creadora y Pedagoga. Máster Oficial en Arte y Diseño (EINA), así como el Máster en Estética y Teoría del Arte Contemporáneo (UAB). Es licenciada en Artes del Espectáculo por la Universidad de Buenos Aires. Ha realizado su formación artística en la escuela Armar Danza-Teatro, Buenos Aires, y en Nueva York (Merce Cunningham Studio, Nikolais/Luis Foundation for Dance, Movement Research y Dance Space). Ha trabajado en diversas instituciones de Buenos Aires: Centro Cultural General San Martín, Centro Cultural Borges, Programa Cultural en Barrios e Instituto Nacional de Artes (IUNA). En el año 2008 se traslada a Barcelona y durante siete años trabaja como pedagoga de teatro/danza para niños. Imparte clases como profesora invitada en el Máster de investigación en Arte y Diseño (EINA). Ha colaborado con la plataforma CRAP y con el proyecto artístico-social Mucha Mujer. Sus proyectos artísticos se han presentado en la Fundació Antoni Tàpies, Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), Universidad Autónoma de Barcelona, Centro Cultural de España en Buenos Aires (CCEBA) Teatro General San Martín de Buenos Aires, Festival Terrassa Noves Tendències (TNT), Festival Autunno Danza (Italia), Centrum Kultury Zamek (Polonia), Festival Internazionale Nuova Danza (Italia), Audio-Art Festival (Polonia). En el ámbito de la creación sus últimos trabajos han sido: Ágape Insípido, Paisajes Indeterminados, Múltiples Marcos,
Absentia y Aquí, No Ahora.
31 Hacer «Gesto común»1 Aina Alegre
A
ina Alegre, generosamente en las Jornadas, compartió parte del proceso creativo que trabajó con los intérpretes escénicos para crear la obra coreográfica «El día de la bestia» durante 2017. Para esta obra, Aina se ha inspirado en els castells, observando en ellos cómo una construcción multitudinaria también es un monumento vivo, una escritura histórica en
constante cmabio, “que podría responder la cuestión de la auto-representación y celebración de las comunidades humanas”2, auto-representación que no se queda fina o establecida, sino que se mueve conforme la comunidad se transforma. Pensar desde la tensión entre organización colectiva y cambio, hace a la danza el espacio dónde para pensar la comunidad y aquello que la establece, lo común.
¿Cómo responder a través del cuerpo y de la coreografía a la cuestión: cómo hacer «común»?, ¿Cómo inventar espacios efímeros para reunirse y celebrarse? “El workshop llevado a cabo en las I Jornadas de Coreografía Política tomó como punto de partida algunas de las cuestiones y reflexiones que han alimentado la creación «El día de la Bestia», pieza de grupo creada en abril 2017 en el CDCN Atelier de París. El taller estará basado en una práctica física seguida de una charla.
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La mayor parte de este texto ha sido citada del texto de presentación de Aina para el workshop.
Citado de: https://www.aina-alegre.com/el-dia-de-la-bestia
32 “Empezamos por una práctica física de cuarenta minutos inspirada en meditaciones dinámicas y colectivas. Fue un ejercicio colectivo que permitió al cuerpo entrar en relación con el ritmo, la respiración, y la voz para encontrar una disponibilidad física y activar una energía comuna. Seguidamente se abrió un espacio de discusión para compartir las experiencias de cada uno de los participantes respecto a la práctica: ¿cuáles fueron las sensaciones físicas? ¿cuál la relación con uno mismo, con el otro y con el grupo? ¿qué imaginario abrió esta práctica…? “La práctica crea un vínculo para debatir sobre: Cómo en arte representamos las comunidades, cómo estas comunidades (grupos efímeros) se celebran; cuáles son las energías físicas que se activan para entrar en una dinámica física colectiva e inclusiva. A partir de estas cuestiones, la charla permitió vincular una breve exposición del proceso de creación de «El día de la Bestia», sobre algunas referencias teóricas así como algunas imágenes de archivo que han inspirado el proceso.”
* Aina Alegre, nacida en Barcelona en 1986, desarrolla su trabajo artístico como coreógrafa, bailarina y actriz. Después de hacer en Barcelona, una formación multidisciplinaria de danza, teatro y canto, entra en el CNDC (Centro Nacional de la Danza Contemporánea de Angers) en 2007 bajo la dirección de Emmanuelle Huynh. Aina Alegre imagina la creación coreográfica como un terreno para reinventar el cuerpo, para «ficcionalizarlo». Le interesan las diferentes culturas corporales y prácticas corporales, entendidas como construcciones, representaciones sociales e históricas, para cuestionarlas y traducirlas en una experiencia física y darles una perspectiva coreográfica. Articula diferentes objetos coreográficos construidos a partir de diferentes medios: piezas para el escenario, performances, vídeos. En 2009 elle co-coreografía el duo SPEED y en 2011 crea la performance LA MAJA DESNUDA DICE, esta propuesta la lleva a la creación de la pieza NO SE TRATA DE UN DESNUDO MITOLOGICO en 2012. En 2015 crea el duo DELICES y en 2017 la pieza de grupo LE JOUR DE LA BÊTE. En colaboración con Hadrien Touret traduce distintas performances en “ensayos cinematográficos” como 12 45 84 (2010), TRIPARIA (2011) y DELICES (2014). Paralelamente, desde 2010, colabora como intérprete con otros coreógrafos y directores, como: Vincent Thomasset, Gillaume Vincent, Herman Diephuis, Lorenzo di Angelis, Betty Tchomanga, Fabrice Lambert, Enora Rivière, David Wampach, Vincent Macaigne, Nasser Martin- Gousset, Jean Anouilh, Isabelle Catalan, Raphael Hôlt et Katalin Patkai.
35 Cuerpos no conlusivos: crear desde la relación y la indisciplina Laura Vilar
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aura Vilar impartió un “taller práctico-discursivo donde reflexionamos bailando sobre la creación contemporánea y su viaje de ida y vuelta, de la pluralidad, la diversidad, lo múltiple y único, del sujeto a la comunidad, y la mirada indisciplinada como posibilidad para establecer relaciones en los procesos de creación”.
En un trabajo colaborativo, en el que sensibilizamos una escucha corporal a través de la percepción del ritmo, mirada, sonido y presencia de los otros, experimentamos cómo podría moverse y organizarse un cuerpo común, cuerpo uno-múltiple, más allá de las palabras, más allá de las decisiones personales, más allá de la dirección de un líder, simplemente con cuerpos atentos para entrar y salir de la organización colectiva a la experiencia individual del movimiento. * Laura es intérprete, coreógrafa y pedagoga de danza contemporánea. Se forma en Barcelona e inicia su trayectoria profesional cómo intérprete en compañías como: Trànsit, Hermanas de Castro, Salvatge cor, La Inconnexa, Lanònima Imperial, Compagnie Taffanel residente en Montpellier, Dance Theatre of Ireland o Cobosmika company, con la que ha girado internacionalmente con la compañía de Russell Maliphant. Como creadora ha presentado proyectos como: L’Espera, La ment en dansa, [fi:l], Quan es mostrà en el matí…, El viatge de Penélope, La conferència Reflexions sobre la dansa, Uke-Nage, Tatlin’s Tower, You are so beautiful o Ocells, Per-donare, La vida era, El Banquet, ZIP o Sanjiao. Actualmente es artista residente en nunArt Guinardó. Pedagoga tanto a nivell nacional como internacional en centros como: Institut del Teatre, Rotterdam Dance Academy, Saineb dance company Istanbul, Universidad Linz Anton Bruckner, Varium, Àrea, Timbal, Eolia, nunArt. Obtubo el Grado Superior en Humanidades por la UAB, el Máster de estética del arte contemporáneo Pensar l’Art d’avui, UAB.
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39 Espacios públicos de la danza Gastón Core
L
os espacios teatrales (entiéndase estos como edificio -arquitectura- así como programación, ejercicio curatorial) crean situaciones y redes entre creadores, críticos, performers y espectadores e intervienen así en la afectación que las obras escénicas tendrían sobre esa comunidad. Cabe entonces preguntarse sobre dicha afectación y su potencia social y política.
* Gastón Core es el actual director artístico de Sala Hiroshima, uno de los centros más destacados de la escena contemporánea experimental y alternativa en Barcelona, el trabajo de Gastón Core ha sido destacado a este respecto. Core es actor, bailarín, director escénico y agente cultural. Ha obtenido el Grado de Director de escena y Dramaturgia por el Intitut del Teatre de Barcelona. Entre sus obras se encuentran Phaedra or Dogs of Paradise y Yira, trabajos logrados con la compañía La Zoologica, fundada por él mismo en 2011.
https://youtu.be/QtgBgAn4gY8
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Políticas de la coreografía
45 Cuándo hay coreografía política1 Sara Gómez
C
uando nombramos un término tan específico como coreografía política parece que en él estén ya bien entendidas las circunstancias que le dan lugar, las especificaciones sobre cómo sucede y cómo ocurre.
Contrariamente, ésta a la que pretendemos nombrar como coreografía política, lejos de ser una categorización o definición, es un nombre compuesto que nos sirve de herramienta para pensar un fenómeno que no se encuentra en un sitio especifico u obra específica y que no sucede de manera totalmente definida, sino que ocurre en un lapso de tiempo largo y fluctúa entre obra y cuerpos, y que sin embargo, genera una situación o situaciones específicas que podemos reconocer y sobre las que podemos reflexionar. Utilizaré como herramienta y punto de partida, lo que Oliver Marchart entiende por danza política.2 Marchart diferencia la danza política de obras que sólo aluden a temas sociales pero que no llegan a ser políticas porque no son movidas por una urgencia social y no intervienen en su
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Este texto, que fue leído en las I Jornadas de Coreografía Política, se ha editado parcialmente para la presente publicación.
Cito un texto llamado “Dancing Politics. Political Reflections on Choreography, Dance and Protest”, pero no haré un análisis exhaustivo de él, sólo me tomaré la libertad de coger prestadas algunas definiciones que son útiles para el presente texto.
46 organización; también la contrasta de unas danzas que surgen directamente de la protesta colectiva, diferentes de las que surgen de una mera composición coreográfica; pero éstas le son claves para definir por qué una danza es o sería política . Para él, la cualidad política sólo se presenta cuando en su forma coreografiada, la danza se desplaza al espacio público (entendido éste como el espacio de aparición del otro y en el que es posible la acción conjunta; un sentido que toma de Hanna Arendt); en ese espacio, la coreografía podría dotar de forma a una causa o necesidad comunal; servir de molde para hacer aparecer con una forma definida el motivo o la exigencia de una protesta, dotándola así de una estrategia de movimiento; tal como ocurrió con la obra “How long is now?” de la compañía israelí Public Movement. La obra, que originalmente fue creada para que muchos bailarines intervinieran la calle, luego fue usada por la compañía para apoyar las protestas sociales que tuvieron lugar en Tel Aviv durante el 2011, que se alzaban contra el alto costo de la vivienda, convirtiéndose esta coreografía en una estrategia de ocupación; dando así una visibilidad específica, una forma que estorbaba la circulación de las calles ya no con el fin de mostrar una obra de danza sino para hacer evidente las presencias que protestan.3 Para el autor es necesario que la coreografía intervenga en el flujo ordinario de los eventos para adquirir su condición política, porque sólo así participaría del espacio público, ahí donde es posible pensar y actuar en común según la necesidad coyuntural. De ahí que, parece que en la argumentación de Marchart la importancia de la intervención no es precisamente respecto de la circulación en sí a través un movimiento de cuerpos, sino sobre cómo ésta interrupción dibuja un cuerpo colectivo que toma forma frente a sí, permitiéndole pensarse e imaginar nuevas formas de actuar, de organizarse. Hasta ahora he delineado tenuemente a qué me refiero con coreografía y con política; hasta aquí política sería una intervención (quizá colectiva) o entorpecimiento del flujo de los sucesos en el mundo, que procura una nueva forma de actuación y/o distribución de las cosas. El segundo, es el concepto coreografía, entendido como el ejercicio de organizar estratégicamente
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Este ejemplo es usado por el autor en el texto citado, específicamente para argumentar cómo nace una coreografía política.
47 a los cuerpos en función de alcanzar una meta (ya sea su propia forma o su comunicabilidad o la formación de sentido). Con estas definiciones se aparece ya una coincidencia estructural de la danza y la política: ambas son una organización temporal para una causa; ambas aglutinan no sólo a los cuerpos sino les dotan de una misma dirección, por lo menos, momentáneamente. La primera, una organización que distribuya nuevamente las cosas, la segunda una organización que le dé forma. Una de las tesis más relevantes, o que parecen fundamentales en el pensamiento de Mark Franko es que la danza y la política tienen coincidencias fundamentales, coincidencias que las relacionan necesariamente y que urgen su estudio desde la filosofía política y desde la estética. Le cito. “La danza y la política hoy comparten un sentido radical de una indeterminación constitutiva”. La política, entendida como una “dimensión de antagonismo que es inherente en las relaciones humanas”, y que es articulada por lo político (o bien, lo que conocemos como la gestión del poder); esta articulación “indica [siempre un] ...ensamblaje de prácticas, discursos e instituciones que buscan establecer cierto orden [para] la coexistencia humana [pero éstas] ...siempre son potencialmente conflictivas porque son afectadas por la dimensión de ‘la política’.” (por el antagonismo). Así, la política aparece aquí gracias a lo antagónico intrínseco en los seres humanos, y lo que moviliza lo político, para romper y generar nuevos tipos de acuerdo. Reconoce Franko, que la danza es un ensamblaje de cuerpos, que va adquiriendo forma en su suceder y que carece de la perdurabilidad de su sentido. Ambas, política y danza “no puede[n] articularse sin referir constantemente al cuerpo particular, [pero también] al movimiento, a la construcción contingente de sentido, y a la forma, partición y transformación del sujeto y del cuerpo colectivo.” (2017). De esta forma, la danza cobra figura en una tensión semejante a la de lo político contra la política. Coincido con Franko en que la danza permite la articulación de unos cuerpos particulares, que luego es amenazada por la actividad múltiple y contingente y de ahí su coincidencia con el antagonismo que permite el ejercicio de la política; sin embargo, quiero hacer énfasis en la estructura coreográfica, si bien entendida como la articulación momentánea, pero que ella misma, la estructura, es la que dibuja un espacio político en el interior de una actividad coreográfica, porque si sólo hablamos de que la articulación de cuerpos arroja sentidos pasajeros,
48 hablamos de una situación en perpetuo movimiento, pero si hablamos de una estructura, podemos pensar en intencionalidades y acuerdos surgidos del movimiento. La estructura coreográfica tiene la posibilidad de reproducir un orden político pero también (según otra de las tesis de Franko), puede ella misma oponérsele, funcionar como un espacio de suspensión del sentido, una interrupción del ordenamiento impuesto, para imaginar unos sentidos y un orden nuevo. Con esta variante o esta precisión, no nos separamos de la tesis de Franko, sólo usaremos quizá unas analogías diferentes. Entonces, Marchart diría que la danza da forma y estrategia a la protesta, Franko diría que la danza quiebra su propia forma revelando la imperdurabilidad de su sentido. ** Para poner en relación estas dos propuestas, propondré una definición para coreografía (porque ambos autores están tocando ideas sobre la composición dancística, no de la danza sólo como actividad). Diré pues que la aparición de una coreografía se debe en primer lugar, y antes que otra cosa, a la reunión de unos cuerpos que se comprometen momentáneamente. La relación que se da entre coreografía y política ocurre dentro de la estructura que provee ese compromiso; luego entonces, esta estructura propone un primer significado semántico, aunque temporalmente breve, que es la reunión de individuos particulares para un mismo fin: que la coreografía llegue a (complete, logre) su realización. Es verdad que la forma más directa para pensar la relación coreografía-política la ha propuesto Marchart, con la coreografía insertada directamente en la protesta, en donde la protesta toma forma coreográfica y la coreografía se llena de sentido, de causa. Sin embargo, esta coreografía política parece más bien una coreografía desplazada al campo de la organización civil, parece que da lugar a una política coreografiada que prioriza, sobre su presencia estética, una dimensión más bien estilística o de pura forma externa, con un fin que no le es propio. Precisamente es la protesta la que, digámoslo así, ha devorado el interior de la coreografía para rellenarla de un sentido que aparentemente le faltaba para ser verdaderamente política (recordemos que Marchart había dicho que la danza que cita temas políticos no participa de la urgencia, o la causa de un movimiento social) .
49 A pesar de que Marchart tiene razón en que la coreografía debiera desplazar sus límites y abrirlos al espacio público para participar y afectar lo político, la dirección de ese desplazamiento no tiene una única dirección o posibilidad; si puede desplazarse hacia el espacio de participación pública, también puede desplazar ese espacio hacia su interior, generar el ejercicio de la política en su interior. Me atrevo a decir que la condición para que haya coreografía, que es la reunión de unos cuerpos que se disponen a negociar, que se disponen a un acuerdo momentáneo para una meta específica: que ésta, la coreografía, pueda realizarse, es ya un movimiento político. En palabras muy simples, y tan sólo como un ejemplo, podemos decir: un grupo de personas va al teatro o al sitio en el que sucederá una coreografía y asume las convenciones que la obra le proponga (estar quieto, sentarse apartado o intervenir y participar, disentir o reír, aplaudir o indignarse, cambiar de rol, etc.), es así que el espectador coloca por un momento sus códigos, sus herramientas en posición neutra o listas para dejar suceder o para ayudar a que suceda la coreografía, de ahí que deviene participante. De igual manera, los que planean la coreografía han negociado el formato, el código, el espacio, los rangos de acción, para que la obra ocurra. De tal suerte que, sin la negociación y disposición de ambos, la coreografía no puede ocurrir. Sirva recordar la forma circular que se realizaba en la khoréia de la antigua Grecia, los pasos de los danzantes estaban planeados para danzar en círculo y el público calcaba con su cuerpo la forma circular para seguir el trazo de los bailarines. La disposición de todos esos cuerpos daba lugar a la forma coreográfica y a la vez la forma coreográfica aglutinaba los cuerpos. Negociación y disposición se hacen presentes. Hay pues un grupo de personas que se ha dispuesto a negociar no unos significados (una temática) sino un modo de estar, para que la coreografía acontezca. Vemos así que la estructura coreográfica se convierte en una herramienta de negociación entre individuos, antes que otra acción concreta que cargue otra significación. La coreografía, como suceso temporal, sólo puede acontecer si las personas que participan aceptan tal negociación. Cada negociación depende de un esfuerzo por lograr la interacción. Danza interactiva, interacción señala una actuación o acción que se realiza entre (inter) dos o más cuerpos.
50 En La Condición humana, Hanna Arendt argumenta que el espacio público es el de los humanos y los objetos, son los objetos los que nos permiten pensarnos porque nos distancian de los otros, y de ese modo, aparecemos frente a esos otros. [...]el término «público» significa el propio mundo... [que] está relacionado con los objetos fabricados por las manos del hombre... Vivir juntos en el mundo significa en esencia que un mundo de cosas está entre quienes lo tienen en común, al igual que la mesa está localizada entre los que se sientan alrededor; el mundo, como todo lo que está en medio, une y separa a los hombres al mismo tiempo. La esfera pública, al igual que el mundo en común, nos junta y no obstante impide que caigamos uno sobre otro...
La estructura coreográfica, que he llamado negociación, es el entre de la interacción, es el objeto que aparece a los otros frente a nosotros y nos hace aparecer a ellos, nos agrupa pero al mismo tiempo nos separa, nos da perspectiva para pensar la complejidad de nuestras presencias juntas que tienen a la vez, una distancia insuperable. La coreografía es antes que otra cosa (y además de otras cosas) un instante o lapso temporal que nos aglutina en torno a ella misma para hacernos aparecer y negociar. Sintetizada en estos principios, su forma sólo cobra realidad en el suceder de esa exposición-negociación. El movimiento aquí no sería una acción privativa del cuerpo danzante, sino la forma que va tomando la organización, y la organización toma forma en la medida que las negociaciones avanzan. Si las negociaciones avanzan la coreografía se realiza, de tal forma que se requiere de un compromiso temporal por parte de los cuerpos, entre ellos y su objetivo. Luego entonces, aparece en el seno de la coreografía la posibilidad de la política, la negociación se logra sólo en el reconocimiento del cuerpo del otro, absolutamente necesario para su realización. Una tensión inicial evidencia un desacuerdo: diferencias entre cuerpos que se exponen y los otros que no son observados. Para lograr la negociación, es decir la forma material de la coreografía, debe lograrse una igualdad de visibilidad en el reconocimiento de todos los cuerpos y de la necesidad que se tiene de ellos.
51 Aquí, el acuerdo de permanecer en lo coreográfico y de la aparición no es un consenso, sino una disposición que vibra entre la tensión y el desacuerdo, y que se sostiene gracias al deseo conjunto de lograr una finalidad. Adoptando los términos de Jacques Rancière, diría que la política interfiere en el desacuerdo: el desacuerdo es aquel en el que sólo unos cuerpos se consideran presentes, y otros aparentemente están ausentes, la política es la tensión que desajusta o que tensa el desacuerdo y encuentra su único punto de conciliación en la visibilización de los cuerpo considerados ausentes, hasta lograr una igualdad radical. La coreografía podría provocar la aparición no sólo de un cuerpo físico humano, concreto, delante de un otro, sino la de un individuo que es absolutamente necesario, y no sólo para la significación de la obra, ni sólo para dar cuerpo a la actividad coreográfica, o a la aparición de su dimensión política, sino que se aparece con toda la potencia de una verdad, en el sentido que podría aportarnos Alain Badiou; como aquello que la obra de arte me revela, que se me aparece de tal forma que me compromete con ello existencialmente, vitalmente. Es tan evidente frente a mí que me compromete no sólo a reconocerle sino a sostener ese reconocimiento en el tiempo. Quien se ha ido a los bordes de la coreografía ha experimentado bien la tensión del aparecer y desaparecer, del negociar en favor o en contra de la continuidad de los sucesos escénicos; varios hemos negociado el espacio de oscuridad, a tropezones y a codazos, al seguir a la Ribot al rededor de una montaña oscura en Another Distinguée (2017), aglutinando con nuestra resitencia, la coreografía; o hemos negociado con Rimini Protokoll la exposición pública de nuestros deseos y ambiciones en Europa en Casa; incluso nos hemos opuesto, o tal vez hemos aceptado, la invitación de Jerome Bel y Cédric Andrieux para cambiar nuestras expectativas estéticas respecto de una obra de danza. Hemos aceptado guardar un secreto antes de salir de la sala del teatro; hemos acordado acompañar a Cuqui Jerez en el inicio muchas veces interrumpidoy repetido en The Real Fiction. Se revela cada vez más, con la coreografía contemporánea, la capacidad de este arte para generar un espacio de negociación, intercambio, y sobre todo, de acuerdo momentáneo en función de un objetivo común, que es en primer lugar la aparición de la coreografía, pero en segundo lugar, la exposición de los cuerpos necesarios.
52 Conclusiones La coreografía no sólo es política en un instante, ni es política por su irrepetible suceder en el espacio topológico, o dentro del espacio público, sino como hemos dicho, lo es cuando logra una construcción temporal que confronta, obliga y nos compromete en el tiempo. Si como dijo Marchart, debe interrumpir el orden de los acontecimientos, no sólo lo logra cuando da una forma momentánea a una protesta, ni sólo por evitar la estabilización de unos sentidos, sino por su capacidad para infectar al mundo, como una epidemia, si lo decimos con Artaud o como un perfume que se propaga, en palabras de Marten Spangberg, infección que va modificando paulatinamente las visibilidades e invisibilidades, superando la imperdurabilidad de ese sentido (es decir permanenciendo). La necesidad vital o urgencia que parecía privativa de la protesta, según Marchart, aparece ahora en la coreografía como el compromiso impuesto por la experiencia estética: visibilizar, dar el mismo lugar de visibilidad, un uno a un otro4; acto que es individual, voluntario, y que hoy es urgente y necesario. Dicho brevemente, como digresión necesaria. Una protesta pública podría dejar de ser política si borra los cuerpos individuales en favor de dar visión a una sola causa; la coreografía en cambio, necesita la diferencia para tener tensiones que movilicen su interior. Aquella teoría política, o movimiento social, que promueve la superación del principio de individuación en función de una organización masiva, que cobra fuerza en la disolución del individuo dando lugar al cuerpo social como única vía para liberarse de los atavíos del capitalismo; o toda teoría filosófica, antropológica o científica que busque superar la definición del cuerpo, y dar prioridad a una actividad (como por ejemplo a la Vida, independientemente de las formas particulares que la portan), amenaza la realización de la política. Al desaparecer el individuo y su capacidad de actuación autónoma, desaparece también su antagonismo y su capacidad para interferir lo político.
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En palabras de Rancière, “la igualdad de cualquiera con cualquiera” (El desacuerdo, p. 32), es donde aparece la política.
53 Dejando la digresión, puedo decir que una coreografía política sería aquella que no sólo busca poner en crisis una potencia dominante de un gobierno o régimen que se impone exteriormente a ella, sino que también se cuestiona ella misma en sus movimientos internos (sus desacuerdos) y se dispone a la negociación con y para el reconocimiento de los cuerpos individuales que la componen; llevando el espacio público a su interior y evidenciando su capacidad política estructural y la de su detritus contaminante. Muchas gracias. Bacelona, 2018.
Bibliografía ARENDT, H. La condición humana, Paidós, 2005 FRANKO, MARK. “Dance and the Political: States of exception” en Dance Research Journal, Vol. 38, No. 1/2 (Summer - Winter, 2006), pp. 3-18 _____________. “Toward a Choreo-Political Theory of Articulation”, en The Oxford
Handbook of Dance and Politics, editado por Kowal, Rebekah J., Gerald Siegmund, et. Al: Oxford University Press, 2017-03-30. http://www.oxfordhandbooks.com/ view/10.1093/oxfordhb/9780199928187.001.0001/oxfordhb-9780199928187. MARCHART, OLIVER, “Dancing Politics. Political Reflections on Choreography, Dance and Protest”, en HÖLSCHER, STEFAN; G. SIEGMUND, ed. Dance, Politics &
Co-Immunity; Zürich, Berlín: Diaphanes, 2013. RANCIÈRE, JACQUES. El desacuerdo. Política y filosofía. Argentina: Ediciones Nueva Visión, 1996.
54 * Sara Gómez es artista visual y coreógrafa. Doctoranda en el Departamento de Filosofía de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB). Actualmente es becaria del Programa de Becas para Estudios en el Extranjero FONCA-CONACYT (2018-2020). Es Licenciada en Coreografía por la Escuela Nacional de Danza Clásica y Contemporánea (México, 2011-15) y Licenciada en Artes Plásticas por la Escuela Nacional de Pintura Escultura y Grabado “La Esmeralda” (México, 1998-2003). Realizó el Master en Investigación en Arte en la UAB en 2016 (EINA-Centre Universitari de Disseny i Art de Barcelona). Ha sido bailarina ejecutante en algunas compañías en México y ha expuesto su obra visual y coreográfica en Estados Unidos, México y España. En 2018 inicia el proyecto de las Jornadas de Coreografía Política dentro del Gurpo de Investigación “Experiencia estética e investigación artística: aspectos cognitivos del arte contemporáneo” y en 2017 Quiasmo, proyecto editorial independiente que relaciona danza con pensamiento teórico. Ha escrito para diversas publicaciones independientes (Falso Raccord, Trasversal, Otras Voces, Diacrónica en La crónica de hoy).
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57 Poner el cuerpo en (lo) común. Coreografía y política Tania Costa
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l movimiento, distribución, ubicación y gesto de los cuerpos en situaciones colectivas determinan la creación de espacios comunes físicos, psicológicos y políticos. Su repetición da lugar a estructuras dinámicas relacionales que se transparentan en la escena coreográfica de la danza contemporánea. Este movimiento más o menos coordinado responde a una actitud de “llamamiento” crítico que se hace compren-
sible en términos de territorialización y desterritorialización de/en lo común.
* Tania Costa es investigadora en arte. Es licenciada en Bellas Artes por la Universitat de Barcelona y Doctora en BBAA (2002) por la misma UB. Ha obtenido la acreditación como Profesora lectora de la AQU (Agencia para la Calidad del Sistema Universitario de Cataluña) en el 2008. Es coordinadora y profesora del Master en Investigación en Arte y Diseño en EINA, Centre Universitari de Disseny i Art de Barcelona ( adscrito a la UAB), así como docente en el Grado de Diseño en la misma institución. Ha participado en congresos de filosofía y de arte de varias universidades (UB, URV, URLL, UMA), ha desarrollando temas sobre estética y prácticas artísticas contemporáneas, con conferencias y publicaciones. Ha coordinado diversos cursos de arte en varias universidades (URV, UB, UCE). Ha trabajado como investigadora en el proyecto de investigación de la UB Extensiones del pensamiento escultórico contemporáneo (1999-2001), dirigido por el doctor Lluís Doñate.
https://youtu.be/L3rqtFdnYLI
61 Dance is a weapon. Coreografía, violencia y propaganda Paula Velasco Padial
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omo cualquier otra manifestación cultural, la danza también es partícipe de las luchas ideológicas. La batalla por la hegemonía se traslada a la coreografía, y ya no se trata de evidenciar las relaciones que mantienen los movimientos de quien danza con un discurso politizado, sino que el baile es, en sí mismo, político.
Históricamente, la danza ha sido un elemento más de la batalla ideológica. Durante la guerra fría, el cuerpo en movimiento fue propaganda. La confrontación entre el sistema capitalista y el modelo socialista que aspiraba al comunismo fue especialmente palpable en sus ballets. A día de hoy, el discurso neoliberal se encuentra normalizado, tan interiorizado que se camufla como universal también en la danza. Y, sin embargo, la coreografía abre espacios de resistencia, entornos en los que ejercer violencia revolucionaria y fomentar el pensamiento crítico. En este contexto, el espacio en el cual se articulan los danzantes es también un lugar de reflexión política, no solo a través de la danza, sino en ella misma. No se trata de pensar la coreografía en términos filosóficos, sino en entender como ella misma se articula con el resto de elementos partícipes de la danza para establecerse como forma de pensamiento. Pero no toda la responsabilidad está en los danzantes, sino que esta se traslada al público, pues no existe objeto estético sin espectador. La estética de la creación ha considerado a la audiencia como un ente pasivo, que se limita a absorber las ideas planteadas por el autor y su trabajo. Sin embargo, el espectador también participa en la construcción de la obra. Más aún, y en la línea del teatro épico de Brecht, danza revolucionaria es aquella que es capaz de fomentar el pensamiento crítico sin que ello suponga sacrificar el goce estético.
62 Esta propuesta pretende subrayar la importancia de la danza en la lucha ideológica cultural que, lejos de haber terminado en los 60, se mantiene y multiplica sus esfuerzos en nuestros días. Se planteará, así, el papel que ha jugado la coreografía como discurso propagandístico en distintos periodos de la historia, y se evaluará si es posible desarticular el discurso hegemónico y fomentar el pensamiento crítico a través de la danza. La danza coreografiada se torna, así, un arma con la que desenmascarar y defenderse de la violencia sistémica y, contra ella, aplicar violencia revolucionaria sin que ello suponga un conflicto de legitimidad. En el fondo, y sobre todo, se trata de poner de relieve la valía de la danza como espacio de reflexión y debate político.
* Paula Velasco Padial es Doctora en Filosofía por la Universidad de Sevilla. Es investigadora y docente, fotógrafa, ilustradora y diseñadora. Ha realizado una licenciada en Comunicación Audiovisual y Bellas Artes; y un Máster en Filosofía y Cultura Contemporánea. Ha realizado estancias de investigación en Goldsmith, en Universtity of London (2013), en el Instituto de Investigaciones Estéticas, de la Universidad Autónoma de México (2014); y en el Arthur L. Carter Journalism Institute, en la Universidad de Nueva York (2015). Su línea de investigación se centra en la filosofía de la imagen fotográfica, en concreto, la estética del fotoperiodismo. Es docente en la Universidad de Sevilla. Actualmente reside y trabaja en Bruselas. También coordina las redes sociales de la Sociedad Española de Estética y Teoría de las Artes, SEyTA. Es también coordinadora de Fedro, Revista de Estética y Teoría de las Artes. Ha colaborado como redactora en la revista digital ¡Wego!.
https://youtu.be/1PnwQDLDy68
65 Reinventar nuestros cuerpos. Estrategias de producción de corporalidades disidentes en la danza y la coreografía1 Victoria Pérez Royo
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o se trata de afirmar la negritud, sino de producir negritud como relación con el mundo.” Así explica el director teatral brasileño José Fernando Peixoto de Azevedo (2018a) el propósito de las prácticas escénicas que desarrollan en su grupo Teatro negro. La idea no es afirmar la negritud de los integrantes del colectivo,
lo cual implicaría acciones escénicas de reivindicación explícita o incluso literal de cuerpos racializados. Frente a ello, la propuesta consiste en lo que se podría llamar fabricación y transformación de corporalidades. Así lo afirma en su libro Eu, um crioulou: “El teatro negro sería una experiencia de comunidades provisionales imaginadas, el espacio y tiempo de una nueva productividad.” (Peixoto di Azevedo, 2018b) Lo que se produce aquí no son sólo nuevas fábulas, ficciones y documentos que ayuden a desmitificar las figuras del negro, de África, a criticar y cuestionar las narraciones que encierran a determinados sujetos en una identidad fija no deseada. En su lugar, se trata de desarrollar nuevas corporalidades, fisicalidades, cinestesias y sensibilidades que permitan a estos individuos racializados definirse no sólo como víctimas de imágenes e identidades que se proyectan sobre ellos, sino conformar sus propios modos de habitar sus cuerpos. Aquí radica una dimensión política de las artes escénicas con mucha po-
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Este texto es una versión reducida de la conferencia presentada en las Jornadas. Muchas gracias a Sara Gómez por su ayuda y paciencia.
66 tencia, en la producción de corporalidades disidentes respecto a aquéllas a las que los cuerpos parecen haber sido destinados. El coreógrafo brasileño Marcelo Evelin trabaja específicamente en esta dirección. Sobre el proceso de creación que condujo a su pieza Dança doente explicaba que el trabajo corporal no consistía en tratar los cuerpos como “paloma mensajera”: en lugar de que los cuerpos se hicieran transparentes para dar a ver otras cosas, que su tarea fuera la de elaborar materiales, imágenes y gestos que sirvieran para la escena, la propuesta fundamental consistía en transformar esos mismos cuerpos, reinventarlos durante las horas de ensayo cada día. (Evelin; Pérez Royo, 2017) Estas dos propuestas descubren la posibilidad de comprender la potencia política de la danza y la coreografía de forma alternativa a la que usualmente le atribuimos: la danza no sólo es un estilo o un lenguaje de movimiento, sino que implica una posición del sujeto en el mundo; la coreografía no se limita a componer movimientos y cuerpos en el espacio y en el tiempo, sino que conlleva una reinvención de los cuerpos. Aquí reside el gran potencial político de la danza y la coreografía que quiero comentar en esta charla: una de las grandes oportunidades de resistencia y de afirmación política que ofrecen está basada en la conformación de corporalidades, en la reorganización de la experiencia del sujeto desde el cuerpo, en la modificación de la sensibilidad, las capacidades y fuerzas del cuerpo, la transformación de lo que pensamos usualmente que puede un cuerpo y nuestros cuerpos, en plural. Para situar esta dimensión política de la danza y la coreografía es interesante diferenciar la noción de cuerpo de la de corporalidad. Esto permite distanciarse de la tradición de pensamiento occidental profundamente arraigada que contempla el cuerpo como espontáneo, irracional, como carne muda, para a cambio acercarnos a su conformación histórico cultural, la corporalidad. En términos de análisis (no de experiencia) se puede diferenciar la corporalidad del cuerpo en términos fisiológicos, que posee unas características constantes a lo largo de la historia. De acuerdo con Susan Leigh Foster, la corporalidad se conforma como un conjunto de conceptos de cuerpo y de ideas acerca de cómo funciona, en una compleja red de confluencia de disciplinas y prácticas de danza, anatomía, medicina, cartografía, educación física, comportamiento social y etiqueta, entre otras, que acaban conformando lo que ella denomina un “discurso
67 fisicalizado”. Este organiza y moldea los cuerpos y sus movimientos, determina la forma en la que vivimos y experimentamos nuestros cuerpos y sus capacidades, organiza fisicalidades, cinestesias, formas de empatía, entre otras cuestiones. (Foster 2011:12) La corporalidad sería el marco general que posibilita y condiciona la propia experiencia y concepción del cuerpo de acuerdo a determinadas formas hegemónicas que predominan en contexto específico histórico-cultural. El estudio de la corporalidad hegemónica resulta fundamental, en tanto ofrece inteligibilidad sobre las formas mayoritarias de habitar el propio cuerpo. No obstante, la investigación de Foster, de corte genealógico foucaultiano, con todas sus virtudes, oculta en parte la multitud y abundancia de prácticas que nunca lograron ocupar una posición en la cultura dominante que, aunque fuera de manera marginal, de manera más microbiana y silenciosa, también han conformado nuestro presente. En esas prácticas -que el análisis genealógico ignora- se plantean, desarrollan y practican posibilidades de disidencia y empoderamiento. La danza y la coreografía contemporáneas constituyen lugares clave de experimentación con corporalidades disidentes en este sentido. En los debates sobre arte y política el énfasis se ha colocado a menudo en el momento de contacto entre obra y público como experiencia emancipadora por excelencia, en tanto la escena constituye un lugar de gran visibilidad que puede convertirse en foro para la denuncia o afirmación y que ofrece oportunidades para el desarrollo de estrategias de participación y movilización, o para abrir nuevas vías a la transformación de la sensibilidad. Sin embargo, en esta charla me interesa abordar no tanto el momento de encuentro con el público, como el tiempo de investigación previo o los talleres y laboratorios, que pueden estar o no orientados a la producción de una pieza. Ahí reside un gran potencial político, que radica en el diseño de un marco de experimentación con la corporalidad y la implicación de un colectivo de personas en prácticas regulares durante un cierto periodo de tiempo. La reinvención de una corporalidad (en la medida en la que ésta sea posible) no se produce de la noche a la mañana, sino que la eficacia del proceso por lo general depende de una implicación frecuente en ejercicios, prácticas y experimentaciones, así como de la complicidad con otros tantos cuerpos. Aitana Cordero, coreógrafa española, reconoce ese potencial en sus procesos de creación: “Ojalá pudiera conseguir con el público lo que consigo con mis performers. Los procesos de trabajo son bombas reales de intensidad y afectividad.” (Cordero, 2018) Los periodos de creación, los talleres que imparte regularmente producen transformaciones y desplazamientos, conducen a procesos de cambio personal, fabrican comunidades que se logran sostener a lo
68 largo del tiempo. En estos talleres de Aitana Cordero, como caso clave de prácticas diversas en el ámbito de la danza y la coreografía, se trabaja con lo que usualmente se ha dejado fuera en la teoría política: el cuerpo y, especialmente, el cuerpo colectivo. El cuerpo ha sido dejado de lado, ya sea por considerarse privado -los asuntos del cuerpo no serían políticos-, o por excesivo -se entiende que está dominado por impulsos e instintos y por ello se lo considera incontrolable e irracional-. El tipo de trabajo escénico en el que me centraré es el que apunta hacia un cuerpo común, lo que en la teoría política y sociológica se ha llamado a menudo con temor la masa, turba. Estudiaré formas de communitas, según la expresión del antropólogo Victor Turner, (Turner 1988) lo que permitirá abordar estas otras vías de compromiso político desde las artes escénicas. El diagnóstico que me interesa apuntar para situar la dimensión política de prácticas escénicas que recuperan la communitas como vía de trabajo es el que realiza el filósofo camerunés Achille Mbembe. En libros como Necropolítica (Mbembe 2011) expone el papel central de la muerte en el funcionamiento de los sistemas globales, dejando ver la brutalidad sobre la que se sostiene el mundo global desde los orígenes de los regímenes de biopoder en las plantaciones de las colonias, hasta lugares contemporáneos en los que sigue funcionando el estado excepción, como en la ocupación de Palestina. Las lógicas actuales de violencia sobre los cuerpos no se limitan a los estados de excepción, al contrario: nos encontramos en lo que él denomina el “devenir negro del mundo”. “Negro” fue una construcción racista fabricada dentro de un programa de dominación y de fabulación para justificar y organizar la primera gran explotación de cuerpos a escala global en el origen del capitalismo. El “negro” del “devenir negro del mundo” hoy ya no se refiere exclusivamente al sometimiento de cuerpos racializados, sino que es una fórmula para denunciar la expansión de las lógicas violentas de desposesión en la fase actual del capitalismo neoliberal hacia migrantes, refugiado/as, asilado/as, habitantes de asentamientos en ciudades globalizadas, a la población que se considera excedente, trabajadore/as precarizado/as, entre otros. En este marco de necropolítica, de una economía de la muerte a gran escala, la defensa de la vida, de la integridad de los cuerpos, la afirmación y desarrollo de sus potencias es profundamente político. Así se plantea también en los escritos de Mbembe, tal y como explican Verónica Gago y Juan Obarrio en su prólogo (Mbembe, 2016: 9-19): el filósofo camerunés en sus textos desarrolla una crítica que es también una clínica, una práctica que no es sólo denuncia, sino también cuidado. En efecto, la práctica política no sólo puede consistir en la lucha o en la denuncia, sino también en el cuidado y la cura, la atención a los cuerpos para que se empoderen, que retomen sus capacidades y fuerzas, facilitar que se
69 reúnan en cuerpos comunes, en suma, favorecer el desarrollo de políticas corporales que permitan otros régimenes sensoriales, perceptivos, convertir víctimas en agentes, apoyar en los duelos, recuperar memorias, todo un trabajo de acompañamiento del dolor y de revitalización de los cuerpos. A esto se dedican muchas prácticas activistas, pero también coreográficas: a recuperar cuerpos debilitados. Para abordar en qué consisten estas prácticas, sus oportunidades y los problemas que presentan, analizaré algunas dimensiones del trabajo de Marcelo Evelin y Aitana Cordero sobre el cuerpo común. En los talleres de Evelin y Cordero se desarrolla un trabajo específico contra miedos sociales profundamente anclados en los modos contemporáneos de habitar el cuerpo: tanto el miedo al otro, el miedo al contacto con desconocidos, como el miedo a que la propia diferencia sea percibida por el entorno casi como un atentado contra los modos de vida establecidos. El establecimiento defensivo de los límites de la propia persona y la ansiedad que genera es uno de los focos de trabajo específico de Evelin y Cordero. En este marco, el trabajo sobre la piel y el contacto asumen un papel fundamental. Uno de los trabajos de Evelin, De repente fica tudo preto
de gente (2012) estuvo muy atravesado por la lectura de Masa y poder de Elias Canetti. En las primeras páginas del ensayo se encuentra una cita reveladora: “Todo el nudo de reacciones psíquicas en torno al ser tocado por algo extraño demuestra, en su inestabilidad e irritabilidad extremas, que se trata de algo muy profundo, insidioso y siempre vigilante, de algo que ya nunca abandona al hombre una vez que ha establecido los límites de su propia persona”. (Canetti, 2002: 4) En De repente… Evelin propone una coreografía basada en la consigna de buscar la mayor superficie de contacto posible entre los cuerpos, de modo que llega a hacerlos prácticamente indistinguibles. Por su parte, el primer taller que impartió Cordero se llamaba “La piel como lugar de encuentro”, con el que estableció una línea de investigación corporal que no ha abandonado a lo largo de los sucesivos laboratorios. En ellos, tal y como explica Cordero (2018), los cuerpos no profesionales de la danza, por lo general inaccesibles y cerrados, se suavizan, se hacen accesibles y se abren a la experimentación por medio del trabajo sobre la piel. Ese es uno de los focos de su trabajo: la creación de cuerpos accesibles, abiertos y despiertos respecto al entorno y a los otros, que permita salir a los individuos de las lógicas de aislamiento e inmunización que caracterizan a las sociedades actuales. La seducción y todo un vocabulario sexual vinculado a ella acompaña la práctica de Cordero, movilizada por medio de estrategias lúdicas, juguetonas, orientadas al trabajo sobre el miedo a ser tocado/a por otro. Con estas palabras expone Cordero la importancia de este gesto:
70 Tocar para mí es un evento, un gesto político que negocia entre la transgresión y el entendimiento. La piel como lugar de encuentro, la realización de lo impenetrable, tocar es a la par una experiencia del encuentro y la percepción de un límite. Tocar es compartir y separar. Actualidad y potencialidad. Tocar propone una violación de distancias críticas invitando a la par a la intimidad, a la tensión y al conflicto.” (Cordero, sin fecha)
Sus ejercicios se centran en el trabajo sobre una corporalidad confiada y que permite al propio sujeto verse “como algo más que lo que creo que mi cuerpo es. Un cuerpo que no anticipa su límite”, (Cordero, 2018) sino que en todo caso trata de hallarse a sí mismo en medio del encuentro. De hecho, uno de los términos más recurrentes en su vocabulario al describir las prácticas que inventa y despliega en sus talleres es “compartirse”. Se trata de un “compartirse” que se realiza en un plano corporal, abriéndose al otro por medio de un trabajo sobre la piel, por medio prácticas de “promiscuidad” y de cambio de roles constante, entre otros. Otra práctica interesante para el ensayo y la experimentación con formas de corporalidad más abiertas y que respondan a esta preocupación por eliminar miedos sociales es la que propuso Evelin para el proceso de creación de Batucada, una pieza en la que participan unas cincuenta personas sin experiencia previa en danza y en la que Evelin trata de que participen cuerpos
otros, que rara vez tienen acceso a este tipo de experimentaciones, como por ejemplo migrantes sin papeles, como fue el caso la primera vez que se desarrolló en Bélgica. La premisa de trabajo consistía en la consigna “ser otro”. Cada persona debía elegir a alguien en el grupo para “ser” él, durante todo el tiempo del ensayo diario. No se trata de un ejercicio que seguir paso a paso, que de manera didáctica lleve al lugar deseado, sino más bien una práctica que no ofrece soluciones. Como tal, sobre todo plantea problemas que se lanzan a los cuerpos individuales y al colectivo para habitarlos y a partir de ellos experimentar con los propios hábitos, expectativas, formas de relación acostumbradas, entre otras cuestiones. Este carácter experimental implica que los laboratorios no consisten en una guía que seguir dócilmente hacia una reeducación corporal y social, sino que más bien son un lugar de aprendizaje salvaje para todas las personas implicadas, entre ellas el propio Evelin. Consiste en un trabajo sobre la comunidad que opera no sólo desde la amabilidad de sentirse protegido en el grupo, sino también desde la superación más o menos dolorosa, más o menos conflictiva de límites personales. En los laboratorios de Cordero y de Evelin aparecen sin duda emociones como alegría y júbilo que surgen por medio de actividades de compromiso y de resistencia juntos, del contacto
71 con otras pieles, de la desinhibición paulatina, de la implicación común en el desarrollo de acciones, por medio del baile y el canto colectivo, entre otras muchas formas, creando así experiencias como las que podrían describir Victor y Edith Turner como communitas. Edith Turner describe esta experiencia en términos muy positivos: “Lo que un grupo siente cuando su vida junta adquiere un sentido pleno.” “Experiencia definida por el placer y la alegría de un grupo al compartir experiencias comunes”, “fusión de acción y conciencia del grupo”. (Turner, 2012: 1-3) Los términos que más usa más recurrentemente son: alegría, empatía, interconexión liberadora, creación de lazos duraderos, amor en el grupo, sensación de fraternidad, abolición de jerarquías, unión, gozo. En efecto, resulta difícil explicar lo que sucede porque apenas tenemos vocabulario para expresar con fineza experiencias comunitarias de este tipo, tal y como lo explica Barbara Ehrenreich: Gracias a la psicología y a las preocupaciones psicológicas de la cultura occidental en general, tenemos un lenguaje muy rico para describir emociones que llevan una persona hacia otra, desde la atracción sexual más efímera, pasando por el amor que disuelve el ego, hasta la fuerza destructiva de la obsesión. Lo que nos falta son formas de describir y comprender el “amor” que puede existir entre docenas de gente a la par; este es el tipo de amor que se expresa en un ritual extático. (Ehrenreich, 2007: 13-14)
Victor y Edith Turner vinculan la communitas únicamente a momentos liminales, a situaciones efímeras de cambio social, por lo general incontrolables. Efectivamente, su aparición no se puede forzar, pero al menos se pueden disponer los elementos que favorezcan que surja. Así sucede en los procesos de creación y los talleres de Cordero y Evelin: este fuerte sentimiento de comunidad aparece en sus talleres no de forma descontrolada y azarosa, sino a partir de un estudio de precisión sobre los elementos que permiten su despliegue. La communitas no es en sus trabajos el objetivo, sino una herramienta para favorecer una corporalidad con la que trabajar en escena o con la que experimentar socialmente formas de comunidad. Por supuesto, aunque sus objetivos no sean terapéuticos, las communitas que fabrican funcionan como herramienta de reparación social, de transformación de los cuerpos hacia una mayor accesibilidad, hacia superación de límites y barreras psicológicas y sociales, con una mayor capacidad de empoderamiento. Esta formación controlada de communitas se podría entender así en términos de lucha activa contra la necropolítica de una forma similar a la “estrategia de la alegría” tal y como la planteaba Roberto Jacobi para referirse a una serie de actividades culturales disruptoras desarrolladas bajo la dictadura argentina que “procuraban la defensa
72 del estado de ánimo y buscaron potenciar las posibilidades de los cuerpos, frente a la feroz estrategia de ordenamiento concentracionario y aniquilamiento desplegada por el terrorismo de estado.” (Lucena 2012: 113) Se trata de un empoderamiento de los cuerpos por medio de la creación de un cuerpo común que favorezca y estimule la confianza en uno/a mismo/a y en el grupo, que elimine miedos y temores, que permita al sujeto salir de sí mismo hacia nuevas sensibilidades, que invite a abrazar la diversidad. Se trata una política de la alegría en la que el placer del cuerpo común reactiva cuerpos paralizados, tristes, cohibidos, aumenta sus capacidades, una estrategia de la celebración que apunta a una intensificación de la vida frente a las necropolíticas que la agotan y expropian. La teoría política ha desconfiado de estos momentos de communitas, porque, tal y como indica Edith Turner, “tristemente, se puede prostituir para producir prejuicios contra un «enemigo»”. (2012: 6) De hecho, una de las razones por las que el concepto no tuvo éxito inmediato, sino que se fue recuperando poco a poco a lo largo de décadas, según Edith Turner, es por la cercanía de su articulación con las imágenes de los encuentros de masas nazis exaltadas en Nuremberg, de modo de las formas de entusiasmo colectivo se asociaron directamente con el fascismo. Por ello es especialmente relevante diferenciar las formas de communitas que se forman de manera espontánea, las organizadas por ciertos poderes con fines de persuasión o manipulación y las que se generan en entornos de investigación, determinadas por un propósito de experimentación, disidencia y una ética del cuidado y de la responsabilidad de grupo e individual. A este respecto merece la pena prestar atención a tres cuestiones que permitan diferenciar estas formas de exaltación del sentimiento comunitario en relación a los medios, principios y valores que las rigen. Por un lado, a las communitas que se fabrican en entornos de experimentación como los de Cordero o Evelin no se llega simplemente de manera gozosa y fácil, sino a partir de un trabajo constante sobre la accesibilidad del cuerpo que implica un esfuerzo en la superación de barreras individuales y de conflictos colectivos. En términos personales se da una confrontación constante con los propios hábitos y los propios límites. Tal y como explica Aitana Cordero, no se trata de llegar a un estado, de alcanzar una nueva capacidad, sino de un movimiento continuo de conducir al cuerpo siempre más allá de lo que ya puede hacer, de aquello a lo que ya se había abierto (Cordero 2018). En un proceso en el que la continua superación de barreras es el objetivo en sí mismo, la incomodidad es constante. Resulta gratificante en la medida en la que el cuerpo se flexibiliza y empodera, pero el proceso de luchar contra los propios lími-
73 tes, de embarcarse en acciones desacostumbradas es doloroso. Esta es una diferencia crucial respecto a las communitas fabricadas con fines de manipulación, en las que el sentimiento de comunidad es directamente concedido de manera gratificante. En los laboratorios de Evelin o Cordero, los conflictos, además, no sólo se dan en un plano individual, sino que también se dedica gran parte del tiempo a resolver los diversos problemas que se dan en un nivel colectivo. Tal y como relata Evelin (2017) la tercera vez que se presentó la pieza en Bélgica, durante los talleres previos se acusó de abuso sexual a un chico africano del grupo. Evelin no quiso interferir en la horizontalidad que se había establecido desde el principio y tomar decisiones como autor, así que enfrentó al grupo a la situación de tratar colectivamente el problema. Dedicaron cuatro días completos a discutir, tomar conciencia de los propios prejuicios, escucharse durante horas y soportar discursos racistas y xenófobos, hasta que consiguieron llegar a una solución. Los talleres de Batucada son un lugar de fabricación de communitas, pero también de confrontación y discusión sin líneas de acción predefinidas frente a los conflictos, sin lemas que defender, ni líderes. Por otro lado, la communitas que se generan en estos laboratorios no implica una pérdida del yo, de su voluntad y de su capacidad de decisión en el momento extático del cuerpo común. Tanto Aitana Cordero como Marcelo Evelin desarrollan prácticas que nunca funcionan como obediencia ciega, a partir de la identificación sencilla con el grupo, sino por medio de la asunción de responsabilidades. La afirmación de Cordero es reveladora a este respecto: “Me interesa la entrega, pero no la muerte.” (Cordero 2018) Lo que se busca es un cuerpo accesible, su sujeto comprometido, con disponibilidad para involucrarse en la situación experimental, pero no un individuo que anule su singularidad, que se embarque en situaciones que le lleven a la pérdida de conciencia y al olvido de sí, que se lance a abrazar causas ajenas sin haber calibrado antes cuál es su propia responsabilidad respecto a ello. En las prácticas que propone el individuo no se diluye en la voluntad del grupo, sino que debe asumir personalmente su propia presencia y el tipo de participación que despliega. Según la expresión de Cordero, se trata de “compartirse, pero no de perderse.” De hecho, al igual que no se trata de llegar a un estado o de alcanzar capacidades específicas como objetivo, tampoco la pertenencia al grupo está dada de una vez por todas, sino sometida a una actualización constante. Así lo explica Cordero: “Continuamente estamos entendiendo qué nos convierte en grupo: ¿es hacer lo mismo? ¿Es compartir el hecho por ejemplo de que todos tenemos un zapato menos? ¿Es que sentimos lo mismo en este momento?” (Cordero 2018) La pertenencia al colectivo y el posible sentimiento de comunidad no está dado a priori ni de manera sencilla, tampoco se concede de una vez
74 por todas: la idea, en cambio, es que cada participante atienda a sus acciones y reflexione sobre su capacidad de generar comunidad en cada momento, teniendo en cuenta que no se puede dar por hecho la efectividad de ninguna acción, dado que todas están ancladas en situaciones específicas, de acuerdo al principio de actualización constante, fundamental en el trabajo de Cordero. Por último, dado que la communitas de estos laboratorios implica esfuerzo en la superación de límites, responsabilidad respecto a la propia presencia y acción, hay un tercer elemento fundamental que evitaría la posible deriva del grupo hacia actitudes agresivas o descontroladas, tanto hacia dentro como hacia fuera de la comunidad. Los cuidados y el respeto en esas prácticas son fundamentales, precisamente porque son procesos que implican un cierto sufrimiento personal. Son necesarios para rebasar fronteras psicológicas y sociales, para generar espacios de cierta libertad con reglas diferentes a las habituales. Evelin (2017) relató un caso que da cuenta de la atmósfera de respeto que se fabrica en los talleres: en la preparación de
Batucada en Salvador (2015), en una práctica de “ser masa” con el resto de grupo, llegaron a una situación de accesibilidad máxima del cuerpo, en la que había conciencia, pero poca posibilidad de control de los movimientos. Tal y como relata Evelin, una mujer tuvo un orgasmo de varios minutos que no reprimió. El resto del grupo, a pesar de que la situación se podía prestar a abusos o bromas, registró, respetó y apoyó la situación, sin realizar comentarios, ni chistes a continuación. Estas actitudes no son espontáneas, sino que dependen de la fabricación de un entorno de cuidado y respeto. Resulta difícil ponerlo en palabras, ya que no depende de máximas o de principios, sino de tacto, escucha y atención, actitudes que tiñen todas las acciones y comentarios que componen el laboratorio. Estos tres factores y las estrategias desarrolladas para trabajar con ellas dan cuenta de las maneras en las que efectivamente se puede trabajar sobre un cuerpo colectivo sin que el yo se pierda en la masa extática, pero en el que se genere un fuerte sentimiento de comunidad. Esto convierte a estos talleres y laboratorios en espacios de empoderamiento, vitales, estimulantes para la vida social tanto frente a las necropolíticas, como a las diversas formas de aislamiento e inmunización que se inoculan constantemente en el funcionamiento social. El propósito de esta charla era mostrar cierta dimensión política de determinadas prácticas artísticas contemporáneas, alternativa al proyecto de la crítica. Ésta es fundamental, en tanto permite realizar diagnósticos agudos del presente, permanecer con un espíritu de cuestiona-
75 miento y de insatisfacción necesario para cambiar el estado de cosas. Pero solamente la crítica no es capaz de producir la transformación necesaria. Tal y como lo formula Amador Fernández Savater, “El fracaso de los proyectos emancipadores de izquierdas hoy es que no son capaces de fabricar modos de vida.” (2016) La crítica por sí sola no es capaz de producir modos de vida que propongan alternativas o entren en competencia con los modelos actuales. Justamente aquí reside la necesidad de reinventar los modos de habitar y ser cuerpo. Y ahí la experimentación que se propone desde las artes escénicas, como artes basadas en el cuerpo, el colectivo, la copresencia y la relación presenta un enorme potencial como movilización empoderante y vitalizante de los sujetos en la prueba de corporalidades abiertas y confiadas en comunidades de afecto y compromiso.
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* Victoria Pérez Royo es investigadora en artes escénicas. Directora Académica del Departamento de Filosofía de la Universidad de Zaragoza. Es co-directora del Máster en Práctica Escénica y Cultura Visual (UCLM). Es profesora de Estética y Teoría de las artes en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Zaragoza, profesora invitada en el Máster en Coreografía y el Grado en Danza de la Palucca Schule (Dresden) y en el Máster SODA (Berlín). Obtuvo la Beca postdoctoral de InterArt (2009) y la Beca doctoral (2005-2007) de la Caixa y el DAAD en el Instituto de Ciencias del Teatro de la Universidad Libre de Berlín. realizó una estancia de investigación (2000-2002) en el Instituto de Ciencias del Teatro de la Universidad Johann Wolfgang Goethe de Frankfurt. Es Doctora en Filosofía, especializada en Estética y Teoría de las Artes, por la Universidad de Salamanca, con la tesis doctoral titulada Danza
y tecnología. Modelos de interacción. (2007). Autora del concepto “Tanz und Architektur / Tanz im Kontext” (Danza y arquitectura, danza en contexto) en Hamburger Bahnhof, Museo de Arte Contemporáneo de Berlín, Septiembre de 2007 (junto con María Buendía). Editora de los libros Bailar el común, Mercat de les Flors (2016); ¡A bailar a la calle! Danza con-
temporánea, espacio público y arquitectura (2008), Práctica e investigación / Practice and research (2010) junto con José Antonio Sánchez y To be continued. 10 textos en cadena y unas páginas en blanco (2011) junto con Cuqui Jerez.
79 Coréuticas de la convivencia Roberto Fratini
Nota: El siguiente escrito ha sido elaborado a partir de la transcripción, amablemente realizada por la doctoranda Sara Gómez, de la conferencia que tuve el honor de impartir el Mayo pasado. Por razones de tiempo no pude entonces exponer en todas sus partes mi argumentación. Decidí por ende añadir a la transcripción de la conferencia real todas las informaciones y especulaciones que me parecían imprescindibles para ofrecer un cuadro suficientemente extenso (cuando no exhaustivo) de la categoría de fenómenos que fue objeto de la presentación. Al mismo tiempo, no quise modificar demasiado el tono relativamente coloquial e informal de esa presentación. El resultado es un texto bastante extenso, que me ha parecido correcto completar con referencias muy sucintas a las fuentes utilizadas, sin pretender en lo más mínimo cumplir con los requisitos de un elaborado académico. Mientras terminaba de poner orden en los materiales aquí reunidos yo y muchos compañeros del CSD recibimos con mucho dolor la noticia de la muerte de Jordi Fàbrega. Al amigo, al compañero, al cómplice dedico, con infinita ternura, este extraño viaje.
80 I remember only the grandiose moment when they all started to sing, as if prearranged, the old prayer they had neglected for so many years - the forgotten creed. (Arnold Schönberg, A Survivor from Warsaw)
FIAT STULTITIA, PEREAT MUNDUS (Anónimo)
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E
n esta comunicación se mencionarán y comentarán sucintamente algunos de los modelos o formatos coréuticos que en la danza de las últimas décadas han encarnado, con o sin premeditación (y en el marco de agendas políticas tanto conscientes como subliminales), otras tantas ensoñaciones, profecías, alegorías de lo comunitario. Precisamente por el hecho de que la agenda política subyacente en dichas
formalizaciones de la danza grupal no es siempre consciente (en algunos casos es claramente subliminal), se tratará también de ver en qué medida los mismos formatos coréutico-comunitarios consiguen ser eficazmente coreopolíticos (según un marco conceptual al que se acogen estas jornadas) y cuáles factores culturales pueden impulsarnos a redimensionar, cuando no a poner radicalmente en entredicho, la amplitud y eficacia de su prestación política. Es de suponer que en esta cautela analítica anide, en resumidas cuentas, una duda más general sobre el real alcance teorético e ideológico de una noción actualmente tan aceptada (y a vario título “reconfortante”) como la de coreo-política. No es mi intención discutirla. Me conformaré con contribuir a la tarea, complicada y necesaria, de “des-obviarla” y des-banalizarla: una hazaña que implica demostrar a qué cociente de banalización ideológica (o peor, de falsa conciencia y de disidencia inane) pueden exponerse proyectos incluso muy benévolos de convergencia directa entre praxis dancística y acción política. Asumiendo el riesgo de aguar las fiestas a
81 esa “conciencia feliz” que viene siendo uno de los rasgos más cabalmente angelicales de las vanguardias, he querido someter a un rastreo conceptual tanto propuestas coréuticas desarrolladas desde la praxis independiente y minoritaria de la así llamada “danza de arte” (si se me perdona la palabrota), como fenómenos coreo-grupales maistream, surgidos espontánea o estratégicamente del medio de la cultura popular, impulsados todos ellos, entre otros factores, por un trend de dimensiones incalculables que llamaremos, a falta de mejor puntería lexical, auto-estetización societaria: productos, en suma, de una creciente porosidad, fomentada por la cosmovisión posmdoderna, entre la esfera vivencial o privada, la esfera política o societaria y el campo - nebuloso, difuso e inflacionario - de la creatividad o artisticidad: una tendencia del imaginario que podemos a vario título rastrear en las prácticas de creación y edición de la subjetividad (cuando no de auto-ficción) facilitadas por los social networks, en la creciente re-significación estética de las prácticas deportivas (de la aeróbica al Zumba al Ballet-fitness), y en el reciente “giro performático” de la idea de movilización (la noción de “fiesta” o “jornada” permite intuir de qué estoy hablando). El elenco podría extenderse. Y desde luego que tampoco las prácticas independientes y minoritarias son del todo ajenas a este paradigma. Si subrayo la amplitud de su aplicación es porque la idea de “artisticidad” y el fastoso ajuar de fantasmas que la acompaña, se han visto asignar con fuerza inaudita, en las últimas décadas, un rol casi exclusivo de mediación precisamente entre los dos ámbitos restantes, el público y el privado: la acción auto-creativa se ha convertido, en otros términos, en la manera preferente, por no decir exclusiva, de personarse el sujeto íntimo en los fueros del debate político. Algunas las propuestas teóricas más lúcidas sobre coreo-política (de André Lepecki a Judith Butler) se han negociado, más o menos acertadamente, en este linde y en sus eventuales evaporaciones, para aconsejarlas o programarlas, delegando casi invariablemente a las poéticas la gestión del diafragma micro-político entre espacio público y privado. Por eso mismo, tampoco he querido, al destacar el carácter poli-genético de las coréuticas contemporáneas (hijas algunas de la premeditación poética - que posee todos los rasgos de un wishful thinking- otras de cierto automatismo consumista - que posee todos los rasgos de una ensoñación -), olvidar que la contaminación entre estos dos frentes de actuación (una filtración progresiva de las prácticas pop en los santuarios de la vanguardia y viceversa) ha sido y sigue siendo uno de los fenómenos más políticamente elocuentes de los últimos años. Su principal beneficio espiritual es habernos enseñado que las ensoñaciones son a veces muy programáticas; y que los programas son a veces condenadamente oníricos.
82 2 Dicho lo dicho, intentemos esbozar una especie de catálogo de las coreúticas que visitaremos y de las “figuras de colectividad” que, por separado, esgrimen. Hablaré de comunidades neo-tribales (en la cultura hip-hop, o en fenómenos de marketing cultural como el que concierne La Horde); de comunidades secretas o subliminales (en ciertos experimentos coréuticos contemporáneos, como los Fernands de Odile Duboc); de comunidades aurales (en prácticas grupales como el flocking); de comunidades viscerales o de
contacto (en el contact improvisation), de comunidades exponenciales o de conflicto (en el Mosh Pit o en el Wall of Death de ciertos conciertos punk), de comunidades de atención (en ciertas reinterpretaciones contemporánea del concepto de sincronismo o unísono) y de comunidades Sonrisas y Lágrimas (en la apoteosis empalagosa del Flashmob y de otros formatos coreútico-festivos). Movernos por esos paisajes más o menos abyectos, seleccionados según una precisa acotación cronológica (son todos sucesivos al ’68), no nos ahorrará citar ocasionalmente las experiencias y formatos coréuticos que han marcado la historia de la modernidad antes de la epopeya contestataria, por una razón sencilla: las comunidades con las que soñaron las generaciones de después del ’68 son casi invariablemente una contrapartida polémica (y en el peor de los casos un reflujo sintomático) de los paradigmas opresivos, de las comunidades fracasadas o denegadas, de las coreúticas poco generosas, que esas generaciones imputaban, aborreciéndolas, a las costumbres sociales y dancísticas de las generaciones anteriores. Puestos a empezar la casa por el tejado, vamos a esbozar aquí un sucinto listado de rasgos comunes a prácticamente todas las categorías coréuticas que acabo de nombrar: 1) Todas ellas son, tomando prestado un concepto foucaultiano, heterotopías: representan en suma otras tantas realizaciones concretas de una excepción o alternativa consciente (en algunos casos marginal) al status quo, que sin embargo, precisamente en virtud de la excepcionalidad y excedencia de sus normas de funcionamiento, termina exponiendo y delatando - simplificándolas - las reglas, los paradigmas, las estructuras vigentes el propio status quo, es decir, en la realidad que acepta incluirlas sólo al precio de programar su exclusión (el “parque temático” con sus reglas del juego, con su fenomenología tuneada, con su filosofía festivo-regresiva, es un excelente ejemplo de “heterotopía”: su éxito consiste en vendernos como ri-
83 sueña excepción al mundo invivible que vivimos una perfecta alegoría concreta de ese mismo mundo: Disneyworld es un resumen de la actualidad al desnudo). Por mucho que las ensoñaciones comunitarias aquí representadas se presenten como excepciones o prácticas disidentes, subsiste el fuerte riesgo de que en lugar de ser utópicas (o tal vez por querer serlo) terminen siendo heterotópicas: que proporcionen en suma un disfraz reconfortante, simplificado y vivencial de las reglas vigentes en el sistema al que pretenden oponerse; o se conviertan en expresiones muy vivenciales y directas de un consenso que consigue ser absoluto precisamente porque reposa sobre una ilusión, un mito de disenso. 2) Todas ellas remiten a la hipótesis general de que la danza puede encarnar un mundo más justo; todas remiten en suma a un extraño cortocircuito semántico que ha cruzado por todo el siglo XX, convirtiéndose en un motivo insoslayable de la mitología de la danza moderna, y que consiste en asociar espontáneamente la danza (y su supuesta espontaneidad) a la idea de libertad y a la idea de liberación; según el mismo reflejo semántico condicionado, la danza es obviamente heredera de todas las promesas de felicidad y emancipación formuladas o desatendidas por la historia planetaria; la guardiana de los últimos milenarismos (la aciaga alianza entre ideario New Age y poéticas de la danza es, en muchos aspectos, sintomática de esta incombustible forma mental). 3) Todas ellas tienden a funcionar paradigmáticamente: se asumen y presentan, con más o menos premeditación, como laboratorios en vivo, exempla de una norma general o de un nuevo orden de tipo alternativo. Por un lado, se publicitan como la vivencia directa de un colectivo de personas; por otro, pretenden, precisamente a fuerza de la auto-evidencia de su funcionamiento vivencial, encarnar un modelo societario o comunitario potencialmente universal. No las entenderemos mientras no tengamos en cuenta un modelo de cosmología - veladamente apostólico y evangélico - que apuesta por sustituir a un sistema de reglas un ejemplo de vida, a una pregunta teorética, una respuesta pragmática. Cristo fue el primer artista de acción. 4) A raíz de esta ortodoxia vitalista, todas las coréuticas en cuestión desafían, desconvocan o desatienden a vario título la idea de escritura, tanto en sentido literal (por aborrecer las virtudes sumamente inhibidoras y destrempantes del comentario) como en sentido figurativo (por aborrecer la idea tradicional de coreografía, al considerarla como una ingerencia indebida sobre la vitalidad del cuerpo de los poderes amortizantes que la crítica posmoderna asocia a los actos de escritura); todas desafían cualquier idea de transcripción; todas lidian de alguna
84 manera con las retóricas (todavía condenadamente duncanianas) de la Improvisación, incluso cuando no renuncian a planificarse y programarse de forma detallada. Dicha planificación irá infaliblemente dirigida a garantizar, como veremos, una intacta sensación de impromptu. 5) Todas resultan, de una forma más o menos paradójica, armónicas: aluden sustancialmente a la posibilidad de reconstituir la unidad del colectivo en términos estrictamente performativos, no ya a partir de un imprinting exógeno (como el ritmo musical o las instrucciones y deliberaciones de un coreógrafo); sino a partir de un cohesionante endógeno, cuya naturaleza suele ser somática. Se trata en suma, casi siempre, de colectivos que exhiben una capacidad patente de auto-regulación (o en algunos casos de auto-desregulación). Su metáfora subyacente no deja de ser la noción musical de “vibración por simpatía”. Me atrevería a decir que, si marcan una diferencia con respecto a las coreúticas tradicionales, esta diferencia consiste fundamentalmente en haber remplazado una idea “melódica” de prestación colectiva con una idea “armónica”. Se trata en resumen de mantener a raya el espantajo ideológico del “cuerpo de baile”, herencia pesada del ballet tradicional y de mucha danza moderna, con tal de desplegar un “baile de los cuerpos” emancipador y espontáneamente cohesionado. Así pues, de un colectivo “virtuosista” regulado por la melodía musical y por el “esqueleto” rítmico de esa melodía (ver el ballet clásico como una especie de Totentanz generalizada es la miopía favorita de la modernidad), pasamos a colectivos cada vez más volcados en encarnar virtuosamente los aspectos armónicos de la música o en vehicular carnalmente un potencial de “concertación” que atañe a la noción misma de pluralidad. Al prestigio del tiempo o tempo, que son prerrogativas musicales tradicionales (y que solían desplegar dispositivos lineales “indiferentes” al lugar en el que se inscribían), responde una inaudita sensibilidad por el espacio como res extensa y por los espacios como sede de materialización de la pluralidad real. Por la misma razón, y porque al ritmo es fácil asociar valores de tipo militar, no hay prácticamente formato coréutico de tipo pacifista o igualitario que no se acoja a una especie de “arritmia” ideológica; que no vislumbre la igualdad como producto de una pluralidad intensiva y, hasta cierto punto, preterintencional. 6) Si el cuerpo de baile se teje por precisión, el baile de los cuerpos se texturiza por aproximación: casi todas las nuevas coreúticas cambian los criterios “textiles” y ortogonales de la composición clásica por valores texturales de densidad, de concentración y de contacto, que priman, entre otras cosas, por la promesa humanista que conllevan. Una interesante variante metafórica del mismo principio sería la de afirmar que, generalmente, los formatos coréuticos inspirados en algún tipo de heterotopía comunitaria de los cuarenta últimos años, cambian
85 la topografía del cuerpo de baile tradicional por una topología del cuerpo colectivo (Fratini, 2012). 7) Al cultivar una fuerte confianza en la armonía comunitaria como proceso abierto, por no decir work in progress, casi todas las “coralidades” de nuevo cuño tienden a ser, a presentarse, o incluso a disfrazarse, como sistemas emergentes: su regla del juego, su norma cinética, su estilo, su discrimen formal o choregraphic intrigue (según la expresión de Trisha Brown), atañen casi únicamente a la forma específica que asume, en ellos, la emergencia de la sintonía como valor acumulativo o coyuntural, producto de la naturaleza o de la buena voluntad (o de la buena voluntad de la naturaleza). Las metáforas didácticas que alimentan su imaginario lo confirman: floración, explosión, proliferación, contaminación, contagio, epidemia. No es un caso que patrones climatológicos o biomórficos de este tipo fueran analizados ya en los años 20 por Elias Canetti en el tentativo de elaborar algo así como una taxonomía del comportamiento cinético de las masas (Canetti, 1921).
3 En este punto se hace necesaria una pequeña digresión. Volveré varias veces sobre las analogías insospechadas (ideológicas y en algunos casos formales) entre las tipologías coréuticas típicas de la posmodernidad y al amplio abanico de usos cinéticos del colectivo (movilizaciones, manifestaciones, ceremonias, Thingspielen, randonnées deportivas, etc.) en que los regímenes totalitarios de la primera mitad del siglo brindaron prestaciones siniestramente titánicas (Guilbert, 2000). Si es cierto que ambas clases de ensoñación coreútica proponen una palingénesis general de las instancias comunitarias en abierta polémica contra el modelo societario vigente, no es menos cierto que ambas cultivan una imagen de colectividad muy gráficamente influenciada por la noción (física y sociológica) de masa. La paradoja de juntar en un único alegato la noción de comunidad y la de masa es tan evidente que explica ella sola la enorme inversión de energías poéticas y políticas que se aplicó, antes y después del segundo conflicto mundial, a reconciliar dos conceptos tan incompatibles. Quizás entender a qué tipo de imaginario cultural se asocie la noción de masa en los paisajes culturales de la primera y de la segunda mitad del siglo ayudará a entender algunos caracteres destacados de las fenomenologías coreúticas de ambas épocas. Es sin duda parte del arsenal ideológico del totalitarismo
86 histórico atribuir a las masas - concepto de cuño reciente a comienzos del siglo XX - un inaudito potencial de “agencia” política (el programa de cualquier totalitarismo contiene infaliblemente la promesa de devolver a las masas el supuesto protagonismo político que les fue arrebatado); al mismo tiempo, ninguna conspiración totalitaria ignora las ambivalencias de la masa: su climatología impredecible, su ingobernable carácter timótico, su fuerza de impacto y capacidad destructiva; el espectro, en resumidas cuentas, de sus espontáneas derivas cinéticas, de sus movilizaciones indebidas y letales. De aquí que el programa coreográfico promovido por el régimen fuera volver comunidad las masas regulándolas en una festiva simulación de orden perfecto, de simetrías sublimes, de patrones compactamente geométricos y sincronías oceánicas: enmendar el desorden que (al menos en el caso de la Alemania nazi) impedía a las masas dedicar su fuerza titánica a la constitución unitaria de una Volksgemeinschaft o comunidad de pueblo compacta. Opuestamente, buena parte de las coreúticas surgidas a raíz del pensamiento disidente de la posguerra pertenece a un mundo ya ampliamente acostumbrada a desconfiar del comportamiento de masas (y de la cultura inherente), precisamente porque, acogiéndose a la visión de Durkheim, asocia tales comportamiento y cultura a fenómenos de conformismo extremo, obediencia, encasillamiento, consenso. De aquí que su programa coreográfico apunte a volver
comunidad la masa consensual involucrándola o invitándola a una simulación - también festiva - de desorden fecundo, de asimetrías terrenales, de patrones dispersivos y sincronismos aproximativos. Hacer en suma lo opuesto al dictamen totalitario: enmendar precisamente el
orden que impedía a las masas convertir su movimiento natural, su meteorología, su dinamismo impredecible en un nuevo factor de concordia universalis. La diferencia entre las masas totalitarias de los 30 y los grooves contestatarios de los 60 no concierne ni el “pacto con la inmanencia” (ambos comparten la idea de que la comunidad sea un advenimiento, y de que su naturaleza sea incontrovertiblemente performativa), ni el pacto con la idea de “agencia colectiva” (ambos comparten la idea de que el agente principal del porvenir y de la coréutica que lo ilustra sea siempre una “extensión continua de cuerpos” y no ya un “conjunto articulado de sujetos”). Concierne, más bien, la noción de “orden espontáneo” que expresan los modelos de inmanencia invocados respectivamente por la masa totalitaria y la masa contestataria: la primera es una masa cuya espontaneidad desprende elevados valores de perfección porque la cuadradura entre inmanencia y eternidad que propone se pretende absoluta y sin residuos: la manifestación nazi no sirve para otra cosa que para vehicular la sensación de que, sincronizando sus partes, la masa está también sincronizando su presente con la eternidad, el orden supe-
87 rior que es llamada a encarnar; la segunda es una masa cuya espontaneidad desprende valores de imperfección porque renunciando al farol de la eternidad atribuye un valor incontrovertiblemente constructivo y una autosuficiencia indiscutible al momento presente. En el primer caso hablaremos de una masa fatal, cuya perfección es espontánea; en el segundo de una masa
casual, cuya espontaneidad es perfecta. Suprematismo kitsch versus ecumenismo camp. Ambas (tanto la organización marcial de la manifestación nazi, como la desorganización pacifista de la coreútica contestataria) confían en la capacidad de un conjunto desordenado de alcanzar algo así como un orden, una harmonía impredecibles, autógenos y a vario título “naturales”, y de vehicular, a través de este orden, un mensaje o exemplum específico. Todo es justamente entenderse sobre la noción de “orden natural”. Los totalitarismos se afirman sobre el trasfondo de una Weltansschaung ampliamente vertebrada por conceptos “termodinámicos”: la noción de entropía, que se ajustó tan tempestivamente en los años 20 a las especulaciones sobre el comportamiento de masas, fue también la palabra clave de un discurso muy general sobre disipación, degeneración, dispersión, pérdida de energía y amortización. La noción física de entropía pasó insensiblemente de definir la posible muerte térmica del universo a definir el posible fracaso histórico de civilizaciones, naciones, clases y razas. Y la obsesión psicótica del régimen era imputar a los cruces y mestizajes raciales y culturales un poder veladamente cosmológico de disolución. La extraordinaria “dureza” de los patrones coréuticos adoptados por los organizadores de las randonnées del régimen eran por ende una manera gráfica de congelar la masa del pueblo en el más acá del desorden entrópico, de la confusión, de la contaminación y de la dispersión que los ideólogos del régimen asociaban tanto a las posibles derivas comportamentales de las masas insurrectas como al eventual deterioro del genio biológico de éstas. La teoría de la entropía cualifica de “ordenado” sólo un sistema molar cuya configuración esgrima simetrías suficientemente reconocibles y relaciones suficientemente discretas como para que resulte altamente improbable que el sistema mismo las produzca de forma aleatoria. Al mismo tiempo, la teoría considera que sólo este orden, frágil e improbable, es productor de “información” (dicha información, en la coreútica totalitaria, es la concordia milagrosamente espontánea de la masa sincronizada por su pacto con la eternidad y con la pureza, siempre amenazado por los posibles agentes de confusión - judíos, bolcheviques y otras naciones -). Opuestamente, la noción de orden que se deja apreciar en las coreúticas posteriores procede de climas culturales e imaginarios científicos que, ya a partir de los años 60, se veían influenciados por la teoría de la información. Dicha teoría sigue afirmando que una configuración improbable del conjunto es productora de información pero, a diferencia
88 de la teoría de la entropía, niega que una configuración altamente simétrica sea más improbable o más informativa que cualquiera de las configuraciones asimétricas o casuales que el sistema pueda producir si se le abandona a su caos (antes de que el 68 lo cargara de cometidos ideológicos, la elevada discreción de los conjuntos de movimiento o sonido creados por los procedimientos aleatorios de Cunningham y Cage brindó la ilustración más coherente de este optimismo formal inherente al caos). En otras palabras, cualquier desorden aparente puede considerarse como la emergencia espontánea de un orden que es democrático, equivalente y ejemplar en todas sus posibles variantes. La información específicamente vehiculada por los conjuntos casuales de las coreúticas contestatarias y poscontestatarias pasa a ser, por ende, la de una harmonía universal aleatoriamente producida por la libre aglutinación de subjetividades moleculares, emancipadas e interactuantes. Al estrés simétrico de la comunidad termodinámica (con sus moles, bloques y
chunks) sucede el asimétrico relax de la comunidad informática (con sus bytes de subjetividad, flujos y grooves).
4 A su vez, tanto las fluctuaciones de la noción de orden como las valoraciones del potencial de prestación semántica que se atribuya a la pluralidad en tanto agente performativo reflejan, a lo largo de todo el siglo XX, una incansable negociación con la idea de coro, o choros. El coro es uno de los enclaves conceptuales más bienintencionadamente regresivos de la Modernidad: aquí la danza se ha topado con ambivalencias políticas suficientemente elevadas como para cultivar la ciega convicción de que su cometido fuera garantizar un uso virtuoso de principios y valores que la política del último siglo estaba empleando con finalidades acentuadamente abusivas. Aquí comenzó la aventura heterotópica de las coréuticas modernas y posmodernas. La raíz griega de la palabra choros se vincula semánticamente tanto a nociones generales de espacio (sobre todo de “espacio” como aquello que da cabida; de espacio como vacío o hueco producido por el desplazamiento de algo o alguien) como a nociones generales de danza.
Choros designa la forma “activa” del espacio como práctica deliberadamente colectiva: el gesto compartido de tematización efímera que convierte en espacio dado en espacio habitado y,
89 hasta cierto punto (sobre todo si se piensa en su relación genética con las configuraciones circulares - véase Carruesco, 2014 -) el acto de separación, segregación o en sentido estricto
localización (transformación de algo en lugar) que reafirma la diferencia específica entre la sede común (el mundus co-creado por los miembros de la comunidad) y todo lo que queda fuera de esta sede (lo inmundus en todas sus formas). Acto de inclusión-que-excluye, círculo de una comunidad cercada por mil amenazas de disolución, el choros se constituye a la vez por exclusión activa de los elementos ajeno (el bandido, el extranjero, el homo sacer de la violencia ritual) y por no inclusión deliberada de todo lo que rodea su rodeo (la tierra como marco y límite del mundo construido, de la ciudad, del sistema de leyes). De la coralidad así entendida, y de todo el ajuar ideológico que la acompañaba ha habido en el siglo XX, ya a partir de los años 10, un revival incansable: no se exagerará diciendo que el cho-
ros ha representado con toda evidencia el principal correlativo cinético del repertorio de mitos que está en las raíces del totalitarismo. Es más, si el mundo proto-nazi, entre todos, se adhirió con especial ahínco al “mito del coro” fue no tan sólo porque el mito cuadraba en general con el alucinatorio apego de la cultura alemana de entonces a temas “griegos”, sino porque precisamente de la naturaleza práctica e inmanente de la acción coral (y de todas las hazañas colectivas, cuya justificación reposara sobre el carisma autoimpuesto del hacer - también la guerra -) dependía la posibilidad de darle al revival de temas griegos una persuasividad, una vitalidad pragmática, un potencial de encarnación que no tenía precedentes en ninguna versión previa de neoclasicismo (Nancy y Lacoue-Labarthe, 1992). Por muy radical que haya sido la transvaloración postotalitaria, la fenomenología coréutica de los años 60 (sobre lo que volveré en breve) no ha sido del todo ajena a algunos de los lugares retóricos que habían regido ese revival. Si el paradigma biopolítico es la más longeva de entre las enfermedades hereditarias que atraviesan encriptadamente la aventura ideológica de la posguerra, y si el “teatro del cuerpo” de los 60 es en parte el reflujo sintomático de un enfoque corpóreo, de un somato-centrismo que había hallado en la Körperkultur proto-fascista su expresión más primitiva, es sobre todo porque las costumbres performativas de los regímenes de antaño han conseguido trasmitir con éxito a la posmodernidad una fuerte tendencia a desprestigiar la Bekenntnis (el conocimiento mediado, que supedita la acción a un acto mental de selección) en pos de la Erkenntnis (la vivencia como conocimiento de primera mano pragmáticamente infalible). Las catástrofes del siglo no han conseguido extinguir el vicio de considerar las prácticas corales como formas privilegiadas de auto-pedagogía experiencial y experimental
90 del colectivo; o formas exquisitas de un “aprender jugando” que, con el visto bueno de la pedagogía posmoderna, ha condicionado catastróficamente nuestras costumbres en materia de formación y concienciación (Fratini, 2015b).
5 No puedo prometer, aquí, ninguna historia de la coréutica del siglo XX (porque el tiempo del que disponemos y mis conocimientos la harían bastante impracticable). Si se asume que las retóricas del coro (o el mismísimo hecho de que la coréutica se convirtiera en un apartado pedagógico independiente ya con Laban) fueran hijas de una neurosis cultural, será en cambio útil y necesario, llegados a este punto, aislar el modelo que todas las ensoñaciones comunitarias, modernas y posmodernas tienden a renegar o inhibir - el prototipo coréutico que, resumidas cuentas, todas se resisten a desear -. Mapear la estructura del coro como complejo cultural significa detectar la deuda genealógica de la que las prácticas coréuticas del último siglo piden con insistencia sospechosa independizarse. Me limito a esbozar el tema: en muchos aspectos, el que la idea de comunidad insista tan histéricamente (sobre todo en sus peores aplicaciones políticas, allá por los años 20 y 30) en la somatización, cuando no en la “racialización”, de su principio unificador, autoriza a considerarla una expresión más del poderoso sino anti-genealógico que ha determinado el destino de la modernidad occidental. Me explico: entendida como performance de reconstitución de una identidad plural y vinculada a delirios de palingénesis, de re-inicio de la historia, la comunidad ofrece en fondo el fuerte aliciente ideológico de oponer a las deudas y a los deberes propios de la genealogía tradicional (procedencia, descendencia, tradición) las libertades de una “familia humana” presencial, electiva, autógena y basada en la acción. El carácter evangélico o cristológico de mucho comunitarianismo posmoderno (sobre lo que volveré) lejos de contradecir este cariz antigenealógico, lo confirma: a más de ser el primer artista de acción, Cristo fue pionero absoluto en alegar mecanismo autógeno de identificación con un padre que no era su pariente histórico y terrenal - al siglo José, artesano carpintero - (Sloterdjik, 2014). Los parentescos electivos son siempre más implacables que los heredados. Y pocos fenómenos son tan peligrosos como las reivindicaciones de inocencia.
91 El modelo a repudiar, el padre a matar ha sido con toda evidencia, a lo largo del siglo XX, la específica “receta coral” del ballet clásico, romántico o posromántico. Doy por sentado que todos tengáis una experiencia, más o menos intuitiva, del tipo de danza de conjunto que suelen desplegar los ballets. Me limitaré aquí a algunas observaciones. Un cuerpo de baile de tipo tradicional puede considerarse una alegoría o metáfora societaria. Ahora bien, el objeto de esta metáfora es sin lugar a duda y de forma exclusiva la sociedad cor-
tesana: por mucho que el ballet esté representando campesinos felices, pastores enamorados y aldeanos festivos, y por mucho que cierta crítica se obstine en interpretar su fenomenología como una representación del pueblo; y por mucho que algunos adoren ver en la subalternidad escénica del cuerpo de baile una metáfora o un síntoma de la subalternidad del colectivo en general, la verdad es que un ballet siempre y sólo representará las relaciones simbólicas y los valores dinámicos que rigen el entramado de la sociedad cortesana tal y como la describe Norbert Elias en sus prodigiosos ensayos sobre el origen de la noción de sociedad (Elias, 1969). Al modelo de “cohabitación política” que halló en la rutina cortesana de Versalles su expresión más gráfica, remiten prácticamente todas las prerrogativas del movimiento grupal en los ballets del repertorio: sincronismo, orden, exactitud, aplomb, levedad simulada, frontalidad respetuosa y respeto absoluto de unos “rangos” lineales que reproducen el sutil equilibrio jerárquico del estamento aristocrático de ancien régime. Podría decirse que el aspecto más molesto, para varias generaciones de motivadísimos democratizadores de la forma danzada, sea el espíritu indudablemente jerárquico del ballet. Pero si lo miramos con atención, el valor más insoslayable de esta receta grupal, - y el que con más virulencia se ve subvertido en las choro-políticas modernas y posmodernas - es propiamente la distancia: un cuerpo de baile sólo funcionará si sabe perpetuar un preciso patrón métrico-lineal de distancias objetivas entre los cuerpos. Todo el universo de la nobleza del an-
cien régime es análogamente un entramado de suspensiones, distancias e interacciones distales cuya tensión y resiliencia cuelgan literalmente de un hilo (porque su privilegio depende de baremos arbitrarios, que encubren violencias muy antiguas). Si hay algo igualmente arbitrario en el catálogo de destrezas ortogonales que permite a este colectivo moverse conjuntamente, es porque cualquier intento de comparar o compatibilizar con la realidad su tupido protocolo dromológico - su etiqueta cortesana y teatral - resultaría simplemente ruinoso; Versalles mantiene su poderío gracias a la hábil concertación compartida de un artificio fundamental, que es al comportamiento natural de los cuerpos lo que el diseño de Le Brun de los jardines
92 de Versalles es al paisaje. La ficcionalidad, las simetrías anti-realistas, la gratuidad ornamental son sus únicas garantías de persistencia y perdurabilidad. De aquí proceden también dos prerrogativas irrenunciables e interdependientes del comportamiento colectivo de un cuerpo de baile tradicional: la resiliencia y la isometría. [Pregunta del público: Qué significa isometría?] En el caso que nos concierne significa que, por mucho que haya movimiento, algunas relaciones de distancia no cambian; se reconstituyen, tienden a recuperarse o recompensarse todo el tiempo, como un algoritmo. Si de pronto, del campo de las relaciones entre cuerpos trasladamos el paradigma isométrico al campo de las relaciones dentro del cuerpo, nos acercaremos a los procedimientos improvisacionales y composicionales de un coreógrafo como William Forsythe, que es quien con más lucidez ha conseguido, en la segunda mitad del siglo XX, extraer de las normas y de las fraseologías al uso del ballet de repertorio un potencial “topológico” (Fratini, 2018b). Cualquier cambio en el conjunto de un cuerpo de baile (desplazamientos, subdivisiones, aglutinaciones) obligará a todo el conjunto a reequilibrarse, a reajustarse para reconstituir o salvaguardar la armonía, la simetría y el orden piramidal de la imagen. Lo mismo ocurría en la sociedad cortesana, que reposaba sobre el mantenimiento rígido de un sistema jerárquico de distancias claras o polaridades netas entre individuos (este sistema, que supeditaba los privilegios de cada uno a la cualidad directa o indirecta de su relación con el monarca en el tetris de la corte, resultaba muy útil para impedir la insurgencia de cualquier solidaridad o de cualquier oportunidad de federar el malcontento dentro de la misma sociedad): cualquier cambio de equilibrio o nuevo reparto de poderes dentro del conjunto de la sociedad cortesana, obligaba a todo el conjunto a desplazarse para reconstituir la arquitectura colgante de relaciones, la telaraña radial que le permitía sobrevivir. De paso, el único personaje que, pese a toda consideración de rango o título, gozara de cierta libertad de movimiento, que pudiera desatender ciertas normas ortogonales y brindar fabulosas excursiones dinámicas dentro del espectáculo social de la corte era, al fin y al cabo, la favorita o la putain du roi: la espectacular excepción que confirmaba una regla espectacular. Si hubiera que buscarle un significado metafórico a los roles tradicionales de la prima ballerina o étoile, sería sabio buscarlo precisamente en esta dirección (la historia del ballet lo demuestra: hasta finales del siglo XIX, varias étoiles tuvieron el controvertido privilegio de dictar subrepticiamente ley y de ejercer cierta influencia política
93 por ser, a más de grandes artistas, las mantenidas oficiales de zarevič y príncipes de sangre real). También, el aspecto más cansinamente denostado del ballet clásico, la inmovilidad preternatu-
ral del cuerpo de baile, obligado a hacer de decorado biológico a las evoluciones de los solistas, llega a entenderse sólo si se lo lee en el marco de dromologías exquisitamente cortesanas; no tan sólo porque la corte dieciochesca, el lugar en que la sociedad cortesana terminó de fraguar como constructo social, fue concebida para que una aristocracia desposeída de prerrogativas políticas, y convertida en el decorado biológico de un poder absoluto, no tuviera ya ninguna posibilidad práctica de “movilizarse” (Versalles nació para alejar el espantajo de la Fronde y capar políticamente una aristocracia muy dada al sabotaje de la autoridad estatal); sino porque, mucho antes de que Luís XIV la reeditara en clave absolutista, la facultad de inmovilidad, suspensión, catapausis, era una parte insoslayable de la antropología del cuerpo cortesano. Tal y cómo seguimos entendiéndola, la idea de danza se plasma en el medio aristocrático de la Edad Media con el objetivo explícito de distinguir la manera de bailar de los aristócratas de la manera de bailar del populacho (danza vs ballo - tanzen vs springen): la idea de danza remite en suma a una panoplia muy articulada de “tecnologías de la imagen de sí” que fue la principal aventura cultural aristocrática de la Baja Edad Media: coincidió de hecho con una fase de la historia política de Europa en la que los privilegios dinásticos y las garantías materiales se consolidaron lo suficiente como para que la nobleza de espada, acostumbrada hasta entonces a un ejercicio movedizo y violento del predominio, pudiera sedentarizarse. Según el nuevo sistema de disyuntivas y distinciones, si los plebeyos bailan descontroladamente, y si sus efusiones cinéticas, cuando no son dictadas por la necesidad estricta, no son sino
potlachs dinámicos, desmadres energéticos dictados por la incontinencia de los apetitos. Las epidemias de danza que arrasan la población de las ciudades en el crepúsculo de la Edad Media son en muchos aspectos los síntomas explosivos y a la vez inanes de una definitiva contracción de los espacios de movilización o insurrección otorgados a las turbas urbanas. Viceversa, el verdadero talento del aristócrata, y el producto exclusivo de su proverbial autocontrol, es la capacidad de retener toda deriva cinética. Pese a quien pese, la noción occidental de danza procede más de la apuesta por la inmovilidad como destreza superior que de la apuesta por el movimiento: un cuerpo de baile tradicional seguirá expresando ocasionalmente las inefables virtudes del freeze de abolengo que, como en los espejos de Versalles, le devuelve a toda una sociedad aquella “imagen propia” de la que detiene el derecho exclusivo.
94 Merece sin embargo la pena destacar que, pese a su marcado pedigrí estamentario, la prestación del cuerpo de baile en los ballets del repertorio no constituye un constructo alegórico
consciente, y no está vehiculando con premeditación ningún “programa” o mensaje de tipo político. Si retrata tan fielmente el paradigma de la sociedad cortesana, es precisamente porque el conjunto humano que la conforma no es consciente de su auto-inscripción ideológica en un producto cultural como el ballet, tan cabalmente destinado al entretenimiento. Esta despreocupación se debe a que el ballet alcanza su forma teatral definitiva en un período (hacia finales del siglo XVIII) en que los residentes de Versalles, al tener ya muy olvidadas las funciones políticas primitivas de su complicadísima etiqueta (esta ignorancia costará la cabeza a muchos de ellos), la sufrían más bien como una obligación acuciante pero insoslayable. En resumidas cuentas, el ballet fue el producto de un ulterior “giro ornamental” de las costumbres cortesanas: como género “decorativo”, nació en el momento en que el mismísimo ornamentalismo de la etiqueta terminó de emanciparse de sus razones materiales (cuando la publicidad del barroco cedió el paso al intimismo del Rococó). Por eso mismo, es simplemente demencial considerar el nuevo género como un formato de propaganda deliberada; es más bien, como todo constructo sintomático, la consecuencia de una estratificación lenta y relativamente inmemorial de comportamientos sociales que fueron “precipitando” insensiblemente en comportamientos escénicos. Si pudo darles un forma atlética y espectacular a los privilegios de
ancien régime, fue precisamente porque los heredes de esas mismas jerarquías ya se conformaban con bailar menuets muy discretos en sus espacios domésticos. ¿Por qué lo subrayo? Porque una de las paradojas de la Modernidad (y uno de los efectos de su ADN metadiscursivo) será, al contrario, tematizar y forzar deliberadamente la convergencia entre forma coréutica e instancias políticas: la conciencia de que las dromologías corales puedan expresar y propagar valores políticos es un invento genuinamente moderno y totalmente ajeno a la mentalidad del ballet clásico, cuyo necesario candor fue siempre y sólo reflejar con obtusa exactitud, o reflejar
irreflexivamente, igual que los espejos de Versalles, la topografía de las relaciones cortesanas coevas y la estética que de ellas procedía.
6 Será útil recordar que la mismísima noción de sociedad tal y cómo se la adopta a partir de la revolución francesa, representa el desarrollo de un invento exquisitamente propio de la so-
95 ciedad cortesana aristócrata, que es la civilisation (civilización) como precepto, destreza o conjunto de destrezas rigurosamente aprendidas, garantía de buena convivencia, cimiento del equilibrio social. Pese a un articulado y torpe intento de arraigar en la naturaleza los derechos fundamentales, el concepto de civilisation que los revolucionarios heredaron de la aristocracia de ancien régime, y al que pretendieron universalizar, predica en resumidas cuentas el carácter deducible y razonable del conjunto de reglas que distinguen a los civilizados de los bárbaros. Como en un ballet, también aquí la idea de equilibrio y la idea de artificio van cogidas de la mano. Tras la pretensión de deducir de la naturaleza las normas universalistas del nuevo orden republicano, el iusnaturalismo disimula una longeva tendencia a legitimar más bien con argumentos naturales el constructo totalmente racional de esas normas. Aún así, inauguran una alianza entre políticas y ciencias naturales (y por ende una peligrosa tendencia a ratificar la igualdad como la más “natural” de las situaciones) destinada a legitimar futuros usos políticos, regularmente catastróficos, de la Madre Naturaleza y de sus leyes innegociables. La naturaleza es un excelente mentor político mientras se la invoque para sostener argumentos racionales. En el momento pos-ilustrado en que se oficie el divorcio entre razón y naturaleza; en el momento en que las razones de la Madre Naturaleza se antojen incompatibles con los esfuerzos humanos de racionalización y superiores a éstos, las comunidades que se creen naturales empezarán alegremente a enterrar la civilización en fosas comunes. En relación al problema que nos concierne, la negociación de los valores naturales lleva a una disyuntiva bastante clara: si en la civilización del ballet clásico los aristócratas se disfrazan
de pueblo creyendo llevar una máscara, en las coréuticas de cuño moderno ocurrirá si acaso lo opuesto - el pueblo se disfrazará de sí mismo creyendo haberse quitado todo disfraz -. La contrapartida de desnudar al rey es proclamar la desnudez del pueblo como un valor absoluto. Dicha desnudez no es en realidad ni menos fantasmal ni menos ideológica que los vestidos nuevos llevados por el rey. Será un “disfraz identitario”: trocándose directamente sobre la arrogancia congénita, la falsa ilustración de la danza moderna, que es su convicción de haber dado con la verdad del cuerpo tras siglos de supersticiones, la arrogancia específica del colectivo danzante será coherentemente, a partir de comienzos del siglo XX, la pretensión de haber desmantelado los mecanismos de la ficción social y revocado el ballet estéril de los disfraces estamentarios, para que la familia humana se encarne a sí misma sin filtros ni inhibiciones. Sólo a raíz de este prejuicio puede explicarse el hecho de que las primeras coréuticas de la modernidad (y de paso la nueva boga del nudismo) se pusieran con tanto entusiasmo al servicio de
96 delirios identitarios o “personajes colectivos”, como la noción de pueblo, de nación, de raza, etc. se alió, en los mismos años, con los mismos delirios. Y en demasiados casos la coreografía alardeó de su responsabilidad y capacidad por nombrar con persuasiva exactitud sentimientos vagos, energías no canalizadas, diagramas timóticos de las masas modernas, saludando con cándido optimismo los colapsos de civilización y los inauditos reflujos de barbarie que son el legado más incómodo del siglo XX. Tal vez porque, a diferencia del cuerpo de baile clásico, cuyo comportamiento escénico despliega simplemente un corolario más de la Civilisation, el “coro moderno” o Bewegungschor (como se definiría en los años 20 y 30 un formato coréutico preferente de las poética de Agit-Prop - Hake, 2017) procede de una familia de valores que responde, ya desde finales del siglo XVIII, al concepto de Kultur y a la violenta empresa mental de “naturalización” que supuso. Por eso, es oportuno recordar que, por mucho que los dos términos nos parezcan actualmente casi intercambiables, Cultura y Civilización fueron, en el epílogo de la Ilustración europea, los polos de un debate encarnizado. El lema Kultur corre como la pólvora por los ambientes intelectuales alemanes de entonces (donde se le vinculará entre otras cosas a la configuración ideológica de los Nacionalismos románticos). La somatización de los mitos identitarios colectivos es parte de sus corolarios: la Kultur adora pensar la nación como un cuerpo único. De aquí a pensar el cuerpo como factor único de nacionalidad sólo hay un suspiro. Es también parte de sus corolarios la hipótesis de darle una salida pragmática a los instintos gregarios y a los sentimientos identitarios. La Wan-
derung (el vagabundeo o viaje sin rumbo) que funciona como motor de la subjetividad romántica es la raíz de las errancias nacionalistas, del excursionismo folklórico grupal promovido por movimientos juveniles (análogos al de los coetáneos scouts ingleses) como el Wandervö-
gel en las décadas de ascenso del nazismo. Y exactamente como la Wanderung romántica, que se basa en el impulso del sujeto a buscar erráticamente una identidad que no se ve garantizada por las angustias del mundo vigente, el nacionalismo viajero de la nación como Kultur activa es básicamente hijo de una frustración muy compartida: el nacionalismo alemán fue especialmente irreducible porque cuando nació no se objetivaba en ninguna configuración política - podía, sí, subjetivarse en la contagiosa sensibilidad de todo un grupo de fe. La mismísima Nación alemana es objeto de convocatorias espirituales y “llamadas de la sangre”, mucho antes de ser un hecho geo-político. Surgida de este cuadro neurótico colectivo, la primera movilización simbólica y estética de la historia alemana, la primera conversión de la fe en performance, es ya un passage à l’acte en sentido lacaniano: la acción se emprende no
97 en respuesta a una decisión consciente, sino para remedar con un simulacro de irreparabilidad la absoluta ausencia de argumentos sólidos para resolverse a la acción misma. El suicidio colectivo (passage à l’acte por excelencia) de Alemania empezó en un cierto sentido entonces. Una lógica parecida se amoldaría en pocas décadas al passage à l’acte de las fantasías raciales proto-nazis. Reivindicando la presencia activa, el gesto de auto-encarnación de un colectivo vivo e inmanente, los incondicionales del giro kultural (muchos de ellos destacados intelectuales de la Ilustración alemana) rechazan casi en bloque las formas tradicionales de auto-representación y auto-ficción de ese colectivo - trascendente por definición - que había sido la aristocracia continental. Los mismos idealistas que se auto-constituyen en las universidades de Alemania como una aristocracia alternativa y espiritual, formalizan la idea y el concepto de Cultura sobre bases enfáticamente identitarias. Si la civilization de cuño francés era trasnacional por definición (cualquier aristócrata francés se sentirá más hermanado con un aristócrata prusiano que con cualquier plebeyo francés), la Kultur de cuño alemán se reveló congénitamente nacionalista por predicar como hecho, deber o destino la vinculación electiva de los comportamientos culturales a valores también “destinales” como los cuerpos, su supuesta identidad, su supuesto territorio, sus supuestas aspiraciones, etc. De nuevo, cuando invocamos cansinamente la dicotomía entre Natura y Cultura solemos olvidar que la Cultura no consistió en otra cosa que en darle con una energía sin precedentes avales “naturales” a ciertos contenidos espirituales o fantasmales. Y que al sentimentalizar la Naturaleza, al dotarla de virtudes religiosas, timóticas e instintivas, fueron peligrosamente más lejos que sus compañeros franceses, recopiladores de la Déclaration universelle. La idea, por ende, de una comunidad radical o destinal es a la noción de Kultur lo que la idea de sociedad es a la noción de Civilisation. Será por ende obvio que, al invocar las incontables virtudes de lo comunitario como “fuero de verdades” (o de verdades naturales y somáticas), políticos y artistas de la primera mitad del siglo XX tiendan de forma más o menos explícita a estigmatizar los vicios de lo societario como fuero de todas las mentiras y alienaciones. Los coros de la Modernidad pretenderán invariablemente oponer a la sociedad aparente, o la sociedad como dominio de las apariencias una comunidad agente mensajera de verdades virtuosas; sustituir a la máscara societaria (hecha de objetividades individualistas) el rostro de una
subjetividad altruista, plural, radical, natural.
98 Demasiado a menudo se olvida que el proceso de secularización empezado en la era romántica puso poco a poco en el lugar que había sido tradicionalmente ocupado por trasuntos religiosos como el alma, al menos dos lemas fundamentales: sociedad y cuerpo. Al convertirlos ambos en el sucedáneo moderno de un problema teológico, la misma secularización impulsó a ejercer sobre ellos todo tipo de “experimento”. El experimento social por excelencia sería, a lo largo de todo el siglo XX, “aislar” lo comunitario y extraerlo en toda su pureza de un compuesto químico altamente impuro llamado sociedad (la destilación del elemento cuerpo desde las complicaciones del sujeto seguiría de hecho dinámicas muy parecidas). La falsa dialéctica entre Sociedad y Comunidad tiene a su vez una manera muy específica de trocarse sobre la dialéctica general entre la sociedad de estamentos (la de antiguo régimen) y la naciente sociedad de clases; entre las garantías inmemoriales de la aristocracia en descenso y la pasmosa tendencia a proyectarse en el futuro de la burguesía en ascenso, verdadera madre de todos los mitos “colectivos” del nuevo orden. Cuando pensamos en los formatos coréuticos de la Modernidad solemos pensar en fenómenos esencialmente igualitarios, y creer que, si hay un sujeto llamado de alguna manera a expresarse en esos formatos, ese sujeto sería por definición alguna clase de muchedumbre oprimida (pueblo, proletariado, minoría), olvidando que quién llama (nombrándolo e invitándolo) ese sujeto es, de forma casi invariable, la misma burguesía que lo sujeta - y que por supuesto, al movilizarlo, le está conminando a sus propias pasiones cinéticas. ¿Por qué? Porque la sociedad de clases es una sociedad altamente dinámica y quienes más contribuyen a elaborar la retórica de su dinamismo son los burgueses, interesados como nadie en el ascenso social y en el desarrollo económico. Totalmente suya es la autoría del panegírico de la movilización y de la sinonimia de verdad y acción, de realidad y movimiento que todavía aplicamos sin siquiera darnos cuenta, cuando usamos expresiones como “en efecto” o “efectivamente” (Sloterdijk, 1989). La idea de que la acción sea el agente definitivo e innegociable de la verdad, y que pueda conferir la patente de la revelación a los cambios que impone es genéticamente fascista por ser genéticamente burguesa. No es un misterio que esta ontología dinámica fuese a ser un ingrediente determinante en la cocina poética de la danza moderna (Fratini, 2015). En las bogas coréuticas que, hasta la Segunda Guerra Mundial, predican escenificándola una sociedad sin clases, anida el entredicho fundamental de la sociedad clasista, que es el mito - el
99 sueño que es útil soñar - de la colectividad movilizada por un objetivo común. Resulta más incómodo recordar que esta ontología dinámica, este ocasional ardor de movilización total ha permitido y permite al fascismo socorrer eficazmente el status quo capitalista siempre que una crisis lo hace tambalearse. Y que los mejores antídotos a las revoluciones reales son desde siempre las revoluciones que algún régimen coreografiará amparándose en el mito cultu(r)al de la acción directa. Las poéticas modernas en general renunciaron a la prudencia de considerar que el sueño del coro o de la colectividad danzante encarna fácilmente la eficiencia de los fascistas en servir intereses que se consiguen sólo dando a la colectividad la sensación de ser movilizada mientras está siendo sedada. Ciñéndose a este programa utópico, las coréuticas modernas han incurrido casi siempre en el mismo mecanismo de amortización estética de las utopías que parecían reivindicar. Para que esto ocurriera, era preciso que también su cronicidad se configurara en términos muy específicos. Ahora bien, el colectivo danzante de anteguerra (Bewegungschor, Festspiel labaniano, Things-
piel olímpico, etc.) no representa las garantías del pasado. Al contrario, convoca el futuro en presencia. Pero el énfasis puesto por los totalitarismos de la primera mitad del siglo XX en los valores de presencialidad, inmanencia y participación, su libido del hic et nunc comunitario, no resultaría a su vez tan enérgico de no tener que afianzar en el imaginario colectivo una forma extrema de necromaterialismo (Michaud y Lloyd, 2004), que consiste en supeditar la imagen del futuro a la realización de aspiraciones, revanchas o emancipaciones cuyos representantes de prestigio son siempre los muertos. El presente del colectivo en acción se carga de
aura performativa (y de toda la ritualidad de pacotilla que venga al caso) gracias a la clamorosa implosión sobre el momento actual de un pasado y de un futuro tan extraordinariamente innegociables que su prestigio se ha vuelto religioso. Al fin y al cabo, la palabra slogan remite a un término celta que designa el “grito de batalla de los guerreros muertos”. No voy a examinar en detalle la casuística coral de la Alemania y la Italia fascistas de los años 20 y 30 o en la Rusia soviética del mismo período. Sin embargo me reservo la posibilidad de apuntar aspectos de la fenomenología de esos formatos coréuticos cuando hable de experiencias y formatos actuales, para rastrear analogías o diferencias. Tendré que dar inevitablemente muchas cosas por supuestas, y pido disculpas.
100 7 Saltemos directamente a 1968. Al analizar las costumbres y fantasías coréuticas de esta fase de la historia reciente, sale espontáneo someterlas a las categorías analíticas recientemente acuñadas por Nicolas Bourriaud, y considerar muchos de los fenómenos contestatarios de entonces como expresiones precoces de una “estética relacional” destinada a marcar el sino de las poéticas durante 40 años (Bourriaud, 2006). Cabe sin embargo señalar el carácter levemente paradójico de una noción tan seductora como la de “estética relacional”, que si por un lado permite interpretar correctamente muchos de los fenómenos que han configurado las costumbres culturales y performativas de la actualidad, atestigua por otro, de un posible prolapso semántico de la esfera ética sobre la esfera estética y viceversa. Al invocar con optimismo una estetización del campo relacional Bourriaud no parece mínimamente tomar en consideración la posibilidad de que precisamente esta estetización, presentada como un hecho y celebrada como una ventaja social y poética, podría ser sintomática de déficits o de confusiones rastreables en otros niveles; que su significado cultural podría no ser, en última instancia, tan políticamente alentador. En primer lugar porque la relacionalidad ha tradicionalmente pertenecido a la esfera ética, y su formalización ha sido tradicionalmente política: su traspase a la estética y a los modos de formalización propios de ésta debería ser todo fuera que innegociable; en segundo lugar, porque los agentes políticos que en el pasado promovieron con más vigor la ósmosis de dos esferas tradicionalmente tan “estancadas”, son para variar los regímenes totalitarios. Walter Benjamin antes, Pier Paolo Pasolini después, no se han cansado de rastrear infaliblemente en el fascismo una deriva estética de la política, o una confusión auto-hipnótica entre parámetros de gobierno y fantasmas de creación. No es un caso que, en años recientes, Sloterdijk haya definido a Hitler como otro gran pionero del “arte de acción”. A fin de cuentas, es justamente la ambivalencia estructural de la noción de estética relacional entregada por el ’68 a la posmodernidad la que autoriza cierta revisión del 68 mismo. Tampoco es de excluir que algunos de los aspectos más progresivos de la cosmovisión contestataria procedieran paradójicamente de una lectura muy superficial o muy equivocada de los eventos anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Y que, como ocurre a menudo, aquí también la confianza en el progreso terminara ocultando poderosas pulsiones regresivas.
101 Vamos por orden: es imprescindible para entender cómo el 68 contribuye a reimaginar las fantasías coréuticas de la posmodernidad el concepto de prefiguración, formulado precozmente por André Gorz (Gorz, 1975). El mismo concepto ha sido retomado recientemente por Valeria Graziano en pos de una deconstrucción de la idea de vanguardia: recuperando el valor de la prefiguración sería posible acabar, de una vez por todas, con la idea veladamente militarista de una vanguardia artística o cuerpo de élite adelantado a las ideas y comportamientos de la mayoría (Graziano, 2017). La prefiguración se refiere a la opción deliberada de absorber o subsumir el programa de transformación política (por ejemplo el conjunto de horizontes utópicos y emancipaciones futuras del 68) en el orden evenemencial y eventual de la vivencia directa como performance continua - y de la performance continua como vivencia directa. Su consigna sería: “Sé el cambio que estás deseando, traslada a tu día a día las instancias y formas de la comunidad que estás fomentando a través de tu revolución; que tu vida sea una ilustración activa de tu postura política, y tu felicidad el modelo vivencial de la felicidad que se depara a todos”, y un largo etcétera de llamamientos a la auto-evangelización. En el trasfondo de la contestación estudiantil este precepto se traduce en muchos de los comportamientos colectivos propios del 68: experimentos comunitarios, comunas creativas, comunas pedagógicas, y esbozos de estructuras de convivencia (casi) nunca vistos. Si como he dicho, es parte de los efectos de la secularización haber convertido la sociedad en un enclave experimental, y si el siglo XX ha sido por excelencia el siglo de los experimentos sociales, no será insensato considerar el 68 como el punto de mayor convergencia entre las instancias experimentales genéricas y los valores y procedimientos que nuestro imaginario suele asociar a la noción de “teatro experimental”: vino sí a confirmar que el experimento social más sintomático de la modernidad había sido el intento de “destilar” una comunidad de la sociedad vigente; pero vino también a ratificar que el protocolo experimental preferente sería, para el futuro inmediato, la improvisación. Si estetizar la vida había sido un vicio desde el Romanticismo, el 68 dio voz, sin duda, a la pulsión neo-romántica de convertir la existencia diaria en el arte de acción más “espontaneísta” de todos. La forma mental del 68 tiende a interpretar la vivencia personal o comunitaria como una versión mejorada (y no, más correctamente, como un atajo o sucedáneo) de la programación política: ante una planificación política desastrosamente deficitaria; y ante una idea de revolución
102 suficientemente performativa como para que al agotarse la electrizante performance de las barricadas urbanas se diera también por acabada la revolución con su promesa de esparcimiento momentáneo y futuros idílicos, se priorizó la idea de que la vivencia directa pudiera desplegar sin más el paradigma de una revolución; y a esta solución vivencial-performativa, de la vida como macro-performance fuera de marco, se acogió gustosamente toda una generación porque, entre otras cosas, el cambio que codiciaba incluía la exigencia innegociable de abatir toda noción tradicional de política -y con ella todo “programa” de partido -. El mito de la “democracia directa”, objeto de mil revivals en tiempos recientes, fue elaborado por entonces. La improvisación debió parecer con razón más tonificante que los ensayos de tipo tradicional (los performers más irreducibles volcarían sus impulsos estéticos en el terrorismo de todos los colores y en el espontaneismo armado de la década siguiente). La noción de experiencia se volvió soberana en todos los apartados de la vida. De su dialéctica falaz surgió con prepotencia también la costumbre de definir alternativa cualquier “sobre-actuación” existencial. Nunca una insistencia tan histérica (al menos según Lacan y Pasolini) en el prestigio de la experiencia sirvió para ocultar de forma tan sistemática cierta incapacidad de organización, cierta reticencia a la ponderación y cierta tendencia a abrir incondicionalmente las hostilidades hacia el mundo adulto y los frenos intelectuales o morales que ese mundo podía suponer. Señalaré que el Teenager Takeover de la edad del Rock’n Roll, acogiéndose a este endiosamiento de la juventud como valor absoluto y de la cosmovisión juvenil como imagen fehaciente del mejor de los mundos posibles, reeditó con pocos cambios viejas consignas fascistas. Una vez sepultado el 68, la misma retórica volvería paulatinamente a filtrarse en todos los pliegues de la cosmovisión neo-liberal. Hoy día es uno de los síntomas más incontrovertibles del totalitarismo de facto que nos envuelve. Mencionemos de paso el producto más aberrante de tantas alucinaciones comunitarias y estetismos existenciales: la family de Charles Manson fue un brillante mejunje de impulso creativo, experimentalismo socio-grupal, teatralización química de los estados de conciencia, sincretismo religioso (de Cristo a Satán pasando por el mismísimo Charles Manson), nomadismo beatnik (la Wanderung contestataria), disidencia política, terrorismo ceremonial y simple locura homicida. Como sus adeptos han observado desde la cárcel, la vida con Manson recordaba algo así como un Halloween permanente, porque a cada día el gurú asignaba un diferente argumento, un diferente temario performático: la ficcionalización continuada, el escenario
unmarked de los comportamientos grupales estaba garantizada y era, de todos los psicótropos
103 consumidos por el grupo, el más poderoso (los asesinatos de Sharon Tate y de ocho personas más fueron otra prestación vivencial-poética del mismo tipo). Las retóricas inherentes al estilo de vida, que hoy son la levadura favorita de todo marketing que se respete son un producto exquisito del 68. El aumento a su vez de la porosidad entre datos estéticos y vivenciales no hubiera sido posible de no coincidir contextualmente con un incremento de la porosidad, o con un entusiástico colapso de los diafragmas entre el ámbito privado y la esfera pública, entre la intimidad y la socialidad: en San Francisco, una agencia turística, todavía a comienzos de los 70, llevaba autobuses turísticos a visitar los barrios hippies o yippies de San Francisco, para que los turistas pudieran ojear, como en un safari, el modo de vida de ese grupo humano intensamente alternativo en su “medio natural”. Los ciudadanos de los barrios involucrados fueron durante un tiempo complacientes con este consumo ficcional, y se prestaron a ejecutar en horarios fijos, de acuerdo con el itinerario del autobús, las variopintas actividades más características de su lifestyle. El deterioro del temario del 68, su reciclaje como abono del “espectáculo total” en que el capitalismo de las últimas décadas ha convertido occidente, empezó en el 68 mismo. Asimismo, lejos de constituir la gran antagonista de la Weltansschaung contestataria, y lejos de desaparecer gracias a la revolución en curso, la Sociedad del Espectáculo tal y cómo la diagnosticó y describió Guy Débord precisamente en el 68, halló en esa Weltansschaung y en su performance de disidencia una fuente inagotable de futuros incentivos (Frank, 2011).
8 Pre-figurada por el pensamiento disidente del Mayo, la absorción y escenificación de la sociedad sin clases en el sistema cotidiano de las relaciones de producción y de reproducción, firma los exordios de la posmodernidad con un inesperado revival del concepto de forma vitae (forma de vida). Giorgio Agamben ha subrayado recientemente la importancia seminal de esta noción para definir la conducta y cosmovisión de las órdenes monásticas de la Edad Media: los miembros del cenobio (del griego koinós bios - vida en común) aceptaban que su existencia estuviera determinada y ritmada en cada aspecto por la regla de la orden, cuyo guión se destilaba enteramente de la vida del fundador de ésta (Agamben, 2011). En otras palabras, la vida
104 del monje desplegaba el re-enactment fiel de un paradigma existencial contenido en las gestas y andanzas del santo fundador. Regulada por este imperativo de reproducción, poseía la enorme ventaja de mantener a raya los peligros del mundo y los posibles errores de la subjetividad. Quien la eligiera adheriría con abnegación y devoción, a una forma vitae suficientemente absoluta, a una performance existencial suficientemente incondicional como para no sufrir ya la tensión entre libertad y obediencia, entre verdad y ficción: el paradigma monástico delegaba la expresión de la libertad espiritual a un ejercicio de obediencia absoluta. Tratándose de una
forma de vida, era además obvio que su sede de formalización no fuera ni el discurso ni la letra de ley, sino una vivencia directa cuyo aval principal y renovable era el ser compartida. El “programa”, por decirlo así, precedía al hombre para reactualizarse en cada momento de su vida como una impensable combinación de docilidad y emancipación, de sinceridad y simulación, de espontaneidad e imitación. Salvadas algunas diferencias contextuales, no sería insensato afirmar que los estilos alternativos de vida que cunden en el 68 sean una reedición singular de la alternativa de vida que las órdenes monásticas habían representado en la Edad Media (desde luego que toda la receta sesentayochesca se vio aliñada por una poderosa mezcla de neo-mendicidad y neo-predicación); que las comunidades errantes o erráticas que salen del verano del amor sean cenobios de nuevo cuño; y que el mismísimo dogma de pre-figuración que dicta el life-style de los nuevos disidentes constituya una curiosa modificación del dogma de pos-figuración que había dictado la forma vitae de los antiguos monjes: si el cenobio medieval se auto-legitimaba en el reenact-
ment incondicional de un pasado, las comunidades del nuevo milenarismo escenifican sobre bases permanentes un reenactment del futuro. Su utopismo específico es re-presentar con fervor, cuando no con devoción histérica, un modelo de convivencia que se remite muy nebulosamente al futuro (y a un futuro que se pretende inmediato precisamente porque es indefinidamente lejano), por la simple razón de que se halla en el pasado. Esto explica dos hechos: circunstancialmente el que una confusa pulsión de palingénesis evangélicas y neo-cristianismos pueda filtrarse en el menú de degustaciones paradisíacas propio de la contestación; y generalmente el que la performance generacional del ’68 inaugure un culto al presente y a su potencial emancipador (Paradise now) cuyo tufillo a religión se extenderá, con contadas excepciones, a todas las retóricas de la performance posmoderna. De nuevo, sólo un “presente” borracho del pasado que ya no es y del futuro que no es aún; sólo un presente viciado por su des-tiempo estructural puede pretenderse tan
105 carismático. Y sólo un presente que invoque su carisma puede disimular bajo una llamativa indocilidad la coacción, la compulsión a la que obedece. Cuando Pasolini tildó de fascistas los estudiantes de Valle Giulia sabía de qué hablaba. Retomemos algo dicho con anterioridad: el fascismo - Benjamin docet - es invariablemente el síntoma de que una revolución esperada y necesaria no tuvo lugar -; es fascismo es, en otras palabras, un verdadero détournement estratégico de la Revolución. ¿Cómo explicar que un movimiento tan confiadamente progre como la contestación del 68 presentara tantos dejes y síntomas comportamentales propios de la mentalidad fascista? La respuesta instintiva sería que, si los fascismos literales de los años 30 habían expresado el fracaso de una revolución previa (que fue el naufragio de la Social-democracia real), el fascismo encriptado y figural que el 68, muy a pesar suyo, inauguró, se explica sólo como síntoma de que ninguna revolución
real iba a ocurrir. El carácter extraordinariamente veleidoso y fantasmal de un porvenir que se invocaba sólo para exorcizarlo explica cómo en las barricadas de Rue d’Ulm los mismos que vitoreaban a Mao Tse Tung no tuvieran ni puta idea de quién fuese efectivamente Mao, y de en qué consistiese la famosa Revolución Cultural. Asimismo, Anna Halprin, verdadera precursora de las “nuevas coralidades”, al organizar ya en los años 50 unos eventos totalmente pioneros de improvisación colectiva, los llamó Myths (Ross, 2009). Hay al menos dos razones por las que Halprin no resistió el impulso de bautizar como “mitos” las que eran fundamentalmente versiones light de rituales colectivos: la primera es que asociaba naturalmente al “mito”, en cuanto constructo cultural, todo tipo de fantasía sobre el concepto de creación colectiva y protocolo identitario; la segunda es que, al reivindicar la etiqueta del mythos, abogaba implícitamente por un abandono de la tiranía del logos (del modo de uso del lenguaje y del mundo que, en la Antigüedad, había precisamente acabado con la era del pensamiento mítico), en pos de una vivencia más intuitiva y directa de las hipótesis de convivencia y relacionalidad. Por mucho que Halprin nos caiga a todos bien, dejo a vuestra sensibilidad de decidir en qué medida esta estructura de pensamiento se diferenciara de los empleos retóricos y míticos de la coralidad promovidos treinta años antes por la estética totalitaria. Es malévolo pero acertado sostener que, al menos en cuanto concierne la historia del siglo XX, el 68 ha comportado el mayor ataque al logos de occidente desde el tiempo del rector Krieck, ideólogo oficial del régimen nazi, quien precisamente de un retorno drástico a los mitos y de una renuncia balsámica al raciocinio había sido el abanderado más entusiasta (Ingrao, 2013).
106 Por eso, no es insensato reconsiderar la vuelta a la naturaleza o el fuerte apego del lifestyle contestatario a las delicias de la acampada como capítulos de una historia general del encam-
pment como guión sociológico del siglo XX. Se corresponde a las lógicas del encampment cualquier modo de convivencia cuya esencia sea reunir, aislándolos en una estructura precaria pero delimitada, y normalmente ubicada en la naturaleza o lejos de los escenarios urbanos, un grupo humano de cara a procedimientos que siempre atañen a la noción de experimento, y a los que suele por ende suponerse una duración limitada (el encampment posee siempre rasgos “iniciáticos” o, para usar un término propio de la antopología teatral, “liminoides”): entran en esta categoría todos los experimentos comunitarios que tuvieron lugar durante la Lebens-
reform de comienzos del siglo XX, organizaciones como los Boy Scouts, modelos urbanísticos como el de la colonia o ciudad jardín (véase Casini Ropa, 1990), los campos de adiestramiento militar, los campus universitarios, los parques temáticos, las comunas artístico-pedagógicas, los acampamientos improvisados de las grandes randonnées rock (como Woodstock), las playas nudistas, y la casuística podría extenderse. Cualquier fenómeno de encampment supone una naturalización de los modos de convivencia. Cualquier fenómeno de encampment supone un aprendizaje basado en la supervivencia y en la autosuficiencia del colectivo. Cualquier encampment privilegiará una Weltansschaung basada en la reconquistada autoridad de la esfera somática sobre la esfera intelectual (su pacto con la naturaleza es en el fondo un pacto con la corporeidad como herencia biológica). Cualquier encampment articulará sobre la norma del día a día una idea muy performativa de comportamiento comunitario. Cualquier encampment, en medida mayor o menor, con finalidades más o menos agresivas, será en suma expresión del gesto bio-político por definición: el aislamiento del cuerpo como agente político (y de la comunidad, que es la versión colectiva de este proceso de somatización del sujeto), y su inclusión en un marco experimental, estructuralmente precario, que lo pondrá a prueba precisamente excluyéndolo de la civilización vigente (u otorgándole el privilegio “exclusivo” de hallarse fuera de ella), y que le brindará una vivencia compartida de paradigmas sociales, somáticos, mentales y estéticos adelantados a las costumbres de la civilización misma (no hay encampment real sin desinhibición). Todo campo es, en suma, prefigurativo y heterotópico. Todo campo tiende a convertir casi sin filtros la vivencia de sus habitantes en una estética aplicada (o viceversa, a convertir una estética en una vivencia). Casi sin excepciones, todo campo tiende a sustituir la tensión de la exclusión por un mito comunitario de inclusión y pertenencia. Cuando esto no ocurre, la exclusión absoluta tenderá a presentarse como la clave de la más forzada de las inclusiones: en el
107 caso de los campos de concentración, que son el fenómeno de encampment más trágicamente paradigmático del siglo XX (Agamben, 1998). Auschwitz fue el ejemplo más extremo de un experimento social consistente en crear una “comunidad somática” (porque su única ley era la de la supervivencia, la más biológica de todas) cuya atroz performatividad, expresada en varias parodias de deportes, artes, prestaciones laborales absurdas, etc., se pensaba como laboratorio de una utopía: Auschwitz concretaba con pragmática brutalidad ese mundo gobernado exclusivamente por baremos biológicos, raciales o pulsionales al que la realidad del Tercer Reich fuera del campo se parecía de manera todavía imperfecta o incompleta. En Auschwitz la simple ausencia de futuro se daba como corolario natural y necesario de una absoluta preponderancia del presente y de su naturaleza somático-vivencial. Auschwitz fue probablemente el lugar menos político, el menos societario y a la vez el más grotescamente comunitario de nuestra historia reciente. Incluso en las versiones más inocentes o bienintencionadas, bucólicas o rock’n roll, los encampments que perpetuaron en el 68 y perpetúan en la actualidad la fantasía de la “acampada experimental”, corren siempre el riesgo de presentar el carisma del hic et
nunc como un sustituto efectivo (cuando no como un antídoto fantasmal) para la total ausencia de futuro. Corren siempre el riesgo de convertirse en heterotopías especialmente cándidas del totalitarismo espectacular. Si la praxis de la prefiguración consiente una codiciada redistribución igualitaria del privilegio de vivir y/o crear como si el futuro ya fuera presente, el resultado será una colectivización de los aspectos disruptivos o revulsivos asociados a la noción de creatividad, y de los heroísmos o titanismos asociados a la idea de genio (en términos más generales, el ’68 es padre de una ominosa confusión entre creación y creatividad; entre poesía y poeticidad). De entre todas las desinhibiciones predicadas por el 68, la desinhibición del instinto creativo, la idea de que sea la colectividad entera quien pueda adoptar el comportamiento inconformista tradicionalmente asociado a ciertas vanguardias artísticas, es posiblemente la más longeva - el mito de la creatividad sigue arrasando. Y si es verdad que el llamamiento a desinhibirse colectivamente y a convertirse a la vez en “colectividad de creadores” (Lichtmenschen) es un inequívoco síntoma fascista, la única verdadera diferencia entre los totalitarismos históricos y la forma mental del ’68, también en materia de colectivización estética y estetización de lo colectivo, consiste en remplazar el viejo llamamiento autoritario a desinhibir las pulsiones de odio con el auto-invito de toda una generación al desmelenamiento amoroso. El totalitarismo que se trueca sobre la revolución des-realizada (más que simplemente fracasada) de 1968 - como otros totalitarismos se trocaron en el fracaso de las revoluciones socialdemócratas de los años 20 - está marcado en
108 el fondo por una hábil metátesis de la herramienta libídica de disuasión, que consiste en remplazar el imperativo “negativo” de la obediencia con una invitación incondicional y “positiva” al goce. Y en hacernos esclavos de los consumos experienciales de libertades y disidencias performáticas que el Capitalismo en fase avanzada nos depara.
9 No voy a describir en detalle el epílogo inmediato del 68: ducha fría, descompresión, licuación. El 68 se desconvocó solito. Ninguna represión espectacular dispersó las muchedumbres del Mayo (mejor: la única represión fue efectivamente “espectacular”, y consistió en la performance de una respuesta policial sustancialmente demostrativa a la performance de unas barricadas también demostrativas en el primer “escenario mediático” unificado de la posmodernidad). No analizaré las causas múltiples de esta descompresión y licuación. Principalmente, la fiesta acabó porque había sido una fiesta. O porque había revestido rasgos marcadamente carnavalescos (y porque muchas de sus utopías eran disfraces). Al recuperar genialmente sobre bases bajtinianas la idea de la fiesta popular como circunstancias coreútico-insurreccional (De Marinis, 1974), los ideólogos de la temporada contestataria parecían haber olvidado que la ecuación entre Revolución y Carnaval es siniestramente simétrica: si todo Carnaval es una revolución, existe un fuerte riesgo de que algunas revoluciones se resuelvan en Carnavales. En el miércoles de cenizas del 68, el empuje del subidón se vino abajo porque había sido inducido psicotrópicamente, y porque su desencadenante timótico había sido una cierta pulsión de renuncia a la realidad. Por el tema que nos concierne, será más interesante destacar que su evaporación provocó resacas emotivas de tipo distinto en EEUU y en Europa. Tal vez porque mientras los EEUU volvieron sin más a entretener una relación privilegiada y pragmática con la noción de actualidad (y con el prestigio material del presente) gracias también a la relativa ligereza de su parte del trauma histórico de la Segunda Guerra Mundial, paradójicamente Europa, donde el peso del trauma había sido incalculable, y donde el 68 se había teñido de memorias y reivindicaciones, volvió sin menos a entretener una relación obsesiva, temática y estructuralmente infeliz con el pasado y con la memoria. Esta diferencia de predisposiciones, anterior al 68, contribuyó a que también las respuestas poéticas a la delicuescencia de la revolución se polarizaran; si por ende, en materia de coréuticas post-sesentayochescas, las pro-
109 puestas estadounidenses terminaron configurándose en términos veladamente terapéuticos, las europeas terminaron configurándose en términos veladamente sintomáticos. Para que tengáis una idea del tipo de disyuntiva que estoy presentando, no deja de ser emblemático que en un entorno relativamente breve de años se dieran respectivamente en Estados Unidos el boom de una práctica como el contact improvisation, y en Europa el boom de un género como el Tanztheater. No se pueden imaginar universos poéticos más diferentes. Aun así, en el corazón de ambos late una idéntica preponderancia del motivo del contacto y de sus significados psíquicos y/o políticos, una idéntica obsesión háptico-relacional. Si la fórmula americana es extraordinariamente optimista, el Tanztheater sigue representando a día de hoy la expresión más organizada de un “pesimismo dancístico” (en lo que atañe tanto a la existencia como al potencial redentor de la danza) que es un producto exquisitamente europeo. Tampoco es de extrañar que precisamente a raíz del 68 y de su destino la melancolía volviera a estar suficientemente de moda como para darle un prepotente giro “clínico” o dialéctico (es suficiente pensar en los ensayos de Susan Sontag o Julia Kristeva sobre depresión). Como constructo cultural y paradigma clínico, la melancolía resume con cierta elocuencia la actitud del imaginario colectivo ante el sueño roto del 68 y de su revolución desatendida. La posmodernidad avanzada no haría de hecho sino propiciar un ulterior giro esclerótico de este síndrome melancólico del 68, convirtiéndolo por un lado en depresión (que, como dice Susan Sontag, es melancolía sin los encantos de la melancolía), y por otro en humanismo vintage (los encantos de la melancolía sin rastro de depresión). A este segundo apartado pertenecen el slow food, los sincretismos de pacotilla y los bio-estoicismos que han constituido una salida laboral y existencial preferente para muchos de quienes habían vivido con fervor el 68. Huma-
nismo vintage, queriendo ser brutalmente maximalistas, sería de hecho la casi totalidad del campo fenoménico llamado actualmente Cultura. Otro resultado notable de la descompresión del 68 sería un violento reflujo de la intimidad, de la privacidad y del particularismo. Intimidad y privacidad, para ser más exactos, que cuando no eran sinónimo de una respuesta entusiástica al llamamiento neo-liberal al egotismo y a la capitalización de la subjetividad, sólo conseguía entenderse como la part maudite, la parte maldita, el controvertido residuo utópico de un proyecto fracasado de transformación del mundo: el 68 se fue dejando a todos con el corazón roto y rematadamente solos, condenados a lidiar con una subjetividad cada vez más expuesta a los embates y a las tentaciones del mercado. La
110 misma subjetividad terminaría cultivando el mito de que su sobre-exposición en ese mercado, su intimidad publicitada en todos los networks habidos y por haber, pudiera constituir una emancipación de segundo nivel. El resultado fue una reprogramación total de la utopía, que siguió configurándose como un re-
enactment del futuro, solo al precio de tratar más que nunca ese futuro como un pasado, como el objeto de una pérdida irremediable. De esta eclipse de futuro y de su repercusión sobre las costumbres culturales de las últimas décadas ha tratado magistralmente cierta teoría musical (Fisher, 2014); Los catecismos coréuticos por venir se verían muy a pesar suyo empapados de la nostalgia, consciente o inconsciente, de un futuro que no vendría porque ya era pasado sin
haber “pasado” en ningún momento: un futuro que se revelaba por el espectro que había sido siempre.
10 En este aspecto, los paradigmas coréuticos de los que hablamos son sólo parte del inmenso dispositivo nostálgico y ana-crónico expresado por la noción de Cultura tal y cómo surgió (o re-surgió) de las cenizas de la performance colectiva que en el 68 había sido. Herencia servicial o acompasada notaria de todas las utopías, en boca de los políticos que asumían heroicamente la tarea de suministrarla, la Cultura se convirtió en el teatro de compensación del triunfo del capitalismo de consumo. De alguna manera cargó con el trabajo sucio, con la labor de la nostalgia: entreteniendo, con su rico muestrario de emancipaciones posibles, fantasías de cambio, disidencias prêt-à-porter y antiguallas simbólicas, una colectividad cada vez más esclava y contenta. La Cultura, así entendida, corre siempre el riesgo de funcionar como un incalculable dispositivo de sedación. Pocas cosas la debilitan (o, según los puntos de vista, la refuerzan en tanto que Cultura) como la propensión - encriptadamente fascista - a convertirla en administradora y proveedora de utopías “performables”. Así pues, en el peor de lo casos los nuevos formatos coréuticos serían la escenificación reconfortante y contenida del mito de la comunidad en un marco societario definitivamente alienado; raciones homeopáticas de comunidad para una metástasis social ya descontrolada; píldoras de política en la menos política de todas las sociedades humanas. Hijos de un compromiso o de
111 una “astucia de la razón”, los coros de nuevo cuño funcionarían en suma como sedes privilegiadas de un masivo “retorno del reprimido” ideológico: un fenómeno hauntológico. Aquí tocamos el punto más sensible de las poéticas/políticas comunitarias del siglo XX, cuyo principal aliciente (y cuya prerrogativa más tóxica) ha sido, en todo momento, la de sostenerse en una ontología: de pretender en suma que la comunidad fuese un hecho, y de predicar que, en el caso de que ya no hubiese comunidad, las virtudes inmanentes de la performatividad permitieran al colectivo encarnarla. El mito de lo comunitario reposa sobre la ilusión de una continuidad imperturbable de las filiaciones ontológicas (y si lo comunitario termina cayendo en alucinaciones apostólicas, es porque el dogma por excelencia de la filiación ontológica es propiamente la base del cristianismo). Ahora bien, el problema es que, precisamente las comunidades más pretendidamente radicales del siglo XX (las que se acogieron a razones biológicas de cohesión), y las más performáticas, fueron fatalmente hauntológicas, en dos sentidos: en primer lugar porque se dejaron por lo general poseer por el fantasma de comunidades ya muertas o nunca existientes; en segundo lugar, porque al invocar un prototipo fantasmal y al cederle la responsabilidad de guiar sus acciones, dejaron - Benjamin diría - que “lo imposible trabajara lo real” (volveré sobre este tema al final del recorrido). En el mejor de los casos, las coreúticas posmodernas intentarían ser laboratorios efectivos del cambio y en sedes de una negociación que no podía hacerse a sí misma descuentos fantasiosos: pesimismos organizados, y por ende negociaciones formales y ficciones deliberadas. Alimentando una duda sistemática sobre la viabilidad de las recetas definitivas y de las promesas de felicidad, esas coréuticas se preocuparían más por formular preguntas correctas e incómodas que por elaborar respuestas balsámicas. Lo harían, en muchos casos, de-construyendo sin piedad el mito regresivo del choros y de la coralidad, la mística simplificada de la fusión y
dividualidad. No deja de ser intrigante que el irresistible ascenso de las recetas coréuticas, a partir de los 80, coincida cronológicamente con el triunfo progresivo de la homeopatía, de las terapias alternativas, y del tupido linaje de los masajismos mentales salidos de la psicología dinámica y del anti-psicoanalismo. Muchos de los formatos de acción colectiva de los que estamos hablando delatan de hecho una vocación gestáltica que se había estrenado muy encubiertamente en las barricadas del 68: al igual que la performance contestataria curó a muchos de los estragos de la responsabilidad individual, la parafernalia retórica y festiva de lo comunitario se vio ascendida,
112 después del 68, a mejor medicina posible: el sustituto ideal de un escenario de curación que había sido tradicionalmente íntimo, y que se había expresado históricamente en el paradigma psicoanalítico. La acción colectiva volvió en suma a ofrecer una terapia diversiva a los desgarros del sujeto. Y de la misma manera que el miserable coaching actual tonifica la subjetividad entreteniéndola en un catálogo de ilusiones positivas, el fervor comunitario posmoderno sirvió sobre todo para impedir que varias generaciones lidiaran con el significado estructuralmente traumático de su insuficiencia política; enmendó la posibilidad de que a la negociación de los valores y de las convicciones se aplicara el mismo escepticismo (o el cinismo saludable) que suele emerger de la relación subjetiva, íntima, secreta, desmitificada entre el paciente y su analista. En muchos aspectos, el diktat gestáltico de la acción (y de una “espontaneidad de diseño”) se propuso aprovechar la parte más supuestamente saludables de las pasiones sesentayochescas. El coro proporcionaría, en suma, algo así como un tratamiento de choque de la subjetividad en cuanto receptor preferente de las alienaciones de origen societario, y adquiriría un formato extrañamente confesional: versión bonita, somática, gestáltica y en último análisis consensual de una colectivización o socialización de la intimidad cuya versión bruta hallaría en el semio-capitalismo la más gloriosa de las expansiones. El dilema principal de mucho de esos formatos estriba, si nos paramos a pensar, en la disyuntiva entre ventaja existencial y beneficio político, en el riesgo de que la ilusión reconfortante de la vivencia directa termine anulando la capacidad efectiva del colectivo agente de repercutir sobre el colectivo ausente y de transformarlo. El clima devocional de muchas de las praxis inherentes es ya altamente indicativo de una fuerte tendencia a desviar las tensiones políticas hacia lugares precisamente no políticos; en proporcionar atajos sustancialmente religiosos al zarzal dialéctico de la ponderación. La estructura motivacional de la movilización performática no es en el fondo tan diferente a la aberración motivacional que subyace en la prestación terrorista: combinación explosiva de passage à l’acte como salida práctica a la dificultad de pensar lúcidamente, y de confianza ciega en algunos absolutos satisfactoriamente innegociables. Otro aspecto indicativo de deterioro político es la fuerte insistencia de muchos de los formatos coréuticos recientes en la deconstrucción o revocación de la noción de público (Fratini y Bernat, 2016). La pregunta es: el coro que se presenta a sí mismo ¿consigue o no re-presentar la colectividad en su conjunto? ¿en qué medida la abolición de la noción de público y el desman-
113 telamiento (político y teatral) del principio de representación invocados por muchos de estos paradigmas coréuticos, pueden contribuir a debilitar su significado político? Ninguna coréutica que renuncie a ponerse esta pregunta y a negociar los riesgos que supone conseguirá ser una coreo-política creíble. Porque en muchos casos al poner énfasis en la vocación identitaria de la comunidad agente y auto-nombrada (porque es su comportamiento performativo el que la hace hacer(se) comunidad) los “constructores de paz” de última generación consiguen pasar por alto que el principal agente político y el grupo humano en el que se negocian las instancias de tipo político en nuestra fase histórica es precisamente el público, como representante por excelencia de una no identidad estructural; la entidad colectiva de la que ya Kierkegaard había intuido la novedad, que estribaba en desafiar cualquier definición; el monstruo de mil cabezas cuya indeterminación operativa se ve ulteriormente complicada, a partir de los años 60, por el hecho de que sólo se “circunscribe” como agente de un consumo expandido y sin circunscribir (es emblemático que la publicidad sea ya sinónimo exclusivo del conjunto de estrategias que movilizan este aspecto de su agencia). Ofertada en el marco de los consumos culturales, las experiencias comunitarias posmodernas se dirigen, incluso cuando son circunstancialmente gratuitas, a un público pagante. El contrato de compra es, literalmente, su obscenidad (el detalle que hay que omitir para que evitar grietas en su evangelio experiencial). Mientras el coro sea lugar de aparición, emergencia o fabricación de una identidad compartida, su capacidad de influjo sobre el conjunto del público y sobre el destino político de ese conjunto se verá drásticamente reducida: habrá siempre el riesgo de perder de vista, en nombre de la prefiguración, el diafragma figural entre la felicidad comunitaria como proyecto formal y la comunidad feliz como vivencia material. El resultado suele ser no tan sólo una cierta desmaterialización práctica del signo artístico (muchas de la coréuticas que se analizan aquí se proclaman ajenas a preocupaciones estéticas, y casi todas tienden a invocar la corporealidad como un antídoto a la tiranía de la imagen), sino una tendencial miopía ante los antagonismos reales que anidan detrás de cualquier hipótesis de arte político en la era de las “ayudas a la creación”. La homeopatía es en el fondo también esto: pretendiendo curar lo mismo por lo mismo termina des-realizando la dialéctica real entre enfermedad y cura.
114 11 Pasemos a algunos ejemplos. De todas las experiencias que emergen dialécticamente de la crisis de consciencias posterior a 68, la más interesante, compleja, rica, y la más políticamente profunda remite al paradigma del
Contact Improvisation y obviamente a su específica vertiente coréutico-grupal, que es la jam del Contact Improvisation. Me limitaré aquí a algunas observaciones. Es interesante que el
Contact se presentara oficialmente en un congreso sobre danza y deporte de 1972, y que Steve Paxton lo presentara como una praxis concebida en la frontera entre estos dos universos. Era 1972, en plena bajada de la borrachera de eventos de 1968, en el inicio de la crisis económica, y en pleno encauzamiento, desvío o reciclaje de las perspectivas de amplio alcance propias de la fase contestataria. Un tiempo en el que el détournement situacionista vino aplicándose con puntualidad inaudita al conjunto de los valores y experiencias de la contestación, que pasaban a ser Cultura, pasaban a ser Consumo, o pasaban a ser “consumo de cultura”. ¿Por qué es interesante que el Contact se publicitara a partir de un congreso de danza y deporte? Por un lado, porque el deporte contenía, expresaba ya muchos de los valores destinados a alimentar las poéticas corales de los últimos cuarenta años: el carácter de la concreción, el carácter de la diversión, la idea de que creación y diversión pudieran ir conjuntamente, la persuasión de que el trabajo físico y corpóreo fuera suficientemente objetivo como para contribuir al control de las enajenaciones subjetivas, y sobre todo, la idea de que se diera, dentro del deporte, una reconciliación posible entre el área semántica del trabajo y el área semántica de la creación. Desde entonces, y a todos los niveles (del fitness raso a la competición de élite), el deporte se ha convertido en una de las herramientas preferentes de producción de la subjetividad, en un apartado dominante de los consumos, en una impagable herramienta de sedación política, en un ingrediente insoslayable de integración social y obviamente en el mayor medio de adiestramiento del imaginario colectivo a los parámetros que vertebran el sistema del capitalismo autoritario (competitividad, acción directa, ganancia, crecimiento, agresividad e idiotez). Aunque no venga al caso del objetivo de esta comunicación, cualquier discurso sobre las costumbres
115 coréuticas de la posmodernidad debería tener en cuenta los aspectos estético-performativos de eso que, en los gimnasios, suelen llamar “actividades dirigidas”. Ahora bien, teniendo en cuenta muchas de las cosas previamente dicha sobre el modelo utópico que emerge de la derrota de 68, ¿cómo describir la tipología de colectividad que suele darse y vivirse en una jam de Contact? Primero: el Contact supone una simplificación radical y necesaria de los modos de convivencia, comunicación, contacto y movilización, deduciéndolos todos de una simple norma ponderal. Segundo: el Contact se hace en un ambiente “controlado” y, en un cierto sentido, “protegido”: de no haber protección del marco, tampoco sería posible el despliegue de intimidad o “desprotección” del que el sistema alardea como de una de sus prerrogativas más humanizadoras. He aquí uno de sus factores melancólicos. Me explico: si se puede afirmar que el Contact inaugura a pleno título la historia de los dis-
positivos coreográficos, es porque, exactamente como los dispositivos destinados a ponerse de moda en los 90, su gesto primitivo es segregar o asignar una célula de espacio (en la fase pionera solía tratarse de esterillas, que delimitaban el campo de validez de las reglas cinéticas asignadas) y obtener que dentro de esta célula, como si de un módulo experimental se tratara, valgan reglas de movimiento otras, normas de comportamiento alternativas y socialidades inconformistas dictadas por la aplicación desacomplejada de reglas de juego compartidas desde el inicio; el módulo encierra un evento que es a la vez experiencia somática, vivencia relacional y experimento societario de desinhibición o, hasta cierto punto, de renaturalización. El Contact consistió sustancialmente en “aclimatar” la utopía amorosa de 1968. Pronto o tarde habrá que analizarlo a luz de los conceptos “inmunológicos” que persuadieron Sloterdjik a ver en el invernadero una de las figuras símbolo de la Cultura occidental y de su manera de lidiar con la alteridad (Sloterdijk, 2014). No quiero infravalorar la grandeza del invento de Paxton: si hay un aspecto absolutamente conmovedor en él, es el hecho de que redescubrió o hizo re-descubrir con elocuencia inédita la relación entre amor y precisión. Si pensamos en la precisión de la madre en captar las necesidades afectivas y somáticas del bebé, que no tiene discurso para expresarlas, estaremos pensando en algo muy parecido al intercambio de responsividad ponderal entre sujetos somáticos que el Contact Improvisation tiende a fomentar. Si es cierto que esta “maternalidad”, esta poética del cuidado instintivo remite a la específica militancia de Paxton en pos de una revisión de los estatutos del contacto y del deseo masculinos, no es menos cierto que la “ley amorosa” de la responsividad como virtud cognitiva y subjetiva fue a
116 su manera una somatización directa de la fantasía estructural del 68, que consistía en declarar guerra al mundo de los padres y a todo cuanto pudiera representar ese mundo en concepto de
responsabilidad, discurso, ley, programa, prescripción. La coréutica de una jam de Contact que reúna a muchos improvisadores representa así la extensión aleatoria o la proliferación de un ethos táctil cuyo modelo no deja de ser, en última instancia, la pareja: en el corazón de su mensaje político está una propuesta de adopción sin filtros del paradigma de la privacidad como paradigma de la colectividad. Poderosa herencia de la geografía erótica del 68, que volveríamos a encontrar intacta, entre otros, en hitos performativos como Paradise Now del Living Theatre (1968) u Orghast (1971) de Richard Schechner (Helfer y Loney, 2012), y en incontables himnos pop (la demencial Imagine de John Lennon encabeza); y que consistía en predicar la convicción de que las formas del contacto íntimo y de la proximidad amorosa pudieran convertirse sin más en parámetros generales y literalmente
tangibles de convivencia: all you need is love. Se precisa aquí una cierta cautela: suele haber mucho énfasis sobre la nobleza del Contact en
desviar o sustraer el contacto físico a las regiones tanto eróticas como “agónicas” que había tradicionalmente habitado en el imaginario colectivo de occidente. Ha habido mucha retórica sobre su castidad a la hora de sumir cuerpos en situaciones de proximidad bastante extremas y en predicar una disponibilidad subjetiva al contacto total, precisamente porque este carácter indiscriminado y total del roce, que finge desconocer toda topografía erógena, termina paradójicamente por de-genitalizar la intimidad. El Contact es, digamos, sexual sin ser sexo. La vigorosa recomendación para todos los participantes a ducharse antes de lanzarse al groove de los rolletes ponderales es parte de este programa de “sanitización” simbólica. Se sabe con qué ira solían reaccionar improvisadores e improvisadoras navegados a las erecciones ocasionales y a palpaciones impuras de esos improvisadores novatos que patentemente no entendían los cometidos superiores del nuevo deporte. Infortunadamente, la exégesis del
Contact como dispositivo anerótico y la fuerte insistencia en la castidad de sus dinámicas sensuales, sesgan un poco la verdad de los hechos. El Contact puede sí parecer el escenario de un erotismo maternal y, por extensión, una versión táctil o háptica de amor universal, una evangélica orgía de bien intencionados, pero sólo porque, años antes, el 68 ya había fomentado una descompresión sin precedentes de los decálogos eróticos. La contestación fue también esto: el teatro de las mil distensiones de Eros, que por primera vez desertaba la esfera de la privaci-
117 dad pecaminosa, de las irregularidades subjetivas, de las tensiones e insatisfacciones, de los antagonismos sexuales, para convertirse en una experiencia socializable, lúdica y natural (o naturalizable). En el horizonte del coito campestre sesentayochesco acecha el candor pre-genital de Adán y Eva (que desde luego, según los exegetas medievales, también hacían sexo, antes del pecado original, en total desconocimiento de intensidades o discreciones erógenas: su contacto era a la vez total e inmaterial; su placer absoluto y des-localizado. Puede que lo improvisaran en una esterilla).
El proyecto contestatario de revisión del imaginario erótico dio lugar sustancialmente a un curioso juego de retroalimentaciones, en que la ensoñación comunitaria de una sociedad natural y sin clases se filtraba en el paso a dos de la relación íntima, que a su vez repercutía en los escenarios de la ensoñación comunitaria. Lo bonito de la “máscara de eros” que el Contact
Improvisation esgrimió era que por un lado la práctica aspiraba por primera vez a sortear todo acto de sublimación; por el otro, terminaba ofreciendo paradójicamente una ilustración bastante pura del concepto de sublimación tal y cómo lo entendió Freud, al sugerir que sólo una energía libidinal oportunamente desviada consigue convertirse en fuerza civilizadora, constructora de sistemas sociales, y formatos de convivencia. La castidad paradójica del Contact, que se pretende absolutamente físico pero también absolutamente casto, traza con precisión los confines del problema. Un eros lúdico, maternal, natural, no sabría a largo plazo satisfacer ni las expectativas eróticas ni las expectativas políticas de occidente. Y me atrevería a decir que esto ocurrió, en el caso específico del Contact Improvisation, porque al intuir que ambas esferas, la política y la libidinal, obedecían a insoslayables parámetros de poder, Paxton obedeció al instinto benigno de crear un campo de interacciones en el que el poder se viera sustituido integralmente por la posibilidad. Las consecuencias formales del Contact a raíz de esta herencia erótica son incalculables. La primera fue que la danza se convirtiese paradójicamente en la sede simbólica de una progresiva eclipse del rol de la pareja como lugar preferente de la intimidad, y una progresiva evaporación de su carácter de “excepción” dentro del marco social. Al dejar de constituir una excepción a la norma societaria, la intimidad se propuso por primera vez la eventual raíz de una reforma integral de esa misma norma.
118 La segunda fue que esta hipertrofia de la intimidad y de su paradigma de literalidad (contacto físico contra la proximidad simbólica de las relaciones sociales) comportó, tanto en el Contact
Improvisation como en su contrapartida europea, el Tanztheater (Fratini, 2018) una paradójica eclipse del formato paso a dos, uno de los más tradicionales de la danza, y el más representativo de la civilización del Ballet: imposibilitado o desatendido por disavowal (y abocado por ende a formas violentas de contacto) en el Tanztheater; neutralizado por totalización, por extinción de su “diferencialidad” en las poéticas del Contact. El decálogo relacional del 68 y de sus retornos improvisatorios no es inmune, desde luego, al terrible déficit de “programa” que fue la enfermedad primitiva de la contestación. Es más: en muchos aspectos representó la epítome de esa carencia, su expresión más carismática. Puede que conozcáis una hermosa película de Michelangelo Antonioni, titulada Zabriskie
Point (1970). Curiosamente protagonizada por la hija de Anna Halprin, Zabriskie Point es un extraordinario alegato sobre el legado de melancolía del 68. En una de sus secuencias más famosas se muestran varias parejas o tríos de jóvenes, como si fueran la extensión y proliferación onírica de la relación sexual entre los protagonistas, haciendo el amor en algún páramo polvoriento del desierto americano. El escarceo empieza como un juego harto infantil para ir progresivamente a más, sin perder en ningún momento su carácter lúdico, pueril, inocente. Al ambientar en pleno desierto todo este retozar de coitos juveniles, Antonioni había encontrado una manera muy empática de celebrar el sueño amoroso del 68, y al mismo tiempo una manera muy lúcida de aislar la fuerza mayor y la debilidad más insoslayable de ese sueño, su infecundidad política: su ampararse en una ausencia, cándida y total, de pasado y de futuro. Los chicos del 68 son la encarnación más extrema del proyecto anti-genealógico de occidente: sin maestros, sin padres, sin madres, sin historia, sin programa, sin futuro, sin ropa, sin miramiento, sin astucia, sin parar. El amor fue para ellos un momento álgido de pura presencialidad, y un extraordinario condensado del único mundo que efectivamente les interesara, del único programa que se les antojara tangible. El Contact supo en un cierto sentido reproducir las condiciones de inmemorialidad que ese sueño precisaba para perpetuarse como ejercicio cultural; o para esbozar una hipótesis de politización del comportamiento cotidiano a condición de que la misma politización no tuviese ninguna salida políticamente plausible (que el amor prescindiera del sexo; que la política prescindiera de la política). Si duda la comunidad del Contact es menos cándida, más “concertante” que un juego de amor en el desierto. Al mismo tiempo es mucho más deliberada y depuradamente somática. Pero su sola manera
119 de configurarse como alegoría somática de un futuro político es dotarse de las condiciones y protecciones que la aíslan de toda confrontación directa con la política y la historia reales. Segregar es, en un cierto sentido, su única manera de emancipar homeopáticamente. El futuro puede jugarse, vivirse y experirse porque, una vez más, ya no va a venir.
Contact quaterly, revista oficial de la comunidad internacional del Contact, durante varios años permitió a improvisadores de todos los niveles entrar en contacto, viajar, conocerse y experimentarse precisamente a través del contact. Un par de décadas antes del boom de internet, de los chats y de las social networks, Contact quaterly logró efectivamente ser el primer medio operativo de intercambio de intimidades entre desconocidos. Lo digo un poco en broma, aunque la broma merece una reflexión: las comunidades telemáticas y los modelos coréuticos determinados por esas comunidades (en un tiempo en el que la conexión ha sustituido la norma del contacto, y en el que la digitalización ha absorbido todos los paradigmas de la somatización), serían el cumplimiento coherente y paradójico, la versión invertida (como ocurre con muchas cosas de la posmodernidad tardía), de la misma utopía o de la misma norma de intimización de la socialidad, que el Contact Improvisation había predicado como utopía vivible: a la intimización de la socialidad se sobrepondrá la socialización del aislamiento; a la totalización del contacto su banalización; a la normalización de la excepción relacional una monstruosa normalización de la excepción pornográfica; al sexo sin genitalidad una impensable genitalidad sin sexo. El Contact Improvisation es parte de la historia cultural de eros. Y por muy deprimente que nos parezca, existe una analogía reveladora entre la difusa convicción actual de que follar sea la manera más directa de conocerse y la creencia, compartida por tantos en los años 70, de que la improvisación de contacto también fuera la manera mejor y más directa de conectar. Haber avalado la idea de que el sexo sea depositario de alguna verdad (por no decir de la Verdad), y haberle asignado a la sexología los privilegios de una ontología ha poderosamente contribuido al deterioro de nuestro “instinto de colectividad”. Como bien establece la etimología real de la palabra, lo público no ha sido nunca tan púbico. De una forma totalmente impredecible y preterintencional, las distensiones eróticas del 68 representaron el wishful thinking en el que se trocaría la poderosa campaña consumista por venir de socialización de la sexualidad, de transición insensible de los valores de normalización a los diktats de normativización. No estoy seguro de que quitándole misterio, pecamino-
120 sidad e irritabilidad a los asuntos íntimos los chicos del 68 nos beneficiaran tanto. En primer lugar porque, si su revolución sexual fue de las pocas herencias que no conocieron vuelta atrás después de la desbandada, fue únicamente porque el Neoliberalismo intuyó en esta válvula de desahogo un poderoso instrumento de disuasión y un titánico motor de rentabilidad (era en suma muy oportuno que el sexo se convirtiera en producto, en experiencia cultural y, por qué no, en frente de disidencia soft). En segundo lugar, porque la progresiva socialización de la sexualidad que se dio a raíz del encauzamiento de esa revolución es también responsable de que Eros haya ido a refugiarse en estructuras de deseo cada vez más asociales, en fantasías cada vez más violentas y en una pornografía cada vez más homicida. Existe un fuerte riesgo de que las nuevas comunidades basadas en la intimidad física pasen a ser no ya la subversión, sino la contrapartida cultural, el complemento necesario o el penchant socializable de este Eros cada vez más asocial; que en el trasfondo de los actuales (ab)usos sociales, todos altamente tóxicos, del contacto físico, de la intimidad y de la sexualidad, la comunidad visceral termine desempeñando una función detox o chill out, que es loable mientras se la enfoque terapéuticamente, pero bastante deleznable como respuesta política.
12 Como su mismo nombre sugiere, el Contact configura un universo de relaciones eminentemente háptico. A raíz de esta primacía del contacto, el Contact constituye también la primera “técnica” cabalmente posmoderna, en la medida en que sustituye los parámetros de conocimientos y destrezas aprendidas, propios de las grandes técnicas modernas, con nuevos valores de cognición. También en esto -en proponer un paradigma pedagógico alternativo todo sistema de enseñanza previo, y en unificar aprendizaje, prestación y creación- el Contact prefigura poderosamente unos cuantos rasgos del que se llamará dispositivo coreográfico a partir de los 90. Ahora bien, la palabra “cognición” designa un conjunto de conceptos elaborado en su tiempo por la biología, que adoptó el término para definir la específica inteligencia, el saber aural o instintivo de conjuntos emergentes como los ecosistemas. En el medio biológico, la cognición es conocimiento inmanente: un saber por inmersión y por contacto, que no precisa de ningún acto de memorización.
121 Posiblemente, uno de los problemas de las coréuticas que se desplegarán en las décadas posteriores (a partir de los 70), será poder negociar una desvinculación de estos dos principios: descubrir una cognición capaz de prescindir del contacto (y por ende entrenar un cierto potencial intuitivo, una cierta cualidad de atención o de tensión inmanente, una cierta phrone-
sis). La única alternativa será reeditar la cognición en una versión más extrema o pre-humana, entregándola a valores regresivos de des-subjetivación total. La coréutica posmoderna es en suma angelical o animal. La paradoja es que precisamente el Contact Improvisation, que en muchos aspectos abre la vía a estas opciones regresivas, no es bajo ningún concepto un lugar de anulación de la dialéctica o de neo-animalismo (tal vez porque su ethos específico es darle una forma somáticamente gráfica al intercambio dialéctico en sí); humanista y progresivo en sentido estricto (expresivo, también, de cierto humanismo laico) el Contact se mantiene más bien en una especie de umbral crítico, en el que la singularidad concreta remplaza la subjetivación abstracta precisamente para evitar las derivas ideológicas de una de-subjetivación sin flecos. Y si cabe un ulterior giro paradójico en esta argumentación, lo que permite al Contact ser más políticamente tónico que muchas de las coréuticas que lo emularán o sustituirán, es precisamente el hecho de que, muy a pesar suyo, sigue siendo atravesado por fuertes dejes de neurosis históricas, y sigue manteniendo amplios márgenes de proyección personal (amplios márgenes, por ejemplo, de tergiversación erótica). Su debilidad es también su mayor antídoto al síndrome peace, love &
patchouli que afectará muchos de los experimentos posteriores. ¿En qué consistirá la diferencia entre ensoñaciones coréuticas progresivas y regresivas? Que en las segundas primarán las retóricas anti-pedagógicas del desaprendizaje desinhibidor (“olvida todo cuanto hayas aprendido, vuélvete bebé, cuadrúpedo o paramecium, y déjate transportar arrobado por la onda de la dividualidad”). En las primeras, al contrario, se priorizarán las retóricas neo-pedagógicas de la mathesis reinhibidora: el colectivo tendrá que aprender a conspirar y a evolucionar a partir no ya de una abolición sino de un uso discrecional y astuto de singularidades irreducibles. De este doble sino cognitivo (que termina siendo un gradiente de madurez política) sale el tupido linaje de las comunidades coréuticas que han protagonizado la praxis de los treinta últimos años. Las llamaremos comunidades de atención o comunidades de percepción. Responden de forma más o menos consciente, y con efectos más o menos “lenitivos”, a la vaga sensación
122 de que la comunidad se haya suficientemente esfumado (o haya suficientemente dejado de ser un destino) como para necesitar una reconstrucción cautelosa, un ejercicio de intuición, y un gesto compartido, siempre dudoso, de orientación. No es un caso que coreúticas de este tipo casi siempre insistan en desplazamientos mutidireccionales, y que por efecto de estos desplazamientos el grupo humano que las escenifica parezca, por decirlo así, cohesionadamente
errático (no sabe adónde va, pero compartir esta ignorancia le permite mantener su unidad). Si se interpreta esta desorientación compartida como una figura de la migración, la acción grupal será una metáfora eficaz de la situación en la que se encontraron las colectividad en el momento, allá por los 90, de mayor disgregación de todo instinto de colectividad (cuando literalmente lo colectivo y lo social emigraron a otra parte del mundo); si se la interpreta como figura de la emulación, será una buena metáfora de la noción de tendencia - la fuerza que, a partir de la eclipse de lo colectivo, se ha convertido en el único principio de convergencia de las voluntades -; si se la interpreta como una figura de la irresolución, representará en cambio una buena metáfora metadiscursiva del mito de la comunidad tal y cómo se presenta en la sociedad de consumo y explotación que sigue al desmoronamiento de las ideologías: un wishful
thinking que va dando vueltas encerrado en la esterilidad de su “círculo virtuoso”. Y si es cierto que todas estas coréuticas son hijas de la vaga intuición de que lo colectivo, lo social y lo comunitario estén esfumándose en pos de una entidad, según los puntos de vista, manipu-
lable o inmanejable como la masa, no es menos cierto que todas intentan precisamente desglosar, templar, discrecionalizar la pesadilla de la masa, convirtiéndola, si se me pasa el juego de palabras, en masa crítica. Todas ellas describen un flujo (y en muchos aspectos remplazan con parámetros de flujo los parámetros de aclamación o concentración propios de coralidades más antiguas); pero también todas ellas, conociendo los peligros y ambivalencias del mains-
tream o flujo mayoritario, intentan hilar algo así como la hipótesis de un “flujo minoritario”, un meanstream. Demasiado sigilosas como para parecer simplemente religiosas u orgiásticas, le deben todas ellas a su sigilo, a su cariz metodológico, a su remilgo la capacidad de precipitar la incertidumbre política en una modalidad poética. Si en muchas de ellas siguen acechando la tentación de lo sagrado y los bálsamos del misticismo, no hay ya trazas, en ninguna de ellas, de la sacrificialidad o de los atisbos de violencia ritual que pudieron caracterizar ciertas liturgias comunitarias de los años 60 y 70: es, si se quiere, la misma diferencia que entre un cristianismo milenarista sediento de salidas martirológicas (se piense en cierto accionismo vienés), y las varias religio-
123 nes sincréticas y domesticadas, los varios budismos laicos y adaptados a la administración de la privacidad que han arrasado las sensibilidades allá por los 90, cuando por sobre la flagelación orgiástica primó la meditación gimnástica. No por ende es de extrañar que las “comunidades de atención” que en los 90 cautivan las poéticas de danza sean perfectamente contemporáneas de la fase avanzada del semio-capitalismo, con su ajuar de hiper-estimulaciones, digitalizaciones y virtualidades. Todas ellas son “coréuticas analógicas”: se basan en impresiones, infidelidades, intuiciones, semejanzas, inexactitudes y destiempos armónicos. Este cariz de aproximación es realmente un sucedáneo formal en ellas de los valores de proximidad física que el Contact Improvisation había, en su tiempo destacado, y que a partir de la descompresión post-sesentayocho se convirtieron en la libido nuestra de cada día. Como el trabajo de Aimar ha intentado demostrar, en los 80 sólo la enfermedad consiguió desbanalizar el contacto y re-negociar su potencial semántico. Por extraño que pueda parecer, los dos verdaderos mellizos de la globalización son la de-responsabilización garantida del sujeto y su responsabilización sin garantías. El sistema nos invita e insta a consumir cada vez más irresponsablemente; pero a la vez, precarizándonos y acelerando una contracción sin precedentes del estado de derecho, nos hace rematada y salvajementemente solos, responsables únicos de nuestra propia productividad; consumidores desquiciados, por un lado -trabajadores desesperadamente “autónomos”, por otro. O mejor aún, trabajadores dispuestos a cualquier precarización, y a la eclipse de cualquier garantía con tal de acceder al único derecho al que seamos ya sensibles, que es el derecho al sobre-consumo. Como Mark Fisher subraya, la boga terapéutica light que desemboca en el demencial invento del coaching existencial es absolutamente cómplice del mismo paradigma de empresarialización de la subjetividad que nos hace a todos creadores autónomos de nuestra felicidad, y que es una extensión antropológica del mito americano (mierdoso donde lo hubo) del self made man (Fisher, 2016). La epítome del actual modelo de hiper-consumo fundamentado en la mismísima precarización que produce sin miramientos es la AirBNBificación de las ciudades provocada por el turismo de masa. El consumo de experiencia proporcionado por la industria turística, si por un lado satisface la imperiosa necesidad de una disidencia de pacotilla (“ciudadanos de un lugar llamado mundo”), por otro proporciona una apreciable descompresión a la opresión capitalista que la genera. Es, en muchos aspectos, el nuevo ridículo modelo de “emigración”
124 occidental. Habrá cada vez más ciudadanos de Europa dispuestos a vivir y trabajar precariamente toda la semana para pagarse el lujo de vivir durante el fin de semana en lindos pisos de diseño de otras ciudades: la posibilidad de ejercer este capitalismo homeopático, performativo y espectacular le valdrá a cada vez más gente una actitud tolerante hacia los estragos del capitalismo de verdad. Cuando ofertamos al público laboratorios de sentimiento comunitario, hemos de vigilar que estas experiencias no se conviertan en formas de turismo ideológico. Proporcionar píldoras de vivencia emancipadora sólo sirve, en muchos casos, para dejar intacta la no emancipación, el catálogo de manipulaciones al que el mismo público se verá sometido una vez acabada la experiencia.
Ahora bien, la responsividad celebrada como un recurso inaudito en materia política y social por muchas de las poéticas grupales posteriores al 68 se caracteriza de hecho por una ambivalencia pronunciada. Por un lado, no coincide con nuestras ideas recibidas sobre el concepto de responsabilidad (no pasa por instancias éticas, sino “etológicas”; sus transmisores son de tipo perceptivos o somático; resulta “distensiva”, porque el grupo carga con una parte considerable de las decisiones). Por otro, sus automatismos, sus prerrogativas aurales y carismáticas la exponen a toda posible deriva mística. Concebida para reformular la responsabilidad política en términos menos “duros”, corre sin embargo el riesgo de fomentar una teodicea de las pulsiones colectivas. La dialéctica planteada por Paxton es más actual que nunca: se trata de saber diferenciar entre las vibraciones imprecisas del amor universal, y la cautelosa precisión del cuidado singular. Puede que en último análisis descubramos que el amor propiamente no constituye ni una garantía ni de lucidez política, ni una fuente infalible de justicia social. En el gran artículo de Lepecki sobre coreopolítica, hay mucha insistencia sobre la necesidad de la planificación, sobre la idea de que la espontaneidad no representa ninguna arma política, al contrario: expone fácilmente sus usuarios a cierto tipo de mercantilización (que trataré en la última parte de esta reflexión). Más en general, tenemos un problema si la relación con el futuro promovida por las izquierdas tiende a reposar cada vez menos sobre el deseo (que es un agente estructurante) y cada vez más sobre la pulsión (que es un poderoso disolvente): porque el carácter más exquisitamente propio de las pulsiones es el de proporcionar a la psique un goce paradójico a través del fracaso. Vividas pulsionalmente, las veleidades de cambio no hacen sino retroalimentar su determinación a fracasar.
125 13 Salvando algunas diferencias operativas, podemos rastrear varios de los aspectos mencionados hasta aquí en prácticas improvisativas grupales como el flocking; en cierto tipo de coreografía “polisincrónica”, como la que se expresa en los métodos composicionales de Thomas Hauert (pienso en trabajos como Accords de 2008); o en performances colectivas como los Fernands inventados por Odile Duboc en los 90. Me limitaré a algunas observaciones sobre cada uno de estos formatos. El flocking es la aplicación más literal de las metáforas migracionales y de las ideas de flujo que he evocado anteriormente. Comunidad aural cuya cohesión reposa sobre un ejercicio colectivo de escucha e intuición (en el flocking supuestamente no hay copia directa -su retórica se vendría abajo de admitir que alguien “hace trampa”-), en ausencia de toda instrucción por un lado, de todo contacto por otro. Es sin duda la coreútica más soft de todos los tiempos (lo que le ha brindado cierto éxito en las arenas de la danza de inclusión), y la mejor descripción fenomenológica para el tipo de acción que exhibe sería la de “flujo de discreciones”. Todo maravilloso, de no ser que, persiguiendo las analogías zoomórficas que ennoblecen su cometido (bandada de pájaros, rebaño de ovejas, y un largo etcétera de figuras bucólicas de la together-
ness), los practicantes del flocking pierden de vista otras analogías más preocupantes. Existe de hecho una continuidad entre las figuras de flujo que el flocking (juntamente con mucha coreografía contemporánea) intenta afianzar y la religión del flujo de datos que, en la era digital, conforma eso que Roberto Calasso ha recientemente definido como “Dataísmo” (Calasso, 2017): basado en un fuerte desprestigio de la vida interior como coto de caza de las verdades, el dataísmo es la tendencia de todos a confiar, con proyecciones más o menos transhumanas, en la autoevidencia del flujo de datos y de nuestra inmersión en ellos como sucedáneo vivencial de toda contemplación. El agilipollamiento delante de la pantalla no deja de ser un Nirvana al alcance de todos. Puede decirse que el flocking ciertos aspectos, somatiza esta nueva estructura fenoménica, o esta nueva tipología de ensimismamiento extático. Es más: puede temerse que, con esta tierna indiferencia autoinmune, con su beato andar a ningún lado (porque emigrar es más importante que llegar), la onda corta del flocking, su flujo discrecional, termine siendo una especie de tapadera poética para los verdaderos flujos indiscretos y continuos de la posmodernidad -los únicos realmente cargados de polaridad política-: turismo e inmigración; termine en suma escenificando la ceremonia identitaria de una pseudo-comunidad que se encuentra a sí misma perdiéndose en sí misma, propio en años en que la cuestión política más
126 candente concierne esas no-comunidades que, de forma voluntaria o involuntaria, por exceso de consumo o por carencia de todo, se pierden a sí mismas. El método de composición de Thomas Hauert, y de muchos de los artistas que se remiten a su imprinting poético, ofrece una buena metáfora cinética de “navegación grupal a vista”: los bailarines tienen una idea nebulosa y abierta de los lugares formales por los cuales han de pasar; pero al no haber jerarquización entre los intérpretes, aunque todos los componentes del grupo escuchen la misma música, cada uno de ellos estará en todo momento trabajando en la intersección sutil entre su idea personal de musicalidad y su imitación de los movimientos ejecutados por los demás. Lejos de migrar hacia una simplicidad holística (como ocurriría en un
flocking) su atención está desdoblada, por no decir dividida. Intentará por ende respetar en todo momento el cometido (político donde lo hubo) de no hacer nada que sea absolutamente personal, asegurando al mismo tiempo un cierto margen concertable de singularidad fenoménica. No limitarse a copiar, y verse obligados a proporcionar una interpretación de los signos ajenos que pueda inscribirse sin desafinar en el conjunto, es igual o más difícil que ceñirse a un sincronismo perfecto. Los Fernands de Duboc representan un fenómeno incluso más extremo. Un fernand (Duboc creó y nombró este ejercicio grupal a comienzos de los 90) es fundamentalmente una improvisación en espacio público llevada a cabo por una pandilla de intérpretes “compinchados” (en este aspecto un fernand funciona como un détournement situacionista). Suele consistir en improvisar pequeñas acciones a condición de que dichas acciones no se presenten nunca como “pasos de danza”. Las “incidencias” gestuales así producidas son acto seguido retomadas por otros intérpretes que se encuentren a una cierta distancia (el procedimiento es parcialmente deudor de ciertas prácticas de Trisha Brown, como Fire and Roof pieces de 1973). A medida que esta estrategia de emulación disimulada o de telepatía gestual va desarrollándose, un fernand puede desembocar en algo así como una coralidad coincidental (porque la parte de transeúntes que consigan captarla la intepretará en un primer momento como una pura “coincidencia”). El público, también advenedizo o incidental, podrá reconocer o no reconocer la existencia o pregnancia de esta comunidad subliminal, invisible, premeditada, conspiratoria. Mantener los parámetros de cohesión en un curioso punto “anadiomeno”, de emergencia y desaparición, de visibilidad e invisibilidad, es probablemente la alegoría política más sutil de Duboc: la comunidad que viene (para usar una expresión de Giorgio Agamben) no es precisamente una reivindicación plateal de identidad compartida, y no es una circunstancia causal
127 (porque quiere si acaso trasmitir una sensación de casualidad significante). La comunidad que viene hace conscientes de su venida porque juega el juego de su propia eclipse, de su retiro hacia lugares de observación más pensativos; y lo juega con medios paradójicos. Es una circunstancia fatal. En resumen, es significativo que buena parte de los formatos coréuticos mencionados cundiera sobre todo a finales de los 80, cuando con la caída del muro el neo-capitalismo hedonístico-subjetivo terminó de afianzarse como un modelo único de convivencia, y el sueño de colectivización se fue a la papelera de la historia. Podría decirse que, para todas estos correlativos grupales de la idea de comunidad, la utopía ha dejado de ser el “lugar ausente”, el País de Nunca Jamás que había sido para las generaciones soñantes de la década anterior, y se ha convertido en un “lugar de la ausencia”. De entre todos, el fernand es posiblemente el que con más pertinacia ha intentado producir una estrategia de “ausencia colectiva”. Duboc fue profética: mucho antes de que la epidemia telemática diezmara nuestra inteligencia social, ya había intuido que el potencial de disuasión ideológica y de inanidad política, la receta de opresión consensual implícitos en la noción de social network o comunidad virtual estribaría precisamente en la hiper-visibilidad (y en la elevada tasa de desinhibición) que la performance
de la co-presencia virtual impone como un must. Y contra el espectro de esta comunidad abstractamente concentrada que el capitalismo deparaba avanzó la hipótesis de una comunidad concretamente des-concentrada (por no decir dispersa), invisible, inaparente, e imperformativa (al menos en la medida en la que no ponía ningún énfasis específico en su acción, y no invocaba a gritos la atención del público). En los dos extremos de las fantasía colectivas sobre coralidad están un paradigma de aparición y uno de desaparición. Todo el intervalo mediano se ve ocupado, literalmente, por prácticas de transmigración cinética que a su vez, cuando no delatan una cierta erraticidad ideológica, atestiguan (exactamente como la migración animal) un claro esfuerzo por conseguir la supervivencia ideológica de la utopía en otros lugares, bajo microclimas más favorables. Ahora bien, la diferencia entre visibilidad e invisibilidad -entre la comunidad como agente de
ocupación o reconquista del espacio societario, y la comunidad como sujeto de desocupación y cesión de ese espacio - ritma la disyuntiva, muy propia de nuestra época, entre las prácticas coréutico-comunitarias impulsadas desde el microclima de la alta Cultura (vanguardias inclui-
128 das) y las prácticas coréutico-comunitarias que emergen del nuevo universo del consenso; entre disidencias discrecionales y disidencias espectaculares.
14 Hablaría en suma (para hacer un juego de palabras) de una disyuntiva entre prácticas de invisi-
bilidad y visibilio de la práctica. Visibilio de la práctica es la prestación específica (deportiva, autógena, auto-estética, cosmética y mediática) que en tiempos de totalitarismos espectacular resume los efectos consensuales de una disidencia bien encauzada y bien rentabilizada. Involucra a vario título (y con un objetivo incombustiblemente único): 1) el Flashmob; 2) el catálogo infinito de las especialidades de fitness especialmente dirigidas a cabalgar endebles fantasmas de agresividad (Body Kombat, Body Attack, Camp Training, Crossfit); 3) el catálogo infinito de las actividades deportivas dirigidas a cabalgar endebles fantasmas de creatividad (Aerobica, Zumba, Ballet Fit, Total Cycle, etc.); 4) Una cierta variedad de dromologías o com-
portamientos grupales asociados al consumo de música, en el clubbing o en los conciertos; 5) La casi totalidad del universo Hip-Hop, tanto como práctica que como representación. Hablamos de un espectro de fenómenos tan amplio que lo más práctico será, una vez más, formular diagnósticos de tipo general para remitir a ejemplificaciones muy puntuales. Como he dicho en la primera parte de este recorrido, no hay una sola práctica coreútico-improvisativa, en el medio de la danza contemporánea reciente, que no sea, de una manera o de otra, analógica. También he insistido en que este analogismo está en todo momento atestiguando de la pérdida del original (la comunidad como hecho o la comunidad como credo) que se intenta reproducir, reencarnar, reconstruir o conjurar. Siguiendo el hilo de la misma metáfora, puede resultar conceptualmente eficaz definir las ensoñaciones coreúticas restantes (las que acaparan la atención de los medias), como prácticas digitales: quizás porque su relación con los medios virtuales goza de una salud inimaginable en el medio de la danza de arte; quizás porque parte de su poética (pienso sobre todo en el Hip Hop) está patentemente dictada por valores icónicos y dinámicos que se han dado únicamente en el medio de las imágenes técnicas y editables (Fratini, 2016b); quizás porque, frente a la cautela utópica de otras praxis, la comunidad happy happy del Capitalismo festivo somete su inmanencia a preceptos casi absolutos
129 de alta fidelidad: aquí la comunidad aparece auto-evidente en la medida en la que es también del todo inexistente. Como todo fenómeno virtual en sentido propio, posee la doble facultad de ser y a la vez no ser ahí donde la vemos darse espectáculo. Si lo analógico se mueve todavía en la linde angustiosa entre ontología y hauntología (de ahí su cautela); lo digital ha enterrado toda ontología en pos del espectáculo (de ahí su protervia). Por eso mismo, si las coréuticas independientes tienden a rehuir los atajos perceptivos o los alicientes espectaculares, es natural que las coréuticas mainstream repropongan sin complejos, en pleno siglo XXI, todos los valores formales inaugurados en su tiempo por los “ornamentos de las masas” del totalitarismo histórico (rangos, simetría, sincronismo, frontalidad, etc.), y heredados tempestivamente por la estética del musical (Kracauer, 1921). Coréuticas digitales serán , en resumidas cuentas, todas las que reproducen las heterotopías regresivas de la comunidad en términos muy unilateralmente conflictivos, disidentes o concordes., que todos ellos resultan perfectamente consensuales, por la simple razón de que el equilibrio del sistema necesita entretener la colectividad en el espectáculo de las lógicas oposicionales y de los contrastes histéricos. Una disidencia que se deja ubicar y consumir como es-
pectáculo es suficientemente inane como para poderse permitir todo tipo de sobreactuación. O viceversa: una disidencia se sobreactúa sólo para encubrir neuróticamente su total inanidad política. Durante algunos siglos la revolución ha sido, a su manera, una tipología específica de fiesta (y la fiesta una tipología específica de revolución - véase De Marinis, 1974). Las coréuticas de la posmodernidad dan opuestamente voz al deterioro de esta analogía: cuando no son revoluciones sin fiesta (del lado de la danza contemporánea) son directamente fiestas sin ninguna revolución (del lado de la cultura mainstream), y poco importa que se proclamen “revolucionarias”: las llamadas fiestas revolucionarias que Jacques-Louis David organizó en pleno Terror, o los reenactments multitudinarios que Eizenstejn montó a pocos años de la Revolución de octubre no tenían otra función que la de presentar el consenso en la forma de una espectacular pantomima de disidencia. El nuevo orden, en otras palabras, está sediento de disidencias juveniles (o simples pataletas) que entrenan el imaginario de todo a simplificar drásticamente los polos de las tensiones políticas. Heredera digital de los clamores de 68, la disidencia pop-
rap no conoce ni melancolía ni anacronismo: le va como un guante el comentario cínico que Lacan dedicó en su tiempo a las barricadas de la Rue d’Ulm y a su insurreccionalismo oniroide, tildando los soñadores del 68 de “histéricos en busca de un nuevo amo”. La única diferencia
130 será que, en este caso, el amo es tan atempado y asentado que las rabietas rap le resultan tonificantes e indispensables. Si hay una diferencia general y fundamental, pues, entre coreúticas de arte y coréuticas mains-
tream, no será en el carácter utópico (que comparten: todas ellas siguen erogando evangelios de convivencia alternativas y futuros mejorados), sino en el hecho de que, mientras las primeras conservan un carácter, en todos los sentidos, composicional, las segundas exhibirán siempre - incluso en las circunstancias más festivas o más amorosas - un carácter oposicional.
15 Un síntoma interesante de este viraje, en lugares todavía relativamente libres de la mano negra del mercado, fueron ya a partir de los 70 costumbres grupales inherentes a la cultura punk y heavy metal como el Mosh Pit o el Wall of Death: El Mosh Pit, objeto de una actuación colectiva semi-espontánea en salas de baile o espacios de concierto, es el espacio circular o
pozo que viene a crearse cuando la muchedumbre, siguiendo a menudo las sugerencias de los artistas desde el escenario, se abre. Acto seguido algunos espontáneos empiezan a correr en espiral hacia el centro del pozo, y por un efecto de contagio y emulación, muy pronto decenas de personas se unirán a este Maëlstrom de cuerpos en caída hacía un centro, con todos los riesgos de impacto o estampida que la velocidad puede suponer. Algunos mosh pits son polémicamente más violentos que otros. Ninguno acaba sin heridos (Ambrose, 2010). Su vacío circular - un claro en la espesura de la masa - es, si queremos, una ilustración bastante paradójica de lo que fue un Choros en la antigüedad: porque si el Choros describe el vacío como consecuencia de un círculo creado activamente por el colectivo, el pozo del concierto punk se asemeja más bien a un fenómeno de des-presurización pasiva: el lugar común es algo así como una burbuja a punto de estallar bajo el prolapso de las tensiones que se generan en sus márgenes. Es, si se quiere, una imagen fidedigna de la idea de “espacio público” que ha venido afirmándose en las últimas décadas: no ya el lugar de una confluencia “calibrada” o de una cautela compartida, sino el objeto de una invasión siempre inminente, cuyo vocabulario cinético obedecerá por lo general a leyes preterintencionales y climáticas (condensación, concentración, caída, turbulencia, aceleración, choque).
131 El espacio público dejará de ser un enclave de mediaciones, para convertirse en un teatro de “inmediaciones” en sentido propio: proximidades violentas, contactos invasivos y, si acaso, ciegas externaciones del malcontento social. El principal argumento polémico del colectivo es hacer catarsis de su pulsión auto-destructiva. Una Wall of Death expresa la misma dinámica en términos incluso más simplificados: “Muro de la muerte” es el mosh pit longitudinal, la zona franca o franja de espacio vacío que un público de concierto crea para que las dos mitades enfrentadas de la muchedumbre que lo conforma puedan colisionar libremente, en el momento en que el cantante dé la orden de correr (recuerda, en este aspecto, el sca practicado en ciertas discotecas, que consiste en provocar saltando lateralmente todo tipo de choques con los otros cuerpos en pista). Otro de los valores que el moshpit y el wall of death preconizan de cara a usos futuros de la coréutica en el marco del entretenimiento colectivo es la velocidad: ni siquiera la estética del B-dancing será ajena a esta norma de aceleración incondicional. Siempre pienso en las palabras de Paul Virilio, que afirmó que los coches no fueron inventados a pesar del riesgo de accidente que suponían, sino para garantir ese riesgo (Virilio, 1998). Tal y cómo la han analizado en años recientes Sloterdjik y Lepecki (Sloterdjik, 1989; Lepecki, 2006), la pasión de la modernidad por la velocidad, por la aceleración, por el movimiento y por la movilización - de capitales, de cuerpos, de mercancías y de datos - denuncia en el fondo una terrible pasión colectiva por el choque catastrófico. Si no hubiera accidentes, el mosh pit sería un fracaso. Y si no hubiera crisis periódicas, el capitalismo del desastre no sería tan incombustiblemente próspero. Ahora bien, por mucho que prácticas del tipo de mosh pit o del wall of death sean ya indicativas de una especie de polemiología coréutica, es también verdad que su elavada dosis de autolesionismo, su relativa brutalidad (en el contexto de feísmo ideológico promocionado por musicalidades anómicas como el Punk o el Hard-core) son en muchos aspectos indicios de la pervivencia de algo así como una pulsión política de la muchedumbre. No extraña que el capital se haya dedicado, en los 20 últimos años, a encauzar, rentabilizar, sedar, reeducar estas fuerzas de disipación e incidentalidad. A hacerlas, en un cierto sentido, más saludables (sobre todo para el capital mismo).
132 16 Todos recordareís la campaña promocional del programa televisivo Fama Revolutions: el eslógan enarbolado entonces - “La gente está tomando las calles” (clara referencia a la Street Dance y Urban Dance que había terminado convirtiéndose en el “estilo” preferente de la astuta emisión) - decía mucho de la absoluta neutralización política del colectivo, y al mismo tiempo de la absoluta vitalidad del fantasma de disidencia que el capitalismo totalitario había procurado confeccionar para uso y consumo de todos ellos. El recurso a la danza como sinónimo de revolución no se ha revelado nunca tan intrínsecamente blasfemo. Que esta revolución festiva y abaratada (subproducto del mismo programa consensual que ha dictado las incontables y chillonas Love Parades de la última década) se apoye además en el irresistible argumento de que la danza no precisa argumentos porque es danza no sólo constituye una temible reedición de lógicas fascistas (igual que todas las nuevas fiestas y días temáticos que abarrotan nuestro calendario); es también el principal punto de contacto entre la praxis mainstream (que en nombre del carisma de la acción tira deportivamente por la borda toda teorización) y el conjunto teórico-práctico de las poéticas de vanguardia y de sus penchants académico (que también parecen tristemente determinado a argumentar todo el rato la derrota del discurso ante la elocuencia holística de la praxis directa, y la puta magia del danzar - véase Muray, 2005). Si la fantasía regresiva inherente a estas dimisiones del discurso legítima, en el contexto de las vanguardias, un cierto cariz devocional (y una cierta poética del cuidado), la misma fantasía legítima, en el contexto de las prácticas mainstream, un cariz desacomplejadamente tribal (y una inherente poética del descuido). Hablaremos por ende de comunidades tribales, incluyendo en esta categoría todos los comportamientos coreúticos espontáneos (y todas las dromologías grupales formalizadas) que proceden la cultura de la urban tribe como excitante banalización de los antagonismos políticos. La batalla de Hip Hop es, en este aspecto, sumamente ideológica: al emplear la danza como baremo de un fairplay enteramente constituido sobre valores prestacionales (es indudable su cercanía con el deporte), y al subdividir el mundo en winners y losers está mimando con eficacia la misma regresión a la barbarie que el capitalismo autoritario fomenta a golpes de precarizaciones crecientes, exclusiones estratégicas y monetarizaciones de sectores cada vez más amplios de la realidad (Fratini, 2016b). Que el uso espectacular del cuerpo estuviera en vía de convertirse en un sucedáneo del poder de adquisición; y que la fama estuviera en vía de
133 convertirse en el mejor sucedáneo de capital bajo los auspicios del semio-capitalismo telemático, era una profecía perfectamente expresada por el speech de la profesora de danza durante los créditos de la teleserie Fama (la más dañina de los 80): “Tenéis sueños ambiciosos: éxito, fama…. Pero estas cosas tienen un precio, y es justamente aquí donde empezáis a pagar, con el sudor.”A más de reeditar con siniestra eficacia las retóricas marciales que huestes de jóvenes mamaron deportivamente bajo la guía de los totalitarismos históricos, el realismo atlético y belicoso del universo Hip Hop, casi enteramente dirigido a producir un cuerpo cuya prestación imita las prestaciones del cuerpo virtual, corre el riesgo de convertirse en una deslumbrante pantomima de la des-realización del mundo lograda con éxito por los amos de ese mundo. He-
terotopía incomparable de un “no haber lugar a cambios posibles”. Va en la misma dirección el bombardeo de clips de deportes extremos que entretiene a los usuarios de gimnasios en una especie de llamada permanente a las armas. Este fascismo desplegado en incontables fantasía de super-homismo barato explica también la desoladora facilidad con la que empresas como Red Bull, especializadas en deportes de riesgo, han tomado casi incondicionalmente el control del calendario competitivo en materia de danza Hip Hop. Con su cohesión de trazos gruesos y elocuencia gutural, la tribu urbana representa, en el fondo, la avanzadilla involuntaria de una regresión absolutamente seminal para los logros del absolutismo capitalista: el revival de la civilización de la vergüenza. Me explico: al elaborar la disyuntiva entre civilizaciones de culpa y civilizaciones de vergüenza, los antropólogos han reconocido de forma unánime que la historia de occidente se ve marcada, ya a partir de la filosofía griega y de la democracia ateniense, por una clara transformación del antiguo miedo a pasar vergüenza en un inédito miedo a ser culpables de algo. Y por mucho que el concepto de “culpa” nos parezca una fuente inagotable de enajenaciones históricas, es innegable que permitió el configurarse de la cosa llamada política. En estructuras de convivencia más arcaicas (como las que retratan los poemas épicos y narraciones de gestas) era muy claro que el principal objetivo en esta vida fuera cubrirse de gloria, y el espantajo más temido exponerse a la vergüenza de un final inglorioso. La edad heroica no concebía que un escrúpulo moral pudiera frenar la ansiedad de distinción. El Edipo homérico muere cubierto de honores y su incesto y parricidio no le suponen ningún cargo destinal. Tres siglos después, el Edipo trágico se arranca los ojos por una culpa tan extrema que ni siquiera puede decirse suya. El 68 contribuyó indudablemente a fomentar un cierto desprestigio de la culpa y del peso que pudo suponer. Esta utopía de de-responsabilización hallaría un espacio de realización paradójica, algunas décadas después, en los paradigmas de competitividad
134 enarbolados por los deportes extremos y por la cultura Hip Hop, donde la irresponsabilidad del sujeto posmoderno (que se enfrenta a riesgos fútiles con tal de conseguir una porción razonable de vanagloria) se convierte en práctica artística, y donde la vergüenza vuelve a cobrar vidas por Internet. Así se cierra el círculo fantasmal de la revolución-sólo-soñada. “Programados para ser libres” es el eslogan más reciente de un famoso refresco de propiedad de Coca-Cola. Sólo un mundo rematadamente agilipollado por los catecismos liberatorios de la publicidad puede no percatarse de que la fusión de “programación” y “libertad” dentro de la misma frase no es sólo un oxímoron bueno a embaucar bobos, sino también el indicador alarmante de una definitiva amortización de cualquier significado hayan podido tener previamente palabras como libertad o disidencia. No es por ende de extrañar que el refresco en cuestión se llame “Aquarius”, y que su nombre esté oficialmente inspirado en el primer tema musical de la película Hair (1979) - dirigida por Milos Forman y coreografiada por Twyla Tharp -; es decir de la primera película que se dedicó, no sin ironía, a convertir el 68 y la cultura hippie en un intrigante tema para tratamientos vintage. Tiene guasa que el Aquarius de las fantasías astrológicas del 68, cuyo cometido general había sido una especie de “musicalización del mundo” se viera a su vez “convertido en musical” por una peli de comienzo de los 80, en sponsor de una bebida para el deporte a comienzos de los 90, y en el nombre tristemente actual de un barco de emigrantes que varios gobiernos decidieron no acoger en el año del señor 2018.
17 Hay dos maneras culturalmente complementarias de licuar la herencia del 68 (o de realizarla siniestramente): la primera la hemos tratado, y tiene que ver con la polemología de baratija desplegada en el mundo de la Street Dance - que es lo queda de la belicosidad contestataria; la segunda, que trataremos ahora, remite más bien a la harmonía de baratija desplegada en los corolarios coréuticos y mediáticos de la cultura del musical - que es lo que queda de la festivi-
dad contestataria (De Marinis, 1974). Hablaremos por ende de comunidades Sonrisas y Lágrimas: el empalagoso modelo de convivencia happy happy que se desprende de la cosmovisión de Oprah Winfrey (entre otros) y cuya expresión coreútica es por definición el Flashmob. Su diosa madre es realmente Julie Andrews, impagable monja cantamañanas que se enfrenta
135 cantando incluso a los nazis. ¿Qué entredichos esgrime un Flash Mov? Primero: contra toda posibilidad de que el colectivo elabore “dramatúrgicamente” una lectura crítica de la realidad, el Flash Mov exhibe el colectivo más taumatúrgico de todos (me apoyo en una disyuntiva entre taumaturgia y dramaturgia elaborada en Virilio, 1997): su taumaturgia específica consiste en vehicular la impresión de un sincronismo espontáneo e irresistible (la gente se pone a ejecutar coreografías grupales en la calle, como inspirada por un abrupto instinto de performatividad liberatoria, bendecida por la música que, se sabe, es a lengua misma de la libertad). Dicho sincronismo espontáneo ofrece gratis (como la publicidad, que también “se ofrece” a todos) la figura persuasiva de una indocilidad compartida (os recuerdo que Flashmob conlleva en el nombre una contracción de la palabra inglés que significa “movilización” o “motín”), que es en realidad la resultante de un consenso radical - es decir de un consenso que es anterior a su manifestación pública, por mucho que intente presentarse como un fenómeno de concordia automática -. A nadie como a los ciudadanos fresquitos que adhieren a la llamada al Flashmob se adapta el eslogan “Programados para ser libres”: porque su performance extemporánea de emancipación espectacular es de hecho la consecuencia de un acto de programación gestionado internáuticamente. Ninguno de esos ciudadanos parece percatarse del parecido inquietante entre la expresión Flash Mob (Motín relámpago) y la expresión Blitz Krieg (guerra relámpago), tan en boga en la Alemania hitleriana. La posibilidad que las redes otorgan de entrenar coreográficamente un colectivo demasiado extenso como para reunirse antes del día de su estreno, y de conjurar la improvisación urbana como un efecto especial tiene un único precedente: el empleo que en los años 30 se hizo de la Labanotation o kinetografía para entrenar ciudadanos de todas partes del país de cara a las coreografías y randonnées oceánicas del régimen nazi. Las redes reproducen y mejoran las funciones de programación y optimización que en su tiempo las partituras labanianas. Se podría objetar que el Flashmob representa a su manera la expresión fiel de una comunidad, que es la community misma de los internautas danzarines. Y es sin duda así: demuestra efectivamente que esa comunidad sólo existe como
espectáculo. La hazaña colectiva Sonrisas y Lágrimas es radical también en la medida en que sus homologías internas y harmonías construidas pretenden poseer un carácter explosivo y efusivo: vuelven a escenificar el mito (fascista donde lo hubo) de una unidad natural previa a las complicaciones, subdivisiones y distancias generadas por la historia y por la sociedad; son volcánicas y proliferantes; son más irresistibles que las ganas de bostezar. Su resultado es conocido: una parodia definitiva de revolución que esgrime retóricas totalmente involutivas (la música
136 como gran simplificadora: la píldora azucarada de Mary Poppins; los soldados marchando a la masacre al sonido de pitos, flautas y tambores, porque la música “aprueba la acción”, según una hermosa observación de Albert Camus), y que representa el despertar de la colectividad sólo como excelente ocasión de subir otro eslabón en el delirio. Arrimada al evangelio fitness del movimiento como sinónimo de vida, la gente ha despertado para fliparlo. El Flashmob es sustancialmente una incidencia alucinatoria el vaivén de los consumos. Y es la nueva versión del “Erwache Deutschland!” (despierta, Alemania!) que ascendió a evangelio de toda la propaganda nazi, y que llamaba al pueblo a despertar en el sueño de la supremacía racial y de una concordia absoluta y somática (Michaud, 2004). El onirismo identitario se ha a su vez recalificado: las coreúticas del totalitarismo histórico (Thingspiel nazi, Tai Chi de estado, Slet balcánico, Teatro di massa fascista, etc.) entretenían al conjunto de la colectividad en una identificación delirante con el ejército, invocado como ejemplo del confort de la obediencia total, como epítome de una idea de acción - la guerra - finalmente emancipada de todo imperativo de reflexión, y como teatro de mil superaciones y abnegaciones (las colectividades pusilánimes necesitan como al aire que alguien les recuerde lo heroicas que son). Es el caso de recordar que el sueño no es otra cosa que una premonición de futuros posibles o pasados imposibles vivida en un marco empíricamente puro: en el sueño, y tan sólo en él, se da una ecuación insoslayable entre vivencia y pensamiento (vivimos lo que pensamos; pensamos lo que vivimos). Sólo la perfección de esta ecuación, añado, permite la asociación entre sueño y descanso. El sueño de la razón (sobre todo de la colectiva) genera mosntruos, pero también relax. Las coreúticas del nuevo totalitarismo espectacular entretienen coherentemente el conjunto de la colectividad en una identificación delirante con el cine-teatro musical y el vídeo-clip, que además de encarnar la triple esencia de la performatividad (un mundo que se mueve, canta, baila y ama) saben ocasionalmente esgrimir versiones extraordinariamente baratas de retórica de la superación y abnegación (todos hemos visto Chorus Line) o presentarnos los nuevos fascismos como fenómenos entrañables (todos hemos visto Evita). El musical es el abecedario del totalitarismo soft. Guerra y Musical representan el paradigma terminal de las “religiones políticas” respectivas, la totalización del totalitarismo que los pone en el punto de fuga de su cosmovisión: todo el récit ideológico fascista converge sobre el evento de la guerra; todo el
récit cultural mainstream converge sobre el espectáculo musical (para que quede más claro: nos hemos acostumbrado a que los récits de todo tipo pasen por diferentes fases metabólicas - de la historia al mito a la literatura al teatro al cine -, que casi siempre marcan otras tantas menguas de la vitalidad semántica del récit o cuento en cuestión. En la actualidad, cuando un
137 récit se convierte en mierda los tiempos son maduros para convertirlo en Musical). Se dibujan extraordinarias cadenas de subjetividad totalitaria: cuerpo ario -trabajador- artista-soldado en el caso de los totalitarismos históricos; cuerpo fit-consumidor-creativo-street dancer en el caso del totalitarismo espectacular. En las fases más recientes de consolidación de este giro antrópico, cuando ya la boga del flashmob conoce cierta flexión, se vuelve incluso más evidente que el nuevo paradigma puede prescindir de las antiguas disyuntivas entre obediencia y disidencia, entre orden e insurrección: la “artistización” del colectivo cumple fundamentalmente con el objetivo de extender al conjunto de la población una ambivalencia que los artistas han conocido durante siglos: gozar de una libertad más amplia y estrictamente inherente a sus competencias creadoras (que el conjunto de la sociedad interpreta como expresión de ocio), pero al precio de una precariedad que desemboca para casi todos ellos en algún tipo de servidumbre: el artista es el esclavo más libre de todos; y también el más esclavo. El sistema actual tiene todo el interés del mundo en halagar la incontenible creatividad del consumidor raso. Así pues, si el Flash Mob ha sido la mejor ilustración de la oleada de optimismo cretino que saludó la caída del muro, la coreútica que mejor expresa la ecuación actual de ocio creativo/trabajo productivo, el derecho de todos al desorden, es el Harlem Shake: así se llama un clip musical de producción casi siempre casera (Youtube rebosa de ejemplos y antologías) que representa cualquier tipo de escenario “productivo” (oficina, tienda, fábrica, cuartel, agencia, etc.) en el que varias personas estén muy seriamente atareadas en los quehaceres de la profesión. La única excepción es un personaje generalmente enmascarado (lo típico es que lleve una bolsa de papel en la cabeza) quien, de forma muy incongruente, baila blandamente al ritmo de la música del vídeo. Llegados a este punto suele haber un corte de edición muy abrupto: la parte restante del vídeo muestra, con el mismo encuadre, la misma location presa de un ataque de desmadre cinético: como si todos los trabajadores, contagiados por el irresistible virus danzarín del enmascarado, liberados de la tediosa obligación “adulta” de trabajar, se dedicaran durante un rato a bailar, agitarse, desenfrenarse, hacerse los memos y pasárselo pipa (un harlem shake recuerda siempre el memorable momento de Aterriza como puedas en el que un letrero luminoso del avión, tras haber invitado los pasajero a la compostura con la fórmula “NO PANIC”, insta lacónicamente a los mismos pasajeros “Ok, PANIC”) (Fratini, 2016b). La versión más reciente de sublevación al uso es ésta, que escenifica en los lugares mismos del trabajo y de la explotación el trabajo de la diversión; y que termina sugiriendo una verdad bastante siniestra: si el trabajo para el sistema puede convertirse en discoteca, si el negocio puede adquirir el perfil del ocio (véanse los estilos empresariales rock&roll de incontables empresas, sobre todo telemáticas) es simplemente porque la discoteca en sí, el ocio al que confiamos nuestra ración
138 de desobediencia, ya se ha convertido en una parte del trabajo. Existe el fuerte riesgo de que vuelvan a ser actuales los diagnósticos de La Boétie sobre el concepto de “servidumbre voluntaria” (Van Boxsel, 1999), y que la revolución pos-figurada del nuevo milenio termine siendo igual de homeopática que la miserable parcela de bienestar que el crecimiento monstruoso del capital de pocos pone en el bolsillo de muchos - brutalidad del producto interior bruto -.
18 No hay nada más políticamente imperdonable que la inocencia. Que al final del camino encontremos siempre la espectacularización de las prácticas disidentes o la mistificación consensual de las energías grupales es de achacar tanto a las toxinas del sistema cuanto a la profunda inmuno-indefensión de esas prácticas y energías. El último de los casos en análisis es nada menos que el fenómeno dancístico que ha arrasado Francia en los cinco últimos años: el colectivo (La) Horde (La Horda), fundado por Marine Brutti, Jonathan Debrouwer y Arthur Hamel, protagoniza actualmente una verdadera epopeya del consenso (y tiene arrobados a los impresionables críticos franceses). Rentable y sublime, la ocurrencia de los creadors de (La)
Horde fue de reunir en un escenario la comunidad dispersa de los bailarines autodidactas de Jumpstyle que se habían hasta entonces intercambiado skills, tricks y hallazgos coreograficos únicamente por Internet (el primer espectáculo construido sobre este principio fue To
da Bone, 2017). Es importante recordar que el Jumpstyle es una danza de alta velocidad enteramente constituida de saltos en el sitio; que los clips de Jumpstyle difícilmente superan los 20” de duración, a causa del enorme esfuerzo que supone la ejecución (adaptada a un patrón de metrónomo de al menos 140 pulsos por minuto); que los jumpers no tiene nunca más de 25 años (La Horde es a la danza lo que una boy band masiva sería a la música pop); que en sus vídeos bailan invariablemente de perfil para que las figuras de la danza puedan caber en el encuadre casero (todos los vídeos de Jumpstyle son a la vez micro-creaciones coreográficas y
tutorials técnicos). Reunir todos estos artistas en una performance en vivo significaba celebrar el enorme potencial de diseminación (por imitación o emulación) que una danza autodidacta había hallado en las redes (algo parecido había ocurrido años antes con el Mannequin Cha-
llenge), y a la vez premiar el solipsismo virtuoso de una práctica cinética que es a la noción tradicional de coreografía lo que la cultura de dormitorio sería a la noción tradicional de Cultura según el giro fringe de la última década. No es un caso que los críticos acuñaran en propósito la
139 expresión Post-Internet dance. Así pues, la poética de (La) Horde está en un aromático punto de intersección entre la asocialidad solitaria del Hikikomori (el sujeto que se autorecluye en su habitación guardando con el mundo una relación exclusivamente virtual) y la asocialidad gregaria de la baby gang: combina en un cierto sentido el prestigio del aislamiento freak con la energía cabalmente matona de la típica agrupación para-militar (SA, Freikorps, etc.), lanzada a improbables cruzadas de rejuvenecimiento redentor de las lógicas del mundo (tal vez porque las organizaciones juveniles paramilitares de la era totalitaria ya eran la salida más natural a neurosis singularísimas). No es infrecuente que (La) Horde reproduzca en teatro el décor pos-industrial (descampados, fábricas abandonadas) que muchos de sus intérpretes eligen como escenario natural para los vídeos. De paso, “la horda” es también, en opinión de Freud, la más arcaica de las organizaciones societarias. Es igualmente interesante destacar que el
Jumpstyle es mucho más antiguo que los social networks que le han dado difusión. Formaba parte de la cultura de clubbing ya a comienzos de los 90. Cuando lo eclipsaron nuevos estilos, literalmente se refugió en las mazmorras de Internet, donde prosperó, paradójicamente, como una práctica vintage, para terminar aglutinando una entera comunidad fantasmal de performers nostálgicos. En este aspecto, (La) Horde representa también un masivo experimento colectivo de retroalimentación del solipsismo y del anacronismo: la melancolía grupal de la que he hablado en otras partes de este recorrido adquiere en su caso rasgos agresivos y miméticos: la belicosidad vuelve a ser un fenómeno de imagen - el mismísimo vestuario del colectivo gusta de imitar el estilo de gangs juveniles como los Teddy Boys, los Sharks, los Jets -. En Novacieries (2015), los intérpretes bailan con pasamontañas, como miembros de una gang que se preparan para una rapiña. No se escatiman elogios a este poderoso chute de vitalidad
teen-ager. Lo preocupante es que admirable, para críticos y espectadores, sea precisamente la fusión de “la belleza de una comunidad compartida”, el “lado dark agresivo” y la “marcialidad casi militar” de la acción grupal escenificada por el colectivo, con el intrigante aliciente de que casi todos sus miembros son poco más que niños. Esta inocencia hace que la ambivalencia del mensaje pase completamente desapercibida. Caso extremo de comunidad tribal, (La) Horde es también el último formato coreútico que quería tratar en este largo excursus. La pregunta será: ¿qué tipo de convivencia prefigura? Mejor aún: ¿con qué modelo de colectividad, en qué potencial de convivencia se identifica, o en qué sueño societario se reconoce la parte de humanidad que en este desastroso coletazo de capitalismo se pasma ante las piezas de (La) Horde? Difícil decirlo: probablemente en una comunidad hecha sólo de niños y criminales. Agresiva y agredida en todo momento.
140 19 Queda claro que, a lo largo y ancho de la aventura coreútica del Occidente moderno, ha existido un problema seminal de confusión entre aspiraciones ontológicas y derivas hauntológicas. La manera más expeditiva de resumir el problema sería decir que casi todas las coréuticas analizadas pretendieron ser, o se publicitaron, como ontologías - y que esta confianza su aspecto más cabalmente hauntológico. Al inventar como un juego de palabras el concepto de hauntología, Jacques Derrida quiso poner de relieve la extraordinaria capacidad de lo no-existente y fantasmal por imantar lo existente y movilizarlo, con una fuerza a la que lo tangible y concreto no sabe siquiera aspirar (Derrida, 1993). En la composición de la palabra Hauntología entra el verbo inglés haunt (que se refiere a la posesión, al embrujo de ciertas casas o de ciertas personas, y cuya raíz es la misma que la de home - haunting define en primera instancia la “ocupación” de un receptor vacío). Mitad de la historia de la modernidad política se compone de fantasmas que piden todavía encarnarse, y que sería a menudo más oportuno exorcizar o “desenmascarar”. Puede que la comunidad sea uno de estos espectros voraces. No estoy diciendo que las hazañas de reconstitución del tejido comunitario ausente sean necesariamente errores de procedimiento: estoy diciendo que toda su temperatura política dependerá de la tasa de “conciencia hauntológica” que sepan desplegar; en qué medida sepan renunciar a los atajos del ser y a los mitos de encarnación, para considerar que una propuesta comunitaria sólo será viable en la medida en la que se la asuma como una ficción, y como tal se la negocie. Hay dos tipos de hauntología: una es la que invoca espectaculares fenómenos de posesión real - el problema es que quien es poseído difícilmente consigue ser políticamente operativo, y que los colectivos poseídos son los más manipulables de todos -; la otra es la que considera la posesión como un efecto especial, cuando no como una estafa hábilmente concertada. El medium es un farsante. En un caso tendremos la estructura cerrada de la liturgia religiosa (que funciona por creencias); en el segundo la estructura abierta de la sesión espiritista (que funciona por credulidades negociables). El colectivo que sabe lidiar con las ambivalencias góticas de sus pretensiones de ser comunidad tendrá siempre más posibilidades políticas. Incluso la melancolía que anidaba en ciertos experimentos coreúticos de después del 68 fue, a su manera, un tentativo imperfecto de contener los fervores ontológicos. Hauntologías dolientes, porque no se basaron en la labor del duelo (que consiste en dejar marchar el fantasma del difunto) sino en la del síntoma (el fantasma
141 se niega a abandonarnos, o le impedimos marcharse). Uno de los límites más evidentes de muchas de las coréuticas de las que estamos hablando es su apego totalmente prejudicial a la sinceridad o, si se quiere, su dramática falta de cinismo operativo. Cultivan por lo general el mito de que la exposición de la fragilidad represente de por sí una garantía de fuerza política, cuando, salvando la sensatez de las tesis de Judith Butler sobre la relación entre fragilidad, necesidad y política (Butler, 2017), suele ocurrir lo opuesto: una fragilidad sincera hará fácilmente más indefenso el colectivo que se sincera en ella. Siempre he preferido decantarme por prototipos de colectivos que sepan mentir, porque creo que su capacidad por mentir, esconderse e incluso invisibilizarse será más eficaz que sus conmovedoras decocciones de verdad y presencia. Entre otras ventajas, la capacidad de un colectivo de este tipo por negociar su ficción le curará del riesgo, siempre elevadísimo, de mentirse a sí mismo. El trabajo que hago con Roger Bernat va un poco en esta dirección: en último análisis se basa en una duda sistemática alrededor del prestigio político de la presencia. Llevamos años preguntándonos si público “activo” es el público que hace cosas; si un público presente es necesariamente un público “inmanente”; si la participación como hecho es efectivamente preferible a la participación como realidad, o si no ocurrirá, como creemos, que una participación fáctica es a menudo una participación ficticia. Esto nos ha impulsado a otorgarle un significado poética y políticamente activo incluso al carácter performativamente deficitario de la prestación del público en los dispositivos de participación: la imperfección es como el crack de la punta del tocadiscos en cierta música, también hauntológica, de los años 80 (Fisher, 2014), que servía a evocar la ilusión de la presencia física del vinilo, y a recordar que, en tiempo de digitalización, la dotes de presencia de lo concreto sólo podían subsistir como efectos especiales, tergiversaciones hábiles. Al hablar de una “edad hamlética” del público estamos de hecho invocando las habilidades políticas de un público de baja fidelidad (que sea sobre todo muy escasamente fiel a su eventual fantasía de ser una comunidad), que lidie muy imperfectamente con las demandas del espectro paterno, que sea capaz de elaborar su hipótesis de disidencia sólo desobedeciendo a la reproducción exacta de la melodía ideológica (eso que Céline llamaría petite musique) que lo ha configurado como corriente pasiva de la historia. Las metamorfosis de ese público que renuncia a toda identidad radical, a toda esencia, nos parecen infinitamente más interesantes que toda encarnación. El resultado de esta hauntología crítica es una curiosa inversión de los términos tradicionales del problema de la identidad: mientras la dimensión coreútico-participativa suele seducirnos con mitos de presencia e inmanencia, la hauntología crítica nos ofrece la constatación de que
142 el pasado (por ejemplo los trascursos gloriosos de la lucha obrera) es un fantasma tan poderoso precisamente porque fue más concreto, menos espectral que cualquier fenómeno presente de grupalidad. Los muertos dejan de dominarnos cuando renunciamos a revivir sus supuestas perfecciones, y optamos si acaso por interpretar como podamos su muchas imperfecciones. Nos preguntamos si a fin de cuentas no se hizo un garrafal error de cálculo al recalcar la emancipación del colectivo sobre un molde “performativo”; al creer en suma que la única manera, para el colectivo, de hacerse comunidad, fuera de convertirse en un colectivo de performers. Nos preguntamos qué ocurriría si de pronto los esfuerzos fueran en la dirección opuesta: la de convertir el colectivo en una panda muy mal intencionada de “dramaturgos”, es decir, de negociadores de ficciones (Bernat y Fratini, 2016). Barcelona, julio 2018
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145 * Roberto Fratini es dramaturgo, investigador y profesor de Teoría de la Danza en el Conservatori Superior de Dansa de Barcelona del Institut del Teatre, y en la Università Statale de Pisa y de la Aquila. Es también profesor en el Máster Universitario en Estudios Teatrales (MUET), coordinado por la Universitat Autònoma de Barcelona. Colabora y asesora constantemente a coreógrafos en España, Francia, Italia y Suiza, como Caterina Sagna Dance Company, Germana Civera cie. Inesperada, Cie. Philippe Saire, Juan Carlos García cia. Lanónima Imperial, Lipi Hernández cia. Malqueridas, Agrupación Sr. Serrano, Silvano Voltolina, Rocío Molina, Roger Bernat, Taiat Dansa, La Veronal y Alexandra Waierstall. Ha publicado los libros A Contracuento. La danza y las derivas
del narrar (Ediciones Polígrafa, 2012) y Filosofía de la danza (Edicions UB, 2015) con Magda Polo Pujadas i Bàrbara Raubert.
Ă?ndice de imĂĄgenes
147 Imágenes tomadas de registros en vídeo Páginas: Portada y contraportada, forros, 2, 5, 12, 20, 34, 36-38, 42, 44,, 56, 60 , 63, 64 y 78, Fotografías del performance Ágape Insípido de Vera Livia García; por Catherine Gómez, en el Museo Picasso de Barcelona, 2018: Páginas: 24 y 26 Registro del workshop con Aina Alegre por Quiasmo Páginas: 30 y 33 “Mapas”- ilustraciones de Sara Gómez y Daniel Toca Páginas: 18, 29, 40, 55, 58 Imágenes de enlaces a registros en vídeo Páginas:41, 59, 63, 67
*Los registros y edición de vídeos fueron realizados por Galo Tobías, OptiludiK *Todas las imágenes, tomadas de los videos, fueron editadas por Daniel Toca. *Todos los videos e imágenes tomadas de los videos (expeto en página 24 y página 26), son propiedad de las Jornadas de Coregorafía Política
Agradecimientos
149
E
l equipo de organización de las Jornadas de Coreografía Política, formado por Sara Gómez, Jèssica Jacques y Gerard Vilar, agradecemos el generoso apoyo de Oscar Dasí, director artístico de La Caldera Les Cort, Centre de Creació de Dansa. i Arts Escèniques, por haber acogido las Jornadas en las instalaciones del Centre y por haber hecho mucho más llevaderas las gestiones administrativas y
logísticas. Así también, reconocemos el trabajo de todo el equipo de La Caldera. Un agradecimiento especial a Lucía Buedo.
Gracias también a Tania Costa, quien posibilitó que EINA, Centre Universitari de Disseny i Art de Barcelona fuese una de las instituciones que respaldara el proyecto con equipo técnico y difusión.
Reconocemos también la labor de Laura Vilar, quien nos ha acercado a algunos de los ponentes que han colaborado en las Jornadas. Agradecemos la valiosa ayuda que ofrecieron las doctorandas del grupo de investigación GEARAD (UAB): Pilar Talavera, Fiona Capdevila, Musang Xu, Guim Espelt. Gracias Silvia Galí, Galo Tobias y Annita Rivera, por su apoyo.
Las Jornadas se han realizado en el marco de las actividades, y bajo el patrocinio, del Grupo de investigación MINECO FFI2012-32614 “Experiencia estética e investigación artística: aspectos cognitivos del arte contemporáneo”, IP: Gerard Vilar, y en el marco también del Departamento de Filosofía de la Universidad Autónoma de Barcelona.
Asimismo, la editorial Quiasmo agradece las invaluables aportaciones de los ponentes de las Jornadas que han hecho posible la presente publicación; en particular agradece a Roberto Fratini, Victoria Pérez Royo y Vera Livia García, quienes han donado textos editados ex profeso para esta memoria, aportaciones que le dan un carácter único.
Agradece también a Daniel Toca por la colaboración con los “Mapas” y por su asesoría para concretar el diseño gráfico editorial.
2019
Se reunen aquí, en diversos soportes -textos, imágenes, vídeos-, los puntos de vista de creadores escénicos, teóricos de la danza, curadores y público, expuestos en las I Jornadas de Coreografía Política; con el propósito de ofrecer un mosaico de modos en que se relacionan danza y la política. Las mesas de conferencias, talleres y charlas, señalaron dos vías de pensamiento: la práctica que ensaya formas de actividad política y la teoría que piensa lo coreográfico como herramienta para profundizar lo político. Aina Alegre, Gastón Core, Tania Costa, Roberto Fratini, Sara Gómez, Aimar Pérez Galí, Victoria Pérez Royo, Paula Velásco, Laura Vilar.